La historia moderna de E. comienza propiamente en el reinado de los Reyes
Católicos (1474-1516; v.). En 1492 se producen con llamativa simultaneidad
dos acontecimientos capaces de señalar el cambio de los tiempos: por una
parte, el fin del proceso secular de la Reconquista (v.) que había
conferido un sello especial a todo el Medievo español; y, por otra parte,
el descubrimiento del Nuevo Mundo (v. AMÉRICA Iv, 2) con el inicio de la
expansión hispánica, que fue la característica más destacada de su Edad
Moderna.
Se pueden considerar, además, otras circunstancias: por ej., la casi
simultánea apertura a la gran política exterior (1493), motivada por las
ambiciones italianas de Carlos VIII de Francia (v.); la vinculación a la
casa de Austria (v.), operada mediante los enlaces dinásticos de 1497, y
llamada a tener las más trascendentales repercusiones sobre E., a partir
de 1517. Y como elemento posibilizador de las nuevas directrices
políticas, la conversión de E., y más concretamente de Castilla, en un
Estado moderno, obra que los Reyes Católicos legaron prácticamente
coronada a sus sucesores. Tenemos,, por consiguiente, que la entrada del
país en la Edad Moderna se verifica durante el reinado de Fernando e
Isabel; cuando menos, es un hecho que lo que reciben aquellos monarcas es
un legado medieval (división del espacio peninsular en cinco reinos,
perduración de la Reconquista, privanza de los poderes de la nobleza y del
patriciado urbano), en tanto que lo que dejan a su muerte es la realidad
de una E. moderna: Estado fuerte y centralizado, unidad territorial,
empresa americana y amplia política exterior. Por encima de todo ello,
durante aquellos mismos años, ha cambiado la mentalidad del país y se han
impuesto las formas y la cultura del Renacimiento (v.).
Teniendo en cuenta todo este condicionamiento, es ya fácil precisar
unos cuantos rasgos de la E. moderna, que nos sirvan para diferenciarla de
la antigua o medieval. En primer lugar, la realización de la unidad
nacional, que sólo por un momento había sido entrevista en tiempos
visigodos, y que es, en cambio, una constante histórica de la modernidad
española. Sólo la oposición de Portugal a integrarse en comunidad con el
resto de los Estados peninsulares, consecuencia de la exacerbación de
sentimientos nacionalistas y de lo tardío de su incorporación a la corona
hispana, impidió que la unidad nacional pudiera traducirse, como desde el
punto de vista geográfico cabía esperar, por unidad peninsular. En segundo
lugar, la extroversión mundial de lo hispánico. Las Edades Antigua y Media
se caracterizan, casi sin excepción, por el encuentro o la lucha entre
peninsulares y advenedizos (invasiones procedentes de Europa, África o el
Mediterráneo) dentro del marco geográfico de la Península. La Edad
Moderna, al contrario, se define, sobre todo en su primera mitad, por el
contacto en tensión con lo exterior, fuera del ámbito peninsular; se
registra un salto hacia afuera, un desbordarse las energías hispanas hacia
el mundo, que es uno de los rasgos más acusados de la modernidad española.
Sin embargo, en la consideración de esta actitud de contacto en
tensión con lo exterior, es preciso tener en cuenta un doble flujo. Hasta
mediados del s. XVII, predomina la exportación de ideas, de iniciativas
históricas de riqueza metálica, de esfuerzos militares o diplomáticos, con
vistas a la imposición de un orden o de «un modo de entender la vida»,
cuyas directrices son dadas por E. A partir de esa fecha, y si bien se
mantiene hasta comienzos del s. xix la activa presencia española en el
mundo, priva una actitud receptiva, aunque supone igualmente una situación
de contacto en tensión con lo exterior. Las energías creadoras del genio
hispano se han agotado en cierto modo, como consecuencia de lo que Sánchez
Albornoz llama el «cortocircuito de la modernidad española», es decir, el
masivo desgaste provocado por un fulgurante despilfarro de energías; y
desde entonces, la historia de E. pierde vitalidad externa, o, lo que es
lo mismo, auténtica originalidad en sus directrices de actuación.
Predomina la aceptación de las ideas o las formas provenientes de fuera;
aceptación a la que no se llega sino lentamente, y previa una tensión
dialéctica muy fuerte, por lo menos como de la época de más vital
expansión. Es esta tensión la que sigue confiriendo caracteres dramáticos
a la historia de E., aun en los momentos de su máxima postración.
De todo ello puede deducirse que E. se forja, en su Edad Moderna,
una destacada personalidad histórica, una peculiar forma de ser y de
actuar, que le enfrenta a veces violentamente con el mundo exterior. Pero
esta peculiaridad suya no es, en modo alguno, motivo de aislamiento o de
voluntario repliegue, sino más bien de contraste y de polémica. Sin tener
en cuenta esta peculiaridad hispánica y la tensión histórica que levanta,
sería imposible comprender el decurso de los hechos a lo largo de los
cinco últimos siglos.
1. La erección de la España moderna. En el último cuarto del s. xv
coincidió la corriente de los nuevos tiempos, que propendía hacia las
formas propias de la modernidad, Renacimiento, con la presencia histórica
en E. de dos figuras reales de excepción: Fernando II de Aragón (v.) e
Isabel I de Castilla (v.). Casados desde 1469, reyes de Castilla desde
1474 y de Aragón desde 1479, no sólo unieron con su vinculación
matrimonial los dos reinos más importantes de la Península, sino que
pusieron las bases de su integración con los restantes, y realizaron, en
el ámbito político-jurídico, la ingente tarea de convertir a E. en un
Estado moderno.
Perfectamente compenetrados en la realización de su programa y
dotados de una extraordinaria perspicacia en orden a la comprensión y
aprovechamiento de la coyuntura histórica, en su reinado se superponen
admirablemente el orden cronológico y el orden lógico, de suerte que puede
adivinarse en el conjunto de su obra la realización de un plan
cuidadosamente preparado. Fernando e Isabel se lanzan a la reforma del
Estado, después de haber logrado la legitimación jurídica de sus poderes;
comienzan la guerra de Granada (v.) después de haberse agenciado una
maquinaria orgánica e institucional capaz de dar a cualquier empresa la
mejor garantía; emprenden la aventura exterior, después de haber dejado
totalmente arregladas las cosas de dentro. Es este sentido del orden y de
la lógica, al lado del talento político de Fernando y del talento
administrativo de Isabel, la clave de sus mejores éxitos.
En la sucesión cronológica de los principales acontecimientos,
podemos destacar, en primer lugar, la guerra dinástica por la sucesión al
trono de Castilla (1474-79). Los derechos de Isabel a suceder a su
hermanastro Enrique IV (v.) eran en realidad discutibles, pues su
matrimonio con el príncipe aragonés Fernando había contravenido el tratado
de los Toros de Guisando, firmado años antes, y por el que se le concedía
la herencia. La mayor parte de la nobleza apoyó a otra candidata al trono,
Da Juana (llamada la Beltraneja), que contaba también con la venia de
Portugal, en tanto que la Iglesia y la burguesía de la cuenca del Duero
ayudaban a Isabel y Fernando. En la guerra de sucesión dirimen su
existencia «dos Españas posibles», Castilla más Portugal, o Castilla más
Aragón, al tiempo que disputan la supremacía la nobleza territorial y el
patriciado urbano. La victoria de los que habrían de llamarse Reyes
Católicos, consagrada en las batallas de Toro (1476) y Albuera (1479),
decidió así, no sólo la entidad España, sino la estructura políticosocial
en los inicios de la modernidad española.
La paz de Alca ovas-Toledo (1479), que deja definitivamente zanjada
la cuestión sucesoria, abre paso a una nueva etapa, caracterizada por la
consolidación del poder real y la reestructuración del Estado, que se
conforma a la coyuntura de los nuevos tiempos. Las Cortes de Toledo (1480)
establecen, con la reforma del Consejo, la entrada, en los organismos
asesores de la realeza, de un funcionariado salido de la alta burguesía
intelectual. Un cuerpo de empleados, cada vez más numeroso y organizado,
cuida de controlar las funciones públicas y la Administración. La nobleza
pierde gran parte de su poder político, no social ni económico, en tanto
que la vida municipal queda uncida al poder del Estado por medio del
corregidor (v.). El establecimiento de la Inquisición (1481; v.)
representa el intento de lograr, junto con la unificación material, la
espiritual. El mismo objeto tendría, años más tarde (1492), la expulsión
de la minoría de religión judía (no de la raza judía, que seguiría
viviendo, convertida al cristianismo en E.).
La organización del nuevo Estado se prolonga durante todo el
reinado, superponiéndose a nuevas fases históricas, como la guerra de
Granada (1482-92), que al poner fin a la Reconquista, liquida una
constante histórica medieval y abre simbólicamente los tiempos modernos en
E. Aquel victorioso conflicto sirve también para organizar un ejército
sobre bases nuevas, igualmente moderno, que va a resultar decisivo como
apoyo de la política exterior. Esta política se inició, justamente, tras
la coronación de la empresa granadina. En el mismo a. 1492, Cristóbal
Colón (v.), enviado por los reyes, descubría el Nuevo Mundo, y ya la
segunda expedición (1493) tuvo un carácter eminentemente colonizador. Con
todo, los errores de Colón y las dificultades técnicas de la empresa
limitaron la expansión española por América, durante el reinado de los
Reyes Católicos, a la zona antillana y caribe.
Una segunda área de expansión fue la mediterránea. Fernando,
siguiendo la tradición aragonesa, centró su política exterior en torno a
la península italiana, disputando a Francia la hegemonía sobre el dividido
país del Renacimiento. Dos guerras libradas en Nápoles entre españoles y
franceses (1495-98 y 1501-04), durante las cuales se reveló el genio
militar del Gran Capitán (v. FERNÁNDEZ DE CÓRDOBA, GONZALO), consagraron
la posesión del reino napolitano (v. NÁPOLES, REINO DE) y la presencia
hegemónica de E. en Italia, que habría de prolongarse hasta el s. XVIII.
Isabel la Católica m. en 1504, cuando ya E. se había transformado en
un estado moderno y en potencia mundial. Su labor fue continuada por
Fernando a lo largo del azaroso periodo de regencias (1504-16), en que el
conflicto sucesorio, motivado por la alienación mental de la sucesora de
Isabel, la reina Juana (v.), y la ambición de su esposo, Felipe I el
Hermoso (v.), no impidió que Fernando el Católico, como monarca de Aragón
y regente de Castilla, mantuviese la política de expansión mediterránea.
Fue entonces (1508-10) cuando se emprendió la sistemática conquista de
plazas en el norte de África. Una nueva guerra con Francia por las
cuestiones italianas dio pie a la incorporación del reino de Navarra
(1512; v.), con lo que quedó prácticamente coronada la realización de la
unidad territorial española.
2. El Imperio de los Austria. Una serie de azares no buscados por
los Reyes Católicos depararon la herencia de los reinos españoles al hijo
de Juana la Loca, Carlos de Habsburgo (v. CARLOS I DE ESPAÑA), archiduque
de los Países Bajos y aspirante a la corona del Imperio alemán. Una nueva
dinastía, la de Habsburgo o de Austria, se entronizaba así en la
Península, donde iba a perdurar por espacio de casi dos siglos
(1517-1700). Fernando el Católico comprendió el peligro de aquella
sucesión que amenazaba uncir los destinos de E. al carro del Sacro Imperio
(v.); pero los hechos se impusieron sin posible recurso en contra.
Aquellos lógicos temores no llegaron a realizarse, y ello sobre
todo, por dos razones; una de tipo psicológi co o ideológico: los
españoles aceptaron la idea y la política imperial con mayor
identificación que los propios súbditos del Imperio germánico (v.); y otra
de orden económico: la generosidad de Castilla en el terreno tributario,
y, sobre todo, las fabulosas remesas en metales preciosos que comenzaron a
arribar de las Indias, convirtieron a los reinos españoles en el núcleo
más activo y eficiente del patrimonio imperial. Unamos a ello el que, a la
abdicación de Carlos V, aquel patrimonio se dividió, separándose las dos
ramas destinadas a reinar en Madrid y en Viena. E. pudo mantener así su
política privativa, y alcanzó justamente bajo la casa de Austria la
plenitud más genuina de su ser histórico, Siglo de Oro (v.), si bien la
vinculación a la rama vienesa la obligó con frecuencia a una política
centroeuropea, desencajada de sus más lógicas directrices geopolíticas.
Carlos I (1517-56) fue, más que rey de E., Emperador de Occidente, y
a tal concepción ciñe, por encima de todo, su política. Pero, aun sin que
su identificación con los españoles llegara a ser total, puede rastrearse
un mutuo acercamiento; el Emperador hizo suyos, de manera progresiva, los
ideales y las directrices de E., en tanto que los españoles, sobre todo la
numerosa y vital hidalguía castellana, aceptaron con entusiasmo la
política imperial.
Sólo en los primeros momentos del reinado se registraron francos
brotes de protesta (Cortes de Valladolid, 1518, y de Santiago-Coruña,
1520; movimientos de las Comunidades, v., de Castilla y Germanías, v., de
Valencia), que tuvieron, en el fondo, tanto de guerras civiles entre las
clases sociales, burguesía o artesanado contra nobleza, como de rebeldía
contra el joven monarca de origen extranjero y sus indeseados ministros
flamencos. La victoria del poder real lo fue al mismo tiempo del estamento
nobiliario, llamado, por espacio de dos siglos, a ocupar los más
destacados puestos en el gobierno y administración del país; eso sí, al
servicio siempre de una indiscutida realeza.
Desde 1522, la autoridad de Carlos de Habsburgo en E. está fuera de
todo peligro, y es entonces cuando se consagra la apertura de los
españoles a todos los vientos imperiales. Por un lado, tiene lugar en
aquellos años (1520-40, aprox.) una verdadera explosión en el movimiento
expansivo sobre el Nuevo Mundo. México, Perú, el área grancolombiana,
Chile, la zona del Plata, son ocupados, sensiblemente por este orden, en
expediciones audaces y con frecuencia increíbles, por más que constituyan
hechos históricos. Los españoles muestran en Indias la generosidad de sus
ideales, evangelización, enseñanza, legislación protectora del indígena,
al mismo tiempo que proceden a la explotación económica de los inmensos
territorios conquistados. El hallazgo de yacimientos de metales preciosos,
especialmente de plata, es decisivo para la conformación de la estructura
económica española de la época de los Austria. La plata americana resultó
un cómodo recurso que facilitó la pereza industrial de los españoles; por
otra parte, el proceso de inflación subsiguiente a la superabundancia de
metal, deparó a E. los precios más altos de Europa, con lo que la
industria propia no estaba en condiciones de competir con la extranjera.
Los españoles, ricos en plata, pero carentes de productos que adquirir con
ella, habían de comprar sus artículos inevitablemente en el extranjero, a
cambio, por supuesto, del metal americano, que iba a enriquecer así a
todos los países industriosos de Occidente.
Los tesoros de Indias sirvieron también para sostener una amplia y
activísima política exterior. E. fue la principal base de Carlos I en las
cinco interminables guerras contra Francia (v. FRANCIA v), en la que se
dirimía la hegemonía europea y el control de la península italiana, donde
la presencia española se fue afianzando cada vez más. Mayor popularidad
entre los españoles tuvieron las expediciones antiturcas, en que se
conjugaron la idea imperial de cruzada y la hispana de guerra santa contra
el infiel, de acuerdo con la tradición medieval de la Reconquista. Carlos
1, con tropas españolas, logró apoderarse de Túnez (1535), aunque fracasó
más tarde (1541) frente a Argel. Un tercer campo de actuación, éste más
específicamente imperial, lo deparó el movimiento luterano, sin que los
hombres y los recursos de E. dejaran de participar activamente en la lucha
para sofocarlo; su papel fue particularmente destacado en la guerra de la
Smalkalda, que culminó con la victoria de Mülhberg (v.) (1547); pero más
todavía a lo largo de las tres sesiones del Conc. de Trento (1545-62; v.),
donde la intervención de los teólogos españoles señaló la pauta de las
principales decisiones conciliares. E. se ponía desde aquel punto a la
cabeza del gran movimiento religioso e ideológico comúnmente conocido por
la Contrarreforma (v.), y en paladín de la causa católica, por espacio de
un siglo (Trento, 1545; paz de Westfalia, 1648).
El Concilio se cerró ya bajo el reinado de Felipe II (1556-98; v.),
el primer monarca español de la dinastía, por nacimiento y por
temperamento. El hijo de Carlos I heredaba, junto con los reinos de E.,
sus posesiones patrimoniales en América y en Italia; pero también la
herencia borgoñona procedente de Felipe I el Hermoso (Países Bajos,
Luxemburgo, Artois, Franco Condado), que mantendrían inevitablemente la
vinculación centroeuropea. Con todo, la política de Felipe II fue
española, sobre todo a partir de 1560, y durante su reinado alcanzó E. uno
de los momentos más vitales de su historia. La clase hidalga, cuyo volumen
demográfico alcanzaba el orden de varios cientos de miles de individuos,
daba el tono a la época, con su acendrado idealismo, su profunda
religiosidad, su sentido del honor y su desprecio al trabajo organizado y
a las empresas rentables. La defectuosa distribución de la propiedad y la
mal organizada estructura económica quedaban paliadas en parte por la
riada de la plata americana. En estas condiciones, los españoles de la
época de Felipe II pudieron dedicarse a la vida religiosa, a la guerra, al
arte o a la literatura, en uno de los despliegues más amplios que haya
realizado pueblo alguno.
La directriz política del reinado quedaba definida por el viejo
aforismo «paz entre cristianos, guerra contra paganos», que Felipe II pudo
seguir sin estorbos hasta 1566. La paz de Cateau-Cambrésis (1559; v.), que
puso. fin a la sexta guerra con Francia, consagró la hegemonía española en
Europa y permitió a los políticos de Madrid, capital de E. desde 1561,
seguir una táctica de tutela, apoyando en todo caso el catolicismo y la
obra de la Contrarreforma. Por el otro lado, se iniciaba una campaña
sistemática contra los musulmanes, singularmente contra el Imperio turco y
sus aliados, en el ámbito mediterráneo, campaña en la que se unían la idea
de cruzada con el afán de control de las rutas y puntos clave de aquel
mar.
A partir de 1566, una serie de dificultades, entre las que se
cuentan la insurrección de los moriscos (v.) y la de los protestantes
flamencos, interrumpen en parte la continuidad de aquella política. La
revuelta morisca puso sobre el tapete un viejo problema aún no resuelto,
como era el de la presencia en la Península de una parte de la antigua
población musulmana, sólo teóricamente convertida al catolicismo. Todos
los intentos de asimilación se habían estrellado, hasta provocar
alzamientos como el de 1566, del que derivó una guerra, más molesta y
difícil que realmente peligrosa. El hermano del rey, Juan de Austria (v.),
en complicadas acciones sobre La Alpujarra, consiguió aniquilar aquel foco
de rebeldía, casi al mismo tiempo que se originaba otro, por razones muy
distintas, en los Países Bajos (v.). Allí predominaban los motivos
políticos: descontento de la nobleza contra el centralismo del gobierno de
Margarita de Parma, dependiente de España; aunque no faltaban los
religiosos, difusión de un calvinismo militante y agresivo, y los
económicos, subida de los precios.
Felipe II, que dudó durante mucho tiempo sobre la táctica a seguir,
se decidió al fin por la vía de la dureza, y envió como gobernador de los
Países Bajos al duque de Alba (v. ALBA, CASA DE), que, desde el punto de
vista militar, controló férreamente la situación en el espacio flamenco;
no fue igual su éxito político, y su falta de tacto provocó una nueva y
más peligrosa insurrección. Hacia 1570, Felipe II, libre por un momento de
embrollos internos y externos, retornó a su política favorita, e hizo
entrar a E., con toda su enorme potencia militar y naval, en la Liga Santa
que Pío V (v.) preconizaba contra el turco. La acción de Lepanto (v.)
(1571), una de las batallas navales más grandes de la historia, resultó
decisiva, y aunque el éxito no pudo ser explotado ulteriormente hasta sus
últimas consecuencias, supuso el control del Mediterráneo, al mismo tiempo
que el inicio de la decadencia otomana.
La política de cruzada se trunca definitivamente en 1572. Entonces
se reproduce la insurrección flamenca (singularmente en la zona de
Holanda), dotada, no como antes, de un sabor nobiliario, sino obra de la
burguesía neerlandesa y de las gentes modestas de la costa de Frisia;
revuelta popular y nacionalista, incomparablemente más pegajosa que la
anterior. Por añadidura, las potencias occidentales, Francia e Inglaterra,
apoyan sordamente la insurrección, celosas del ascendiente adquirido por
E. a raíz de Lepanto. Una relativa disminución de las reservas metálicas
procedentes de Indias viene a complicar más la postura de Felipe 11. El
gobierno español sigue una táctica defensiva, combinando la acción militar
con las negociaciones. Sin que Luis de Requeséns ni Juan de Austria logren
resolver el complicado avispero flamenco.
En 1575, coincidiendo con la crisis política, sobreviene una grave
crisis económica, al no poder el Estado español hacer frente a sus deudas.
Es preciso declarar una especie de bancarrota, que se resuelve mediante
una conversión de la deuda, que pasa de flotante a consolidada: los
acreedores, en vez de cobrar de inmediato, adquieren juros (títulos de
rentas fijas), que a la larga acabarán compensándolos con creces. Un más
ágil sistema de préstamos, los asientos, unido a un notable incremento de
la aportación indiana, supera el bache a partir de 1578-80, y hasta abre
una época de, abundantes disponibilidades de numerario.
Comienza entonces una nueva fase de la política filipina, activa y
agresiva, muy poco en consonancia con la táctica seguida hasta entonces
por el Rey Prudente. Es su primer capítulo, la anexión de Portugal (v.
PORTUGAL v), realizada al considerarse Felipe II (nieto de Manuel I el
Afortunado; v.) sucesor del rey portugués Sebastián (v.), muerto
trágicamente y sin descendencia. Pese a la hábil diplomacia desplegada por
E., fue preciso recurrir a las operaciones militares, que el duque de Alba
llevó con rapidez y perfección. Las Cortes de Thomar (1581) reconocieron a
Felipe II rey de Portugal, si bien la unión no fue todo lo espontánea que
el monarca deseaba.
Entretanto, un militar con extraordinario sentido de la lógica,
Alejandro Farnesio (v. FARNESIO, FAMILIA), dotado al fin de abundantes
medios económicos, obtenía los más completos éxitos en los Países Bajos.
La victoria definitiva parecía inminente, cuando, hacia 1590, Farnesio
recibió orden de intervenir en Francia para evitar que reinase en aquel
país Enrique IV (v.), un hugonote. Las tropas españolas ocuparon París,
Marsella, Toulouse y otras plazas, controlando la situación. La conversión
de Enrique IV al catolicismo, sin embargo, los dejó políticamente
desarmados, y, por la paz de Vervins (1598), Felipe lI reconocía a Enrique
IV como rey de Francia, a condición de que mantuviese la religión
católica. El objetivo religioso de la intervención había sido logrado; no
así el político. Al mismo tiempo, E. y Gran Bretaña (v. GRAN BRETAÑA Iv)
luchaban por la hegemonía del mar. La disputa tenía un móvil religioso, al
haberse convertido Isabel 1 de Inglaterra (v.) en cabeza moral del mundo
reformado, y un móvil económico, por temor de las apetencias británicas
sobre las ricas posesiones españolas de Indias. Fue una guerra no
declarada, en la que se fue pasando de los golpes de mano y actos de
piratería a las más gigantescas operaciones. Pudo ser decisiva la
expedición de la llamada Armada Invencible (1588), destinada por Felipe II
a la invasión de Inglaterra; pero una serie de fallos técnicos y adversas
condiciones meteorológicas condenaron aquella operación al fracaso. Al
morir Felipe 11 (1598), los grandes objetivos no habían sido conseguidos;
pero E. mantenía su hegemonía en el continente.
3. La época del barroco. La época que sigue, aproximadamente entre
1598 y 1640, no puede ser considerada en sentido propio como decadente.
Tal visión, por más que sea la usual, desenfoca el sentido histórico de
las dos primeras generaciones del barroco (v.), durante las cuales E.
mantiene su hegemonía espiritual y material en el mundo, y logra los
frutos más granados de su Siglo de Oro. Eso sí, una serie de síntomas
anuncian el agotamiento y la anquilosis de la potencia española. Por un
lado, los fallos de una defectuosa estructura económica se hacen más
patentes que antes, debido en parte a la desacertada política monetaria de
los ministros de Felipe III y Felipe IV, y en parte también al
agarrotamiento administrativo. Quizá, justamente, el fallo más ostensible
que puede apreciarse con la llegada del s. xvii sea la incapacidad de la
maquinaria del Estado para asumir cumplidamente sus funciones. La
vinculación de los cargos a determinadas familias, la pérdida por parte de
la nobleza de sus viejas virtudes como clase dirigente, el aumento del
funcionariado, dentro de un cuadro institucional que, en cambio, no se
desarrolla, y, finalmente, el centralismo (v.), que ahoga a los organismos
subsidiarios a nivel territorial o local, provocan esta incapacidad.
El principal fruto de este fenómeno, o por lo menos el más visible,
es la consagración del valimiento, sistema mediante el cual el monarca
delega sus funciones de gobierno en un ayudante o privado, que se
convierte así en árbitro omnipotente de la situación, si bien el valido
(v.), por no haberse institucionalizado nunca el cargo, ocupa una posición
en el fondo incómoda y propensa al resbalón. En puridad, el fenómeno del
valimiento responde a una auténtica necesidad, supuesta la progresiva
complicación de las funciones de gobierno, y la manifiesta incapacidad
personal de los monarcas del s. xvlt. Y representó un mal menor, si
tenemos en cuenta que el abúlico Felipe 111 (v.), el débil Felipe IV (v.)
o el incapaz Carlos 11 (v.) vieron reemplazado su poder personal por el de
estadistas de talla, como el conde-duque de Olivares (v.), políticos
astutos como Lerma (v.), hábiles diplomáticos como Haro, o militares
enérgicos como Juan José de Austria (v.).
De las dos primeras generaciones del barroco, la inicial es
eminentemente pacifista, y coincide sensiblemente con el reinado de Felipe
111 (1598-1621). La tendencia es general en Europa, por lo que la política
de los validos, primero el duque de Lerma, luego su hijo, el duque de
Uceda, no significa un verdadero retroceso en la posición hegemónica de E.
Se firman paces con Inglaterra y Francia, y más tarde (1609) una tregua
con los Países Bajos, por la que se reconoce implícitamente la existencia
de las Provincias Unidas de Holanda (V.) HOLANDA IV). Aquel mismo año tuvo
lugar una de las más importantes decisiones en cuanto a política interior,
como fue la expulsión de los moriscos. La medida acabó con la presencia en
E. de aquella masa alógena y subversiva, con lo que se alcanzó
definitivamente la unificación moral y religiosa del país; pero la pérdida
de 300.000 campesinos y artesanos no pudo menos de incidir negativamente
en los campos demográfico y económico.
Los 20 años de paz casi completa que van de 1598 a 1618 no
representaron para E. la recuperación interna que hubiera podido
esperarse. La mala administración y el abandono hicieron que, al inicio de
la guerra de los Treinta Años (v.), el país no se encontrara en las
mejores condiciones para afrontar aquella prueba decisiva. El conflicto,
en el que se ventila, como cuestión de fondo, la hegemonía política,
militar y moral de Occidente, obligó a E. a intervenir en las cuatro fases
de su desarrollo. La primera, guerra del Palatinado, tiene lugar a fines
del reinado de Felipe 111 (1618-21); las otras tres, danesa, sueca y
francesa, durante el de Felipe IV y privanza de Olivares. Los hechos se
acumulan de forma cada vez más dramática, hasta abocar a E. a una lucha
decisiva, y, finalmente, a la derrota.
Con todo, la segunda generación del barroco (1621-40) es brillante,
pomposa y llena de nombres ilustres, como los del propio Olivares, Lope de
Vega, Quevedo o Velázquez. El arte y el pensamiento de los españoles
alcanzan sus formas más genuinas y originales; en tanto que la
proclamación de los ideales que E. defiende llega a su grado más alto en
la famosa polémica de 1635, en que se subliman como nunca los valores del
espíritu y el concepto de un «Estado misional», esto es, encargado por la
Providencia de una misión histórica tutelar de aquellos valores. La
influencia española en el mundo sigue siendo muy grande, lo mismo en el
aspecto político y militar, que en el ideológico o artístico. La victoria
de Nórdlingen sobre los suecos (1634) parece asegurar todavía la presencia
hegemónica de España, y con ella la concepción católica, en el centro de
Europa. Sin embargo, el agotamiento interno del país se hace evidente, lo
precipita la baja de las remesas metálicas procedentes de América (entre
1630 y 1640). El racionalismo (v.), como nueva fuerza ideológica, va
ganando terreno, y la intervención de Francia (a partir de 1635) sorprende
a E. ya cansada por tantas y tan interminables luchas.
4. La decadencia. Después de una etapa de dramático equilibrio
(1635-40), sobreviene el derrumbamiento. El fenómeno, inicialmente, no se
manifiesta en forma de una derrota exterior, sino de una espectacular
descomposición interna; por más que sería equivocado no considerar esta
descomposición como el resultado de una crisis de la conciencia nacional
ante la imposibilidad de seguir sosteniendo la política de denodada
tensión hacia afuera. Los reinos periféricos, Cataluña, Portugal, más
tarde Andalucía, Aragón, Navarra, Nápoles y Sicilia, desertan o intentan
desertar de la empresa común, dirigida hasta el momento por Castilla. En
1640, se producen los alzamientos más graves: el de Cataluña, en junio, y
el de Portugal, en diciembre. El reino portugués se pierde para siempre,
en tanto que la recuperación de Cataluña (v. CATALUÑA, REVOLUCIÓN Y GUERRA
DE) cuesta una guerra durísima e interminable, que se combina con la lucha
contra Francia. El reconocimiento aunque algo tardío por los catalanes de
que su independencia de Castilla significaba sin remedio su sumisión a los
franceses coadyuva al definitivo regreso del principado a la órbita de los
Estados hispanos. Los intentos de Andalucía occidental y Aragón son
específicamente nobiliarios, carentes de arraigo popular, y aborta sin
graves consecuencias para la unidad española. Los de Nápoles y Sicilia
tienen, en cambio, el carácter de levantamientos sociales, y exige nuevos
esfuerzos; por fortuna, la ayuda de los nobles, contra el bajo pueblo, a
la causa real española, contribuye en Italia a salvar la situación.
Así fue cómo, de pronto, E. se vio envuelta en una lucha por su
propia unidad, que es como decir por su propia existencia como entidad
histórica. Denodados esfuerzos, la conjunción de algunas circunstancias
favorables, más la política moderada y posibilista del nuevo valido, Luis
de Haro, consiguieron capear la crisis, sin otra pérdida que la de
Portugal y un pedazo de Cataluña (Rosellón y parte de Cerdaña); pero los
resultados físicos y morales de la lucha fueron decisivos. Desapareció el
ascendiente de Castilla sobre los otros reinos peninsulares, y con él se
perdió la política de «Estado misional» perseguida hasta entonces.
El derrumbamiento interior fue seguido sin remedio por el
derrumbamiento exterior. E. tenía bastante con debatirse por su propia
supervivencia, como para prestar la debida atención a sus enemigos de
fuera. La tremenda derrota de Rocroi (1643), seguida de otros desastres,
condujo a la paz de Westfalia (1648; v.), en la que la hegemonía de E. en
Europa quedaba arrumbada para siempre. Westfalia significa el comienzo de
una nueva Edad, la llamada por J. M. Jover Baja Edad Moderna, en que el
concepto de Europa prevalece sobre el de Cristiandad, y la idea de la
diversidad domina sobre la conciencia unitaria de Occidente.
E. siguió la guerra contra Francia, en general con signo
desfavorable, hasta 1659, en que se firmó la paz de los Pirineos (v.), que
puso fin a toda su política anterior. El agotamiento, el descenso
demográfico (provocado por la emigración a América, la pobreza y las
frecuentes epidemias) y la crisis económica habían llevado al país, en el
curso de unos años, a una situación de extrema decadencia. Pero tan
importantes o más que los signos físicos fueron los morales. El fracaso de
la misión histórica que los propios españoles, en su inmensa mayoría,
habían aceptado como destino peculiar de su pueblo, provocó en el país una
crisis de conciencia, de la que depende, en cierto modo, toda su historia
ulterior. La segunda mitad del s. xvii registra un evidente desengaño y un
movimiento de escepticismo respecto de los ideales defendidos hasta
entonces; y este movimiento es aún más claramente perceptible en épocas
ulteriores (s. xvitt y siguientes). Esta crisis, que alcanzó sobre todo a
las clases dirigentes e intelectuales en contraste con el tradicionalismo
y sentido espiritualista de grandes masas de españoles, sobre todo en el
seno del pueblo sencillo, provocaría una disociación de la conciencia
nacional, destinada a conferir un sentido polémico a la historia de E. en
la Baja Edad Moderna y Edad Contemporánea.
El reinado de Carlos II (1665-1700), aunque mal estudiado hasta hoy
en su aspecto ideológico, presencia la cristalización de esta crisis. Es
una época de falta de ilusiones, de endémica penuria económica y total
agarrotamiento administrativo, agravado por una sorprendente carencia de
hombres y clases dirigentes; pero las inquietudes de los españoles, cuando
se manifiestan, suelen polarizarse en sentido muy diverso a las habituales
hasta entonces: afición a las ciencias útiles, proyectismo económico (por
más que se trate casi siempre de utópico arbitrismo), sentido racionalista
y pragmatista, desprecio hacia las aventuras gloriosas, escepticismo. Las
derrotas militares, sobre todo frente a Francia, quedan paliadas en parte
por un nuevo principio surgido de la paz de Westfalia, el equilibrio, que
aconseja a las potencias europeas ponerse de parte del más débil, en este
caso E., para coartar las pretensiones hegemónicas de Luis XIV (v.). Así
se da el caso de que el calamitoso reinado de Carlos 11, a pesar de las
continuas derrotas militares, llegue a su final sin que el todavía enorme
Imperio hispánico haya sufrido grandes mermas territoriales.
CONTINÚA
BIBL.: Entre las obras de tipo
general, únicas a la que aquí cabe hacer referencia, tenemos, en primer
lugar, las grandes obras de consulta, en su mayoría hoy envejecidas:
clásica, pero casi totalmente superada, sólo útil para el s. xlx, es la de
M. LAFUENTE, A. PIRALA y J. VALERA, Historia de España, 25 vol., Barcelona
1887-90 (interesan para tiempos modernos vol. VI-XXV); A. BALLESTEROS
BERETTA, Historia de España y su influencia en la Historia Universal, 9
vol., Barcelona-Buenos Aires 1943-58 (vol. IVIX); L. PERICOT GARCÍA y
COL., Gran Historia general de los pueblos hispánicos, 6 vol., Barcelona
1934-62 (t. III-VI: el criterio de estos tomos es ya actual); Historia de
España, 19 vol., ed. R. MENÉNDEZ PIDAL, Madrid 1934-68... (XVIII y XIX).
JOSÉ LUIS COMELLAS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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