En la Sagrada Escritura. El concepto de e. es típicamente bíblico. La
palabra griega skándalon, desconocida en los autores clásicos, traduce en
la versión de los Setenta los sustantivos verbales hebreos mógés y miksól:
trampa y obstáculo donde fácilmente se tropieza. Este matiz primario de
asechanza y de tropiezo o caída, ya como causa ya como efecto, subsiste en
las posteriores evoluciones del concepto.
A nivel rasamente profano e. significa todo aquello que se coloca
insidiosamente para ocasionar la ruina material y física del prójimo (Ps
49,20; 68,23; 139,6; 1 Sam 18,20). En el plano religioso-moral el concepto
e. se complica y abarca cualquier tropiezo en la fidelidad del hombre con
Dios, ya provenga de una instigación ajena hecha con intencionalidad
dañina, ya de la exclusiva propia maldad que rechaza el ofrecimiento de la
salvación divina. El e., pues, se produce paradójicamente desde una
intencionalidad pecaminosa dañina y desde una intencionalidad salvífica.
Desde la primera perspectiva, e. es todo obstáculo que, por sí o por la
intención de quien lo ocasiona, tiende a separar al hombre de su fidelidad
a Dios, acarreándole su ruina espiritual. Puede estar en el mismo hombre
como los ojos o la mano (Mt 5,29), o fuera de él, bien sean objetos (Ez
7,19) bien sean, sobre todo, personas (1 Reg 12,28-33; 14,16; Mal 2,8; Mt
18,6).
Conviene subrayar la fuerte conexión que existe en el N. T. entre e.
y fe. Escandalizar es obstaculizar la fe en Cristo y escandalizarse viene
a significar la no aceptación de la fe por los no creyentes (Me 4,17) y la
apostasía de los creyentes (Mt 13,41; 24,10; 16,23). Los anatemas con que
Cristo conmina estos e. revelan su gravisima malicia: preferible cortarse
la mano o dejarse arrojar al mar con una piedra de molino al cuello que
escandalizar al prójimo (Mt 18,6-9). Estas tajantes amenazas afectan a los
e. puestos directamente contra la fe (Mt 18,6), pero pueden aplicarse a
cualquier atentado contra otra virtud (Mt 5,29-30), porque su transgresión
grave separa también totalmente de Dios y porque así lo ha entendido
siempre la Iglesia.
Cristo «piedra de escándalo». Desde una perspectiva de
intencionalidad salvífica el e. se centra en Jesucristo, vaticinado por
Isaías y por el anciano Simeón como «signo de contradicción» y «piedra de
escándalo» (tropiezo) puesta «para ruina y salvación de muchos» (Le 2,34;
Is 8,14; 28,16; cfr. Me 12,10; Rom 9,33; 1 Pet 2,6-8). Tanto es esto así
que el mismo Cristo llama bienaventurado al que no se escandalizare de él
(Mt 11,6). Lo que, sobre todo, constituyó y constituye el gran e. y
tropiezo en Cristo es su Pasión y Muerte salvadora en la Cruz, que S.
Pablo califica valientemente como «necedad para los gentiles y escándalo
para los judíos» (1 Cor 1,21-23).
Jesucristo, que no ha venido a perder sino a salvar (lo 3,17), tan
atento a no escandalizar como se desprende de su actitud ante el pago del
tributo al Templo (Mt 17,26) y de las antedichas terribles amenazas a los
escandalosos, no mitiga, sin embargo, un ápice este e. producido por su
conducta mesiánica humilde (Mt 13,54-57; lo 6,42; 7,27.41; Le 19,1-10),
por su doctrina y su Pasión (lo 6,61-71; Mt 15,12-14; 26,63-64); sino que
lo provoca estimulando a una decisión clara y tajante, porque, para entrar
en el Reino de los cielos, es preciso aceptar a Cristo en toda su
radicalidad, anonadado en la Eucaristía y en la Cruz. No hay otra puerta
(lo 10,8; Act 4,12). Facilitar esta aceptación es precisamente la
finalidad pedagógica de las predicciones de la pasión (Me 8,31-33;
9,30-32; 10,32-34; 14,27) y de las persecuciones permanentes de la
Iglesia: «Os he dicho todo esto para que no os escandalicéis» (lo 16,1).
Jesucristo, el Salvador, resulta paradójicamente e. o tropiezo,
aunque sólo para los que no creen en El, por su intención salvífica,
puesto que sitúa al hombre en el trance ineludible de optar y decidirse
por Dios y salvarse. El rechazo, libre y responsable, de esta invitación a
la conversión, es decir, el rechazo y tropiezo en Cristo, evidencia su
propia causa que es el abismo de maldad que anida en el hombre y que, de
otro modo, hubiera pasado desapercibido (Mt 15,12-14; lo 15,22-24), a la
vez que evidencia la radicalidad del mensaje de Cristo. El concepto, pues,
de e. aplicado a Cristo es paralelo al de Juez (V. JESUCRISTO I, II y III).
El e. salvífico de la cruz se perpetúa en la Iglesia y es misión
suya predicarlo a todos los hombres sin miedo a «escandalizarlos». El e.
verdaderamente pecaminoso que acecha a los cristianos es precisamente la
tibieza (v.), la mitigación del e. de la cruz, que desfigura el rostro de
Dios y es una concausa del ateísmo (v.). Por eso los Apóstoles,
especialmente S. Pablo, lo predican sin timideces, gloriándose en Cristo
crucificado (Gal 6,14) y sin conceder prevalencia a consideración alguna
cuando esta verdad pudiera tergiversarse (Gal 1-2) y sin escatimar
renuncias personales, haciéndose todo para todos para ganarlos a todos (2
Cor 11-12).
Desde este ambiente de renuncias estudia S. Pablo lo que se ha dado
en llamar e. de los débiles, el comportamiento de aquellos que, obrando de
suyo bien, parecen obrar mal, y escandalizan, sin quererlo, a sus hermanos
en la fe. Ocurría entre los primeros cristianos que algunos mejor
formados, despreciando con razón las falsas distinciones entre alimentos
puros e impuros, ofrecidos o no a los ídolos, los comían con tranquilidad
de conciencia. Pero este proceder arrastraba a otros peor formados a
comerlos con conciencia de idolatría. S. Pablo, el Apóstol de la libertad
de los hijos de Dios, resuelve este caso apelando a la caridad (v.),
virtud que regula prudentemente todas las virtudes, que sabe valorar en
sumo grado el bien espiritual del hermano en la fe puesto que por él
derramó Cristo en sacrificio su sangre bendita y que sabe, en
consecuencia, renunciar a tales comportamientos en favor de la
perseverancia en la fe o en la gracia del hermano: «Por lo cual, si mi
comida ha de escandalizar a mi hermano, no comeré carne jamás por no
escandalizar a mi hermano» (1 Cor 8,7-13; cfr. Rom 14-15,3). De ningún
modo se trata en esta solución paulina de fomentar ambientes asfixiantes o
falsos so pretexto de no turbar las conciencias erróneas, pues el mismo S.
Pablo rompe enérgicamente una situación similar a esta hipótesis
encarándose con S. Pedro cuando la conducta ambigua de éste daba pie a los
judeo-cristianos (v.) para poner en duda la exclusividad salvífica de la
muerte de Cristo (cfr. Gal 2,11-15). Se trata simplemente de enseñar que
la caridad es la disposición moral que percibe, en cada caso, cuál es la
actitud más prudente (virtuosa) para el propio sujeto y para el prójimo.
Tal fue la conducta de Cristo.
El escándalo en la reflexión teológica. Definición y clases. La
teología moral ha estudiado el e. dedicando exclusiva atención a sus
aspectos pecaminosos. Así, al hilo de S. Tomás (Sum. Th. 2-2 q43 a l), se
considera e. toda acción libre, al menos aparentemente mala, puesta a
sabiendas de que incita al prójimo a pecar. Se define brevemente como
«dicho o hecho no recto, que ofrece a otros ocasión de ruina espiritual».
La nota individuante del e. es su capacidad de inducir a pecado a personas
de moralidad normal. Por eso, para que se consuma el pecado de e. no se
necesita que, de hecho, quien lo sufre consienta en la tentación; este
consentimiento constituiría un segundo momento. A la acción de quien
escandaliza se llama e. activo; a la del que se deja llevar del mismo, e.
pasivo. Suele decirse que no sufren e. (e. pasivo) ni los muy perfectos ni
los muy viciosos, porque éstos están siempre dispuestos al pecado, casi
sin estímulo, mientras aquéllos son refractarios a los estímulos normales,
aunque adviertan su objetiva incitación.
Si con la acción escandalosa se pretende intencionadamente la ruina
espiritual del prójimo, el e. es directo. Cuando simplemente se prevé,
aunque no se quiera, entonces acaece el e. indirecto.
Malicia. Tanto el e. directo como el indirecto hieren directamente
la caridad, en grado leve o grave, según la materia. El e. directo,
además, quebranta la virtud contra la cual incita a pecar. Es siempre
pecado, porque la incitación directa a pecar es mala en sí, sin razón
alguna que la cohoneste; y adquiere malicia diabólica gravísima, sin
parvedad de materia (v. PECADO IV), cuando en él se intenta no la simple
satisfacción de alguna pasión, sino el pecado en sí ya como daño
espiritual eterno del prójimo, ya como ofensa a Dios (Mt 18,6-9). De modo
que, quien busca directamente escandalizar, peca doblemente: contra la
caridad y contra la virtud que se induce a quebrantar.
Es más difícil precisar la malicia del e. indirecto. Pero es preciso
intentarlo porque es más frecuente y porque el impacto pecaminoso de los
actos humanos (V. ACTO III) producido en el prójimo es uno de los
componentes de la moralidad de los mismos y, por lo mismo, de las
decisiones prudentes de conciencia. Toda la cuestión se reduce a la
aplicación de los principios del voluntario en causa (V. VOLUNTARIO, ACTO)
indagando las razones que justifiquen la permisión del e. pasivo. Caben
dos hipótesis: que la acción escandalosa sea objetivamente mala o que,
siendo buena en sí, sea mala sólo en apariencia. En el primer caso, la
acción por sí misma se prohibe, no sólo por su influjo escandaloso; su
estudio moral interesa de cara a su reparación y al arrepentimiento.
El interés científico moral se centra, más bien, en la consideración
de los actos que, de suyo buenos o levemente malos, se ejecutan con
previsión de influjo pecaminoso en el prójimo. Está claro que, entonces,
la incitación al pecado no se debe tanto a la maldad provocativa de la
acción cuanto a la deficiente formación moral del escandalizado. Es el ya
aludido e. de los débiles, distinto del e. farisaico o de los fariseos,
que toman pretexto de la acción buena del otro para simular extrañeza y
obrar pecaminosamente. Es evidente que este e. es despreciable, porque
toda su malicia emana de la mala voluntad del hipócritamente
escandalizado. En el e. de los débiles se origina un aparente conflicto
entre las exigencias de la caridad que procura el bien ajeno y el
ejercicio de los propios derechos y obligaciones que, accidentalmente,
pueden ocasionar tropiezo al prójimo. Dicho conflicto se soluciona
jerarquizando, en cada caso, a la luz de la prudencia (v.), estas
instancias morales: a) el bien espiritual del prójimo, que no puede
ponerse en peligro sin causa proporcionada; b) el mal o la contrariedad
proveniente, tanto para el individuo como para la comunidad, de la omisión
del acto en sí mismo bueno, aunque de hecho escandaloso; c) la certeza de
la conexión causal entre la acción escandalizante y el e. seguido.
No pueden darse normas más detalladas y definitivas, porque están
circunscritas a la variabilidad de las circunstancias que agudizan o
embotan el influjo de las acciones. Queda, no obstante, siempre en pie el
postulado de que no puede menospreciarse, sin más, la debilidad o
ignorancia del prójimo de modo que revierta en daño espiritual suyo. Pero,
dado que esta situación es ya un mal objetivo, una carencia, no puede
erigirse en norma definitiva de conducta, pues a la larga redundaría en
mal mayor aun para el propio sujeto débil de conciencia. Así, pues, por
miedo a este e. no puede dejar de predicarse en toda su radicalidad el
mensaje cristiano ni puede omitirse una obra exigida por la ley natural ni
dejar de cumplir los deberes profesionales, etc. Alguna rara vez puede ser
aconsejable omitir o retrasar alguna obra buena supererogatoria y aun
obligatoria sólo por ley positiva, para evitar el e. cierto de algún
hermano débil de conciencia.
Es clásico entre los moralistas dar por lícitas estas acciones en
las que se permite el pecado ajeno: a) pedir actos buenos a quienes,
pudiendo y debiéndolos hacer bien, se prevee que los ejecutarán
pecaminosamente; (por ej., un juramento, pedir los Sacramentos a un
sacerdote indigno, etc.; b) no quitar una ocasión ya existente de pecado
para, con motivo del mismo, proveer a la completa corrección del pecador o
al escarmiento común; c) aconsejar un mal menor a quien está decidido a
cometer uno mayor. Una mayoría de autores admiten la licitud de este
consejo si el pecado sugerido va implícito en el proyectado.
Reparación. El escandaloso tiene obligación proporcionada al e. dado
de reparar el daño espiritual y aun material ocasionado. Esta obligación
es siempre de caridad. Además es de justicia cuando existe el compromiso
de precaver el e. como ocurre, p. ej., con los educadores. Adviértase que
el e. público pide reparación pública. Ante la imposibilidad de una
reparación adecuada persiste la obligación, siempre posible, de compensar
con oración y sacrificio. La caridad contrita encuentra siempre el modo
prudente de reparar el e.
V. t.: CARIDAD III; COOPERACIÓN AL MAL.
BIBL.: G. J. WAFFELAERT, L'espèce
du scandale, Brujas 1894; G. CANCHO, Escándalo, en Enc. Bibl. III,82-89;
N. JUNG, Scandale, en DTC XIV,1246-1254; A. HumBERT, Essai d'une théologie
du scandale dans les Synoptiques, «Biblica» 35 (1954) 1-28; G. STAHLIN,
Skandalon, Gütersloh 1930; A. Royo MARÍN, Teología moral para seglares, 3
ed. Madrid 1964, 406-417; A. VAN KOL, Theologia moralis, I, Barcelona
1968, nn. 253-259; P. PALAZZINI, Scandalum, en Dictionarium morale et
canonicum, IV, Roma 1968, 207-209.
I. ADEVA MARTÍN.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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