ENTENDIMIENTO


1. Noción. 2. El objeto del entendimiento. 3. El objeto propio del entendimiento humano. 4. El entendimiento agente. 5. El entendimiento, facultad inorgánica. 6. Entendimiento especulativo y entendimiento práctico. 7. Notas históricas.
     
      1. Noción. El e. es la facultad del conocimiento intelectual. Según sur etimología, entender (intelligere) viene de inter-elegere, y significa, por tanto, seleccionar o elegir entre varios hechos o datos. Y esto es lo que hace, sin duda, el e.: captar lo nuclear o esencial de cada cosa o asunto que se le presenta, discerniéndolo o separándolo del conjunto de aspectos o datos accesorios con los que se da involucrado. En esto se diferencia el e. de las otras facultades de conocimiento que hay en nosotros, es decir, de los sentidos, pues éstos no disciernen o seleccionan lo medular o fundamental, sino que se detienen en lo que primeramente se presenta, que es lo extrínseco y accidental. Por eso la filosofía clásica sostiene que el objeto del e. es la esencia de las cosas.
     
      En otro plano, el e. se contrapone a la razón. Esta última, aunque puede tomarse en varios sentidos diferentes (V. RAZÓN), designa también con uno de ellos la facultad del conocimiento intelectual. No se distingue, pues, del e. como una facultad de otra, sino como dos funciones de una misma facultad. El e. conoce de modo inmediato, con una súbita mirada; pero la razón avanza por pasos, procediendo de una cosa a otra, es decir, de modo mediato. Pero del e. como contrapuesto a la razón se trata en otro lugar (v. INTELIGENCIA).
     
      Por lo demás, aparte del e. tomado como facultad de conocer y que se denomina e. posible en la terminología clásica, hay en el hombre otro e., el llamado agente en esa misma terminología, que no es facultad cognoscitiva, pero sí necesaria para que pueda darse en nosotros el conocimiento intelectual. Sobre él volveremos más adelante en este mismo artículo.
     
      2. El objeto del entendimiento. Como ya se ha indicado, el objeto del e. es la esencia (v.) tomada en general o en un sentido amplio. Lo que se quiere decir con esto es que el e. no se detiene ni se satisface en la aprehensión (v.) de lo exterior o aparencial, sino que llega más allá, que cala más hondo, que toca o alcanza el fundamento, la raíz o el principio intrínseco de las apariencias externas de las cosas, y lo alcanza mejor o peor, penetrándolo más o menos, pero lo alcanza. Esto se confirma con el hecho, por todos comprobado, de que cuando un hombre es más inteligente más fácilmente y de modo más rápido llega al meollo o entraña de cualquier asunto de que se trate. Las personas de cortas luces se pierden en la maraña de los muchos datos de un problema complejo, o tal vez reparan en los detalles de menos importancia, pero no calan en lo verdaderamente nuclear. En cambio, los hombres geniales, aun en medio del más abigarrado conjunto de datos, son capaces de encontrar de golpe el fundamento de todo, de ir derechamente a la raíz. Esto es lo propio del ser inteligente y, por lo mismo, del e. en cuanto tal: calar en la esencia o en el núcleo central de cada cosa. Aunque naturalmente en esto hay muchos grados, porque no todos los entendimientos son igualmente perfectos; así, cuando un e. es muy potente o vigoroso conoce la esencia perfectamente, penetrando hasta lo íntimo de ella, pero cuando un e. es débil o deficiente (y así es todo e. humano, aun el más agudo), no la conoce perfectamente, sino que la alcanza sin penetrarla y en la medida en que es accesible a través de las manifestaciones sensibles.
     
      Junto a la tesis de que el objeto del e. es la esencia, la filosofía clásica establece que dicho objeto puede asimismo ponerse en el ente y en la verdad. Pero no hay oposición entre esas tres afirmaciones. En efecto, el ente es una esencia que existe. Por eso, en cuanto se trata de una esencia, estamos en la primera tesis, y si se atiende al hecho de que exista, esto también puede ser captado por el e., aunque según el e. de que se trate, así habrá que explicar cómo lo capta; pero de esto trataremos luego. Y por lo que hace a la tercera afirmación, la de que el objeto del E. es la verdad, hay que aclarar que la verdad de que aquí principalmente se trata es la ontológica, la cual puede ser descrita, al menos provisionalmente, como la existencia de una esencia en el e.; pero es evidente que toda esencia entendida, en cuanto entendida está en el e., y así es verdadera en el sentido dicho. Por eso, decir que el objeto del e. es la esencia viene a ser lo mismo que decir que es la verdad (V. VERDAD; SER).
     
      También pertenece a la filosofía clásica la afirmación de que el objeto del e. es lo universal y necesario. Pero aquí no se trata tanto de señalar el objeto del e. como de indicar las condiciones del mismo. En efecto, la esencia entendida, y en la medida en que lo es, tiene estas dos condiciones: que es universal, o sea, repetible o multiplicable en muchos individuos, y que es necesaria, o sea, invariable, no sometida a cambio. La universalidad del objeto del e. se ha interpretado a veces mal. No se trata de que el e. se quede siempre en un plano de generalidades; se trata de que la multiplicidad puramente numérica entre objetos que sean por lo demás completamente iguales escapa al poder de discernir que el e. tiene. Por eso, cualquier contenido inteligible, aunque esté determinado hasta sus últimas diferencias, es siempre universal -uno en muchos o respecto de muchos- cuando se relaciona con una pluralidad de individuos que sólo numéricamente difieran entre sí. En cuanto a la necesidad del objeto del e., el hecho de que lo entendido en cuanto tal no esté sometido al cambio es correlativo al hecho de que es inactivo. «El obrar y el cambiar -escribe Santo Tomás- corresponde a las cosas según el ser real por el que subsisten en sí mismas, y no según el ser intencional por el que se dan en el entendimiento, pues no calienta el calor que está en el entendimiento, sino el que está en el fuego» (De Veritate, q22 a12 c.). Esa invariabilidad (así como esa inercia o inactividad) que las esencias tienen en el e. es lo que aquí se llama necesidad. Por eso, lo entendido, en cuanto entendido, es necesario (v. t. UNIVERSALES; CAMBIO).
     
      3. El objeto propio del entendimiento humano. Acabamos de ver que la esencia, el ente o la verdad son el objeto del e. en general. Si ahora consideramos en concreto al e. humano, hay que hacer todavía algunas precisiones o matizaciones. En primer lugar hay que distinguir un objeto propio o proporcionado y un objeto indirecto. El objeto propio de nuestro e. está constituido por las esencias abstraídas de las cosas corpóreas. Como el e. humano tiene que tomar sus datos de la sensibilidad, está, por así decirlo, vuelto hacia ella, y, si llega al conocimiento de la esencia, es a través de las apariencias sensibles y en la medida que éstas permiten acceder a la esencia. No siempre puede nuestro e. calar o penetrar profundamente en las esencias de las cosas materiales, pero sea más o menos perfecto el conocimiento que de ellas tenga, se tratará en todo caso de un conocimiento positivo y propio, pues conoce a esas esencias por sí mismas o de modo directo.
     
      También caen dentro del objeto propio del e. humano las sucesivas depuraciones, por precisión de la materia y de sus condiciones, que podemos llevar a cabo en dichas esencias corpóreas o a partir de ellas. La formación de conceptos precisivamente inmateriales en virtud de la abstracción formal, incluso de tercer grado, no rebasa los límites del objeto propio de nuestro e. (v. ABSTRACCIÓN). Lo que sí que lo rebasa es el conocimiento de lo positivamente inmaterial, de lo espiritual propiamente dicho. Entramos entonces en el objeto indirecto del e. humano, y lo que cae dentro de esta nueva área ya no se conoce por sí, sino por otro, y no positivamente, sino de modo negativo.
     
      Por eso, podemos formar conceptos positivos y absolutos de objetos muy abstractos, como sustancia, accidente, causa, efecto, cualidad, relación, etc.; incluso el concepto de esencia en general; pero todos los conceptos que podamos formar de realidades espirituales serán siempre negativos y relativos, en referencia a las esencias corpóreas y a partir de ellas (V. CONCEPTO).
     
      También el conocimiento de la existencia misma de las cosas se incluye en el objeto indirecto de nuestro entendimiento. En primer lugar porque nos resulta imposible formar un concepto positivo de la existencia en general o de la existencia abstracta. La existencia es un acto, pero no es determinación alguna, no es esencia alguna. El concepto de actualidad es positivo y lo sacamos de la esencia o determinación en general; pero en el momento que queremos pensar una actualidad que no sea determinación, ya no hay apoyo positivo para nuestro e. y tenemos que recurrir a un concepto negativo. Por otro lado, si en lugar de conocer la existencia abstracta o a modo de esencia, intentamos captar la existencia concreta de esta o de aquella cosa, nos encontramos con una dificultad no menor. Aquí nos hallamos en pugna con las condiciones necesarias del objeto del e. en cuanto tal. Esas condiciones, decíamos más atrás, son la universalidad y la necesidad. Pero la existencia concreta nunca es universal (es decir, es propia de cada cosa, es irrepetible), y tampoco es necesaria, sino que está precisamente en la línea de la actividad y la pasividad. Por eso, no cabe aquí un conocimiento objetivo (ni siquiera con objeto negativo), sino que es preciso recurrir a una cierta vivencia o experiencia. Pero de esto se trata en otro lugar (V. EXPERIENCIA; EXISTENCIA).
     
      4. El entendimiento agente. Decíamos al principio de este artículo que, además del posible -facultad cognoscitiva- se da en el hombre otro e., el llamado agente, que no conoce nada, pero que hace posible el conocimiento intelectual.
     
      El problema que la teoría del e. agente viene a resolver es el del paso del conocimiento sensitivo al intelectual. Es un hecho innegable la íntima vinculación que esos dos conocimientos tienen en nosotros. Todo lo que hay de positivo y absoluto en el conocimiento intelectual humano está tomado en último término del conocimiento sensitivo. Al conocimiento sensitivo tenemos que volver una y otra vez en nuestra búsqueda de la verdad, porque tampoco podemos pensar sin imágenes sensibles. Y esto no obstante, el conocimiento intelectual es distinto del sensitivo y va mucho más allá que él. ¿Cómo, pues, nos elevamos de uno a otro? ¿Qué requisitos deben cumplirse en este tránsito?El examen de las diferencias entre el conocimiento sensitivo y el intelectual que hemos hecho en otro lugar (V. CONOCIMIENTO), nos pone de relieve que ciertas condiciones de los objetos del conocimiento sensitivo son totalmente incompatibles con las de los objetos del conocimiento intelectual. En efecto, los objetos del conocimiento sensitivo conservan las condiciones de la materia (v.), puesto que se trata de realidades singulares y sujetas a mutación. Pero los objetos del conocimiento intelectual prescinden de tales condiciones, pues son universales y necesarios. De aquí que mientras las cosas corpóreas que nos rodean son por sí mismas sensibles o captables directamente por los sentidos, no son, sin embargo, inteligibles de suyo, y tampoco son inteligibles en actos los contenidos del conocimiento sensitivo. Por eso, para que nuestro e. pueda captar aquellas cosas corpóreas o para que pueda entrar en relación cognoscitiva con los contenidos sensibles que le sirven de intermediarios para conocer las susodichas cosas materiales, es necesario que lo que no es inteligible de suyo o en acto sea hecho en acto inteligible. Y ésta es la tarea asignada al e. agente según la teoría clásica. El e. agente tiene a su cargo el hacer inteligible en acto lo que sólo era inteligible en potencia; lo que equivale a depurar los contenidos sensibles, despojándolos de la materia y de las condiciones de la materia «Las cosas materiales -escribe Santo Tomás- no son inteligibles sino porque nosotros las hacemos inteligibles. Son inteligibles en potencia, pero son hechas inteligibles en acto por la luz del entendimiento agente, como también los colores son hechos visibles en acto por la luz del sol» (De Veritate, q2 a2 c). Que esta iluminación del e. agente consista en una depuración de la materia y de sus condiciones se echa de ver en que lo que impide a las cosas corpóreas y a los contenidos sensibles el ser directamente inteligibles es justamente la presencia de esa materia y de esas condiciones materiales. Con la materia y sus condiciones los objetos son singulares y cambiantes (y por ello ininteligibles); sin la materia y sin las condiciones materiales los objetos son universales y necesarios (y por lo mismo inteligibles en acto). Luego para hacer inteligibles a los objetos materiales no hay más que despojarlos de la materia y de las condiciones de ella. Pero hay que explicar un poco cómo se verifica este despojamiento de la materia y de las condiciones de la materia.
     
      El e. posible, abierto por su propia naturaleza al conocimiento de cualquier inteligible -recordemos que su objeto es la esencia o el ente o la verdad-, necesita, sin embargo, ser determinado a conocer en cada caso este inteligible o aquel otro. Esa previa determinación o fecundación que constituye el momento ontológico del conocimiento intelectual se reduce a la recepción de una especie o semejanza inteligible de lo que vaya a conocer. Pero si recibe esa especie es porque previamente no la tenía, y si no la tenía, no puede tampoco dársela a sí mismo. Quien se la da o la imprime en él es el e. agente. Para ser más exactos digamos que el hombre o el alma espiritual humana tiene en el ámbito del conocimiento intelectual dos facultades o dos entendimientos: uno activo o agente, y otro pasivo o posible. Así, el recibir las determinaciones inteligibles y el conocer mediante ellas es función propia del e. pasivo; pero el producir esas determinaciones y el imprimirlas en el e. pasivo es función correspondiente al e. activo. Quien obra en todo caso es el hombre, pero éste se vale del e. agente para hacer inteligibles las cosas sensibles y se vale del e. posible para captar o conocer intelectualmente esas cosas. Porque, como se habrá podido observar, el que a uno de estos entendimientos se le llame activo y al otro pasivo, no quiere decir que uno obre o sea instrumento de obrar, y el otro no, sino que, frente a las cosas materiales o a los contenidos sensibles, el uno, el agente, se comporta siempre de un modo activo, pues tiene la misión de hacer inteligible todo eso, mientras que el otro, el posible, se comporta en un primer momento de un modo pasivo o cuasi pasivo, pues cumple la misión de recibir las especies inteligibles, aunque, en un segundo momento, se comporte ya activamente, en cuanto cumple la función de conocer, que es una cierta actividad u operación.
     
      Por lo demás, la tarea de hacer inteligibles a las cosas sensibles, o si se quiere mejor, la de producir las especies inteligibles e imprimirlas en el e. posible, no es algo que lleve a cabo el solo e. agente. Esa tarea es obra conjunta del e. agente y de las facultades y contenidos de la sensibilidad interna. El e. agente interviene como causa principal, pero tiene también que contar con las facultades del conocimiento sensitivo interno [la imaginación (v.), la memoria (v.), la cogitativa (v.)] como causas instrumentales, y con los contenidos de esa sensibilidad interna como materia o cuasi materia. El resultado de la acción conjunta de todas estas causas es la especie inteligible, impresa en el e. posible; y por eso, la susodicha especie es, por una parte, copia o representación o semejanza de las cosas sensibles, que es donde se inicia todo nuestro saber (y esto se debe a la acción instrumental de los sentidos internos y al condicionamiento material de los contenidos de la sensibilidad), y por otra parte, se trata de una especie inteligible, puesta al nivel del e., despojada de la materia y de sus condiciones (y esto se debe a la acción principal del e. agente).
     
      Así es como se realiza el paso del conocimiento sensitivo al intelectual según la teoría clásica. De este modo se explica que exista una continuidad y una vinculación estrechísima entre esos dos niveles del conocimiento humano, y, al propio tiempo, una elevación y una diferencia esencial del segundo con respecto al primero.
     
      5. El entendimiento, facultad inorgánica. Para establecer la naturaleza del e. humano es necesario, como ya lo hemos hecho, estudiar previamente su objeto y sus operaciones. Porque las facultades se conocen por sus actos y éstos por sus objetos. Pues bien, hemos visto que el objeto de nuestro e. es la esencia, toda esencia; puesto que, si bien su objeto propio se limita a las esencias de las cosas sensibles captadas con mayor o menor abstracción, su objeto indirecto se extiende a las esencias de las cosas incorpóreas, y así su objeto total abarca cualquier esencia. También hemos visto que esa amplitud del objeto total de nuestro e. se puede expresar diciendo que tal objeto es el ente o la verdad. Mas es evidente que un objeto tan amplio, en el que entra lo corpóreo, pero también lo incorpóreo, no puede ser abarcado por una facultad orgánica o material. Para conocer lo inmaterial, aunque sólo sea de un modo negativo e indirecto, se necesita una facultad inmaterial. Nuestro e. tiene que ser inmaterial o inorgánico. A la misma conclusión se llega considerando, no ya la amplitud del objeto del e. humano, sino las condiciones o requisitos necesarios de ese mismo objeto. Esas condiciones -lo hemos repetido varias veces- son la universalidad y la necesidad, y las dos tienen un mismo fundamento: la inmaterialidad, la precisión de la materia y de sus condiciones. Nuestro e. no puede conocer algún objeto determinado sino mediante una especie impresa en él; pero esa especie no puede ser material o corpórea, porque si lo fuera llevaría a conocer las cosas en su singularidad y en cuanto están sometidas al cambio. Y no es así, sino que nos hace conocer las cosas, incluso las que son corpóreas, prescindiendo de la materia y de las condiciones de la materia. Luego la susodicha especie inteligible es incorpórea; y si ella es incorpórea, también lo será el e. que la recibe o en el que se imprime. El e. humano tiene que ser una facultad inorgánica.
     
      Las reflexiones que acabamos de hacer se refieren al e. posible, pero valen también para probar, indirectamente, la inmaterialidad del e. agente. Si la especie inteligible es incorpórea y de aquí deducimos que también lo es el e. en el que se imprime, con mayor motivo podemos concluir que el e. agente es incorpóreo, pues es la causa activa o productiva de dicha especie inteligible, y el efecto nunca puede ser superior a la causa que lo produce.
     
      Una última cuestión que debe tratarse en este apartado es si el e. agente es realmente distinto del posible y si ambos son facultades del alma espiritual, distintas realmente de ella. El argumento que da Santo Tomás para probar la real distinción del e. agente respecto del posible viene a ser éste: Es imposible que respecto del mismo objeto el principio que se comporta de un modo activo sea el mismo que el que se comporta pasivamente. Pero e. agente es potencia activa respecto a todos los objetos (pues los hace a todos inteligibles en acto); mientras que el e. posible es potencia pasiva respecto de esos mismos objetos (pues recibe de ellos la determinación o la especie inteligible). Luego el e. agente no puede ser la misma facultad que el e. posible (cfr. Sum. Th. I, q79 a7 c).
     
      En cuanto a la real distinción del alma espiritual respecto de todas sus potencias y concretamente del e. agente y del posible, la argumentación de Santo Tomás puede resumirse así: El acto y la potencia correspondiente a ese acto tienen que estar en el mismo género. Pero el acto que corresponde a la potencia intelectiva es el ent--nder, es decir, una operación accidental, pues el alma no siempre está entendiendo. En cambio, el acto que corresponde al alma misma considerada como potencia es el acto de ser o la existencia, que es acto sustancial. Luego la potencia intelectiva no puede identificarse con el alma, como tampoco la operación de entender se identifica con el acto de ser (cfr. Sum. Th. I, q54 a3 c).
     
      6. Entendimiento especulativo y entendimiento práctico. Como acabamos de ver, el e. agente y el posible se distinguen entre sí como una facultad de otra distinta; en cambio, el e. especulativo y el práctico sólo difieren como dos funciones de la misma facultad. Porque en este segundo caso no salimos de la función propia del e. posible que es conocer: conocer lo que es (conocimiento especulativo), y conocer lo que debe hacerse (conocimiento práctico). Estas dos funciones no son opuestas ni completamente independientes. En la función especulativa el e. se limita a considerar el orden establecido en la naturaleza por el Autor de ella; en este oficio es como un espejo -especular equivale a espejear- en donde viene a reflejarse el universo todo. En cambio, en su función práctica, el e. es inmediatamente directivo de las acciones del hombre, tanto de las que se ordenan a la perfección de su voluntad, que son las acciones morales, como de las que se enderezan a la perfección de sus otras facultades y a la transformación de las cosas que nos rodean. Pero en estas dos funciones el e. hace lo suyo, que es conocer, aunque en el primer caso no tiene una finalidad ulterior al mismo conocer, mientras que en el segundo su fin es la acción, a la que trata de orientar o dirigir. Por lo demás, la función especulativa corresponde al e. por sí mismo, mientras que la práctica le corresponde por su unión con la voluntad (v.); esta última le es, pues, menos propia. En realidad se trata de una extensión o de una aplicación a otro campo de la función propia del e. posible que es siempre conocer. Por lo demás, esas dos funciones de nuestro e. pueden estar fortificadas y rectificadas por una serie de virtudes o de hábitos operativos buenos, que son: para el e. especulativo: la inteligencia (o hábito de los primeros principios especulativos), la ciencia y la sabiduría; y para el e. práctico: la sindéresis (o hábito de los primeros principios prácticos), el arte y la prudencia. Pero de todas esas virtudes intelectuales se habla por extenso en los lugares correspondientes.
     
      Tampoco es cuestión de exponer aquí las tres operaciones esencialmente distintas del e. (tanto especulativo como práctico) que son la simple aprehensión, el juicio y el raciocinio. En los lugares oportunos se trata detenidamente de ellas.
     
      7. Notas históricas. La doctrina del e. expuesta hasta aquí está tomada fundamentalmente de Santo Tomás (v.), y contiene, desarrollados, los gérmenes que ya se encontraban en Aristóteles (v.). Una desviación importante, por lo que hace a la concepción del e. agente, la encontramos en los filósofos árabes, especialmente en Avicena (v.) y Averroes (v.), que defendieron la unidad del e. agente para toda la especie humana. Contra esa concepción, mantenida por los averroístas latinos del siglo XIII, polemizaron San Alberto Magno (v.) y Santo Tomás. Por su parte, los neoplatónicos, con Plotino (v.) a la cabeza, desarrollaron una doctrina del e. muy diferente, pues, aparte del sentido que pudiera tener como facultad del alma, llamaron e. a la hipóstasis primera que emana directamente de lo Uno. En el Renacimiento nos encontramos con la interesante doctrina de Nicolás de Cusa (v.), quien distingue e. y razón como dos facultades. Para él la razón tiene por objeto al universo sensible, finito, numerable, y sus funciones consisten en unificar las imágenes de la fantasía mediante la elaboración de conceptos universales; en cambio, el e. tiene por objeto lo infinito y su función trasciende enteramente las fuerzas de la razón; el e. es la facultad destinada a conocer a Dios, pero tampoco puede lograrlo más que admitiendo en Él la coincidencia de todos los opuestos, lo que obliga en último término a reconocer que nada sabemos (docta ignorancia). En la filosofía moderna, Kant (v.) nos ofrece una contraposición inversa entre e. y razón. El e., en efecto, es para Kant la facultad vertida a la sensibilidad y constitutiva de los objetos por la aplicación a la experiencia de los conceptos puros o categorías; en cambio, la razón es la facultad de lo incondicionado, de lo que trasciende toda experiencia real y posible; la razón, en su uso real, es la que forma las tres ideas trascendentales, de Dios, alma y mundo, aunque por vía especulativa jamás puede alcanzar las realidades que corresponden a esas ideas. Por otra parte, en el seno del idealismo (v.) se ha desarrollado una teoría del e. según la cual éste es la facultad de lo inmóvil o fijo; teoría que culminará en Bergson (v.) al contraponer de modo irreconciliable el e. o el concepto (paralizador de la realidad) a la intuición (capaz de sumergirse en el flujo vital y simpatizar con él). Pero sería demasiado prolijo seguir con estas notas históricas, pues las concepciones del e. humano son casi tan variadas como las de la filosofía en general.
     
     

BIBL.: JUAN DE SANTO TOMÁS, Cursus Philosophicus Thomisticus, pars IV, ed. REISER, Marietti, Roma-Turín 1948, III; M. BARBADO, Estudios de Psicología Experimental, II, Madrid 1948; M. DE CORTE, La doctrine de l' intelligence chez Aristote, París 1934; O. N. DERISI, La doctrina de la inteligencia de Aristóteles a Santo Tomás, Buenos Aires 1945; L. D'IZZALINI, Il principio intellecttivo della ragione nelle opere di S, Tommaso d'Aquino, Roma 1943; J. ERCILLA, De la imagen a la idea, Madrid 1959; A. MARC, Psicología reflexiva, Madrid 1966; J. MARITAIN, Réf1exions sur 1'intelligence et sur sa vie propre, París 1929.

 

J. GARCÍA LÓPEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991