ECONOMÍA. DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA.


1. Nacimiento de la ciencia económica. 2. Concepción liberal de la Economía. 3. Orientación humana de la Economía posterior. 4. Economía y moral cristiana.
     
      1. Nacimiento de la ciencia económica. La e. como ciencia propiamente dicha, no surge hasta muy entrado el s. XVIII (v. J). Hasta entonces, fueron los filósofos, en el sentido amplio de la palabra, quienes, preocupados por la vida social y las formas de su actividad, plantearon y trataron de resolver diversos problemas económicos, que encajaban perfectamente en su concepción global del universo. Como los filósofos de la Antigüedad se interesaron primariamente por los problemas de la ciencia política, las cuestiones económicas se subordinaron a la concepción general de la sociedad y del Estado. Aristóteles, enfrentado con el individualismo, orientó la naturaleza del fenómeno social hacia formas globales; todas las instituciones y teorías económicas, si bien incipientemente esbozadas, se contemplaban desde el ángulo de su utilidad social. El cristianismo, que conjuga perfectamente lo individual y lo social, encajó sin estridencias en esta corriente y mantuvo la subordinación de la e. a los fines del hombre, es decir, a la moral. El pensamiento escolástico, primer intento de sistematización de la doctrina económico-social cristiana como dice J. Schumpeter, representa, en cierto modo, una concepción general de la e., no como resultado de investigaciones conscientes, sino como reflejo de las opiniones corrientes sobre la vida cotidiana, que procuran adaptarse a la moral. La utilidad social será la norma que justifique toda institución y operación económica; todo derecho lleva como corolario una obligación, una utilidad social. Basándose en estos principios, justificaban las operaciones entonces más discutibles, como los cambios monetarios y hasta, en determinadas condiciones, los beneficios del capital prestado.
     
      El nuevo espíritu «laico», iniciado con el Renacimiento, orientado por la Reforma protestante hacia una distinción entre filosofía religiosa y ética natural, empalma con una visión nueva de la ciencia económica, que se gasta a lo largo del s. XVIII. Los economistas de la escuela clásica, verdaderos fundadores de una ciencia económica independiente y autónoma, rompen definitivamente con las consideraciones sociales y morales. Inspirados en una filosofía naturalista y hedonista, consideran la E. como una física, como un mundo aparte, con sus leyes propias y sus mecanismos autónomos. Se trata, para ellos, de un dominio único, tan independiente de los demás órdenes humanos, como el mundo físico puede serlo respecto del orden moral. Como dijo Pío XII a .los miembros del Congreso Int. de Economistas (septiembre 1956), «la ciencia de la economía comenzó a edificarse, al igual que otras ciencias, en la época moderna, a partir de la observación de los hechos. Pero si los fisiócratas y representantes de la economía clásica creyeron realizar una obra sólida, tratando los hechos económicos como si hubieran sido fenómenos físicos y químicos sometidos al determinismo de las leyes de la naturaleza, la falsedad de tal concepción se reveló en la contradicción flagrante entre la armonía teórica de sus conclusiones y las terribles miserias sociales que dejaron subsistir en la realidad».
     
      Esta nueva Ciencia económica era considerada como una ciencia abstracta y discursiva de los hechos económicos, rigurosamente liberada de toda prescripción moral o social. Parte del concepto de una filosofía humanista que cree en la bondad del hombre y del instinto humano, y, por tanto, de las instituciones naturales. Los fisiócratas llegan a proclamar que el orden de las cosas económicas es natural, racional y también providencial, una armonía preestablecida por el Ser Supremo. El hombre, por tanto, no debe perturbar aquel mecanismo: es el laissez Jaire. El mesianismo de la libertad domina toda la concepción de la escuela liberal de e. Bastiat (v.), en sus Harmonies économiques, se entusiasma ante las maravillas de «la mecánica social, que revela la sabiduría de Dios y proclama su gloria». El nuevo mundo, elaborado espontáneamente por la E., debe ser armónico y perfecto. Otro rasgo de esta nueva ciencia es su profundo individualismo, que deriva hacia un sensualismo. Condillac (v.), extendiendo la doctrina sensualista filosófica a los fenómenos económicos, afirma que la e. no tiene un valor en sí, que el valor objetivo no existe. Como toda verdad, el valor es una opinión. Por tanto, el valor de los objetos y de los servicios no depende de su auténtica finalidad humana y social, sino de la estimación que cada cual les confiera. La escuela clásica de e. incorpora esta doctrina del homo oeconomicus como un complejo de deseos, como aspirante al logro de cosas y servicios.
     
      2. Concepción liberal de la Economía. El liberalismo llegó a una disociación absoluta entre e. y moral, al proclamar que lo bueno es lo útil y que lo útil es lo que se desea. El valor de las cosas es, por tanto, un reflejo del deseo. Lo que en lenguaje corriente es deseado, aunque fuere dañoso para la vida física o espiritual, es útil económicamente hablando. Un daño físico, una catástrofe social, un mal moral pueden ser un bien económico. En el orden de la producción, si es vendible, si es económicamente rentable, puede ofrecerse al mercado opio o pornografía lo mismo que pan, según el liberalismo; todo depende de la demanda. Lo más grave es que estas desviaciones no eran consideradas como anormales, sino, por el contrario, como resultado del orden natural de las cosas. Era una concepción, en definitiva, que partiendo de unos raciocinios abstractos, conducía a una e. epicúrea, a una e. que erigía al beneficio, al dinero, en suprema norma, y, por tanto, reducía al hombre a su servicio. Era una e. inhumana, particularista, antisocial: el dinero como finalidad y el hombre como medio para conseguirlo.
     
      En la concepción liberal de la e., el hombre es tratado como puro objeto. Privado de la mayor parte de sus caracteres reales, es considerado como un vulgar agente de producción, como otro cualquier elemento de la vida económica. Incluso creyeron los economistas liberales dignificar al hombre incluyéndole en el sector del capital, supremo valor, motor de la e. El hombre es un bien productivo. La fuerza humana es una mercancía que, como las demás, se negocia en el mercado de trabajo y tiene su precio. conforme a las circunstancias y a las oscilaciones. No se produce sino para vender, para conseguir una ganancia monetaria. En el proceso de la producción, así como en el circuito de los intercambios, el hombre es un mero instrumento, un objeto. Como ejemplo curioso de esta asimilación perfecta del hombre a un bien productivo, puede citarse la siguiente comparación que el economista belga Gustave Molinari, expone en su Curso de Economía política (1863): «Desde el punto de vista económico, los trabajadores deben ser considerados como verdaderas máquinas... que suministran ciertas cantidades de fuerzas productivas y exigen, a cambio, ciertos gastos de entretenimiento para poder funcionar de una manera regular y continua».
     
      Pío XII, al recibir a los miembros del citado Congreso Int. de Economistas, señalaba el error fundamental de esta concepción de la E. como ciencia abstracta, separada de los valores y disociada de la moral: «El rigor de sus deducciones no podía poner remedio a la falta dé consistencia del punto de partida: en el hecho económico no habían considerado más que el hecho material, cuantitativo, y descuidaban lo esencial, lo humano, las relaciones que unen el hombre a la sociedad y le imponen normas no materiales sino morales en la manera de usar de los bienes materiales. Desviados de su fin comunitario, éstos se convertirían en medios de explotación del más débil por el más fuerte, bajo la única ley de una despiadada competencia».
     
      3. Orientación humana de la Economía posterior. Como reacción al liberalismo, la Ciencia económica más reciente se ha orientado hacia una e. más humana. Esta orientación se ha producido tanto en el campo teórico, como en el de la política económico-social. La investigación pura y el análisis de las terribles consecuencias sociales de la aplicación de los dogmas económicos del liberalismo han llegado a la misma conclusión. Se ha abandonado el enfoque abstracto de la e., profundizándose, en cambio, en el campo de la psicología empírica para apreciar el valor de las decisiones humanas. Estas decisiones humanas, bajo el aspecto de anticipaciones y expectativas, muy influidas por momentos psicológicos, juegan un papel fundamental, incluso en los fenómenos puramente monetarios (escuela sueca). Por su parte, Keynes (v.) reveló el importante papel de las reacciones humanas en el campo del consumo. En realidad, toda la revolución keynesiana descansa sobre una referencia de la e. al hombre, a los comportamientos humanos. Es sumamente curioso que uno de los creadores de la E. pura, Léon Walras (v.) admita dentro del campo de la ciencia económica varias ramas, precisamente para acercarse a una concepción ética. Para Walras existía una ciencia económica pura, que estudiaría las condiciones de equilibrio y de óptimo de los mercados, en estado de potencia, y sin más criterio que el de maximización de los resultados; una E. civil y política, que enseñaría cuáles son las necesidades individuales y colectivas del hombre; una E. social que enseñaría en nombre de la justicia con qué recursos proveería el hombre a la satisfacción de sus necesidades; y, finalmente, la E. aplicada que diría, en función de la utilidad, a quién habría de confiarse la producción de los servicios y bienes de interés privado o público.
     
      Por su parte, la llamada E. del bienestar, en plena euforia intelectual en los años de 1930, al analizar diversas situaciones de la realidad social, ahondaba en la ética y tendía a aplicar, al menos, una estricta e indiscutible norma moral: el logro de la mayor igualdad económica entre los sujetos, compatible con la obtención del producto social máximo. Sin embargo, la aplicación de este principio podía quedarse simplemente en una ética utilitarista, según el sentido y la jerarquía que se atribuyera a determinados valores humanos y sociales y, en concreto, a los conceptos más utilizados como necesidad y satisfacción. En general, los economistas contemporáneos, aun aceptando la necesidad de acomodar la e. a la ética, reconocían, sin embargo, evidentes dificultades prácticas para hacerlo, bien por la necesidad de delimitar los campos para una investigación más realista y científica, bien por la dificultad de ponerse de acuerdo sobre el sentido y el contenido objetivo de aquella moral. Temían en muchos casos que, al introducir conceptos relativos, la ciencia económica perdiera su carácter científico y objetivo. Ya era bastante, con todo, que tanto por el mero despliegue de las concepciones científicas como por los resultados empíricos, la ciencia económica moderna haya superado la idea del hombre como objeto de la e. y haya pasado a considerarle pleno sujeto, y, por tanto, a considerar aquélla al servicio del hombre.
     
      4. Economía y moral cristiana. En una concepción cristiana, no cabe una e. desvinculada de la moral. Cualquier actividad humana se halla sometida a los criterios y a los imperativos de la moral, para adquirir su condición de utilidad, de conveniencia. La obligación cristiana de traducir la fe en obras compele al cristiano a ligarse a las realidades terrestres; de este contacto surge una serie de relaciones que deben estar sometidas a las normas de la moral. La moral cristiana aporta unas directrices para orientar al hombre en la búsqueda de su bienestar, incluso material, pero subordinado a su finalidad última y suprema. S. Pío X indica claramente en su enc. Singulari quadam (septiembre 1912), que ninguna actividad del cristiano puede escapar a esta contemplación de su último fin: «De cualquier modo que obre el cristiano, incluso en el orden de las cosas terrestres, no le está permitido despreciar los bienes que se hallan por encima de la naturaleza. Es necesario que, con arreglo a los preceptos de la sabiduría cristiana, el cristiano lo encamine todo hacia el bien soberano como fin postrero. Todos los actos, tanto si son buenos como si malos desde el punto de vista moral, es decir, concuerden o no con el derecho natural, quedan supeditados al juicio y a la jurisdicción de la Iglesia».
     
      No quiere esto decir que la moral se interfiera en la autonomía de la Ciencia económica para resolver los problemas estrictamente económicos; la investigación de los mecanismos de los intercambios, la búsqueda de los principios y leyes del ámbito económico son evidentemente el objeto indiscutible de la Ciencia económica, que busca ante todo la satisfacción de las necesidades del hombre con el producto de la actividad común. E. y moral tienen su propio campo de investigación, su propia autonomía, pero los criterios morales deben informar las soluciones concretas formuladas por la Ciencia económica, los criterios de su aplicación a la realidad. A la moral incumbe, en definitiva, juzgar, decidir y recomendar las soluciones propiamente económicas, con arreglo a unos criterios y a una escala de valores humanos.
     
      Pío XI lo manifiesta clarísimamente en la enc. Quadragesimo anno: «Es cierto que a la Iglesia no se le encomendó el oficio de encaminar a los hombres hacia una felicidad solamente caduca y temporal, sino a la eterna. Más aún, no quiere ni debe la Iglesia, sin causa justa, inmiscuirse en la dirección de las cosas propiamente humanas. Mas renunciar al derecho dado por Dios de intervenir con su autoridad, no en las cosas técnicas, para las que no tiene medios proporcionados ni misión alguna, sino en todo cuanto toca a la moral, de ningún modo lo puede hacer. En lo que a esto se refiere, tanto el orden social cuanto el orden económico están sometidos y sujetos a Nuestro supremo juicio, pues Dios Nos confió el depósito de la verdad y el gravísimo encargo de publicar toda la ley moral e interpretarla y aun exigir, oportuna e importunamente, su observación». «Es cierto que la economía y la moral, cada cual en su esfera peculiar, tienen principios propios; pero es un error afirmar que el orden económico y el orden moral están tan separados y son tan ajenos entre sí, que aquél no depende para nada de éste. Las llamadas leyes económicas, fundadas en la naturaleza misma de las cosas y en las aptitudes del cuerpo humano y del alma, pueden fijarnos los límites que en dicho orden económico puede el hombre alcanzar, y cuáles no, y con qué medios, y la misma razón natural deduce manifiestamente de las cosas y de la naturaleza individual y social del hombre cuál es el fin impuesto por Dios a todo orden económico» (n° 14). Se trata, pues del aspecto económico y del moral, de dos puntos de vista distintos, pero que han de complementarse, mejor aún, armonizarse, estar de acuerdo para conseguir una finalidad. El punto de vista de la e. no puede considerarse exclusivo, totalitario, rehusando la consideración de los fines morales, ya que, si no el contenido concreto de la ciencia económica, sí su aplicación cae bajo la consideración moral, como todas las diversas facetas de la actividad humana.
     
      Economía, razón natural y moral cristiana. Nótese también que Pío XI introduce un tercer elemento, un tercer punto de vista, al lado de la e. y de la moral: la filosofía, la ciencia de la razón humana, que mediante sus reflexiones deduce normas sobre el objetivo de la E. Podría entonces plantearse la cuestión de que, si basta la consideración filosófica del fin perseguido en el orden económico, ¿no resultará inútil, entonces, otra consideración de orden moral? Si la razón es suficiente criterio para la clara percepción de la finalidad, no parece necesario recurrir a una contemplación de orden moral. Sin embargo, una y otra noción, el objetivo de la filosofía y el objetivo de la moral cristiana, son perfectamente superponibles y coincidentes. Lo que afirma Pío XI es que, a veces, un simple criterio racional puede bastar para señalar las directrices morales naturales a la E.; pero, al mismo tiempo, la ley moral concreta, de la que la Iglesia es guardiana, suministra precisiones indispensables al fin natural percibido por la razón y ayuda a establecer una jerarquía de grados y de valores en los fines perseguidos por la E.
     
      Aunque moral cristiana y moral natural siempre coinciden, aquélla sublima y enriquece la segunda, y solamente la cristiana puede imponer los criterios definitivos a la actividad humana. Por ello, prosigue Pío XI: «Así, pues, es una misma ley moral la que nos obliga a buscar derechamente, en el conjunto de nuestras acciones, el fin supremo y último, y, en los diferentes dominios en que se reparte nuestra actividad, los fines particulares que la naturaleza, o, mejor dicho, que el autor de la naturaleza, Dios, les ha señalado, subordinando armónicamente estos fines particulares al fin supremo. Si fielmente guardamos la ley moral, los fines peculiares que se proponen en la vida económica, ya individuales, ya sociales, entrarán convenientemente dentro del orden universal de los fines, y nosotros, subiendo por ellos como por grados, conseguiremos el fin último de todas las cosas, que es Dios, bien sumo e inexhausto para Sí y para nosotros» Quadragesimo anno, 14. La Ciencia económica, pues, nos suministra las normas sobre lo que es factible y la mejor manera de llevarlo a cabo; hasta unos ciertos límites, la simple razón puede determinarnos algunos fines particulares; pero solamente la ley moral, de la que la Iglesia es guardiana y responsable, precisa la subordinación de estos fines particulares en relación al fin supremo del hombre.
     
      Fin de la economía. En un recto concepto cristiano, la e. se halla colocada al servicio del hombre y de todos sus fines. El fin supremo de la e. es la solución de las necesidades humanas, «la satisfacción permanente de las necesidades en bienes y servicios materiales» (Pío XII, Mensaje de Navidad, 1952). Como dice también Paulo VI, «Fiel a las enseñanzas y al ejemplo de su Divino Fundador, que dio como señal de su misión el anuncio de la Buena Nueva a los pobres, la Iglesia nunca ha dejado de promover la elevación humana de los pueblos, a los cuales llevaba la fe en Jesucristo» (Populorum progressio, 12). De ahí el interés de la Iglesia por el progreso económico, que suministra la base indispensable para el desarrollo de la actividad cultural y espiritual del hombre y le ayuda a la consecución de su fin supremo. Como dice S. Tomás, en una sociedad bien ordenada deben existir los «suficientes bienes corporales cuyo uso es necesario para el ejercicio de la virtud» (De Regimine Principum, I, cap. XV). El desarrollo económico es una condición fundamental del desarrollo del individuo y del desarrollo social. ¿Pero cuáles han de ser las condiciones de este desarrollo económico para que sea cristiano, para que sirva a los destinos del hombre? La enc. Populorum progressio lo señala paladinamente: «El desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Para ser auténtico debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre. Con gran exactitud ha subrayado un eminente experto: Nosotros no aceptamos la separación de la economía de lo humano, el desarrollo de las civilizaciones en que está inscrito. Lo que cuenta para nosotros es el hombre, cada hombre, cada agrupación de hombres, hasta la humanidad entera» (n° 25, citando a L. J. Lebret, Dynamique concréte du développement). Y más adelante prosigue: «Así, pues, el tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el fin último. Todo crecimiento es ambivalente. Necesario para permitir que el hombre sea más hombre, lo encierra como en una prisión desde el momento en que se convierte en el bien supremo, que impide mirar más allá. La búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser y se opone a su verdadera grandeza; para las naciones, como para las personas, la avaricia es la forma más evidente de un subdesarrollo moral» (Populorum progressio, 19).
     
      La e. es, pues, en la escala de valores humanos, un medio para la consecución del fin supremo. De ahí, el que el cristiano busque apasionadamente una nueva e. a disposición del hombre, que vaya en busca de un nuevo humanismo «el cual permita al hombre moderno hallarse a sí mismo, asumiendo los valores superiores del amor, de la amistad, de la oración y de la contemplación» (ib. 20). Este sentimiento impregna el manifiesto del movimiento «Économie et Humanisme», expresado en febrero-marzo de 1942: «Queremos con todas nuestras fuerzas construir una economía del orden humano, en la cual una masa de bienes conseguida al máximo, sea repartida según el orden de urgencia de la vida de todos y no según la jerarquía de las capacidades de pago» (p. 19). Una e. que debe ser modelada según la necesidad, ya que precisamente tiene como fin propio satisfacerla. No una e. regida por la ley de la oferta y de la demanda, que respondería a la fórmula de a cada uno según sus medios, sino una e. de acuerdo con las exigencias de la persona humana y de la colectividad, que ascienda, con una escalonada jerarquía, de las necesidades de subsistencia a las necesidades de confort, y, finalmente, a las necesidades de superación, que corresponden a los valores supremos de la civilización: amor, amistad, oración y contemplación.
     
      La e. debe también respetar la personalidad y la libertad del hombre, supremos valores de la persona. Lo dice Pío XII: «La vida económica, la vida social, es una vida de hombres, y, por consiguiente, no puede ser concebida prescindiendo de la libertad... ; verdadera y sana libertad... de hombres que se sienten solidariamente ligados al fin objetivo de la economía social, y que tienen derecho a exigir que el orden social de la economía, lejos de atentar en lo más mínimo a su libertad de elección de los medios empleados para este fin, la garanticen y la protejan» (Alocución al Congreso de política de cambios internacionales, 1948). Ha de tenerse en cuenta una doble jerarquía de necesidades, una, en el orden práctico, de las prioridades de urgencia (primum vivere) y, otra, en el orden moral de la escala de valores: vivir cada día de una manera más humana. Dos aspectos complementarios, que han de conjugarse adecuadamente.
     
      V. t.: MORAL III, 2; DESARROLLO ECONÓMICO Y SOCIOPOLÍTICO; RIQUEZA.
     
     

BIBL.: L. J. LEBRET y G. CÉLESTIN, falons pour une économie des besoins, en «Économie et Humanisme» 13 (1954); L. J. LEBRET, Dynamique concrete du développement, París 1964; A. PIETTRE, Les fins humaines de Péconomie, en Réalisme économique et progrés social, Semaines Sociales de France, Lille 1949, 137-158; ÍD, Las tres edades de la economía, Madrid 1964; A. FANFANI, Economía, Madrid 1963; J. FOURAS'TIE, Le grand espoir du machinisme, París 1949; ÍD, Machinisme et bien-étre, París 1951; J. L. GUTIÉRREZ GARCfA, Conceptos fundamentales en la doctrina social de la Iglesia, II, Madrid 1971, 1-20; J. M. SOLOZÁBAL, Doctrina económica católica, en VARIOS, Curso de Doctrina social católica, Madrid 1967; J. A. MÉNDEZ, Relaciones entre Economía y Ética, Madrid 1970.

 

V. VÁZQUEZ DE PRADA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991