DOLOR. SAGRADA ESCRITURA.


El término griego básanos designaba originariamente el instrumento de prueba de las monedas. Después, pasó a indicar la tortura practicada a los esclavos. La tortura, antes que un instrumento de castigo, era un instrumento de prueba, o medio para averiguar la verdad. Finalmente, el vocablo terminó por significar el tormento. En los Setenta y en el N. T., básanos tiene un doble significado: la prueba, en la que el justo demuestra su confianza en el Señor (Sap 2,18-20); el tormento, que padece el impío en el tiempo o en la eternidad (Le 16,23.28). Una y otra significación comprenden los dolores físicos y morales.
      Otros sinónimos griegos para designar el d. son lúpe, pónos, etc. El hebreo es menos preciso y se sirve de paráfrasis. Así yâgôn: pesar, tristeza; etc.
      El dolor en el Antiguo Testamento. El pueblo de Dios ante el sufrimiento. A Israel le ha preocupado siempre la existencia del d. No lo eludió nunca, ni lo minimizó. Afrontó con valentía el problema. Y trató de dar una solución a las múltiples interrogantes, que plantea. Aquí, como en tantos otros puntos, el progreso de la revelación fue lento. A la luz precedió una larga noche de amarguras, desengaños y hasta quejas piadosas ante una justicia divina, humanamente incomprensible.
      Dolor y pecado. En Gen 3 se atribuye al pecado (v.) el origen de todos los males y d. del hombre. Dios no es la causa del mal y de la muerte (Sap 1,13-16). El universo creado por Dios era armonioso. Un reino de paz y de bienestar (Gen 1-2). El desorden del mundo y la miseria del hombre se deben al pecado (Eccli 40,1-10). El d., por tanto, es un castigo. Y bajo este signo de castigo y maldición será considerado durante siglos. Es cierto que el d. se puede deber a causas naturales o a agentes casuales (cfr. 2 Sam 4,4). En Job (1-2,7) se dice expresamente que Satán, el Adversario, es el causante del d. que agobia a aquel justo. Pero, por encima de todos los agentes creados y dependiendo de su voluntad providente, se encuentra Dios. Por lo mismo, para justificar el castigo, hay que colocar el pecado a la base de todo d. (Gen 12,17-19; 42,21-22). Las consecuencias funestas del pecado se tienen constantemente ante la vista bajo forma de amenaza (lob 4,8; Is 3,11), o de axioma (Prv 22,8; Eccli 7,1-2), o de explicación de los hechos (los 7,4-13; lob 11,4-6; etcétera). De la existencia de un d. se deduce necesariamente o bien la culpabilidad personal del paciente, o bien la culpabilidad de alguno de sus antepasados.
      La tesis yahwista de la responsabilidad colectiva, enunciada en Ex 34,7, grava pesada y largamente la conciencia hebrea (Ex 20,5-6; Lev 26,39-40; Num 14,18; Dt 5,9-10; 2 Reg 22,13). Tan fuerte es este sentimiento, que Abraham se atreve a preguntar al Señor si la existencia de un grupo de justos bastaría para alejar el castigo, que amenaza a la gente de Sodoma y Gomorra (Gen 18,16-32). No desciende de diez justos, porque sería pedir demasiado a la misericordia divina. No osa preguntar por la suerte de los pocos justos, porque le parece evidente el final fatal de los mismos. Parecía normal que una villa o una nación fuese castigada o perdonada en bloque.
      Jeremías (31,29-30) prevé ya, para el futuro, la caída del principio de solidaridad en el pecado y castigo, y anuncia la aplicación de un principio nuevo: el castigo personal del pecador. Dt 24,16 y 2 Reg 14,6 se rebelan contra la pena de muerte, infligida a los padres por la culpa de los hijos, o viceversa. Cada uno debe sufrir las consecuencias de su propio pecado. Finalmente, Ez 14, 12-23 y 18, defiende abiertamente el principio de la responsabilidad personal.
      La paradoja del sufrimiento del justo. ¿Por qué sufre el justo?, ¿por qué es próspera la vida de los impíos? Son interrogantes, que atormentan constantemente a los buenos israelitas. Si Dios ha prometido toda clase de bendiciones, a los que le sean fieles, y todo género de maldiciones, a los que se aparten de su Ley (Dt 28; Lev 26), ¿dónde está, entonces, la justicia divina?
      En una perspectiva de responsabilidad colectiva, era aceptable una respuesta a estas preguntas: el inocente podía hallarse incluido en un castigo colectivo, o sufrir los males debidos a los pecados de sus progenitores; como el inicuo podía gozar de la felicidad debida a la justicia de sus antepasados, o verse rodeado de paz y bienestar en atención a la santidad de cuantos conviven con él. Pero, en el estadio de revelación de la responsabilidad personal y sin otros horizontes de retribución que los del mundo presente, la experiencia cotidiana del justo, que sufre, aparece como una paradoja incomprensible ante la justicia de Dios.
      Los más fieles a Dios sufren y son objeto de persecución (Ier 11,19-22; 12,6; 20,7-10.14-18; Is 52,13-53,12. Y esto escandaliza y desorienta al justo, que se lamenta ante el Señor (Ps 73,3-14; 22,2; Ier 12,1 ss.). Los justos perseguidos se consideran olvidados de Yahwéh; aunque no pierden la confianza en el triunfo final de su justicia (Ps 13, 31,8-21; 44,10-27).
      Job es el caso tipo del justo paciente. En este libro se presenta con toda crudeza el problema del d. del justo. Los amigos de Job abogan por la tesis tradicional. Defienden que existe siempre una correlación entre el d. y el pecado personal. Y si Dios aflige al que se considera justo, es para hacerle expiar sus pecados de omisión, o las faltas cometidas por inadvertencia o debilidad, o bien para curar su orgullo y prevenir faltas más graves. Job protesta enérgicamente. Se esfuerza en defender su inocencia. Y busca, en vano, el sentido de sus sufrimientos. Al final, interviene Dios, que aplana a Job con sus preguntas y le reduce al silencio. Job termina por reconocer la trascendencia de Dios y el misterio de sus designios. Confiesa que ha hablado como un necio y retira sus palabras. Acepta humildemente la voluntad de Dios y sólo a Él se confía. Sin embargo, el misterio sigue en pie. Ninguna aclaración por parte de Dios. El hombre debe continuar creyendo en la bondad y justicia divinas, aunque le angustie la interrogante del d. del inocente. Es todo cuanto nos puede enseñar el autor del libro de lob. Como epílogo, Dios otorga a Job la retribución debida a su probada justicia.
      La fe en el misterioso designio de Dios permite al justo considerar su aflicción como una prueba. Abraham, padre de los que creen, es probado constantemente. De manera especial, en el sacrificio de su hijo (Gen 22). Tobías, persona caritativa y fiel observante de la Ley, sufre de ceguera durante cuatro años (2,10). Su esposa, un doble de la mujer de Job, le zahiere recordándole que sus buenas obras no le han servido para nada (2,14; cfr. lob 2,9). Tobías se desahoga en lamentos ante el Señor, admitiendo la posibilidad de que sus males se deban a sus propios pecados ocultos o, todavía, a aquellos de sus padres (3,1-6). Pero, Dios le manifiesta, por su Ángel, que su d. ha sido una prueba pasajera de su fe (12,.12-13).
      Paulatinamente se descubre el valor purificador y educativo del d. Los profetas enseñan que las catástrofes nacionales son una penitencia saludable, que purifica al pueblo y evita su ruina total (Os 2; Is 30,9-26; Ier 30,11). El d. es una punición paterna (Prv 3,11-12), con el único objeto de que los hijos confiesen sus pecados y se arrepientan (Ier 31,18; Ps 32,5; 51; 130).
      La esperanza del más allá ilumina el misterio del dolor. El problema del d. encuentra un marco apropiado, para • su adecuada comprensión, en la doctrina de la retribución (v.). Es, desde el punto de vista de la retribución, como se observa mejor la evolución del pensamiento hebreo sobre el d. del justo. El d. se presenta de una forma, cuando se cree que, en el más allá, espera un sheol o morada inerte y sombría de los muertos, que albergará a todos, justos y pecadores, sin distinción (Ps 89,49; Ez 32,17-32); y de otra forma se mira el d., cuando ilumina al hombre la revelación de la retribución justa de ultratumba.
      La explicación del d. como prueba, que dará paso a una merecida recompensa intraterrena, no aquietaba plenamente los espíritus, acostumbrados a la experiencia de hechos desconcertantes: justos, que trascurren sus días sufriendo, e inocentes, que mueren por defender la justicia.
      Ya el salmista no se resignaba a perder, con la muerte, su intimidad con Dios. Las experiencias de su vida mística le hacen ver una unión indisoluble con Él (Ps 16, 10-11). Tenía una esperanza, todavía imprecisa, de que la suerte final de los justos fuese diferente de la de los impíos (Ps 49,16).
      La doctrina de una recompensa o de un castigo futuros, proporcionados a los méritos o deméritos presentes, no aparece clara hasta el final del A. T. (cfr. Dan 12,2-3; 2 Mach 7; 12,45; Sap 2,21-5,16). Ahora, se percibe ya el d. como un medio de purificación y un motivo de esperanza. Los mártires pueden considerarse dichosos (2 Mach 6,18 ss.; 7). La estéril, fiel al Señor, puede sentirse bienaventurada por la fecundidad, que le espera (Sap 3,13).
      La función salvadora del sufrimiento del justo. A medida que se esclarecía la relación d.-pecado con el enunciado de la tesis de la responsabilidad personal, como colofón final, se acentuaba simultáneamente la nueva relación d.- redención con su correspondiente principio de solidaridad (v. COMUNIÓN DE LOS SANTOS). Un primer esbozo del papel salvador del d. del justo nos lo brinda la figura de Moisés, intercediendo por el éxito de la batalla contra los amalecitas, en una oración penitencial (Ex 17, 11-13). Moisés aparece repetidamente como un intercesor poderoso ante Yahwéh (Ex 32,11-14; Num 11,13-20; 21,6-8), sobre todo, cuando se solidariza con el pueblo para salvarle o desaparecer con él (Ex 32,30-32; cfr. Ps 106,23; Ier 15,1). Otro justo, varón de dolores (ler 20, 14-18), que se ha revelado como un grande intercesor ante Dios por el pueblo, es el profeta jeremías (14,19-22; cfr. 2 Mach 15,14). Es la figura viva del Siervo de Yahwéh (11-19; cfr. Is 53,7).
      El profeta Isaías, en su cuarto canto del Siervo de Yahwéh (52,13-53,12), llama la atención para escuchar algo inaudito (52,15-53,1). Se trata de un inocente (53,91, que padece los d. más atroces (52,14; 53,2-3). Justamente la imagen del «varón de dolores» hace pensar en una culpa monstruosa (53,4). Y, en realidad, la culpa existe. Es la suma de todos nuestros pecados, que el Siervo ha cargado voluntariamente sobre sí para expiarlos en sustitución nuestra (53,5.6.8.10.12). Se ha hecho solidario y responsable de los pecados y sufrimientos de todos los hombres para justificarlos y restituirles la paz (53,5.11).
      El dolor en el Nuevo Testamento. Actitud de Cristo ante el dolor. Una de las características, que el A. T. atribuía al Mesías, era la de Consolador de los afligidos (ls 61,2). La era mesiánica se esperaba como un tiempo de curaciones (Is 29,18; 35,5 ss.; 61,1-2). Jesús asegura que se cumplen en su persona los oráculos de Isaías (Le 4,17-21; Mt 11,3-5). A lo largo de su vida, Cristo da muestras de una sensibilidad profunda ante todo d. humano. La necesidad de las muchedumbres le conmueve (Mt 9,36; 14,14; 15,32). El llanto de los que sufren le emociona, hasta hacerle llorar (lo 11,35). Movido a compasión, enjuga las lágrimas, que encuentra a su paso, haciendo valer su virtud divina (Le 7,13-14; lo 11,43). Tiene misericordia de los ciegos de Jericó (Mt 20,34), del leproso (Me 1,41), etc.
      La enfermedad es una de las manifestaciones del imperio de Satán (Le 13,16; Act 10,38; 2 Cor 12,7). Frecuentemente se recalca el nexo entre la posesión diabólica y la enfermedad (Le 13,16.32; Mt 8,16). Cuando Cristo realiza curaciones, por tanto, está ejerciendo un dominio sobre el demonio (v.). Y por su poder sobre los demonios, Jesús inaugura el Reino de Dios (Mt 8,28 ss.; 12,28; Le 10,17-19; lo 12,31).
      En el N. T. no se descarta la posibilidad de que el pecado personal pueda ser causa de enfermedades y sufrimientos (lo 5,14; 1 Cor 11,30). Pero Jesús reacciona contra la mentalidad hebrea de establecer sistemáticamente una relación directa y precisa entre el d. y el pecado (lo 9,2-3; Le 13,1-5). En algunos casos, el d. ofrece la ocasión de revelar la gloria de Dios y de su Hijo (lo 9,3; 11,4). Las desgracias públicas pueden ser un castigo merecido por el pecado y son siempre una llamada providencial a la penitencia (Le 13,3-5). La raíz última de los males, que sufre la humanidad, hay que buscarla en el pecado original (Rom 3,23 ss.; 5,12 ss.).
      El dolor en la vida de Cristo. Para comprender la verdadera actitud de Cristo ante el d., es necesario tener presente lo que ha significado en su propia vida. Cristo es el auténtico Siervo de Yahwéh (v.), que ha tomado sobre sí el encargo de expiar los pecados del mundo (Mt 8,17; Me 10,45; Le 22,19-20). Toda su existencia estuvo envuelta en sufrimientos. Experimenta las privaciones de la pobreza (v.) extrema (Mt 8,20; 2 Cor 8,9). Se fatiga a diario, en ininterrumpidas caminatas, por hacer el bien a todos. No obstante, encuentra siempre incomprensión y, resistencia de parte de las autoridades religiosas (Mt 23,33-36; lo 11,47-50). Le rodean muchedumbres incrédulas (Mt 17,17) y egoístas (lo 6,26), que le abandonan, apenas les exige un acto especial de fe (lo 652-66). Y, como resultado final, el fracaso casi total y la muerte. El pensamiento de la pasión lo acompaña constantemente. En ocasiones, lo deja traslucir a sus íntimos (Me 8,31; 9,31; 10,33-34).
      La pasión (v. PASIÓN Y MUERTE DE CRISTO) se puede definir como el cúmulo de amarguras y sufrimientos. En ella se dan cita la traición, el abandono, la angustia, el miedo, la tristeza, los insultos y desprecios, y los d. de toda clase. Pero, Jesús deja dicho muy claro, en repetidas instancias, que va libre y espontáneamente a la pasión (Lc 13,32-33; lo 10,17-18). Es un acto de obediencia y de amor al Padre (lo 10,18; 14,31), porque ha sido el Padre, quien ha querido sacrificar a su Hijo para reconciliar a los hombres consigo (Rom 8,32; 2 Cor 5,14-21; lo 3,16; 1 lo 4,10). Es la prueba de amor máximo a los amigos (lo 15,13).
      Convenía que Cristo sufriese todo esto para entrar, así, en su gloria (Lc 24,26). Su humillación y muerte voluntaria le han valido la exaltación y un Nombre sobre todo nombre (Philp 2,7-10).
      El dolor en la vida del cristiano. En el N. T. perdura todavía el concepto del d. como castigo y elemento educativo (Heb 12, 5-12; Apc 3,19), y como prueba (1 Pet 1,6-7). Pero el ejemplo y la enseñanza de Cristo han abierto las mentes de los discípulos a una nueva comprensión del valor del d.
      Jesús ha trazado un programa preciso para cuantos deseen seguirle. Es su mismo programa, porque basta que el discípulo sea como su maestro (Mt 10,24-25; lo 15,20). Ser discípulo de Cristo supone: cargar con la cruz de cada día (Mc 8,34 ss.); renunciar a los honores y grandezas del mundo (Mc 10,43-45); estar dispuesto a soportar odios, ultrajes y persecuciones a causa de su nombre (Mc 13,9-13; lo 15,18-21); abrazar la pobreza (Mt 8,19-20), y negarse a sí mismo hasta el sacrificio de la propia vida (Lc 17,33; lo 12,24-25). Para llevar a la práctica este difícil plan de vida, el discípulo cuenta con la fuerza del Señor (2 Cor 12,9-10; Philp 4,13).
      La vida del cristiano, sus sufrimientos y su muerte vienen a ser de Cristo, que vive (Gal 2,20) y se identifica con él (Act 9,5; 1 Cor 12,12-13). Los cristianos participan del d. de Cristo (2 Cor 1,5; Philp 3,10; 1 Pet 4,13). Y Cristo continúa sufriendo en sus miembros para beneficio y complemento de su obra (2 Cor 4,10-12; Col 1-24). Los d. del cristiano, pues, son fuente de vida para la Iglesia (2 Cor 4,12.16).
      El Apóstol es un crucificado con Cristo (Gal 2,19). Para Pablo no hay más gloria que la cruz de Cristo (Gal 6,14). Identificado con Cristo en el d. redentor, se siente solidario de la suerte de sus hermanos hasta el extremo de desear ser anatema por ellos (Rom 9,3). Consciente de la eficacia salvífica del d., sobreabunda de gozo en medio de las tribulaciones (2 Cor 7,4; 12,10; Col 1,24).
      Al creyente le estimula también la esperanza de que será galardonado en la meta con un trofeo eterno (Mt 5, 3-12). Sus sufrimientos se verán coronados con la resurrección (1 Cor 15,20-23) y la gloria con Cristo (Rom 8, 17-18; 2 Cor 4,17; 1 Pet 4,13 ss.; Apc 7,14-17).
     
      V. t.: JOB, LIBRO DE; BIENAVENTURANZAS (3'); SIERVO DE YAHWÉH; RETRIBUCIÓN (S. E.).
     
     

BIBL.: M. L. RAMLOT-J. GUILLET, Sufrimiento, en X. LEÓN-DUFOUR, vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1966, 768-772; J. SCHARBERT, Dolor, en Enc. Bibl. 11,985-988; H. HAAG-S. DE AUSEIO, Dolor, en Diccionario de la Biblia, Barcelona 1966, 492496; J. SCHMID, Sufrimiento, en Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, 99-104; H. LESÉTRE, Souffrance, en DB (Suppl.) V,1855-1856; L. B. PATON, The problem of suffering in the Preexilic Prophets, «Journal of Biblical Literature» 46 (1927) 111-131; H. H. ROWLEY, Submission in Suffering, Cardiff 1942; E. F. SUTCLIFFE, Providente and suffering in the Old and New Testament, Edimburgo 1955 (trad. esp. Barcelona 1959); J. A. SANDERS, Suffering and Divine Discipline in the O. T. and in the Post-Biblical Judaism, Rochester 1955; V. TAYLOR, The Cross of Christ, Londres 1956; A. VON RAD, Theologie des A. T., Munich 1957, 381-415.

 

MARCELINO MÁRQUEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991