Entendemos por esta expresión la operación espiritual e inmanente, que
forma la vida afectiva del Ser Supremo y que sigue al entender divino.
1) Sagrada Escritura. a) En Dios hay voluntad. Para demostrar esta
afirmación bastará recordar algunos pasajes de la S. E. La voluntad de D.
se manifiesta ya en el primer día de la Creación. D. ordena la existencia
del cielo y de la tierra y existen (Gen 1-2). Yahwéh decide y ordena,
dicta su ley a cada criatura y castiga al hombre por haberle desobedecido
(Gen 2). Manda a Abraham abandonar su país y éste obedece. La ley de
Moisés es sencillamente la lista de los deseos de Yahwéh. Los profetas
(v.) tienen la misión de indicar a los hombres la voluntad de D. y hacerla
respetar; ellos mismos intentan decir y hacer lo que D. quiere. Los Salmos
cantan la fe en Israel: «Nuestro Dios puede hacer cuanto quiere» (Ps
115,3). «Hace cuanto quiere en los cielos y en la tierra» (Ps 135,6). D.
hace lo que le agrada y la idea de la voluntad aparece estrechamente
vinculada a la de poder (Est 23,9). El N. T. repite la afirmación
tradicional: es preciso hacer la voluntad del Padre (Mt 7,21), es decir,
realizar su beneplácito. La oración más perfecta enseñada y practicada por
Jesús consiste en decir al Padre «hágase tu voluntad» (Mt 6,10; 26,42).
Jesús ha dicho también: «Padre, si quieres aparta de mí este cáliz» (Le
22,42). Los Apóstoles en sus escritos se muestran penetrados del respeto
que conviene tener a la voluntad divina (Heb 13, 21; Rom 12,2; 1 Pet 4,2).
En una palabra, la S. E. manifiesta constantemente y por todas partes la
existencia de la voluntad divina. El A. T. acentúa el aspecto creador de
esta voluntad. El N. T. destaca la dimensión redentora.
b) Dios ama. La Revelación no se limita a hablar de la voluntad
divina. Lo mismo que la voluntad humana tiene bajo su dominio toda la vida
del hombre y sus costumbres, así también nos presenta la Biblia la
voluntad divina acompañada de todo un comportamiento cuya dimensión
fundamental es el Amor (v. CARIDAD). Este amor de D. al hombre se
manifiesta y expresa con diversas palabras y de distintas maneras en el A.
T. Aunque ya las antiguas narraciones conocen el amor de D., fueron sobre
todo los profetas los que dieron testimonio del amor de Yahwéh para con
Israel, presentándolo con los siguientes matices:
Amor activo. El amor de Yahwéh se expresa y se revela principalmente
a través de sus intervenciones históricas en favor de su pueblo. Es, pues,
un amor activo: «Te he amado, Jerusalén, con un amor eterno» (Ier 31,3;
10,15; Ps 41,12). El israelita descubrirá el amar de D. sobre todo en las
grandes liberaciones de su accidentada historia. Se trata, por tanto, de
algo más que un gesto o una inclinación; el amor de Yahwéh es constante,
se renueva de generación en generación y tiene su plan o designio eterno.
Amor electivo y creador. Sus intervenciones históricas son el único
aglutinante de Israel. Es, por tanto, un amor electivo y creador. Nada lo
determina en su objeto, Yahwéh crea el pueblo al que quiere amar y salvar
gratuitamente (Dt 7,7-13; 4,37; 10,15; Ier 12,7-9; Is 54,5-8; Os 11,1; Mal
1,2; Is 41,8; 2 Par 20,7).
Este amor es, sobre todo, misericordioso, paternal y tierno. En
efecto, el amor de Yahwéh salva, socorre, levanta y perdona (Dt 23,5; Is
43,25; Ps 86,5; Is 63,9). «Los ha rescatado por su amor» (Os 14,4;
11,7-9). Pero este amor, soberano y misericordioso, se presenta, a la vez,
como paternal y tierno. Los profetas ponen con empeño el amor paternal de
Yahwéh en primer plano (Os 11,14; Ier 3,19; 31,20). Israel es el hijo de
Yahwéh, al que éste ha llamado, llevado en andaderas, tomado en sus brazos
y atado con lazos de bondad y amor (Oseas). Efraín es el hijo predilecto
de Yahwéh, su niño mimado (Ier 31,20). Israel llama a Yahwéh padre mío (Ier
3,19). Pero la imagen más atrevida es la que presenta las relaciones de
Yahwéh con Israel,-como-las de un esposo con su esposa: Oseas llama a
Israel la esposa infiel de Yahwéh, a pesar de todas las infidelidades no
le retira definitivamente su amor, como hacen los hombres. Un día se
compadecerá de Israel (11,8 ss.), recobrará el amor de su infiel esposa
(2,16) y volverá la dicha de los días del noviazgo. Jeremías tomó
igualmente este simbolismo del matrimonio: el culto de Baal lo pinta como
fornicación y prostitución (2,5,23-25; 3,1-4; 6,11-13). Aun cuando la
esposa infiel sólo merece el repudio (3,1), Yahwéh la recibe
misericordiosamente cuando se convierte a Él (3,12; 14,22). Ella es, a
pesar de todo, su amada (11,15), la querida de su corazón (12,7), a la que
ama con amor eterno (31,3). El pasaje de Ier 12,7-13 es una conmovedora
lamentación de Yahwéh sobre el desprecio de su amor y los pecados de su
pueblo.
También Ezequiel presenta el amor de Yahwéh a Israel como conyugal:
Israel es una niña abandonada que Yahwéh recogió, cuidó y crió; y ya
criada se desposó con ella, pero esta esposa fue infiel y merece por ello
castigo (16,1-50). Isaías (54,28) traslada el simbolismo conyugal a la
restauración de Israel: Sión es una mujer que Yahwéh ha abandonado por
breve tiempo, pero olvidará la ignominia de su juventud. A estos matices
fundamentales se añaden a menudo ideas complementarias: Si Yahwéh ama ante
todo a su pueblo, también parece haber indicios de su amor a otros pueblos
(Dt 33, 3). Ama a Abraham y a Israel para que por ellos su amor alcance a
todas las naciones. Si D. ama gratuitamente y soberanamente, también es
verdad que ama la justicia y a todos los que la practican (Ps 11,7; 33,5;
37,28; 146,8; Prv 15,9). Y, si ama en primer lugar a todo el pueblo, ama
también individualmente a tal o cual miembro de este pueblo (Is 41,8; Mal
1,2; Ps 41,12; Prv 13,12).
En síntesis, puede afirmarse que el A. T. viene a constituir, con
toda esta gama de matices a través de los cuales nos presenta el amor de
Yahwéh, la historia de la lenta y paciente preparación que debía conducir
poco a poco a la revelación del designio que en su bondad tenía Dios
escondido para realizar en la plenitud de los tiempos (Eph 1,9-10). En
efecto, D. comienza por formar un pueblo que elige para que sea el suyo.
Se crean lazos de pertenencia mutua estableciendo una Alianza. Sin
suprimir las distancias, Yahwéh se hace más cercano que los otros dioses,
habita en medio de su pueblo, combate a su lado, le conduce como un pastor
a su rebaño, le manifiesta en todas las ocasiones que se interesa
personalmente en su suerte. Después en forma sorprendente, D. deja
entrever sentimientos más íntimos, demostrando para con su pueblo un
verdadero cariño, expresado con todos los signos que el amor más tierno
puede crear en el corazón del hombre: el amor dominador del padre, el amor
tierno de la madre, el amor apasionado de la esposa. Todo sucede como si
D. buscase hacer del hombre un compañero, para entablar con él relaciones
más íntimas. Actitud más sorprendente todavía, cuando se toma conciencia
de que D. no atenúa su amor a pesar de las infidelidades del pueblo. Ante
la audacia de las comparaciones usadas por los profetas, surgen una serie
de interrogantes: ¿Se trata de comportamientos reales o de simples
imágenes? Permaneciendo D. sin igualarse nunca con la pequeñez de la
criatura, ¿aspira en su bondad y ternura a traspasar las relaciones que
una madre afectuosa tiene por su servidor o más bien quiere introducir a
su servidor en la intimidad de su vida personal? Y si D. llama al hombre a
participar en su propia vida, ¿cómo concebir esa comunidad personal? A
todas estas cuestiones el A. T. no podía responder de una manera
satisfactoria. Era necesario esperar la Revelación del designio de D. en
Jesucristo que se realiza en el N. T.
c) Jesucristo, revelación perfecta del amor de Dios. El amor de D.
se ha revelado en un hecho histórico: Jesucristo (v.). Esta intervención
en los Sinópticos es la venida del Reino inaugurada por Jesús (v. REINO DE
DIOS). Se fijan preferentemente, por tánto, en la Encarnación. Para S.
Pablo este hecho histórico es principalmente el de la cruz y de la
resurrección de Cristo, considerados conjuntamente como la revelación
única y suficiente del amor de Dios. En los escritos de S. Juan el acento
recae igualmente sobre Cristo crucificado, pero con una insistencia
particular en la idea de que D. no solamente ha amado, sino que es Amor.
Analizaremos el amor de D. en el N. T. bajo estas manifestaciones:
Encarnación, Pasión y Comunicación de sí mismo.
d) La Encarnación, revelación del amor del Padre para con el Hijo y
del amor de Dios al mundo. El acontecimientb central de la Encarnación
(v.) determina en gran parte la doctrina del N. T. la aparición del Hijo
en este mundo, se corresponde con la Epifanía del amor tal como existe en
Dios. Expresa no solamente el hecho, sino también el contenido de este
amor. Jesús aparece en efecto como el bien amado por excelencia (Mt 3,17;
17, 15). El objeto de las complacencias del Padre es el Hijo de su amor
(Col 1,13). Sólo la Encarnación podía manifestar este hecho desconocido
hasta entonces: El Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre y en
consecuencia no solamente está en D., sino que D. es Amor (1 lo 4,16). Es
a la vez objeto y sujeto de su propio amor. En este sentido el N. T. nos
ofrece una revelación desconocida de los profetas. D. se comunión de amor
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. «El que ama» es el nombre nuevo
que sustituye al antiguo «el que es».
Al mismo tiempo que manifestación del amor que el Padre tiene a su
Hijo, la Encarnación es la revelación del amor que D. profesa a los
hombres y éste es el sentido inmediato de la fórmula «Dios es Amor», que
puede traducirse por esta otra: «Dios ha amado tanto al mundo, que le dio
a su Hijo único, a fin de que todos los que crean en Él, no perezcan, sino
que posean la vida eterna» (lo 1,12). Tal es el acontecimiento que domina
todos los tiempos y los llena: «Ved qué gran amor nos ha mostrado el
Padre, queriendo que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos» (1 lo
3,1), nos dice S. Juan; S. Pablo precisa: «A los que Dios ha elegido,
también los ha predestinado para reproducir la imagen de su Hijo, que de
este modo se constituye el mayor de una-multitud de hermanos» (Rom 8,29),
y esta filiación por la que el cristiano participa de la filiación por
naturaleza del Hijo único (V. FILIACIÓN DIVINA), constituye el efecto
primario del amor, que D. nos testimonia, como es la razón también del
amor que nosotros le profesamos a Él, «El amor viene de Dios y todo el que
ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1 lo 4,7). Entre el Padre y el
Hijo existe una comunidad de naturaleza que hace posible la comunicación
mutua de amor. Nosotros incorporados, asimilados al Hijo, más aún, hijos
adoptivos, somos objeto de amor tanto por parte del Padre (1 Thes 1,4; 2
Thes 2,13; Rom 8,39; Eph 2,4; Col 3,2) como por parte del Hijo, que nos
ama con un amor parecido a aquel que el Padre le testimonia (lo 15,19).
Entre Él y nosotros, D. crea una comunión semejante a la que existe entre
Él y el Hijo.
e) La Cruz, exponente máximo del amor de Dios. La comunión con D.
(v. GRACIA) constituye una manifestación perfecta, aunque misteriosa del
amor de D. al hombre. Pero si alguno duda de este misterio, existe un
hecho que revela de manera irrecusable la caridad del Padre. Es que no
dudó sacrificar su Hijo por naturaleza para asegurar la felicidad eterna
de los hijos por adopción. Prueba insigne del amor de D. por nosotros es
el hecho de «que siendo pecadores, Cristo ha muerto por nosotros» (Rom
5,7-8; Eph 2,9; Mc 12,26). La razón de nuestra salvación es la caridad del
Padre de las misericordias (2 Cor 1,3). El cristiano es doblemente
salvado, no solamente es llamado a vivir en intimidad con D., sino que es
arrancado por una misericordia totalmente gratuita de la muerte, que era
el salario de ser pecador, de tal manera que el pecado se convierte por su
significación en signo más claro del amor de Dios. Tal es la convicción
del cristiano, que puede repetir con S. Pablo: «Vivo en la fe de Cristo,
que me ha amado y se ha entregado por mí» (Gal 2,20).
f) El amor de Dios crea e impulsa el amor cristiano. El cristiano no
puede permánecer pasivo bajo la acción de esta gracia nueva. Es invitado y
empujado a manifestar una misericordia parecida a la del Padre celestial
(Col 3,12-14) ejercitando la caridad, que se extiende a todos, hasta a los
enemigos (Mt 5,43-48; Lc 6,26-35); más aún, es llevado a sacrificar sus
fuerzas por su hermano a imitación de Cristo (Eph 1,1-2; 5,25). La
posibilidad de todo ello está en que el amor con que D. nos engendra a una
vida nueva no deja al cristiano pasivo bajo el efecto de la gracia, sino
que, por el contrario, el amor de Dios le impulsa a amar y a obrar con su
misma acción amorosa que Él crea en nosotros, «todo el que ama es conocido
de Dios» (1 Cor 8,3), es decir, creado por Él en esta perfección. La
semejanza de naturaleza lleva por lógica ineludible a la imitación de los
actos. El ágape (v.) será la expresión de la naturaleza del cristiano como
lo es de la naturaleza divina. «Sed imitadores de Dios como hijos bien
amados a ejemplo de Cristo, que nos ha amado y se ha entregado por
nosotros» (Eph 5,1-2) y S. Juan añade: «amémonos, ya que Dios nos amó
primero» (1 lo 4,19). Es en esta filiación por la gracia donde se enraíza
el mandamiento nuevo «amads los unos a los otros» (lo 13,34). La
originalidad del N. T. consiste precisamente en esto, que el segundo
mandamiento es muy semejante al primero, porque el amor al prójimo es muy
similar al amor con que Cristo nos ha amado y con el que es amado del
Padre. Si la gracia no hubiera realizado una comunidad de vida entre D. y
el hombre, el amor a D. se reduciría a una adoración respetuosa de la que
no podría beneficiarse el prójimo, porque el culto está reservado a Dios.
La semejanza de los dos mandamientos no puede entenderse sin la comunidad
de la vida engendrada por la gracia. Ésta permite al cristiano amar a su
hermano con el amor con que D. se ama y nos ama. El amor que D. nos tiene
se consuma en la participación por el hombre para quien constituye la
razón y principio de todas sus actividades, en particular en su
consagración al servicio de D. y de la comunidad humana. Todo debe ser
impregnado de este amor que D. ha difundido en nuestros corazones por su
Espíritu (Rom 5,5; Gal 4,6; 1 lo 3,24; 4,13).
2) Doctrina de los Padres. Los primeros escritores eclesiásticos
partiendo de las afirmaciones de la S. E. insisten en el aspecto moral,
que de esa verdad dimana, es decir, de la necesidad de conformarse con la
voluntad de D. observando los mandamientos (cfr. Didajé, 1,5; 4,3; 8,2;
Epístola de Bernabé, 2,5.10; S. Clemente Romano, 1° Carta a los Corintios,
33,8; 34,5; 41,3; 49,6; 61,1; 2° Carta a los Corintios, 4,2). En muchas de
sus cartas (Eph, Rom, Tral, 1,1; Esmir 1,1; 11,1) S. Ignacio de Antioquía
menciona la voluntad de Dios (cfr. Ad Ephesios, 1,1; Ad Romanos, 1,1; Ad
Trallianos, 1,1; Ad Smyrneos, 1,1; 11,1); lo mismo cabe decir de S.
Policarpo (cfr. Ad Philippenses, 1,3; 2,2).
Más tarde los Apologistas para oponerse al paganismo con su
concepción emanantista y necesaria del mundo destacaron el poder de la
voluntad divina y su independencia absoluta en el obrar (cfr. Arístides,
Apología, 4: PG 96,1109; Hipólito, Philosophumena, 10,32: PG 16, 3447;
Adversus Noetum, 8: PG 10,816). Afirmaciones parecidas se encuentran en
Clemente de Alejandría (Protreptico, 4,63: PG 8,164) y en su discípulo
Orígenes (De principias, 1,5,3; 2,8,3; 3,4,6: PG 11, 158-159; 221-223;
339-340) y en Teófilo de Antioquía quien destaca el dominio soberano de D.
sobre el mundo (Ad Autolycum, 1,4: PG 6,1029). Contra la concepción
gnóstica, S. Ireneo precisó el concepto cristiano de la voluntad divina.
Inteligencia y voluntad no son (afirma el santo) dos cosas distintas y
separadas, porque es el mismo y el único D. quien, al mismo tiempo que ha
pensado, ha realizado esto que ha pensado y al mismo tiempo que ha
querido, ha pensado esto que ha querido (Adversus Haereses, 1,12, 2: PG
7,574). A esta voluntad divina S. Ireneo la llama sustancia de todas las
cosas, no en el sentido de ciertos panteístas modernos, sino por cuanto
las cosas reciben el ser de un acto de la voluntad divina (ib. 11,30,9: PG
7 col 822).
En el s. v la reflexión de S. Agustín (v.) sobre el problema del mal
(v.) planteado por el maniqueísmo (v.) aportará elementos doctrinales de
gran valor para resolver las dificultades que este problema supone para la
voluntad divina (cfr. De diversis guaestionibus, 83,3: PL 40,11), así como
afirmaciones claras sobre la libertad de Dios (De civitate Dei, 22,30; PL
41,802; De agone christiano, 11,12: PL 40,297; Enarrationes in Psalmos,
134,10: PL 37,1745). El mismo S. Agustín nos ha dejado una doctrina
profunda y bastante sistematizada sobre la naturaleza del querer divino en
De Trinitate, 3,4.
Otra de las cuestiones que obligó a los PP. a centrar su atención en
la doctrina de la voluntad divina fue el problema de la salvación de los
infieles (v. PROVIDENCIA y PREDESTINACIóN). Fruto de esta reflexión es la
división de la voluntad divina en antecedente y consecuente, que en su
formulación definitiva se debe a S. Juan Damasceno (De fide orthodoxa,
2,19: PG 94,968), terminología que queda consagrada y que recogerá S.
Tomás (Sum. Th. 1 q19 a6 adl; De veritate, q23 a2), aunque la
interpretación posterior ha variado bastante según las distintas escuelas.
3) De la Escolástica a la Edad Moderna. La pregunta hecha ya a los
PP. sobre la voluntad divina vuelve a plantearse de nuevo en el s. xtt por
Abelardo: ¿Cómo se concilia el mal con la voluntad divina? El hábil
dialéctico de París confesaba experimentar grandes dificultades en
concebir que D. pudiera obrar de otra manera de la que obra o hacer otras
cosas distintas de las que hace, porque esto equivaldría a injuriar su
bondad. D. debe por tanto ajustarse al orden fijado por Él y en el que el
mal tiene también su cabida. En atención, pues, no a la impotencia
absoluta, sino a la conveniencia, D. no debe ni puede impedir este mal
(Introd. ad Theol. 3,5: PL 168, 1094-1098). La solución simplista que
Abelardo da al problema del mal limita la voluntad divina en su
especificación. Por ello a instancias de S. Bernardo (v.) ésta junto con
otras doctrinas de Pedro Abelardo fueron condenadas en el Conc. de Sens.
Se encuentra a su vez una refutación del optimismo abelardiano en la
Disputatio ad Abelardum (PL 180,318-322) y en Hugo de S. Víctor (De
Sacramentis, 1,2,22: PL 176,214), quien desarrolla la recta doctrina sobre
la voluntad eterna de D. manifestada en el tiempo. Aportación notable es
también la de Ricardo de S. Víctor, que con un método semejante al de S.
Agustín y S. Anselmo, explica el misterio de la Trinidad (De Trinitate: PL
196,995-1100) tomando como base el amor de Dios. Pedro Lombardo recogerá
en el Libro de las Sentencias la herencia doctrinal que sobre la materia
legaran Abelardo, Hugo de S. Víctor y S. Juan Damasceno, para transmitirla
a los grandes escolásticos de la Edad Media, S. Buenaventura y S. Tomás,
quien ofrecerá una síntesis doctrinal completa sobre la voluntad divina en
Sum. Th. 1 q19. La escolástica posterior estudiará el problema de la
relación existente entre la voluntad divina y los futuros libres, dando
lugar a las disputas entre los partidarios de la premoción física y los
partidarios del concurso simultáneo e indiferente (V. BÁÑEZ, DOMINGO;
MOLINA Y MOLINISMO). Otro de los problemas que la Escolástica posterior
aborda es el modo de conciliar la voluntad divina con la inmutabilidad de
Dios, viéndose obligados a precisar la esencia de esta libertad sin que se
haya logrado uniformidad de pareceres.
4) Filosofía moderna. Al hablar del problema de los atributos (v. iv,
4) en la Edad Moderna, se estudió allí la influencia que en la teología de
los nombres tuvo la eliminación de la analogía (v.). El agnosticismo (v.)
positivista que nace de aquella eliminación se traduce o en una atenuación
de la voluntad divina en autores como Giordano Bruno (v.) y Campanella
(v.), que sin negar la existencia del querer en D., afirman en función de
la inmutabilidad divina que D. no puede querer otra cosa distinta de la
que quiere, ni quererla de otra manera, como tampoco puede hacer otra cosa
distinta de lo que hace ni ser otra cosa diversa de lo que es. Por
dirección parecida discurre la interpretación, que Spinoza (v.) ofrece de
la libertad de D.; de él dependen otros, como Leibniz (v.) y Rosmini (v.),
que, obligando a D. a crear el mejor de los mundos, disminuyen hasta tal
punto la libertad divina que desaparece sustituida por la necesidad.
Otros, apoyándose en el mismo positivismo y acuciados por el problema del
mal, propenden hacia la negación de la existencia misma de D., así Bayle
contra Leibniz, cuya argumentación comparte más tarde Stuart Mill (v.).
Este mismo problema renace en los filósofos actuales, quienes no viendo
cómo explicar el mal, optan por la negación de D.: Merleau-Ponty (v.),
Camus (v.) y Sartre (v.), quien llega a afirmar que la libertad de D. es
incompatible con la libertad del hombre.
5) Síntesis doctrinal. a) Puntos dogmáticos. El Conc. Vaticano I,
sintetizando la enseñanza anterior de la Iglesia, establece como doctrina
de fe: la existencia de la voluntad en D. y su perfección infinita (Denz.Sch.
3001); que esta voluntad divina es causa de las cosas, no por necesidad de
su naturaleza, sino por decisión libre (Denz.Sch. 3025).
b) Naturaleza y propiedades. El conocer divino implica
necesariamente el querer, donde hay entendimiento en acto captando el
bien, debe existir también voluntad, que descanse en él (cfr. S. Tomás,
Suma Th. 1 q19 al), pero en Dios la voluntad no existe como accidente
inherente a la sustancia del ser, como en las criaturas, sino que es
idéntica realmente con ella, aunque se distinga conceptualmente.
Propiamente hablando, la voluntad divina tampoco es principio de deseo; es
decir, de inclinación a un bien no poseído y deseado, sino que es purísimo
amor de complacencia en el Bien Infinito, con el que forma una sola cosa
(S. Tomás, ib. al ad3; Contra Gentes, 1,73). De esta identificación de la
voluntad con el Ser de D. brotan sus propiedades fundamentales: la
voluntad divina es simple, porque está exenta de todo lazo interno o
externo de dependencia y en ella no hay sucesión de actos. De esta
simplicidad fluye que en D. no pueden estar en contradicción unos con
otros los efectos que se le atribuyen formal o virtualmente. Los unos
debilitan a los otros, ya que todos constituyen un acto único. Este acto
único produce efectos múltiples en la esfera de lo extradivino.
Es inmutable y eterna. Identificándose con el Ser divino, la
voluntad de D. tiene que ser inmutable en sus decretos. No obstante la
diversidad de objetos del querer divino, que se desarrollan en la sucesión
del tiempo, el querer divino que ordena esta diversidad, está siempre
inmutable desde toda la eternidad sin posibilidad de sufrir cambio alguno.
Esta inmutabilidad comporta, sin embargo, una diferencia esencial con el
fatalismo de los orientales y de los estoicos. En el fatalismo todo está
sometido a un destino ciego, que no tiene en cuenta para nada las
actividades humanas. La inmutabilidad que la doctrina católica profesa
relativa a la voluntad divina, no excluye la Providencia ni el juego de la
libertad humana en el juego de esa Providencia. La voluntad divina es
eficaz y al mismo tiempo suave. Infalible en su efecto, cuando se trata de
voluntad consiguiente o absoluta y suave al mismo tiempo, porque no impone
a todos los seres la necesidad de obrar, sino que predispone las causas
necesarias para la producción de efectos necesarios y las contingentes o
libres para la producción de efectos no necesarios, permaneciendo la
voluntad divina como causa primera y universal de todo.
c) Objeto. D. quiere solamente su bondad como motivo y objeto
primario, necesario e inamisible de la propia voluntad, único objeto
proporcionado al querer, del Ser Supremo. Todo otro bien destinado a
existir fuera de D., es término secundario del querer divino, es efecto de
su amor libre más bien que su objeto y motivo. En la S. E. abundan los
testimonios en los que al mismo tiempo que se enlaza la inagotable virtud
expansiva del Ser Infinito, se advierte al mismo tiempo que D. todo lo ha
creado para su gloria. Así, pues, D. se ama a sí mismo y a las demás
cosas; a sí mismo como fin, a las demás cosas como medios no necesarios
ordenados a este fin, por cuanto es digno de la bondad divina el que sea
participada por los otros seres (Sum. Th. 1 q19 a3). único en realidad es
el acto con el cual D. ama su bondad y la bondad de las criaturas, como
único es también el motivo formal: la amabilidad del sumo bien, ya sea
inmanente a D., ya reflejada y participada en el universo creado. Por eso
D. se ama a sí mismo como motivo y último fin, pero se ama también en
nosotros, por cuanto en la creación, conservación y gobierno de todos los
seres no tiende más que a la mayor comunicación de su bondad y a imprimir
en ellos su imagen.
d) Actos. Tres son los actos fundamentales de la voluntad de D.,
sólo distintos de ella conceptualmente: amor, gozo y dilección. Nos
ocuparemos del amor que es el principal. D. se ama a sí mismo
necesariamente: no es libre para dejar de amarse. Así como existe
necesariamente, se ama a sí mismo con idéntica necesidad, ya que ninguna
voluntad goza de libertad con relación a su objeto adecuado y plenamente
proporcionado, que en este caso en la Bondad divina. La necesidad de este
amor no se funda en un impulso natural y ciego, sino en la perfección de
su esencia percibida con toda claridad y evidencia, de donde resulta la
perfección de este amor. El amor humano más perfecto entraña siempre
defectos. La experiencia nos pone de manifiesto la distinción entre lo que
amo y aquello por lo que lo amo, así como la diferencia entre el acto de
amar y el acto de ser. Esta alteridad impide la fusión total de dos vidas
y en consecuencia, transportar todo lo que uno es al acto de amor
constituye el sueño de aquellos que tienden al bien. En D. este sueño se
realiza; la coincidencia es perfecta. En El hay identidad total entre el
sujeto que ama y el objeto amado, su voluntad abraza el ser de tal manera
que se puede decir no solamente que D. ama, sino que es amor y este amor
infinito, subsistente y necesario, distinto del amor humano fugaz e
inseguro, manifiesta su fecundidad en la procesión del Espíritu Santo
(v.). Esta plenitud que D. encuentra en el Amor de su propio Bien de
ninguna manera impide amar lo que está fuera de El, ya que en el amor del
Bien Supremo está incluido el de todo bien particular. Si el amor consiste
en procurar el bien a todos los que se ama, D. ama todo lo que existe,
puesto que su voluntad causa el ser mismo de las cosas. El amor en el
hombre presupone el sujeto que nos induce a amarle, el amor de D., por el
contrario, es el que crea la bondad y la infunde en las cosas, antes de
que existan.
El amor de D. es, por tanto, universal, se extiende hasta las
criaturas más inferiores. Esto no es obstáculo para afirmar también que D.
no ama de igual manera todas las cosas. En efecto, si D. ama en cuanto da
la perfección, a mayor perfección corresponde mayor amor. Con esto no se
afirma que en D. haya varios movimientos amorosos de fuerza distinta. El
amor de D. considerado en sí mismo no admite más ni menos. El verdadero
sentido de la expresión es el siguiente: con un solo acto de su amor
comunica a cada una de las criaturas un mayor o menor grado de su bondad,
introduce más o menos profundamente a cada una de ellas en su gloria y
hace que participe más o menos de ella. En este sentido distingue
particularmente las criaturas espirituales. Estas, por ser conscientes,
pueden conocer el amor de D., no sólo en cuanto criaturas, sino sobre todo
por la gracia que le ha sido dada en Cristo y en la reciprocidad de amor
que se llama amistad.
V. t.: VOLUNTAD DE DIOS; CONSEIOS EVANGÉLICOS; CREACIÓN III, 2, 3 y
$; PROVIDENCIA DIVINA.
BIBL.: P. BONHARD, Vocabulario
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Theologie des Alten Testaments, Leipzig 1933-39; S. TOMÁS DE AQUINO,
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R. SCHNACKENBURG, en LTK VI,1043-1045; M. SCHMAUS, Teología dogmática, I,
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J. GÓMEZ LÓPEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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