DIOS. SAGRADA ESCRITURA.


1. Existencia de Dios. La existencia de D. en la Biblia (v.) es un dato de partida, una realidad constantemente afirmada y presupuesta. D es el que siempre ha existido, el primero y el último (cfr. Is 41,4; 44,6; 48,12; Apc 1,8; 1,17; 22,13); el que siempre está presente. ES el protagonista principal de los relatos sagrados: sus acciones, sus palabras, sus designios, su revelación (v.) en resumen, constituyen la misma razón de ser de la S. E. Y, por ello, el hagiógrafo no se detiene en desarrollar argumentaciones doctrinales que demuestren su existencia, puesto que su presencia, tanto para el hagiógrafo como para todo el pueblo de Israel, que es el destinatario natural de los libros, es tan real como reales son el día y la noche.
     
      Ello no quiere decir que la Biblia no afirme la realidad de una vía racional de acceso a Dios, sino al contrario, que la presupone tan real e inmediata, tan al alcance de todo hombre, que la considera siempre actuada, llevada de hecho a un conocimiento efectivo. Por eso la Biblia no habla de un ateísmo (v.) teorético, sino práctico (1 Sam 2,12; Ier, 2,8; Soph 1,12), y cuando desarrolla una prueba de la existencia de Dios lo hace en forma de apóstrofe á quienes lo han desconocido o deformado cayendo en la idolatría (cfr. Sap 13,1-9; Rom 1,20). Y por eso también los hagiógrafos evocan con frecuencia el espectáculo de la creación entera como reflejo de la gloria de Dios (cfr. Ps 18,2; etc.). En suma, la S. E. afirma ante todo de Dios su presencia constante, activa y eficaz, desde los primeros versículos del Génesis: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gen 1,1), a los últimos del Apocalipsis: «Sí, pronto vendré. Amén. ¡Ven Señor Jesús! » (Apc 22,20). Más aún, la Biblia nos dice que D. ha querido revelarse. Se ha mostrado, ha hablado al hombre (Gen 18,1; Ex 3,2 ss.), manifiesta constantemente su poder (Is 19,21).Conocer a D. es reconocer su absoluto dominio sobre todas las cosas, su poder manifestado en sus obras maravillosas (cfr. Os 19,8; 104; lob 38; Is 40,25-31). Y, en consecuencia, prestarle sumisión y obediencia (Ps 36,11; 87,4), tener confianza en Él. Con la narración de las maravillas obradas por D., las magnalia Dei, no se pretende mostrar su existencia, sino exhortar a su alabanza.
     
      2. Carácter personal de Dios. Aunque sea una frase en parte técnica, la expresión: «Dios es un ser de naturaleza personal» es precisamente la única manera de considerar la naturaleza divina, a partir de los datos bíblicos. Resulta evidente que no se trata en la S. E. de ir estudiando los distintos aspectos divinos, en busca de una síntesis que explique cuál es su naturaleza. Más bien sucede lo contrario: en el A. T. no se estudia a D. como objeto, no se le objetiva desde ningún punto de vista. Simplemente se habla de D., en un mensaje dirigido a los hombres; es más, en la Escritura, quien habla de sí mismo es el propio Dios. Habla el D. fuerte, omnipotente y poderoso, cuya visión, e incluso, cuya proximidad produce en el hombre una actitud de reverencia y un temor indefinible (cfr. Gen 15,12; lob 40,3-5; Is 6,5), cuya Palabra es eterna (ls 48,8) e irrevocable (Is 31,2; Ier 4,28; Ps 89,35-36), porque Él mismo «vela sobre su palabra para llevarla a efecto» (Ier 1,12); y habla también el D. amable, cuya palabra resuena en los oídos (Gen 15,1; Num 12,8; 1 Sam 3,3 ss.), o se percibe interiormente (2 Sam 7,4; 1 Reg 6,11; Ez 3,16).
     
      D. es quien se manifiesta, quien dscubre sus designios, quien actúa y se da a conocer. D., tal y como aparece en la S. E., no es una fuerza trascendente de tipo impersonal, no es tampoco un elemento de la naturaleza, ni una personificación de las fuerzas cósmicas, sino que, por el contrario, es un ser trascendente de naturaleza personal, que interviene en la historia de los hombres y la protagoniza: es el D. vivo y activo.
     
      Ante todo destaca su carácter de Dios único, su unicidad (v. MONOTEÍSMO II): «Yahwéh es el verdadero Dios, y no hay otro Dios más que Él» (Dt 4,35), realidad de profundo contenido religioso, en la que no nos vamos a detener, que adquiere amplia resonancia personal en la idea de que Yahwéh es un Dios celoso (Ex 20,5), que exige la total sumisión de sus fieles, que no reconoce rivales: «No tendrás ningún Dios fuera de mí» (Ex 20,3; cfr. Ex 31,14).
     
      Su carácter personal se expresa frecuentemente por medio de antropomorfismos (v.): D. se pasea por el jardín del Edén (Gen 3,8); modela como un alfarero el cuerpo humano (Gen 2,7); se le atribuyen órganos corporales, ojos, manos, pies, etc. (cfr. Am 9,4; Ier 27,5; Ex 33,23; Ps 18,16; Is 30,27); es sujeto de acciones propias de los sentidos externos: habla, escucha, ríe, ve, camina, etc. (cfr. Lev 1,1; 4,1; Gen 17,20; Ps 2,4; Mich 1,3; Ps 44,24); también se le atribuyen sentimientos interiores: odia (Dt 12,31); se alegra (Soph 3,17); se complace (ler 9,23); etc.
     
      Esta abundancia de alusiones antropomórficas referidas a D., no nos deben llevar a pensar, simplemente, en una concepción ingenua de la divinidad. Los antropomorfismos, que están presentes en todo el A. T., desde los libros más antiguos a los más recientes, si bien con menos intensidad en los últimos, se explican sobre todo como intentos de expresar el carácter individual de D., de un D. que no se ha conocido por medio de una profunda reflexión, sino a través de un conjunto innumerable de intervenciones en la historia, es decir, no por medio de una investigación sino porque Él mismo ha querido revelarse. El uso de antropomorfismos, que nosotros seguimos utilizando, no indica un desconocimiento de la absoluta trascendencia de D. (v. Iv, 3) que viene bien expresada en la Biblia a través de otros cauces, sino que refleja el gran problema de intentar encerrar la realidad divina en palabras humanas: se reduce a la cuestión, siempre presente, de la inefabilidad de D., que, desde que el hombre es hombre, se viene resolviendo a base de recurrir a nuestros esquemas cognoscitivos, intelectuales y afectivos, aplicando a D., en la distancia de la analogía (v.), lo que de bueno vemos en nosotros y negando en Él nuestras imperfecciones. Siempre se corre así el peligro de «humanizar» a D., peligro que habrá que salvar por otros cauces, con otras explicaciones equilibrantes.
     
      Y, en efecto, en el A. T., junto a la abundancia de antropomorfismos, se observa una intensa corriente que nos habla de la espiritualidad de Dios. A veces se trata de simples afirmaciones antiantropomórficas, como, p. ej.: «Yo soy Dios, y no hombre» (Os 11,9), no tiene ojos, ni ve como los hombres (lob 10,4); no duerme ni dormita (Ps 121,4); «no miente ni se arrepiente, porque no es un hombre para arrepentirse» (1 Sam 15,29). En otras ocasiones los textos acentúan los caracteres trascendentes de D., contraponiéndolos a los de toda criatura: así, p. ej., la famosa antítesis de Isaías (31,3) entre cuerpo y espíritu, que establece en paralelo a la que se da entre el hombre y D. Especialmente interesante a este respecto es la constante polémica contra la idolatría (v.): D. está por encima de cualquier criatura, y ninguna puede representarle ni servirle de imagen (cfr. Dt 4,15-19; Is 40,1218; 46,5).
     
      No se encuentra, sin embargo, en el A. T. la frase: D. es espíritu. Y la razón está, posiblemente, en que en el lenguaje judío no se establece con claridad la contraposición materia-espíritu, tan patente en otras lenguas, especialmente en la griega. Mientras que ésta, hay una clara distinción entre soma (cuerpo), nous (principio de la vida intelectual) y psyche (principio de la vida sensitiva), en la antropología bíblica los correspondientes elementos, basar (cuerpo), nephes (alma) y rúah (espíritu), se entrecruzan entre sí sin remarcar la oposición (v. ALMA II; ESPÍRITO III). De D., como decimos, no se afirma, pues, que sea espíritu, sino que se dice que «tiene espíritu», y hay abundantes referencias bíblicas sobre el espíritu de D. (rüah'élohim), que, aunque no vayamos a entrar en un estudio detenido de tal cuestión, no es algo distinto del mismo D. (cfr. Is 30,1; 40,13; Ps 139,7).
     
      Otro modo de hablar de la espiritualidad de D. es a través de sus atributos, de los que hablaremos luego, especialmente los de omnipresencia e inmensidad; afirmar que D. está en todas partes, que lo llena todo, es estar afirmando, indirectamene, su naturaleza espiritual (cfr. Ier 23,24; 1 Reg 8,27). La referencia a la espiritualidad de D. es un elemento equilibrante de la visión que podrían procurarnos los antropomorfismos. Éstos son utilizados generalmente como instrumento lingüístico, y no rebajan la altísima concepción que el hebreo tenía de D., que viene perfectamente expresada en el tema de la santidad de Dios (v. 4, B, 1 y iv, 6). Yahwéh es santo (gadós), es «el Santo» (Is 40,25); su nombre es santo (Am 2,7; Lev 20,3); sólo Yahwéh es santo, «¿quién es santo como Yahwéh?» (1 Sam 2,2). Y, en expresión introducida por Isaías (1,4;30,11), se le conoce como «el Santo de Israel». La santidad de Yahwéh es, en muchos textos, una santidad moral de la que participa el pueblo: «santificaos y sed santos, pues yo soy santo» (Lev 11,44; cfr. Lev 19,1; 20,26); y especialmente los sacerdotes: «santos han de ser para su Dios y no profanarán el nombre de Dios; ... han de ser santos» (Lev 21,1-8). En otros muchos pasajes la santidad de D. indica su absoluta diferenciación de todas las criaturas, su excelsitud que le sitúa por encima de todo ser, su poder y majestad que infunden temor y reverencia. Su santidad viene expresada y reflejada en su kabód (v. GLORIA DE DIOS), que inspira temor. Sin embargo, la gloria es algo externo, es sólo una manifestación de la santidad de D.; la santidad, en cambio, sí es algo propio de su naturaleza (v. SANTIDAD I).
     
      La trascendencia de este D. Altísimo ('El-`Elyón: Gen 15,8), que le convierte en «absolutamente otro», con quien nada se puede asemejar (Is 40,25), se complementa en la S. E. con las alusiones al D. cariñoso y amable, próximo a nosotros (Os 11,9), que habla al corazón y «habita en el nombre contrito y humillado» (Is 57,15), tiene sentimientos de padre (Os 11,1) y de madre (Is 49,15), porque nos ama con amor indefectible (Is 54,8-10).
     
      El D. de Israel es un «Dios vivo» (2 Reg 19,4), es decir, activo, eficaz, siempre presente, poderoso, idea que se expresa en la fórmula del antiguo juramento «¡Vive Yahwéh! » (1 Sam 14,39; 20,3; 2 Sam 4,9), e incluso, en boca de Yahwéh, « ¡Vivo yo! » (Num 14,21; Ier 46,18). Su dinamismo, su vitalidad, se contrapone a la de los «otros dioses», los dioses de las naciones que son «dioses muertos», «dioses que no son dioses» (ler 2,11; 5,7; 2,26 ss.; Is 2,8-18-20), que son «nadas» ('elilim), que son «vanidad» (Ier 2,5), que son «mentiras» (Am 2,4). En ocasiones se habla de esos falsos dioses de un modo irónico (cfr. 1 Reg 18,21 ss.; Is 44,15-18; Sap 13,10; ...), y Yahwéh les desafía a demostrar su poder (Is 41,21-23) (v. t. Iv,12,2).
     
      El poder de Dios es otro aspecto que nos permite destacar el carácter personal del D. bíblico. Ese poder inmenso se pone principalmente de manifiesto en la S. E. en las relaciones de D. con Israel, que vienen referidas como las que se dan entre un rey y sus súbditos, entre un señor individual y sus vasallos. Por eso, la imagen que mejor expresa estas relaciones es la de Alianza: institución social, pacto o contrato que se establece entre dos partes iguales que se prestan desde entonces mutua ayuda (p. ej., alianzas de paz o pactos de amistad, cfr. Gen 14,13; 1 Sam 23,18), o bien, tratado establecido entre partes desiguales por el que el poderoso se compromete a proteger al débil, que entra a su servicio (p. ej., los 9,11; Ez 17,13). De este último tipo es la Alianza entre D. y el pueblo de Israel, por la que D. elige libremente a éste entre los demás pueblos y lo convierte en «su pueblo», su servidor (Is 41,8), su propiedad (Ex 19,5; v. ALIANZA (RELIGIóN). La Alianza, realizada con Abraham (Gen 15, 9-18; v.), según una técnica que recuerda las alianzas entre hombres, llega a su plenitud con la liberación del pueblo del dominio egipcio y el establecimiento definitivo del pacto del Sinaí (Ex 19-20; v).
     
      Por último, nos fijaremos brevemente en el afán de D. por entablar relaciones personales con cada hombre: realidad de profunda raigambre veterotestamentaria que en el N. T. alcanzará una altura insospechada anteriormente.
     
      La Biblia nos dice constantemente que D. es un ser personal, que exige de cada hombre un trato personal.
      D. no es un ser lejano que se limite a gobernar el orden del mundo, desentendiéndose de la suerte de los hombres, sino un D. que ama a los hombres, que se comunica a ellos, que se compadece de sus males, que reclama una respuesta. Ya en el establecimiento de la Alianza (Ex 19-20), las condiciones impuestas por D. miran a la observancia de unos preceptos morales y religiosos, que son frecuentemente recordados al pueblo en momentos posteriores (cfr. Ex 19,5; 24,3; Dt 11,13-17; 26,17-19), especialmente por los profetas (Am 1,2-2,3; Is 2,2-4; ler 46,25; etc.). La Alianza regula las relaciones entre D. y el pueblo, pero, dada la mentalidad que reina entre los israelitas sobre la solidaridad existente entre los miembros de la familia y, por extensión, entre todo el pueblo, siempre está presente el peligro de que las exigencias morales, y las correspondientes transgresiones, se diluyan en actitudes colectivas y en formas culturales corporativas. No es eso lo que D. quiere, y así los profetas reaccionan ante la opinión generalizada de que el pecado de un individuo lo expiaban los miembros de todo el grupo familiar (cfr. Ier 31,29). Es jeremías quien marca la reacción y el estímulo al trato personal con D., que adquiere gran relieve en Ezequiel (cfr. cap. 18). Ambos se refieren a la nueva y definitiva alianza establecida por D. en el corazón de cada hombre (ler 31,31=34; Ez 36, 22-27). En otros libros proféticos, Yahwéh exige rectitud, fidelidad (Os 6,6; Am 5,4; Mich 6,6-8); exige de cada individuo la conversión del corazón, la sumisión interior, rechazando todo culto que no sea reflejo de la referencia personal a D. (cfr. Is 1,11-17; Am 5,21-23; etc.). Lo que el A. T. anuncia, el N. lo realiza en toda su plenitud. D. tiene hasta tal punto sus delicias entre los hijos de los hombres (Prov 8,31), que se hace Él mismo hombre, y de esa forma llama a todos los hombres a su intimidad. Tal es el mensaje que llena los Evangelios y los otros escritos neotestamentarios: somos miembros de la familia de D. (Eph 2,10), D. habita en nosotros como en su templo (1 Cor 3,16; Eph 3,17), somos hijos y amigos de D. (1 lo 3,1 ss.; Lc 12,4; lo 15,15), etc. (V. t. FILIACIÓN DIVINA).
     
      3. Los nombres de Dios. A) En el Antiguo Testamento. Dios es designado con muy diversos nombres de los que la mayor parte son nombres comunes que expresan algún atributo, es decir, algún aspecto que el espíritu humano capta en el trato con el D. revelado, expresándolo en un nombre. Ninguno de ellos dice a la perfección lo que D. es, porque D. es absolutamente inagotable por el hombre, pero al menos reflejan un poder de conocimiento sobre la naturaleza divina. Por lo demás, al tratar de los nombres de D. hemos de evitar toda tentación a quedarnos en un nivel meramente teórico: cuando la Biblia nos habla de los nombres de D. no es para satisfacer nuestra curiosidad, sino para llevarnos a una relación personal con D. mismo.
     
      El nombre para los hebreos es parte integrante de la persona; responde a la esencia del objeto nombrado y la revela. El D. personal debe tener también un nombre, único en su género, que nos diga quién es: por eso el pueblo quiere conocer el nombre de D. que se ha revelado a Moisés (Ex 3,13). Conociendo ese nombre, como dice F. van Imschoot, se tendrá oportunidad de acceder a Bl, se podrá actuar sobre D., atrayendo su atención al nombrarle, se le podrá acercar. Los nombres comunes de D., aplicados al D. único del pueblo, se emplean también en el A. T. como nombres propios. Los más importantes son: 'El, 'Élohim, 'Adón, `Elyón, Sadday, Tl6ah, Melek, Ba'al. Pero Yahwéh es el nombre propio del D. de Israel. Vamos a tratar más detenidamente de algunos (cfr. especialmente las obras de Ceuppens y Van Imschoot citadas en la bibl.).
     
      (1) 'El. Este nombre designa a la divinidad entre todos los semitas. Su etimología es incierta, y se dan tres soluciones entre los autores: a) deriva de la raíz verbal 'wl («ser fuerte») y en ese caso indicaría el atributo divino de poder, omnipotencia; b) si la raíz 'wl significa «estar delante» indicaría la primacía de D., es decir, D. es el jefe; c) deriva de la proposición 'el: D. ('El) sería aquel hacia el cual uno se dirige en plegaria, cuya protección se busca. Se discute si es un nombre propio o un apelativo. Más bien parece que ha sido originariamente un apelativo, porque tiene plural ('elim, Ex 15,11) y femenino ('elah, no utilizado en la S. E.). Pero lo cierto es que en el A. T. se utiliza como nombre propio, designando al D. único. Con frecuencia se encuentra en todos los nombres teóforos: Yizré'el (que D. siembre), Yisma'el (que D. oiga), etc.
      Suele ir acompañado de un determinativo, formando con él un nombre compuesto: p. ej., 'El'ólam, D. eterno (Gen 21,33), 'El Bét-'el (Gen 35,7). El determinativo más importante es Sadday; según Ex 6,3 bajo este nombre ('El Sadday) se dio a conocer D. a los Patriarcas (v.); se encuentra pocas veces en la Biblia, y su etimología es desconocida, aunque se suele traducir por omnipotente, todopoderoso, a partir de la traducción griega de los Setenta (pantocrator) recogida por la Vulgata latina (omnipotens). Otro determinativo importante es `Elyón: 'El-Elyón es el D. Altísimo, de quien era sacerdote Melquisedec (v.) rey de Salem, ciudad identificada con Jerusalén, antes de la conquista de Canaán (Gen 14,18). Indica la trascendencia de D., su excelsitud.
     
      (2)'Élohim. Es el nombre más usado en el A. T.: se encuentra unas 2.000 veces. También su etimología es incierta, avanzándose dos hipótesis: a) es un plural irregular de 'el (ya que el plural normalmente lo hace en 1elim); b) procede del verbo árabe `alah, reverenciar, temer. 'Élohim tiene a veces sentido de plural, y va entonces seguido de verbos en plural. Pero su uso principal es como singular, designando un dios determinado de algún pueblo, o el D. único. Para algunos este plural indica los restos de un antiguo politeísmo hebreo, que poco a poco se habría ido fusionando hasta utilizarlo como singular. Para otros, advirtiendo que este plural no es propio de los hebreos, sino que también se encuentra en los cananeos, en los fenicios y en los egipcios, se explica cómo un plural abstracto o un plural de intensidad, que quiere expresar la máxima posesión de los caracteres de la especie: Tlohim sería el D. que tiene por sí solo los caracteres de la divinidad: el D. que concreta en sí todo lo divino. En sentido atenuado se aplica el término 'élohim a los ángeles, a los muertos, o a algunos hombres determinados.
     
      (3) Yahwéh. Es el nombre propio del D. de Israel. Su forma plena está constituida por las cuatro consonantes Yhwh, llamadas «tetragrama sagrado». Hay también varias formas breves del nombre, como son, p. ej., Yhw (yahú, que se encuentra en segundas partes de nombres teóforos, Yésa `yahú: Isaías); Yw (Yó, al comienzo de algunos nombres propios); Yh (Yah, en formas cultuales como Hallelu'yah). Los autores no están de acuerdo sobre si la forma plena es anterior a las breves, que derivarían de ella, o al revés.
     
      Respecto a la pronunciación, parece que la acertada es Yahwéh, según consta por el testimonio de algunos Padres de la Iglesia, concretamente Clemente Alejandrino, Epifanio y Teodoreto. En el s. xtt-t se introdujo por los masoretas la pronunciación Yéhowáh, que ya en el s. xtv se encuentra entre los cristianos aisladamente y en el s. xvt de forma generalizada. Entre los judíos, sin embargo, no cuajó dicha pronunciación arbitraria. La explicación que generalmente se da sobre este cambio introducido por los masoretas es la siguiente: desde Moisés, al menos, hasta la cautividad de Babilonia los judíos adoraron a D. bajo este nombre santísimo (Yhwh); después de la cautividad, por reverencia a D., el nombre se pronunciaba poquísimo, sólo en muy contadas ocasiones. La reverencia creció de día en día, hasta llegar a la situación, en tiempos de los contemporáneos de Cristo, en que sólo era permitida la pronunciación al Sumo Sacerdote durante la bendición solemne del pueblo (narrada en Num 6,24-26). Después de la destrucción del Templo (a. 70 d. C.), la pronunciación del tetragrama sagrado fue absolutamente prohibida. Cuando llegó el momento en que se hacía necesaria la fijación definitiva del texto sagrado y su pronunciación, los masoretas observaron que en las lecturas de la S. E. cuando aparecía el tetragrama se leía 'ádonay (mi Señor), y cuando aparecía 'ádonay Yhwh se leía 'ádonay yéhowih. Entonces decidieron poner al tetragrama, cuando aparecía sólo en el texto, las vocales de 'ádonay (con lo cual Yhwh se convierte en Yéhowáh), y cuando aparecía acompañado de 'ádonay las vocales ae élohim.
     
      La etimología de Yahwéh, como ocurría en los nombres anteriores es disputada: a) para algunos procede de la raíz verbal hwh: caer, o bien de la raíz hwy: soplar; Yahwéh sería, según esta opinión, el dios de la tempestad, que hace caer el rayo y soplar el viento; b) procede del vocablo yah, exclamación de origen cultual; c) se origina de la raíz hu7, de la que procede el pronombre personal de 3a persona: hú', él, él mismo; d) para la mayor parte de los autores la etimología es la que se describe en Ex 3,14-16, que la hace derivar del verbo ser: hwh; «yo soy» es el nombre que el mismo D. se da: «yo soy el que soy».
     
      No está completamente aclarado el sentido o significado de las palabras «yo soy el que soy», que depende de como se traduzca la expresión hebrea. Para algunos expresa una existencia que se manifiesta activamente, con eficacia; para otros significa «yo haré lo que yo haré», indicando que D. es el Creador; otros se fijan en el sentido de eternidad que esas palabras encierran; y por último, hay quienes destacan (p. ej., los Setenta) el atributo de aseidad: el esse subsistens.
     
      Una cuestión muy discutida es la antigüedad del nombre: ¿es anterior o posterior a Moisés? En principio hay datos en la S. E. para sostener ambas posturas. Los que afirman que es anterior a Moisés, se apoyan sobre todo en textos que pertenecen al documento yahwista (v. PENTATEUCO), p. ej., Gen 12,8; 13,4-18, y especialmente 4,26. Los que defienden que es posmosaico encuentran el apoyo escriturístico en los pasajes de Ex 13-14; Os 12,10; 13,4. No deja de ser acertada la posición intermedia: el nombre es, en principio, posmosaico, ya que antes de Moisés hay incluso nombres teóforos (como el de su madre Jocabed), que contienen alguna forma breve del tetragrama; pero ese nombre fue perdiendo su antiguo sentido, que fue renovado, y, además, enriquecido, con la revelación a Moisés. Esta postura es la que mejor concuerda con Ex 3,15.
     
      También hace referencia al nombre de Yahwéh, y es cuestión disputada entre los autores, si este nombre del D. de Israel era conocido por otros semitas. Hay quien afirma que era un nombre usado por los quenitas o madianitas (v.), y que Moisés lo conoció a través de su suegro Jetró (Ex 18,10 ss.), que era madianita. El texto señalado parece indicar más bien que Jetró conoció el nombre por Moisés, y además parece que él personalmente empleaba la expresión 'Élohim, a quien ofrece sacrificios (Ex 18, 12). Además, en contra de esa opinión se aduce que habiéndose hecho la reunión de las tribus israelitas alrededor de Yahwéh, los madianitas nunca pertenecieron al conjunto de las tribus, sino que sólo fueron aliados, cosa que tal vez no hubiera ocurrido si los hebreos hubieran tomado su lenguaje. Al origen madianita se oponen casi todos los exegetas importantes: Lagrange, Heinisch, Ceuppens, Kittel, Buber, etc., aunque se sigue discutiendo si el nombre es pre o posmosaico.
     
      B) El uso lingüístico de los Setenta. La palabra griega Theos corresponde en los Setenta, con pocas excepciones, a los términos hebreos 'el y 'élohim, que alguna vez vienen traducidos también por kyrios: Señor. Aparte de esto, 'el se traduce unas 20 veces por ischyros, fuerte, y algunas veces por dynamis, fuerza. Sólo 330 veces representa théos, D., el nombre divino yhwh, que regularmente se traduce por kyrios. Con artículo theos (o theos) designa al único D. de Israel, mientras que sin artículo tiene constantemente el valor de un nombre común. Lo divino (totheion), perífrasis preferida de los griegos para designar a la divinidad, falta en absoluto en los Setenta.
     
      C) Los nombres de D. en el Nuevo Testamento. Jesús usa frecuentemente la expresión theos para nombrar a D., y en ocasiones kyrios o dynamis. El nombre particular para D. en labios de Jesús es pater del que trataremos en este apartado.
     
      (1) Theos. Es el nombre que aparece en mayor número de ocasiones, aplicado no sólo al D. de los cristianos sino también, como nombre común, a las falsas divinidades (Act 7,43; 19,26; 1 Cor 8,4.5), a los hombres (Act 28,6; 14,11), a los cristianos (lo 10,34), al diablo, dios de este siglo (2 Cor 4,4; 2 Thes 2,4), e incluso a alguna parte corporal (Philp 3,19). Es un uso general, semejante al que tenemos en castellano, y que aparece en la conversación corriente.
     
      Tiene también otro uso particular, como nombre que designa al único D. verdadero. Esto sucede siempre que aparece en singular y con artículo (o theos), y generalmente se refiere a D. en sus acciones externas: D. creador de todas las cosas, que dirige todo, que gobierna el universo (cfr. Mt 3,4; 5,8; Mc 2,7.12; lo 1,1; Act 2,17).
     
      (2) Cristo como theos. Habitualmente se insiste por parte de los autores en la idea de que el término theos en el N. T. se aplica a D. Padre, casi con exclusividad, reservando para Jesús otros títulos, de los que el más usado sería kyrios. Tal afirmación es lo suficientemente cercana a la realidad para que, generalizando, se tenga por verdadera, pero tiene el peligro de abandonar en la penumbra otra realidad no menos cierta: que en el N. T. a Cristo, y en abundantes lugares, se le llama repetidas veces theos, con todo el contenido altísimo que este título posee- para los cristianos, Jesús es Hombre pero también es D., el mismo D. del A. T. (v. JESUCRISTO).
     
      Hay dos ejemplos claros de atribución a Cristo del nombre de D., siguiendo los términos y conceptos del A. T.: lo 10,30 ss., donde el propio Jesús se aplica tal título acudiendo al Ps 82, y Heb 1,8 ss., que se apoya en el Ps 45,7. Pero también existen otros caminos de atribución, independientes del A. T., las referencias más interesantes son las siguientes: a) Rom 9,5. Texto revestido de una gran solemnidad litúrgica. La frase conclusiva, o on epi panton theos («el cual es Dios por encima de todas las cosas»), es una aposición del último nombre recordado: Cristo, que recibe, pues, el nombre de D., pero en un contexto muy especial: en la doxología que el judaísmo y el mismo Pablo reservan exclusivamente a D. Se han hecho muchas tentativas para atenuar el sentido del texto, introduciendo, p. ej., algún signo de puntuación delante de la palabra D., a fin de reducir la alabanza exclusivamente a D. Padre. Pero se han abandonado esos intentos que pretenden resolver una dificultad que en realidad no existe: otras doxologías se refieren a D. Padre, pero ésta se aplica a Cristo, resultando así más obvia y comprensible. b) Otros ejemplos de doxologías referidas a Cristo son: 2 Tim 4,18; Heb 13,21; 2 Pet 3,18; Apc 1,6; 5,13; 7,10. c) Ti; 2,13. La agrupación de dos predicados: D. (theos) y Salvador (soter) bajo un mismo artículo, exige que ambos se apliquen al mismo sujeto, Cristo, cuya gloriosa aparición se espera. No encaja aquí la separación de ambos predicados, aplicando uno al Padre y otro al Hijo. d) En Juan la afirmación Cristo=theos es más frecuente. Cfr. lo 1,1 donde se habla de Cristo preexistente (kay theos en o logos: «y el logos era Dios»); lo 1,18, que los mejores manuscritos y los Padres más antiguos leen: «el Dios Hijo único, que está en el seno del Padre. t;l lo ha contado»; lo 20,28; 1 lo 5,20; etc. (3) Kyrios. No es un nombre exclusivo de la S. E., ni se aplica en ella con un único sentido. Es nombre que se usa para designar a cualquier hombre dotado de autoridad, al posesor de alguna cosa: siervos, propiedades; a los reyes, etc. En principio kyrios, no fue un título de contenido religioso, que sólo aparece cuando la potestad del rey fue exaltada y considerada como participación de la potestad divina. Se utiliza en la S. E. como nombre propio de D., casi siempre sin artículo, significando el poder de D. sobre todas las cosas. A Cristo se le llama también Kyrios en los Evangelios y en las Epístolas paulinas (cfr. 1 Cor 1,2-3; 2.16; 2 Tim 2,12; Act 2,21).
     
      (4) Dios como Padre. En la doctrina de D. como Padre y de todo hombre como hijo suyo, se ha visto siempre la novedad principal del mensaje cristiano. (v. DIOS-PADRE; FILIACIÓN DIVINA). El calificativo pater, es efectivamente uno de los nombres de D. en el N. T. y representa una consideración acerca de D. absolutamente nueva entre los hombres. En el A. T. el D. personal es fundamentalmente el D. de la Alianza, poderoso, hacedor, señor de todas las cosas. También se le llama Padre, pero uniendo este calificativo al aspecto más primario de su dominio absoluto, sobre el que se pone el acento (cfr. Ex 4,22; Dt 32,6; Is 63,6; 2 Sam 7,14; Ps 2,7).
     
      El D. de Jesús es el mismo D. del A. T. (cfr. Me 12,26; 12,29; etc.) trascendente y a la vez activamente presente en el mundo, pero fundamentalmente es Padre: lleno de amor hacia los hombres, que son sus hijos. Sin embargo, este calificativo no está cargado en el N. T. sólo de aspectos sentimentales, porque el D. de Jesús conserva también todos los rasgos majestuosos y llenos de rigor del D. veterotestamentario (cfr. Lc 6,35; lo 17,11; Me 10,18; 10,27; Mt 18,23 ss.; 25,14; ...).
     
      El calificativo Padre aparece en expresiones como «vuestro Padre», «tu Padre», «el Padre celestial», «vuestro Padre que está en los cielos», «el Padre». Y este D., que es Padre, tiene una actitud benéfica, amorosa hacia todos los hombres (cfr. Le 12,32; Mt 13,43; Lc 6, 36; lo 16,27; Lc 15,11; Mt 6,14; 7,11; 18,14). Es un Padre que quiere que los hombres se parezcan a Él: que sean misericordiosos, justos, generosos, que tengan su manera de ser. Y en los que esto sucede hay un reconocimiento por parte de D. que les constituye en hijos suyos: «los pacíficos serán llamados hijos de D.» (Mt 5,9). Esta constitución en hijos de D. no es algo connatural a los hombres, sino un don gratuito que se describe en lo 1, 12-13.
     
      Aunque Dios se presente como Padre de todos los redimidos, sin embargo, este nombre: Padre, adquiere una significación máxima, distinta de la anterior, en el caso de la relación Dios-Cristo: Jesús es por excelencia el Hijo de D., es por sí mismo Hijo de D. (v. JESUCRISTO III, 1), mientras que los demás lo son por adopción, que el mismo Jesús trae, con potestad para que otros participen. Dios es Padre de todos, pero hay una relación absolutamente distinta entre Jesús y el Padre, y los hombres y el Padre: se halla Jesús a una altura solitaria, no separado, porque precisamente pretende romper las separaciones y ser, como dice Pablo, «primogénito entre muchos hermanos», pero sí en posición privilegiada: posición, en definitiva, propia del hijo de familia en contraste con el hijo adoptado y más fuerte aún que este ejemplo.
     
      Se ha hecho notar que nunca Jesús utiliza la expresión «Nuestro Padre» o «Padre nuestro» abarcando en el conjunto a El y a los demás. Sólo quizá en la oración «Padrenuestro» (v.) y ahí, enseñando a los hombres cómo han de dirigirse a D.: si no es que hay que seguir la expresión de Le 11,2: «Padre: santificado sea tu nombre». Jesús cuando habla con D. emplea la expresión Padre (Mt 11, 25; Le 23,34), que se ha llegado a conservar incluso en su forma aramea: abba (Me 14,36), y que expresa la confianza fiel absoluta. Resulta significativo comprobar las diferencias que establece de un modo claro cuando habla -de «mi Padre» y «nuestro Padre»: a veces, incluso contraponiendo ambas expresiones: cfr. Mt 18,19; 18,35; 25,34; 26,29; Le 22,29; lo 15,15; 20,17; ejemplo que se pone como característica de la misteriosa relación especial es Le 2,49 el Niño en el Templo. Otro ejemplo donde Jesús, de modo alegórico, pinta con enorme claridad su propia persona es Me 12,1-12: la parábola de los viñadores.
     
      (5) Jesús como Hijo. No nos vamos a detener mucho, sino añadir algunas cuestiones a lo anteriormente dicho. Fundamentalmente, junto a esa relaciónl Padre-Hijo, ya expresada, que en oídos humanos puede sonar a diferencia y separación, se encuentran otros pasajes donde se halla con enorme claridad la unidad Padre-Hijo, y se pone, por tanto, de manifiesto el carácter exclusivo de esta calificación, Hijo de D. en Jesús.
     
      Los más notables son: Mt 28,19: aparece la dignidad divina del Hijo, y, por tanto, su distinción de todo cristiano. Mt 11,27-Lc 10,22: (el llamado «pasaje Joánico» de los Sinópticos, por su carácter solemne y elevado) presenta la relación del Hijo con el Padre, que se corresponde exactamente con la relación del Padre frente al Hijo. Se indica una exclusividad de mutuo conocimiento, tan absoluta, que suple toda analogía de conocimiento humano. Tradición joánica: cfr. lo 5,19. En Pablo, la expresión Hijo aplicada a Jesús, tiene también un carácter singular de su aplicación a los hombres. Cfr. Gal 4,4, missit Deus Filium suum, y Rom 8,3, que nos muestran la singular relación, que procede de la preexistencia de ambos. Otros pasajes: Col 1,13; Rom 8,29; Rom 8,32; 1 Cor 1,9; la fórmula estereotipada: «Dios y Padre de N. S. J. C.» (Rom 15,6; 2 Cor 1,3).
     
      Con las mismas expresiones, con una insistencia mucho más acusada y con marcada solemnidad, aparece Jesús como el Hijo de D. en el evangelio de Juan. Hijo de D. en sentido eminente, filiación divina singular y única, absolutamente incomparable a cualquier adopción recibida por los hombres en virtud de la gracia. Son abundantísimos los apelativos: Hijo (3,35 ss; 5,19 ss.; 6,40; 14,13; 17,1; 1 lo 2,22 ss.; 2 lo 9); Hijo de D. (1 lo 1,3; 2 lo 3). Y particularmente, no por la abundancia de textos, sino por la singularidad que destaca, está en Juan el adjetivo monogenes, unigénito, característico suyo (1,14-18; 3,16. 18; 1 lo 4,9). De ahí que brote la íntima relación entre el Padre y el Hijo, la coesencia y cooperación entre ambos, expresadas en muy diversas imágenes: muestra y dice al Hijo su tarea (5,20; 12,49); le da las obras que ha de hacer (5,36; 10,25); todo lo que hace el Padre, lo hace el Hijo (5,19); el Hijo ve al Padre, le oye, le conoce (1,18; 3,32; 7,29); quien contempla al Padre, contempla al Hijo (12,45; 14,9); «Yo y el Padre somos una misma cosa» (10,30); etc.
     
      (6) El Espíritu Santo. Es constante en el N. T. la continua referencia al Pneuma (ya en el A. T. aparece frecuentísima, el espíritu de Dios, de Yahwéh, que habita en algunos hombres, que es un don o una fuerza salvífica) que parece como una persona divina, distinta del Padre y del Hijo, al que se le adscribe una misión importantísima: es el que sustenta toda la obra de la Redención (v.). Se le nombra de muy diversas maneras: Espíritu de Dios, Espíritu de Cristo, Espíritu Santo, y otras que veremos. De los Sinópticos, es Lucas el que más acentúa la importancia del Espíritu, pero sin duda donde alcanza mayor relieve es en Juan y Pablo (v. ESPÍRITU SANTO).
     
      En los Sinópticos, y especialmente en Lucas, el Espíritu Santo aparece comunicándose al hombre como un don precioso, sin el cual no es posible alcanzar la salvación. Jesús es portador en modo pleno del Espíritu Santo; aunque se diga de otras personas que también lo tienen, como el Bautista, el Redentor es el único que lo recibe con plenitud. Baja sobre F'l en el Bautismo (Mt 3,16; lo 1,32; Le 3,21); «lleno del Espíritu» es conducido al desierto (Le 4,1), regresa a Galilea y comienza su predicación (Le 4,14); da gracias al Padre en el Espíritu Santo por sus éxitos mesiánicos (Le 10,21); escoge a los Apóstoles «movido del Espíritu Santo» (Act 1,2); expulsa a los demonios por el Espíritu de Dios (Mt 12,28). Además de poseerlo con plenitud, lo promete e infunde a los discípulos (Me 13,11; Mt 10,20; Le 12,12). Jesús Resucitado afirma que lo enviará (Le 24,49). Pero la actividad del Espíritu no tendrá lugar hasta que Jesús haya sido glorificado, y su acción se manifestará sobre todo en los Sacramentos y especialmente en el Bautismo, como narran frecuentemente los Hechos. En Juan las cosas ocurren de modo semejante. También habla del Espíritu como -don y poder sobrenatural, y en esos pasajes queda quizá un poco relegada su faceta personal, p. ej., 3,5; 7,39; 6,63; 20,22. Pero trata también detenidamente del Espíritu Santo como de un ser personal que está íntimamente unido al Padre y al Hijo. Ejemplo característico son sus frases sobre el Paráclito (identificado con el Espíritu: 14,16; 15,26; 16,7) en el discurso de despedida de Jesús.
     
      (7) Parakletos. Sólo se usa en S. Juan; tiene un sentido original pasivo «llamado», «advocatus»; pero se utiliza en el sentido de auxiliador o defensor (consolador, es un sentido muy secundario). Las expresiones sobre el Paráclito ponen de manifiesto el carácter personal de este ser divino. Subsiste junto al Hijo, sin identificarse con El. Y esboza Juan aspectos de la íntima compenetración de las tres divinas personas: el Espíritu procede del Padre (15,26); el Padre lo envía a instancias del Hijo (14,26); el Hijo lo envía de parte del Padre (16,8). Se trata de una íntima compenetración semejante a la que se encuentra entre el Hijo y el Padre, y de la que hemos hablado. Jesús en Juan es el portador del Espíritu, que sólo se difunde en grado pleno cuando Jesús sea glorificado. El Espíritu continuará la obra del Hijo (14,26); conservará vivas las enseñanzas de Jesús y ahondará en ellas (16,12 ss.)...
     
      En S. Pablo, el Pneuma es un concepto fundamental de su teología, que en importancia se puede equiparar a Kyrios. El Espíritu aparece constantemente junto al Padre y al Hijo. Lo llama con distintos nombres: Espíritu (Rom 8,26); Espíritu Santo (1 Cor 12,3); Espíritu de Dios (Rom 8,14); Espíritu Santo de Dios (Eph 4,30) Espíritu del Hijo (Gal 4,6), Espíritu del Señor (Philp 1, 19). Está íntimamente unido a Dios, remarca con insistencia la íntima relación entre Cristo y el Espíritu, de tal manera que casi no hay diferencia de sentido entre las fórmulas «en Cristo» y «en el Espíritu», que sugiere constantemente la plenitud de Espíritu que posee Cristo. La labor fundamental del Espíritu es llevar a plenitud la obra de Cristo.
     
      Hay más de 50 fórmulas trinitarias en Pablo en las que se menciona unidos al Padre, Hijo (Cristo, Señor) y Espíritu (v. TRINIDAD, SANTÍSIMA). Muchas de ellas tienen carácter de fórmula litúrgica, de la que se señala como más solemne la de 2 Cor 13,13 (usada hoy en la liturgia). El mismo carácter solemne, en el que aparecen íntimamente unidas las tres Personas, pero sin confundirse, está en 1 Cor 12,4-6. Otras: Eph 4,4-6; Gal 4,6; 1 Cor 6,11; 2 Cor 1,21; 2 Thes 2,13; etc. El Espíritu Santo es un ser personal y divino, ya que aparece situado al mismo nivel que el Padre y el Hijo. Y Pablo le asigna funciones propias de ser personal: clama ¡Abba, Padre! (Gal 4,6); da testimonio (Rom 8,14-16); intercede por los fieles (Rom 8,26); habita en los corazones (1 Cor 3, 16); se le puede contristar (Eph 4,30).
     
      Además de este carácter personal, aparece frecuentemente descrito como un don y poder sobrenaturales mediante el cual D. obra en Cristo y en los fieles. Es un bien salvífico que desarrolla un importantísimo papel en la vida de la Gracia (v.). Está muy bien descrito en Rom 8,9-11. Es un don divino característico de la vida del cristiano, que se asocia al espíritu humano y lo informa, aunque nunca se trate de una fusión, sino de una íntima unión que vigoriza y eleva la naturaleza humana. Esta íntima unión se manifiesta cuando Pablo llama al creyente «hombre espiritual», pneumatikos (1 Cor 2,63,1).
     
      4. Atributos de Dios en la Biblia. Siguiendo el criterio de división establecido por Sellin y utilizado, entre otros, por P. van Imschoot, consideraremos los atributos divinos en dos grupos: metafísicos y morales (véanse además sistemáticamente tratados en iv, 4 ss.).
     
      A) Atributos metafísicos. (1) Omnipotencia: El poder de D. se manifiesta frecuentemente en los textos de la S. E. Algunos de sus más antiguos nombres (v. 3) indican la omnipotencia que le caracteriza, p. ej., 'El Sadday (Gen 17,1), «Dios fuerte», «Dios omnipotente», derivado del verbo nadad: ser fuerte. También, para algunos autores, el nombre Yahwéh Seba'ót (1 Sam 17,45), traducido por «Señor Dios de los ejércitos» en los Setenta indica el supremo dominio de Yahwéh sobre todas las criaturas. En el N. T. los nombres que expresan este atributo son pantocrator (Omnipotente) y kyrios (Señor), que significan el dominio supremo de D. sobre todo lo creado. La omnipotencia divina viene designada en la S. E. bajo diversas figuras, de las que son más importantes las siguientes: a) su Palabra, que crea todas las cosas (Gen 1,1-2,4 a; Ps 148,5; cfr. Mt 8,8); b) la fuerza de su mano o de su brazo, desplegada en favor del pueblo (Ex 15,6; 32,11; Ps 44,2-4; Is 33,2; 40,10); c) su aliento, su espíritu (Gen 1,2; lob 26,13). Se manifiesta la omnipotencia divina en el dominio sobre los elementos de la naturaleza: el fuego, el trueno, la lluvia, etc., y particularmente en la creación de la nada (Gen 1,1 - 2,4,) y en la salvación e historia del pueblo.
     
      (2) Omnisciencia. La ciencia de D. todo lo conoce, todo lo hace, todo lo dirige a su fin. En hebreo se expresa por tébúnah, y el A. T. la describe con frecuencia. Por su ciencia D. se conoce a sí mismo (Ex 3,14), y conoce todas las cosas fuera de Él (Eccli 1,2-3; Ps 50,11; cfr. 1 Cor 2,10; Heb 4,13). Conoce particularmente todo lo que se refiere a la vida del hombre: los secretos del corazón (Ps 139,3 ss; Ier 12,3; Prv 17,3; Ps 7,10; cfr. Rom 8,27; Apc 2,23); conoce los pecados del hombre (Am 9, 1-6; Ier 23,23; Ps 139,7-12; cfr. Act 17,23-28; Rom 8, 27). Especial relieve adquiere el conocimiento que D. tiene del futuro, y que se concreta en la costumbre de la consulta a D. (Gen 25,22; Ex 18,15; 1 Sam 9,9). El mismo D. afirma su conocimiento de los hechos futuros, porque es D. (cfr. Is 45,21; 46,9.10; 41,23).
     
      (3) Sabiduría. La sabiduría en la S. E. es algo propio y exclusivo de D., que, sin embargo, comunica a quien le parece. Es, en cuanto atributo divino el conocimiento de los últimos porqués, la inteligencia profunda de las cosas, de las situaciones, que tiene D. y quien de Él la recibe. D. es el sabio por excelencia (cfr, 2 Sam 14,1720; lob 28,12-27), y nadie tiene la sabiduría, ni puede adueñarse de ella (lob 15,8) porque nadie ha subido por ella a los cielos. Los hombres alaban la sabiduría divina (Is 28,29; 40,13; lob 9,4; Eccli 1,1-10), y buscan de alcanzarla (Eccli 14,22 ss.), pero la sabiduría de D. no es la del hombre (Is 10,12-16; 28,9-13; Ier 10,12-14; Ps 94,10-12), supera a éste infinitamente (Is 55,8 ss.). Y sólo la alcanza quien la reciba de D. (Gen 41,25; Dt 34,9; Esd 7,25; 2 Sam 14,20; 1 Reg 3,11; Is 11,2), o quien la pida y D. se la conceda (Sap 9). Una hermosa descripción de la sabiduría es la que se contiene en Sap 7,25 ss.: «Es un hálito del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del omnipotente, por lo que nada manchado llega a alcanzarla. Es un reflejo de la luz eterna, un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de su bondad». Las manifestaciones de la sabiduría de D. son la creación (v.) y gobierno del mundo (Prv 3,19-20; 8,22-31; Eccli 24,3-6; Sap 7,22-27), y la ley establecida para el pueblo (Dt 4,4; Ps 19,8).
     
      (4) Excelsitud. Expresa este atributo divino la suprema majestad del D. trascendente, que habita en las alturas (Is 14,14; Mich 6,6) y está situado por encima de todas las criaturas (Ps 83,19). Es Yahwéh el único excelso (Is 2,11; Ps 99,1-3), porque es el único santo. Su excelsitud viene cantada en la S. E. por profetas y poetas, con gran riqueza de imágenes (Ier 10,6; Is 2,6 ss.; Ps 95,3-5; lob 37,22-24). El atributo de excelsitud da lugar, como hemos visto, a uno de los nombres de D.: 'El-`Eyón, el D. Supremo, el D. Altísimo a quien sirve Melquisedec (Gen 14,18), y que se aplica también a Yahwéh (Num 24,16). La excelsitud y sublimidad de D. le hace absolutamente independiente de las criaturas (2 Mach 14,35), porque todo le pertenece (Ex 19,5; Dt 10, 14) y no necesita de nada ni de nadie (Ps 50,9-12; lob 22,2,). No le afecta el pecado del hombre (lob 7,20; Prv 9,12; Ps 2,4).
     
      (5) Infinitud. Indica que D. carece de límites, porque no tiene causa, porque tiene en sí toda la perfección de ser, porque subsiste por sí mismo. Hay pocos datos en la S. E. sobre este atributo, que viene tratado sobre todo en otros dos que son consecuencia suya: la inmensidad y omnipresencia. No se hace en la S. E. mención explícita de la infinitud de D. Los autores suelen hablar de las referencias implícitas que contienen los pasajes de Ex 3,14; Ps 145.3 y 147,5.
     
      (6) Inmensidad. D. es inmenso: no puede ser medido por ningún espacio, ni circunscrito por ningún lugar. Los textos más significativos son: a) 1 Reg 8,27: doctrina contra la opinión de otras religiones de que los dioses habitaban los templos, como los hombres sus casas, de modo que están en ese lugar y no en otro; los judíos no pueden pensar así de Yahwéh. b) Iob 11,7-9: la realidad de D. es más alta que los cielos y más honda que el seol; su amplitud es más larga que la tierra y más ancha que el mar; son cielos, tierra, mar y seol las cuatro partes que, para los semitas, constituyen todo el Universo. La conclusión del texto es la inmensidad de la naturaleza divina. c) Is 66,1: «Los cielos son mi trono y la tierra el escabel de mis pies. ¿Qué casa podrías edificarme? ¿En qué lugar moraría yo?». Entre el culto del Templo y la inmensidad de D. no hay proporción. El contexto histórico de este pasaje de Isaías es la reedificación del Templo (v.) de Jerusalén, aunque hay autores que hablan de una polémica con los samaritanos que querían construir otro templo en Garicín (v.). Es este pasaje, según la Biblia de Jerusalén, una voz de alerta contra la tendencia a materializar excesivamente la presencia de D. en el Templo.
     
      (7) Omnipresencia. Según van Imschoot, las masas israelitas, al tener una idea muy vaga de la espiritualidad de D., tuvieron noticia muy tardía de su ubicuidad. De ahí que, siendo la omnipresencia de D. un tema muy constante en la S. E., sin embargo, se conserven en la Biblia restos de opiniones populares sobre los lugares donde habita Yahwéh. Así, p. ej., habita en Israel y no fuera (Idc 11,24; 1 Sam 26,19), o en montes sagrados, Sinaí (v.), Horeb, en santuarios como Berseba, Betel (v.); está presente sólo donde está el Arca porque «tiene su trono entre los querubines»: (2 Sam 6,2). Sin embargo, estos restos de tradiciones antiguas van acompañados de relatos que hablan de la omnipresencia de D.: protege a Abraham en lugares tan distintos como Caldea, Mesopotamia y Egipto; conduce al pueblo por el desierto; ... Nunca ha sido Yahwéh un D. local, aunque su culto se haya localizado en santuarios ligados a tradiciones y revelaciones. Textos explícitos sobre la omnipresencia son: Ps 139,7-12; Am 9,1-6; Is 43,2; Ier 23,16-32 (especialmente vers. 23-24: «¿Soy yo un Dios sólo de cerca y no soy un Dios de lejos? ¿O se escondería alguno en escondite donde yo no le vea? „Los cielos y la tierra no los lleno yo?»). En el N. T. cfr., p. ej., Act 17,23-28.
     
      (8) Inmutabilidad. En D. no se da cambio, permanece siempre. Hay un buen número de textos en la S. E. que sirven para apoyar esta doctrina, que, sin embargo, está suficientemente fundamentada en la espiritualidad divina, de la que es consecuencia natural. Algunos de los textos habitualmente utilizados hablan, a nuestro entender, de una inmutabilidad divina que podríamos llamar moral, y no de la inmutabilidad metafísica. En otros casos se aplican con más exactitud al atributo de inmutabilidad. Los ejemplos más característicos son: a) Mal 3,6: «Yo Yahwéh, no cambio», que a partir de S. Tomás (Sum. Th. 1 q9) se ha entendido referido a la inmutabilidad metafísica de D. Sin embargo, actualmente los autores están de acuerdo en afirmar que se trata más bien de que no han cambiado los sentimientos de Yahwéh, de que Él sigue siendo fiel a la Alianza, mientras el pueblo sigue transgrediéndola, sin referirse a la naturaleza divina. 6) Ps 102,26-28; Yahwéh no es mudable como las cosas creadas lo son, no pasa de una forma a otra, permanece siempre el mismo (cfr. Is 49,8). En el N. T. el texto más generalmente aducido es Iac 1,13-18. Algunos, siguiendo a S. Agustín, fundamentan la inmutabilidad de D. en el nombre de Yahwéh, que designa a aquel que es, aquel que tiene la plenitud de ser, y, por tanto, no puede pasar de un estado a otro. El pasaje concreto de S. Agustín dice: «Quid est 'ego sum qui sum' nisi Aeternus sum? Quid est 'ego sum qui sum' nisi mutari non possum. Et alibi: 'Qui est missit me ad vos'. Quid est 'Est' vocor? Quia maneo in aeternum, quia mutari non possum. Ea enim quae mutantur, non sunt, quia non permanent. Quod enim est, manet».
     
      (9) Eternidad. La eternidad de D. viene confirmada por Él mismo en el A. T.: «Sí, yo alzo mi mano al cielo y digo: tan cierto como he de vivir eternamente...» (Dt 32,40), y atestiguada por innumerables pasajes. Este atributo constituye incluso uno de los nombres de D.: 'El'ólam, D. Eterno (Gen 21,33; Is 40,28; 2 Mac 1,24. 29), y se emplea en estos textos significando la eternidad de D. en sentido propio, es decir, la duración sin ninguna sucesión, sin origen ni fin, sin antes o después bajo ningún aspecto. En otros lugares se afirma que D. es desde siempre, sin principio: «desde siempre existes tú, Yahwéh» (Ps 93,2); o bien que existirá siempre, sin fin (Ps 9,8). Esto distingue a Yahwéh de los dioses de otras naciones, cuyo origen viene explicado en la teogonía respectiva; Yahwéh no muere: ¿«No eres tú, desde muy antiguo Yahwéh, mi Dios, mi Santo, que no mueres»? (Hab 1,12). Un pasaje muy estudiado del libro de los Salmos afirma con diafanidad la eternidad de D.: «Antes de que los cielos fuesen engendrados, antes de que naciesen tierra y orbe, desde siempre y hasta siempre, tú eres Dios» (Ps 90,4; cfr. la misma doctrina en Is 41,4; 44,6; 43,10-11; Eccli 42,21).
     
      En el N. T. se supone la eternidad de D. en casi todas las doxologías paulinas, del tipo de Gal 1,5 «... según la voluntad de nuestro Dios y Padre, para quien es la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (cfr. al respecto Rom 1, 25; 11,3-6; 16,17; 2 Cor 11,31; Philp 4,20; 2 Tim 4,18). Especialmente interesante es 1 Tim 1,17, donde se llama a D. «Rey de los siglos». En el Apocalipsis la eternidad de D. viene expresada mediante la afirmación de que D. es «Principio y fin» «alfa y omega» (v.; cfr. Apc 1,8; 21,6; 22,13). Otra fórmula semejante a la anterior, también del Apocalipsis es la que llama a D.: «el que es, el que era, el que ha de venir» (Apc 1,4; 1,8; 4,8; cfr. 11,17; 16,15).
     
      B) Atributos morales. (1) Verdad. En hebreo 'émet, (verdad) de la raíz 'mn, significa ser sólido, seguro, ser lo que cada cosa debe ser; indica estabilidad y firmeza. En sentido moral 'émet significa veracidad, autenticidad; un hombre veraz ('1S 'émet) es alguien digno de confianza. Aplicada a D. se traduce con frecuencia por «fidelidad», lealtad. Yahwéh es «el Dios fiel que guarda su alianza y su amor hasta mil generaciones» (Dt 7,9; cfr. Dt 32,4; Ps 31,6; Is 49,7). La importancia de este calificativo divino adquiere toda dimensión en el contexto de la Alianza (v.); su veracidad y su fidelidad a los compromisos establecidos con el pueblo nunca se desvanecerá porque «asentada en los cielos está mi lealtad» (Ps 89,3); todo el Salmo 89 canta esta fidelidad de D. a sus promesas). D. nunca miente (Num 23,19), y odia la mentira (Ier 5,2); D. es «la roca de Israel» (Dt 32,4, nombre que expresa su inamovible fidelidad, la verdad de sus palabras (2 Sam 7,28). D. mantiene sus promesas (Tob 14,4).
     
      La fidelidad ('émet) suele ir unida a la bondad (hesed) indicando que en el obrar de D. se unen su benevolencia hacia los hombres con la fidelidad a sus promesas (Ex 34,6; Ps 89; 138,2; 25,10). Este sentido veterotestamentario tiene la fórmula paulina «la verdad de Dios» que designa la fidelidad divina a sus promesas (Rom 3,7; 3,3; 15,8; 2 Cor 1,18 ss.). En S. Juan, al Espíritu se le llama «Espíritu de verdad» (lo 14,17; 15,26; 16,13) e incluso «la verdad» (1 lo 5,6).
     
      (2) Bondad. Este atributo divino se encuentra casi siempre unido en la Biblia a otros semejantes como son: fidelidad (émet), misericordia (rahámim), lealtad, etc. El término bíblico es hesed, que no tiene una traducción unívoca, pues expresa, como decimos, una serie de actitudes benéficas en la relación de unos con otros. Hesed indica bondad, asistencia, misericordia (los Setenta y la Vulgata lo traducen por eleos=misericordia, lealtad); actitudes todas ellas que se dan entre los miembros de un grupo familiar en sentido amplio.
     
      Se aplica a D. este atributo en el contexto de la Alianza, por la que el pueblo ha pasado a ser «la comunidad de Yahwéh». D. ha prometido «observar la Alianza y el hesed» (Dt 7,9; 1 Reg 8,23; ... ). A través del vínculo de la Alianza, el pueblo confía en el hesed de D., en su misericordia y su asistencia, que no desaparecen ni siquiera cuando el pueblo la quebranta (Ex 34,6; Ps 86,15; loel 2,13; ... ). La misericordia y compasión de D. (rahámim) se manifiesta particularmente con los débiles (Ps 69, 17; 103,13; ...), y con los oprimidos (2 Reg 13,23; Is 14,1; 30,18). D. no se goza en el castigo del pecador, sino en su conversión (Ez 18,23; cfr. Ps 103,8-10.13.14). También se utiliza para designar la bondad de D. el sustantivo túb (bondad), indicando los beneficios divinos (cfr. Ier 31,12 ss.).
     
      En el N. T. la misericordia divina (eleos) es alabada en el Magnificat (Le 1,50.54) y en el Benedictus (Le 1,72. 78), misericordia que tiene como fin atraer a los pecadores (Mt 9,13; 12,7) y que se ejerce con todos y en especial con los débiles (Me 5,19). Esta actitud en el hombre es alabada en una bienaventuranza (Mt 5,7); la misericordia del hombre es presupuesto para la misericordia divina (Le 6,36: «sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso»).
     
      (3) Justicia. La justicia en el A. T. (sedeq) es la conformidad en el obrar con arreglo a las reglas establecidas; ser justo es actuar de acuerdo con la propia naturaleza y con los compromisos adquiridos: obrar, p. ej., conforme al derecho (mispat) (Ex 23,6-8; Dt 16,19). Yahwéh es justo porque actúa de acuerdo con la Alianza establecida. Yahwéh es el juez de Israel, como D. que es del pueblo; es el defensor de la justicia y de ahí que se le llame justo (Dt 32,4; Gen 18,25; 16,5; 1 Sam 24,16). Conforme siempre a la Alianza, D. que es el juez del pueblo, hace valer su derecho frente a otros pueblos: las victorias guerreras de los israelitas son por eso llamadas «actos de justicia de Dios» (1 Sam 12,7; Mich 6,5; 2 Sam 18,31).
     
      La justicia de D. lleva consigo el establecimiento de la justicia y el derecho en el pueblo. D., que es autor de la Alianza, lo es también del derecho, que entrega a Israel (Os 2,21; 10,12). Dirige su castigo, su justicia, contra los pecadores que quebrantan la Ley (Am 5,24; Is 5,16); en este castigo D. muestra su justicia incorruptible (Ps 71, 1 ss.; Dan 9,6; Esd 9,15). Al futuro Rey mesiánico, que recibirá el espírtu de Yahwéh, le serán otorgados todos los requisitos para ejercitar la justicia: «La justicia será el cinturón de sus lomos, y la fidelidad el ceñidor de su cintura» (cfr. Is 11,2-5). Sobre el reino de la justicia y el derecho en el reino mesiánico, cfr. Is 28,6.16.17; 32, 15-17; 60,17-21.
     
      En el N. T. la justicia (dikaiosyne) es un atributo divino, pero sobre todo es un don que D. concede. Su ejercicio y el anhelo de que reine la justicia es objeto de una bienaventuranza (Mt 5,6; cfr. el precepto de Mt 6,33). La justicia de D. es camino y meta á conseguir. Juan el Bautista enseña «el camino de la justicia» (Mt 21,32). La justicia en el N. T. es obediencia a los mandamientos de Dios.
     
      V. t.: ANTROPOMORFISMO III; APARICIÓN I; ATEÍSMO I; BUEN PASTOR 1; GLORIA DE DIOS; IMAGEN DE DIOS; MATRIMONIO III; MISERICORDIA I; MONOTEÍSMO II; REINO DE DIOS.
     
     

BIBL.: Obras generales: P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969; CASA DE LA BIBLIA, Manual Bíblico, Madrid 1967; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1966; L. MORALDI, Introduzione alla Bibbia, Turín 1962; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, I, Madrid 1960; A. GELIN, Les idées maitresses de l'ancien testament, 6 ed. París 1959; C. TRESMOTANT, Essai sur la pensée hébraique, 2 ed. París 1956; F. CEUPPENs, Theologia Bíblica. De Deo Uno, Turín 1956; P. HEINISCH, Theology of the Old Testament, Collegeville (Minnesota) 1950; E. SELLIN, Theologie des Alten Testament, Leipzig 1933.

 

A. ARANDA LOMENA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991