DIOS. EXISTENCIA DE DIOS.


1) Planteamientos. Aunque el tema de la existencia de D. puede plantearse de un modo objetivo y racional, científico, para resolverlo correctamente resulta necesaria una rectitud subjetiva grande, como resulta necesaria en general para los grandes temas metafísicos y éticos. Por la trascendencia de estos temas para toda la vida humana, en general para abordarlos de manera correcta, objetiva y racionalmente, es preciso que el sujeto posea una actitud moral interior particularmente recta, que esté dispuesto a aceptar las consecuencias vitales de estos temas; de lo contrario, fácilmente puede autoengañarse (p. ej., v. INVESTIGACIÓN VI, 1; ÉTICA II; MATERIALISMO I, 1-3). Por ello resulta difícil, al estudiar racional o científicamente el tema de la existencia de D. y su demostración, depurar ese estudio de los planteamientos subjetivos inherentes a toda persona y a las diversas culturas. Y así el tema viene planteado con frecuencia históricamente en dependencia o en relación con las situaciones culturales y con sus variantes.
     
      A mediados del s. xx, p. ej., el tema de D. para algunos se ha radicalizado y se plantea en un clima de tensión, como si implicase una disyuntiva forzosa de D. frente al hombre. Planteamiento determinado por una reducción estrictamente antropológica de la cultura; es decir, aparece cuando el hombre se cuestiona a sí mismo continuamente como horizonte último de las cosas y con la pasión de salvar la propia libertad como valor original. A pesar del prestigio que ha alcanzado la consideración que pretende ser estrictamente objetiva de las cosas, la ciencia (v.) como horizonte y meta, sin embargo, la reducción antropológica del mundo la convierte en una reducción de la realidad y de la ciencia misma. Una cuestión inmediatamente no reductible a la conciencia y a la experiencia personales directas tiende a ser postergada al ámbito de lo «no científico», constatándose entonces una extraña sensibilidad al hablar de temas que sobrepasan la conciencia interior o la experimentación natural inmediata. Así, para algunos el tema de D. reviste las apariencias de una crisis del lenguaje (Wittgenstein, B. Russell), o se reduce a los modos de proyección del hombre sobre la realidad (Feuerbach, Marx, Freud), como si se tratase sólo de un mito (v.) expresivo de la condición trágica del hombre (Camus) o de una paradójica falta de sentido (Sartre). De este modo la posición del hombre en algunos sectores de la cultura se vuelve programáticamente atea (v. ATEÍSMO). A lo sumo se está dispuesto a admirar las consecuencias de un análisis teísta de la experiencia humana, pero como una opción cultural más de la que queda la duda de la legitimidad del planteamiento.
     
      Crisis de este tipo o parecido se encuentran en diversos pensadores y momentos de la historia de la cultura. Por ej , si se toma a la experiencia subjetiva como único punto de partida de toda afirmación real, disociando el ámbito del ser (D., hombre, mundo), se llega a establecer una dicotomía en la comprensión del hombre (Descartes), que a impulsos de la propia vida y libertad se afirma más allá de la experiencia de sí mismo y del propio mundo, buscándose una razón práctica y vital que condivide con la razón pura y científica el ámbito de lo real (Kant). El pensamiento de Hegel es aquí como un intento por reconstruir la unidad del ser (v.), por superar la discontinuidad entre conciencia y realidad; pero el idealismo hegeliano, que parecía consolidar el tema religioso, resulta un punto de partida de la disolución del mismo y de D., no tanto por sus afirmaciones explícitas como por lo inadecuado de sus planteamientos (v. IZACI'ONALISMo 3; IDEALISMO 1; PANTEÍSMO).
     
      Ya Kierkegaard (v.) delató a Hegel (v.), considerando que sus intérpretes más fieles son los de la hoy llamada izquierda hegeliana (Feuerbach, Marx). La reacción de Kierkegaard llevó aquí a algunos a redescubrir a D., pero sólo bajo las formas de un sentimiento profundo que a partir de la «intuición» (intuición originaria en Bergson, experiencia pura o a priori en Maidinier, trascendental en Husserl y experiencia de la presencia del ser en Marcel), expresada en términos como «misterio», «horizonte del ser», «absoluto personal», queda confinado a la fe sobrenatural (fideísmo) o filosófica (Jaspers), al misterio como dimensión antropológica (Marcel), a la «mística» como contradistinta de la «filosofía» (Heidegger), o se le niega consistencia objetiva (Bultmann), llegando algunos autores protestantes a hablar de una «muerte de Dios» (v. RADICAL, TEOLOGÍA). Sin embargo, como veremos, la existencia de D. es accesible a la pura razón y demostrable, en sentido propio y riguroso, por ella.
     
      2) Cognoscibilidad de la existencia de Dios. Podemos agrupar las distintas posturas que se han dado:
     
      a) Intuición inmediata de Dios. En general, no podemos conocer a D. de forma inmediata o directa, sino más bien mediata, a través de sus efectos. Sin embargo, es un conocimiento que de modo natural y espontáneo llega a adquirir con facilidad la conciencia en muchos casos, por lo que se presenta con ciertos rasgos de inmediatez, sobre todo cuando se llega a El por reflexión sobre la propia conciencia antes que sobre el mundo exterior. Cuando se destaca esa interioridad y en cierto modo inmediatez que el tema de D. reviste para la conciencia humana puede incidirse en una postura según la cual la existencia de D. es como un presupuesto dado con la experiencia de la propia persona y del mundo, de modo que hablar de pruebas o de demostración de la existencia de D. sería innecesario y un alejamiento del mismo de nuestra interioridad, privando a la cuestión teológica de su intensidad y emoción. De esta postura derivan los llamados argumentos a priori de la existencia de D., percibido como presupuesto fundamental de toda ulterior reflexión en torno a la realidad y como centro absoluto, más o menos oscuramente percibido, hacia el que avanza todo hombre.
     
      Como sistema de pensamiento encontró su formulación en Malebranche (v.), deudor del cartesianismo y del pensamiento agustiniano (V. ONTOLOGISMO; OCASIONALISMO). En esta línea el tema de la existencia de D. estará en dependencia de lo que se entienda por intuición (v.) humana, de sus posibilidades y sus modos: intuición de la fe (fideísmo; v.), intuición singular y material (agnosticismo teológico; v.), y como vía media que reconoce los contenidos racionales de la fe, la intuición intelectual. Descartes dio formulación a la intuición racional, constituyéndola en centro de su sistema. Las ideas claras y distintas serán para él las que determinan la posibilidad y contenido del conocimiento. A partir de la idea del propio yo, la idea de infinitud y perfección, identificada con D., deja de manifiesto su existencia. Pero si la trascendencia de D. no permite identificarlo con ninguna idea objeto de nuestra intuición, para seguir hablando de É1 tenemos que pasar de la intuición de las ideas a la intuición de D. mismo, como sustrato de las ideas claras y distintas (Descartes) y a la vez eternas e inmutables (S. Agustín). En el ontologismo, el proceso de nuestro conocimiento se coloca así en un ámbito de intuición teológica, en el que hablar de una demostración de la existencia de D. es un contrasentido. Siendo Dios el ente primero (orden ontológico), debe ser también la primera idea (orden lógico), a partir de la cual el conocimiento reconstruya todo el orden del ser y del saber. El principal equívoco del ontologismo es la cadencia claramente panteísta de esta conclusión o presupuesto típico del mismo, al identificar de alguna manera el modo de conocer humano con el divino, o al identificar todo ser de alguna manera con Dios.
     
      b) Indemostrabilidad natural de la existencia de Dios. Guillermo de Ockham (v.) radicaliza la cuestión en otro sentido, hasta el punto que hablar de D., según él, sólo es posible a partir de la Revelación sobrenatural y de su aceptación, la fe. Al considerar el conocimiento humano incapaz de alcanzar una razón universal de ser desde la que pueda preguntarse por la causalidad del mundo, abriéndose de este modo hacia el descubrimiento y afirmación de una causa y principio universal, se pretende dar base antropológica a la interpretación exclusivamente fideísta del tema de Dios.
     
      Lutero (v.) identificado en su formación filosoficoteológica con el nominalismo (v.) de Ockham, y a partir de su subjetivismo personal, afirma la imposibilidad de la demostración y cognoscibilidad natural de D., atribuyendo al hombre una incapacidad intrínseca para ello. Incapacidad que funda en su peculiar interpretación del pecado original: éste habría corrompido intrínsecamente al hombre, habría borrado la imagen de D. en su conciencia, y sólo podemos hablar de Él desde la regeneración por la fe, la sola gracia y la donación en Cristo expresada en la Escritura. Sólo la Palabra de D. puede determinar una expresión válida en torno a su ser y a su existencia, imposibilitando cualquier forma de teología natural. Ésta es la postura fundamental del fideísmo, constante en el pensamiento protestante, hasta nuestros días en los que ha vuelto a tomar una matización casi violenta con Karl Barth (v.). Participan de este pensamiento el fideísmo del s. xtx (L. de Bonald, Bautin y Bonnetty) al que se unió el tradicionalismo de Lamennais y su escuela, aunque responden a unos presupuestos teológicos y culturales distintos (v. FIDEÍSMO).
     
      En continuidad con la crítica del conocimiento iniciada por Ockham y como reacción frente a la antropología cartesiana, el empirismo (v.) inglés intenta cortar los lazos con el mundo teológico desterrándolo del ámbito de la percepción humana. Nuestra inteligencia no sería más que un archivo de experiencias unificadas por la categoría de causalidad desprovista de contenido real. No se podría afirmar la realidad más allá de la experiencia inmediata de la misma. Para el empirismo no se da otra intuición que la material y sensible.
     
      El problema se radicaliza con Kant (v.), para el que, no sólo la idea de causalidad, sino todos los principios del saber, toman su origen y valor del sujeto autoconsciente. Sólo en la medida en que sea posible la asunción de un fenómeno (materia) bajo categorías del pensamiento (forma), sería posible hablar de ciencia y de verdadero juicio demostrativo. Sólo en este instante, la realidad sería plenamente poseída y controlada por el sujeto pensante. Pretender sobrepasar el ámbito de la sensación y del fenómeno, para alcanzar el ser de las cosas, según Kant, es fatiga inútil y su espíritu se extravía en constantes antinomias en torno a D., al alma y al mundo.
     
      Posteriormente, el positivismo (v.) y el materialismo (v.) que efectúan una reducción del conocimiento, cada vez más, al orden de los fenómenos, absorbiendo el conocimiento de ese tipo todas las posibilidades de afirmación en el hombre, representan, de un modo ascendente, la negación de la existencia de Dios.
     
      c) La «facultad» de lo divino. El problema de D. es establecido por algunos independientemente de la ciencia, como absoluto que queda más allá de su horizonte (Spencer y Lavel). Para otros, siguiendo los trazos de Kant, la razón práctica que implica a D. como a priori de la conciencia, crea las facultades divinatorias (F. H. Jacobi, A. Graty...), el sentimiento religioso (Schleiermacher), el sentido de lo sagrado (Otto). Se asiste a un resurgimiento espiritual protestante que restaura la experiencia agustiniana de la presencia de D. en el hombre. Este proceso se inicia con el romanticismo alemán, y se prolonga con Ritschl (V.) y Sabatier (v.), para quienes D. no es objeto de un juicio de existencia, sino sólo de valor, a impulsos de la evidencia subjetiva o moral. La herejía modernista corresponde en parte a este pensamiento, con la idea de la inmanencia vital. El pensamiento no encuentra a D. en las cosas, sino replegándose sobre sí mismo y analizando las condiciones de su propia actividad como espíritu. El conocimiento de la existencia de D. sería fruto sólo de una experiencia moral y no de un razonamiento abstracto (Le Roy). La trascendencia de D. puesta de relieve por las pruebas racionales de su existencia se presenta como antinómica para el pensamiento.
     
      Sólo se trataría de una experiencia profunda de su actuar en nosotros (V. MODERNISMO TEOLÓGICO).
     
      El análisis existencial llega a una posición bastante similar partiendo de la idea de D. como valor que se impone a la apreciación de la conciencia estimativa (Scheler). La captación de D. consistiría en un acto de amor cuya primera consecuencia es el conocimiento mismo de su existencia. D. es remitido al absoluto, al misterio, al objeto de la fe en la vida que ratifica la consistencia del propio ser. Pudiéramos preguntarnos si la afirmación del absoluto equivale a la afirmación de Dios. En sí mismo, es un término impreciso que manifiesta el orden de la realidad contingente a algo que permanece incognoscible si no se pueden determinar las bases de dicha relación. Por ello «absoluto», «misterio», es dar nombre a un término de referencia imposible de definir más allá del ámbito de la relación lógica, que, por tanto, no podemos dotar del valor de existencia real. Se trata de una abstracción concebida en sí misma como término, y no como medio de transición hacia una afirmación real más definida. Es el ser indeterminado, más allá de la división del ser en participado y subsistente, que, como magnitud propia, es una creación de nuestro espíritu. Una abstracción que corre el riesgo de desvanecerse ante la consideración de los entes concretos cerrados sobre sí mismos. Heidegger, en sus análisis es el que más ha intentado sobrepasar esta frontera, considerando a D. como ente absoluto y no como ser, olvidando que tal concepto no es más que un momento de transición del entendimiento humano hacia el ser subsistente, fundamento de toda participación.
     
      d) Demostrabilidad de la existencia de Dios. La perspectiva de S. Tomás de Aquino (v.) se hace cargo de todos esos valores apuntados anteriormente, estableciendo unos cauces claros de solución. A partir de la radicalidad de D., el hombre apunta hacia Él como a su plenitud. Al deseo innato de beatitud acompaña un conocimiento de D. común y confuso (Sum. Th. 1 q2, al; Cont. Gent. 1,11; 111,38; IV,1). La idea de D. y de su existencia está religada a la conciencia personal abierta a la plenitud de perfección y de verdad. Pero, simultáneamente, este conocimiento e impulso espontáneo hacia D. no se impone como una razón propia en la que aparezca definida su alteridad. Conocer bajo la razón genérica de bien y felicidad no es conocer a D. aunque Éste sea nuestra plenitud. Como el que viendo la huella en la arena, reconociendo en ella el paso de un hombre, no puede reconocer al hombre que dejó el paso marcado, del mismo modo no podemos señalar inmediatamente, en esta percepción global, la existencia de D. definida y concreta. (In Boet. de Trinitate, q5, a3; Cont. Gent. 111,38).
     
      En el pensamiento de S. Tomás la demostración de la existencia de D. se ofrece como el esclarecimiento de un contenido previo de conciencia, abriendo en él vías de acceso. Ocurre que lo máximamente presente al hombre y a las cosas es, a la vez, lo más trascendente y lejano, lo cual en un primer momento exige un esclarecimiento de tales conceptos. Si la inmanencia se hace sinónimo de interioridad y presencia, y la trascendencia de exterioridad y ausencia, las dos serían inconciliables y antinómicas. Pero lo que implica la trascendencia propiamente es distinción, alteridad, no en sentido físico y fenoménico, sino desde la constitución ontológica del ser. Y siendo D. íntimamente presente en el hombre, al mismo tiempo, es trascendente como distinto, haciéndose objeto de una búsqueda y encuentro en los que consiste la posesión consciente y definida del mismo. La íntima presencia ontológica aparece compatible con la trascendencia lógica y ontológica. Y D. se abre al conocimiento del hombre a partir de la relación real, por vía de efectuación y dependencia de las cosas respecto de El. Con conocimiento mediato y «a posteriori» de las cosas como efectuadas llegamos al conocimiento existencial de su causa (v. iv, 3).
     
      3) La existencia de Dios como dato revelado. Para el hombre religioso la intuición espontánea de su ser implica en su contenido real, la captación de lo divino como íntimamente ligado al sentido y al valor de la propia vida, presidida por signos numinosos y desarrollándose en un culto. En este sentido, Israel parte de unos datos previos y comunes en la afirmación de la existencia de D., que son transformados por una más firme y esclarecida manifestación de la iniciativa divina, por su explícita Revelación sobrenatural (v.), que pone de relieve la situación de promesa y salvación en que se encuentra el hombre. Por ello, más que de un proceso de racionalización se trata de un crecer en la experiencia de D. que va perfilando cada día más su singularidad, siendo la certeza de su existencia el dato simultáneo más connatural y espontáneo (v. i11, 1).
     
      ' El afincamiento de Israel en la existencia de D. respecto a los demás pueblos, es proporcional a la clarividencia que posee en su trato con El, por el carácter, puesto de relieve en la Alianza (v.), que la vida humana tiene de promesa. A partir de la Alianza la idea de D. posee un carácter objetivo, definido y concreto, que lo libera de deformaciones a lo largo de su historia. D. resulta indiscutible aunque venga a ser un enigma (Job y Eclesiastés) o aparente olvidarse del Pueblo (Soph 1,12; Ps 10,4; 14,1).
     
      Ante la experiencia histórica de D., de su Revelación, no se siente la necesidad de una prueba racional de su existencia, alcanzando su negación los caracteres de una necedad radical (Ps 114,1; 53,2; lob 2,12; ler 5,12), que sólo encuentra justificación en la corrupción moral que sofoca el eco profundo de D. en la creación y en la propia conciencia.
     
      Sin embargo, en los libros sagrados de Israel se apunta también a la posibilidad de una demostración o prueba racional de la existencia de Dios. La fe en D. creador venía configurando la piedad del israelita, pronto a ver en las cosas un signo dé su gloria (Ps 8; 19; 104; 136; 145; 146; 148; 150). Todo el universo habla de la Gloria de Dios (v.). Esta convicción, asumida en la mentalidad helenística, convierte al mundo en punto de partida de una prueba racional de la existencia de D. que elabora el libro de la Sabiduría (13,1-9). La creación es un testimonio permanente de su artífice y lleva a su conocimiento. Este pensamiento es asumido por S. Pablo que lo usa como punto de arranque en su predicación a los griegos (Act 17,22-30; 14,14-18) y que refrenda en su análisis de las etapas de la historia de la salvación (Rom 1,18-23).
     
      Los PP. de la Iglesia han usado frecuentemente este texto y han hablado numerosas veces de la ordenación nativa de la inteligencia humana al conocimiento de D., pero no se han detenido a esbozar detalladamente una argumentación o prueba sistemática de la existencia de D.; no obstante, en sus obras abundan las sugerencias al respecto. S. Agustín es el primero en tratar de una manera amplia el tema, poniendo de manifiesto cómo el reconocimiento de la existencia de D. y de la espiritualidad del alma son presupuestos implícitos de toda existencia religiosa (v. FE 111, 2).
     
      El conocimiento de la realidad de D. es, pues, presupuesto de la fe que la razón puede por sí misma establecer (S. Tomás de Aquino, In Sent. II d24, ql, al), y que, ya en una plena perspectiva salvífica, la gracia lleva a su coronación. La gracia no implica suplencia alguna de la actividad humana propia, más bien, posibilita la capacidad existente, en vista a una aceptación consciente de la salvación, dentro de la cual se inserta el conocimiento de Dios. Si la existencia de D. fuera algo con lo que no puede contar el hombre previamente, se haría imposible la verdad de la revelación como diálogo con D., perdiendo su calidad de salvación histórica como algo heterónomo y extraño. La revelación de D. estaría desprovista de sentido si, previamente, no puedo darle sentido a D. desde mi existencia. El hombre no se abre a la vocación de la gracia desde el vacío, sino desde su realidad de ser situado en el mundo, capaz de conocerse y de conocer a la vez su límite y el de cuanto le rodea, y de esa forma elevarse hacia Dios. La posibilidad del encuentro con D. se expresa en un conocimiento de su existencia, distinto a la iluminación de la fe, y que la gracia asume, plenificando lo que de D. sabemos desde nosotros mismos, con la donación de su ser como plenitud de vida.
     
      El testimonio de S. Pablo afirma una verdadera demostración de la existencia de D., declarando que los presupuestos inherentes a la naturaleza del hombre y la fidelidad a sus imperativos de conciencia entran a formar dentro de un proceso de gracia. Tema que el Conc. Vaticano I ha declarado universalmente (Denz.Sch. 3004) y que repite el Vaticano II (Dei Verbum, 6). De una parte frente a todo supernaturalismo teológico que vendría a ahogar la naturaleza del hombre, de otra frente a todo agnosticismo (v.) que limita las posibilidades del mismo, se afirma la posibilidad del conocimiento natural de D., su existencia y sus atributos. Al mismo tiempo, reconociendo la condición concreta del hombre, teniendo en cuenta de un lado, lo arduo del problema en sí, y de otro, los datos de la fe, según los cuales el hombre con vocación sobrenatural es víctima de los efectos del pecado, siendo pocos, después de mucho tiempo y con mezcla de muchos errores los que llegan a una eficaz posición del problema, afirma la conveniencia de una revelación sobrenatural de las verdades naturales religiosas previas, entre las cuales ocupa lugar destacado la existencia de Dios. La fidelidad a esta antropología implicada en el orden de la salvación ha motivado una constante repetición del Magisterio en este sentido (cfr. Aeterni Patris, Iucunde Sane, Pascendi, juramento antímodernista, Humani Generis, etc.).
     
      4) Las pruebas de la existencia de Dios. a) Los primeros intentos. Al ser el problema de D. radical para el hombre, el pensamiento siempre ha estado ensayándose en constante acercamiento a Él. Este proceso se hace riguroso a partir de la filosofía griega en la que encontramos diseminados una serie de elementos y atisbos fecundos, aunque no llegan a estructurarse científicamente como prueba. El cristianismo ha asumido estos valores en su reflexión teológica estableciendo una prueba sistemática de la existencia de Dios.
     
      Creado por la Palabra de D. el mundo posee un valor de notificación. El Logos (v.) lo hace lógico, inteligible y representativo. Aquí arranca el tema constante del libro de la Naturaleza que junto a la S. E. constituyen el testimonio total de Dios. A partir de esta creencia, S. Agustín realiza unos análisis fundamentales de la Naturaleza que apunta a D. como clave del universo. Pone de relieve la mutabilidad del mundo (Confesiones 11,4: PL 41,231), el carácter de efectuación propio de las cosas (Sermo 141,2: PL 38,766; In Ps 73,25: PL 36,944; De Civitate Dei. XIII,10: PL 41,338), el orden y armonía del universo (De Genesi contra Manichaeos, 1,16,26: PL 34,185), asumiendo todos estos elementos en la experiencia interior desde la que se alza con una exigencia existencial al encuentro con D. como lo eternamente presentido.
     
      Pero la prueba típicamente agustiniana, que está subyacente en toda su demostración de D., es la denominada de las verdades eternas, con una larga audiencia a lo largo de la teología. Siendo las verdades necesarias anteriores de las cosas contingentes, deben de estar fundadas en una existencia anterior y necesaria que efectivamente se reasume en Dios. Las ideas eternas indican el proceso ascendente que sigue el conocimiento humano desde los seres sensibles hasta las verdades inteligibles y necesarias, las cuales a su vez remiten al mundo teológico. Pero afirmando la sucesión de los tres mundos no se pone de manifiesto la base real de conexión entre los mismos a partir de la cual pueda afirmarse la existencia de un modo común y en el mismo orden, de los tres. Son muchos los elementos involucrados en el concepto de verdades eternas y necesarias, máxime cuando se presupone la génesis de dichas ideas y su consistencia de cara al hombre.
     
      b) El argumento ontológico. De inspiración agustiniana, es formulado por S. Anselmo (Proslogium 1,3,4: PL 158,223 ss.). Se da en la mente la idea de un ser, mayor que el cual no puede pensarse otro. Evidentemente, éste no puede existir sólo en la mente, pues entonces dejaría de ser el mayor, cayendo en la contradicción de la propia afirmación. Este ser, mayor que el cual no puede pensarse otro, dotado de existencia real, es lo que denominamos Dios. La existencia resulta tan connatural e interior al ser máximo que no puede pensarse sin ella. Este argumenta calificado de ontológico por Kant, ha tenido la más variada suerte a 1o largo de la historia del pensamiento. Renace constantemente con el racionalismo bajo la idea de ser perfecto (Descartes, Méditations; Principios 1,14; Responsio ad primas objectiones; Discours de la Méthode, 1V), de ser necesario (Leibniz, Monadologie, 45), siendo acogido calurosamente por Hegel, pues en él se esboza la idea del pensamiento como fuente de toda objetividad (Logica, III).
     
      Su crítica va desde Gaunilón (Liber pro insipiente: PL 158,242) quien señaló en sus días el fallo fundamental del mismo, pasando por Kant (Kritik der reinen Vernuf t, 398 ss.), hasta Kierkegaard (Diario, 1851, X, A. 210). S. Tomás vio así los fallos del argumento: «En primer lugar, no todos identifican con D. el ser perfecto mayor que el cual no puede darse otro. En segundo lugar, supuesto que se diese tal identificación, del argumento sólo se entiende que, lo designado por el hombre como D., existe en la mente, pero no en la realidad. Para afirmar que existe en la realidad habría que aceptar que entre las cosas reales se da algo superior a cuanto se puede pensar, cosa que no aceptan los que afirman que no existe D., siendo esto lo que hay que demostrar» (Sum. Th. 1 q2 a3 ad 1). El argumento ontológico pretende pasar de la existencia entendida, signata, ideal, a la existencia concreta, ejercida, real (v. ANSELMO DE CANTERBURY, SAN; BLONDEL Y BLONDELISMO).
     
      c) Las cinco vías tomistas. (1) Supuestos antropológicos. La interpretación tomista parte de unos supuestos antropológicos en los que se pone de relieve el itinerario hacia Dios:
     
      La estructura de nuestra inteligencia, desde la condición corpórea del hombre, hace que el conocimiento sea posible sólo a partir de lo inmediatamente perceptible (Sum. Th. 1 q12 a12; Contra Gent. 1,12), siendo el primer objeto de nuestro conocimiento la esencia de la realidad material (Sum. Th. 1 q84 a7; q85 al-8; q87 a2 ad2)..Si nuestra inteligencia se orienta hacia el ser como horizonte en el que comprendemos cada una de las cosas singulares (De Veritate, ql al), esto sólo se hace posible tras un laborioso proceso de abstracción a partir de la realidad material en la que ejercitándose nuestra inteligencia, comprender su propio acto de conocer y desde él su objeto, su motivo y contenido, le verdadero y el ser, que incluyen en sí el propio entender.
     
      El nivel en que se sitúa la posibilidad del encuentro con D. es, por su propia naturaleza, metafísico y en el plano de la evidencia de los primeros principios, de identidad y de contradicción de los que inmediatamente se deriva el de causalidad, dotados del mismo valor real que posee el ser de que derivan. El tránsito de la existencia contingente y finita a la existencia real del ser necesario se hace viable a través del principio de causalidad. Al situar a D. en el ámbito de la causalidad no se da una mundanización y una cosificación incompatibles con su ser, pues al nivel metafísico, la noción de causa no implica mutación, imperfección ni dependencia; la religación que la causa guarda con el efecto no es, como acontece en el orden físico, proporcional a la que el efecto guarda con ella.
     
      En este medio metafísico de demostración se hace imposible hablar de un proceso indefinido de causas, según el cual, la existencia de D. se retraería hasta el infinito haciéndose inasequible, pues sería privar de razón suficiente las cosas. Multiplicar las causas al infinito representa prolongar el cauce del río, pero en modo alguno encontrar su fuente.
     
      Supuesta la noción nominal de D. y reconociendo en ella un problema religioso, moral, científico y filosófico, ante la pregunta si puede establecerse la existencia de un ser trascendente que sea la explicación última del mundo tanto desde el punto de vista del ser de las cosas como del destino personal, del sentido de la vida y del fundamento de la ética, la respuesta tomista establece el siguiente proceso: 1) el punto de partida ha de ser un hecho de experiencia analizado en su radicalidad dejando aparecer una propiedad de las cosas como ser; 2) este hecho de experiencia es algo necesariamente causado; 3) en la búsqueda de las causas del ser no se puede dar un proceso al infinito, siendo necesario llegar a un punto radical de partida; 4) esa causa primera es lo que nosotros denominamos Dios.
     
      (2) Número y sentido de las vías tomistas. S. Tomás señala cinco vías de ascenso a D., considerando suficiente cada una por sí misma, si bien, son complementarias en cuanto que ponen de manifiesto la condición de lo creado y la riqueza de la perfección divina. El conocimiento es un proceso que avanza desde la experiencia común, la cual traduce una propiedad universal de las cosas constatadas: su movilidad, comprendida ésta en su radicalidad, con lo que se abre paso a una consideración dinámica del ser creado. Analiza el movimiento como acto de las cosas y como energía de un primer motor, lo que lleva a la ponderación del universo en una constante dinámica de expansión que apunta hacia un término de consumación. Mientras que la primera y segunda consideración dan lugar a la primera y segunda vía, la tercera abre la perspectiva de la quinta y última en la que se consuma toda la dinámica del ser, poniendo de relieve el valor ontológico de las causas como estrictamente arraigadas en el mismo.
     
      A partir de la potencialidad del ser (causa material),que implica la actualidad total (motor inmóvil), y del carácter de efectuación que reviste dicha potencialidad que exige una causa primera (causa eficiente), la consistencia de los seres no puede ser sino contingente (causa formal) y por vía de participación (causa ejemplar), postulando, desde su propia constitución interna, el ser necesario y el valor infinito e inagotable, que surge en el horizonte, como consumación (causa final) de este orden dinámico en el que inmediatamente se expresa toda la riqueza y densidad del ser finito.
     
      La síntesis más lograda de estas vías tomistas está expresada en la Suma Teológica (1 q2 a3): «La existencia de Dios se puede demostrar por cinco vías. La primera y más clara, se funda en el movimiento. Es innegable y consta por el testimonio de los sentidos que, en el universo, hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por otros, ya que nada se mueve más que cuando está en potencia respecto a aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer pasar de la potencia al acto y esto no puede hacerlo más que lo que está en acto... No es posible, que una misma cosa esté, a la vez, en potencia y en acto respecto a lo mismo, sino, en orden a cosas diversas. Es imposible que una cosa sea, por lo mismo y de una misma manera, motor _y móvil, como también, lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero, si lo que mueve a otro es a su vez movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a éste otro. Mas no se puede seguir infinitamente, porque así no habría un primer motor, y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermediarios no mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero... Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios».
     
      «La segunda vía se basa en la causalidad eficiente. Hallamos que, en este mundo sensible, hay un orden determinado entre las causas eficientes; pero no hallamos que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí misma, y esto es imposible. Tampoco se puede prolongar indefinidamente la serie de las causas eficientes, porque siempre que hay causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la intermedia, y ésta causa de la última... Si, pues, se prolongase indefinidamente la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente primera y, por tanto, ni efecto último, ni causa eficiente intermedia, cosa falsa a todas luces. Por consiguiente, es necesario que exista una causa eficiente primera a la que todos llaman Dios». «La tercera vía considera el ser posible o contingente y el necesario y pudiera enunciarse así: Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues vemos seres que se producen y seres que se destruyen, y por tanto, hay posibilidad de que existan y de que no existan. Es imposible que los seres de tal condición hayan existido siempre, ya que lo que tiene posibilidad de no ser, hubo un tiempo en que no fue... Pero si esto es verdad, tampoco debía existir ahora cosa alguna. Por consiguiente, no todos los seres son posibles o contingentes, sino que entre ellos, forzosamente, ha de haber alguno que sea necesario. Pero el ser necesario, o tiene la razón de ser en sí mismo, o no la tiene. Si su necesidad depende de otro, como no es posible, según hemos visto al tratar de la causa eficiente, aceptar una serie indefinida de causas necesarias, es forzoso que exista algo necesario en sí mismo, y que no tenga fuera de sí la causa de su necesidad, sino que sea causa de la necesidad de los demás, a lo cual todos llamamos Dios». «La cuarta vía considera los grados de perfección que hay en los seres. Vemos en los seres que unos son más o menos buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con las diversas cualidades. Pero el más y el menos se atribuye a las cosas según su diversa proximidad a lo máximo... Por tanto, ha de existir algo que sea verísimo, nobilísimo y óptimo y por ello ente o ser supremo, pues lo que es verdad máxima es máxima entidad. Ahora bien, lo máximo en cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe... Por consiguiente, existe algo que es para todas las cosas causa de su ser y de su bondad y de todas sus perfecciones y a ello llamamos Dios».
     
      «La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos en efecto, que cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se comprueba observando que siempre o casi siempre, obran de la misma manera para conseguir lo que más les conviene; por lo que se comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino intencionadamente. Ahora bien, lo que carece de conocimiento no va a un fin si no lo dirige alguien que entienda y conozca, a la manera como el arquero dirige la flecha. Luego, existe un ser inteligente que dirige todas las cosas a su fin y a éste llamamos Dios».
     
      (3) Valoración de las cinco vías. Algunos han querido ver en las cinco vías tomistas como una mera síntesis histórica, en la que se repetirían las dificultades que se acumulan en torno a sus antecedentes históricos, pero en S. Tomás se da una crítica y una reelaboración de sus precedentes filosóficos (griegos y árabes) y patrísticos. El mismo advierte la novedad de su elaboración en las breves síntesis de la historia del pensamiento que precede a sus exposiciones, señalando la debilidad de los planteamientos anteriores y manifestando, en continuidad con su inspiración, la voluntad firme de superar la antinomia de los mismos.
     
      Digamos además -yendo así más adelante en la respuesta a la cuestión planteada- que S. Tomás no parte en sus vías de una percepción física ligada a la cosmología, es decir, de algo vinculado con el desarrollo de la ciencia experimental de su tiempo y sujeto, por tanto, a la caducidad de la misma, sino que sus conclusiones derivan del análisis del ser y del entendimiento como capacidad de leer en la intimidad de las cosas a través de los fenómenos y de la hipotética ordenación de los mismos. No se trata de pruebas físicas de D., sino de un orden metafísico de comprensión que permanece en la medida en que poseen valor sus presupuestos metafísicos.
     
      S. Tomás no ha concebido la metafísica como una reflexión intensiva del ser físico, corriendo su concepción la misma suerte que la física de su tiempo. El ser físico es el punto de partida de reflexión, pero el pensamiento tiene como objeto el ser, más allá de sus determinaciones concretas. El pensamiento tomista se encuadra en una verdadera ontología en la que todos y cada uno de los seres singulares son visualizados bajo la razón universalísima de ser, tomados en su entidad y no en su fisicidad. En resumen las vías tomistas son físicas en cuanto que parten del mundo físico (todas ellas comienzan a partir de un hecho de experiencia referente al cosmos: el movimiento, la causalidad, etc.), pero son metafísicas por su íntima naturaleza y estructura: la pregunta que formulan y la respuesta que dan se refieren no a una explicación de la realidad por sus causas inmediatas (objeto de la ciencia física), sino por su causa última (objeto de la metafísica).
     
      Desde otra perspectiva se puede preguntar si las cinco vías tomistas agotan las posibilidades de demostración o caben otros caminos. Algunos tomistas han hablado de otras vías; otros, en cambio, sostienen que otras posibles pruebas se reducen en el fondo a las cinco dadas por S. Tomás. En resumen, el pensamiento tomista no niega la posibilidad de considerar cualquier otra de las propiedades de los seres para ascender a D., pero la fuerza de demostración ha de atenerse a la estructura real y concreta del entendimiento y a la reducción última de los entes psicológicos, históricos, morales y de valor, a la razón común de ser que comparten con los seres físicos y materiales a partir de los cuales pueden ser conquistados de un modo reflejo en la conciencia.
     
      5) Conclusión. El Magisterio de la Iglesia ha afirmado claramente que existen pruebas de la existencia de D., pero el mismo no ha definido cuáles son ni ha dado una valoración de las propuestas por los teólogos y filósofos. Sí encontramos, no obstante, en el Magisterio unas líneas generales de fondo. En primer lugar, esa afirmación de la posibilidad natural de conocer a D. (Denz.Sch. 3004 y 3026). En segundo lugar, la condenación de aquellos planteamientos que, de un modo u otro, niegan la posibilidad de fundamentar una apertura ontológica del hombre a D.; así ha dado su juicio frente al fideísmo (Denz. Sch. 2751, 2765-2767, 2856, 3015, 3892) y tradicionalismo (íd. 2441, 2812, 2855, 2875), gnosticismo modernista (íd. 3475, ss., 3538), ontologismo (íd. 2841, 2847, 3201, 3205) y ateísmo (íd. 2812, 3021, 3026 ss.). En tercer lugar, la caracterización del proceder de la inteligencia humana hacia D. como un proceder a partir de las cosas creadas (Conc. Vaticano 1: Denz.Sch. 3026), yendo desde ellas a D. como del efecto a la causa (Juramento antimodernista: Denz.Sch. 3538).
     
      Los argumentos a priori (el de S. Anselmo), si bien ponen de relieve la fuerza de la intuición espiritual, no son de ordinario considerados como prueba por los autores. Sí en cambio las pruebas a posteriori, que muestran cómo el hombre se abre al conocimiento de D. a partir de su condición de ser creado y corpóreo en el que surge la contemplación gozosa de D. como Creador, Señor, Santo, eterno, perfecto, providente y salvador.
     
     

V. t.: IV, 1, 2); ATEísmo; AGNOSTICISMO; DEísmo; TEÍSMO. BIBL.: Obras generales: P. PARENTE, De Deo Uno et Trino, 4 ed. Turín 1956; P. DESCOQS, Praelectiones Theologiae Naturalis, París 1932; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, I, 2 ed. Madrid 1962; A. GONZÁLEZ ÁLVAREZ, Teología Natural, Madrid 1963; C. FARRO, Dios, introducción al problema teológico, Madrid 1961; F. M. GAETANI, Dios, Barcelona 1952; R. JOLIVET, Études sur le probléme de Dieu dans la philosophie contemporaine, Lyon-París 1932; E. GILSON, Dios y la Filosofía, Buenos Aires 1943; X. ZUBIRi, Naturaleza, Historia, Dios, Madrid 1944; G. M. MANSER, La esencia del tomismo, Madrid 1947.

 

A. I. GARCIA DíEz.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991