1) Planteamientos. Aunque el tema de la existencia de D. puede plantearse
de un modo objetivo y racional, científico, para resolverlo correctamente
resulta necesaria una rectitud subjetiva grande, como resulta necesaria en
general para los grandes temas metafísicos y éticos. Por la trascendencia
de estos temas para toda la vida humana, en general para abordarlos de
manera correcta, objetiva y racionalmente, es preciso que el sujeto posea
una actitud moral interior particularmente recta, que esté dispuesto a
aceptar las consecuencias vitales de estos temas; de lo contrario,
fácilmente puede autoengañarse (p. ej., v. INVESTIGACIÓN VI, 1; ÉTICA II;
MATERIALISMO I, 1-3). Por ello resulta difícil, al estudiar racional o
científicamente el tema de la existencia de D. y su demostración, depurar
ese estudio de los planteamientos subjetivos inherentes a toda persona y a
las diversas culturas. Y así el tema viene planteado con frecuencia
históricamente en dependencia o en relación con las situaciones culturales
y con sus variantes.
A mediados del s. xx, p. ej., el tema de D. para algunos se ha
radicalizado y se plantea en un clima de tensión, como si implicase una
disyuntiva forzosa de D. frente al hombre. Planteamiento determinado por
una reducción estrictamente antropológica de la cultura; es decir, aparece
cuando el hombre se cuestiona a sí mismo continuamente como horizonte
último de las cosas y con la pasión de salvar la propia libertad como
valor original. A pesar del prestigio que ha alcanzado la consideración
que pretende ser estrictamente objetiva de las cosas, la ciencia (v.) como
horizonte y meta, sin embargo, la reducción antropológica del mundo la
convierte en una reducción de la realidad y de la ciencia misma. Una
cuestión inmediatamente no reductible a la conciencia y a la experiencia
personales directas tiende a ser postergada al ámbito de lo «no
científico», constatándose entonces una extraña sensibilidad al hablar de
temas que sobrepasan la conciencia interior o la experimentación natural
inmediata. Así, para algunos el tema de D. reviste las apariencias de una
crisis del lenguaje (Wittgenstein, B. Russell), o se reduce a los modos de
proyección del hombre sobre la realidad (Feuerbach, Marx, Freud), como si
se tratase sólo de un mito (v.) expresivo de la condición trágica del
hombre (Camus) o de una paradójica falta de sentido (Sartre). De este modo
la posición del hombre en algunos sectores de la cultura se vuelve
programáticamente atea (v. ATEÍSMO). A lo sumo se está dispuesto a admirar
las consecuencias de un análisis teísta de la experiencia humana, pero
como una opción cultural más de la que queda la duda de la legitimidad del
planteamiento.
Crisis de este tipo o parecido se encuentran en diversos pensadores
y momentos de la historia de la cultura. Por ej , si se toma a la
experiencia subjetiva como único punto de partida de toda afirmación real,
disociando el ámbito del ser (D., hombre, mundo), se llega a establecer
una dicotomía en la comprensión del hombre (Descartes), que a impulsos de
la propia vida y libertad se afirma más allá de la experiencia de sí mismo
y del propio mundo, buscándose una razón práctica y vital que condivide
con la razón pura y científica el ámbito de lo real (Kant). El pensamiento
de Hegel es aquí como un intento por reconstruir la unidad del ser (v.),
por superar la discontinuidad entre conciencia y realidad; pero el
idealismo hegeliano, que parecía consolidar el tema religioso, resulta un
punto de partida de la disolución del mismo y de D., no tanto por sus
afirmaciones explícitas como por lo inadecuado de sus planteamientos (v.
IZACI'ONALISMo 3; IDEALISMO 1; PANTEÍSMO).
Ya Kierkegaard (v.) delató a Hegel (v.), considerando que sus
intérpretes más fieles son los de la hoy llamada izquierda hegeliana (Feuerbach,
Marx). La reacción de Kierkegaard llevó aquí a algunos a redescubrir a D.,
pero sólo bajo las formas de un sentimiento profundo que a partir de la
«intuición» (intuición originaria en Bergson, experiencia pura o a priori
en Maidinier, trascendental en Husserl y experiencia de la presencia del
ser en Marcel), expresada en términos como «misterio», «horizonte del
ser», «absoluto personal», queda confinado a la fe sobrenatural (fideísmo)
o filosófica (Jaspers), al misterio como dimensión antropológica (Marcel),
a la «mística» como contradistinta de la «filosofía» (Heidegger), o se le
niega consistencia objetiva (Bultmann), llegando algunos autores
protestantes a hablar de una «muerte de Dios» (v. RADICAL, TEOLOGÍA). Sin
embargo, como veremos, la existencia de D. es accesible a la pura razón y
demostrable, en sentido propio y riguroso, por ella.
2) Cognoscibilidad de la existencia de Dios. Podemos agrupar las
distintas posturas que se han dado:
a) Intuición inmediata de Dios. En general, no podemos conocer a D.
de forma inmediata o directa, sino más bien mediata, a través de sus
efectos. Sin embargo, es un conocimiento que de modo natural y espontáneo
llega a adquirir con facilidad la conciencia en muchos casos, por lo que
se presenta con ciertos rasgos de inmediatez, sobre todo cuando se llega a
El por reflexión sobre la propia conciencia antes que sobre el mundo
exterior. Cuando se destaca esa interioridad y en cierto modo inmediatez
que el tema de D. reviste para la conciencia humana puede incidirse en una
postura según la cual la existencia de D. es como un presupuesto dado con
la experiencia de la propia persona y del mundo, de modo que hablar de
pruebas o de demostración de la existencia de D. sería innecesario y un
alejamiento del mismo de nuestra interioridad, privando a la cuestión
teológica de su intensidad y emoción. De esta postura derivan los llamados
argumentos a priori de la existencia de D., percibido como presupuesto
fundamental de toda ulterior reflexión en torno a la realidad y como
centro absoluto, más o menos oscuramente percibido, hacia el que avanza
todo hombre.
Como sistema de pensamiento encontró su formulación en Malebranche
(v.), deudor del cartesianismo y del pensamiento agustiniano (V.
ONTOLOGISMO; OCASIONALISMO). En esta línea el tema de la existencia de D.
estará en dependencia de lo que se entienda por intuición (v.) humana, de
sus posibilidades y sus modos: intuición de la fe (fideísmo; v.),
intuición singular y material (agnosticismo teológico; v.), y como vía
media que reconoce los contenidos racionales de la fe, la intuición
intelectual. Descartes dio formulación a la intuición racional,
constituyéndola en centro de su sistema. Las ideas claras y distintas
serán para él las que determinan la posibilidad y contenido del
conocimiento. A partir de la idea del propio yo, la idea de infinitud y
perfección, identificada con D., deja de manifiesto su existencia. Pero si
la trascendencia de D. no permite identificarlo con ninguna idea objeto de
nuestra intuición, para seguir hablando de É1 tenemos que pasar de la
intuición de las ideas a la intuición de D. mismo, como sustrato de las
ideas claras y distintas (Descartes) y a la vez eternas e inmutables (S.
Agustín). En el ontologismo, el proceso de nuestro conocimiento se coloca
así en un ámbito de intuición teológica, en el que hablar de una
demostración de la existencia de D. es un contrasentido. Siendo Dios el
ente primero (orden ontológico), debe ser también la primera idea (orden
lógico), a partir de la cual el conocimiento reconstruya todo el orden del
ser y del saber. El principal equívoco del ontologismo es la cadencia
claramente panteísta de esta conclusión o presupuesto típico del mismo, al
identificar de alguna manera el modo de conocer humano con el divino, o al
identificar todo ser de alguna manera con Dios.
b) Indemostrabilidad natural de la existencia de Dios. Guillermo de
Ockham (v.) radicaliza la cuestión en otro sentido, hasta el punto que
hablar de D., según él, sólo es posible a partir de la Revelación
sobrenatural y de su aceptación, la fe. Al considerar el conocimiento
humano incapaz de alcanzar una razón universal de ser desde la que pueda
preguntarse por la causalidad del mundo, abriéndose de este modo hacia el
descubrimiento y afirmación de una causa y principio universal, se
pretende dar base antropológica a la interpretación exclusivamente
fideísta del tema de Dios.
Lutero (v.) identificado en su formación filosoficoteológica con el
nominalismo (v.) de Ockham, y a partir de su subjetivismo personal, afirma
la imposibilidad de la demostración y cognoscibilidad natural de D.,
atribuyendo al hombre una incapacidad intrínseca para ello. Incapacidad
que funda en su peculiar interpretación del pecado original: éste habría
corrompido intrínsecamente al hombre, habría borrado la imagen de D. en su
conciencia, y sólo podemos hablar de Él desde la regeneración por la fe,
la sola gracia y la donación en Cristo expresada en la Escritura. Sólo la
Palabra de D. puede determinar una expresión válida en torno a su ser y a
su existencia, imposibilitando cualquier forma de teología natural. Ésta
es la postura fundamental del fideísmo, constante en el pensamiento
protestante, hasta nuestros días en los que ha vuelto a tomar una
matización casi violenta con Karl Barth (v.). Participan de este
pensamiento el fideísmo del s. xtx (L. de Bonald, Bautin y Bonnetty) al
que se unió el tradicionalismo de Lamennais y su escuela, aunque responden
a unos presupuestos teológicos y culturales distintos (v. FIDEÍSMO).
En continuidad con la crítica del conocimiento iniciada por Ockham y
como reacción frente a la antropología cartesiana, el empirismo (v.)
inglés intenta cortar los lazos con el mundo teológico desterrándolo del
ámbito de la percepción humana. Nuestra inteligencia no sería más que un
archivo de experiencias unificadas por la categoría de causalidad
desprovista de contenido real. No se podría afirmar la realidad más allá
de la experiencia inmediata de la misma. Para el empirismo no se da otra
intuición que la material y sensible.
El problema se radicaliza con Kant (v.), para el que, no sólo la
idea de causalidad, sino todos los principios del saber, toman su origen y
valor del sujeto autoconsciente. Sólo en la medida en que sea posible la
asunción de un fenómeno (materia) bajo categorías del pensamiento (forma),
sería posible hablar de ciencia y de verdadero juicio demostrativo. Sólo
en este instante, la realidad sería plenamente poseída y controlada por el
sujeto pensante. Pretender sobrepasar el ámbito de la sensación y del
fenómeno, para alcanzar el ser de las cosas, según Kant, es fatiga inútil
y su espíritu se extravía en constantes antinomias en torno a D., al alma
y al mundo.
Posteriormente, el positivismo (v.) y el materialismo (v.) que
efectúan una reducción del conocimiento, cada vez más, al orden de los
fenómenos, absorbiendo el conocimiento de ese tipo todas las posibilidades
de afirmación en el hombre, representan, de un modo ascendente, la
negación de la existencia de Dios.
c) La «facultad» de lo divino. El problema de D. es establecido por
algunos independientemente de la ciencia, como absoluto que queda más allá
de su horizonte (Spencer y Lavel). Para otros, siguiendo los trazos de
Kant, la razón práctica que implica a D. como a priori de la conciencia,
crea las facultades divinatorias (F. H. Jacobi, A. Graty...), el
sentimiento religioso (Schleiermacher), el sentido de lo sagrado (Otto).
Se asiste a un resurgimiento espiritual protestante que restaura la
experiencia agustiniana de la presencia de D. en el hombre. Este proceso
se inicia con el romanticismo alemán, y se prolonga con Ritschl (V.) y
Sabatier (v.), para quienes D. no es objeto de un juicio de existencia,
sino sólo de valor, a impulsos de la evidencia subjetiva o moral. La
herejía modernista corresponde en parte a este pensamiento, con la idea de
la inmanencia vital. El pensamiento no encuentra a D. en las cosas, sino
replegándose sobre sí mismo y analizando las condiciones de su propia
actividad como espíritu. El conocimiento de la existencia de D. sería
fruto sólo de una experiencia moral y no de un razonamiento abstracto (Le
Roy). La trascendencia de D. puesta de relieve por las pruebas racionales
de su existencia se presenta como antinómica para el pensamiento.
Sólo se trataría de una experiencia profunda de su actuar en
nosotros (V. MODERNISMO TEOLÓGICO).
El análisis existencial llega a una posición bastante similar
partiendo de la idea de D. como valor que se impone a la apreciación de la
conciencia estimativa (Scheler). La captación de D. consistiría en un acto
de amor cuya primera consecuencia es el conocimiento mismo de su
existencia. D. es remitido al absoluto, al misterio, al objeto de la fe en
la vida que ratifica la consistencia del propio ser. Pudiéramos
preguntarnos si la afirmación del absoluto equivale a la afirmación de
Dios. En sí mismo, es un término impreciso que manifiesta el orden de la
realidad contingente a algo que permanece incognoscible si no se pueden
determinar las bases de dicha relación. Por ello «absoluto», «misterio»,
es dar nombre a un término de referencia imposible de definir más allá del
ámbito de la relación lógica, que, por tanto, no podemos dotar del valor
de existencia real. Se trata de una abstracción concebida en sí misma como
término, y no como medio de transición hacia una afirmación real más
definida. Es el ser indeterminado, más allá de la división del ser en
participado y subsistente, que, como magnitud propia, es una creación de
nuestro espíritu. Una abstracción que corre el riesgo de desvanecerse ante
la consideración de los entes concretos cerrados sobre sí mismos.
Heidegger, en sus análisis es el que más ha intentado sobrepasar esta
frontera, considerando a D. como ente absoluto y no como ser, olvidando
que tal concepto no es más que un momento de transición del entendimiento
humano hacia el ser subsistente, fundamento de toda participación.
d) Demostrabilidad de la existencia de Dios. La perspectiva de S.
Tomás de Aquino (v.) se hace cargo de todos esos valores apuntados
anteriormente, estableciendo unos cauces claros de solución. A partir de
la radicalidad de D., el hombre apunta hacia Él como a su plenitud. Al
deseo innato de beatitud acompaña un conocimiento de D. común y confuso (Sum.
Th. 1 q2, al; Cont. Gent. 1,11; 111,38; IV,1). La idea de D. y de su
existencia está religada a la conciencia personal abierta a la plenitud de
perfección y de verdad. Pero, simultáneamente, este conocimiento e impulso
espontáneo hacia D. no se impone como una razón propia en la que aparezca
definida su alteridad. Conocer bajo la razón genérica de bien y felicidad
no es conocer a D. aunque Éste sea nuestra plenitud. Como el que viendo la
huella en la arena, reconociendo en ella el paso de un hombre, no puede
reconocer al hombre que dejó el paso marcado, del mismo modo no podemos
señalar inmediatamente, en esta percepción global, la existencia de D.
definida y concreta. (In Boet. de Trinitate, q5, a3; Cont. Gent. 111,38).
En el pensamiento de S. Tomás la demostración de la existencia de D.
se ofrece como el esclarecimiento de un contenido previo de conciencia,
abriendo en él vías de acceso. Ocurre que lo máximamente presente al
hombre y a las cosas es, a la vez, lo más trascendente y lejano, lo cual
en un primer momento exige un esclarecimiento de tales conceptos. Si la
inmanencia se hace sinónimo de interioridad y presencia, y la
trascendencia de exterioridad y ausencia, las dos serían inconciliables y
antinómicas. Pero lo que implica la trascendencia propiamente es
distinción, alteridad, no en sentido físico y fenoménico, sino desde la
constitución ontológica del ser. Y siendo D. íntimamente presente en el
hombre, al mismo tiempo, es trascendente como distinto, haciéndose objeto
de una búsqueda y encuentro en los que consiste la posesión consciente y
definida del mismo. La íntima presencia ontológica aparece compatible con
la trascendencia lógica y ontológica. Y D. se abre al conocimiento del
hombre a partir de la relación real, por vía de efectuación y dependencia
de las cosas respecto de El. Con conocimiento mediato y «a posteriori» de
las cosas como efectuadas llegamos al conocimiento existencial de su causa
(v. iv, 3).
3) La existencia de Dios como dato revelado. Para el hombre
religioso la intuición espontánea de su ser implica en su contenido real,
la captación de lo divino como íntimamente ligado al sentido y al valor de
la propia vida, presidida por signos numinosos y desarrollándose en un
culto. En este sentido, Israel parte de unos datos previos y comunes en la
afirmación de la existencia de D., que son transformados por una más firme
y esclarecida manifestación de la iniciativa divina, por su explícita
Revelación sobrenatural (v.), que pone de relieve la situación de promesa
y salvación en que se encuentra el hombre. Por ello, más que de un proceso
de racionalización se trata de un crecer en la experiencia de D. que va
perfilando cada día más su singularidad, siendo la certeza de su
existencia el dato simultáneo más connatural y espontáneo (v. i11, 1).
' El afincamiento de Israel en la existencia de D. respecto a los
demás pueblos, es proporcional a la clarividencia que posee en su trato
con El, por el carácter, puesto de relieve en la Alianza (v.), que la vida
humana tiene de promesa. A partir de la Alianza la idea de D. posee un
carácter objetivo, definido y concreto, que lo libera de deformaciones a
lo largo de su historia. D. resulta indiscutible aunque venga a ser un
enigma (Job y Eclesiastés) o aparente olvidarse del Pueblo (Soph 1,12; Ps
10,4; 14,1).
Ante la experiencia histórica de D., de su Revelación, no se siente
la necesidad de una prueba racional de su existencia, alcanzando su
negación los caracteres de una necedad radical (Ps 114,1; 53,2; lob 2,12;
ler 5,12), que sólo encuentra justificación en la corrupción moral que
sofoca el eco profundo de D. en la creación y en la propia conciencia.
Sin embargo, en los libros sagrados de Israel se apunta también a la
posibilidad de una demostración o prueba racional de la existencia de
Dios. La fe en D. creador venía configurando la piedad del israelita,
pronto a ver en las cosas un signo dé su gloria (Ps 8; 19; 104; 136; 145;
146; 148; 150). Todo el universo habla de la Gloria de Dios (v.). Esta
convicción, asumida en la mentalidad helenística, convierte al mundo en
punto de partida de una prueba racional de la existencia de D. que elabora
el libro de la Sabiduría (13,1-9). La creación es un testimonio permanente
de su artífice y lleva a su conocimiento. Este pensamiento es asumido por
S. Pablo que lo usa como punto de arranque en su predicación a los griegos
(Act 17,22-30; 14,14-18) y que refrenda en su análisis de las etapas de la
historia de la salvación (Rom 1,18-23).
Los PP. de la Iglesia han usado frecuentemente este texto y han
hablado numerosas veces de la ordenación nativa de la inteligencia humana
al conocimiento de D., pero no se han detenido a esbozar detalladamente
una argumentación o prueba sistemática de la existencia de D.; no
obstante, en sus obras abundan las sugerencias al respecto. S. Agustín es
el primero en tratar de una manera amplia el tema, poniendo de manifiesto
cómo el reconocimiento de la existencia de D. y de la espiritualidad del
alma son presupuestos implícitos de toda existencia religiosa (v. FE 111,
2).
El conocimiento de la realidad de D. es, pues, presupuesto de la fe
que la razón puede por sí misma establecer (S. Tomás de Aquino, In Sent.
II d24, ql, al), y que, ya en una plena perspectiva salvífica, la gracia
lleva a su coronación. La gracia no implica suplencia alguna de la
actividad humana propia, más bien, posibilita la capacidad existente, en
vista a una aceptación consciente de la salvación, dentro de la cual se
inserta el conocimiento de Dios. Si la existencia de D. fuera algo con lo
que no puede contar el hombre previamente, se haría imposible la verdad de
la revelación como diálogo con D., perdiendo su calidad de salvación
histórica como algo heterónomo y extraño. La revelación de D. estaría
desprovista de sentido si, previamente, no puedo darle sentido a D. desde
mi existencia. El hombre no se abre a la vocación de la gracia desde el
vacío, sino desde su realidad de ser situado en el mundo, capaz de
conocerse y de conocer a la vez su límite y el de cuanto le rodea, y de
esa forma elevarse hacia Dios. La posibilidad del encuentro con D. se
expresa en un conocimiento de su existencia, distinto a la iluminación de
la fe, y que la gracia asume, plenificando lo que de D. sabemos desde
nosotros mismos, con la donación de su ser como plenitud de vida.
El testimonio de S. Pablo afirma una verdadera demostración de la
existencia de D., declarando que los presupuestos inherentes a la
naturaleza del hombre y la fidelidad a sus imperativos de conciencia
entran a formar dentro de un proceso de gracia. Tema que el Conc. Vaticano
I ha declarado universalmente (Denz.Sch. 3004) y que repite el Vaticano II
(Dei Verbum, 6). De una parte frente a todo supernaturalismo teológico que
vendría a ahogar la naturaleza del hombre, de otra frente a todo
agnosticismo (v.) que limita las posibilidades del mismo, se afirma la
posibilidad del conocimiento natural de D., su existencia y sus atributos.
Al mismo tiempo, reconociendo la condición concreta del hombre, teniendo
en cuenta de un lado, lo arduo del problema en sí, y de otro, los datos de
la fe, según los cuales el hombre con vocación sobrenatural es víctima de
los efectos del pecado, siendo pocos, después de mucho tiempo y con mezcla
de muchos errores los que llegan a una eficaz posición del problema,
afirma la conveniencia de una revelación sobrenatural de las verdades
naturales religiosas previas, entre las cuales ocupa lugar destacado la
existencia de Dios. La fidelidad a esta antropología implicada en el orden
de la salvación ha motivado una constante repetición del Magisterio en
este sentido (cfr. Aeterni Patris, Iucunde Sane, Pascendi, juramento
antímodernista, Humani Generis, etc.).
4) Las pruebas de la existencia de Dios. a) Los primeros intentos.
Al ser el problema de D. radical para el hombre, el pensamiento siempre ha
estado ensayándose en constante acercamiento a Él. Este proceso se hace
riguroso a partir de la filosofía griega en la que encontramos diseminados
una serie de elementos y atisbos fecundos, aunque no llegan a
estructurarse científicamente como prueba. El cristianismo ha asumido
estos valores en su reflexión teológica estableciendo una prueba
sistemática de la existencia de Dios.
Creado por la Palabra de D. el mundo posee un valor de notificación.
El Logos (v.) lo hace lógico, inteligible y representativo. Aquí arranca
el tema constante del libro de la Naturaleza que junto a la S. E.
constituyen el testimonio total de Dios. A partir de esta creencia, S.
Agustín realiza unos análisis fundamentales de la Naturaleza que apunta a
D. como clave del universo. Pone de relieve la mutabilidad del mundo
(Confesiones 11,4: PL 41,231), el carácter de efectuación propio de las
cosas (Sermo 141,2: PL 38,766; In Ps 73,25: PL 36,944; De Civitate Dei.
XIII,10: PL 41,338), el orden y armonía del universo (De Genesi contra
Manichaeos, 1,16,26: PL 34,185), asumiendo todos estos elementos en la
experiencia interior desde la que se alza con una exigencia existencial al
encuentro con D. como lo eternamente presentido.
Pero la prueba típicamente agustiniana, que está subyacente en toda
su demostración de D., es la denominada de las verdades eternas, con una
larga audiencia a lo largo de la teología. Siendo las verdades necesarias
anteriores de las cosas contingentes, deben de estar fundadas en una
existencia anterior y necesaria que efectivamente se reasume en Dios. Las
ideas eternas indican el proceso ascendente que sigue el conocimiento
humano desde los seres sensibles hasta las verdades inteligibles y
necesarias, las cuales a su vez remiten al mundo teológico. Pero afirmando
la sucesión de los tres mundos no se pone de manifiesto la base real de
conexión entre los mismos a partir de la cual pueda afirmarse la
existencia de un modo común y en el mismo orden, de los tres. Son muchos
los elementos involucrados en el concepto de verdades eternas y
necesarias, máxime cuando se presupone la génesis de dichas ideas y su
consistencia de cara al hombre.
b) El argumento ontológico. De inspiración agustiniana, es formulado
por S. Anselmo (Proslogium 1,3,4: PL 158,223 ss.). Se da en la mente la
idea de un ser, mayor que el cual no puede pensarse otro. Evidentemente,
éste no puede existir sólo en la mente, pues entonces dejaría de ser el
mayor, cayendo en la contradicción de la propia afirmación. Este ser,
mayor que el cual no puede pensarse otro, dotado de existencia real, es lo
que denominamos Dios. La existencia resulta tan connatural e interior al
ser máximo que no puede pensarse sin ella. Este argumenta calificado de
ontológico por Kant, ha tenido la más variada suerte a 1o largo de la
historia del pensamiento. Renace constantemente con el racionalismo bajo
la idea de ser perfecto (Descartes, Méditations; Principios 1,14;
Responsio ad primas objectiones; Discours de la Méthode, 1V), de ser
necesario (Leibniz, Monadologie, 45), siendo acogido calurosamente por
Hegel, pues en él se esboza la idea del pensamiento como fuente de toda
objetividad (Logica, III).
Su crítica va desde Gaunilón (Liber pro insipiente: PL 158,242)
quien señaló en sus días el fallo fundamental del mismo, pasando por Kant
(Kritik der reinen Vernuf t, 398 ss.), hasta Kierkegaard (Diario, 1851, X,
A. 210). S. Tomás vio así los fallos del argumento: «En primer lugar, no
todos identifican con D. el ser perfecto mayor que el cual no puede darse
otro. En segundo lugar, supuesto que se diese tal identificación, del
argumento sólo se entiende que, lo designado por el hombre como D., existe
en la mente, pero no en la realidad. Para afirmar que existe en la
realidad habría que aceptar que entre las cosas reales se da algo superior
a cuanto se puede pensar, cosa que no aceptan los que afirman que no
existe D., siendo esto lo que hay que demostrar» (Sum. Th. 1 q2 a3 ad 1).
El argumento ontológico pretende pasar de la existencia entendida, signata,
ideal, a la existencia concreta, ejercida, real (v. ANSELMO DE CANTERBURY,
SAN; BLONDEL Y BLONDELISMO).
c) Las cinco vías tomistas. (1) Supuestos antropológicos. La
interpretación tomista parte de unos supuestos antropológicos en los que
se pone de relieve el itinerario hacia Dios:
La estructura de nuestra inteligencia, desde la condición corpórea
del hombre, hace que el conocimiento sea posible sólo a partir de lo
inmediatamente perceptible (Sum. Th. 1 q12 a12; Contra Gent. 1,12), siendo
el primer objeto de nuestro conocimiento la esencia de la realidad
material (Sum. Th. 1 q84 a7; q85 al-8; q87 a2 ad2)..Si nuestra
inteligencia se orienta hacia el ser como horizonte en el que comprendemos
cada una de las cosas singulares (De Veritate, ql al), esto sólo se hace
posible tras un laborioso proceso de abstracción a partir de la realidad
material en la que ejercitándose nuestra inteligencia, comprender su
propio acto de conocer y desde él su objeto, su motivo y contenido, le
verdadero y el ser, que incluyen en sí el propio entender.
El nivel en que se sitúa la posibilidad del encuentro con D. es, por
su propia naturaleza, metafísico y en el plano de la evidencia de los
primeros principios, de identidad y de contradicción de los que
inmediatamente se deriva el de causalidad, dotados del mismo valor real
que posee el ser de que derivan. El tránsito de la existencia contingente
y finita a la existencia real del ser necesario se hace viable a través
del principio de causalidad. Al situar a D. en el ámbito de la causalidad
no se da una mundanización y una cosificación incompatibles con su ser,
pues al nivel metafísico, la noción de causa no implica mutación,
imperfección ni dependencia; la religación que la causa guarda con el
efecto no es, como acontece en el orden físico, proporcional a la que el
efecto guarda con ella.
En este medio metafísico de demostración se hace imposible hablar de
un proceso indefinido de causas, según el cual, la existencia de D. se
retraería hasta el infinito haciéndose inasequible, pues sería privar de
razón suficiente las cosas. Multiplicar las causas al infinito representa
prolongar el cauce del río, pero en modo alguno encontrar su fuente.
Supuesta la noción nominal de D. y reconociendo en ella un problema
religioso, moral, científico y filosófico, ante la pregunta si puede
establecerse la existencia de un ser trascendente que sea la explicación
última del mundo tanto desde el punto de vista del ser de las cosas como
del destino personal, del sentido de la vida y del fundamento de la ética,
la respuesta tomista establece el siguiente proceso: 1) el punto de
partida ha de ser un hecho de experiencia analizado en su radicalidad
dejando aparecer una propiedad de las cosas como ser; 2) este hecho de
experiencia es algo necesariamente causado; 3) en la búsqueda de las
causas del ser no se puede dar un proceso al infinito, siendo necesario
llegar a un punto radical de partida; 4) esa causa primera es lo que
nosotros denominamos Dios.
(2) Número y sentido de las vías tomistas. S. Tomás señala cinco
vías de ascenso a D., considerando suficiente cada una por sí misma, si
bien, son complementarias en cuanto que ponen de manifiesto la condición
de lo creado y la riqueza de la perfección divina. El conocimiento es un
proceso que avanza desde la experiencia común, la cual traduce una
propiedad universal de las cosas constatadas: su movilidad, comprendida
ésta en su radicalidad, con lo que se abre paso a una consideración
dinámica del ser creado. Analiza el movimiento como acto de las cosas y
como energía de un primer motor, lo que lleva a la ponderación del
universo en una constante dinámica de expansión que apunta hacia un
término de consumación. Mientras que la primera y segunda consideración
dan lugar a la primera y segunda vía, la tercera abre la perspectiva de la
quinta y última en la que se consuma toda la dinámica del ser, poniendo de
relieve el valor ontológico de las causas como estrictamente arraigadas en
el mismo.
A partir de la potencialidad del ser (causa material),que implica la
actualidad total (motor inmóvil), y del carácter de efectuación que
reviste dicha potencialidad que exige una causa primera (causa eficiente),
la consistencia de los seres no puede ser sino contingente (causa formal)
y por vía de participación (causa ejemplar), postulando, desde su propia
constitución interna, el ser necesario y el valor infinito e inagotable,
que surge en el horizonte, como consumación (causa final) de este orden
dinámico en el que inmediatamente se expresa toda la riqueza y densidad
del ser finito.
La síntesis más lograda de estas vías tomistas está expresada en la
Suma Teológica (1 q2 a3): «La existencia de Dios se puede demostrar por
cinco vías. La primera y más clara, se funda en el movimiento. Es
innegable y consta por el testimonio de los sentidos que, en el universo,
hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por
otros, ya que nada se mueve más que cuando está en potencia respecto a
aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya
que mover no es otra cosa que hacer pasar de la potencia al acto y esto no
puede hacerlo más que lo que está en acto... No es posible, que una misma
cosa esté, a la vez, en potencia y en acto respecto a lo mismo, sino, en
orden a cosas diversas. Es imposible que una cosa sea, por lo mismo y de
una misma manera, motor _y móvil, como también, lo es que se mueva a sí
misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero, si
lo que mueve a otro es a su vez movido, es necesario que lo mueva un
tercero, y a éste otro. Mas no se puede seguir infinitamente, porque así
no habría un primer motor, y, por consiguiente, no habría motor alguno,
pues los motores intermediarios no mueven más que en virtud del movimiento
que reciben del primero... Por consiguiente, es necesario llegar a un
primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden
por Dios».
«La segunda vía se basa en la causalidad eficiente. Hallamos que, en
este mundo sensible, hay un orden determinado entre las causas eficientes;
pero no hallamos que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso
habría de ser anterior a sí misma, y esto es imposible. Tampoco se puede
prolongar indefinidamente la serie de las causas eficientes, porque
siempre que hay causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la
intermedia, y ésta causa de la última... Si, pues, se prolongase
indefinidamente la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente
primera y, por tanto, ni efecto último, ni causa eficiente intermedia,
cosa falsa a todas luces. Por consiguiente, es necesario que exista una
causa eficiente primera a la que todos llaman Dios». «La tercera vía
considera el ser posible o contingente y el necesario y pudiera enunciarse
así: Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues
vemos seres que se producen y seres que se destruyen, y por tanto, hay
posibilidad de que existan y de que no existan. Es imposible que los seres
de tal condición hayan existido siempre, ya que lo que tiene posibilidad
de no ser, hubo un tiempo en que no fue... Pero si esto es verdad, tampoco
debía existir ahora cosa alguna. Por consiguiente, no todos los seres son
posibles o contingentes, sino que entre ellos, forzosamente, ha de haber
alguno que sea necesario. Pero el ser necesario, o tiene la razón de ser
en sí mismo, o no la tiene. Si su necesidad depende de otro, como no es
posible, según hemos visto al tratar de la causa eficiente, aceptar una
serie indefinida de causas necesarias, es forzoso que exista algo
necesario en sí mismo, y que no tenga fuera de sí la causa de su
necesidad, sino que sea causa de la necesidad de los demás, a lo cual
todos llamamos Dios». «La cuarta vía considera los grados de perfección
que hay en los seres. Vemos en los seres que unos son más o menos buenos,
verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con las diversas
cualidades. Pero el más y el menos se atribuye a las cosas según su
diversa proximidad a lo máximo... Por tanto, ha de existir algo que sea
verísimo, nobilísimo y óptimo y por ello ente o ser supremo, pues lo que
es verdad máxima es máxima entidad. Ahora bien, lo máximo en cualquier
género es causa de todo lo que en aquel género existe... Por consiguiente,
existe algo que es para todas las cosas causa de su ser y de su bondad y
de todas sus perfecciones y a ello llamamos Dios».
«La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos en efecto, que
cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por
un fin, como se comprueba observando que siempre o casi siempre, obran de
la misma manera para conseguir lo que más les conviene; por lo que se
comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino intencionadamente.
Ahora bien, lo que carece de conocimiento no va a un fin si no lo dirige
alguien que entienda y conozca, a la manera como el arquero dirige la
flecha. Luego, existe un ser inteligente que dirige todas las cosas a su
fin y a éste llamamos Dios».
(3) Valoración de las cinco vías. Algunos han querido ver en las
cinco vías tomistas como una mera síntesis histórica, en la que se
repetirían las dificultades que se acumulan en torno a sus antecedentes
históricos, pero en S. Tomás se da una crítica y una reelaboración de sus
precedentes filosóficos (griegos y árabes) y patrísticos. El mismo
advierte la novedad de su elaboración en las breves síntesis de la
historia del pensamiento que precede a sus exposiciones, señalando la
debilidad de los planteamientos anteriores y manifestando, en continuidad
con su inspiración, la voluntad firme de superar la antinomia de los
mismos.
Digamos además -yendo así más adelante en la respuesta a la cuestión
planteada- que S. Tomás no parte en sus vías de una percepción física
ligada a la cosmología, es decir, de algo vinculado con el desarrollo de
la ciencia experimental de su tiempo y sujeto, por tanto, a la caducidad
de la misma, sino que sus conclusiones derivan del análisis del ser y del
entendimiento como capacidad de leer en la intimidad de las cosas a través
de los fenómenos y de la hipotética ordenación de los mismos. No se trata
de pruebas físicas de D., sino de un orden metafísico de comprensión que
permanece en la medida en que poseen valor sus presupuestos metafísicos.
S. Tomás no ha concebido la metafísica como una reflexión intensiva
del ser físico, corriendo su concepción la misma suerte que la física de
su tiempo. El ser físico es el punto de partida de reflexión, pero el
pensamiento tiene como objeto el ser, más allá de sus determinaciones
concretas. El pensamiento tomista se encuadra en una verdadera ontología
en la que todos y cada uno de los seres singulares son visualizados bajo
la razón universalísima de ser, tomados en su entidad y no en su fisicidad.
En resumen las vías tomistas son físicas en cuanto que parten del mundo
físico (todas ellas comienzan a partir de un hecho de experiencia
referente al cosmos: el movimiento, la causalidad, etc.), pero son
metafísicas por su íntima naturaleza y estructura: la pregunta que
formulan y la respuesta que dan se refieren no a una explicación de la
realidad por sus causas inmediatas (objeto de la ciencia física), sino por
su causa última (objeto de la metafísica).
Desde otra perspectiva se puede preguntar si las cinco vías tomistas
agotan las posibilidades de demostración o caben otros caminos. Algunos
tomistas han hablado de otras vías; otros, en cambio, sostienen que otras
posibles pruebas se reducen en el fondo a las cinco dadas por S. Tomás. En
resumen, el pensamiento tomista no niega la posibilidad de considerar
cualquier otra de las propiedades de los seres para ascender a D., pero la
fuerza de demostración ha de atenerse a la estructura real y concreta del
entendimiento y a la reducción última de los entes psicológicos,
históricos, morales y de valor, a la razón común de ser que comparten con
los seres físicos y materiales a partir de los cuales pueden ser
conquistados de un modo reflejo en la conciencia.
5) Conclusión. El Magisterio de la Iglesia ha afirmado claramente
que existen pruebas de la existencia de D., pero el mismo no ha definido
cuáles son ni ha dado una valoración de las propuestas por los teólogos y
filósofos. Sí encontramos, no obstante, en el Magisterio unas líneas
generales de fondo. En primer lugar, esa afirmación de la posibilidad
natural de conocer a D. (Denz.Sch. 3004 y 3026). En segundo lugar, la
condenación de aquellos planteamientos que, de un modo u otro, niegan la
posibilidad de fundamentar una apertura ontológica del hombre a D.; así ha
dado su juicio frente al fideísmo (Denz. Sch. 2751, 2765-2767, 2856, 3015,
3892) y tradicionalismo (íd. 2441, 2812, 2855, 2875), gnosticismo
modernista (íd. 3475, ss., 3538), ontologismo (íd. 2841, 2847, 3201, 3205)
y ateísmo (íd. 2812, 3021, 3026 ss.). En tercer lugar, la caracterización
del proceder de la inteligencia humana hacia D. como un proceder a partir
de las cosas creadas (Conc. Vaticano 1: Denz.Sch. 3026), yendo desde ellas
a D. como del efecto a la causa (Juramento antimodernista: Denz.Sch.
3538).
Los argumentos a priori (el de S. Anselmo), si bien ponen de relieve
la fuerza de la intuición espiritual, no son de ordinario considerados
como prueba por los autores. Sí en cambio las pruebas a posteriori, que
muestran cómo el hombre se abre al conocimiento de D. a partir de su
condición de ser creado y corpóreo en el que surge la contemplación gozosa
de D. como Creador, Señor, Santo, eterno, perfecto, providente y salvador.
V. t.: IV, 1, 2); ATEísmo;
AGNOSTICISMO; DEísmo; TEÍSMO. BIBL.: Obras generales: P. PARENTE, De Deo
Uno et Trino, 4 ed. Turín 1956; P. DESCOQS, Praelectiones Theologiae
Naturalis, París 1932; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, I, 2 ed. Madrid
1962; A. GONZÁLEZ ÁLVAREZ, Teología Natural, Madrid 1963; C. FARRO, Dios,
introducción al problema teológico, Madrid 1961; F. M. GAETANI, Dios,
Barcelona 1952; R. JOLIVET, Études sur le probléme de Dieu dans la
philosophie contemporaine, Lyon-París 1932; E. GILSON, Dios y la
Filosofía, Buenos Aires 1943; X. ZUBIRi, Naturaleza, Historia, Dios,
Madrid 1944; G. M. MANSER, La esencia del tomismo, Madrid 1947.
A. I. GARCIA DíEz.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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