DIOS. ETERNIDAD DE DIOS.


1) Sagrada Escritura. El término «eterno» (hebreo ólam; griego aioo; V. ETERNIDAD) tiene a veces un significado más lato, y en realidad diverso , del que se afirma al hablar de la eternidad de Dios. Así el término hebreo se usa lo mismo para referirse a tiempos remotos e indefinidos del pasado o del futuro, que para indicar la condición permanente, pero temporal, de una persona o cosa. Algo similar sucede con la palabra griega, incluso en el N. T. Entre otras significaciones, designa unas veces todo el tiempo pasado conocido (p. ej., lo 9,32), todo el tiempo restante de vida (1 Cor 8,13), el tiempo presente (Mt 12,32; Eph 1,21) etcétera. No obstante, la Biblia enuncia claramente la eternidad de D. como existencia que se posee plenamente a sí misma, sin principio ni fin y carente en absoluto de sucesión.
     
      a) Antiguo Testamento. El relato de la Creación (v.) destaca la absoluta trascendencia de D. respecto de todas las cosas. Las cosas empiezan a existir; D. existía antes que ellas (v. iv, 2). Este antes de D. es cualitativamente diverso del antes y después a que ellas estarán sujetas. La existencia divina se muestra no como pura negación del tiempo sino como soberanía sobre el tiempo. Es lo que indica el salmista: «Antes que los montes fueran engendrados, antes que naciesen tierra y orbe, desde siempre hasta siempre Tú eres Dios» (Ps 90,2). En otros textos bíblicos encontramos expresiones de contenido muy vago, de tipo imaginativo: «Dios eterno» (Gen 21,33), que equivale a «Dios antiquísimo». En comparación con otros dioses, que son «obra de manos humanas» (Ps 113,4), Yahwéh Dios «vive eternamente» (Dt 32,40), «reinará por siempre jamás» (Ex 15,18). Las ideas de vida, dominio, reinado, amor, protección, afirmadas de D. en creciente referencia de trascendencia y universalidad, juegan en el A. T. un papel más importante que los adjetivos o adverbios de eternidad. Estos se conciben dentro de la temporalidad y reciben de aquellos conceptos una significación más valiosa. La vida de D., su dominio y protección amorosa se extienden hacia el pasado y el futuro más allá de lo imaginable. En esta línea, se enriquece el concepto con la profecía de Isaías, que si «proclama con tanta insistencia la unidad de Dios (Is 41,29; 44,6; 46,9), no es menos explícito hablando de su eternidad» (P. Van Imschoot, o. c. en bibl. 94). Y así, cuando se pregunta, respecto de Ciro, quién le ha suscitado y le ha cubierto de gloria, batalla tras batalla, para concluir liberando a los judíos, la respuesta la da D.: «El que llama a las generaciones desde el principio: Yo, Yahwéh, el primero y con los últimos Yo mismo» (Is 41,4). D. prevé y planea minuciosamente todo acontecer porque permanece el mismo desde siempre y por siempre. Las generaciones se van sucediendo bajo la mirada atenta y amorosa de Dios. En su permanencia soberana, que trasciende todo tiempo, es Él sólo, y no los falsos dioses, quien ha realizado también esta maravilla. Fuera de Él «no hay ningún Dios» (Is 44,6; 48,12). Esta idea de la vida divina que perdura sobre el tiempo, la expresa también Daniel: el «Dios de Daniel es el Dios vivo, que subsiste por siempre» (Dan 6,27). Susana invoca al «Dios eterno», que todo lo sabe «antes de que suceda» (Dan 13,42). Isaías reflexiona sobre la eternidad divina, su amor y su fidelidad, tomando también como comparación la fugacidad de las cosas: «Sécase la hierba, marchítase la flor; pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre» (Is 40,8). Los cielos se disipan como humo, la tierra se gasta como un vestido, la vida de los hombres dura como la de un mosquito, «pero mi salvación por siempre será y mi justicia no tendrá fin» (Is 51,6). Intemporal e inmutable (v. iv, 10), D. no se cansa ni se fatiga (Is 40,28). Los Salmos de la cautividad se complacen en esta idea: la bondad y misericordia de D. es «eterna», no pasa (Ps 106,1). D. permanece fiel a su palabra a pesar de los olvidos y pecados de Israel. Vuelven del cautiverio los judíos con una más íntima convicción de esta verdad (Ps 118,1-4) y expresan su gratitud a D. repitiendo incansablemente: «es eterno su amor» (Ps 136). La diferencia entre la creatura y el Creador se hace más clara y se aviva la esperanza: «Desde antiguo Tú fundaste la tierra y los cielos son obra de tus manos; ellos perecen, mas Tú quedas. Todos ellos como la ropa se desgastan... pero Tú siempre el mismo, no tienen fin tus años» (Ps 102,26-28). «Los días del hombre son como la hierba... mas el amor de Yahwéh desde siempre hasta siempre» (Ps 103,15-17). Hacia el final del A. T., el Eclesiástico recoge la fe de Israel en la grandeza de la Sabiduría divina y en la trascendencia del Señor sobre los tiempos: «Todo lo puso en orden porque El es antes de la eternidad y por la eternidad» (Eccli 42,21).
     
      Según todos estos testimonios vemos que en el A. T. la idea de eternidad aplicada a Dios «expresa directamente la permanencia real histórica de Yahwéh» (cfr. A. Amor Ruibal, o. c. en bibl. 1,378). Esa duración sin principio ni fin, de inmutable permanencia, que aparece en las expresiones verbales la entienden los hebreos veterotestamentarios «como tiempo-eterno, como años-eternos», o sea, elevando a existencia perpetua en un ser concreto la duración, el pervivir en el ser.
     
      b) Nuevo Testamento. Los primeros vers. del evangelio de S. Juan y los textos del cap. 8 en que Cristo se presenta como superior a Abraham recogen ya, en su lenguaje peculiar, toda la riqueza del concepto de eternidad aplicado a la divinidad: posesión perfecta de sí sin comienzo, fin ni sucesión. «En el principio existía el Verbo y el Verbo existía en Dios y el Verbo era Dios» (lo l,l). El verbo ser es referido al Logos divino en la forma absoluta del imperfecto. Y, en contraste con las tres veces que en este vers. lo usa S. Juan, a continuación dice de las cosas, otras tres veces, que «llegaron a ser». S. Juan utiliza el contraste de los dos verbos intencionadamente. El Logos existía ya cuando las cosas empezaron a ser. Cuanto empezó a ser fue creado por El. «Todo lo que ha empezado queda del lado de acá del principio. El Verbo está al otro lado» (J. Leal, La sagrada Biblia: Nuevo Testamento, 1, Madrid 1961, 802), gozando de una existencia que es: no tiene principio ni variación. El da principio a todo. El es; todo lo demás llega a ser y pasa. La intención del Evangelista, y la revelación divina, se ve más clara aún cuando recoge las palabras de Cristo «Antes que Abraham existiera (griego llegara a ser), Yo soy» (lo 8,58). Los interlocutores le objetan a Cristo su edad, pero El replica apelando a un presente absolutamente ajeno a todo antes y después. Abraham «llegó a ser» y «murió» (lo 8,52-53). Cristo, como D., ni llegó a ser ni pasa. Dice en forma solemne: «Yo soy». Por encima de todo comienzo y de toda sucesión, se posee totalmente en un perpetuo «ahora». El «Yo soy», que alude claramente a la revelación del Éxodo (3,14), es repetido varias veces por Cristo en el mismo contexto (lo 8,24.28.58). Concluye el P. Leal: «Sin la precisión de una fórmula escolástica, estas proposiciones afirman la eternidad del Verbo» (o. c. 803).
      Las frecuentes doxologías neotestamentarias (Gal 1,3-5; Eph 3,21; Rom 16,27; Hebr 13, 8.20-21; 1 Pet 4,11; Apc 1,6; 5,13; 7,12; 11,15) están en esta misma línea, aunque más que expresar suponen e implican este concepto. El Señor D. es «el alfa y la omega, el principio y el fin, el primero y el último» (Apc 1,8; 21,6; 22,13). El «el que vive por los siglos de los siglos» (Apc 1,18; 4,9-10; cfr. lo 1,4; 5,21.26): posee en sí plenamente la vida y dispone de ella según su beneplácito. Por eso es inmortal (1 Tim 1,17) y permanente (1 Pet 1,23) en su propio ser, y mil años son para El como un día (2 Pet 3,8).
     
      2) Patrística. Ya los Apologistas griegos del s. ic (v. APOLOGÉTICA) hacen expresa profesión de fe en un único D., que «ni tiene principio ni fin», que es «principio de todas las cosas, eterno e inmortal». S. Justino (v.) distingue entre la vida del alma y la de Dios. El alma vive, pero «no por ser vida, sino porque participa de la vida. El vivir propio de ella no es como el de Dios, porque el hombre no subsiste siempre» (Diálogo con Trifón, 6). S. Ireneo (v.), además de afirmar explícitamente que D. ni tiene principio ni fin, añade como explicación que «es verdaderamente el mismo siempre, en absoluta inmutabilidad» (Adversus Haereses, 11,34,2) y que «es perfecto en todo» (id IV,2,2). Orígenes (v.) es el primero que presenta una profundización precisa del concepto aplicado a Dios. Este posee una vida que supera toda idea de comienzo, de fin y de sucesión. Goza, en un eterno ahora de su inefable Beatitud (Homilías sobre el libro de los Números, 23,2). Posee una eternidad estricta y esencial, cualitativamente diversa de toda medida temporal (Periarion, IV,28). Esta triple referencia, al origen, al fin y a la sucesión, quedará ya como conquista definitiva de la reflexión cristiana sobre la eternidad de Dios. Referencia que los PP. enlazarán, con múltiples variantes y enriquecimientos, con la idea de la perfección omnímoda del Ser divino en su absoluta trascendencia.
     
      Toman frecuentemente textos tanto del A. como del N. T. para garantizar y esclarecer su reflexión. Así, p. ej., el texto de Ex 3,14 (S. Basilio, Adversus Eunomium, 11,48; S. Gregorio Niseno, Contra Eunomium, VIII; In Hexaemeron, 44; S. Hilario, De Trinitate, 1,5; S. Agustín, De Genesi ad litteram, V,16; De Trinitate, VII,5,10); los de los Salmos 90 y 102; (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 11; Confessiones, X1,13,16); el de lo 1,1 (S. Teófilo de Antioquía, Ad Autolycum, 2,22; Clemente Alejandrino, Protreptico, 1,71; S. Atanasio, Adversus Arianos, 2,56; S. Cirilo de Jerusalén, Catequesis, 3,14; S. Basilio, Homilías, 16,3); y los de lo 8,24.28.58 (S. Agustín, Tractatus in Iohannis evangelium, 38,8-10; 40,3-4; 43, 17-18). Con S. Agustín (v.) llega a su momento culminante la profundización cristiana sobre la naturaleza de D. y de sus atributos. También, por lo que respecto a la eternidad. Con la particularidad de que, también en este tema, el raciocinio del obispo de Hipona va desplegando su riqueza en la trama de una oración ferviente. Dios, eterno, conoce todo antes de que suceda: «¿Por ventura, Señor, siendo tuya la eternidad, ignoras lo que te digo, o conoces en el tiempo lo que en el tiempo se realiza?» (Confessiones, X1,1,1,). «Mis palabras huyen y pasan; pero la palabra del Dios mío permanece sobre mí eternamente (Is 40,8)» (Confessiones, X1,6,8). Esta divina Palabra es sempiterna porque pronunciándose «no se termina lo que se estaba diciendo para luego decir otra cosa a fin de poder decirlas todas, sino que en Ella se pronuncian todas a la vez y eternamente. De lo contrario, se daría tiempo y cambio y no habría eternidad verdadera ni verdadera inmortalidad. Gracias, Dios mío, por comprender esto... A pesar de lo cual, no todas las cosas, que Tú haces diciéndolas en Tu Verbo, se hacen a la vez y eternamente» (ib. 7,11). En D. no hay comienzo ni fin ni antes ni después. Su eternidad es vivir en un perpetuo, inmutable y plenísimo hoy que abarca a todos los tiempos, a la vez que los trasciende: «Tú precedes a todos los tiempos pasados por la excelsitud de tu eternidad, siempre presente. Y superas todos los futuros, porque son futuros, y cuando lleguen serán pretéritos. Tú, en cambio, eres el mismo y tus años no mueren (Ps 102,28). Tus años ni van ni vienen, al contrario de estos nuestros que van y vienen para que puedan venir todos. Tus años existen todos a la vez, porque están fijos (omnes simul stant, quoniam stant); ni son excluidos los que van por los que vienen, porque no pasan... Tus años son un día y tu día no es cada día sino hoy, porque tu hoy no da paso al mañana ni sucede al ayer. Tu hoy es la eternidad. Por eso engendraste coeterno a Ti a Aquel a quien dijiste: `Yo te he engendrado hoy' (Ps 2,7). Tú hiciste todo tiempo y antes de todo tiempo Tú eres; ni hubo tiempo en que no había tiempo» (ib. 13,16). Por eso «Dios comprende todas las cosas con una inmutable y eterna presciencia... pues su ciencia no se muda como la nuestra con la variedad de presente, pretérito y futuro» (De Civitate Dei, X1,21). Pero la eternidad de D. no es algo distinto a El y de lo cual viniese a participar por ser eterno.
      D. es eterno con eternidad esencial, porque es la misma eternidad y es fuente y origen así de las cosas meramente temporales como de aquellas que por su propio ser no tendrán fin (cfr. De Trinitate, V,10,11). De la Patrística, sobre todo de S. Agustín, tomó Boecio los elementos para dar de la eternidad la definición que se ha hecho clásica: «Interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio» (De Consolatione Philosophiae, V,6), cuya explicación puede verse en los manuales (p. ej., A. Millán Puelles, Fundamentos de Filosofía, 4 ed. Madrid 1966, 579-581).
     
      3) Magisterio de la Iglesia. Ya en el Símbolo Quicumque se profesa como verdad revelada por D. la eternidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Denz.Sch. 79). El Conc. de Reims, en el 1148, recoge la misma doctrina (Denz. 391). El ecuménico Lateranense IV define expresamente esta verdad. (Denz.Sch. 800). Y el Lugdunense II, en la profesión de fe de Miguel Paleólogo, vuelve a repetir idéntica fe, afirmándola lo mismo de la Trinidad que de Cristo en cuanto D. y del Espíritu Santo (Denz.Sch. 851-853). La misma definición repite el Conc. de Florencia (v.), explicando con palabras de S. Fulgencio (v.) cómo, aun siendo el Padre Ingénito, el Hijo engendrado por el Padre y el Espíritu Santo procedente del Padre y del Hijo, las tres divinas Personas son igualmente eternas (Denz.Sch. 1330-1331.1337). El Conc. Vaticano I, al definir la existencia de un único D., recoge también el atributo de eternidad (Denz.Sch. 3001).
     
      La «Profesión de fe» de Paulo VI (v.) presenta nuevos matices en esta misma y única fe. Habla de la eternidad refiriéndose a «los vínculos mutuos que constituyen a las tres divinas Personas desde toda la eternidad» (n° 9); a D. Padre, «que en toda la eternidad engendra al Hijo»; al Hijo, «que es engendrado desde la eternidad» y al Espíritu Santo, «que procede del Padre y del Hijo como Amor sempitermo de ellos». Y concluye con esta densa síntesis doctrinal de la fe de la Iglesia en esta materia: «Así, en las tres Personas divinas, que son coeternas y coiguales entre sí (Símbolo Quicumque), la vida y la felicidad de Dios enteramente Uno sobreabundan y se consuman con la suma excelencia y gloria que es propia de la Esencia Increada» (n° 10).
     
      La Liturgia nos invita con frecuencia a acercarnos con esperanza filial al «Dios Omnipotente y Eterno» (Del prefacio de la Misa). Todas las plegarias oficiales se concluyen con la doxología al D. «que vive y reina por los siglos de los siglos». D. se ha bajado hasta el hombre para hacerle partícipe de su vida íntima. Es preciso creer. Pero el final gozoso de la fe es la «vida eterna» (lo 6,40; Rom 6,22; 1 Pet 3,22).
     
      V. t.: III, 4, A), 9);IV, 1, 6);ETERNIDAD;TIEMPO IV; ALFA Y OMEGA.
     
     

BIBL.: M. SCHMAUS, Teología Dogmática, I, 2 ed. Madrid 1963, 542-550; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 93-95; X. LE BACHELET, Dieu (sa nature d'aprés les Péres), DTC IV,1032-1152; Á. AMOR RUIBAL, Los problemas fundamentales de la filosofía y del dogma, Santiago de Compostela s. a., I, 371-388 y V, 255-315; G. GARRONE, Qué es Dios, Madrid 1969, 73-89.

 

J. POLO CARRASCO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991