DIFUNTOS. LITURGIA CRISTIANA.


La Iglesia católica ha rodeado siempre a los muertos de una atmósfera de respeto sagrado. Esto, y las honras fúnebres (v. FUNERAL) que siempre les ha tributado, permite hablar de un cierto culto a los d. La Historia de las Religiones habla también del culto a los muertos (v. I) como de algo en que todas ellas, desde las más embrionarias hasta las más evolucionadas, coinciden de algún modo. El cristianismo no rechazó este culto de los antiguos para con los d., sino que lo consolidó, previa purificación, dándole su verdadero sentido trascendente, a la luz del conocimiento de la inmortalidad del alma (v.) y del dogma de la resurrección (v.) tan claramente expuesto por S. Pablo: «Os revelo un misterio: no moriremos todos, mas todos seremos trasformados. En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final, los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos trasformados. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad» (1 Cor 15,51-53).
     
      1. Signos externos de veneración a los difuntos. El cuerpo, que durante la vida es «templo del Espíritu Santo» y «miembro de Cristo» (1 Cor 6,15.19) y cuyo destino definitivo es la trasformación espiritual en la resurrección, siempre ha sido, a los ojos de los cristianos, tan digno de respeto y veneración como las cosas más santas. Este respeto se ha manifestado, en primer lugar, en el modo mismo de enterrar los cadáveres. Vemos, en efecto, que a imitación de lo que hicieron con el Señor José de Arimatea (v.) y las piadosas mujeres, los cadáveres eran con frecuencia lavados, ungidos, envueltos en vendas impregnadas en aromas, y así colocados cuidadosamente en el sepulcro. En las actas del martirio de S. Pancracio (v.) se dice que el santo mártir fue enterrado «después de ser ungido con perfumes y envuelto en riquísimos lienzos» (Acta Sanct. 12 de mayo). Y el cuerpo de S. Cecilia (s. iii; v.), apareció en 1599, al ser abierta el arca de ciprés que lo encerraba, vestido con riquísimas ropas: «Yo vi el arca que se encerró en el sarcófago de mármol, dice Baronio, y dentro el cuerpo venerable de Cecilia. A sus pies estaban los paños tintos en sangre, y aún podía distinguirse el color verde del vestido, tejido en seda y oro» (Baronio, Anales, 821,13-19). S. Jerónimo habla de la existencia en algunas iglesias de clérigos cuya misión era la de preparar los cuerpos de los difuntos para la sepultura (Epístola, 49: PL 22,330). En la Edad Media prevaleció la costumbre de envolver el cadáver en un sudario. En algunas partes, sin embargo, se prefirió amortajar al difunto con sus propias ropas de la vida civil, o bien, si tal había sido su deseo antes de morir, con el hábito de alguna institución religiosa. Tratándose de eclesiásticos lo común era revestirlos con los hábitos de su dignidad. Ésta es la costumbre que prevalece también en nuestros días. Según las normas del ritual, el cadáver debe ser convenientemente arreglado, colocando entre las manos del d. una pequeña cruz, o bien poniendo las mismas manos en forma de cruz. En lugar de los perfumes que antiguamente se derramaban sobre el cadáver a través de unos agujeritos hechos en la cubierta del sarcófago, la piedad moderna suele tributar su homenaje de respeto y honor al d. por medio de flores y coronas de laurel, símbolos del «buen olor de Cristo» y de la inmortalidad.
     
      Pero no sólo esta esmerada preparación del cadáver es un signo de la piedad y culto profesados por los cristianos a los d., también la sepultura material es una expresión elocuente de estos mismos sentimientos. En efecto, ya se trate de la simple sepultura de tierra, ya de los suntuosos mausoleos renacentistas, ya de los sencillos cenotafios de la antigüedad, para la Iglesia siempre han sido lugares sagrados y ha recabado para ellos todo el respeto que tal condición exige. Esto se ve claro especialmente en la veneración que ya desde el principio se profesó entre los cristianos a las tumbas. Prudencio (v.) recuerda las flores que se esparcían sobre los sepulcros, así como las libaciones de perfumes que se hacían sobre las tumbas de los seres queridos. Pero la veneración de los fieles se centró de modo particular en las tumbas de los mártires (v.). En realidad fue en torno a ellas donde nació el culto a los santos (v. CULTO III). Sin embargo, este culto especialísimo a los mártires no suprimió totalmente la veneración profesada a los muertos en general. Más bien podría decirse que, de alguna manera, quedó realzada. En efecto: en la mente de los cristianos, el mártir, víctima de su fidelidad inquebrantable a Cristo, formaba en las filas de los amigos de Dios, de cuya visión beatífica gozaba desde el momento mismo de su muerte (v. CIELO). En sus oídos resonaban las palabras de S. Juan: «estos que visten estolas blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido...?, éstos son los que vienen de la gran tribulación y han lavado sus estolas y las han blanqueado en la sangre del Cordero. Por esto están ante el trono de Dios, y le adoran día y noche en su Templo, y el que se sienta en el trono tendrá su tienda entre ellos. No tendrán hambre ni sed nunca más, ni caerá sobre ellos el sol, ni calor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará y los conducirá a las fuentes de agua viva» (Apc 7,13-17). ¿Qué mejores protectores que estos amigos de Dios? Los fieles así lo entendieron y tuvieron siempre como un altísimo honor el reposar después de su muerte cerca del cuerpo de algunos de estos mártires, hecho que recibió el nombre de sepultura ad sanctos. Por su parte, los vivos estaban también convencidos de que ningún homenaje hacia sus d. podía equipararse al de enterrarlos al abrigo de la protección de los mártires. Consideraban que con ello quedaba asegurada no sólo la inviolabilidad del sepulcro y la garantía del reposo del d., sino también una mayor y más eficaz intercesión y ayuda del santo. Un epitafio de Roma, entre otros muchos, dice así: «Pro vitae suae testimonium Sancti Martyres apud Deum et .* erunt advocati» (G. B. De Rossi, «Boletino di archeologia cristiana», 1864, 34). Y S. Ambrosio, que mandó enterrar a su hermano Sátiro junto al sepulcro del mártir S. Víctor, hizo grabar en su sepulcro estas palabras: «A Uranio Sátiro, su hermano Ambrosio rinde el último honor sepultándolo a la izquierda del mártir. Sea ésta la recompensa de su mérito: que penetrando la sangre sagrada (de Víctor) por entre las paredes contiguas, lave los despojos del que a su lado descansa».
     
      Esta práctica de enterrar junto a los sepulcros de los mártires, atestiguada ya desde finales del s. it, fue paulatinamente convirtiéndose en costumbre. Y así, en el s. iv, la sepultura ad sanctos era ya común, aunque, al parecer, reservada a d. de categoría. Así fue como las basílicas e iglesias, en general, ll9garon a constituirse en verdaderos cementerios (v. CEMENTERIO II), lo que pronto obligó a las autoridades eclesiásticas a poner un límite a las sepulturas en las mismas. Pero esto en nada afectó al sentimiento de profundo respeto y veneración que la Iglesia profesaba y siguió profesando a sus hijos d. De ahí que a pesar de las prohibiciones a que se vio obligada para evitar abusos, permaneció firme su voluntad de honrarlos. Y así se estableció que antes de ser enterrado el cadáver fuese llevado a la Iglesia y, colocado delante del altar, fuese celebrada la Eucaristía en sufragio suyo. Esta práctica, ya casi común hacia finales del s. Iv y de la que S. Agustín nos da un testimonio claro al relatar los funerales de su madre (Confesiones, IX,12), se ha mantenido hasta nuestros días.
     
      La Iglesia siempre ha manifestado en su doctrina oficial y en los ritos litúrgicos el deseo de que las exequias de sus hijos sean celebradas como verdaderos misterios de la religión, signos de la piedad cristiana y sufragios salubérrimos en favor de los fieles difuntos. Este respeto sagrado hacia los difuntos fue lo que indujo a la Iglesia a prohibir, incluso con graves penas canónicas, la cremación de los cadáveres, cuando esta práctica era entendida como una expresión de la falta de fe en la vida eterna o de menosprecio al cuerpo humano.
     
      No obstante, y dadas las actuales circunstancias demográficas, no niega el rito de las exequias cristianas a quienes hayan elegido la cremación del propio cadáver, a no ser que conste que lo hicieron por razones contrarias a la vida cristiana, según la Instrucción de la Sagrada Congregación del Santo Oficio del 8 mayo 1963 (cfr. AAS 56, 1964, 822-823).
     
      El nuevo Ordo de las exequias hace notar que en los casos de cremación del cadáver los ritos han de ser tales que no parezca que la Iglesia antepone la cremación a la costumbre de sepultar los cadáveres, como quiso el Señor ser sepultado, y exige que se evite todo peligro de escándalo, extrañeza por parte de los fieles y el indiferentismo religioso (cfr. Ordo Exsequiarum, Vaticano 1969, 10, n° 15).
     
      2. La oración por los difuntos. De lo dicho hasta aquí puede deducirse con facilidad el verdadero significado de la expresión culto aplicada al que la Iglesia tributa a los d. No se trata, evidentemente, de un culto en el sentido teológico estricto (v. CULTO II), sino en el más amplio de honor y respeto sagrados. Y este honor y este respeto sagrados, encuentran una expresión todavía más elocuente y profunda en la oración de la Iglesia por los d., sobre todo en la oración litúrgica de las exequias y en el santo Sacrificio de la Misa aplicado por su eterno descanso (V. COMUNIÓN DE LOS SANTOS; PURGATORIO).
     
      S. Agustín, en su Tratado De cura pro mortuis gerenda, explicaba a los cristianos de sus días cómo los honores externos no reportarían ningún beneficio ni honra a los muertos si no iban acompañados de los honores espirituales de la oración: «El cuidado del entierro, las condiciones honorables de la sepultura y la pompa de los funerales, más bien que auxilios para los difuntos son consuelo para los vivos». En cambio, cuando «el cariño de los fieles hacia sus muertos se manifiesta en recuerdos y oraciones, es indudable que de ello se aprovechan las almas de los que durante la vida temporal merecieron beneficiarse de tales sufragios... Sin estas oraciones, inspiradas en la fe y la piedad hacia los d., creo que de nada serviría a sus almas el que sus cuerpos privados de vida fuesen depositados en cualquier lugar santo. Siendo así, convenzámonos de que sólo podemos favorecer a los difuntos, si ofrecemos por ellos el sacrificio del altar, de la plegaria o de la limosna». (De cura pro mortuis gerenda, 3 y 4). Comprendiéndolo así, la Iglesia, que siempre tuvo la preocupación de dar digna sepultura a los cadáveres de sus hijos, brindó para honrarlos lo mejor de sus tesoros espirituales. Depositaria de los méritos redentores de Cristo, quiso aplicárselos a sus d., tomando por práctica ofrecer en determinados días sobre sus tumbas lo que tan hermosamente llamó S. Agustín sacrificium pretii nostri, el sacrificio de nuestro rescate (Confesiones, IX,12). Ya en tiempos de S. Ignacio de Antioquía (v.) y de S. Policarpo (v.) se habla de esto como de algo fundado en la tradición. Pero también aquí el uso degeneró en abuso, y la autoridad eclesiástica hubo de intervenir para atajarlo y reducirlo. Así se determinó que la Misa sólo se celebrase sobre los sepulcros de los mártires. Se prohibió, igualmente, celebrar el sacrificium pro dormitione en favor de aquellos que se hubieran hecho indignos de él; y, en fin, se vedó el depositar la Eucaristía sobre el pecho del cadáver, como a veces se hacía al sepultarlos en señal de comunión con la Iglesia y como prenda de resurrección (S. Gregorio Magno Diálogos, lib. 11, cap. 24).
     
      Por otra parte, ya desde el s. ni es cosa común a todas las liturgias la memoria de los d. Es decir, que además de algunas Misas especiales que se ofrecían por ellos junto a las tumbas, en todas las demás sinaxis eucarísticas se hacía, como se sigue haciendo todavía, memoria (memento) de los d. Y es interesante observar cómo la Iglesia en estas oraciones de intercesión por los muertos se muestra especialmente afectuosa y tierna: «Señor, se reza en el canon romano, a todos los que nos han precedido con el sello de la fe y ahora duermen el sueño de la paz, dales el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz». Este mismo espíritu de afecto y ternura alienta en todas las oraciones y ceremonias del maravilloso rito de las exequias.
     
      3. La festividad de todos los fieles difuntos. Pero donde la Iglesia ha volcado, podemos decir, todo su corazón de madre y su riqueza como Cuerpo Místico de Jesucristo en favor de los d., ha sido en la institución de una fiesta litúrgica, especialmente dedicada a su recuerdo y al sufragio por sus almas. Como dice el Martirologio Romano (2 de noviembre): «en este día la piadosa madre Iglesia, después de haber celebrado con dignas alabanzas a sus hijos que ya gozan en el cielo, dirige sus eficaces oraciones a su Esposo y Señor, Cristo, para que todos aquellos que todavía gimen en el purgatorio, lleguen cuanto antes a la convivencia con los bienaventurados».
     
      La celebración de un oficio especial al año en sufragio por los d. es común en Oriente y en Occidente. La liturgia bizantina lo hace el sábado anterior a la domínica de Sexagésima. En Occidente, este uso comenzó por los monasterios. En el s. x ya existía en los monasterios benedictinos, y en algunos de ellos, como Fulda, esta celebración por los d. era mensual. Parece ser que fue S. Odilón (v.) abad de Cluny (v.), quien dio fuerza de ley y carácter universal a esta costumbre monástica, aun cuando su célebre edicto de 998 sólo afectaba a las abadías que dependían de su jurisdicción, que, por cierto, sumaban varios centenares, repartidas por Francia, España e Italia.
     
      Luego esta costumbre fue introduciéndose en algunas iglesias particulares, como las de Lieja (1008) y Besan~on, y, finalmente, fue adoptada por la Iglesia universal. La fecha señalada fue la que había establecido S. Odilón, el 2 de noviembre. Por decreto de Benedicto XV (10 ag. 1915), todos los sacerdotes pueden celebrar tres misas ese día, al igual que en Navidad. Con esto hacía extensivo a toda la Iglesia un privilegio que Benedicto XIV (1748) había concebido a los sacerdotes de los Estados sometidos a la corona de España. Una prueba más de ese amor maternal que la Iglesia siente por sus hijos que duermen ya el sueño de la paz.
     
      V. t.: CEMENTERIO; CREMACIÓN; FUNERAL.
     
     

BIBL.: VARIOS, Absoute, Ad sanctos, Défunts, Ensei,elissemen.', Funérailles, en DACL 1,199-207; 1,479 ss.; IV,427-456; V,45-50; V,2705-2715; XII,1552 ss.; M. RIGHETTI, Historia de la liturgia, I, Madrid 1955, 968-1008; H. DELEHAYE, Les origines du culte des martyrs, Bruselas 1933; A. RusH, Death and burial in christian antiquity, Washington 1941; A. G. MARTIMORT, La Iglesia en oración, 2 ed. Barcelona 1967, 417-419, 451-452, 682-690, 834, etc.

 

RAÚL ARRIETA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991