1. Introducción. El ritual de los d., nacido en los mismos albores de la
humanidad, es tan complejo que exige una visión de conjunto antes de
entrar de lleno en su fenomenología. Frente a la muerte (v.) el hombre
reacciona en dos movimientos: uno de atracción y otro de repulsión. No es
éste el único campo religioso en que la tensión emotiva se divide o toma
aspectos contradictorios, al parecer. Uno de ellos, el repulsivo, provoca
el horror al cadáver al que considera como demoniaco, ritualmente impuro,
que hay que evitar y del que conviene desembarazarse cuanto antes para
eliminar de esa forma cualquier clase de peligro. Con una gran
probabilidad, este aspecto debió nacer originalmente del hedor de la
descomposición y de los frecuentes casos de epidemia, que forjaron un tabú
(v.) higiénico, de los tantos que hay en las religiones y que aún hoy se
mantienen a pesar de nuestra civilización.
Pero, además, el muerto tiene algo que provoca emociones, suscita
recuerdos, testimonia cariño. Es lo que queda del ser querido que parece
dormir. De ahí que nazca un nuevo sentimiento que intente conservar los
restos de ese d. o de protegerlos. No quieren hacerse los vivos a la idea
de que ya no es igual, que el d. rompió los lazos que les unían y partió.
El efecto disolvente de la muerte ha de ser detenido y, en su intento por
lograrlo, los humanos establecen un nuevo parentesco, que refuerza el
existente entre los vivos: es el lazo sagrado que se crea y acepta entre
supervivientes y antepasados.
Los puntos, pues, más interesantes de los datos que ofrece la
fenomenología son: 1) ritos por los que los vivos se defienden de los d.,
porque los creen poderosos; 2) ritos que defienden al d. como a un ser
querido que parte a un mundo desconocido; 3) culto a los antepasados como
defensa del cuerpo social y confesión de una comunidad religiosa.
2. El muerto como poder temible: ritos de defensa. Se ha afirmado
tan taxativamente que el temor a los muertos ha sido en gran parte el
origen de toda religión (v.) que casi se ha convertido en axioma
indiscutible. Y no parece que sea así: el hombre teme al muerto pero no a
todos, sino a aquellos que por ciertas razones deben estar insatisfechos y
por ende rabiosos, p. ej., los que permanecen insepultos o carecieron del
debido ritual, los que no reciben las ofrendas precisas, los asesinados o
ajusticiados, las madres muertas al dar a luz, etc. Pero los muertos en
general necesitan de cierta ayuda, porque al morir perdieron su capacidad
corporal. Aunque necesitados en su mundo telúrico, subterráneo, en el de
los vivos pueden ser poderosos. De ahí aquellas, al parecer,
contradicciones en la fenomenología del ritual de los d. Éstos, p. ej.,
pueden favorecer una cosecha, enviar la lluvia o proporcionar un heredero
varón, pero necesitan de ofrendas. No se trata realmente de una
contradicción, sino de la doble vertiente en que se mueven los d. en su
nueva vida. Mientras que en el más allá son poderosos, son también
indigentes porque carecen de cuerpo. El poder atribuido a los d. es
cósmico: en Nueva Zelanda, para conseguir la lluvia se invoca a un
hechicero muerto; en Indonesia, protegen de los peligros de la guerra y
del mar; lo mismo aseguran una pesca abundante que una buena caza.
En los pueblos agrícolas no es extraño encontrar asimilados los d.
con los dioses protectores de la recolección: en el Circo Máximo de Roma
el altar de Consus era, a la vez, morada de los d. y cofre que contenía
cebada.
Ante esta fenomenología, en los ritos que acompañan más comúnmente a
la muerte y enterramiento se puede percibir un hálito de terror, de miedo
al d. que, por la muerte, se ha hecho poderoso. Las muestras externas y
excepcionales del dolor ritual (p. ej., las plañideras, golpes de tambor,
gritos, aullidos, rasgaduras de los vestidos, etc.) pretenden dar a
entender al d. que su partida ha sido muy sentida. De esa manera se marcha
contento y no volverá a molestar a sus parientes. El miedo a los d.
caracteriza las formas más variadas de enterramiento, la preocupación por
darle una buena provisión para el camino, a veces incluso compañía, o
proporcionarle un medio de locomoción, p. ej., un caballo, carro o barco.
Se ponen entre las manos del d. objetos mágicos que le abran las
puertas del nuevo mundo adonde va a residir. Contando con el egoísmo
humano, estos ritos que defienden o ayudan al d. pueden ser realizados con
el fin de hacerlo benévolo y que así no vuelva a molestar o dañar. En las
formas de enterramiento más antiguas se puede ver un intento de impedir al
d. su acceso al mundo de los vivos. Muchos son amarrados, sus miembros han
sido quebrantados a veces, grandes piedras les impiden salir de su tétrica
morada. Incluso la misma posición fetal, tan corriente en este mundo
primitivo, pudo haber tenido esta finalidad: impedirles cualquier clase de
movimiento para escapar, aunque es más probable que indique una esperanza
de revitalización en el seno de la madre tierra, una intuición de la
inmortalidad (v.).
Los vivos temen porque no saben de qué humor se encuentran los d.,
son caprichosos, egoístas y pueden atacar de la forma más insospechada.
Entre los pueblos semicivilizados de América del Sur, el cadáver es
transportado al lugar de su inhumación por los caminos más disparatados, a
veces dando vueltas inauditas, atravesando ríos y montañas (V. AMÉRICA VI,
1); de esa manera logran despistar al posible enemigo que se encierra en
el ataúd. Todo este farragoso caminar puede ser considerado como un rito
de defensa por parte de los supervivientes. Las antiguas sagas nórdicas y
los cuentos medievales dan materia más que suficiente para colorear
debidamente este miedo y explicar cómo los vivos han intentado siempre
defenderse del poder potencial de los d.
En ciertos días los d. acuden en tropel al mundo. En esas fechas se
han de realizar ciertos ritos o ceremonias que aplaquen a los d. y ganen
su benevolencia. Aunque en determinados pueblos estas visitas sean
semanales, lo general es creer que sólo una vez al año necesitan con más
urgencia la ayuda de sus parientes. En ese día han de encontrar comida,
luces para no tropezar o para ver dónde se encuentra su alimento. En más
de un pueblo se recogen ofrendas en metálico y en especie, recuerdo, sin
duda, de auténticas ofrendas a los muertos, que se remontan al paganismo o
a un cristianismo paganizado.
3. El difunto como ser débil. La muerte es la puerta de otro mundo.
Como esta nueva existencia es temible por desconocida, se ayuda
ritualmente al d. para que pueda franquear el acceso al valle de las
sombras y emprender la marcha con cierta seguridad más allá de la tumba.
El cadáver se ha debilitado, lo ven exangüe y pretenden revitalizarlo por
medio de ritos: la presencia de ocre rojizo en los enterramientos
paleolíticos, la efusión de sangre animal en las tumbas arcaicas griegas,
etc., tienen esta finalidad. Más de un antropólogo cree que las
conchillas, tan frecuentes en los más antiguos sepulcros, tenían un
significado vivificante. Los alimentos, el ajuar, los esclavos o los
caballos sacrificados pretendían ayudar al d. en su itinerario debilitante
(v. ULTRATUMBA). Aunque la momificación reflejara una creencia en la
inmortalidad, puede ser tomada también como un rito en que, mediante la
defensa de los tejidos, se salvara el debilitamiento y destrucción de la
persona d. Como la fragilidad del hombre es verificable en su
cuerpo-cadáver, al fortificar éste creían ayudar al compuesto-hombre. Los
egipcios dejaban a sus d. bajo la ardiente arena; en Kentucky, los indios
aborígenes, en cuevas de salitre; los cuerpos rehechos tras la
descomposición, las imágenes funerarias, etcétera, pretenden proporcionar
al d. un cobijo resistente, recrear su potencialidad vital.
La cremación (v.), sistema bastante común de acabar con el cadáver,
pudo haber sido concebida para facilitar su traslado al cementerio tribal,
cuando el fallecimiento tenía lugar en sitios apartados. Caso éste
corriente en los pueblos guerreros con sus muertos en los campos de
batalla. La cremación es un rito en el que se acepta el fuego como agente
purificador. En el fondo, al quemar un cadáver, se le ayuda, porque se le
limpia; se le da la inocencia requerida para un más allá feliz. Los
pecados y faltas de la vida mortal pesan sobre su espíritu; el fuego
desata y libera. En el brahmanismo (v.), el fuego es el agente que rompe
todo el conjunto humano y conduce a cada parte del mismo a la sección
cósmica que le corresponde: lo sitúa en su propio mundo, proporcionándole
la vida sin fin. El humo de la pira funeraria es concebido como la escala
que conduce al cielo (v.), y esto en geografías religiosamente tan
distantes, como son el mito fenicio de Hércules (v.) y las leyendas
indígenas de las Nuevas Hébridas.
Junto al fuego, el agua domina en casi todos los ritos funerarios.
En Egipto se la encuentra en el rito mágico de «abrir la boca» a la momia
o a la imagen funeraria. En el mito mesopotámico del Descenso de Ishtar a
los Infiernos, esta diosa (V. ASTARTÉ) se escapa de los pode, res malignos
gracias a que es regada con el agua de la vida que le arroja Namtar. En
Grecia y culturas más o menos semejantes, era abundantemente usada en los
ritos funerarios. La creencia popular hace de la muerte algo material, que
huele y es olida (p. ej., los perros que aúllan); algo que se adhiere, con
el peligro consiguiente para los que han tocado el cadáver. Éste es
considerado como impuro: así entre los israelitas y otros muchos pueblos.
El modo más lógico de desprender ese mal, es el lavado. El d. es
purificado; asimismo lo son los asistentes. Sin duda, se trata de un tabú
higiénico, provocado por infecciones. En la Grecia clásica existía la
costumbre de colocar una vasija con agua en la puerta de la casa donde
había tenido lugar un fallecimiento. Se friegan los suelos y se asperge al
cadáver. Cuanta más agua, más posibilidades de purificación. El uso
católico del agua bendita puede responder en parte a esta ancestral
costumbre, que pudo ser asumida por el cristianismo con un nuevo contenido
(V. AGUA VI; PURIFICACIÓN I).
Los d. pertenecen a un mundo que es casi un duplicado de éste. Son
seres necesitados, no sólo en el comienzo de su nueva vida (la muerte
sería considerada como un doble del nacimiento), sino también en el
transcurso de la misma. Lo más perentorio ha de ser satisfecho: comida,
bebida y habitación. Como los dioses no estaban tan diferenciados de los
espíritus (V. ESPíRITU II), ni éstos de los d., el esquema ritual es
parecido. Así, no es raro encontrar habitando el mismo lugar a los vivos,
a los d. enterrados junto al hogar y a los dioses en forma de penates.
Egipto presenta ya una clara diferenciación, muy acorde con su mentalidad
religiosa: mientras que la habitación de los vivos era construida de barro
y ramas, las tumbas y los templos les merecen un respeto especial,
utilizando materiales más sólidos y permanentes.
Las momias o imágenes del d. merecían todos los cuidados: eran
lavadas, perfumadas, aireadas, con sus ofrendas frescas. El culto en
muchos casos era diario. Los encargados de tributar estos cuidados eran
los hijos o descendientes más cercanos del d.; pero, como la obligación de
practicarlos se mantendría, se crearon unas organizaciones funerarias que
se encargaban de este culto permanente, mediante pago. Eran verdaderas
fundaciones, que absorbían una parte muy considerable de las riquezas de
la familia. Las dotaciones estaban divididas (en muchos sepulcros se
hallan escritos estos contratos entre la familia del d. y el encargado del
ritual): parte era destinada para comprar las ofrendas que se debían
presentar; parte, para el mantenimiento de la tumba y de los servidores
del Ka o espíritu del d. Aunque en un principio debieron ser numerosos
estos servidores del Ka, sostenidos por la familia, ya en el Imperio Medio
se limitaron a uno solo que se encargaba de todo el ritual. Ni que decir
tiene que este cargo, bien pagado como estaba, se convirtió en algo
hereditario (V. EGIPTO VII).
4. Los antepasados y su culto. Como en otras formas religiosas, aquí
encontramos la sacralización de una experiencia vivida, la unidad entre
los miembros de una tribu. De la constatación de un hecho, que se podría
sintetizar en que el individuo vive gracias al grupo original que lo
alberga y es imposible la existencia fuera del mismo, se pasa a la
Consagración de los antepasados. Es bien conocida la cohesión interna que
se da en estos primitivos grupos sociales. El primitivo no percibe
claramente la diferencia entre componentes vivos y d. de su grupo; de ahí
que sea normal la integración de los antepasados en la vida terrena de la
tribu. Sentimentalmente, el hombre religioso arcaico de tendencia
colectivista, comprende a los antepasados y a la posteridad como una
unidad sagrada. Entre vivos y d. corre un potencial numinoso que jamás
debe decrecer. De ahí la costumbre entre algunos primitivos de comerse el
corazón o el hígado del padre muerto: de esta forma se conserva en la
familia el poder del antepasado, ritualmente no muere. Los romanos, en la
fiesta de las Lemuria, se reunían alrededor del mausoleo familiar en una
comida de todos los componentes de la misma; a ella asistían los d. y en
su presencia se dirimían las cuestiones discutidas y se restituía el
estado de amor primordial. La tumba familiar era un cuasi-templo y, por
supuesto, fuente del poder del grupo. La familia (v.), y lo mismo el clan
(v.) o la tribu (v.), estaba formada por una parte visible y otra que no
lo era. La primera estaba constituida por los miembros vivos que se saben
estrechamente unidos con el antepasado d., no sólo por vínculos
sentimentales, sino también por un contacto vivo, elemental, necesario. En
China y Japón los antepasados participan de las decisiones de los vivos y
son informados de todos los acontecimientos familiares del grupo e incluso
de la nación. Recuérdese al emperador Hiro-Hito dando cuenta a sus
antepasados (en una ceremonia pública) de la derrota sufrida por el Japón
en la II Guerra mundial.
En el fondo radica un convencimiento general, aunque poco
especificado: la vida es algo común a todos los componentes del grupo. El
d. participa de ella, aunque su forma de vivirla sea distinta. Todos los
miembros de esta comunidad vital son, cada uno de por sí, una
personificación plena y entera de la vida que les anima a todos en una
comunidad, en una fusión de vida y destino. Como generalmente se cree que
el alma reside en la sangre, una herida producida a un miembro repercute
en todo el cuerpo, debilitándolo; quizá aquí radique fundamentalmente la
venganza de sangre, tan corriente en los pueblos poco evolucionados. El
convencimiento que une sentimentalmente a los miembros del grupo no está
fundado exclusivamente en la consanguinidad (se conoce entre ellos la
alianza con gentes extrañas al clan) sino, y radicalmente, en el hecho de
que, tras de y en estos factores profanos, se agolpan unos poderes
numinosos a los que se saben ligados y sin los cuales no existiría,
propiamente hablando, verdadera vida (V. ALIANZA [Religión] ).
Los individuos viven gracias a la,fuerza, a la vitalidad que les
dieron sus antepasados. Desde la existencia genética hasta los útiles de
trabajo, pasando por las leyes, las formas de cultivo, la casa o el
pueblo, todo le llega al hombre por tradición. tsta, generalmente al tomar
forma de mito (v.), adquiere una dimensión religiosa, trascendente. En el
antiguo Irán están persuadidos de que los manes de los d. sustentan toda
la existencia del grupo e incluso el orden del mundo. Los f ravashis,
espíritus de los d., son poderosos y llenan el mundo entero. Ellos dominan
el cielo y la tierra y garantizan el orden cósmico, la vida social y a
ellos se les debe la victoria. Naturaleza e historia están sujetas a estos
fravashis y no hay molécula del ser que se escape a su influjo. El orden
continúa en su ciclo natural gracias a la renovación periódica en la que
tanta importancia tiene la narración ritual del mito, y éste también les
llega por tradición. El ritual de d. rehace anualmente el mundo. La
conclusión es obvia: se conoce al mundo y se le domina gracias a la
transmisión de una enseñanza y a las prácticas de unos ritos que se
remontan y relacionan a los antepasados d. De ahí a la divinización de los
mismos no hay más que un paso. La vida proviene de los padres (hecho
verificable), y así se encadena al viviente a la línea de los abuelos y,
por éstos, a los antepasados. Todo se les debe a ellos. Unas veces son
personas mitificadas (el epónimo); en otros pueblos, animales divinizados
(V. TOTEMISMO; ANIMAL IV).
Pero la experiencia va más allá. El hombre, efectivamente, adquiere
su cultura por tradición y sin ella jamás saldría de la barbarie. Por
ello, cada paso que da el arcaico en su vida, está determinado por una
costumbre o una forma primordial realizada por los antepasados, a veces
semidioses, a veces grandes divinidades, una vez que se operó del todo la
personificación divinizante de los poderes de la naturaleza. De tal forma
se encontró el hombre dependiente de sus antepasados d. que llegó a
considerarlos como la fuente de todo lo bueno, haciéndoles ocupar un lugar
divino. El rito, por tanto, no sólo ayuda a los d., sino que repercute
directamente en la vida diaria de los vivos. Seguir estas normas
litúrgicas produce bienestar, contravenirlas provoca la cólera de los d. y
acarrea grandes desgracias.
En la esfera de los pueblos indoeuropeos se delinea desde muy
antiguo una fiesta anual en honor de los d. con una variación pequeña en
los días. En Grecia, se la llamó Anthesterias. Es antiquísima, pudiendo
remontarse a una época en la que los tabúes (v.) eran todavía muy
numerosos. Esencialmente se trata de un gran culto en el que se pretende
apaciguar a los d. Según la opinión popular, durante estos días los keres
(sombras de los antepasados) abandonan su mundo tenebroso, invadiendo la
morada de los vivos, hasta su saturación. Dice un antiguo poeta anónimo:
«El aire está lleno de tal forma que no existe espacio siquiera donde
colocar la punta de una espiga de cebada». Cada casa recibe su propio
lote; los keres pasean por doquier y ha de haber para ellos alimentos y
bebidas, que el padre de familia ha provisto abundantemente. Así se
satisfacen y no producen daño alguno en los días de obligado hospedaje.
Numerosos tabúes están vigentes en esas fechas, en que toda la familia
revive su unidad formada por miembros vivos y d. Terminado este periodo,
llega el momento de despedir a su mundo de sombras a los keres por medio
de ritos apropiados. Los instrumentos mágicos son el betún y ramas de
aladierna. El rito va acompañado de una fórmula pronunciada debidamente:
«Las Anthesterias han terminado, huid, espíritus de los muertos». En época
más tardía, esta fiesta se pone bajo la protección de Dioniso (v.), lo que
acaba con su aspecto tétrico, al ser celebrada dentro del ciclo
vida-muerte-vida. Fisonomía muy semejante tienen las fiestas romanas
llamadas Lemuria y Parentalia, que se celebraban en febrero y mayo
respectivamente.
Es curioso y poco arriesgado afirmar que el origen de los grandes
juegos helénicos se debe al recuerdo necrológico de un héroe, padre o
salvador de una ciudad: son ritos funerarios en su origen. Así, los de
Olimpia (v.), fueron instituidos en memoria de Pélope, muerto y enterrado
en esa ciudad. En esa fecha, los muchachos se reunían en torno a su tumba,
golpeándose hasta sangrar. En el periodo homérico, los ritos funerarios
incluían pruebas atléticas. La muerte de Milcíades, Leónidas y Pausanias
fueron ritualmente celebradas con la fundación de competiciones
deportivas.
5. Síntesis. La postura religiosa del hombre ante la muerte y los d.
es muy compleja. El muerto no es importante y temible hasta el momento en
que el mismo hombre lo convierte en algo espantoso y fantasmal;
experimentando, por un lado, repulsión y asco ante lo hediondo y corrupto;
por otro, turbación, inhibición de la propia voluntad vital, temor a la
muerte, horror ante el fin de toda energía. Frente a estos sentimientos,
el primitivo reacciona con el culto. Toda la liturgia funeraria, aun en
los grupos más distanciados religiosamente, pretende provocar un
sentimiento de seguridad y confianza ante lo inesperado, desconocido,
temible. Unos ritos intentan suprimir el miedo a lo que ha matado al
pariente o conocido; la intención subyacente en otros es contentar al que
ha partido. Por último, en el culto a los antepasados, el hombre supera la
inmediatez de la descomposición y desaparición, creando unos lazos
inmortales que satisfacen sus anhelos de supervivencia.
V. t.: INMORTALIDAD; ESCATOLOGÍA I; MUERTE IV;
ULTRATUMBA;INMORTALIDAD; ESPIRITISMO I; PRIMITIVOS, PUEBLOS II; ANIMISMO;
APOTEOSIS; AMÉRICA VI, 1; ÁFRICA VII, 2; CANAÁN II.
BIBL.: F. KSNIG, Cristo y las
Religiones de la tierra, Madrid 1954; M. ELIADE, Tratado de historia de
las religiones, Madrid 1960; íD, Lo Sagrado y lo profano, Madrid 1967; E.
O. JAMES, Historia de las Religiones, Barcelona 1960; P. GRIMAL,
Mitologías, Barcelona 1966; R. OTTO, Lo Santo, 2 ed. Madrid 1965; A.
BRUNNER, La Religión, Barcelona 1963; 1. MURPHY, Origines et histoire des
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G. F. BRANDON, Man and his destiriy in the great Religions, Manchester
1962.
J. GUILLÉN TORRALBA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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