Se da el nombre de t. d. a la tendencia aparecida en el seno del
protestantismo después de la 11 Guerra mundial y representada por K. Barth
(v.), Friedrich Gogarten, Rudolf Bultmann (v.) y Emil Brünner (v.). Son
rasgos típicos de este movimiento teológico la acentuación de la
trascendencia de Dios y la soberanía de la revelación frente a todo lo que
es realidad dada al hombre: pensamiento y vivencia, cultura, filosofía y
religión. Su radicalismo confina con la crisis de la posguerra, que
desconfía del hombre, si bien está condicionado indudablemente también por
la idea, tan propia de la Reforma, de que el hombre como creyente se sitúa
siempre ante Dios con las manos vacías. De este modo la t. d. se opone a
la teología liberal (v.) del siglo xix e implica un retorno al
protestantismo primitivo.
El punto de partida. Teología de la palabra de Dios. Así es definida
por K. Barth la t. d. en la primera edición de su Rómerbrief o Comentario
a la epístola a los Romanos (1919). Impulsado por exigencias pastorales, y
de la mano de Blumhardt, H. Kutter, S. Kierkegaard (v.), F. Overbeck (v.),
F. M. Dostoievski, etc., constata que la teología protestante tradicional,
centrada en una valoración de la piedad o de la religión natural, cuyas
expresiones trata de descubrir en la psicología humana, en la historia de
la cultura o en la misma figura de Jesús, hablaba sobre el hombre cuando
creía hacerlo sobre Dios. En contraposición, la t. d. acentuará la
trascendencia divina y la soberanía absoluta de la revelación. Esta tiene
su propio fundamento en sí misma y no necesita apoyarse en nada
extrínseco. El único punto de partida posible es el Deus dixit, la palabra
de Dios, que se sitúa más allá de todo lo tangible y mensurable, más allá
de la conciencia personal, de la religión y de la piedad en cuanto
esfuerzo de los hombres, más allá de la ética y de la historia, más allá
de la misma letra de la Escritura. Barth busca la palabra de Dios tras las
palabras de la Biblia: afirma que la vida de la Escritura se esconde tras
la letra: la revelación, dice, no es algo «objetivo», que está a
disposición nuestra en la Biblia, sino que es pura actuación de Dios,
actividad suya personal e «inobjetiva»; es un acontecer más que un ser. La
clave hermenéutica de la Escritura se descubre en la unidad de la palabra
de Dios, atestiguada por ella y contrapuesta a todas las posibilidades
humanas. La autoridad de la Escritura se basa en la actuación misma de
Dios, y la fe, que es su consecuencia, es igualmente fruto del Espíritu.
Barth busca así una nueva inteligencia de la Escritura, no puramente
histórica, sino teológica. A esta búsqueda de «la palabra en las palabras»
de la Escritura, se une muy pronto R. Bultmann, en 1922. A una conclusión
semejante había llegado, por otro camino, F. Gogarten, al situar las
relaciones entre cultura y cristianismo bajo el fuego de la crítica
luterana, basada en la precaria situación del pecador ante Dios, y al
considerar la fe como fundada en la «decisión» del hombre frente a una
exigencia por parte de Jesús que resulta indemostrable. Así se unen K.
Barth, F. Gogarten y E. Thurneyssen y fundan en 1922 la revista «Zwischen
der Zeiten», en la que pronto colaboran también R. Bultmann y E. Briinner.
Había nacido el grupo de la t. d.
Una «teología de la crisis». Pero ¿qué contenido tiene «la palabra
en las palabras»? ¿Cómo hay que entender a Jesucristo como palabra de
Dios? La respuesta clásica a estas preguntas viene dada por la segunda
edición de la Rómerbrief de K. Barth (1922), donde defiende una
contraposición radical y paradójica entre la eternidad y el tiempo.
Siguiendo a Kierkegaard, Barth habla de Dios como el «enteramente otro».
Entre él y el hombre hay una separación radical. Lo divino y lo humano son
dos realidades opuestas por el vértice: Dios significa la negación del
hombre, el juicio, la «ira», la crisis radical, el eschaton o fin del
mundo y de la historia. Dios es siempre la frontera del hombre, que se
sitúa más acá de esta frontera sin que exista la posibilidad de puente o
mediación humana alguna. La reacción de Barth está, pues, en diametral
oposición a F. Schleiermacher (v.) y al historicismo del siglo pasado.
Es difícil hablar de encarnación (v.) y gracia (v.) en esta teología
torturada. El único punto de contacto entre Dios y el hombre se da, no en
el plano de la religión o de la ética, sino sólo en Cristo. Pero este
punto de contacto carece de dimensión histórica o psicológica: es un punto
matemático, sin magnitud alguna tangible o mensurable; sólo en la cruz, en
la negación del hombre y de su mundo, se hace visible la presencia de Dios
en Cristo. La conciencia de la filiación divina de Jesús coincide con la
conciencia del abandono de Dios en la cruz (en oposición a Schleiermacher
para quien la filiación divina se identificaba con la conciencia de
dependencia de Dios por parte del hombre Jesús). A decir verdad, Dios no
entra aquí en la historia. La encarnación se identifica con la cruz, con
la muerte del hombre. Y cuando, por la resurrección, Dios crea a un hombre
nuevo, éste se sitúa ya fuera de la historia, del espacio y del tiempo. La
revelación y la salvación tocan al viejo mundo de la carne «como la
tangente al círculo: sin tocarlo». Dios queda así prácticamente fuera de
la historia, es un mero punto tangencial, no una secante que incide en
nuestro círculo penetrando en él. No existe, por tanto, una historia de
salvación (v.), ni una salvación o revelación en la historia. La
revelación es sobre todo velación, ocultamiento más que manifestación:
Dios aparece en Cristo, pero aparece de incógnito. La revelación no es una
luz que brilla en las tinieblas, sino un relámpago que surca el cielo en
una noche de tormenta y que, después de brillar por un momento, nos deja
sumidos en la oscuridad, mayor aún si cabe, del misterio.
Por ello, concluyen, sólo podemos hablar de Dios en forma
dialéctica, paradójica. Cada afirmación ha de ser corregida por una
negación: en este juego de luz y oscuridad no hay síntesis posible; el sí
y el no giran en torno a un centro que permanece incognoscible. La única
relación que existe entre Dios y el hombre es una relación de distancia.
La fe es, en consecuencia, el vacío absoluto, el credo quia absurdum; es
un estar colgado, suspendido en el aire, sin razón, sin punto alguno de
apoyo, sin base humana alguna. Sólo puedo creer que creo, mas no saber por
qué creo. No cabe la certeza de la fe que defendía el racionalismo del
siglo xix. La fe es un milagro imprevisible.
Dios, añaden, representa no sólo la sentencia de muerte para la
cultura, sino también para la religión (y la ética consiguiente) como
esfuerzo humano por escalar el trono de la divinidad. Es, dicen, en la
religión natural donde se sitúa la rebeldía primordial del hombre «que
quiere ser como Dios», el «pecado original» humano, la «justicia por las
obras». Y, sin embargo, la religión es necesaria como encarnación de la
revelación y de la fe, que necesitan materializarse en fórmulas: en la
religión como en su expresión sensible. La religión participa así del «simul
iustus et peccator: peccator in se, iustus in Christo». Siendo pecado en
sí, la religión se convierte en luz desde aquel momento imprevisible en el
que es asumida por la revelación de Dios en Cristo o iluminada por la
palabra de Dios que acaece.
Lo mismo cabe decir, según ese planteamiento, de la Iglesia, en la
que, piensan, el destello instantáneo del relámpago tiende a hacerse luz
duradera, la revelación como un don tiende a convertirse en dato. Mas, por
otra parte, afirman, es necesaria esta organización para la predicación
del Evangelio. La Iglesia se halla, pues, como la religión, ante el mismo
trágico dilema: siendo templo estable, su modelo está en el tabernáculo
portátil del desierto; siendo en sí pecado, es, sin embargo, gracia,
porque en ella acaece el milagro súbito de la palabra de Dios. La Iglesia
viene a ser la cristalización histórica de la actuación de Dios sobre el
hombre; actuación que jamás se hace historia, sino que permanece como puro
acontecimiento vertical.
En resumen, no hay puente, continuidad ni coincidencia entre' Dios y
el mundo. No hay terreno común (analogía entis) que nos permita subir del
corazón humano a la intimidad divina, de la dinámica histórica a la
realidad de Dios. Sólo hay una bajada imprevisible y contingente,
incidental, de la palabra de Dios a nuestro mundo humano: el relámpago
inesperado e instantáneo de la revelación.
Caminos divergentes. La labor teológica de F. Gogarten, R. Bultmann
y E. Brünner se mueve, durante los años 1922 a 1924, en idéntica dirección
a la de K. Barth. Todos coinciden en que la revelación trasciende el
conocimiento histórico, y la fe la experiencia religiosa, y en que Dios se
ha revelado en Cristo como el enteramente otro. Pero surge luego una
discrepancia: la oposición radical, la paradoja o la dialéctica -para los
tres primeros autores- no divide dos mundos, el de Dios y el del hombre,
sino que se sitúa en nuestro propio mundo. La crisis no es, como en K.
Barth, el acto puro de un acontecer invisible que tiene lugar en Dios (la
Urof fenbarung o revelación primordial intradivina), sino que se sitúa en
el momento en el que la palabra de Dios hecha carne entra en contacto con
la decisión humana de la fe. En el encuentro con la realidad histórica, la
existencia humana halla no sólo su frontera, sino también su sentido. La
negatividad de la situación-límite (donde se sitúa a Dios como frontera),
implica también la positividad de una actuación humana responsable. El
sentimiento de limitación inherente a nuestro ser creado se convierte en
el sentido de la existencia humana y es la base de su apertura hacia Dios.
Al principio la discrepancia no es notable, porque también K. Barth
afirma que la revelación divina es la respuesta a la existencia humana
como pregunta. Pero a partir de 1925 se van acentuando las divergencias,
al integrar en la teología -Gogarten primero y Bultmann después- la
autocomprensión del hombre como presupuesto necesario para dar lugar a la
opción de la fe.
Para F. Gogarten toda afirmación acerca de Dios deberá ser
dialéctica, por el hecho de que no tenemos conocimiento alguno de Dios que
no sea al mismo tiempo conocimiento de nosotros mismos. No nuestra
relación a Dios, sino nuestra propia existencia es dialéctica. La fe es el
encuentro de la creatura con Dios como creador; pero sólo podemos
encontrar a Dios en sus obras: el reconocimiento de Dios como creador se
identifica con el reconocimiento de la vinculación que me une al prójimo.
El contenido de la fe es el encuentro con un tu concreto en cuanto
creatura de Dios. Gogarten ahondará esta visión sirviéndose de la
filosofía personalista de M. Buber (v.) y F. Ebner. Al mismo tiempo
achacará a K. Barth el hablar bien de un Dios en sí, aislado del hombre, o
de un hombre en sí aislado de Dios. No es posible hablar de Dios sólo, sin
hablar al mismo tiempo del hombre al que Dios se revela. Es necesaria una
antropología teológica como presupuesto de la revelación: no es posible
comprender al hombre sin comprender a Dios y viceversa, no se puede
comprender a Dios sin comprender al hombre.
R. Bultmann, por su parte, cree igualmente que la teología sólo
puede hablar de Dios si habla del hombre, por lo que presupone una
determinada comprensión de éste, que él toma de M. Heidegger (v.). La
esencia de la t. d. consiste en la «intuición» o descubrimiento de la
historicidad del hombre, pues es a partir de aquí donde el hombre se
descubre a sí mismo como creatura y a Dios como creador. La dialéctica no
se sitúa para R. Bultmann en el campo de las nociones (de la filosofía),
sino de los hechos, o mejor de la existencia: es ahí donde se da la
contraposición absoluta pecado-gracia, existencia inauténtica-existencia
auténtica.
Para E. Brünner el conocimiento del hombre acerca de sí mismo (al
que puede llegar también el incrédulo) constituye el «punto de partida o
de apoyo» (Anknüpfungspunkt) de la revelación de Dios en el hombre. En
efecto: el hombre se halla en contradicción consigo mismo, pues es al
mismo tiempo pecador e imagen de Dios. En cuanto pecador, la revelación es
negación del hombre; en cuanto imagen de Dios viene a completarle. En esta
situación paradójica del hombre consiste la dialéctica de la teología.
Coinciden, pues, Gogarten, Bultmann y Brünner en que el carácter
dialéctico de la teología se basa en la dialéctica misma de la existencia
humana y no en el acontecimiento de la revelación como crisis del hombre
(tal como quiere Barth).
La ruptura. Cuando Gogarten se pasa a los Deutsche Christen o
Cristianos alemanes (v. BEKENNENDE KIRCHE), en 1933, K. Barth renuncia a
seguir colaborando en la revista «Zwischen der Zeiten», que deja entonces
de publicarse. Un año más tarde, en 1934, Barth responde con un violento
no a la teología natural de E. Brünner (Nein! Antwort an Emil Brünner,
Munich 1934). K. Barth les achaca el admitir una segunda instancia suprema
junto a la palabra de Dios: la antropología filosófica, mientras él
pretende partir únicamente de la palabra de Dios y comprender desde ella
la existencia humana, negándose a admitir una noción que no esté
determinada por la revelación misma.
Para K. Barth la conciencia de Dios como frontera de lo humano no
proviene de la unión de Dios a un ser finito (el hombre Jesús), a través
de cuya conciencia se nos comunica, sino que la conciencia humana de lo
divino sólo es posible como «acto puro» del Espíritu Santo. Pero, aun dada
esta posibilidad, la afirmación del hecho es siempre oscura. Ahora bien;
si la realidad humana de Jesús como tal, no se encuentra en una relación
más cercana a Dios que el resto de los seres, lo mejor es renunciar (como
hace R. Bultmann) a toda afirmación sobre Dios en sí, y reducirse a
afirmaciones sobre el hombre en cuanto que a éste le puede acaecer tal
concienciación. La consecuencia sería la inexpresividad total de la
revelación. K. Barth quiere evitarlo admitiendo una Urgeschichte o
historia primordial de Dios con el hombre que tiene lugar en Jesús (que
viene a ser, así, la revelación personal que acaece fuera del espacio y el
tiempo en una historia intradivina), pero esta solución le obligará a
abandonar, en parte, la tesis de una lejanía absoluta de Dios respecto al
hombre. De hecho Barth ha ido avanzando paulatinamente hacia una escala de
analogías que son iluminadas por el acto de la revelación. El esquema de
la analogía le permitirá más tarde el paso de la Urgeschichte a la
Dogmática eminentemente cristocéntrica, sin tener en cuenta otros
presupuestos filosóficos o epistemológicos. El antiguo principio, común al
grupo de la t. d., de la que la revelación es respuesta a la pregunta de
la existencia humana, pierde ahora para K. Barth todo su sentido. Su
Dogmática será considerada como mitológica por sus antiguos compañeros.
De este modo la posición primitiva de la t. d. no permaneció en
ninguno de sus representantes. Excepto la postura de Barth en 1922,
ninguna de las tendencias (incluida la del mismo Barth posteriormente) ha
continuado insistiendo en que la revelación en Jesucristo manifiesta a
Dios como el Dios desconocido y que en este mismo hecho se encierra la
crisis de toda carne, el juicio de Dios sobre los hombres.
V. t.:PROTESTANTISMO 11, 5;
FUNDAMENTAL Ismo; BARTH, KARL; BULTMANN, RUDOLF; BRÜNNER, EMIL; TILLICH,
PAUL. BIBL.: H. URS VON BALTHASAR, Karl Barth. Darstellung und Deutung
seiner Theologie, Colonia 1951; H. BDDILLARD, Karl Barth, Genése et
évolution de la théologie dialectique, París 1956; íD, Dialektische
Theologie, en LTK 3,334-339; W. PANNENBERG, Dialektische Theologie, en RGG
2,168-174; W. LINK, Dialektische Theologie, en Evangelisches
Kirchenlexikon, 1, Gotinga 1955, 928-930.
M. GESTEIRA GARZA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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