DERECHO CONCORDATARIO. CONCORDATO.


1. Generalidades. El c. es un instrumento jurídico mediante el cual la Iglesia y el Estado pretenden reglamentar sus relaciones mutuas en las múltiples materias en que están llamados a converger. Es su finalidad garantizar la autonomía y la libertad de acción de cada una de las partes, así como también instaurar entre las dos autoridades llamadas por diversos títulos a regir a los mismos individuos, un régimen de concordia y colaboración que sea provechoso, no sólo para las personas que de él se beneficien, sino también para la religión y la propia sociedad civil.
     
      El recurso a este instrumento nació de la comprobación hecha, tanto por la autoridad eclesiástica como por el poder civil, de la necesidad en que se veían de entenderse entre sí con vistas a arreglar sus problemas comunes de manera satisfactoria y duradera: un c. propiamente dicho es inconcebible bajo un régimen cesaropapista o teocrático.
     
      El acuerdo más antiguo de carácter concordatario fue concertado en Worms entre el papa Calixto III y el emperador Enrique V para poner fin a la lucha de las investiduras. A partir del s. xiii los c. se multiplican. Indudablemente las preocupaciones que despiertan los textos concordatarios han variado mucho con la evolución de las ideas políticas y de las condiciones económicas y sociales, pero el fin perseguido por los negociadores sigue siendo el mismo: garantizar en todo tiempo, dentro de lo posible, el ejercicio de las jurisdicciones espiritual y temporal, y asegurar su colaboración.
     
      En la actualidad, una veintena de Estados, la mayoría pertenecientes a Europa y a Iberoamérica, mantienen relaciones concordatarias con la Iglesia. España tomó parte en los c. del Conc. de Constanza (v.) en 1418. Bajo Fernando VI, en 1753, fue firmado un nuevo c., completado con una serie de acuerdos particulares en tiempos de Carlos 111 y Carlos IV. Poco adecuado para los problemas del s. xix, fue reemplazado bajo Isabel lI por el c. de 1851. Este acuerdo sobrevivió a numerosos cambios de régimen, hasta el advenimiento de la república en 1931. La política violentamente antirreligiosa de la España republicana indujo a la Santa Sede a considerar el tratado como caduco. Tan pronto como subió al poder, el gobierno de Franco se dispuso a poner fin a este estado de cosas. Las negociaciones llevaron a una serie de acuerdos parciales -1941 (provisión de las sedes episcopales), 1942 (provisión de los beneficios no consistoriales), 1946 (seminarios y facultades eclesiásticas), 1950 (erección de un vicariato castrense)-, que fueron coronados por el c. de 27 abr. 1953.
     
      Los acuerdos establecidos entre la Iglesia y el Estado han revestido diversas formas y denominaciones: c., convenio, bula de circunscripción (s. xix, Estados protestantes), modus vivendi, protocolo, intercambio de notas (v. CONTRATO vi¡). Erróneamente, se ha pretendido a veces deducir de ello que estos acuerdos no tenían todos el mismo carácter jurídico o la misma fuerza obligatoria. Además, es cosa admitida en Derecho internacional que los acuerdos entre Estados engendran los mismos efectos obligatorios, sea cual sea la denominación o la forma que se les dé. Por otro lado, el examen de la práctica parece demostrar que la elección de una u otra denominación depende más bien del contenido del acuerdo: el término concordato parece reservado a una reglamentación muy completa del conjunto de las cuestiones pendientes entre Iglesia y Estado, mientras que el convenio deja en suspenso algunas de dichas cuestiones; el acuerdo o el protocolo suelen designar tratados relativos a puntos especiales o acuerdos interpretativos de disposiciones de un tratado anterior; otro tanto ocurre con el intercambio de notas; en cuanto al modus vivendi, designa, bien un acuerdo incompleto y provisional (Checoslovaquia, 1927), bien un pacto con un Estado no cristiano (Túnez, 1963).
     
      2. Naturaleza jurídica. El c. es siempre el fruto de negociaciones entre las autoridades religiosa y civil; con frecuencia reviste la forma de un pacto. No obstante, la determinación de su naturaleza jurídica ha sido objeto de grandes controversias.
     
      a) Teorías. Se reducen a tres sistemas principales: 1° La teoría legalista representada por todos los juristas que pretenden que la Iglesia no goza de ninguna soberanía propia, a no ser en materia puramente doctrinal (terreno ajeno al Derecho), y que la reglamentación de la disciplina de los asuntos religiosos compete al poder civil. Para ellos, la Iglesia no tiene sistema jurídico originario; carece por sí misma de carácter jurídico; es una asociación sometida por entero, al igual que las restantes agrupaciones de ciudadanos, a las leyes del Estado. Sólo el Estado es fuente y fundamento del Derecho. Según este concepto, el c. no puede ser más que la preparación de una ley civil que regulará las cuestiones religiosas, o, todo lo más -si el Estado ha tenido a bien dotar a la asociación religiosa de un estatuto jurídico particular-, un acuerdo concertado con esta asociación subordinada y dependiente por entero del poder civil. Esta teoría, profesada ya a fines del s. XVIII por algunos legistas imbuidos de las ideas absolutistas, fue defendida, en el curso del s. xix, por numerosos juristas adeptos de los principios del liberalismo; hoy se halla en vías de desaparición, al igual que los principios en que se funda.
     
      2° La teoría del privilegio, también llamada curialista por haber gozado, al parecer, del favor de la Curia en el siglo último, contraria a la precedente, se basa en la supremacía del poder espiritual. Los canonistas que la defendieron estaban convencidos de que, en un c., el Estado no concede a la Iglesia más que aquello a lo que estaba ya obligado por Derecho divino, en tanto que la Iglesia se ve constreñida, en interés del buen entendimiento, a otorgar al poder civil privilegios a menudo muy onerosos, p. ej., en materia de nombramientos eclesiásticos. Para ellos, historia concordatorum, historia dolorum Ecclesiae. Por esta razón, al menos en las más numerosas e importantes de sus cláusulas, el c. no es ni puede ser un pacto, ya que sería simonía enajenar los derechos imprescriptibles de la jurisdicción eclesiástica como contrapartida a determinadas ventajas materiales. Por consiguiente, la reglamentación concordataria no tiene más que el valor obligatorio de una ley canónica, ley que el Papa ha prometido, sin duda, observar, pero que siempre puede revocar si el interés superior de la religión o el bien de las almas así lo exige.
     
      3° La teoría contractual, contrariamente a las dos precedentes, reconoce al c. lo que las propias cláusulas del convenio no han dejado nunca de afirmar: la fuerza de un tratado que impone en justicia, a cada una de las partes, la obligación de observar los compromisos contraídos. Esta tesis está hoy admitida casi de manera universal; subsisten, sin embargo, profundas divergencias entre sus adeptos respecto a saber en qué clase de tratados debe incluirse el c. Para algunos canonistas, el c. no es sino un contrato (v.) bilateral en el sentido amplio de la palabra, o «desigual», dada la superioridad que detenta la Iglesia sobre el Estado en razón de sus fines.
     
      Entre los juristas y los canonistas que admiten que la Iglesia y el Estado figuran en el c. en pie de estricta igualdad, los hay que consideran este acuerdo como un tratado su¡ generis, dependiente de una ordenanza jurídica de coordinación cuyas reglas han sido soberanamente fijadas por las partes en cuestión; otros lo contemplan como un tratado interpotestativo, regido por un ius inter potestates que no presenta más que un carácter analógico con el Derecho internacional, el cual es un ius inter territoria; admiten otros que, a pesar de las notas diferenciales que lo caracterizan, el c., por común acuerdo de la Iglesia y del Estado está sometido actualmente a las mismas reglas de Derecho que los tratados internacionales (v.), pero que las partes en cuestión podrían convenir en ciertas derogaciones de dicha reglamentación. Hacen ellos del c. una clase especial entre los tratados internacionales, motivo por el que a veces le llaman tratado semi-internacional; finalmente, son numerosos los que hoy día asimilan pura y simplemente el c. al tratado entre Estados: el c., dicen, es un auténtico tratado internacional, sujeto a todas las normas reconocidas para los tratados internacionales.
     
      b) Intento de solución. ¿Qué pensar de todas estas opiniones? 1° El c. es un convenio; las teorías legalistas y del privilegio deben ser rechazadas. Es indiscutible que las partes del c. declaran su intención de concluir un tratado, y si lo concluyen, hay que atenerse a su declaración. El preámbulo de los c. declara por lo general que las autoridades de que se trata han resuelto concluir «un solemne acuerdo», que «han concertado disposiciones» cuyo texto viene a continuación, disposiciones a las que «se comprometen a ajustarse». Y no hay ninguna necesidad de probar exhaustivamente que la adopción de tales disposiciones no tiene carácter simoniaco alguno, ya que no comportan ninguna cesión de derechos inalienables; el respeto del acuerdo concertado impone, ciertamente, un límite al ejercicio de la soberanía, pero no hay razón alguna para que las partes no puedan convenir con ello, si consideran que el acuerdo común que piensan realizar garantiza el logro de sus propios fines.
     
      2° El c. es un convenio bilateral en el cual las partes contratantes son iure pares, interviniendo en pie de completa igualdad. La Iglesia y el Estado son dos sociedades soberanas e independientes en su orden, tal como ha recordado el Conc. Vaticano II: «La comunidad pública y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno» (Const. pastoral De Ecclesia in mundo huius temporis, 76), y en tal calidad intervienen en el c. Societates sunt ut fines, cierto: en razón de la superexcelencia de su fin, la Iglesia posee una indiscutible superioridad sobre la sociedad política, superioridad que no puede ser destructora de la soberanía propia del Estado. (En cuanto al modo de comprender esta superioridad, v. IGLESIA IV).
     
      Aquí nos limitaremos a señalar que, sea cual sea la esencia de esta superioridad, la autoridad eclesiástica ha de conjugarse con el poder civil en pie de igualdad, si considera que del acuerdo que persigue depende el éxito de su misión. Ahora bien, los textos concordatarios nos muestran la estricta igualdad de las relaciones entre las partes contratantes: el contenido del acuerdo es el fruto de concesiones recíprocas (v. I) que tanto la Iglesia como el Estado se comprometen a observar de buena fe. Una cláusula frecuente en los c. impone a las partes la resolución, de común acuerdo, de las dificultades que puedan surgir de la interpretación de los compromisos contraídos.
     
      3° El c. es un convenio cuya reglamentación escapa al sistema jurídico propio de cada una de las partes contratantes. Un convenio no puede ser calificado de «jurídico», es decir, no puede considerarse generador de derechos y obligaciones más que con relación a una norma presupuesta que establece su carácter obligatorio y regula sus efectos. Si la Iglesia y el Estado intervienen en el c. en pie de igualdad, ni una ni otro pueden reglamentar de manera soberana dicho acuerdo. El orden jurídico de que depende el c. está, pues, necesariamente constituido por normas cuyo carácter obligatorio reconocen las partes en sus relaciones mutuas.
     
      4° Las diferencias existentes entre c. y tratados internacionales (v.) no obstan para que el acuerdo entre Iglesia y Estado sea asimilado a estos tratados. Las objeciones hechas a este propósito carecen de peso. Así, cuando se aduce que una de las partes del c., la Iglesia, no tiene la cualidad de «persona de Derecho de gentes», puesto que no ha sido reconocida como tal por el conjunto de los Estados, e incluso que buen número de éstos no quieren considerar más que la fracción de esa Iglesia existente dentro de sus fronteras, fracción que a menudo consideran sometida a sus leyes. La objeción carece de fundamento, ya que si bien es cierto que muchos Estados siguen negándose a reconocer el carácter institucional de la Iglesia universal, sí reconocen, en cambio, la personalidad internacional de su órgano universal, la Santa Sede. Actitud poco lógica, ya que la soberanía espiritual que reconocen a la Santa Sede en la dirección de los asuntos religiosos, sólo existe en y por la Iglesia. Dado que el c. se concluye con la Santa Sede, la condición jurídica de este órgano no puede obstar al carácter internacional del convenio. En esto estriba la diferencia entre el c. y los Kirchenvertrúge concluidos con ciertas Iglesias protestantes: no habiendo dado estas Iglesias hasta el presente prueba de vida jurídica internacional, los convenios de que se benefician están justamente considerados como reglamentos de orden administrativo, dentro del marco del D. público interno.
     
      Se objeta asimismo que el c., incluso concluido en forma de tratado internacional, presenta notables diferencias con éste respecto al contenido del acuerdo y a las cuestiones a que debe aplicarse. El tratado internacional se concierta entre poderes soberanos del mismo orden; por lo general se refiere a materias de orden político o económico e interesa por lo menos a dos pueblos distintos. El c. se concluye entre un poder político y el órgano supremo de una sociedad religiosa; trata de cuestiones de orden moral y religioso, ajenas al terreno del D. de gentes; aunque concertado entre sociedades formalmente distintas, no atañe más que a un solo y mismo pueblo. Estas innegables divergencias son de orden más teórico que práctico. El D. internacional no es solamente un ius ínter territoria, sino que rige las relaciones que todos los poderes soberanos consideran conveniente establecer. Ahora bien, la soberanía (v. DERECHO INTERNACIONAL IV), no está ya hoy día considerada como atributo exclusivo de las potencias territoriales, sino que consiste esencialmente en el poder de decidir en última instancia dentro de los límites que determina el fin con que está constituido este poder; dos soberanías pueden, por tanto, ejercerse simultáneamente sobre un mismo territorio, siempre que sus fines sean distintos.
     
      El D. internacional tampoco es un Derecho esencialmente laico; si así fuera, ¿cómo podría explicarse el importantísimo papel desempeñado por el Pontificado en la vida internacional? La preocupación por la salvaguardia de los intereses morales e incluso religiosos de los pueblos, ha dictado más de una cláusula de los tratados entre Estados. El fin moral y religioso de la actividad de la Santa Sede no le quita su valor político; y no hay razón para que el Papa no pueda utilizar la influencia de que dispone sobre la vida política para lograr una ayuda preciosa en la realización de su misión salvadora. Nadie negará que al Estado que entra en relación con la sociedad religiosa le lleva un interés que no difiere en nada del que le impulsa a aproximarse a los otros Estados; en uno y en otro caso busca las ventajas materiales y morales para su pueblo. ¿Y qué importa que la eficacia del c. esté limitada a un mismo y único territorio, si esa eficacia ha de traducirse en dos órdenes jurídicos distintos e independientes uno de otro? Al igual que muchos tratados internacionales de alianza o de amistad, el c. tiende a armonizar el ejercicio simultáneo de dos jurisdicciones formalmente distintas.
     
      5° Los hechos nos obligan a considerar el c. como un verdadero tratado internacional. La naturaleza jurídica de un tratado concluido entre potencias coordinadas no puede deducirse de consideraciones de orden doctrinal, sino de los hechos. Si ese tratado está regido por las normas del D. internacional porque las partes así lo hayan determinado, hemos de convenir en que ese tratado es un verdadero tratado internacional. Ahora bien, no hay duda alguna de que tanto en su conducta como en sus declaraciones, la Iglesia y el Estado han manifestado su convicción de que el c. esté sometido a las normas del D. internacional. Estas normas están hoy día constituidas por un principio fundamental, pacta sunt servanda, y un cierto número de reglas consuetudinarias, nacidas de una práctica general aceptada como Derecho (opinio iuris et necessitatis), reglas que reflejan los principios generales del Derecho reconocidos por las naciones civilizadas (cfr. Estatuto del Trib. de justicia, art. 38, n° 7).
     
      Están completamente de acuerdo con estas reglas las raras normas inscritas de manera expresa en los textos concordatarios que aluden al carácter obligatorio del pacto, a la necesidad de obtener el consentimiento del Parlamento como condición previa a la ratificación, a la obligación de resolver por vía de acuerdo toda diferencia relativa a la interpretación de las clásulas convenidas. En las dificultades que han surgido como consecuencia de la no observación, violación e incluso ruptura del pacto concordatario, los Estados nunca han hecho valer los derechos absolutos que les confería su soberanía, antes bien, han tratado de justificar su conducta alegando hechos nuevos que, de ser ciertos, habrían justificado su conducta según las reglas del D. internacional. La Santa Sede, por su parte, ha recurrido constantemente a esas mismas reglas para condenar las rupturas que estimaba injustificadas. Por ser particularmente significativos a este respecto, señalaremos los hechos siguientes: a) La enc. Vehementer Nos (11 feb. 1906) por la que el santo pontífice Pío X se alzaba contra, la derogación injustificada del c. francés de 1801: «...nempe Apostolicam Sedem inter et Republicam Gallicam conventio eiusmodi intercesserat, cuius ultro et citro constaret obligado: cuiusmodi se plane sunt guae inter civitates legitime contrahi consueverunt... Consequebatur igitur, ut ista pactie eodem iure ac ceterae quae inter civitates fiunt regeretur, hoc est iure gentium» (ASS XXXIX,8); la Santa Sede no habría podido declarar con mayor claridad que en materia concordataria tiene por obligatorias las normas del Derecho de gentes. b) En el curso del conflicto nacido de las respectivas violaciones por el gobierno nazi del c. que había firmado (1933), la Santa Sede no vacila en solicitar la opinión de los juristas del Trib. Permanente de justicia Int. sobre el carácter y la fuerza obligatoria de los c., y esta opinión los asimila, desde un doble punto de vista, a los tratados internacionales: «Los concordatos son tratados internacionales que producen unas obligaciones interestatales y persiguen la finalidad de equilibrar recíprocamente en un ajuste equitativo los intereses religiosos y eclesiásticos de un lado y los estatales de otro, y de determinar en el texto del tratado que queda garantizada la completa reciprocidad...» (cfr. G. Lajolo, I Concordati moderni, 415). c) Cuando al finalizar la II Guerra mundial el Gobierno polaco declaró nulo su c. «a consecuencia de su ruptura unilateral por parte de la Santa Sede, por las medidas jurídicas introducidas durante la ocupación y contrarias a las estipulaciones del referido concordato», la Santa Sede quiso justificar su actitud en un documento explicativo (12 sep. 1945) que terminaba con estas palabras: «La Santa Sede ha obrado dentro de la esfera y el ejercicio de su misión, como guardiana del orden y de la moral, y hoy menos que nunca puede ser acusada... de haber violado los compromisos concertados en solemnes tratados internacionales» (cfr. Documentation Catholique, París 1946, 1036).
     
      6° Consecuencias de esta asimilación. Si por acuerdo de ambas partes, el pacto concordatario es sometido a las normas del D. internacional, no son admisibles las teorías que pretenden someterlo a otro orden jurídico, sea cual sea el nombre con que se le designe: D. de coordinación, D. interpotestativo, D. «análogo» al internacional. La principal ventaja que ofrece la asimilación del c. a los tratados internacionales, es la de garantizar a este pacto la seguridad del Derecho, seguridad, por lo demás, bastante relativa hoy día, al menos en ciertos órdenes, tales como el de la aplicabilidad del principio rebus sic stantibus o el de los efectos de las sucesiones de Estados sobre la continuidad de los tratados. (v. vi).
     
      Algunos juristan piensan que, al menos en aquellos dominios en que es evidente la interferencia de lo político en lo jurídico, e impreciso el D. internacional, el c. podría no ajustarse por completo a las reglas valederas entre Estados. Según ellos, dichas reglas aplicadas al c. ofrecen una mayor elasticidad, y especialmente una mayor posibilidad de recurso al principio rebus sic stantibus. Los c. constituirían, pues, una clase especial entre los tratados internacionales, y deberían depender de un D. internacional-concordatario. Nos parece excesivo calificar de más elásticas en materia concordataria unas normas aún mal definidas. El que las múltiples interferencias del c. en los órdenes internos canónico y civil justifiquen más fácilmente el recurso a la cláusula rebus sic stantibus, no es razón para que la regla en sí deba formularse de distinta forma en materia concordataria. Indudablemente, puede hacerse de los c., por razones de clasificación doctrinal, una especie particular entre los tratados, a condición de no negarles con ello la naturaleza de auténticos tratados internacionales. Nada autoriza a decir que la Santa Sede y los Estados que con ella han negociado hayan manifestado la intención de crear un D. internacional-concordatario (v. i).
     
      Nos parece, sin embargo, que no se puede negar a la Santa Sede ni a los Estados que con ella negocian, el derecho a adoptar normas especiales para aplicarlas a su acuerdo. Una posibilidad de divergencia, unida a las diferencias citadas entre c. y tratado entre Estados, así como el temor de que una asimilación completa implicara perjuicio a la sociedad religiosa, nos indujeron en el pasado (cfr. H. Wagnon, Concordatos, 104-110) a preferir atribuir al c. una denominación que mencionara el estado de hecho existente, la aplicación de las reglas internacionales y la posibilidad de derogación de estas reglas: la de tratado cuasi-internacional. Nos parecía, en efecto, que aceptar la asimilación era declarar que el c. quedaba, en adelante, sujeto a todas las reglas que plugiera a los Estados estipular referente a su actividad contractual, así como a todos los usos que pudieran introducirse a este respecto, incluso a una regla o costumbre que obligara a las partes contratantes a someter sus diferencias sobre el cumplimiento de los tratados a una jurisdicción internacional, p. ej., sin que la Santa Sede hubiera manifestado su adhesión a la susodicha norma o costumbre. Pensando en ello, estas reservas nos parecen hoy poco fundadas, ya que el D. internacional es un Derecho de coordinación, no de subordinación; en su evolución, deberá respetar la soberanía propia de la Santa Sede. Constatamos, por lo demás, que la Santa Sede no se contenta con hacerse reconocer como persona del Derecho de gentes, sino que se propone obrar como tal y aceptar las consecuencias para desempeñar cumplidamente su papel en el mundo: la opinión que en 1936 -mencionada más arriba- solicitó de los juristas del Trib. Permanente de Justicia Int., da prueba de ello. El rechazar la asimilación del s. a los tratados internacionales, y hacer de él un tratado de un género particular, mal definido, acarrearía inconvenientes mucho más graves: sería condenar al c. a la inseguridad y reducir considerablemente su fuerza obligatoria; sería, además, adoptar una actitud injustificable, ya que sería opuesta al deseo de las partes contratantes.
     
      3. Formación del pacto concordatario. A) Las partes en presencia y órganos considerados competentes por el D. público para tratar en su nombre. lo Además del Estado, aparece como parte en el pacto concordatario la Iglesia católica universal, personificada en su órgano central soberano, la Santa Sede. Indudablemente, los preámbulos y cláusulas concordatarias hacen más frecuente mención a la Santa Sede que a la Iglesia. Pero la expresión Sancta Sedes o Apostolica Sedes no designa, en D. canónico, una agrupación social: es, o el Of f icium Primatus Romani Pontificis (CIC, Can. 100,1; el oficio del Soberano Pontífice, posee, como la Iglesia católica, la personalidad jurídica del D. divino), o el gobierno central de la Iglesia (CIC, Can. 7). Los tratados internacionales no se concluyen entre gobiernos, sino entre sociedades soberanas. El objeto del c., que es la reglamentación de las cuestiones de política religiosa pendientes en un país determinado, prueba sobradamente que la Santa Sede interviene en este acuerdo precisamente en nombre de la sociedad religiosa.
     
      Esta sociedad religiosa es la Iglesia católica universal, y no la fracción de esta Iglesia existente dentro de las fronteras del Estado de que se trate. La Iglesia católica no es una confederación de Iglesias nacionales; unidad y universalidad son sus propiedades esenciales. El reconocitniento formal de la Iglesia católica en sí, de su soberanía propia, de su jurisdicción, de sus derechos fundamentales, se da explícitamente en la mayoría de los c. Citaremos, p. ej., el art. 11,1 del c. español: «El Estado español reconoce a la Iglesia católica el carácter de sociedad perfecta y le garantiza el libre y pleno ejercicio del culto».
     
      El D. público de la Iglesia atribuye el ejercicio del poder soberano al Romano Pontífice, sucesor del apóstol Pedro en la primacía, así como el cuerpo episcopal unido al Papa, sucesor del Colegio apostólico (CIC, can. 218; 228,1; Conc. Vaticano II, Const. Lumen Gentium, capítulo 111; Decr. sobre el deber pastoral de los obispos en la Iglesia, 4). La conclusión de un c. puede llevarse a cabo por el cuerpo episcopal, reunido en Concilio ecuménico: la historia nos muestra que el Conc. general de Constanza concluyó en 1418 una serie de c. con España, Francia, Alemania e Inglaterra; y el c. francés de 1516 fue aprobado por el Conc. de Letrán. Pero tal eventualidad es más teórica que práctica. Normalmente, es, pues, el Papa quien ejerce en la Iglesia el ius tractatuum, lo que hace por mediación de la Secretaría de Estado, ayudada por el S. Consilium pro publicis Ecclesiae negotiis y por sus agentes diplomáticos (CIC, can. 255; 263,1; Paulo VI, Const. Regiminis Ecclesiae universae, 15 ag. 1967, art. 21,28; ASS (1967), 895-896).
     
      Los obispos, sive ut singuli, reunidos en conferencia episcopal, o incluso nacional (la cual no tiene poder alguno de decisión sin mandato o aprobación apostólica; cfr. Conc. Vaticano 11, Decr. cit., 38,4; AAS (1966), 693), no pueden por sí mismos negociar un verdadero c., dado que no son detentadores del poder soberano en la Iglesia, y no están cualificados para establecer derogaciones al D, canónico común. La conclusión de los c. forma parte de las causae maiores reservadas a la Santa Sede (CIC, can. 220). El D. canónico establecido para las Iglesias Orientales unidas (V. DERECHO CANÓNICO ORIENTAL), reconoce únicamente al Patriarca el poder de concluir convenios que no sean contrarios al D. común, luego de solicitar el consentimiento de la Santa Sede (Pío XII, Motu Proprio Cleri Sanctitati, 23 jun. 1957, can. 281). Tal es la enseñanza común de los canonistas. De hecho, sin embargo, son muy numerosos los acuerdos concluidos entre el poder civil y obispos, convenios no siempre relativos a cuestiones de poca monta; algunos de estos convenios recibieron la aprobación expresa de la Santa Sede, en tanto que otros fueron formalmente desautorizados. Limitándonos a hechos recientes, señalaremos el acuerdo concluido el 14 abr. 1950 por el episcopado polaco -acuerdo que no pretende ser un c. y se presenta como una declaración-, que recibió la aprobación de Roma (efr. Documentation catholique (1950), col. 821-826); un acuerdo firmado el 30 ag. 1950, en nombre de un episcopado húngaro «depurado», con el Gobierno comunista de dicho país, fue formalmente desautorizado por la Santa Sede.
     
      2° El Estado, la otra parte del c., está representado por el órgano constitucionalmente dotado del treaty making power (poder de concertar tratados). Antes de la introducción del régimen constitucional y su corolario, la división de poderes, la validez de un convenio no podía ser puesta en tela de juicio una vez recibida la aprobación del soberano. En las constituciones modernas, siempre es el poder ejecutivo el que negocia los tratados, siendo el jefe del Estado quien, al ratificarlos, les da fuerza obligatoria. Pero como muchos tratados -entre los que podemos clasificar el c.- tienen por efecto modificar la legislación interna, crear nuevas obligaciones para los ciudadanos y gravar al Estado con nuevas cargas, es natural que el parlamento, órgano del poder legislativo, haya querido tener voz en el asunto, formulándose reservas que subordinan la puesta en vigor de estos tratados al asentimiento de las cámaras. Estas reservas, en las que se veía una garantía esencial del régimen democrático, se han ido afirmando con fuerza creciente en el curso de la evolución del régimen constitucional, viniendo a convertirse la aprobación del parlamento en condición previa para la ratificación. Todos los Estados están hoy convencidos de que es a su propia ley a la que incumbe determinar el órgano encargado de hablar en su nombre y reglamentar la competencia internacional.
     
      Las reservas constitucionales atañen no solamente al proceso a seguir en la conclusión del tratado, sino también a su contenido. ¿Acaso no están obligados todos los órganos del Estado a respetar, en sus actividades, las disposiciones fundamentales de la ley? Por lo demás, un tratado cuyo objeto, al ser puesto en vigor, estuviera en contradicción formal con el D. constitucional de una de las partes, no podría ser cumplimentado por ésta. A eso hay que añadir que para estar autorizado para firmar un tratado internacional, el Estado debe gozar de soberanía, al menos en las materias que constituyen el objeto del acuerdo; así, pues, la constitución del Estado federal es la que debe determinar si los Estados miembros gozan o no, en materia de política religiosa, de la autoridad requerida para concluir un c.
     
      Lejos de impugnar la aplicación de las reglas constitucionales en la elaboración del c., la Santa Sede ha reconocido más de una vez el principio de mañera expresa; incluso ha consentido que fuera inscrito en los textos cuando todavía era objeto de discusión.
     
      B) Etapas en la conclusión del c. Cuando están concertados en la forma solemne de los tratados internacionales -y éste suele ser el caso- se aplica a los c. el procedimiento clásico, que comprende cuatro etapas: negociación, firma, ratificación e intercambio de los instrumentos de ratificación. La negociación se inicia y conduce por la vía diplomática. Los plenipotenciarios de las partes estampan su firma al pie del texto aprobado de común acuerdo. En otros tiempos, la firma del tratado era el acto capital del procedimiento, cuando los plenipotenciarios eran los mandatarios de un soberano absoluto. Aunque ya hoy no sea lo mismo, se sigue considerando como fecha de entrada en vigor de tratados y c. la fecha de su firma. A continuación del juego de reservas constitucionales, la ratificación ha sustituido a la firma: es el acto por el cual el jefe del Estado, constitucionalmente facultado para tal fin, declara oficialmente que acepta el acuerdo convenido. Sin embargo, el tratado no adquiere fuerza obligatoria, a nivel internacional, hasta después de una última formalidad: el intercambio de los instrumentos de ratificación entre los plenipotenciarios de las partes contratantes.
     
      Los Estados miembros de la ONU deben, además, registrar sus tratados en la Secretaría de este organismo, si quieren poder invocarlos ante los tribunales de las Naciones Unidas (Carta de la ONU, art. 102, que recoge, con modificaciones, el art. 18 del Pacto de la Sociedad de las Naciones). Si se exceptúa el c. de Letonia (registrado el 16 jun. 1923) y un convenio relativo a las misiones de Colombia (registrado el 3 ag. 1928), los Estados no han registrado sus acuerdos con la Santa Sede, ni ésta ha exigido el cumplimiento de tal formalidad. Esta omisión en nada puede afectar a la naturaleza jurídica del pacto concordatario ni aminorar su fuerza obligatoria.
     
      4. Ejecución del concordato. Al igual que el de los otros tratados internacionales, su cumplimiento ha planteado y sigue planteando bastantes problemas que afectan esencialmente a las relaciones entre orden jurídico internacional y orden interno. Nos limitaremos a ofrecer un breve resumen de los mismos y algunos elementos de solución.
     
      A) El concordato no es un tratado homogéneo. Aunque figuran en un documento único, no todas las disposiciones concordatarias. tienen los mismos efectos. Algunas cláusulas establecen a cargo de las partes contratantes o de sus órganos, prestaciones concretas, particulares, a efectuar en beneficio de la otra parte, ya de una vez (p. ej., transmisión de la propiedad de un inmueble), ya periódicamente (como la obligación por parte del Estado de pagar sueldos a los ministros del culto), razón por la cual son llamadas cláusulas «contractuales». Pero las cláusulas más numerosas e importantes tienden a crear una reglamentación, común a las partes, aplicable a sus órganos, instituciones y súbditos: son las cláusulas llamadas «normativas». Añadiremos que los antiguos c. comportaban a veces en favor de los soberanos católicos el otorgamiento de privilegios denominados «personales» por ser concedidos por el Papa a título personal, no en su calidad de jefe de Estado.
     
      B) Teorías relativas a la eficacia del concordato en D. interno. 1° La antigua teoría concordataria, profesada tanto por los legistas como por los canonistas de los s. xvt, xvii y xviti, veía en el c. el instrumento creador de una ley común a las partes, ley a la par eclesiástica y civil, cuya observancia y fuerza obligatoria estaban garantizadas por un pacto de iure gentium: una lex simul et ecclesiastica et civilis, communi concordia partium lata. Bien es verdad que en aquellos tiempos no había problema respecto a la división del campo del Derecho.
     
      2° Teorías modernas. Monismo con primacía del D. interno. Teoría nacida de la adopción de los principios del liberalismo político del s. xix. Esta teoría consagraba la soberanía absoluta del Estado, incluso en el orden internacional, ya que hacía de la voluntad de cada Estado la única fuente de Derecho, tanto para el exterior como para el interior de sus fronteras. La obligación de orden internacional asumida por tratado, no podía tener má; base jurídica que una autolimitación de la soberanía estatal. Por consiguiente, cualquier tratado podía ser suprimido por una simple ley. Era la negación del D. internacional y también del D. c. (teoría legalista).
     
      El dualismo jurídico nació del deseo de establecer el carácter obligatorio del D. internacional, salvaguardando al mismo tiempo el «dogma» de la soberanía absoluta e ilimitada del Estado dentro de sus fronteras. Este dualismo separa completamente el terreno del D. de gentes del terreno del D. interno. D. internacional y D. interno constituyen órdenes jurídicos independientes, ya que sus fuentes, la base de su carácter obligatorio y las relaciones sociales que rigen, son totalmente distintas. El D. interno es un D. de subordinación: emana exclusivamente de la voluntad del Estado y rige única y soberanamente toda la actividad jurídica de los agentes del Estado al igual que la de los súbditos. El D. internacional, por el contrario, es un D. de coordinación: su fundamento es, bien la voluntad común de las partes, o un postulado pacta sunt servanda; no regula más que las relaciones entre sociedades soberanas. Los órdenes jurídicos internacional e interno no pueden tener ningún punto de contacto entre ellos. Por tanto, un tratado no podría por sí mismo imponer una línea de consulta a los agentes o a los súbditos del Estado que lo ha suscrito; para ello, debe haber sido «transformado» en ley interna. Cierto que el Estado ha contraído la obligación internacional de llevar a cabo dicha transformación, pero esa obligación, considerada desde el ángulo del D. interno, no es más que una exigencia política no jurídica. La ley de transformación de un tratado tiene un valor obligatorio propio, independiente del convenio, pudiendo ser derogada por una ley subsiguiente, o mantenida, después de desaparecer el tratado. Esta doctrina, aplicada al c., exige que el tratado sea objeto de transformación en una ley eclesiástica particular, y no en una ley civil, so pena de quedar prácticamente sin efecto.
     
      Monismo con primacía de D. internacional. El constante desarrollo de las relaciones internacionales y las necesidades ineludibles que origina desde el punto de vista jurídico, han inducido poco a poco a los Estados a conceder un lugar al D. internacional en su D. interno; la reciente evolución del D. constitucional es buena prueba de ello. Previniendo y secundando esta evolución, se han elaborado «doctrinas de internacionalismo» reivindicando la primacía del D. internacional sobre el D. interno. Estas doctrinas proclaman de nuevo la unidad ingénita de todo el dominio del Derecho, ya que las mismas relaciones no pueden estar sujetas a órdenes jurídicos de decisiones contradictorias; estas doctrinas establecen la jerarquía de dichos órdenes: en la cumbre, el D. internacional, quedándole subordinados los órdenes internos; en caso de conflicto entre normas de dos órdenes, debe imponerse la regla superior e invalidar la inferior.
     
      C) Elementos de solución. 1° Desde un punto de vista doctrinal, las concepciones dualistas nos parecen indefendibles. Su postulado fundamental, la división del Derecho en órdenes separados, es inadmisible, dado que D. internacional y D. interno coinciden necesariamente en el D. natural, que es su fundamento común, y también porque el D. internacional, al igual que el D. interno, no tiene más fin que el de regir actividades humanas. Hacer del D. internacional un orden jurídico totalmente aislado, es condenarlo a no regir más que entidades abstractas, como los Estados, vacíos de todo contenido real, ya que sus agentes y súbditos están sujetos exclusivamente al D. interno; es condenarlo a la impotencia, porque tiene necesidad del D. interno para poseer una eficacia real; es consagrar prácticamente el triunfo de la ley sobre el convenio. Además, nos parece inútil apelar al principio de la división de poderes para justificar la existencia en el Estado de voluntades contradictorias, acatando una el pacto en el terreno internacional y negándose la otra a ajustarse a él en D. interno. Cuando un Estado firma, un tratado, la regla de justicia pacta sunt servanda le impone la obligación de garantizar su cumplimiento; de donde se desprende que el ejercicio de la soberanía estatal está restringida en la medida misma de los compromisos contraídos. Mientras perdure el acuerdo, la autoridad, tanto eclesiástica como civil, que promulgara una ley incompatible con el régimen concordatario, cometería no sólo una injusticia, sino un acto irregular, contrario al Derecho «sin más».
     
      2° Pero praxis dif fert a speculatione (una cosa es la teoría y otra la práctica): el jurista, en la elaboración de las doctrinas, no puede menos de tener en cuenta determinadas necesidades de orden práctico y realidades existentes, so pena de construir un Derecho que no sería más que una creación de la mente. Estas consideraciones de orden práctico deben impedirle su adhesión tanto a un monismo intransigente como a un riguroso dualismo.
     
      1) El D. internacional y el D. interno no constituyen compartimientos estancos. a) Ya hemos señalado que el D. constitucional es el que determina la competencia internacional dé los órganos del Estado. b) Admitir la independencia absoluta significa venir a parar al impasse, como ha sido el caso del Konkordatsprozess recientemente celebrado en la Alemania Federal. El Gobierno federal, considerándose todavía obligado por el c. de 1933, había citado ante el Tribunal constitucional de Karlsruhe al Land de Baja Sajonia, el cual, haciendo uso de la competencia que le reconocía la Constitución de Bonn (1949) había establecido una ley escolar que violaba el c. En su sentencia, dictada el 26 mar. 1957, el Tribunal reconocía la fuerza obligatoria que para la Federación tenía el c., si bien se negaba a condenar al Land al retracto de su ley, dado que no había hecho más que hacer uso de sus derechos constitucionales; el Gobierno federal se encontraba, pues, prácticamente imposibilitado de cumplir sus obligaciones internacionales. c) El Trib. Permanente de Justicia Int., en su dictamen n° 15 del 3 mar. 1928, admitía que los tratados pueden crear derechos y obligaciones para los individuos, si tal ha sido la intención de las partes, considerándose que esta intención responde al texto del convenio. De ello se ha venido a concluir que todos los tratados no tienen necesidad de «transformación» para tener efectos internos; bastará con la publicación en el Diario Oficial de un tratado de carácter self-executing (autoejecución, o sea, de aplicación inmediata) para darle plena eficacia. Debe ser reputado como self-executing aquel tratado en el que el contenido de la ley interna se encuentre ya completamente elaborado. d) Por lo demás, es cierto que lo que los dualistas llaman «ley de transformación» del tratado, no es una ley interna como las otras. El Parlamento, al que es sometido para su aprobación, no puede ejercer sobre ella su derecho de enmienda, sino que debe admitir o rechazar en bloque el texto convenido por los negociadores. Tampoco es él quien después habrá de interpretarla (cfr. infra). Desaparecido el acuerdo, sólo aquellas cláusulas de dicha ley que sean de la competencia del Estado podrán ser mantenidas por él en su D. interno, mas no así aquellas otras que no hacían sino registrar las concesiones aceptadas por la otra parte. e) La práctica de los Estados se orienta cada vez más hacia la adopción de conclusiones monistas; las constituciones adoptadas recientemente dan fe de ello (p. ej., Francia, 1959, art. 5255; Países Bajos, 1953, art. 60).
     
      2) Por otra parte, la práctica nos consagra todas las consecuencias del monismo. a) Es preciso admitir que, para tener eficacia en el orden interno, el tratado debe haber sido integrado a dicho orden. Si es self-executing, la integración no necesita ninguna «transformación» propiamente dicha; basta -pero es indispensable- con que el tratado sea publicado en el Diario Oficial con orden de ejecución. b) La preponderancia del tratado debidamente aprobado y publicado sobre el D. interno, no debe interpretarse como una anulación implícita de pleno Derecho de una ley subsiguiente que viole el convenio. Cierto que dicha ley puede ser tachada de no válida, dado que el legislador no tenía derecho para dictarla; pero, sin embargo, existe, por el mero hecho de emanar del poder legislativo competente, y ejercerá sus efectos, pese al convenio, hasta ser declarada nula. Pero a menudo no existe la autoridad que podría declarar tal nulidad, ya que los tribunales están sometidos al D. interno. Otro tanto sucede con las leyes anticonstitucionales.
     
      3) Respecto a los concordatos: a) El c. debe ser clasificado entre los tratados de carácter self-executing. Tanto si reconoce derechos como si impone obligaciones a las autoridades inferiores eclesiásticas o civiles, o fija las condiciones para el acceso a diversas funciones, o determina el estatuto jurídico de las instituciones de la Iglesia, o trate de asuntos de enseñanza o de los efectos del matrimonio canónico, el c. observa el lenguaje del D. interno, presentando siempre el contenido de una ley elaborada. Es lícito concluir de ello que, según la intención de las partes, debe ser ejecutado como tal en D. interno. b) Ningún c. ha sido jamás objeto de una «transformación» en ley canónica particular por parte de la Santa Sede. El c. debidamente ratificado adquiere los máximos efectos en el orden canónico por el mero hecho de su publicación en las Acta Aposlolicae Sedis, y esta publicación nunca ha sido acompañada de una orden especial de ejecución dirigida al clero o a los fieles de las provincias eclesiásticas interesadas. c) En múltiples ocasiones, la Santa Sede ha reconocido formalmente la primacía de las normas concordatarias sobre la legislación interna, tanto canónica como civil. En 1852 quedó admitido que una modificación del D. constitucional favorable a la Iglesia no eximía a ésta de las estipulaciones concordatarias existentes (intercambio de notas con el Gobierno de los Países Bajos). El CIC, can. 3, estipula que no invalida ni deroga los acuerdos concluidos con el Estado. Asimismo, cuando en 1923 el cabildo de Cuenca pidió que las cargas a él impuestas por c. le fueran aliviadas de acuerdo con el CIC, la Sagrada Cong. del Concilio, sumándose al voto de su consultor, no accedió a ello; el CIC carece de efecto sobre las normas concordatarias, porque dichas leyes «leges simul et ecclesiasticae et civiles rationem habent, quum originem traxerint ex conventione inter utramque potestatem» (AAS XV, 1923, 589-590). Estos principios se afirman aún con mayor claridad en el compendio que el Card. Secretario de Estado E. Pacelli entregó el 28 oct. 1933 al Dr. Bruttmann, enviado del gobierno del Reich: «,.. La esencia del Derecho concordatario consiste en que es Derecho convenido y que sustrae a ambas partes en el marco del convenio estipulado las materias reguladas y legisladas. Si cada parte, sin consi. deración a los convenios estipulados, quisiera reclamar para sí, regulando de otro modo, por actos legislativos, cualquier parte de las materias concertadas concordatariamente, resultaría ilusoria toda peculiaridad del Derecho concordatario». (cfr. G. Lajolo, o. c. 397). Luego de ser nombrado Papa con el nombre de Pío XII, desarrollaría el mismo tema en un discurso dirigido a los miembros del V Congreso Nacional de juristas católicos italianos (6 dic. 1953). Esta posición invariable de la Santa Sede -que, como se habrá observado, se identifica con la doctrina tradicional de los antiguos canonistas y legistas sobre la eficacia del c.-, fue reafirmada en el curso del Konkordatprozess de 1956-57. Recientemente también L'Osservatore Romano del 4 feb. 1967, en un editorial de carácter oficioso, manifiesta la oposición de la Santa Sede a las argucias resultantes de la división del Derecho: «Di fronte alla Santa Sede, la Reppublica federale é tenuta ad osservare il Concordato, qualunque sia 1'autoritá che in base al diritto interno ne deve applicare le singole norme» (cfr. G. Lajolo, o. c. 437).
     
      5. Interpretación del concordato. Los c., como los tratados, se basan en la buena fe y la confianza recíproca, y deben ser interpretados de buena fe, de manera que puedan alcanzar el fin propuesto por las partes al firmarlos.
     
      a) Interpretación unilateral, «por vía interna». Debiendo ser aplicada por las autoridades eclesiásticas y civiles, la reglamentación concordataria recibirá de esas mismas autoridades una primera interpretación. Debemos subrayar que, el parlamento, aunque haya intervenido para autorizar al jefe del Estado a ratificar el c., no tiene competencia para dar sobre él una ley interpretativa, ya que no es el autor de las disposiciones convenidas. Están cualificados para interpretar el convenio: 1° los órganos que lo han concertado, esto es, la Secretaría de Estado y sus consejos anexos por parte de la Iglesia, y el Ministerio de Asuntos Exteriores por la del Estado (interpretación llamada «gubernamental interna» por los internacionalistas); 2o los tribunales llamados a zanjar conflictos en los que son invocadas las normas concordatarias (interpretación «jurisdiccional interna»). La interpretación jurisdiccional sólo tiene efecto entre las partes presentes en el proceso. La interpretación gubernamental obliga a las autoridades y personas subordinadas, pero no es oponible a la otra parte contratante.
     
      b) Interpretación bilateral. La única interpretación que tiene valor absoluto, que se impone a las dos sociedades contratantes y que, por tanto, ha sido durante largo tiempo considerada como la única auténtica, es la que resulta del acuerdo de ambas partes (interpretación «gubernamental internacional»). Esta interpretación prevalece sobre todas aquellas que hayan podido darse unilateralmente, siendo requerida en caso de divergencia en la manera de interpretar, en virtud del viejo adagio: iura mutuo consensu statuta, mutuo consensu sunt interpretanda. Se impone, en muchos concordatos, en virtud de cláusula expresa. El acuerdo interpretativo tiene normalmente efecto retroactivo y jamás debe ser sometido a la aprobación parlamentaria.
     
      c) Caso de no ser posible llegar a un acuerdo interpretativo, los Estados pueden recurrir al arbitraje o someter sus diferencias al Trib. Int. de justicia (interpretación «jurisdiccional internacional»). En materia concordataria el recurso al arbitraje es posible, ciertamente, pero el Tribunal es incompetente, dado que la Santa Sede no es miembro de la ONU y no ha reconocido la competencia de esta jurisdicción. En todo caso, nos parece indiscutible que ni la Santa Sede ni el Estado puedan imponer a la otra parte su propia manera de ver las cosas, ya que intervienen en el tratado en pie de perfecta igualdad. Una divergencia irreducible sobre puntos de importancia, irremisiblemente sería la ruina del régimen concordatario, puesto que demostraría la falta de buena fe, sin la cual es inconcebible dicho régimen.
     
      6. Extinción del régimen concordatario. Son numerosas las causas que pueden poner fin al c. y al régimen creado por él. Se las clasifica en dos grupos: 1) las que tienen por origen la voluntad de las partes; 2) las que son establecidas por el D. internacional consuetudinario.
     
      1) Causas dimanantes de la voluntad de las partes. Mutuo consentimiento: Omnis res per quascumque causas nascitur, per easdem dissolvitur. Así fue suprimido en 1852 el c. entre la Santa Sede y los Países Bajos concluido en 1827 y renovado en 1841; por vencimiento del plazo, si el c. hubiera sido concertado con una duración limitada. El c. de Letonia (1922) fue concluido por un periodo de tres años, siendo renovable anualmente y debiendo ser denunciado, llegado el caso, con seis meses de antelación; realización de una cláusula resolutoria. Los acuerdos sobre los honores litúrgicos concluidos con Francia (1926) reservaban a la Santa Sede la facultad de suspender sus efectos en caso de que el Gobierno francés suprimiera su embajada cerca del Vaticano; el desuso o inaplicación constante por parte de ambos signatarios, lo que supone que tanto una parte como la otra han observado una conducta contraria a las disposiciones del tratado. La violación unilateral, aun prolongada, no acarrea, de derecho, la caducidad del convenio; la otra parte podría, no obstante, invocando el adagio Frangenti f idem, f ides iam non est servanda, considerarse exenta de sus obligaciones y denunciar el tratado; la denuncia unilateral, salvo en el caso que acabamos de citar, es siempre ilícita e inoperante: contra obligationem faciendo, nemo se obligationi eximit. En una declaración anexa al Protocolo de Londres de 1871, se reconoce este principio como esencial en el D. de gentes. Más de una vez los Papas han recordado dicho principio en las protestas que han elevado con ocasión de rupturas del pacto concordatario (Francia 1905, Portugal 1911).
     
      2) Causas establecidas por D. internacional consuetudinario. Estas causas son efecto del principio rebus sic stantibus o de lo que los internacionalistas llaman «sucesión de Estados». En más de una ocasión han sido invocadas en materia concordataria tanto por la Santa Sede como por los Estados, aunque no sin suscitar protestas de la otra parte, lo cual no tiene nada de extraño, ya que las condiciones de su aplicación, y hasta su verdadero alcance, están doctrinalmente mal definidos.
     
      a) La cláusula rebus sic stantibus está considerada por muchos internacionalistas como una condición resolutoria tácitamente admitida por las partes: Omnis conventio intelligitur rebus sic stantibus; las partes no han podido tener la intención de comprometerse a perpetuidad, sino mientras subsistan las circunstancias que las han decidido a tratar, mientras el tratado responda al fin que con el mismo se persigue (Cessante fine legis, cessat i psa lex). Otros autores, estimando que es peligroso reconocer a la cláusula un carácter esencialmente subjetivo, sostienen que no puede ser válida más que en caso de cambio imprevisible, de lo que resultaría que la ejecución del tratado pondría en peligro la existencia misma de una de las partes, o cuando menos se haría material o moralmente imposible para ella; así, pues, la cláusula está lejos de cubrir todos los cambios de circunstancias que pueden hacer deseable la revisión o modificación de los tratados. También están divididas las opiniones respecto a los efectos de la cláusula: sostienen algunos la tesis de la caducidad del convenio, pero la mayoría estiman que la cláusula no hace más que autorizar a una de las partes a pedir la revisión del tratado o la exención del cumplimiento de sus obligaciones.
     
      La Santa Sede ha invocado esta cláusula a propósito de las antiguas Bulas de circunscripción con ocasión de las negociaciones con los Lünder alemanes tras la adopción de la Constitución de Weimar (1919), así como a propósito del c. español de 1851, después del trastorno total consiguiente a la promulgación de la Constitución republicana de 1931. En su enc. Summi Pontificatus (20 oct. 1939; AAS XXX, 1938, 438 ss.), Pío XII reconoció expresamente como lícito el recurso a la cláusula «ob graviter immutata rerum adiuncta quae dum pactio transigebatur nec prospiciebantur nec prospici quidem forsitan poterant... Quod si contingat, procul dubio necesse est tempestive ad sinceram honestamque disceptationem confugere, ut pactio vel opportunae immutationes accipiat, vel iterum omnino componatur»; prosigue el Papa rechazando la tesis de caducidad de pleno derecho.
     
      b) Sucesiones de Estados. El 21 nov. 1921, en el curso de una alocución consistorial, el papa Benedicto XV declaró que grandes cambios sobrevenidos después de la guerra 1914-18 en la configuración política de Europa, habían puesto fin a varios concordatos (cfr. AAS XIII, 1921, 521 ss.). Evidentemente el Pontífice hacía alusión a la influencia que sobre la continuidad de los tratados podrían tener lo que los internacionalistas llaman sucesiones de Estados. De todos modos, hay que reconocer que esta influencia está doctrinalmente mal definida. La conducta de los Estados, en tales circunstancias, se muestra bastante anárquica, ya que está dictada en mucho mayor grado por intereses políticos que por consideraciones jurídicas, hasta el punto de hacerse imposible deducir lo que debe ser tenido por norma en la materia.
     
      No obstante, he aquí algunos puntos que parecen admitidos o que deben serlo: 1° Un cambio en la forma de gobierno o en el régimen internos del Estado no está incluido en las sucesiones de Estados y no tiene efecto sobre los convenios. Este principio fue solemnemente reconocido por las grandes potencias en el Protocolo de Londres del 19 feb. 1831. Forma regiminis mutata, non mutatur ipsa civitas. Así es incluso cuando un Estado unitario se transforma en Estado federal o viceversa. Muchos c. han sobrevivido a numerosos cambios de régimen, p. ej., el c. francés de 1801. 2° Cuando los cambios de orden territorial provocan la completa extinción del Estado concordatario (incorporación a otro Estado, desmembración radical, etc.) o lo reducen a un punto tal que no puede ser considerado como continuador de la misma persona moral (éste fue el caso de Austria en 1919), el c. desaparece con dicho Estado. 3° Si el Estado concordatario ha sufrido una desmembración parcial, el c. deja de tener fuerza obligatoria en el territorio desmembrado, ya sea que este territorio haya sido anexionado a un Estado vecino, o se haya constituido en Estado independiente: Obligatio tertio non contrahitur. Sin embargo, el Estado que realiza la anexión puede manifestar su deseo de mantener el régimen concordatario existente en dicha provincia y, si obtiene el acuerdo expreso o tácito de la Santa Sede, se efectuará la renovación del c.; así fue cómo el c. de 1801 se mantuvo a título provisional en las provincias belgas separadas del Imperio francés y unidas a Holanda (1814-18; cfr. H. Wagnon, La reconduction du Concordat de 1801 dans les provinces beiges du Royaume-Uni des Pays-Bas, Lovaina 1961, 514-542); el mismo c. fue mantenido en Alsacia-Lorena después de su anexión al Imperio alemán (1871), al igual que luego de su reincorporación a Francia (1919). En cambio, después de la anexión de Tenda y Brigue por Francia (1947), el c. italiano dejó de surtir efectos sobre estos lugares y se extendió a ellos el régimen francés de la ley de separación; es evidente que el padroado (patronato) dejó de existir en los territorios portugueses de la India después de que se los anexionara este país (1961). 4° Pero si un Estado concordatario se anexiona un nuevo territorio, ¿se extenderá su c., en pleno derecho, al territorio anexionado? Ninguna norma puede darse a este respecto, ya que el principio de las «fronteras móviles de los tratados» no se aplica a todos los convenios. Hay que referirse, pues, a la voluntad de las partes. Los hechos nos demuestran que la Santa Sede no admite la anexión de pleno derecho del c. al territorio anexionado; si el c. de 1801 se extendió a Niza y a la Saboya tras la anexión de estos territorios a Francia, ello se hizo mediante acuerdo formal de ambas partes (1860).
     
      7. Consecuencias jurídicas de la extinción del régimen concordatario. Es oportuno recoger aquí la distinción hecha más arriba entre las cláusulas normativas y contractuales del convenio.
     
      a) Las cláusulas contractuales tenían por finalidad imponer prestaciones. Las prestaciones ya efectuadas no pueden ser causa de litigio; las dotaciones hechas, los bienes transferidos, son conservados por sus beneficiarios. Las nuevas circunscripciones eclesiásticas establecidas en ejecución del c. permanecen inalteradas, si bien el Estado ha perdido la facultad de exigirles tal inalterabilidad para el futuro. Pero las prestr eones todavía no cumplimentadas y las que son perióoicas (habentes tractum successivum) ya no son exigibles, si es que no tenían por base más que el c.; serían exigibles si fueran debidas a otro título, p. ej., si revistieran el carácter de pago de una deuda en razón de la expoliación de los bienes de la Iglesia: esto es lo que recordaba, con toda justicia, el Card. Pacelli en una nota dirigida en 9 feb. 1932 al Ministro de Cultos del Land de Baden (cfr. G. Lajolo, o. c. 267).
     
      b) Las cláusulas normativas -las que verdaderamente constituyen la reglamentación común- deben, en nuestra opinión, compartir la suerte del convenio y desaparecer con éste. En efecto, estas cláusulas son el fruto de concesiones recíprocas, y es de presumir que sólo en beneficio del acuerdo se había consentido en las derogaciones del D. común que llevaban consigo. En todo caso, estas disposiciones normativas sólo pueden mantenerse en el D. estatal o en el de la Iglesia como ley canónica particular, si su finalidad entra dentro de la competencia propia de cada una de las partes. El Estado que ha denunciado su c., no puede, sobre la base de su propia ley, pretender seguir interviniendo en la provisión de los cargos eclesiásticos. ¿Y qué sentido tendría una ley canónica que implicara el pago de sueldos por el Estado a los miembros del clero? Sin perjuicio de ello, la Iglesia puede, cierto es, manifestar su deseo de mantener, por su propia cuenta, ciertas disposiciones hasta entonces concordatarias; puede incluso hacerlo de una vez, p. ej., el CIC, can. 1.247, 3 estipula que en las regiones donde las fiestas de guardar hayan sido legítimamente abolidas -lo cual puede haber sido objeto de un c.- la disciplina en vigor no puede ser modificada sin intervención expresa de la Santa Sede. Los hechos, sin embargo -por lo que nosotros sabemosindican más bien que, tras la desaparición del régimen concordatario, la intención del Vaticano es restituirse lo antes posible al D. común.
     
      8. Actualidad y espiritualidad de los concordatos. Ciertamente, el c. no es indispensable para la vida de la Iglesia. Hay Estados no concordatarios que reconocen a la autoridad religiosa una amplia autonomía y le otorgan espontáneamente ventajas que dicha autoridad no siempre obtiene de la parte contratante. El reconocimiento efectivo, por parte de los Estados, de la libertad religiosa de los ciudadanos -garantizada por la Declaración Universal de los Derechos del Hombre del 10 nov. 1948 (art. 18)-, unida a la declaración del Conc. Vaticano II, según la cual la libertad es el principio fundamental en las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos (cfr. Declaración sobre la libertad religiosa, 13), han llevado a creer a ciertos publicistas que hoy día la era de los c. debía considerarse caducada. Nada menos cierto, ya que siempre será preciso garantizar esa libertad y aportar una reglamentación equitativa de las cuestiones mixtas en las que ambas jurisdicciones están irremisiblemente obligadas a encontrarse.
     
      Por estar concluido con la más estricta legalidad, el c. contribuye a hacer respetar la autonomía propia de la Iglesia y del Estado. Es el punto de partida de una colaboración tan franca como fructífera entre estas dos sociedades. En el nivel internacional, el c. muestra la soberanía espiritual en acción e inserta el ejercicio de esta soberanía en la vida jurídica de las naciones. Por esta misma razón contribuye poderosamente a hacer reconocer los derechos fundamentales de la Iglesia católica, una y universal.
     
      V. t.: TRATADOS INTERNACIONALES; IGLESIA IV, 6. ,
     
     

BIBL.: Textos concordatarios: A. MERCATI, Raccolta di Concordati (1093-1954), 2 ed. Roma 1955; A. PERUGINI, Concordata vigentia, 2 ed. Roma 1950; L. PÉREZ MIER, Iglesia y Estado nuevo, Madrid 1940, 611-707 (traducción española de los Concordatos modernos).-Obras generales: E. LANGE-RONNEBERG, Die Konkordate, Paderborn 1929; E. R. HUBER, Vertrdge zwischen Staat und Kirche ¡m'Deutschen Reich, Breslau 1930; L. LE FUR, Le Sannt-Siége et le droit des gents, París 1930; E. F. REGATILLO, Concordatos, Santander 1933; H. WAGNON, Concordats et droit international. Fondement, élaboration, valeur et cessation du droit concordataire, Gembloux 1935; C. JANNACCONE, 1 fondamenti del diritto ecclesiastico internazionale, Milán 1936; Y. DE LA BRIERE, Le droit concordataire de la nouvelle Europe, «Recueil des Cours de l'Académie de Droit. Int. de La Haye», I, 1938, 371-466; VARIOS, Chiesa e Stato, Studi storici e giuridica per il decennale della Conciliazione tra la Santa Sede e i'Italia, Milán 1939' G. BALLADORE-PALLIERI, 11 diritto Internazionale ecclesiastico, 2 ed. Padua 1940; L. PÉREZ MIER, Iglesia y Estado nuevo. Los concordatos ante el moderno derecho público, Madrid 1940; R. NAz, Concordats, en Dictionnaire de droit canonique, III, París 1942, col. 1352-1383; A. CHECCHINI, Sancta Sede, Chiesa e ordinamento canónico nel diritto internacionale pubblico e privato, Estudios, G. Bonolis, I, Milán 1942, 244 SS.; L. PÉREZ MIER, Concordato y Ley concordada, «Rev. española de Derecho canónico» (1946) 326-362; J. H. KAISER, Die politische Klausel der Konkordate, Berlín 1949; H. WAGNON, Nouvelles controverses en droit concordataire, en Actes du Congrés de droit canonique, París 1950, 393-408; G. CARSORIA, Concordati e ordinamento giuridico internazionale, Roma 1953; J. F. NOuBEL, Chronique de droit concordataire, «L'Année canonique», V, París 1957, 191-212; A. M. STICKLER, Der Konkordatsgedanke in rechtsgeschichtlicher Schau, «Osterreichisches Archiv für Kirchenrecht», Viena 1957, 25-52; W. M. PLOECHL, Abschluss und Auflósung von Konkordate, ib. 1-24; E. Suy, Le Concordat du Reich de 1933 et le Droit des gens, s. l. 1958; F. GIESE-A. vox DER HEYDTE-H. MÜLLER, Der Konkordatsprozess, Munich 1957-59: Z. S. EHLER, The recent Concordats, «Recueil des cours de 1'Académie de Droit Int. de La Haye», 111 (1961) 5-68; V. DEL GIUDICE, Norme canonique, norme concordataire, norme costituzionali, «II Diritto ecclesiastico», LXXI (1961) 197-232; H. WAGNON, Le caractére spirituel des Concordats, «L'Année canonique», VII, París 1962, 95-106; G. CATALANO, Problematica giuridica dei Concordati, Milán 1963; J. WENNER, Reichskonkordat und Lünderkonkordate, 7 ed. Paderborn 1964; A. ALBRECHT, Koordination von Staat und Kirche in der Demokratie, Friburgo 1965; G. LAJOLO, 1 Concordati moderni. La natura giuridica internazionale dei Concordati alla luce di recente prassi diplomatica, Brescia 1968; K. OBERMAYER, Die Konkordate und Kirchenvertrrige im XIX. und XX. Jahrhundert, en Staat und Kirche im Wandel der Jahrhunderte, Stuttgart 1966, 166-184; M. CONDORELLI, Concordati e libertó della Chiesa, «11 diritto ecclesiastico» 69 (1968), 226-287; A. DE LA HERA, El futuro del sistema concordatario, «Ius canonicum» XI (1971), 5-21; VARIOS, La institución concordataria en la actualidad. Trabajos de la XIII Semana de Derecho Canónico, Salamanca 1971; A. DE LA HERA, El pluralismo religioso y el sistema concordatario, en Pluralismo y libertad religiosa, Universidad de Sevilla 1971.

 

HENRI WAGNON.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991