1. Nombre y naturaleza del demonio. La palabra d. (daemonium en latín, en
griego daimonion, derivados neutros y diminutivos que prolongan las voces
daemon y daimón) tiene una larga genealogía de formas y significados en la
literatura pagana de los griegos, subyacente casi siempre la idea de lo
divino y, según su morfología neutra, sugiriendo una realidad imprecisa,
abstracta, más que un contenido personal y concreto. El término es
frecuente en Homero y Platón, pudiendo significar un dios o diosa, como
nombre apelativo, o también el poder divino, la divinidad, el destino, de
ordinario con sentido peyorativo, como infortunio. Otras veces designa
dioses inferiores; los griegos llamaban d. a las fuerzas activas en el
mundo, a las que procuraban congraciarse, convirtiéndolas en dioses y
tributándoles culto (la diosa de la fecundidad, el dios del vino, etc.).
Posteriormente pasó a significar las almas de los muertos que, si habían
sido hombres conspicuos, eran considerados como genios tutelares,
intermediarios entre los dioses y los hombres. Sócrates llamaba daimonion
a la voz interior que habla al hombre, le guía y le aconseja (la
conciencia), lo que le valió a sus 70 años la acusación de adorar a una
nueva divinidad frente a las antiguas y oficiales, siendo condenado a
beber la cicuta (cfr. A. Bailly, Dictionnaire grecf rancais,París 1968; A.
Blaise, Dictionnaire latín-françaís des Auteurs chrétiens, Turnhout 1967;
v. t. ÁNGELES I; DIFUNTOS I; ESPÍRITU 1I).
La teología ha conservado el vocablo, instrumentándolo para expresar
un contenido singular que le suministra la Revelación y la fe: un
personaje infortunado, real y concreto, creado bueno por Dios, de
naturaleza espiritual e invisible, que por su pecado se apartó de Dios y
se hizo malo. Demonio es un espíritu malo. Esto quiere decir que el d.,
como ser, tiene naturaleza igual a la de los espíritus buenos o ángeles, y
que cuanto sabemos sobre los ángeles vale también como dicho del d.,
excepto en lo que se refiere a su moral (v. ÁNGELES II-ni). Demonio es un
ángel caído. En él coinciden paradójicamente lo mejor y lo peor, con una
repugnancia radical, abominable. Es la mejor naturaleza creada y tiene la
peor voluntad libre. Es el «ángel apóstata». en expresión de S. Ireneo.
2. Definiciones del Magisterio eclesiástico. Cundiendo entre los
maniqueos y priscilianistas la idea de que el d. era sustancialmente malo,
coexistente junto a Dios en paridad rival, que había hecho en el mundo
algunas criaturas y que por su propia autoridad sigue produciendo los
truenos, los rayos, las tormentas y las sequías, el I Conc.
de Braga (561), en Portugal, pronunció esta sentencia: «Si alguno
dice que el diablo no fue primero un ángel bueno hecho por Dios, y que su
naturaleza no fue obra de Dios, sino que dice que emergió de las tinieblas
y que no tiene autor alguno de sí, sino que él mismo es el principio y la
sustancia del mal, como dijeron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema» (Denz.Sch.
457,458; v. MANIQUEÍSMO; PRISCILIANO; DUALISMO). Y como perviviesen estos
errores en la Edad Media, Inocencio 111 propuso una profesión de fe (18
dic. 1208) a Durando de Huesca y compañeros valdenses en la que se dice:
«Creemos que el diablo se hizo malo no por naturaleza, sino por albedrío»
(Denz.Sch. 797).
Poco después el Conc. IV de Letrán (1215) enseña que «el diablo y
demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza;
mas ellos, por si mismos, se hicieron malos» (Denz.Sch. 800). En la
intención del Concilio se destaca la afirmación de que Dios es «un solo
principio de todas las cosas»; por tanto, hl creó todos los espíritus y
los creó buenos. Siendo criaturas libres podían pecar y algunos pecaron;
no sabemos cuántos; los ángeles que pecaron son los demonios. Antes de
pecar todos eran espíritus buenos, criaturas nobilísimas, sobrehumanas,
producidas por la bondad del Creador. Con el pecado, los que se
enfrentaron a Dios, abusando de su libertad, se hicieron moralmente malos,
y los llamamos d. para distinguirlos de los espíritus que permanecieron
fieles, a los que llamamos ángeles. De su ser natural nada perdieron;
perdieron a Dios y perdieron el cielo.
Frente a quienes defendían una aposcatástasis (v.) final el
Magisterio ha definido también la permanencia del d. en su estado de
condenación por toda la eternidad (Denz.Sch. 411, etc.). (V. t. INFIERNO.)
3. Pecado y maldad de los demonios. Por esta nobleza excepcional que
representan las naturalezas espirituales, con la prerrogativa de su
inteligencia y voluntad proporcionadas, el pecado del d. se hace más
intenso que el humano, viniendo a ser como la personificación del mal, su
símbolo siniestro y su incitador. Son terribles, pero exactas, estas
palabras de M. Schmaus: «El diablo odia a Dios, vive en el odio a Dios, o
sea, odia a la Bondad en persona, por eso no puede amar nada y a nadie. El
diablo, al odiar al hombre odia en él a Dios, al Creador y al Santo. Se
esfuerza por separar al hombre de Dios para llevarlo a un estado de
apartamiento de Dios. El diablo combate el Reino de Dios, el poderío de
Dios, incondicionalmente. No hay solamente un poder impersonal malo;
existe también un ser personal cuyas intenciones son radicalmente malas y
que quiere el mal por amor del mal... Todo pecador, al pecar, se pone del
lado de los enemigos de Dios, siendo el diablo el primero de ellos. El
pecador se somete al diablo cuando deja de obedecer a Dios. El hombre no
puede salir de la siguiente alternativa: o se somete a Dios o queda
sometido al diablo... El diablo es el señor del mundo del pecado, de la
muerte y de la enfermedad, es decir, del mundo de la discordia, de la
desgracia, del odio, de lo absurdo, de la injusticia (Heb 2,14). Los
hombres de las tinieblas, del odio, del egoísmo son hijos suyos (1 lo
3,8.10; lo 8,12)» (Teología Dogmática, II, 2 ed. Madrid 1961, 274).
La perversión de los d. fue el primer desgarrón del mundo, y su
malicia irrevocable los señaló para siempre como los enemigos de Dios (v.
i, 3c). No pudiendo nada contra Él, desde la existencia del hombre sobre
la tierra, ensayan continuamente su hostilidad contra el competidor de la
felicidad que ellos ya nunca podrán alcanzar. Todos estos reflejos de la
figura perversa del d. han quedado recogidos en el vocabulario que utiliza
la Biblia, donde se le conoce además por Satán y Satanás (adversario,
acusador), nombre que parece designar al príncipe de los d.: Ps 109,6; Mi
4,10; Mc 1,13; Lc 10,18; 22,31; 1 Cor 5,5; 2 Cor 11,14; 12,7. Diablo
(calumniador): Sap 2,24; Mt 4,1; lo 8,44; 1 Pet 5,8. Tentador: Mi 4,3; 1
Thes 3,5. Espíritu impuro: Lc 8,29; 9,42; 11,24. Espíritu maligno o
Maligno: Act 19,12-16; 1 lo 2,14; 3,12; 5,18-19. Dragón y serpiente
antigua: Apc 12,9; 20,2; cfr. 2 Cor 11,3.
4. Acción del demonio, libertad humana y providencia divina. La S.
E., clara fuente de conocimiento sobre la existencia de los d., nos ofrece
algunos datos sobre su naturaleza, y sobre todo nos habla de su actuación.
Es lógico, puesto que el centro de la Historia de la Salvación es el amor
misericordioso de Dios en Cristo volcado sobre el hombre, sublime y
pecador a la vez. Y el conocimiento del d. tiene para nosotros
prácticamente un valor orientativo, previniendo nuestra inconsciencia
sobre su contumaz y poderosa influencia seductora. Es la serpiente astuta
y envidiosa que trae la muerte al mundo (Sap 2,24); es el «enemigo» del
hombre que siembra la cizaña en el corazón (Mt 13,28.39); es el «mentiroso
y padre de la mentira» (lo 8,44). Al igual, pues, que de los ángeles,
también del d. la S. E. nos revela su función, que en este caso es hostil,
extraña e inexplicable. Unos y otros entran dentro del plan de la
Providencia, aunque con posiciones contrarias. Los ángeles son nuestros
amigos, nuestra ayuda; los d., el escándalo, el enemigo.
Esto no quiere decir que el d., siendo un elemento perverso que
positivamente provoca la tensión, forme parte de la Historia de la
Salvación dentro de un plan divino concebido bajo la dialéctica de lucha y
pecado, al- estilo de las vanidades de Nerón que incendiaba Roma por el
capricho inaudito de recitar sus versos ante espectáculo tan absurdo. Dios
no creó al d. como contraluz de un escenario magnífico de gloria. Creó
todos los seres buenos, y abomina con intensidad infinita el pecado. Pero
la decisión fatal de unos espíritus orgullosos y rebeldes los convierte,
por su propio gesto, en agitadores contra una armonía divina de paz, de
felicidad y de amor. Y, consumada esa catástrofe, hasta tal punto
inconcebible y funesta, se le pondrá remedio con la intervención personal
de Dios en Cristo para una condigna solución del conflicto. Cristo en la
cruz será victoria contra el d., contra el pecado, y contra la muerte.
«Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera» (lo 12,31; 16,11),
dice jesús, señalando que el triunfo iniciado en el desierto (Mt 4,1-11;
Le 4,1-13; V. TENTACIÓN I) y continuado durante su vida pública en la
expulsión de los d. (Mt 8,29; 12,22-29; Me 5,7; Le 11,14-22), será
definitivo en la Pascua (V. REDENCIÓN; SALVACIóN II-III; PASIÓN Y MUERTE
DE CRISTO; RESURRECCIóN DE CRISTO).
De esta manera, el d., «el dios de este mundo» (2 Cor 4,4), aparece
como un profesional del mal y del pecado, y la Historia se revela
crujiendo por influencias opuestas que se disputan el botín de la libertad
y del amor en el hombre. Es como si el d. hubiese intentado robar a Dios
el imperio del mundo visible envenenando con su orgullo a los hijos de
Dios y esclavizándolos en penosa servidumbre. A pesar de todo, «siendo un
ángel apóstata, no alcanza su poder más que a seducir y apartar el
espíritu humano para que viole los preceptos de Dios, oscureciendo poco a
poco el corazón de aquellos que tratarían de servirle, con el propósito de
que olviden al verdadero Dios, sirviéndole a él como si fuera Dios. Esto
es lo que descubre su obra desde el principio» (S. Ireneo, Adversus
haereses, 5,24,3: PG 7,1188). Así actúa siempre, con mañas falsas y con
todo su poder de criatura brillante que, no obstante, está mediatizado. La
existencia cristiana tiene que ser, pues, cautela humilde, oración (Mt
6,13; 26,41), y pertrechos de gracia, según la advertencia de S. Pedro: «Estad
alerta y vigilad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente,
anda rondando y busca a quién devorar, al cual resistiréis firmes en la
fe» (1 Pet 5,8-9; V. VIGILANCIA). Se puede decir que la S. E. intenta
sobre todo inculcar el optimismo, dado que «el príncipe de la mentira, de
las tinieblas y de la muerte ha sido vencido por Cristo, y con y por el
Señor, el cristiano triunfa de los seres infernales» (R. Guelluy, o. c. en
bibl.).
5. Influencias del demonio sobre el hombre. La teología ha
tipificado algunas maneras de la estrategia dia bólica, más o menos
repetidas en las manifestaciones de su insidia. El asedio (obsidio) es
acción contra el hombre desde fuera, como cercándole, provocando ruidos
nocturnos para intimidar, haciendo llamadas misteriosas en paredes o
puertas, rompiendo enseres domésticos, etc. Un testimonio bien
representativo y no muy lejano es la vida de Juan María B. Vianney
(1786-1859; v.), el Santo Cura de Ars, que vivió largos periodos de su
vida asediado por el d. (cfr. 1. de Fabrégues, El Santo Cura de Ars,
Madrid 1957, 223-235). La obsesión (obsessio) es ataque personal con
injurias, daño del cuerpo, o actuando sobre los miembros y sentidos. La
posesión (posessio) es la ocupación del hombre por el dominio de sus
facultades físicas llegando hasta privarle de la libertad sobre su cuerpo
(Mt 8,28-34; Me 5,1-13; Le 8,26-33; v. 111). Existen otros modos de
seducción, tales como los milagros aparentes que él puede realizar, y la
comunicación con el d. que se supone en algunos fenómenos de la antigua
magia (v.) y del espiritismo (v.) contemporáneo.
Pero la manera ordinaria como el d. ejecuta sus planes es la
tentación (v.), que alcanza a todos los humanos. «Nuestra vida en este
mundo no puede existir sin tentación, afirma S. Agustín, porque nuestro
provecho se obtiene a través de la tentación, ya que nadie se conoce a sí
mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no vence, ni puede vencer
si no pelea, ni puede pelear si no tiene un enemigo y unas tentaciones» (Enarrationes
in Psalmos, 60,3: PL 36,724). La palabra tentación, de suyo, es aséptica.
Tentar es probar; y se puede comprobaruna cosa para ver sus buenos
resultados. En el d., en- cambio, tiene siempre una carga de hostilidad y
perversión. Tienta para lo peor, para el mal profundo y sin justificación
que es el pecado. Quiere enfrentar al hombre con su Dios, quiere que lo
pierda, que pierda el cielo. Y engaña, seduce, tienta. La tentación, en
este sentido rigurosamente teológico, es toda maquinación por la que el
d., positivamente y con mala voluntad, instiga a los humanos al pecado
para perderlos. Por supuesto que en cualquiera de estas maniobras
ofensivas depende del poder de Dios, no pudiendo actuar su malicia más
allá de las fronteras donde Dios le permite desenvolverse. «El diablo es
un cierto poder, explica S. Agustín; sin embargo, las más de las veces
quiere hacer daño y no puede porque este poder está bajo otro poder... ya
que Quien da facultad al tentador, da también su misericordia al que es
tentado. Han limitado al diablo los permisos de tentar» (ib. 61,20: PL
36.743). Y en otro lugar: «Tienta Satanás no por su poder, sino con
permiso del Señor, bien para castigar a los hombres por sus pecados, bien
para probarlos y ejercitarlos según su misericordia» (De serinone Donúni
in fllonte, 2,9,34: PL 34, 1284).
Todo el poder del d. es poder de criatura, poder controlado. «Dios
es fiel, advierte S. Pablo, y no permitirá que seáis tentados más allá de
vuestras fuerzas» (1 Cor 10,13). Y, si puede llegarse a decir del d. que
es «el dios de este mundo» (2 Cor 4,4), si los Padres (S. Basilio, Homil
in Ps 48,3: PG 29,438) o el Conc. de Trento (Denz.Sch. 1511,1521) enseñan
que el pecador queda subyugado bajo el imperio del diablo (sub potestate
diaboli), no quiere decirse con ello que tenga autonomía o poder
independiente de Dios, sino sólo un poder permitido mientras dure la
historia y con vistas al bien final de la creación. El diablo es un
usurpador tolerado; pero no existe más que un dueño «que espera
pacientemente» (2 Pet 3,9) hasta el momento de definir los destinos,
cuando se le rindan cuentas, y decida con justicia. Por supuesto que, si
ni siquiera el ángel (v. ÁNGELES III) penetra nuestra intimidad, tampoco
el d. puede violentar la libertad; sólo Dios y el hombre dominan la
libertad (v.) personal. Y Dios la respeta (v. PROVIDENCIA III). Por eso,
sólo el hombre es responsable de su pecado. Sólo se peca si se quiere. El
d. detenta una influencia indirecta, actuando en las potencias inferiores,
en la imaginación principalmente, y en el apetito sensitivo. Al ser tan
universal la tentación, ya sea actuación diabólica directa en cualquiera
de sus formas, ya agitando las posibilidades que le ofrece el mundo y la
carne como clima propicio, algunos Padres pensaron que tal vez cada hombre
tiene su d. para tentarle (S. Gregorio Niseno, De vita Moysis: PG
44,337-340; Orígenes, In Lc homil. 12: PG 13,1829).
De hecho, así ocurre desde cuando «creado por Dios el hombre, sin
embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia
abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su
propio fin al margen de Dios» (Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes,
13a). Así siempre y en todos porque «con mucha frecuencia los hombres,
engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la
verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador
(cfr. Rom 1,21-25)» (Const. Lumen gentium, 16).
6. Actitudes acerca de la existencia del demonio. La existencia del
d., condenado eternamente por su pecado y tentador solícito del hombre,
forma parte del cuerpo de la fe. Cualquier reserva fundamental en aceptar
esta afirmación es incompatible con las enseñanzas de la S. E. y del
Magisterio que la interpreta autorizadamente. Leyendo la Biblia y la
literatura cristiana de los Padres, que nos transmiten la fe de la
Iglesia, no se pueden negar la claridad y la fuerza con que nos presentan
esta desgarrada pugna existencial porfiando una gloria que se alcanza
«violentamente» (Mt 11,12). El creyente que conoce con llana y sincera
sabiduría las inmensas posibilidades de la naturaleza y del mundo
trascendente, no vacila un momento en confesar la existencia de los d.,
porque la voz de Dios nos la ha revelado.
Con todo, al tratar este problema hay que evitar cuidadosamente dos
extremos igualmente viciosos: por un lado un demonismo excesivo que en
ciertas épocas ha provocado una pedagogía de terror multiplicando
atribuciones al espíritu maligno; y por otro, la supresión incrédula de su
existencia y actividad, como si fuese un mito de culturas poco
desarrolladas que intentaban explicar tantas cosas desconocidas
recurriendo a la influencia de un supuesto ser perverso que controlaría el
estatuto de la existencia humana. No era menos falsa la postura del
dualismo (v.) que lo erigía en rival de Dios con fortuna incierta en la
lucha irreductible, que las actitudes modernas que ven en la creencia en
el d. el reflejo de una mentalidad ingenua y supersticiosa, que -dicen-
acabará siendo universalmente erradicada por el progreso y la difusión
masiva de la cultura. Con esta mentalidad escribe el fautor de la teoría
de la desmitologización (v.), R. Bultmann (v.): «Desde que conocemos el
poder y las leyes de la naturaleza, se ha terminado el creer en los
espíritus y en los demonios. Los astros se nos aparecen como cuerpos que
forman parte del mundo y cuyo movimiento está regido por leyes cósmicas...
Las enfermedades y su curación tienen causas naturales y no proceden de la
acción o del hechizo de los demonios... No podemos utilizar la luz
eléctrica y los aparatos de radio, acudir en caso de enfermedad a los
remedios de la medicina y de la cirugía modernas, y a la vez creer en el
mundo de los espíritus y de los milagros del N. T.
Quien crea poderlo hacer, debe ver claramente que, dando este
ejemplo como actitud de fe cristiana, hace que el mensaje cristiano
resulte incomprensible e imposible para nuestro tiempo» (Interpretación
del Nuevo Testamento, París 1955, 142-143).
No está detrás de esas frases una reacción frente a la credulidad y
la superstición (v.), sino algo mucho más hondo: una mentalidad
sustancialmente deísta y naturalista (v. DEísmo), que reduce lo
sobrenatural a mero epifenómeno y que se abre irremisiblemente al ateísmo.
Si los cristianos han afirmado a lo largo de toda la historia la realidad
del d. no es porque desconocieran la explicación de algunos fenómenos
naturales, sino porque -conocieran o no cómo funcionaban unas u otras
fuerzas de la naturaleza- sabían positivamente de la existencia de lo
puramente espiritual y, más concretamente, de la realidad de la acción
demoniaca, ya que la S. E. así lo enseña. Digamos claramente. que las
referencias bíblicas al d. no son un mero eco de ideas culturales de
aquella época, de las que podría prescindirse, sino algo hondamente
vinculado al entramado del A. y del N. T. No se puede prescindir de esas
afirmaciones a no ser que digamos que Cristo no pudo desvelar o trasponer
un ambiente cultural del que fue víctima de ignorancia. «El que tomemos o
no en serio la expulsión de los diablos depende de si tomamos o no en
serio a Jesucristo» (Schmaus; cfr. R. Guardini, El Señor, I, 6 ed. Madrid
1965, 199-211).
Es un chasco irónico que algunos hombres modernos hayan venido a
parar en el error de la suficiencia, como hombres de otras épocas
sucumbieron al de la credulidad. Una y otra actitud son igualmente
superficiales y comprometidas, si se toman en serio. Por eso se explican,
fuera del equilibrio de la fe, las posturas más ridículas y dispares:
frente a un demonismo vulgar e ignorante, el rechazo de los milagros del
Evangelio; frente a las prácticas morbosas y sacrílegas del espiritismo
(v.) o del culto al d., la pretensión tan ingenua como presuntuosa de
sobreseer el hecho universal del pecado (v.), de la tentación, del d. y
todo el mundo del mal. De esa forma el hombre cae en el engaño y en la
superficialidad, desconociendo esos abismos de libertad y responsabilidad
de los que el cielo (v.) y la vida eterna son premio, y el pecado (v.) y
el infierno (v.) reverso y signo, para dar paso a un optimismo bonachón y
engañador. Desgraciadamente el mal ronda al hombre, porque le ronda su
propagador. Y el mal (v.) es una realidad muy seria que solamente en el
terreno de la fe encuentra una. explicación y una solución.
La Cruz de Cristo está ahí, plantada en el centro de la Historia, y
la Cruz es el destino fundamental de la presencia de Dios entre nosotros
«para quebrantar un poder personal que lucha contra Dios» (Schmaus) en el
hombre. Y en la Cruz, sólo en la Cruz, el optimismo se esperanza sabiendo
que, si Dios nos ha colocado en el mundo expuestos a celadas enemigas, el
ejemplo de Jesús y su gracia hacen posible la victoria y la corona. En la
Cruz el d. rinde sus armas y con Cristo la libertad débil del hombre tiene
garantías de triunfo. Cristo nos arrastra en su victoria, pero la lucha es
irrenunciable. Como afirma el Conc. Vaticano II, «En Él, Dios nos
reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo
y del pecado» (Const. Gaudium et spes, 22 c).
V. t.: INFIERNO III; PECADO; TENTACIÓN; JUICIO PARTICULAR Y
UNIVERSAL.
BIBL.: STO. TOMÁS DE AQUINO, Suma
Teológica, introducciones y texto de la la parte q.63-64, ed. BAC, III,
Madrid 1950, 500-605; ib., q.114, 111 2°, Madrid 1960, 959-979; X. LÉON-DUFOUR,
Vocaóulario de Teología Bíblica, Barcelona 1966 (Demonios,
Prueba-Tentación, Satán); P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo
Testamento, Madrid 1969, 175-188; E. MANGENOT, T. ORTOLAN, Démon, en DTC
IV,321-409; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, 11, 2 ed. Madrid 1961,
266-291; P. BENOIST D'AzY, Iniciación Teológica, I, Barcelona 1957,
511-518, 671-676; L. BOUYER, ib., 697-722; R. GUELLUY, La creación,
Barcelona 1969, 174-186; N. CORTÉ, Satán, el Adversario, Andorra 1958; CH.
JOURNET, El mal, Madrid 1965, 164, 243-246; U. URRUTIA, El diablo, México
1950; L. CRISTIANI, Présence de Satan dans le monde moderne, París 1959;
CH. JOURNET y OTROS, Le péché de l'ange, París 1961; E. J. MONTANO, The
sin ol the Angels, Washington 1955; VARIOS, Satan, París 1948 («Les Études
Carmélitaines» 27, 1948).
J. SANCHO BIELSA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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