Introducción. Conducción del pueblo mediante la seducción. El demagogo
dirige al pueblo convertido en populacho e incluso procura convertirlo en
tal. Como forma política es la dominación tiránica de la plebe. En la
doctrina clásica resulta de la degeneración de la democracia debida a la
labor de los demagogos. Originalmente su sentido griego fue neutro, al ser
los demagogos jefes populares que pretendían mejoras a favor de las clases
oprimidas; con el advenimiento de la democracia (v.), degeneró en práctica
de atraer al pueblo mediante promesas imposibles, halagos o, simplemente,
mediante el engaño, para conseguir el poder. Demagogo vino a ser el tipo
de político irresponsable que explota las necesidades fomentando los
instintos y los vicios de la multitud para erigirse en amo. Aristófanes
fijó el significado del término en su obra Los caballeros. Su estudio
psicológico o el que Platón, Aristóteles y otros hicieron de la d. y del
demagogo como los opuestos de la democracia continúa vigente en líneas
generales, si bien en el mundo actual, algunos, siguiendo a Tocqueville y
Stuart Mill, han denunciado la instauración de regímenes demagógicos
mediante la perversión de los fines políticos racionales manipulando los
mecanismos de formación de la opinión. En todo caso, la d. es el peligro
al cual siempre están expuestos los regímenes democráticos cuando se
radicalizan.
Forma de Gobierno. La decadencia de la democracia griega se debió de
manera muy principal a la actuación de los demagogos. Después de Pericles,
Atenas se convirtió en campo de lucha entre las facciones de los diversos
jefes populares, educados por los sofistas (v.), que acabaron
convirtiéndoles en demagogos. El ejemplo se reiterará en Roma, donde por
la misma fuerza de las cosas, los Gracos, que proponían reformas
necesarias, terminaron radicalizándose. La república romana acabó por
encontrarse en manos de los diversos bandos. Los medios de que se sirvió
el mismo Julio César fueron más propios de un demagogo. En todos los
procesos revolucionarios (el ejemplo típico es el de la Revolución
francesa), aquéllos acabaron radicalizándose cuando la insuficiencia de
los medios respecto a los fines exasperó a algunas facciones (los
jacobinos). Desde los griegos la d. se ha considerado como la forma
corrompida y degenerada de la democracia, pudiendo llegar a tal extremo
que hace inevitable y hasta deseable la tiranía. No debe confundirse con
la anarquía (v.), que es ausencia de cualquier gobierno, mientras la d. no
sólo implica un gobierno sino, generalmente, un gobierno fuerte y estable,
pero cuyo prestigio y cuyo crédito dependen de su capacidad de corrupción
de los instintos y deseos de la muchedumbre. Respecto a la democracia, d.
es la conversión del pueblo (v.) en masa. Como en aquélla, el pueblo es
soberano y le corresponden las decisiones fundamentales del órden
político. Pero mientras en la democracia está vigente el imperio de la ley
y la idea de sumisión a las leyes, por lo cual es gobierno con arreglo a
leyes fundadas en la justicia y en la verdad, mirando al bien común
racional, en la d. la lucha política se centra no tanto alrededor de la
detentación del poder como de la abrogación de hecho o de derecho de las
leyes, dejando paso a la arbitrariedad con pretexto de mayor eficacia.
La dirección política pasa a los demagogos, que no pretenden enseñar
o llevar a la práctica proyectos objetivos o superiores, sino realizar
aquellos fines que convienen, aparentemente, a la multitud. Sobreviene la
explotación sistemática de las pasiones, de las emociones y de los
factores irracionales de la conducta humana, ocultando los hechos y los
medios razonablemente adecuados. Se argumenta contra las costumbres,
contra las creencias vigentes, contra las leyes, probándose que son
convenciones sustituibles por otras idealmente mejores, según el gusto de
las clases o grupos a los cuales se dirige el demagogo. En la antigua
Grecia fueron muchos sofistas los que desempeñaron ese papel. Para luchar
contra sus meras opiniones y su sistemática explotación de la sensibilidad
de la muchedumbre, Sócrates, Platón y Aristóteles elaboraron sus
filosofías racionales. En la d., la razón queda oscurecida siempre por la
pasión; la aparición del demagogo indica una crisis de las ideas-creencias
fundamentales en las cuales se apoya la sociedad. El demagogo se presenta
como uQ profesional de la crítica.
Política demagógica. La política d. puede realizarse de dos maneras:
la más común mediante el engaño, el halago y la perversión. Método común
es la sistemática explotación de las pasiones, sobre todo la de la envidia
que es la correspondiente al principio democrático de la igualdad. Un
ejemplo, muy frecuente en nuestra época, es la promesa de mejoras
económicas a pesar de que no se dispone de los medios adecuados o no se
toman en consideración o, en el caso extremo, se sabe de antemano que no
se pueden cumplir. El cinismo va íntimamente unido a la d. Puede adoptar,
sin embargo, una segunda forma, cuyo objetivo directo no es la conquista
del poder u otro beneficio personal para el demagogo, sino que consiste en
el cálculo irresponsable de los medios adecuados a los fines y a las
necesidades de la comunidad o la confusión de los fines o los medios como,
p. ej., la política nacionalista que sacrifica exigencias primarias de la
comunidad o emplea medios desproporcionados con sus fuerzas para conseguir
determinados objetivos. Se proponen soluciones imposibles al pueblo
soberano a cambio de su libertad, que, poco a poco, va siendo absorbida
por los demagogos, o sus jefes, los cuales sueles presentarse como
salvadores en medio de situaciones de desesperación o caóticas; de esta
forma establecen su tiranía. La d. suele acompañar siempre a toda
revolución. Por eso éstas terminan radicalizándose y su salida normal es
la dictadura (o la tiranía). Así, en la Revolución francesa, de la cual
salió Napoleón; la de 1848 (Napoleón III); antes, la inglesa de 1668 (Cronwell);
recientemente, la rusa de 1917. Los dictadores que proceden de la
revolución suelen ser ellos mismos demagogos que han eliminado a sus
competidores. Por eso las revoluciones devoran a los revolucionarios de la
primera hora.
La demagogia contemporánea. Conviene distinguir la actividad y la
forma política demagógica en el sentido tradicional y en el sentido
actual. La d. procede por corrupción de la democracia, pero al existir una
diferencia esencial entre la democracia antigua y la moderna, es natural
que repercuta en la caracterización de la- d. En la democracia moderna, al
ampliarse el concepto «pueblo», que es el soberano, a todas las clases
sociales, desde el s. xix participa en ella todo individuo humano por el
mero hecho de serlo, sin distinción de clases. La democracia antigua,
basada en la esclavitud y en la distinción entre ciudadanos y no
ciudadanos, constituía sólo una de las formas posibles de organizar el
gobierno; sólo se discutía qué número de ciudadanos habían de ocuparse de
los asuntos públicos. En todo caso, éste fue siempre muy reducido (unos
5.000 en la época de mayor esplendor de Atenas sobre una población de
500.000 hab.). Actualmente la democracia, más que una forma de gobierno,
constituye una creencia o convicción básica general, un modo de vida. Todo
régimen tiende a ser democrático, aun cuando sean posibles diversos tipos
de gobierno. La antítesis se presenta ahora, más que entre democracia
auténtica y pseudodemocracia, entre tiranía (v.), y cualquier otro régimen
que proceda del pueblo y sea para el pueblo y con el pueblo.
Ahora, pues, lo que procuran los demagogos no es tanto cambiar la
forma del gobierno como corromper las mismas bases de la convivencia, si
bien, dado que la democracia constituye un modo de vida, sus enemigos
tendrán que encubrir sus designios para atraer a la opinión pública. Por
supuesto que los procedimientos demagógicos siempre se dan en el seno de
la democracia. La clave de la cuestión radica en el grado de intensidad de
las prácticas demagógicas. Por ej., en Italia y Alemania inmediatamente
antes de los respectivos regímenes fascistas. En cambio, en Norteamérica y
otras democracias liberales, si bien se intensifica en momentos
electorales, luego decae. Habrá, pues, que buscar la esencia de la d. en
los regímenes modernos más que en el modo de atraerse la opinión (medios
de comunicación de masas), en la racionalidad o irracionalidad de los
argumentos del ejercicio del poder. De hecho, nunca en el pasado se ha
llegado a una falsificación ideológica y terminológica tan intensa y
astutamente dirigida en gran escala; hasta el punto de que es posible
hablar de una opinión popular que no es, en modo alguno, la opinión del
pueblo (Sartori). El caso extremo y obvio es el de las «democracias
populares».
Así, pues, y aunque son válidas las caracterizaciones de otros
tiempos, la identificación de la d. moderna como perversión de la
democracia, habrá que buscarla sobre todo en el modo de ejercer el poder.
Las tendencias centralizadoras, la falta de respeto a las leyes, la
ilegalidad de hecho, la multiplicación de las normas legales, la paulatina
subordinación de las sociedades a los fines del Estado y la creciente
burocratización, excusados con abundantes promesas retóricas, suelen ser
los síntomas de la desigualdad de hecho entre gobernantes y gobernados. En
los países del Tercer Mundo o menos desarrollados, se da una curiosa
mezcla de los procedimientos demagógicos tradicionales y de los modernos.
Desde el punto de vista cristiano apenas es preciso decir que en modo
alguno se justifican ni la forma ni las prácticas demagógicas. El orden
social auténtico debe basarse en la caridad, la justicia, la verdad y la
libertad; por tanto, lo que de algún modo les contradiga carece de
legitimidad para el cristiano, sin que se pueda confundir la prudencia, ,
que en modo alguno supone la admisión de una posible contradicción entre
el orden ético y el orden político, con la d.
V. t.: DEMOCRACIA; GOBIERNO III.
BIBL.: G. SARTORI, Aspectos de la
democracia, México 1963; A. DE TOCQUEVILLE, La democracia en América, 2 ed.
México 1963; J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, Madrid 1964
(hay muchas ed.); J. M. DoMENACH, La propaganda política, Buenos Aires
1962; S. M. LIPSET, El hombre político, Buenos Aires 1963; J. A.
SCHUMPETER, Capitalismo, socialismo, democracia, 2 ed. México 1952; L. VON
MISEs, La mentalidad anticapitalista, Valencia 1961.
D. NEGRO PAVÓN.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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