Se defiende legítimamente todo aquello que, perteneciendo a uno, se busca,
se retiene o se reclama por medios lícitos. No se trata aquí de la d. l.
entendida en este sentido amplio.
Planteamiento de la cuestión. Entre los derechos del hombre (v.)
prevalece el derecho a la vida (v.) y a la adquisición y libre disposición
de ciertos bienes que suelen estimarse tanto y aún más que la misma vida.
A la conservación de estos supremos valores humanos se refiere la d. l.
La idea de defensa trae necesariamente a la mente la de injuria
(v.), que la precede y la justifica.
Es evidente que el derecho, si no puede tutelarse eficazmente,
resulta ficticio, por la imposición de la fuerza sobre la razón. Pero no
siempre la tutela, basada en una legalidad, es o simplemente posible o
suficientemente eficaz. ¿Se puede actuar al margen de la ley escrita
cuando ésta no puede entrar en juego de una manera válida. con el riésgo
de seguirse, o cierta o probablemente, el atropello de un derecho?
Se sabe que la justicia (v.) de los hombres no es, en muchos casos,
la absoluta: la que de verdad da a cada cual lo que le pertenece. Las
limitaciones de las facultades humanas y de los instrumentos puestos a su
alcance para hacer justicia, se reflejan muchas veces en las
imperfecciones de los actos, que quieren ser la expresión de esa virtud;
en otras palabras, en injusticias objetivas, imputables sólo a esta
incapacidad radical de apreciar los hechos, los actos humanos referidos a
ellos y las normas legales que los contienen y los valoran como realmente
son, han sido o se ha querido que sean. Es entonces totalmente cierto que
la sola estimación subjetiva de una tutela jurídica eficaz, imposible o
dudosa, por estas causas indicadas, no faculta para que el individuo
particular pueda procurarse por sí mismo la justicia: lo que para él es
subjetivamente verdadera justicia. Caeríamos por este camino en la
institución de la fuerza como instrumento apto para defenderse y para
amparar los propios derechos.
Y esto ha de afirmarse respecto a toda clase de bienes, a cuya
posesión y uso puede lícitamente aspirar el hombre cuando está garantizada
la vida, sin la cual no se concibe ni la existencia ni el ejercicio de
cualquier legítimo derecho.
Pero ¿y si son la vida (v.), la integridad personal o cualesquiera
de esos valores prevalentes, ya aludidos, los que, en algún momento,
quedan sin otro amparo que la fuerza? ¿Puede ser entonces válida
moralmente su defensa prescindiendo de la ley escrita, si la inminencia
del peligro no deja dudar sobre la gravedad de la injuria, por una parte,
y sobre la verdad, por otra, del derecho del atacado a defenderse? Esta es
exactamente la cuestión que vamos a dilucidar.
Centrada así la materia propia de este tema, es fácil concluir que
por d. l. entendemos el derecho que asiste a todo hombre de usar de la
fuerza para garantizar su persona y sus derechos contra la ilegítima
agresión, que imposibilita una tutela legal eficaz.
La fuerza o violencia en este caso, no es, por necesidad, la que se
concreta en la vulneración o en la muerte del agresor; pero tampoco
excluye estos dos aspectos más graves de la repulsión.
La injuria. Su necesidad es evidente, porque nadie piensa en
defender aquello cuya pacífica posesión sigue imperturbada. Pero ¿qué
clase de injuria puede justificar la violencia que, en circunstancias
ordinarias, constituye lesión del derecho de todo hombre a vivir dentro
del orden jurídico, amparado y juzgado por él? La injuria ha de ser tal,
en concreto, que haga imposible el ejercicio de este derecho, en una
convivencia normal. Una injuria así sólo se concibe en la agresión
ilegítima, actual ya o inminente y directa, cuyos efectos no es posible
evitar por la vía normal de la tutela jurídica. Es ilegítima la agresión
cuando no hay razón alguna que la justifique.
Es indiferente que la injuria sea formal: pecado ante la conciencia,
o que ciertamente sea material: la de un demente. En ambos casos el
derecho a la defensa por la fuerza es legítima, y se basa en las
exigencias del bien común.
Si la agresión se ha puesto ya por obra, es actual; pero basta la
evidencia del propósito de perpetrarla inmediatamente y por modo directo.
Entonces es inminente y directa. Esperar a que se haga actual podría
suponer, para el agredido, la total imposibilidad de defenderse. Además,
la injuria ha de ser grave: ha de comprometer seriamente bienes
importantes: en lo individual, la vida, la integridad personal, etc.; en
lo social, la paz, el bien común, la independencia, etc. Con todo, en
rigor, una injuria real leve hace lícita una repulsa igualmente leve.
Limitándonos en este artículo a las injurias contra las personas
físicas, pues de las demás se tratará en lugares más a propósito (v.
GUERRA vi), ofrecen particular interés los ataques contra la vida, la
propiedad (v.) y el pudor (v.). ¿Cuándo estos ataques constituirán la
injuria que haga lícito el empleo de la fuerza, exento de imputabilidad
moral y de responsabilidad criminal, aun llegando hasta la muerte del
agresor si la defensa eficaz de estos bienes lo exigiera? Respecto al caso
de la propiedad, se entiende que el recurso a los medios ordinarios, como
defensa legítima, prescindiendo de la fuerza, ya no implicaría la
salvaguarda del bien atacado, sino, a lo más, de los efectos de la
injuria: que es cabalmente lo que hace suponer Ex 22,2.3: «No es homicida
el que mata a un ladrón sorprendido asaltando la casa. Es homicida, si le
matare en pleno día». Y es que, siendo entonces recognoscible el
salteador, se hace posible la intervención judicial.
Respecto al pudor, ha de admitirse que, no obstante las dudas
apuntadas por algunos, en la mujer, el pudor entendido en sentido amplio,
como la integridad carnal libremente escogida, o aceptada como fidelidad
consagrada a Dios por la profesión religiosa o al hombre por el
matrimonio, es un bien digno de ser apreciado y, de hecho, siempre
grandemente estimado en una concepción espiritualista de la vida, como
superior a cualquier otro, entre los que representan valores morales del
hombre, con repercusión en una convivencia social digna y engendradora de
felicidad. No hay que excluir, por tanto, la injuria que hace lícito el
uso de la fuerza contra un agresor, el cual, de otra suerte, consumaría la
violencia carnal.
Ejercicio de la legítima defensa. El bien común, la paz y la
tranquilidad pública, quedarían gravemente comprometidos, si no fuera
lícita la defensa por la fuerza, con determinadas condiciones, de la
persona y de sus derechos injustamente atacados; los mismos motivos
imponen la obligación de no llevar la repulsión violenta de la agresión
ilegítima más allá de lo que sea necesario para mantener la incolumidad de
los bienes agredidos.
De donde el medio empleado para impedir o repeler la injuria tiene
que responder a un necesidad racional (como especifica, p. ej., el CP
español; art. 8,4°), en conformidad con la prudencia, la caridad y la
justicia.
La agresión injusta contra la vida, la integridad personal, los
intereses materiales de gran valor en peligro de perderlos
irremisiblemente, el pudor, puede ser rechazada hasta con la muerte del
agresor, si fuere ella el medio único para defender estos supremos bienes.
Sin embargo, salvo el caso de exigirlo el derecho prevalente de un
tercero (sobre todo si éste fuera la comunidad social, familiar o
religiosa), el uso lícito de la violencia contra el agresor no equivale al
deber moral de recurrir a ella para evitar los daños de la agresión,
principalmente cuando hubiera de intervenir la muerte del atacante; la
permisión de éstos, dejando curso libre a la provocación, o resistiéndola
sólo en parte, sería acto heroico de caridad, si la pasividad del agredido
estuviera motivada por el deseo de atender al bien espiritual del agresor.
En las mismas condiciones en que es lícita la defensa por la fuerza
de la propia persona y de los propios derechos, lo es también la defensa
de la persona y de los derechos del prójimo, indefenso e injustamente
atropellado. Pero, con mayor razón que cuando se trata de lo propio, no
hay entonces verdadera obligación de apelar al último recurso de la muerte
infligida al injusto agresor, a no ser en la hipótesis de ser el agredido
persona muy necesaria al bien común; estar el defensor unido a ella con
vínculo de consanguinidad o afinidad muy próxima; o, en fin, tener, ex
officio, la misión de defender al ciudadano inocente.
Por lo que se refiere, en concreto, a la agresión contra los
intereses materiales, es de notar que no estaría permitido escudarse en el
derecho a la legítima defensa para rechazar la injuria irrogando al
injuriante un daño muy superior al que razonablemente se puede temer como
consecuencia del asalto a la propiedad, quedando siempre a salvo, como es
obvio, los imprevistos que suelen mezclarse en todos estos actos de
violencia por una y otra parte.
En cuanto al empleo de la fuerza como remedio para acabar con los
abusos del capitalismo o del socialismo y con las enormes «diferencias
económicas que existen hoy, y frecuentemente aumentan, unidas a
discriminaciones individuales y sociales» (Vat. II, Const. Gaudium el spes,
66), la doctrina común y el Magisterio de la Iglesia han propugnado
siempre su ilegitimidad y su inutilidad. En rigor, excepción hecha del
caso de quien, dueño incuestionable de la cosa (que, por el momento, ni él
ni quienes de él dependen, precisan), se negara a entregarla al que la
necesitara para defender su vida en inminente peligro, no se trata de
agresión injusta que no tenga otra solución que el recurso a la fuerza.
«Es bien sabido (se lee en la Populorum progressio de Paulo VI) que
las revueltas sociales, fuera del caso de una tiranía evidente y
continuada, que lesione los derechos primarios de la persona humana y
cause grave daño al bien común de la nación, conducen a los hombres a
mayores calamidades. Por donde este mal, que ciertamente existe, no hay
que rechazarlo de forma que se origine otro mayor» AAS 59 (1967) 272-273.
(Cfr. Paulo VI, Discurso de 27 mar. 1968, en el primer aniversario de la
enc. Populorum progressio, AAS, 60, 1968, 258; Disc.
al Sacro Colegio de 24 ¡un. 1968, ib. 456; Disc. de 24 ag. 1968 en
la apertura de la segunda asamblea general del Episcopado
latino-americano, ib.).
En cuanto a la agresión contra el pudor, conviene hacer notar que la
teoría de la defensa legítima no implica la licitud de actos que nada
tienen que ver con el hecho de la respuesta a la agresión por la fuerza.
Por consiguiente, en la hipótesis de un atropello carnal, previsto como
cierto o como muy probable, falla el proceso lógico de la argumentación
cuando se concluye la licitud del uso previo de anovulatorios (v.), para
evitar una concepción. Sin embargo, hemos de reconocer que teólogos de
merecida fama internacional, como p. Palazzini, F. Hürth, F. Lambruschini,
a los que se han unido varios más, deducen la probabilidad de la licitud
del uso de anovulatorios, en el caso de la mujer en trance de ser violada,
del derecho de ésta a la d. l.
BIBL.: S. Toeaxs, Sum. Th. 22 q64
a7; A. PEINADOR, Cursus brevior Theologiae Moralis, 111, Madrid 1954,
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A. Royo MARÍN, Teología Moral para seglares, 1, Madrid 1957, 427; W.
SCH8LLGEN, Problemas morales de nuestro tiempo, Barcelona 1962, 246-260;
A. VAN HOVE, Circa quaestionem de defensione occisiva contra iniustum
aggressorem, «Ephemerides Theologicae Lovanienses» 6 (1929) 655-664; J.
PEREDA, Problemas alrededor de la legítima defensa, «Estudios de Deusto»
15 (1967) 9-34.
A. PEINADOR NAVARRO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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