1. Definición. Procede del verbo latino debere. Se define el d. como la
obligación de hacer o no hacer conforme a una norma. Elementos integrantes
de la noción de d. son: a) Es una obligación, es decir, una constricción
establecida sobre la voluntad humana; esta constricción no implica
necesidad, de forma que impulse sin posibilidad de opción en contrario a
la voluntad; la obligación constituyente del d. permite siempre el que la
conducta del hombre discurra por cauce distinto e incluso opuesto al
establecido por ella; de ahí que el d. esté ligado a la libertad de la
voluntad, ya que, en sentido estricto y lógico, sólo en un ser libre cabe
admitir la existencia de la obligación. b) El contenido de esta obligación
consiste ya en una acción, ya en una omisión. En efecto, la vinculación
que el d. establece implica el tener que hacer algo (devolver el objeto
depositado al depositante propietario del mismo) o el tener que no hacer
algo (no cometer actos conducentes a privar de la vida a una persona).
Generalmente, suele decirse, los d. de acción se derivan de normas
positivas (honrarás a tu padre y a tu madre) y los de omisión de normas
negativas (no matarás); pero tal correlación no es en modo alguno
necesaria. De una norma negativa, p. ej., la antes citada, se derivan
tanto d. de acción (el prestar ayuda a quien se halle en peligro de
muerte) como de omisión; y análogamente sucede con las normas positivas.
c) Todo deber tiene como fundamento inmediato una norma, o sea, una regla
directora de la conducta humana. De esta norma nace en el ser humano la
obligación o necesidad moral de la acción o la omisión; en una situación
de absoluta carencia de normatividad, es decir, en el estado que los
sociólogos, principalmente Durkheim, han llamado de anomía (del griego
nomos, norma o ley), no podría (en el supuesto de que tal estado fuese
posible, que no lo es) hablarse de la existencia del d. d) El deber y el
derecho son correlativos, de manera que la existencia de un d. en una
persona supone la existencia de un derecho en otra u otras, y viceversa.
2. División de los deberes. No es unánime entre los tratadistas de
Derecho y de Moral la división de los d., dada la pluralidad y diversidad
de los mismos; pueden distinguirse los siguientes tipos:
Respecto del sujeto del deber, es decir, de la persona sobre la que
incide el mismo, se distinguen los d. individuales y los d. sociales. Los
primeros son aquellos que tienen que ser cumplidos por un individuo,
miembro de una sociedad, así, el d. de respetar la propiedad privada; los
segundos tienen que ser cumplidos por la sociedad como un todo; p. ej., el
d. de ayudar a los miembros de la misma que queden incapacitados.
Respecto de su contenido, los d. se dividen en positivos y
negativos. Los primeros son aquellos que establecen la obligación de hacer
algo; tal es el d. de cumplir la prestación determinada por un contrato de
arrendamiento de servicios; los segundos son los que imponen la obligación
de no hacer algo, o sea, una prohibición; p. ej., el d. de no injuriar.
Por su fundamento, los d. se dividen en naturales y jurídicos. Los
primeros se derivan de la ley natural moral, por lo que también se les
llama d. morales, sin que estén confirmados por la ley positiva; de ahí
que su incumplimiento no lleve aparejada la sanción estatal; son los que
se dice que obligan sólo en conciencia; tal es el d. de socorrer Q
necesitado. Los segundos, llamados también positivos, se derivan de una
ley positiva, de forma que su incumplimiento lleva consigo la sanción
estatal correspondiente. Naturalmente, el hecho de derivarse de la ley
positiva no supone que estén en contradicción con la ley natural moral;
antes, al contrario, todo d. jurídico, para ser tal, tiene que basarse
también en dicha ley natural moral; la ley positiva lo único que hace es
confirmar, por vía de determinación o de conclusión, lo que ya está
establecido por aquélla. Un d., única y exclusivamente derivado de la ley
positiva y en contradicción con lo fijado por la ley natural moral, no
puede considerarse como d. en sentido propio. Por supuesto, la distinción
entre d. natural y jurídico va íntimamente ligada a la problemática sobre
la existencia de la ley natural moral; quienes niegan dicha existencia,
niegan consecuentemente los d. naturales.
Respecto del término, es decir, de la persona a la que se refiere el
d., pueden ser d. para con Dios, d. para con el prójimo y d. para consigo
mismo. Los seres irracionales no pueden considerarse como sujetos de
derechos ni como sujetos o término de d. La titularidad de los derechos y
los d. está esencialmente ligada a la racionalidad y a la libertad, de
forma que no puede darse en el irracional. Esto no implica que la
actividad del hombre respecto de los animales, e incluso de los demás
seres, pueda ser desordenada y sin limitación alguna; el trato adecuado de
los mismos se fundamenta en los d. que el hombre tiene para consigo mismo,
para con el prójimo y para con Dios.
a) Los deberes para consigo mismo se subdividen en d. para con el
cuerpo y para con el espíritu, por razón de la estructura del ser humano.
Los primeros están encaminados a la conservación y el perfeccionamiento
del organismo humano, los segundos al perfeccionamiento de las facultades
anímicas. Entre los d. para con el cuerpo se cuentan: el de alimentarse,
teniendo presente que el alimento ha de considerarse como un medio y no
como un fin, por lo que tiene que regularse por la virtud de la templanza;
el de practicar la higiene corporal, el de desarrollar la capacidad
muscular y locomotriz mediante la práctica de los deportes (v.), habida
cuenta de que el deporte no sólo implica un perfeccionamiento corporal
sino también anímico gracias a la disciplina, solidaridad y abnegación que
suele llevar consigo; nos referimos al deporte practicado como tal, sin
los defectos que comporta el profesionalizado; el de mantener la salud
corporal, la integridad del cuerpo y la propia vida, que se opone al
suicidio (v.); el suicida manifiesta un radical egocentrismo, ya que, como
dice R. Le Senne, «el suicidio es el morir por sí mismo, por conveniencia
personal, es decir, un acto por el que el yo que lo decide y lo ejecuta se
considera superior a todo fin, regla o valor moral» (Traité de morale
générale, París 1947, 485).
Los d. para con el alma tienen por objeto el perfeccionamiento de
todas y cada una de las facultades anímicas, tanto en el orden sensitivo
como en el intelectivo, ya que por la íntima vinculación entre la vida
psíquica inferior y la superior, el cultivo de las facultades inferiores
redunda en el perfeccionamiento indirecto de las superiores. Por lo que
respetaa a éstas, los d. se subdividen en d. para con el entendimiento y
para con la voluntad; dado que el primero se perfecciona con la posesión
de la verdad, el hombre tiene el d. de tender a la adquisición de ésta, a
la del saber en general y en especial al científico, entendido el término
ciencia en sentido lato, es decir, como conjunto sistematizado de
conocimientos universales y necesarios por sus causas o razones; el alto
nivel jerárquico de este d. de perfeccionar el entendimiento se pone de
relieve si tenemos en cuenta que muchos filósofos, entre ellos
Aristóteles, han hecho consistir la felicidad humana en la actividad
intelectual encaminada a la posesión de la verdad (Ética a Nicómaco, todo
el libro X). Al igual que el entendimiento se perfecciona con la verdad,
la voluntad se perfecciona con el bien; de ahí el d. del hombre de
cultivar su voluntad mediante la adquisición de hábitos operativos buenos,
es decir, de las virtudes; y también el alto grado jerárquico de este d.
queda de manifiesto por el elevado número de pensadores que han situado en
la virtud el fin último del hombre, en especial toda la corriente estoica
(v. ESTOICOS); en este sentido, como adquisición de virtudes, es como ha
de entenderse la conocida expresión de que existe el d. de «formar el
carácter», que no consiste en la obtención de una obstinada e irreflexiva
terquedad, sino en la consecución de una inteligente energía en la
práctica del bien.
b) Los deberes para con el prójimo pueden dividirse en d. para con
la persona y para con la propiedad de «los otros»; los primeros a su vez
se subdividen en d. para con la persona física, para con la persona moral
y para con el trabajo de los demás. Los d. para con la persona física
ajena comprenden fundamentalmente la prohibición del homicidio, de las
lesiones y de todo género de violencia sobre los demás. Los d. para con la
persona moral ajena se centran en el respeto a la verdad, a la libertad y
al honor de los semejantes; el primero impone el d. de no mentir,
entendiendo la mentira (v.) como locutio contra mentem, es decir, como la
falta de adecuación entre la palabra y el pensamiento; el segundo se cifra
en no atentar contra la libertad física, de pensamiento o de conciencia de
los demás; el tercero supone no dañar la buena reputación ajena mediante
el juicio temerario (v.), la maledicencia o la calumnia (v.). Los d. para
con el trabajo ajeno (justo salario, adecuadas condiciones de trabajo,
etc.) han adquirido extraordinaria importancia a partir del siglo pasado y
actualmente gozan de gran interés. Por último, los d. para con la
propiedad privada ajena se despliegan en un abanico de obligaciones
encaminadas a no interferir ni perjudicar al propietario en el legítimo
ejercicio de su ius fruendi, utendi et abutendi, es decir, en el derecho
que tiene de disfrutar, usar y consumir las cosas de su propiedad. c) Los
deberes para con Dios se compendian en la virtud de la religión (v.
RELIGIÓN Iv), que nos lleva a dar a Dios el homenaje que le es debido y
que puede sintentizarse en una total y absoluta entrega de la inteligencia
y la voluntad humanas al servicio de la Divinidad; la inmensa gama de d.
particulares en que se manifiesta este d. general es objeto de estudio de
la Teología.
Un problema básico en la teoría del d. es el de su fundamento
remoto; ya se ha visto que el fundamento próximo del d. es la existencia
de una norma que impone una obligación al ser humano; pero,
indudablemente, surge la cuestión de por qué el hombre tiene que respetar
esa norma. ¿Por la propia dignidad de la norma? ¿Por haber sido legislada
por la Divinidad? ¿Porque la vida social impone como condición necesaria
el respeto de la norma? ¿Por el temor a la sanción? ¿O quizá hay que
tender a eliminar la noción de d., en cuanto coarta la libertad individual
en aras de los demás, como sostiene M. Stirner en su Der Einzige und sein
Eigentum?
3. Teorías sobre el fundamento del deber. a) Teoría estoica.
Comencemos por aquellas teorías caracterizadas por poner el acento en el
deber mismo. Para los estoicos (v.), la norma suprema es «vivir conforme a
la naturaleza», que en el ser humano equivale a «vivir conforme a la
razón», y ven en ello el fundamento objetivo de la presencia en el hombre
del d. de respetar y cumplir en sus actos el orden racional inmanente al
universo. El fundamento último del d. va a ser la comunidad y la simpatía
existente entre el logos cósmico y el logos humano, en virtud de las
cuales una perturbación en el orden moral lleva necesariamente consigo una
perturbación del orden universal. De aquí que la noción de d. se
identifique con la de racional: todo acto racional es un d. y todo d. es
un acto racional. Sólo es un d. la acción de acuerdo con la recta razón,
el catorthoma, al que Cicerón llama perfectum of ficium (De of ficüs,
1,3,8), acción de la que está exento todo tipo de inclinación sensible o
de movimiento pasional. El esquema estoico queda de esta forma bien claro:
ónticamente el hombre es una razón o logos, participación del logos
universal; la conducta humana sólo merece tal adjetivación si es racional,
por lo que el d. sólo puede tener como fundamento esta racionalidad;
cualquier otro posible fundamento que quiera buscarse al d., la pasión, el
placer, la felicidad, etc., no hace sino enturbiar la naturaleza de aquél.
Pero es interesante señalar que esta teoría, que es la sustentada en
un primer momento por la Stoa, experimenta una atenuación considerable; en
efecto, el hombre no es únicamente racionalidad, y una doctrina del d. en
la que sólo se tenía en cuenta la faceta racional del ser humano tenía que
mostrarse casi como inviable. Los estoicos vieron que el «sabio», el
hombre que cumple con el d., con los catorthomata, con los perfecta of f
icia, era un ideal casi inalcanzable: «Yo veo muchos hombres que defienden
las máximas estoicas, pero no veo ningún estoico; muéstrame un estoico,
sólo uno... No prives a un anciano como yo de este grandioso espectáculo,
del que confieso que aún no he podido gozar» (Epicteto, Disertaciones,
11,49); por ello, la Stoa, junto al catorthoma o d. perfecto, crea la
teoría del cathecon, el commune of f icium ciceroniano.
Los catheconta son aquellas acciones que, sin constituir el
contenido de los d. perfectos, se consideran como convenientes o
permisibles. Constituyen los deberes del hombre incapaz de llegar a las
alturas éticas del sabio estoico; entran en el ámbito, no de lo que es
perfecto, sino de lo «preferible», de los proegmena, de lo que, sin ser
pura y estrictamente racional, puede «justificarse» ante la razón, habida
cuenta del factor sensible y pasional que hay en el hombre. Así, frente al
único d. en sentido estricto y para el sabio, que es la virtud, se
considerarán d. en sentido lato la aspiración a la salud, la belleza, el
vigor, la riqueza moderada, la buena fama, etc. El mismo término de
cathecon es bien significativo; derivado de la expresión to cata tinas
hekein (aproximarse a algo), indica que considerado en sí mismo no es una
entidad perfecta, sino que está más o menos cercana a la perfección; en
frase breve, se trataría para el estoico de «un mal menor». Fue una
corrección al primitivo ideal estoico del d., impuesta por las exigencias
de la naturaleza del hombre: «Los propios estoicos han sido los primeros
en darse cuenta de que su soberano bien era un ideal accesible en teoría,
pero casi inaccesible en la práctica» (G. Rodier, La cohérence de la
morale stoicienne, en Études de philosophie grecque, París 1926, 287). La
extremada concepción rigorista del d. propia de la Stoa fue captada por
los mismos estoicos posteriores, quienes para poder ofrecer al mundo
antiguo una moral practicable dentro de su peculiar idiosincrasia,
tuvieron que atemperar su concepto de lo moral y lo inmoral, de lo debido
y lo no debido: «El acto del sabio es siempre un catorthoma, mientras que
el del hombre ordinario no se eleva nunca por encima del cathecon. En
resumen, los estoicos parecen haber sido los primeros autores de la
distinción quedada clásica... de la moral teórica y de la moral práctica,
entendiendo por una la moral ideal y por otra la moral puesta al alcance
de la humanidad» (G. Rodier, o. c. 293).
b) Teoría kantiana. Siguiendo en parte el rigorismo estoico, Kant
(v.) quiere fundar el d. en la naturaleza del propio d.; el fundamento del
d. es autónomo, está en él mismo, sin que se base en una motivación
exterior a su misma dignidad. La ley moral, el imperativo categórico, se
impone a la voluntad por su propia naturaleza y no por motivos
extrínsecos: «el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley»
(Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid 1942, 33). La
acción moral se impone como un d., pero el fundamento del mismo está en su
propia dignidad; el d. es la acción que emana de la ley moral excluyendo
toda determinación nacida de las inclinaciones o motivaciones a él
extrínsecas. El fundamento del d. está en el respeto a la ley, con
independencia de toda inclinación a él ajena: «Una acción realizada por
deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación
y, con ésta, todo objeto de la voluntad.; no queda, pues, otra cosa que
pueda determinar la voluntad si no es, objetivamente, la ley y,
subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica y, por tanto, la máxima
de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis
inclinaciones» (o. c. 33-34).
Tan importante es para Kant el hecho de que el fundamento de la
obligatoriedad del d. esté en él mismo, es decir, en el respeto que la
voluntad tiene a la ley moral, a la que acepta como norma de conducta,
como máxima, que distinguirá entre la acción hecha por deber y la acción
hecha conforme al deber; la primera es aquella que se realiza por
consideración, única y exclusivamente, al respeto al d., incluso venciendo
una inclinación contraria; la segunda es la que, estando objetivamente de
acuerdo con el d., se realiza, no por respeto a él, sino por satisfacer
una inclinación o deseo del sujeto: «En cambio, conservar cada cual su
vida es un d., y, además, todos tenemos una inmediata inclinación a
hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte
de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que
rige ese cuidado carece de contenido moral. Conservan su vida
conformemente al d., sí; pero no por d. En cambio, cuando las adversidades
y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la
vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que
apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin
amarla, sólo por d. y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí
tiene un contenido moral» (o. c. 28-29). El rigorismo ético de Kant le
lleva, pues, a distinguir entre la voluntas moraliter bona, la voluntad
normalmente buena, y la voluntas bene morata, la voluntad de buenas
costumbres; la primera es la que cumple el d. por respeto al d.; la
segunda es la que lo cumple por una inclinación, tendencia o deseo
extrínseco al d.; sólo la primera tiene contenido moral, la segunda no; es
más, desde el punto de vista de Kant, tan carente de moralidad es la
voluntad que cumple el d. por motivos extrínsecos como la que no lo
cumple; tan inmoral es el que devuelve un objeto que le han entregado en
depósito por el temor a la sanción penal que traería consigo la no
devolución, coano el que se apropia del objeto depositado; sólo la
devolución del objeto, en consideración únicamente a que es un d. el
hacerlo, es lo que merece calificación moral positiva.
La alta valoración que para Kant tiene el d. y la voluntad que obra
por respeto a la ley moral, por d., está nítidamente expresada en estas
palabras con las que inicia el capítulo primero de la Fundamentación: «Ni
en el mundo ni, en general, tampoco fuera del mundo es posible pensar nada
que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una
buena voluntad». Valoración que alcanza un verdarero lirismo ético cuando,
en el comienzo de la conclusión de la Crítica de la razón práctica, dice:
«Dos cosas llenan el alma de admiración, siempre nueva y creciente, y de
religioso fervor, mayores una y otro cuanto más y con más atención se fija
en ellas el pensamiento: en las alturas, el cielo estrellado, y la ley
moral en mí», y, especialmente, en su famoso apóstrofe al d.: «Deber,
nombre sublime que no expresa nada amable que nos fascine con sus
encantos, sino que impone, obediencia; para mover la voluntad no amenaza
con nada que cohíba nuestras naturales inclinaciones, sino que fija una
ley que se graba espontáneamente en nuestra alma y exige acatamiento aun
contra nuestra voluntad; una ley ante la que enmudecen todas las pasiones,
aunque a escondidas reaccionen contra ella» (Crítica de la razón práctica,
1,1,3).
c) Teoría sociológica. Las teorías precedentes intentan fundar el d.
desde el d. mismo; numerosos pensadores han advertido la inviabilidad de
ese formalismo, y buscado la fundamentación del d. en una realidad
superior a él. Es eso lo que hicieron los autores que admiten una
auténtica trascendencia, de los que luego hablaremos. Negando esa
trascendencia, intentó fundar el d. en la sociedad el sociologismo (v.) de
los s. xtx y xx. Ya en Spencer encontramos la tesis del origen social del
d., el cual no sería sino producto de la transformación por evolución de
la coacción extrínseca, sobre la que únicamente se apoyó en un primer
momento la sociedad humana, en una coacción intrínseca por la que la norma
moral se impone a la conciencia del individuo. Esta postura, defendida con
diversas variantes por numerosos pensadores, como Hóffding (Etik,
Copenhague 1887), Guyau (Esquisse d'une morale sans obligation ni sanction,
París 1885), Westermarck (The origen- and development of moral ideas,
Londres 1906-08), Dupréel (Traité de morale, Bruselas 1932), ha tenido sus
máximos representantes en los componentes de la escuela sociológica
francesa, especialmente con E. Durkheim y L. LévyBruhl. Para ellos, la
imperatividad con que el d. se impone a la conciencia individual no es
sino un reflejo de la imperatividad con que la sociedad se impone al
individuo; la característica primordial de todn hecho o fenómeno social es
la coacción, la 1-,sión social (contrainte); todo fenómeno social queda
especificado por la coacción que la sociedad ejerce sobre los individuos;
el grupo social presiona sobre el individuo imponiéndole normas de
conducta y criterios de valoración; esta coacción no se siente cuando el
individuo acepta y cumple con las normas sociales, y por ello cae en la
ilusión de que es él mismo el que, espontánea y voluntariamente, se las
impone; la fuerza de la presión social sólo se manifiesta cuando se
infringen dichas normas; es algo semejante a lo que acontece con la
corriente de un caudaloso río, que no se nota por el nadador que marcha en
el mismo sentido de la corriente, pero que aparece poderosa e irresistible
cuando se nada en sentido opuesto. El fundamento de la obligatoriedad con
que el d. se impone a la conciencia del indiviluo está en la
obligatoriedad con que la sociedad impone sus normas a quienes la
componen: «Las cosas que es preciso hacer o no hacer, relaciones con
nuestros padres, con nuestros compatriotas, con los extraños; nuestros
deberes y nuestros derechos respecto a la propiedad, moralidad sexual,
etc., no dependen de la teoría moral a que pueda conducirnos la reflexión.
Nuestras obligaciones están determinadas de antemano e impuestas a cada
uno por la presión social. Se podrá en un caso dado resistir a ella y
obrar de otra manera de como exige; mas no se la puede ignorar ni
sustraerse a ella de ningún modo. Sin hablar de las sanciones positivas
que castigan los crímenes y delitos definidos en la ley penal, existe lo
que llama muy justamente M. Durkheim las sanciones difusas...» (Lévy-Bruhl,
La moral y la ciencia de las costumbres, Madrid 1929, 149). La razón de la
coactividad con que la sociedad impone al individuo normas morales, cuyo
cumplimiento vaya a constituir un d., está en que una conciencia moral
colectiva uniforme es condición necesaria para la existencia y el
mantenimiento continuado del grupo social: «De hecho, una de las
principales condiciones de existencia de una sociedad parece ser una
suficiente similitud moral entre sus miembros» (o. c. 149).
d) Teorías nihilistas. Los intentos de fundar el d. desde el hombre
mismo (individual o socialmente considerado) no consiguen llegar a
resultados. No es, pues, extraño que, aceptando ese planteamiento, se haya
llegado a tesis negativistas sobre el d. viendo en él una ilusión e
incluso un estorbo para el ser humano. En esta línea hay que citar, junto
a M. Stirner (1806-56; v. HEGELIANOS), a F. Nietzsche (v.), para quien hay
que realizar una transformación de los valores, de forma que la moral
tradicional del «tú debes» sea sustituida por una nueva moral del «yo
quiero»: «¿Quién es ese gran dragón al que el espíritu ya no quiere llamar
ni dios ni señor? Debes, se llama el gran dragón, pero el espíritu del
león dice: Quiero. Debes le acecha en el camino, cruel bestia cubierta de
escamas y reluciente de oro, en cada una de cuyas escamas está escrito:
¡tú debes! » (De las tres transformaciones, en Así habló Zaratustra).
e) Teorías trascendentes. Incluimos aquí aquellas doctrinas que
reconocen que se da una realidad que trasciende al hombre (Dios, en última
instancia), y que fundan en ella el d. Deben ser mencionados aquí
numerosos filósofos (Platón, Aristóteles, etc.), así como todas las
religiones, tanto de Oriente como de Occidente. Este punto ha sido
particularmente estudiado por los pensadores cristianos, armonizando los
principios religiosos y éticos. Dentro de una ética (v.) cristiana, la
fundamentación del d. radica en la obligatoriedad con que la norma moral
se impone a la conciencia del individuo, obligatoriedad que no es sino
reflejo de la obligatoriedad de la ley natural, en cuanto participación en
la criatura de la ley eterna. Definida ésta por S. Agustín, como «la razón
o voluntad divina que manda conservar el orden natural y prohibe
perturbarlo» (Contra Fausto, 22,27), y por S. Tomás, como «la razón de la
sabiduría divina en cuanto que es directiva de todos los actos y
movimientos» (Sum. Th. 1-2 q93 al), se manifiesta en el hombre
constituyendo la ley natural moral como «participación de la ley eterna en
la criatura racional» (Sum. Th. 1-2 q91 a2). Toda norma moral, en cuanto
constituyente de la ley natural moral a título de principio supremo,
principio general, conclusión primaria o conclusión secundaria, se impone
a la conciencia del individuo, constituyendo a su vez su cumplimiento un
d., cuyo fundamento está, en última instancia, en la autoridad y en la
dignidad supremas de Dios. Para el cristiano, todo d. no es más que una
manifestación o modulación concreta de un d. supremo y que a todos engloba
y origina, el d. de amar a Dios; como ha dicho S. Agustín, Dios es el fin
a cuya consecución se han de referir todos los d.: ad quod adipiscendum
omnia of ficia referenda sunt (De civitate Dei, X,18).
V. t.: OBLIGACIÓN; NORMA; LEY; DERECHO.
BIBL.: A. D. SERTILLANGEs, La
philosophie morale de S. Thomas d'Aquin, París 1947; G. FRANCESCHINI, 11
dovere, Roma 1906; R. LE SENNE, Le devoir, París 1950; 1. LECLERCQ, Las
grandes líneas de la filosofía moral, 2 ed. Madrid 1956; G. MANCINI,
Vetica stoica da Zenone a Crisippo, 2 ed. Padua 1940; 1. BRUN, Le
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Madrid 1948; R. DAVAL, La métaphysique de Kant, París 1951; E. DURKHEIM,
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J. BARRIO GUTIÉRREZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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