CLERICALISMO Y ANTICLERICALISMO. Valoración teológica.


El fenómeno clericalismo, como el del anticlericalismo, tiene su realización más típica en el s. XII, que es cuando se difunden ambos vocablos. Trascienden, sin embargo, a esa época, porque son una falsa intelección de realidades muy básicas: la estructura permanente de la Iglesia, según la cual, ex institutione divina, hay en ella clérigos y laicos; la distinción entre la Iglesia y los órdenes temporales. La inteligencia incorrecta de esa realidad, con la acentuación polarizada en uno u otro término, es la fuente de las desviaciones señaladas.
     
      Es importante señalar ante todo que el c. -comencemos por él nuestro examen-, aunque tenga repercusiones sociopolíticas, y suela a veces ser definido por ellas, es primariamente una actitud in sinu Ecclesiae, una posición teológica, respecto de la cual las repercusiones sociopolíticas son una consecuencia. Esa actitud primaria teológica es la que ahora tratamos de valorar. Puede decirse en líneas generales que bajo el término c. debemos entender una defectuosa captación del sentido que tiene en la Iglesia la existencia de una autoridad jerárquica; defecto que consiste en desconocer -a veces teóricamente y siempre en la práctica- la participación activa (y no meramente pasiva) que tienen los laicos en la misión de la Iglesia, y la función de servicio a la comunidad («ministerio eclesiástico») que corresponde a los portadores de la sucesión apostólica formal (Papa, obispos, presbíteros; v.). Cuando de los clérigos sólo se perciben los «poderes» recibidos por la ordenación sacerdotal y la colación de oficios, y se olvida que esos poderes sólo se explican como una capacitación para el servicio de los hermanos, la tentación de c., es decir, de considerar a los clérigos como los únicos depositarios activos de la misión de la Iglesia, es inminente. Esta falsa interpretación del ministerio eclesiástico lleva a configurar el papel de los laicos (v.) como meramente pasivo y subordinado, como ciudadanos de segunda clase en la Iglesia, desconociendo la plenitud de vocación cristiana que todos los fieles tienen por razón del Bautismo (v.). La utilización de la palabra Iglesia como prácticamente sinónimo de Jerarquía, los intentos de fundar el apostolado de los laicos no en la dignidad bautismal sino en un mandato jerárquico, etc., son signos de ese c. Como también lo es la actitud de quienes, habiendo advertido el defecto del c., aspiran a superarlo por la vía de atribuir a los laicos funciones propias de los clérigos. Tanto en un caso como en el otro se desconoce la peculiaridad de la vocación laical.
     
      La consecuencia más clara que el c. teológico tiene respecto a la vida ad extra de la sociedad eclesial es su modo erróneo de entender las relaciones Iglesia-mundo. Pasando de una manera indebida del juicio sapiencia) que puede y debe formularse desde la fe cristiana a las opciones prudenciales y técnicas, el c. tiende a pensar que hay una única posible actitud cristiana en cada momento histórico y a instrumentalizar la primacía espiritual de la Iglesia como si ella diera, por sí misma, atribución para dictaminar en todos los aspectos de las competencias mundanas. La legítima autonomía de los fieles corrientes en su actividad temporal no es nunca plenamente reconocida por el c., que tiende a concebir las tareas terrenas de los laicos a modo de delegación o longa manus de la jerarquía. Lo que, con frecuencia, desemboca en un desconocimiento del valor propio, humano y divino, de lo temporal, considerando en él sólo su función instrumental para otras tareas eclesiales.
     
      Por .anticlericalismo puede entenderse la mera repulsa del c., y, en ese sentido, es algo legítimo que puede tener su fuente precisamente en el deseo de servicio al Evangelio. No es ése, sin embargo, el uso ordinario del término, con el que se alude más bien a actitudes o planteamientos nacidos de una deficiente comprensión de lo que es la estructura jerárquica de la Iglesia y que, por tanto, de una manera u otra, auspician una reforma de la Iglesia que implique la desaparición en ella de todo lo jerárquico. Por eso este a. tiene raíces ideológicas propias y puede existir -y ha eXIstido de hecho históricamente- sin que se haya dado una previa situación de c. De otra parte, a diferencia del c. que tiene su raíz en un planteamiento teológico deficiente, y, por tanto, es siempre un fenómeno (deformación) interior al cristianismo, el a. puede nacer desde fuera de la fe cristiana. Así ocurre, p. ej., con los movimientos anticlericales clásicos del s. XII, que, partiendo de los postulados racionalistas, ven en toda religión (v.) positiva un atentado a las exigencias de la razón. Se oponen así al cristianismo en cuanto sociedad jerárquica (y en ese sentido el laicismo más que anticlerical es, en realidad, antieclesial), estando dispuestos a aceptarlo sólo reducido a una vaga concreción de los ideales religiosos de la humanidad (el «cristianismo razonable» de que hablaron algunos ilustrados, etc.). Pero el a. puede provenir también de un falso planteamiento teológico, que dé lugar a lo que podríamos llamar democratismo eclesial. Su contenido consiste en desconocer que por institución divina el Pueblo de Dios está jerárquicamente organizado: que la existencia de ministros -que no tienen función delegada por la comunidad, sino recibida de Cristo- es un momento esencial de la Iglesia de Dios. Podríamos decir que si el c. desconoce la plenitud de vocación cristiana del fiel corriente por razón del Bautismo, el democratismo eclesial tergiversa de tal forma esta plenitud que no la concibe sino como excluyendo de hecho la realidad eclesial significada por el sacramento del Orden (v.), llegando en algunos casos a negar su misma sustantividad (y haciendo, por tanto, de la Jerarquía una mera delegación de la comunidad) o, al menos, postulando que no pueda haber ninguna actividad jerárquica sin previa consulta a la base eclesial.Una sana teología del pueblo de Dios, que reconozca la dignidad de la común vocación cristiana, la peculiaridad de la función laical, y, a la vez, la absoluta necesidad de una autoridad jerárquica, es el único camino para desplazar el movimiento pendular clericalismo-anticlericalismo, que, bajo diversos disfraces, puede acechar en cada época a la existencia cristiana. Llegar a entender en la práctica que «la labor de los laicos y de los sacerdotes se complementan y se hacen mutuamente más eficaces» (Escrivá de Balaguer) es el camino que debe ser recorrido. Es el camino que indica la sustancia de la Tradición cristiana y el que, a nivel de declaraciones oficiales del Magisterio, ha subrayado el Conc. Vaticano II, de entre cuyos documentos podemos destacar los siguientes: Constitución Lumen gentium sobre la Iglesia, Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, Decreto Apostolicam actuositatem sobre la actividad de los laicos y Constitución Gaudium et spes sobre la Iglesia y el mundo.
     
      V. t.: IGLESIA III, 3 y IV, 4-7; APOSTOLADO I-II; LAICOS: AUTONOMÍA III; MUNDO II y IV; LIBERTAD RELIGIOSA (LIBERTAD IV); DERECHO PÚBLICO ECLESIÁSTICO.
     
     

BIBL.: Y. CONGAR, Jalones para una teología del laicado. Barcelona 1961; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, t. IV, La Iglesia, 2 ed. Madrid 1961, § 172, 176, etc.; P. RODRÍGUEZ, Contribución a una teología del apostolado organizado, «Palabra), no 21 (mayo 1967) 9-15 (no monográfico dedicado al laicado); A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona 1969; íD. Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, 120, 153, etc.; 1. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, 7 ed. Madrid 1970 (cfr. índice de materias).

 

P. RODRÍGUEZ GARCÍA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991