CELIBATO


1. Introducción. Etimológicamente indica la condición propia de la persona que no ha contraído matrimonio. El c., concebido como condición permanente de vida, se encuentra ya en algunas religiones no cristianas, como puede verse en el caso de las vestales en Roma y entre los monjes budistas, especialmente los de la India. Abundan también en otras religiones normas relativas a una pureza ritual, que prescribe el c., o por lo menos la continencia temporal, para poder realizar determinadas acciones sacerdotales (v. CASTIDAD I). En el pueblo de Israel se encuentran vestigios del c. entre los miembros de la secta de los esenios (v.), pero, en general, la soltería era considerada como un oprobio (cfr. Gen 30,23; Is 54,4). En Grecia y Roma (cfr. las leyes Julia y Papia Poppaea) se llegó a castigar a quienes permanecían en soltería o retrasaban el matrimonio. Sin embargo, con la venida del cristianismo, el c., entendido como perfecta continencia abrazada por el Reino de los cielos, representa el objeto de uno de los consejos de Jesucristo contenidos en el Evangelio (cfr. Mt 19,11-12). En su sentido hondamente cristiano, el c. no puede reducirse al mero hecho de no contraer matrimonio: es preciso que obedezca a una llamada peculiar de Dios, para dedicarse plenamente a su servicio dentro de esa condición de célibe. La renuncia al matrimonio, bendecido por la Iglesia como camino de santidad para muchos cristianos, es, por tanto, un presupuesto, que adquiere su plenitud y toda su hondura de significado por el hecho de que así se busca, según un carisma especial recibido de Dios, el mejor cumplimiento de la misión que cada uno ha recibido.
      La doctrina de la Iglesia afirma con claridad que el c. por el Reino de los cielos es de por sí superior al matrimonio (cfr. especialmente conc. de Trento, sess. 24, De sacramento matrimonii, can. 10: Denz.Sch. 1810), aunque esto en modo alguno significa que quienes contraen matrimonio estén llamados a una santidad inferior o de segundo grado. Como ha escrito mons. J. Escrivá de Balaguer, después de reafirmar la excelencia de la virginidad, también quienes buscan la santidad «partiendo de un plano menos alto, está claro que pueden llegar con la gracia del Señor a más altura que otros, que quizá inician su ascensión desde la cumbre» (Carta, Roma 19 mar. 1954).
      2. El celibato, condición posible a cualquier clase de fieles. Hay que hacer notar que el c. no es condición privativa de ninguno de los estados o clases de fieles que existen en la Iglesia: lo viven los sacerdotes (obispos y presbíteros de la Iglesia latina, y obispos y un gran número de presbíteros en las Iglesias orientales), así como también los religiosos y muchos fieles laicos, que han seguido de este modo la peculiar llamada recibida de Dios. Efectivamente, el seguimiento de los consejos (v.) del Evangelio no pertenece en exclusiva a una determinada categoría de fieles, ya que todos pueden observarlos, sin que por ello quede modificado su estado dentro de la Iglesia. Así lo ha proclamado el conc. Vaticano II, recogiendo una tradición ininterrumpida en la Iglesia, cuando afirma que «la perfecta continencia ha sido abrazada por muchos fieles a lo largo de la historia y también en nuestros días» (Decr. Sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, 16: citaremos en adelante este documento con la sigla PO. V. t. const. Lumen gentium, 41-42; Decr. Sobre el apostolado de los laicos, 4 y 22).
      También el laico puede, por tanto, abrazar esta condición, correspondiendo así a una llamada de Dios, sin que por ello quede en modo alguno modificada o disminuida, ni teológica ni jurídicamente, su plena condición de laico en la Iglesia. Lo contrario supondría excluir injustamente a una categoría de fieles del seguimiento de uno de los consejos que con carácter general promulgó Jesucristo para todos sus discípulos, sin establecer ninguna discriminación. Es éste un aspecto más del derecho que asiste a todo fiel de practicar integralmente la doctrina de Jesucristo: cualquier fiel puede observar los consejos contenidos en el Evangelio, sin que por ese hecho haya de pasar, o pase automáticamente, como ha afirmado algún autor, a una categoría distinta de miembros de la Iglesia. El hecho de que un laico, habiendo recibido una llamada específica de Dios, abrace el c. como condición estable de vida, de ningún modo puede afectar a la igualdad fundamental de derechos y de deberes que le corresponden con los demás fieles laicos. Afirmar hoy lo contrario, esto es, que los laicos sólo pueden aspirar a una santidad o a una labor apostólica de segunda categoría, supondría la pervivencia de una mentalidad abundantemente superada en los documentos del conc. Vaticano II, gracias al impulso que la Eclesiología ha recibido a través de manifestaciones vitales provocadas por el Espíritu Santo en el Cuerpo Místico de Jesucristo.
      3. Sacerdocio y celibato. Al refleXIonar sobre sí misma, con el rigor con que ha sabido hacerlo, la Iglesia del Vaticano II se ha interrogado sobre lo que significa para ella exactamente el c. sacerdotal (¿cuál es su valor?) y sobre la conveniencia (¿es sabiduría del Espíritu o es sólo prudencia humana?) de mantener o no la secular disciplina eclesiástica que lo prescribe en la Iglesia latina. Estas fueron las dos grandes cuestiones a las que, durante la elaboración del Decr. sobre el ministerio y la vida de los Presbíteros (PO), juzgaron los Padres conciliares que podían reducirse todos los múltiples interrogantes de orden teológico, pastoral, ascético, antropológico, ecuménico y disciplinar que el tema proponía.
      Que el c. no pertenece a la estructura constitucional del sacerdocio, y, por tanto, no es eXIgido por él en virtud de su misma naturaleza, es una verdad teológicamente evidente que se apoya en el testimonio de la Iglesia primitiva (cfr. 1 Tim 3,2-5; Tit 1,6) y en la praXIs y tradiciones de las Iglesias orientales. Es lógico, por eso, que una primera aproximación al tema lleve a hacer esta afirmación. Pero inmediatamente se imponen otras preguntas: ¿cuál es entonces la.razón de ser del vínculo celibato-sacerdocio?, ¿corresponde ese vínculo, como otras instituciones eclesiásticas que no son de Derecho divino, a una mera configuración histórica y transitoria de una realidad social o doctrinal en la vida de la Iglesia, que tuvo su razón de ser en otras circunstancia pero que ya no la tiene?
      Algunas de las hipótesis históricas que se han hecho sobre el origen del c. sacerdotal han creído ver una decisiva influencia de las doctrinas gnósticas (v. GNOSTICISMO ti), encratitas (v.) o montanistas (V. MONTANO Y MONTANISMO), de inspiración platónica, en la progresiva maduración, a principios del S. III, de una conciencia dualista en el interior de la Iglesia, una de cuyas consecuencias sería precisamente la identificación indiscriminada de lo sexual con lo material e impuro: consiguientemente, y junto a un cierto menosprecio del estado matrimonial, el ideal cristiano habría ido encarnándose cada vez de modo más absoluto en la virginidad (v.), exaltada obsesivamente por una abundante literatura ascética, a la vez que el ministerio sacerdotal se iba considerando cada vez más como algo sagrado y, por tanto, incompatible con la impureza que llevaba consigo el ejercicio de la sexualidad.
      No es éste el lugar adecuado para detenernos a valorar lo que puede haber de cierto y lo que hay de menos conforme con la realidad histórica en esta apreciación global de toda la espiritualidad cristiana, a partir del S. III, como tendencialmente dualista y, por tanto, condenadora de la sexualidad. Es un hecho evidente, sin embargo, que el Magisterio de la Iglesia ha tenido siempre una alta consideración del matrimonio cristiano, sacramentum magnum (Eph 5,32), y no parece que pueda afirmarse con suficiente fundamento que haya sido una infravaloración doctrinal del matrimonio como algo impuro, la razón verdadera y principal de los vínculos de conveniencia que, a lo largo de la historia, se han ido descubriendo progresivamente y valorando, primero en la vida carismática del Pueblo de Dios y después en sus instituciones, entre el sacramento del Orden y el c.
      De cualquier manera, no podría pensarse razonablemente que en el conc. Vaticano II, momento de la historia de la salvación en que más hondamente ha expuesto el Magisterio la doctrina sobre la llamada universal a la santidad y, concretamente, la valoración del matrimonio como vocación y camino de santidad (cfr. const. Lumen gentium, 11 y 41; const. Gaudium et spes, 48 y 52, etc.), haya podido ser al mismo tiempo una mentalidad dualista la que inspirase a los Padres la exposición de las razones que avalan la gran conveniencia que existe entre el c. y el sacerdocio. ¿Cuáles son, pues, esas razones? Trataremos de exponerlas siguiendo el hilo de las ideas contenidas en el n° 16 del Decr. PO, que enmarca en dos grandes líneas, consagración y misión, la doctrina conciliar sobre el sacerdocio cristiano.
      a) Consagración: el sacerdote, hombre consagrado a Dios. El sacerdote es fundamentalmente un hombre consagrado. En la vida peregrinante del Pueblo de Dios a través de la historia de la humanidad, el sacerdote ha sido siempre un elegido, un ungido, un hombre entresacado de entre los demás hombres (Heb 5,1). La figura y la vida del llamado a ser ministro del culto al único Dios verdadero queda traspasada por un halo y un destino de segregación, que lo pone en cierto modo fuera y por encima de la común historia de los demás hombres: «sin padre, sin madre y sin genealogía», dice S. Pablo de la figura a la vez arcana y profética de Melquisedec (Heb 7,3). Esta llamada y elección adquirieron una particular hondura teológica cuando fue Dios mismo quien se hizo Sacerdote en la Humanidad de Jesucristo. A partir de ese momento de desarrollo del propósito divino de salvación, el sacerdocio ministerial en el Pueblo de Dios es algo más que un oficio público y sacro ejercido en servicio de la comunidad de fieles: es, fundamentalmente, una configuración, una transformación sacramental y misteriosa del hombre-sacerdote en la persona del mismo Jesucristo, único Mediador y Cabeza de la Iglesia, de tal manera que puede actuar en su nombre y participa de la autoridad «con la que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna a su Cuerpo» (PO, 2): para dar gloria a Dios Padre y comunicar continuamente la vida divina a los hombres hasta el final de los tiempos (cfr. ib.).
      Hay, pues, en la condición del sacerdote una asunción tal de la persona por Dios que, quedando a salvo la integridad de la naturaleza humana, ésta se vincula y consagra íntegramente al servicio y amor total de Cristo sacerdote. Siendo esto así, se comprende que el mismo contenido y significado de su vocación, acogida y meditada con profundidad teológica cada vez más rica y honda, haya llevado al sacerdote cristiano a valorar la gran conveniencia de abrazar en su vida esa perfecta continencia de la que es prototipo y ejemplo la virginidad de Cristo sacerdote, y por la cual se confirma y refuerza la unión mística del ministro de Cristo con Aquél por quien sacramentalmente ha sido asimilado. En efecto, el sacerdote, por la perfecta continencia «se consagra a Cristo de un modo nuevo y eXImio» (PO, 16).
      Si se considera que el Amor encarnado entre los hombres evitó cualquier atadura humana, por justa y noble que fuese, que pudiera de algún modo dificultar o restar plentitud a su total dedicación ministerial, se comprende bien la conveniencia de que el sacerdote haga lo mismo, renunciando libremente, por el c., a algo en sí bueno y santo, para unirse más fácilmente a Cristo con todo el corazón (cfr. Mi 19,12; 1 Cor 7,32-34), y por Él y en Él dedicarse con más libertad al entero servicio de Dios y de los hombres. Aparece así la íntima conexión que existe entre la llamada de Cristo a ser ministro suyo y la invitación que Él hace a sus discípulos para que renuncien a tener familia, mujer e hijos por Jesucristo y por el Reino de los cielos (cfr. Me 10,23-30; Mt 20,23-29; Le 18,24-30).
      b) Misión: el sacerdote servidor de los hombres. También como el sacerdocio del A. T., el sacerdocio de la Nueva Alianza se constituye para los hombres en lo que mira a Dios (Heb 5,1). Pero esta entrega y dedicación del sacerdote a los hombres, al servicio del Pueblo de Dios, adquirió una nueva y profunda dimensión teológica cuando vino al mundo Jesucristo, a quien el Padre santificó y envió (cfr. lo 10,36) «para que nos redimiese de toda iniquidad y preparase un pueblo aceptable» (Tit 2,14): obra que realiza a través del tiempo, mediante el ministerio de sus sacerdotes, a los cuales consagra y envía por el Espíritu, para que sean en la Iglesia dispensadores de los misterios de Dios (cfr. 1 Cor 4,1). El sacerdocio cristiano está, pues, íntimamente unido al misterio, a la vida, al crecimiento y al destino de la Iglesia, Esposa virginal de Cristo (cfr. Apc 19,7; 21,2.9; 22,17; 2 Cor 11,2). El sacerdote es el padre, el hermano, el siervo universal; su persona y su vida toda pertenecen a los demás, son posesión de la Iglesia, que lo ama con amor nupcial y tiene con él y sobre él, que hace las veces de Cristo, su Esposo, relaciones y derechos de los que ningún otro hombre puede ser destinatario. Ciertamente, el matrimonio es también signo (cfr. Eph 5,25) del amor nupcial de Cristo y sus ministros para con la Iglesia: por eso precisamente se comprende bien la conveniencia del c., que custodia mejor la unidad del corazón humano (cfr. 1 Cor 7,33), para defender, llenar de plenitud y enriquecer de intimidad los lazos de amor nupcial que unen al sacerdote con la Esposa de Cristo. Y se comprende también de qué modo excelente esa virginidad sacerdotal estimula, representa y testifica ante los fieles y ante el mundo la caridad del Buen Pastor, que se entrega sin reservas al servicio del rebaño que le ha sido confiado (cfr. lo 10,11; 1 lo 3,16).
      Elegido, consagrado y enviado para formar y alimentar a la Iglesia con la Palabra y la Gracia de Dios, el sacerdote comprende existencialmente, en su vida pastoral, la grandeza a la vez divina y humana de su vocación,- descubriendo la necesidad que los hombres tienen de él. Siente que su corazón se dilata y que su afectividad y capacidad de amar se realizan plenamente en la tarea pastoral y paterna (cfr. Gal 4,19) de engendrar gozosamente al Pueblo de Dios en la fe, de formarlo y llevarlo a la plenitud de vida en Cristo. Bien se ve, por eso, en qué medida la virginidad es especialmente para los sacerdotes una fuente de fecundidad espiritual en el mundo (PO, 16), cómo dispone al sacerdote para recibir y ejercer con peculiar amplitud la paternidad en Cristo (ib.; cfr. const. Lumen gentium, 42), y cuánto eleva su vida, para el mejor cumplimiento de su ministerio de regeneración, la necesidad que el sacerdote tiene, como todo hombre, de ejercer su capacidad generadora y de conducir a la madurez los hijos que son fruto de su amor.
      Pero la Iglesia, la Esposa virginal y fecunda de Cristo, que se encuentra en esta tierra como peregrina (cfr. 2 Cor 5,6), busca las cosas de más arriba y, teniendo las primicias del Espíritu, gime (cfr. Rom 8,23) y ansía estar con Cristo (cfr. Philp 1,23) en la gloria del siglo futuro (cfr. Col 3,4), en la cual los hijos de la resurrección, configurados a la claridad de Cristo (cfr. Philp 3,21) «no tomarán mujer ni marido» (Le 20,35). Bien se comprende, por tanto, de qué modo excelente el c., que convierte al sacerdote en signo de la virginidad y del amor fecundo de la Esposa de Cristo, le hace a la vez testigo profético, en el tiempo, de ese mundo futuro. De la misma manera, a nadie se oculta cómo la perfecta y perpetua continencia por el Reino de los cielos refuerza y evidencia ante los hombres esa llamada escatológica que es inherente a la misión de la Iglesia, y de modo particular, al ministerio evangelizador del sacerdote, testigo inquietante de la eternidad. Quedan así configuradas las razones de conveniencia del c. eclesiástico, que poco después del conc. Vaticano II se han visto confirmadas en la enc. Sacerdotalis caelibatus, 24 jun. 1967, de Paulo VI.
      4. Celibato y espiritualidad sacerdotal. Todas estas razones sobre la altísima congruencia del c. con el sacerdocio, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión, son, por tanto, razones que la Iglesia descubre profundizando en la misma teología del sacerdocio. La Esposa de Cristo vislumbra que unas tensiones muy íntimas unen entre sí el misterio del amor indiviso y el misterio del sacerdocio de la Nueva Alianza; y enseña, por tanto, que esas razones, no de necesidad absoluta, pero sí de suma conveniencia, se integran dentro de una espiritualidad netamente sacerdotal, que tiende a la configuración interior y a la transformación mística del ministro de Cristo en el mismo Sumo Sacerdote, a quien representa por el carácter recibido en el Sacramento del Orden. Parece importante que esta realidad se tenga cuidadosamente en cuenta, porque fue siempre mente de los Padres del Vaticano II y del Magisterio pontificio sucesivo evitar que se pueda confundir el c. sacerdotal como una asimilación de la espiritualidad sacerdotal a la propia del estado religioso. En efecto, las razones que aduce el Concilio (cfr. PO, 16), así como también la enc. Sacerdotalis caelibatus (cfr. n° 19 ss.), no se refieren al valor que tiene en sí misma la continencia perfecta, valor que queda ya claramente de manifiesto en la S. E., ni basan la conveniencia del c. en el hecho de que facilita la perfección personal haciendo más santo al sacerdote, ni tampoco en que quiera hacerse una distinción entre un tipo de perfección común (a la que estarían llamados todos los fieles) y otra perfección más alta, reservada exclusivamente a sacerdotes y religiosos, ni se pretende afirmar que los sacerdotes célibes de la Iglesia latina y de las Iglesias orientales sean por este hecho más perfectos que los sacerdotes de ritos orientales que viven legítimamente dentro del matrimonio.
      Es importante recalcar que los documentos del Magisterio a que nos estamos refiriendo exponen los rasgos de una genuina espiritualidad sacerdotal, capaz de guiar a todos los sacerdotes, independientemente de su estado, secular o religioso, a la perfecta caridad pastoral, es decir, a la santidad personal en y a través del ejercicio perfecto del propio ministerio: por eso, su enseñanza sobre la vida espiritual y ascética del sacerdote está en conexión, de modo directo e inmediato, y por razones de necesidad o de peculiar conveniencia, con el sacramento del Orden y con el ministerio al que éste destina a la persona; por eso también han evitado los mismos documentos, al exponer las líneas de la existencia y espiritualidad sacerdotal, incurrir en la tipificación numérica y formal de las virtudes dentro de los llamados tres consejos evangélicos configurados por la teoría tomista del estado de perfección.
      La recta comprensión de esta doctrina es particularmente importante también para una recta dirección espiritual de los sacerdotes seculares y para la misma formación de los alumnos en los seminarios. Porque es necesario que unos y otros comprendan y estimen siempre el c. no como un elemento extrínseco e inútil, una superestructura, sobreañadida a su sacerdocio por influencia de la ascética monacal o religiosa, sino como una conveniencia íntima de la participación del sacerdocio en la capitalidad de Cristo y en el servicio de la nueva humanidad que en Él y por Él engendra y conduce a la plenitud. Así, la meditación de los misterios que su vocación entraña llevará por sí al sacerdote a amar el c. y a abrazar con generosidad y alegría el sacrificio fecundo que representa.
      Esta comprensión y valoración de los íntimos vínculos teológicos y pastorales que une el c. con el sacerdocio responde además a una exigencia profunda del alma, que los hombres de nuestros días sienten con particular intensidad: el deseo de autenticidad, de vivir de acuerdo con el ser propio de cada uno, evitando toda posible incongruencia entre ser y acción. Es ésta, en un plano puramente psicológico, una exigencia del necesario equilibrio interior de la persona y, en el plano ético, una manifestación de amor y de fidelidad a la propia vocación.
      5. El celibato como don y como ley. No es el vínculo que une el c. con el sacerdocio un vínculo artificial y efímero. Aunque no pertenece a la constitución esencial de la Iglesia, el c. sacerdotal no es una superestructura sin fundamento, ni una adherencia histórica pasajera. Es fruto de la acción del Espíritu en la Iglesia, por tanto, una manifestación vital del desarrollo de la semilla que tiende a convertirse en árbol frondoso (cfr. Mt 13,31-32). Antes que la refleXIón de los teólogos dedujese las razones cristológicas, eclesiológicas y escatológicas de conveniencia, el sensus f idei del Pueblo de Dios comenzó a intuir la honda dimensión espiritual y pastoral del vínculo celibato-sacerdocio. El instinto sobrenatural de la comunidad profética «ungida por el Santo» (cfr. 1 lo 2,20) precedió así a los sucesivos actos del Magisterio jerárquico y, finalmente, estableció en la Iglesia latina la obligación jurídica de este vínculo para todos los que han de ser promovidos al Orden sagrado.
      La Jerarquía reguló así un movimiento que se había abierto paso en la entraña carismática de la Iglesia, y encauzó socialmente esta manifestación de la vida misma del Espíritu. Nuevamente en nuestros días la Iglesia reunida en Concilio (sociológicamente el más universal de los Concilios celebrados hasta ahora) aprueba y confirma esta legislación (PO, 16) para todos los clérigos destinados al presbiterado (no se olvide que existe la posibilidad de que en la Iglesia latina se ordenen diáconos casados: cfr. cons. Lumen gentium, 29 y Motu proprio Sacrum Diaconatus Ordinem, de 18 jun. 1967), sin que esto suponga detrimento alguno de la disciplina peculiar de las Iglesias orientales y sin prejuzgar lo más mínimo la disciplina propia de las comunidades separadas, puesto que, como se ha dicho, se trata de algo que no pertenece a la constitución fundamental de la Iglesia.
      Evidentemente los Padres del Vaticano II, al reafirmar la ley del c., no dejaron de tener presente una objeción que no es nueva en la historia: ¿puede imponerse por ley humana el c.? Ciertamente no. Por eso, al comienzo del n° 16 del Decr. PO se recuerda que la continencia perfecta y perpetua por el Reino de los Cielos es un don divino, que Dios otorga a quien quiere. Un don gratuitamente ofrecido y libremente aceptado y ejercido, que no admite en su recepción y en su ejercicio violencias humanas de ningún tipo. La autoridad eclesiástica no puede dar ni imponer aquello sobre lo que no tiene capacidad de disponer. Lo que sí puede, en cambio, es establecer la condición de haber recibido este don para tener acceso a las Sagradas órdenes. Y esto es lo que hace la ley del c. Con ella la Jerarquía, que custodia y administra los Sacramentos instituidos por Jesucristo, decide no conferir el sacramento del Orden sino a aquellos que hayan recibido el carisma de la perfecta continencia y, libre y responsablemente, se comprometan a custodiarlo y cultivarlo. Conteniendo el sacerdocio ministerial el ejercicio de un oficio y poder público en el Pueblo de Dios y en su servicio, es aún más comprensible la perfecta legitimidad con que la Autoridad, teniendo presentes las razones que indican la conveniencia del sacerdocio celibatario, puede poner la condición que representa la ley del c.: es éste un punto de vista que puede descuidar fácilmente quien considere el sacerdocio como algo personal, como un oficio que el sujeto tiene derecho a escoger atendiendo primariamente, si no de un modo exclusivo, a razones de interés personal.
      Al obrar así, la Iglesia no atenta contra la dignidad de la persona humana, impidiendo el ejercicio de un derecho natural, el ius connubii, que es parte integrante de esa dignidad. En efecto, la renuncia de ese derecho la hace libremente quien recibe el don divino de la perfecta continencia. La Jerarquía es la primera interesada, por respeto a la dignidad humana y cristiana de los fieles, en que la asunción por el futuro sacerdote de esa responsabilidad sea verdaderamente consciente y se haga con la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rom 8,21). Todas estas razones que justifican el vínculo también jurídico del c. con el sacerdocio en la Iglesia latina quedaron evidentemente supeditadas en la mente de los Padres del Vaticano II a un último y definitivo interrogante, a cuya formulación contribuían también motivos importantes de teología pastoral y de sociología: ¿es prudente confiar así el futuro del sacerdocio ministerial a la existencia y abundancia del don de la perfecta y perpetua continencia? La respuesta a esta pregunta ha sido un acto de fe impresionante y conmovedor de la Esposa de Cristo, porque el Colegio Episcopal, reunido en Concilio, confirma la actual legislación «confiando en el Espíritu que el don del celibato, tan conforme al sacerdocio del Nuevo Testamento, será dado con liberalidad por Dios Padre» (PO, 16).
     
      V. t.: CASTIDAD III; CONSEJOS EVANGÉLICOS; VIRGINIDAD III; SACERDOCIO III, IV Y V; JESUCRISTO IIII, 2; DIÁCONO 3.

     

BIBL.: El elenco exhaustivo de la bibl. sobre el c. puede encontrarse en A. DE ROSKOVÁNY, Celibatus et Breviarium, IV: Literatura de celibatu, Presburgo 1861; para las obras más modernas,, cfr. «Seminarium» 4 (1967). Entresacamos a continuación algunas más interesantes: E. VACANDARD, Les origines du célibat ecclésiastique, en Études de critique et d'histoire religieuse, I, París 1905, 69-120; íD, Célibat, en DTC 2, 2068-2088; H. LECLERCQ, Célibat, en DACL 2, 2802-2832; F. VERNET, Célibat, en DSAM 2, 385-396; M. SCADUTO-C. TESTORE, Celibato, en Enciclopedia Cattolica, III, Ciudad del Vaticano 1949, 1261-1266; J. W. REHAGE-PH. DELHAYE, Celibacy, en New Calholic Encyclopedia, 3, Nueva York 1967, 366-374; E. MAGNIN, Célibat ecclésiastique et religieux, «Documentation catholique» 35 (1936) 1026-1038; 1. A. MSIILER, Der ungeteilte Dienst, Salzburgo 1938; W. BERTRAMs, The Celibacy of the Priest, Westminster (Maryland) 1963; PH. DELHAYE, Le Dossier ante-matrimonial de 1'Adversus Jovinianum et son influence sur quelques écrits latins du Xlle siécle, «Medieval Studies» 13 (1951) 65-86; F. SPADAFORA, Temi di esegesi. 1 Cor 7,33-38 e il celibato ecclesiastico, Rovigo 1953; P. H. LAFONTAINE, Les Conditions positives de 1'accession aux ordres dans la premiére législation ecclésiastique '300-492, Ottawa 1963; A. GARCÍA SUÁREZ, Celibato Sacerdotal, «Palabra» 20 (abril 1967) 7 ss.; A. GARCÍA Ruiz, Sacerdocio y celibato, «Palabra» 1 (septiembre 1965) 7 ss.; B. JIMÉNEZ DUQUE, El celibato sacerdotal, «Palabra» 12-13 (agostoseptiembre 1966) 43 ss.; G. DA VIGOLO, Variazioni di attualita sul celibato ecclesiastico, «Revista di ascetica e mistica» 11 (1966) 509-518; P. PALAZZINI, San Pier Damiani e la polemica anticelibataria, «Divinitas» 14 (1970) 127-134; G. DE ROSA, 11 celibato sacerdotale. en 1 sacerdote nello spirito del Vaticano II, Turín 1969, 920-953; A. DEL PORTILLO, El celibato sacerdotal, en Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, 71-104.

 

 

ALVARO DEL PORTILLO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991