CATACUMBAS. EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA.


La rápida difusión del cristianismo fuerza la normal adopción de costumbres y usos establecidos, cuando no se oponen a su doctrina, y como las tumbas y mausoleos en hipogeo eran usuales en el Mediterráneo precristiano (Vulci, Nazzano y Ancio, p. ej., S. IV-111 a. C.) surgen c. por todas partes, pero es en Roma donde adquieren categoría máXIma y son mejor conocidas, aunque guarden aún muchos secretos.
      En su origen fueron tumbas familiares, propiedad de paganos conversos, a fines del s. I (Priscila, de la ilustre familia Acilia); rara vez cristianos (Domitila, de la imperial Flavia). Son iguales en cuanto al culto y forma primitivos: ingreso, monumental con frecuencia; salas y criptopórticos, para libaciones y ágapes; patio y pozo, para reuniones y refrigerios; una escalera desciende a la galería de sepulturas, cortada ésta por otra perpendicular. Al admitir entierros no familiares aumentan la capacidad mediante nuevas galerías paralelas, hasta llenar la superficie del área o predio. Entierros y culto van haciéndose comunitarios, del mismo modo que la propiedad, de tal modo que, ya en el s. III prácticamente todas son comunitarias, sin perjuicio de algunos entierros en otros lugares: mausoleos paganos de las familias Cetenia y Valeria, bajo el Vaticano, con tumbas cristianas; el de la familia Vibia, en la vía Apia (todos del s. III). Entonces agréganse nuevos pisos dentro del área y se unen a otras próximas: las de S. Calixto comienzan por dos, una de Lucina y anónima la otra; a comienzos del S. III agregan una más y en el lv dos próximas.
      Se ha sugerido la unión y dependencia litúrgicas entre las c. y las iglesias instaladas en casas, sin una comprobación clara; como también son tan sólo aproXImadas las siete regiones eclesiásticas indicadas en el plano esquemático. Las c. son comunes, si bien varían los cultos celebrados en su zona externa o ante las tumbas. Continúan las fórmulas anteriores (p. ej., el pozo y su agua fresca, goce supremo en país cálido, es normal para los refrigerios) con nuevo espíritu, cánticos y plegarias; todo con repercusión iconográfica: banquete y fuente tradicionales; otros derivados de las plegarias por los difuntos: «Salva, Señor, el alma de tu siervo, como salvaste a Moisés,... a Noé,... a Daniel,... a Tobías,...a lonás, ... a Susana...», más representados en el s. II; del más allá, como emblema del juicio particular (Vírgenes prudentes y fatuas...); retratos, orantes unidos a nombres propios; Cristo dando la corona (s. III), etc. En algunos sitios se simboliza el disfrute del difunto en el agua, vino y perfumes: S. Paulino de Nola (353-431) condena la costumbre de bañar en vino las tumbas. Sin fecha segura, eran usuales perfumes y flores, cera decorada, candelabros y lucernas en los aniversarios. Los asientos de piedra, erróneamente llamados Cathedra Petri, de algunos cubículos (el cementerio Maggiore tiene 11), parece que servían para simbolizar al difunto, presente idealmente al refrigerio en su honor. Como protección especial están los símbolos (IXOY1, crismón...); alguna vez ángeles (Tera) y las especies sacramentales, no obstante las protestas conciliares (Hipona, 393; Cartago, 397; etc.).
      Fue culto destacado el de los mártires, con esta designación (martys), o M-R enlazadas, en sus lápidas (s. II). Y pronto el de los santos (próXImos a Dios) renovadores de Cristo, paciente y presente, intercesores y conductores de almas. Los objetos pasados por la tumba y el aceite de
      sus lámparas se llevan como bendición (eulogia) y reliquia, y eJ entierro Próximo a su tumba es alianza procurada por todos, trastornando lo que restaba de organización regular de galerías. S. Dámaso (368-384) buscó y señaló cuantas le ofrecieron garantía. Desde el a. 313 (antes quizá) aíslan las más veneradas, como altar, en los muros o fondo de una cripta, y se abren escaleras al exterior o a una basílica cementerial, cambiándose eJ nombre de la c. por el del mártir. Entonces el culto es basilical (hasta 25 se citan en el S. VII) o en los monasterios adjuntos (S. Inés, S. Sebastián, S. IV; Cimitile y S. Sergio, en África, S. IV-v). Los reiterados saqueos de los bárbaros imponen el traslado de los mártires, sistemático bajo Pascual 1 (817-834). El culto se mantiene en las pocas basílicas en pie.
     
     

BIBL.: L. HERTING y E. KIRSCHBAUM, Le Catacombe e i loro martiri, Roma 1942; E. KIRSCHBAUM, E. JUNIENT y J. VIvEs, La tumba de San Pedro y las catacumbas romanas, Madrid 1954, 57-259; P. TESTINI, Archeologia Cristiana, Roma 1958, 8-326.

 

F. IÑIGUEz ALMECH.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991