CASTIDAD. TEOLOGIA MORAL.


Concepto. Etimológicamente c. deriva de castigar (castigare: castum agere), tomando esta palabra no en su significado castellano, que tiene una acepción punitiva, sino en cuanto la c. limpia, regula y corrige los defectos de la concupiscencia (v.), de la misma manera que el educador interviene en las tendencias y en los impulsos del niño, para darles un cauce adecuado (Sum. Th. 2-2 gl51). Desde un punto de vista formal, puede definirse como aquella virtud moral, parte de la virtud de la templanza (v.), que nos inclina prontamente y con alegría a moderar el uso de la facultad sexual, según la razón iluminada por la fe. Una definición de este estilo, aunque sustancialmente precisa, corre el riesgo de no ser entendida o por lo menos de dar una impresión pobre o anquilosada de la c. Por esta razón, remitiendo fundamentalmente a las respectivas voces (V. VIRTUDES; TEMPLANZA; CARIDAD), hay que recordar algunos puntos previos.
      Toda labor científica, sobre todo si tiene fines didácticos, se hace necesariamente a base de esquematizar la realidad y analizarla, en el sentido propio de esta palabra. Como fruto de esta división que la mente introduce en la realidad, aunque tenga en ella su base, se obtiene algo que frecuentemente se presenta artificial y carente de vida. Habrá luego que integrarlo nuevamente, para que todos esos conceptos abstraídos de fenómenos vitales resulten aplicables nuevamente a la vida: el médico sabrá que el movimiento real de un simple músculo no es tan simple; el psicólogo tendrá en cuenta que un temperamento determinado raramente se da como se describe en los libros, ni tan esquemáticamente ni de modo puro, sin mezcla de otros; el cristiano sabrá que las virtudes no se viven separadamente, que no es posible actuar virtuosamente sin que en una acción o en una actitud interior no se ejerciten simultáneamente varias virtudes, porque el organismo sobrenatural no está esquematizado.
      Concretamente no puede olvidarse que no hay virtud posible sin caridad, que es, como enseña S. Tomás, la forma, el fundamento, la raíz y la madre de todas las demás virtudes (Sum. Th. 2-2 q24 a8); que no se puede vivir la esperanza sin la fe; ni la fe sin la humildad, ni la fortaleza sin la prudencia, ni, para decirlo de una vez, ninguna virtud de modo pleno, sin que sean también plenas las otras. Además, todas las virtudes morales no son en el fondo más que distintas especificaciones de la caridad; diversas aplicaciones del amor a Dios, que es el vínculo de la perfección (Col 3,14), según los distintos objetos o materias sobre las que verse el acto humano en concreto. Así, p. ej., la virtud de la templanza será el amor a Dios, cuando en fuerza de ese amor regulamos, de acuerdo con la razón iluminada por la fe, todo lo que se refiere a las pasiones carnales o sensuales (vis concupiscibilis). La c., afirmará por eso S. Agustín, refiriéndose sin embargo a la c. en sentido amplio (cfr. Sum. Th. 2-2 g151 a2 adl), es un «amor ordenado que no subordina lo mayor a lo menor» (De mendacio, c. 20: PL 40, 515).
      Ser virtuosos quiere decir, por tanto, estar dispuestos a amar y a amar bien, como conviene a un hombre; y ser castos significa igualmente amar a Dios y, por ese amor, encauzar y regular la tendencia sexual, desordenada después del pecado original, dentro de un ámbito razonable en lo humano y fecundo en lo sobrenatural, según las peculiares exigencias que cada vocación lleva consigo. De intento se usa la palabra regular (hacer conforme a una regla), porque ninguna virtud y, por tanto, tampoco la templanza, tiene como objeto suprimir o anular nada que sea específicamente humano. La Gracia no anula la naturaleza, y olvidar esta verdad lleva a lamentables equivocaciones.
      La virtud de la c. o pureza es, por tanto, una de las formas de la virtud de la templanza. Esta última tiene por objeto ordenar y regular el uso del placer que va unido a la comida, a la bebida y al uso del sexo (Sum. Th. 2-2 g141 a4); para S. Tomás y para la recta tradición de la Iglesia, esos placeres no son malos en sí mismos, sino que son buenos o malos según que sean fruto de una acción buena o mala (Sum. Th. 1-2 q34 al y 4), y siempre que no se busquen principal, sino secundariamente. El placer sexual no constituye una excepción a esta regla, y la c. tendrá por tanto la misión de templar, poner orden, armonizar, regular todo lo referente a ese aspecto de la naturaleza humana. Más aún, la insensibilidad es un vicio, porque es contrario a la naturaleza (Sum. Th. 2-2 g153 al). Se trata, simplemente, de moderar y regular las tendencias sexuales, para darles el cauce adecuado según las obligaciones de cada persona, y no con un simple control, sino con un control virtuoso, pues según S. Tomás la voluntad del hombre puede regular las pasiones de dos maneras: en la primera posibilidad las pasiones sufren pasivamente esa moderación, de un modo violento e imperfecto, que lleva consigo dificultad y tristeza; el segundo grado va más allá: las potencias inferiores participan activamente en la moderación que ejercitan las superiores y a ella se acomodan con facilidad, gustosamente, con una disposición estable que es precisamente la esencia psicológica de la virtud. La personalidad está entonces integrada, ordenada rectamente al fin, y no hay peligro de desequilibrios espirituales, aunque no falten momentos de dificultad y de lucha. Mientras el alma no ha llegado a ese estado, no posee con plenitud la c., en cuanto virtud; todo lo más realizará actos de c. o tendrá continencia, que es una virtud imperfecta (Sum. Th. 2-2 g154 al). Por eso se definen las virtudes como hábitos (habitus), pero no deben entenderse como costumbres (habitudo). Se comprende así que la c. no pueda ser una mera actitud negativa, de abstención, sino algo positivo, lleno de amor; y que no pueda limitarse a los actos externos, entre otras cosas porque la sexualidad es también interior, ni al simple comportamiento, porque en último término la conducta exterior no es sino el resultado de la actitud interior.
      Especies. Propiamente hablando, la c. no admite una ulterior división, dentro de su esencia, pero corrientemente suelen hacerse varias distinciones: 1) por razón del ámbito concreto en la que se ejerce, se distingue una c. común, que lleva a abstenerse de los placeres sexuales que siempre son ilícitos, en cualquier condición de vida y en cualquier estado: p. ej., la fornicación (v.), la masturbación (v.), el adulterio, etc.; y una c. propia de un determinado estado o vocación, y así, p. ej., se habla de una c. propia del celibato y de otra propia del matrimonio; 2) por razón de las obligaciones propias de las personas, se distingue una c. en celibato (v.), que lleva a abstenerse de todo placer sexual voluntario, independientemente de que en un futuro se piense contraer o no matrimonio; una c. conyugal, que regula el uso de la facultad generativa, dentro del ámbito del matrimonio (v.); y una c. vidual, que prácticamente se identifica con la c. en celibato, aunque presente algunos aspectos pastorales que justifiquen su consideración aparte; 3) es frecuente también una distinción entre la llamada c. imperfecta, que sería para algunos autores la c. conyugal, y la c. perfecta, que sería la del celibato o la viudez mantenidos por motivos sobrenaturales. Esta clasificación es sin embargo poco acertada y equívoca, como si la persona casada no pudiera vivir perfectamente la c. que le pide su vocación, y tiene su origen en un uso equívoco de las palabras castidad, continencia y virginidad (v.).
      Valor y motivos de la castidad. La c. es un requisito para la amistad y la intimidad con Dios, y a ellas conduce (Rom 6,19; 2 Cor 7,1; >Jph 5,3; 1 Tes 4,3 ss.). No es, ciertamente, la primera y más importante de las virtudes, pues este primado corresponde a la caridad, pero es condición necesaria para una verdadera vida espiritual, plena y apostólica. Dios es espíritu y, a mayor espiritualización, corresponde una mayor intimidad con Él: «bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8; v. t. 1 Cor 2,14). No es, sin embargo, una virtud «angélica», como frecuentemente se la ha llamado, sino específicamente humana: los ángeles son espíritus puros, y es el hombre el que ha de encauzar el desorden de la carne. La c. da optimismo, alegría y fortaleza para servir a Dios, y son conocidos los obstáculos que el vicio opuesto (v. LUJURIA) origina: «la ceguera de espíritu, la inconsideración, la precipitación, la inconstancia, el egoísmo, el odio a Dios, el apegamiento a este mundo, el disgusto hacia el mundo futuro» (S. Gregorio, Moralia, 31,45: PL 76,621). Es posible que una pedagogía ya pasada de moda haya insistido demasiado en los estragos corporales reales y ficticios que la falta de c. lleva consigo, pero nunca se insistirá bastante en las graves consecuencias espirituales que tiene la lujuria. Volviendo la frase de S. Agustín, «donde no hay amor de Dios, reina la concupiscencia» (Enchiridion, 117: PL 20,287), puede decirse que donde reina la concupiscencia, no hay amor de Dios: si el pecado original disgregó nuestras facultades, «la continencia nos recompone; nos vuelve a llevar a esa unidad que hemos perdido» (S. Agustín, Confessiones, 10,29: PL 32,796). «Sin la pureza no se puede perseverar en el apostolado» (1. Escrivá de Balaguer, Camino, Madrid 1968, n° 129).
      La c. puede apoyarse en motivos meramente humanos: la observancia de la ley natural; el respeto a la dignidad de la persona humana, a sí mismo y al prójimo, que nunca puede ser tratada como una cosa, es decir, como un medio instrumental, que es lo que hace el lujurioso; el orden de la vida social; la fidelidad a otra persona, por noble amor humano; la necesidad de tener sujeta la carne al espíritu; las ventajas que se siguen para la vida familiar o para la, salud, etc. Pero si sólo hubiera esos motivos humanos el resultado no sería c., en cuanto virtud cristiana, sino a lo más continencia, ya que la c. ha de fundamentarse sobre todo en la Gracia de Dios: «Que nadie piense que ha adquirido la castidad a base de su trabajo personal. Nadie puede vencer la inclinación de la naturaleza (léase naturaleza caída); y por eso, cuando la naturaleza ha sido vencida, hemos de reconocer que ha habido una intervención de Aquel que está por encima de ella» (S. Juan Clímaco, Scala paradisi, 15: PG 88,881). Por eso la c. cristiana ha de fundarse sobre todo en el amor a Dios; en el respeta del cuerpo, templo del Espíritu Santo, habitación de la Santísima Trinidad, consagrado por la Eucaristía y destinado a la gloria de la resurrección; en el respeto también del sexo, que es participación del poder creador de Dios; en la dignidad del cristiano, hijo de Dios y miembro del Cuerpo místico de Cristo; en el ejemplo de Jesucristo y de la Virgen, y en la enseñanza de la S. E.
      Posibilidad. Que la c. es posible lo enseña la Revelación y la doctrina constante de la Iglesia, al afirmar que es necesaria: de otro modo no sería indispensable para alcanzar la santidad y la vida eterna. No faltan, sin embargo, objeciones, especialmente por lo que se refiere a la c. en celibato (v.), temporal o para siempre; tradicionalmente se suelen afrontar estas dificultades recordando el testimonio de miles de almas que viven perfectamente la c., y diciendo, con verdad, que el ejercicio de la sexualidad no es necesario para la vida del individuo, como son, p. ej., la comida y la bebida, y que las personas singulares pueden abstenerse de él, sin detrimento para la salud corporal y psíquica. Naturalmente no todas las personas estarán en condiciones de observar el celibato de por vida, pero aquí entran en juego otros factores (v. VOCACIÓN).
      No obstante, para comprender con más profundidad la afirmación de que la c. es posible y no es nociva, conviene analizar los elementos que integran la sexualidad humana: 1) Factores instintivos. La sexualidad humana no puede juzgarse por los cánones de una mera animalidad, y hoy la investigación antropológica va poniendo cada vez más de relieve sus diferencias específicas. En la práctica, toda la conducta sexual humana, excepto las reacciones elementales estrictamente reflejas, cae bajo el control de la voluntad; y ni siquiera las hormonas sexuales condicionan de modo determinante la conducta. Tanto es así que se tiende incluso a evitar la palabra instinto, para referirse a la sexualidad humana, y a sustituirla por la expresión impulso o tendencia sexual. 2) Factores de orden corporal. También en este campo hay que afirmar la no necesidad de un ejercicio de la sexualidad. Los productos de las glándulas sexuales primarias y secundarias, que se vierten en el acto conyugal, cuando no se realiza habitualmente ese acto, son en parte reabsorbidos por el organismo y en parte expulsados espontáneamente durante el sueño, de modo que la abstinencia no supone ninguna alteración del equilibrio orgánico. 3) Factores afectivos y psicológicos. Quizá la objeción mejor fundada resida precisamente en la posibilidad de neurosis, conflictos interiores, arideces de ánimo, etc., que pudiera llevar consigo la carencia de amor humano. De pasada queda claro que un ejercicio de la sexualidad, mercenario egocéntrico, no sirve en absoluto para remediar esas situaciones, sino que las empeora, y que no supone por tanto ningún remedio, como algún médico sin ciencia ni conciencia pudiera sugerir. Es cierlo, por otra parte, que la afectividad no satisfecha puede conducir en determinados casos a situaciones de disgregación interior, pero entonces no existe una verdadera c., sino una de sus múltiples caricaturas. Cuando no se ha superado el nivel premoral de la c., o cuando se trata de una c. forzada y sin amor, sí podrán existir desazones interiores y desequilibrios psicológicos, pero no se debe culpar entonces a la virtud de la c., que en esos casos no existe.
      Formación y crecimiento en la castidad. Son abundantes los medios que se pueden poner en práctica para fomentar esta virtud: 1) Naturales. En primer lugar, una buena educación sexual (v. EDUCACIÓN v), unida al cultivo del pudor (v.) y a la fortificación de la voluntad; se ha de educar también la inteligencia y se han de guardar los sentidos y el corazón, fomentando siempre una gran sinceridad en la confesión y en la dirección espiritual. No han de descuidarse tampoco los remedios higiénicos. limpieza, ejercicio físico, etc., y conviene consultar al médico cuando se presenten dificultades por causas naturales, p. ej., el insomnio, o se tema algún desequilibrio sexual. Una formación abierta, que oriente hacia el prójimo y que evite el egocentrismo, es igualmente una condición precisa. 2) Sobrenaturales. Se ha afirmado ya la necesidad de la gracia de Dios para obtener y guardar la c. Entre los medios sobrenaturales que tradicionalmente se aconsejan, están: la frecuencia de Sacramentos, unida a una constante dirección espiritual; una tierna devoción a la Virgen Santísima y una oración sincera, porque «la santa pureza la da Dios cuando se pide con humildad» (J. Escrivá de Balaguer, o. c., n° 118), con tal de que esa oración no reproduzca la actitud que describe S. Agustín: «Te había pedido la pureza con estas palabras: Dame pureza y castidad, pero no me las des ahora. Tenía miedo de que me oyeras demasiado pronto, y de que desapareciera la enfermedad de mi sensualidad demasiado temprano; prefería darle un desahogo, en vez de apagarla» (Confessiones, 8,7: PL 32,757); la mortificación y la fuga del ocio y de las ocasiones, con amorosa generosidad, sin compromisos que en vez de alejar la tentación la aumentan; y, en general, la práctica positiva de las demás virtudes, especialmente de la caridad y de la humildad, evitando hacer de la c. el centro constante y exclusivo de los problemas espirituales.
     
      V. t.: CARNE (Religión; AMOR 11; MATRIMONIO; PUDOR; VIRGINIDAD; MODESTIA; NOVIAZGO; LUCHA ASCÉTICA; CONSEJOS EVANGÉLICOS; LUJURIA; SEXUALIDAD; CONCUPISCENCIA; CUERPO; CELIBATO.

     
     

BIBL.: Además de los tratados generales de Teología moral, pueden consultarse especialmente: S. AMBROSIO, De virginibus, en PL 16,187 ss.; De viduis, en PL 16,234 ss.; De virginitate, en PL 16,265 ss.; S. AGUSTIN, De continentia, en PL 40,349 ss.; De bono coniugali, en PL 40,373 ss.; De sancta virginitate, en PL 40,397 ss.; De bono viduitatis, en PL 40,431 ss.; S. TOMÁS, Sum. Th. 2-2 g141, 144, 145, 151 y 152; V. E. F. voN GEBSATTEL, Antropología médica, Madrid 1966; G. MARARóN, La evolución de la sexualidad y los estados intersexuales, Madrid 1930; A. NIEDERMEYER, Compendio de Medicina pastoral, Barcelona 1958; 1. L. SORIA, Medicina Pastorale, Roma 1967; 1. H. VAN DER VELDT-R. P. ODENWALD, Psiquiatría y catolicismo, Barcelona 1954; A. PLE, Vita affettiva e castitá, Roma 1965; R. PLUS, A. RAYEZ y A. WILLWOLL, Chasteté, en DSAM 2,777-809; E. DUBLANCHY, Chasteté, en DTC 11,2319-2331; VARIOS, Castitá, en Enciclopedia Cattolica, III, Ciudad del Vaticano 1950, 10421053; F. SOPERA, Seis lecciones sobre la castidad, Madrid 1955; ÁNGEL DEL HOGAR, Pureza y virginidad, Bilbao 1961; D. PLANQUE, La castidad conyugal, virtud positiva, Barcelona 1961; R. BIOT, La educación del amor, Buenos Aires 1961; D. VON HILDEBRAND, Pureza y virginidad, 4 ed. Bilbao 1961; G. KELLY, Juventud de hoy y castidad, Madrid 1958.

 

 

J. L. SORIA SAIZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991