CALVINO


1. Vida y obra. Juan Calvino (Cauvain) n. El 10 jul. 1509 en Noyón (Picardía). Después de estudiar Artes en París (licenciatura en 1528) obtuvo en 1532 en Orleáns la licenciatura en Derecho. La Teología nunca la estudio como disciplina académica, debiendo sus amplios conocimientos a una labor de autodidacta. A su regreso a París estableció estrecho contacto con los círculos humanistas cuya cabeza era Faber Stapulensis (1450/55-1526). No se puede saber con exactitud cuándo se convirtió en un partidario de la Reforma en sentido luterano. Ya antes de 1529 había leído escritos de Lutero. Según el muy tardío prólogo al Comentario de los Salmos (1557), tuvo una subita conversio hacia la Reforma. Si aceptamos tal «súbita conversión», habría que colocarla en el a. 1533. Sería una decisión no surgida, como en el caso de Lutero, de una ardua lucha interior ni tampoco de la idea de haber alcanzado una comprensión del Evangelio fundamentalmente nueva. Para C. primaba más la reforma de la Iglesia. Se veía a sí mismo llamado por Dios al servicio de la vera religio para luchar contra la «idolatría».
      Su vida algo nómada le llevó entre finales de 1534 y principios de 1535 hacia Estrasburgo y Basilea, donde se vio con hombres de la Reforma como Simon Grynaeus (m. 1541) y Oswaldo Myconius (m. 1552), de Basilea; Enrique Bullinger (m. 1575), de Zurich, y Martín Bucero (m. 1551) y Wolfgang Capito (m. 1541), de Estrasburgo. En el verano de 1535 terminó, a sus 26 años, la lnstitutio, que publicó en 1536. En esta primera edición es un breve compendio de la doctrina evangélica tal y como él la entendía y, al mismo tiempo, un escrito de defensa para los protestantes franceses, que va con una dedicatoria al rey Francisco I. En la lnstitutio se muestra C. menos impresionado por la teología de Zwinglio, predominante en aquel lugar, que por los escritos de Lutero, sobre todo los catecismos, Libertad de un cristiano y De captivitate babylonica. C. estuvo constantemente ampliando el breve compendio de 1536. La edición de 1559-60 se convirtió, finalmente, en un extenso tratado de Dogmática de cuatro volúmenes y 80 capítulos.
      Después de un viaje a su patria, la guerra le hizo regresar a Estrasburgo y, en agosto de 1536, a Ginebra. En esta ciudad se había impuesto poco antes la tendencia luterana, pero, según palabras del propio C., allí estaba todo «manga por hombro». Al inquieto y fogoso espíritu de Guillermo Farel (m. 1565) le faltaba el talento organizador. Fue él quien decidió que C. permaneciese en Ginebra. A finales de 1536, C. es nombrado predicador y pastor de la comunidad de Ginebra, redactando en ese mismo año un ordenamiento de la misma. Los Articles concernant l'organisation de l'Église presentados al Consejo de la ciudad el 15 en. 1537 (Opera Selecta=OS 1,369-379) son en gran parte obra de C. La introducción subraya la necesidad de un ordenamiento de la comunidad y de una disciplina eclesiástica para la digna celebración de la Cena. Después de la aceptación de los artículos por el Consejo, publica C. un catecismo en lengua francesa (OS 1,378-417) en el que trata en breves capítulos acerca de los Mandamientos, el Credo, el Padre Nuestro, los Sacramentos y la potestad civil y eclesiástica. A este catecismo se añade una «confesión de fe» que «han de seguir y mantener todos los ciudadanos y habitantes de Ginebra, y a la que todos los súbditos del territorio han de obligarse bajo juramento» (OS 1,418). Sus 23 artículos comienzan con la frase: «Confesamos que, como regla para nuestra fe y nuestra religión, sólo queremos seguir la Sagrada Escritura, sin inclusión de pensamiento humano alguno». Quien se negase a aceptar esta confesión, perdía sus derechos de ciudadanía, «debiendo ir a vivir a otro lugar». Los funcionarios eclesiásticos habían de velar porque todo el mundo viviese de acuerdo con esa profesión de fe y el ordenamiento eclesiástico, debiendo castigar el Magistrado a los que se negasen a ello. Este rígido sistema no halló una favorable acogida entre los ciudadanos. En febrero de 1538 eligieron a adversarios de C. para los puestos rectores de la ciudad, los cuales hicieron caso omiso de las reglas de costumbres establecidas por él. Cuando el Consejo de la ciudad ordenó que los usos católicos mantenidos en Berna volviesen a ser introducidos en Ginebra, los párrocos se negaron a la aplicación del acuerdo. En la Pascua de Resurrección de 1538, C. y Farel se negaron a distribuir la comunión. Cuando, a pesar de la prohibición, subieron al púlpito a predicar, el Consejo decidió que fuesen expulsados de la ciudad. C. marchó a Basilea y desde allí, por invitación de Bucero, Capito y Sturm, siguió a Estrasburgo, donde se hizo cargo del cuidado espiritual de la comunidad de refugiados franceses, siendo al mismo tiempo lector de S. E. Trabajando en colaboración con los reformadores de Estraburgo adquirió aquí la visión y la experiencia pastoral cuya carencia fue una de las causas - y no la menos importante- de su anterior fracaso en Ginebra. Siguió elaborando el servicio religioso estrasburgués con cánticos de salmos en lengua vernácula así como los principios para una disciplina eclesiástica. Por su participación en los coloquios religiosos de Francfort (1539), Hagenau (1540), Worms (1540-41) y Ratisbona (1541), conoció la situación religiosa en Alemania y se puso en contacto con destacadas personalidades del protestantismo alemán, sobre todo con Melanchton. Por el contrario, C. no se vio nunca personalmente con Martín Lutero, conociéndole sólo por sus escritos en latín.
      Entretanto, las tensiones habían ido a más en Ginebra. Los nuevos predicadores y el Consejo de la Ciudad ya no eran dueños de la situación. En estas circunstancias, el card. Jacobo Sadoleto, obispo de Carpentras, por indicación de una reunión de obispos celebrada en Lyon, escribió una carta abierta a la ciudad de Ginebra pidiendo el retorno al seno de la Iglesia que «durante 15 siglos ha tenido el unánime reconocimiento y aceptación» (OS 1,441-489). Esta carta impresionó al pueblo, por lo que los pastores de Ginebra no supieron hacer nada mejor que acudir a Estrasburgo para pedir a C. que escribiese una adecuada réplica. Su Respuesta a Sadoleto (OS 1,457-489) produjo gran impacto en Ginebra, e hizo que el Consejo de la ciudad pidiese oficialmente a C., en octubre de 1540, que regresase a Ginebra. C. dudó en principio, pero luego, en septiembre de 1541, acudió a esta llamada.
      2. Formación de la comunidad reformada en Ginebra (1541-1564). Inmediatamente después de su regreso a Ginebra, C. inicia la estructuración de la comunidad y su régimen. El 20 nov. 1541 es aceptado el ordenamiento eclesiástico, configurado según el modelo de Estrasburgo (Les Ordonnances ecclésiastiques: OS 11,325-363), por los Consejos de la ciudad. Al poco tiempo le siguen una ordenanza sobre el servicio religioso (1542) y el catecismo (1542-45). C. tomó de Bucero la estructura de cuatro cargos principales para su ordenamiento eclesiástico: los pastores, unidos colegialmente en la Vénérable compagnie des pasteurs; los maestros, dedicados a la enseñanza; los diáconos, encargados del servicio de los pobres y enfermos y los ancianos o presbíteros, ocupados del mantenimiento de la disciplina de la comunidad. Los 12 más ancianos formaban, con los cinco a diez Pastores, el Consejo, eclesiástico o Consistorio. En Ginebra no son cargos simplemente eclesiásticos, sino, al mismo tiempo, consejeros de la ciudad. De acuerdo con el colegio parroquial, eran elegidos por el pequeño Consejo y confirmados por el gran Consejo. Estaban encargados de vigilar la forma de vida de los miembros de la comunidad. Los infractores eran llevados ante el Consistorio y los contumaces contraventores del orden, a la tercera amonestación, eran excluidos de la Iglesia, siendo entregados nestación, eran excluidos de la comunidad, siendo entregados al tribunal civil.
      El Catecismo de Ginebra (1542) ya no es un tratado como el de 1537, sino que está redactado en preguntas y respuestas. Ya no expone la Ley antes del Credo, como en el catecismo de Lutero, sino que trae los temas principales por el orden siguiente: Fe, Ley, Oración y Sacramentos. Expresa una idea de la relación de la Ley y el Evangelio nueva con respecto a la luterana. La Ley no es sólo «maestra de disciplina», no sólo tiene la finalidad de convencer al hombre de ser pecador, sino que, como ordenación de la Alianza, proporciona al bautizado la horma de la vida cristiana: «La Ley nos muestra la meta hacia la que debemos tender, para que cada uno, según la gracia que Dios le ha dado, se esfuerce incesantemente por aspirar a avanzar más de día en día» (q. 229). Sólo después de muchas luchas, y gracias al apoyo de los refugiados protestantes de Francia, pudo C. imponer en Ginebra sus ordenanzas. Hasta 1559 no recibió C. el derecho de ciudadanía en Ginebra. En 1561 se aprobó el definitivo ordenamiento eclesiástico. Gran importancia tuvo para la formación y desarrollo del C. en Ginebra y para su expansión en Europa Occidental la Academia Teológica inaugurada en 1559, para cuya dirección C. se ganó a Teodoro Beza (1519-1605). Cuando el 27 mayo 1564 muere C., sus ideas estaban firmemente asentadas en Ginebra, y su doctrina, gracias a la actividad de sus discípulos, y prescindiendo de la vecina Francia, había alcanzado Alemania (Gaspar Olevianus, m. 1587), los Países Bajos (Felipe Marnix de St. Aldegonde, m. 1598), Escocia (John Knox, m. 1572; v.) junto con Polonia, Hungría y Transilvania. El propio C. había influido en la formación de las comunidades de estos países mediante un amplio intercambio epistolar.
      3. Rasgos fundamentales de la teología de Calvino. A diferencia de Lutero, C. nos ha dejado una exposición sistemática de su doctrina en un tratado completo de dogmática, la Institutio, aun cuando sólo hubiese sido pensada por él como iniciación a la lectura de la palabra divina a los seminaristas de Teología. La mayoría de los escritos de C. son lecciones y sermones sobre la S. E. Especial atención le merece el A. T. y su teología de la Alianza que, junto con los Salmos, juegan un importante papel en los servicios religiosos de los calvinistas.
      La sola Escritura. Lo que el hombre puede saber por su sola razón acerca de Dios y de los hombres es, para C.. «vana locura». Sólo se es sabio cuando uno se deja instruir por el propio Dios en la S. E. «Nadie llega ni siquiera al más mínimo entendimiento de la doctrina recta y salvífica, si previamente no se hace discípulo de la Sagrada Escritura» (Institutio, 1,6,2). esta «es fecunda en sí misma». Rechaza la Tradición y el Magisterio eclesiástico, limitándose a decir, como criterio de interpretación bíblica, que el lector de la S. E. no debe llevarse de su capricho sino dejar que se la interprete el Espíritu Santo.
      Predestinación y reprobación. La gloria del Dios soberano (la «soli Veo Gloria» ) es el pensamiento determinante de la teología calvinista. La gloria de Dios es el sentido de la creación y de la salvación de los elegidos, así como del castigo de los condenados. Dios, el Señor del mundo, determina el curso de las cosas. Mantiene lo creado en su existencia, concede a las criaturas su campo de acción y dirige todo hacia su objetivo. Su especial providencia se dirige hacia el hombre como su criatura predilecta. La providencia de Dios y su predestinación «en virtud de las cuales Dios ha predestinado a unos a la salvación y a otros a la condenación» (Institutio, III,21,1), son para C. un misterio impenetrable. El no hablar sobre ello sería no obstante «empequeñecer la gloria de Dios». Sólo -dice- si se nos manifiesta la elección eterna de Dios, podremos experimentar que nuestra salvación procede de la fuente de la misericordia divina, gratuita. Por predestinación hay que entender «el ordenamiento eterno de Dios» en virtud del cual el decidió lo que, de acuerdo con su voluntad y aparte de toda consideración de las obras humanas, había de ser de cada individuo, ya que no todos los hombres son creados con el mismo destino, sino que a unos se les adjudica la vida eterna y a otros la condenación eterna. De la misma forma que un individuo ha sido creado para uno o para el otro fin, también «está predestinado para la vida o para la muerte» (III,21,5). El querer buscar otra razón para ello aparte de la complacencia divina -p. ej., la previsión de los méritos humanos- significaría -dice- colocar la voluntad de Dios bajo la dependencia de causas externas.
      En esa perspectiva no cabe hablar de cooperación a la gracia, etc., sino sólo de eventuales signos de que estamos predestinados a la salvación. La razón de nuestra predestinación a la salvación y, al mismo tiempo -dice-, de nuestra certeza de salvación es Jesucristo. En el Dios ha establecido con nosotros el pacto de la vida. El signo de que estamos elegidos es la aceptación de la predicación de Cristo y la comunión con el en la fe y en la Cena. También las obras, como frutos de la llamada, pueden tener cierta importancia para el conocimiento de nuestra salvación. Cuanto más subraya C. que la gracia en los elegidos es irresistible y que éstos no pueden perder la salvación, tanto más oscuro se hace el misterio de la reprobación. ¿Cómo es que Cristo no pueda producir efecto en todos? ¿Habría de ser Él tan impotente que no pudiese ganar para sí a todos los rebeldes? C. no sabe responder y se limita a decir que estamos ante el impenetrable misterio de la voluntad de Dios, que es tan profundo, «que todo entendimiento humano queda absorbido por él cuando intenta penetrar en el mismo» (111,23,5).
      Tal vez ello explique la oscilación que se advierte con respecto a esta doctrina de la doble predestinación. De hecho en los escritos confesionales reformados o calvinistas no ocupa "ni un lugar destacado ni es tratado con amplitud" (P. Jacobs). La forma extrema de la doctrina de la predestinación calvinista que brota como su consecuencia, el supralapsarismo (predestinación anterior al pecado original), encontró resonancia sólo en Suiza. Las decisiones del sínodo de Dordrecht (1619), que dan una gran importancia a la predestinación, sólo reconocen una predestinación infralapsaria (predestinación teniendo en cuenta el pecado original). En el Catecismo ginebrino y en el heidelberguense sólo se habla de la elección en relación con la «Iglesia Santa elegida por Dios».
      Justificación y santificación. En la doctrina sobre la justificación y la santificación subraya C. que es la obra del solo Espíritu Santo, y no de la libertad del hombre. En Él, Cristo nos asume y realiza en nosotros la respuesta de la fe. La fe es la orientación hacia Cristo causada por el Espíritu Santo. «La comunión con Cristo nos proporciona una doble gracia: de una parte, mediante su inocencia, somos reconciliados con Dios, que, desde este momento, deja de ser nuestro juez..., y de otra, somos santificados por su Espíritu» (III,11,1). Más que Lutero, C. subraya que la santificación es fruto de la justificación. Se realiza en un lento proceso, en tanto que la justificación nos es concedida toda de una sola vez, pues «un fragmento de justicia no tranquilizaría la conciencia antes de que fuese seguro que somos agradables a los ojos de Dios, ya que ante Él somos justificados sin límite alguno de un modo absoluto» (III,11,11). Hay en ese sentido en C. una insistencia en el comportamiento moral mucho más fuerte que en Lutero (téngase en cuenta además lo que antes decíamos de su interpretación del sentido de la Ley al comentar el contenido del Catecismo de Ginebra). Todo ello cuadra con el sentido práctico, activo y fuertemente preocupado por la organización de la comunidad propia de C.; cómo se entronca con el tema de la predestinación es, en cambio, cuestión compleja, que ha preocupado repetidas veces a la tradición calvinista.
      La Iglesia. C. dio más importancia que Lutero a la Iglesia como sociedad visible y a su unidad. Esto se demuestra en su proceder contra hereies como Castellio (m. 1563), BoIsec (m. 1584) y Miguel Servet, quemado por hereje en 1553, a los que persiguió de modo implacable, y en sus esfuerzos por mantener la unidad de la comunidad y la disciplina eclesiástica. En lugar de «¿cómo puedo hallar un Dios misericordioso?», su pregunta fundamental es «¿cómo se llega a la soberanía de Dios sobre la humanidad?» (OS 1,23). La soberanía universal de Dios se concreta en la Iglesia concebida de un modo visible, la cual es uno de los «medios externos» con los cuales Dios nos invita a la comunidad con Cristo. La Iglesia, que se representa de un modo concreto en la comunidad, no nace del conjunto de fieles, sino que es fundada desde arriba. Insiste en que la Iglesia como comunidad de todos los elegidos, desde el principio del mundo «sólo es perceptible a los ojos de Dios» y yo debo creer en ella; pero a la vez añade que no existe una verdadera fe en la Iglesia sin un aprecio por la congregación visible y sin la disposición a la comunión con aquellos que se confiesan de Cristo, que «por el Bautismo son introducidos en la fe y que por su participación en la Cena atestiguan su unidad en la verdadera doctrina y en el amor» (lnstitutio, IV,1,7). Respecto a la Iglesia visible, concreta, C. hace una nueva distinción entre la Iglesia universal, esparcida por el mundo (ecclesia universalis), y la Iglesia local (singulae ecclesiae).A ésta, a la comunidad, dirige él su atención principal, y en ella ha de mantenerse la necesaria unidad respecto a la doctrina y a los sacramentos. C. rechaza el sacramento del Orden y la estructura jerárquica basada en ese sacramento, introduciendo en cambio, para la organización de sus comunidades, los cuatro ministerios antes mencionados: pastores, maestros, diáconos y ancianos o presbíteros.
      El Bautismo y la Cena. El Bautismo es para C. signo de la alianza de Dios con nosotros, y, al igual que la circuncisión, hay que impartirlo también a los niños (este tema del Bautismo de los niños, contra la teoría de los anabaptistas, ocupa un amplio espacio en la doctrina calvinista sobre el Bautismo). En la doctrina sobre la Cena, adopta C. una postura intermedia entre Zwinglio y Lutero, sosteniendo una presencia virtual y no substancial de Cristo. Con motivo de un Sínodo en Berna en 1537, en el que Bucero no pudo ponerse de acuerdo con los predicadores de esta ciudad, redactó C. la Confessio fidei de Eucharistia (OS 1,435 ss.), que tuvo también la aprobación de los reformadores de Estrasburgo. Según esta Confessio, Cristo nos ofrece en los signos del pan y del vino la participación real en su carne y en su sangre. Sin embargo, esto no significa una presencia substancial, ya que hemos sido desprovistos de ella por la Ascensión de Cristo a los cielos. No obstante, su Espíritu no está limitado por nada en su eficacia: es el vínculo de la participación y nos alimenta por medio de los signos de la carne y sangre de Cristo.
      Así, mientras frente a la doctrina católica rechaza la presencia real-substancial de Cristo y la verdad de la transubstanciación y frente a Lutero rechaza la teoría de la impanación, frente a Zwinglio afirma que hay una real comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo, aunque éstos no estén presentes bajo las especies de pan y vino. Consiguientemente, con motivo del coloquio religioso de Ratisbona de 1541 se unió a Melanchton en una versión ligeramente modificada de la Confesión de Augsburgo (Confessio Augustan Variata), que en su art. X dice: «Sobre la Cena del Señor enseñan que con el pan y el vino se da realmente a los comulgantes el cuerpo y sangre de Cristo». De acuerdo con esto, el cuerpo y sangre de Cristo ya «no estarían presentes en la Cena bajo las especies de pan y de vino», sino que «con el pan y el vino son dados a los comulgantes». Por virtud del Espíritu Santo éstos alcanzan la comunión con la carne y sangre de Cristo, sentado a la derecha del Padre en los cielos. Desde 1544 C. se esforzó muy intensamente por llegar a un entendimiento con los reformadores de Zurich en la doctrina sobre la Cena. No obstante, hasta finales de mayo de 1549 no se llega al Consensus Tigurinus con Enrique Bullinger (OS 2,247-253) y que sólo en 1551, después de su aprobación por las restantes comunidades suizas, pudo ser impreso. Como hombre, se dice, Cristo únicamente está en el cielo y nosotros sólo podemos buscarle en espíritu y en el conocimiento de la fe. Es una superstición malvada y perversa incluirle en los elementos de este mundo. Las palabras de la narración de la institución: «éste es mi cuerpo» hay que tomarlas en sentido figurado. La realidad significada es transferida al signo. Recibe el nombre de pan y vino aquello de lo cual éstos son signos. Posteriormente, esta formulación le resultó demasiado vaga a C. Sobre todo echaba él en falta que no se hablase de «comer la carne».Pidió por tanto a Bullinger que incluyese el siguiente art. 23 De manducatione carnis Christi. El comer su carne y beber su sangre, representado en el signo, significa que Cristo alimenta nuestras almas en la fe, en la fuerza de su Espíritu. Según el art. 25, el cuerpo de Cristo está en el cielo, como en un lugar, y como tal sólo allí puede ser buscado. El pan y el vino son sólo signos de nuestra comunión con Cristo. Como tales, no son la cosa en sí, ni la encierran en sí, ni la incluyen consigo mismo. «Hacen del signo un ídolo los que dirigen hacia él sus sentidos para adorar en él a Cristo».
      La evolución de la doctrina calvinista sobre la Cena, desde la primera edición de la lnstitutio (1536) hasta el Consensus Tigurinus o la lnstitutio de 1559, se puede caracterizar por el hecho de que se da cada vez menos un nexo íntimo entre los signos de pan y vino y la comunión con la carne y la sangre de Cristo. En C. no se puede hablar de presencia real, sino sólo de comunicación real con el cuerpo y la sangre de Cristo. El creyente que recibe en la Cena el pan y el vino participa realmente de la Comunión de la carne y sangre de Cristo. Sin embargo, éstos no están unidos al pan y al vino y, menos aún, comprendidos dentro de ellos, ya que -dice- lo impide el hecho de que la humanidad de Cristo, reinando en los cielos, está circunscrita localmente y vendrá a nosotros únicamente en la parusía. Es el Espíritu Santo quien realiza la comunión con la carne vivificadora de Cristo. «El Señor, por medio de su Espíritu, nos concede la gracia de hacernos uno con eI en cuerpo, alma y espíritu. El vínculo de esta unión es, pues, el Espíritu de Cristo» (lnstitutio, IV,17,12).
      Por el Consensus Tigurinus quedaba salvada la unidad del protestantismo reformado o calvinista, pero al mismo tiempo se consumaba la ruptura definitiva con el luteranismo, como lo demuestra la violenta Segunda disputa sobre la Cena que C. había de tener después de 1552 con el párroco hamburgués Joaquín Westphal (m. 1574) y otros más.

 

 

 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991