ASOCIACIONES
DERECHO DE ASOCIACIÓN.
1. Concepto y naturaleza. El
sustantivo asociación procede del verbo asociar, que proviene del latino
associare, integrado por la preposición ad (a) y el nombre socius
(compañero), para formar un término compuesto que expresa el recibir por
compañero a otro con alguna finalidad, y con él nos referimos, por
tanto, a la acción o efecto de asociar o asociarse.
A. puede emplearse bajo dos acepciones: sinónimo de sociedad y
derecho de asociarse, fundamento de aquélla. El derecho de a., en
general, puede definirse como la facultad consustancial al hombre de
aunar sus fuerzas con las de sus semejantes para la realización de fines
comunes, mediante una concorde cooperación que los posibilite.
Inmediatamente, tiene su fundamento en la naturaleza sociable del
hombre; y mediatamente, en la insuficiencia de las fuerzas individuales
para alcanzar los fines que la naturaleza social de la humanidad exige.
De ahí que los caracteres de este derecho son los de ser innato, porque
es inherente a la persona humana, e indefinido en su tendencia, pues no
reconoce otro límite que el de la sociedad universal del género humano.
Su exigencia de expansión viene determinada por su propia finalidad, ya
que racionalmente no puede darse el derecho de a. para fines contrarios
a la naturaleza o fin último del hombre. Por tanto, los fines deben ser
lícitos y supeditarse al bien común (v.). El derecho de a. lleva
implícito, por parte de los demás hombres, el deber, no tan sólo de no
ponerle trabas, sino de cooperar a la a., pues si tal conjunción de
factores no se produjera, el desarrollo social (v.) sería imposible. La
cooperación de individuos que aúnan su esfuerzo simultáneamente a la
realización de un mismo fin crea, al menos de hecho, una a. Pero si
consideramos la finalidad de la acción común veremos que las a., en
general, no sólo aspiran a satisfacer las necesidades de los individuos
que las componen, sino que también son el vehículo idóneo para coadyuvar
eficazmente al desarrollo social de la personalidad humana.
De la conjunción del derecho de a. y el de libertad (v.), también
consustancial al hombre, ya que deriva de su propia naturaleza, surge la
facultad para que, sin trabas pueda formar parte de toda sociedad lícita
y justa. Esta facultad no puede, en absoluto, ser otorgada por el
Estado, ya que, por ser inherente al hombre, aquél ha de limitarse a
reconocerla y a garantizarla. Esta tendencia hacia la a. se plasmó en
todos los fines de la vida del hombre, por ser la propia vida del hombre
la que les da contenido, extensión y eficacia. La existencia misma de la
sociedad (v.), en su sentido más amplio, hasta la de todos y cada uno de
los grupos (v. GRUPOS SOCIALES), colectividades o a. que la integran son
la resultante de una idéntica necesidad humana. Así como es el instinto
el que forma las a., más o menos transitorias, de los seres
irracionales, que se unen instintivamente para la defensa y
supervivencia propia y de su especie, no es posible fundamentar bajo el
mismo ángulo la sociabilidad humana, ya que independientemente de que
sea inconcebible considerar al hombre aislado en el plano material,
porque perecería a causa de su debilidad e indefensión, especialmente
durante los primeros ciclos de su existencia en los que el calor
familiar le es indispensable, también en el orden sensible tiene
necesidad imperiosa de su integración al grupo familiar como medio de su
posterior incorporación al medio ambiente social, de forma adaptada.
Desde el punto de vista espiritual, el hecho asociativo es
imprescindible al hombre, pues sólo mediante él y en su seno es posible
el desenvolvimiento de las facetas intelectual y moral de la
personalidad.
2. La asociación ante su raigambre natural. De acuerdo con el
Derecho natural (v.), el fenómeno asociativo se considera dentro de los
derechos naturales. Y tal adscripción nos impone que precisemos con el
debido rigor el tema para sistematizarle de forma comprensiva. Siguiendo
a Francisco Puy, el Derecho natural es la ciencia filosófica que estudia
las supremas causas del derecho como fenómeno general. De esta
definición podemos deducir que la teoría de los derechos naturales es la
parte del Derecho natural que estudia los derechos subjetivos
fundamentales de la persona humana.
La coordinación existente entre los principios de las leyes
naturales y los derechos subjetivos naturales se basa en la misma
naturaleza humana. Así acontece que con el orden de manifestación de los
preceptos naturales se conjuga directamente el orden de manifestación de
los preceptos de la legalidad natural. Y del mismo modo, ese orden de
los preceptos de la ley natural se proyecta directamente al orden de las
tendencias o inclinaciones naturales. Si hay que determinar cuál sea
este orden, hemos de referirnos con absoluta exclusividad al hombre, tal
y como fue concebido por su Creador al darle existencia, es decir, a ese
ente que se integra por la unión del alma y del cuerpo, y cuya unión
imprime tal carácter a su naturaleza, que es inconcebible e imposible la
escisión real de esos dos elementos que conforman al hombre, aun cuando
sea posible, teóricamente, su consideración autónoma.
Desde el punto de vista teórico pueden señalarse las variadísimas
tendencias que emanan del ser humano, para diferenciarlas en su raíz
fundamental. Unas provienen del elemento más elevado de su naturaleza,
las otras surgen de su corporeidad material, de su animalidad. El
conjunto de lo espiritual y de lo material, valorativamente
jerarquizado, nos lleva a establecer un cierto orden entre los derechos
y deberes naturales, desde el punto de vista subjetivo.
Si señalamos tales tendencias fundamentales, será posible
establecer un cuadro sinóptico de los derechos naturales y podremos
determinar el lugar que al derecho de a. le corresponda. Para ello, el
punto de partida ha de ser el mismo hombre y habremos de considerarle
desde un triple punto de vista netamente diferenciado: el hombre en
cuanto que es un ser; en cuanto a su mera animalidad; y en relación a su
carácter espiritual. En cuanto que es un ser, el hombre manifiesta una
tendencia fundamental hacia su propia conservación. De la referida
tendencia dimanan dos grupos de derechos naturales: el derecho a la
integridad física y moral y el derecho a poseer cuantos bienes precise
para subsistir. En cuanto a su mera animalidad corporal, del hombre
emana una tendencia fundamental de tal condición, que es equivalente a
la de los demás seres irracionales: la tendencia a la conservación de la
especie. Y de esta tendencia se derivan dos grupos de derechos
naturales: el derecho al matrimonio o a la familia, y el derecho al
desenvolvimiento o a la educación.
En relación a su carácter espiritual, el hombre expresa la
tendencia fundamental de todo espíritu que es la tendencia a producirse
humanamente, es decir, a comportarse como un ser racional. Y cuya
racionabilidad es inconcebible sin la libertad, del mismo modo que no
puede existir la libertad sin la sociedad. La tendencia a aquel obrar
racional hace surgir dos grupos de derechos naturales: el derecho a la
sucesión o a la tradición, que se origina de la tendencia a ser sujeto
de memoria, de sucesión, de tradición y de entrega; y el derecho a la
creación o al trabajo, que nace de su tendencia a ser sujeto de
creación, de innovación, de aportación, de progreso. La tendencia al
libre obrar sirve de base a tres grupos de derechos naturales: el
derecho a la diferenciación personal, el derecho a seguir el propio
rumbo sin cortapisas y _ el derecho a la autolimitación o a la
contratación, y que correlativamente surgen de sus tendencias a ser
distinto de los demás, a actuar sin obstáculos superfluos y a prescindir
de lo que no le interesa.
La tendencia hacia la sociedad, que con carácter general se
produce en el hombre, genera cuatro grandes grupos de derechos
naturales: el derecho a la cooperación, el derecho a la a., el derecho a
la gobernación y el derecho al beneficio de una cuota alícuota del bien
común, que tienen su razón de ser en las tendencias fundamentales de
practicar en colaboración, es decir, de solidaridad con los demás; de
configurar autónomamente sus uniones a otros hombres; de dirigir los
asuntos humanos; y de su ahínco por lograr todos los beneficios posibles
de la convivencia.
Vemos, por tanto, que a la luz del Derecho natural se enfoca el
problema general de la a. como una cuestión de facultad jurídica
subjetiva, porque el derecho a la a. no es, ni más ni menos, que un
derecho fundamental de la persona humana, que se integra entre otra
complicada serie de ellos, que tan sólo hemos enunciado.
3. La determinación de su contenido. Ha de analizarse
fenomenológicamente en qué facultades jurídicas fundamentales se
concreta el derecho de a., para fijar, seguidamente, su funcionamiento
en relación a los otros derechos naturales.
Para poder llegar a tener una idea clara de lo que esencialmente
significa esa necesidad humana de la a. que por ser consustancial al
hombre se configura como derecho natural, hemos de profundizar en su
análisis para determinar en qué facultades jurídicas fundamentales se
concreta este derecho. El carácter jerárquico y unitario que
recíprocamente relaciona a todos los derechos naturales, debido a su
origen único e indivisible, que es la persona humana, hace que todos
tengan idéntico fundamento. Si prescindiendo de todas las facultades que
al hombre corresponden, nos ciñéramos a considerar la que procede de su
tendencia a configurar con autonomía sus uniones con otros hombres,
habríamos establecido una supremacía, que en realidad no se produce, en
perjuicio de la armonía total del sistema. Y habríamos establecido como
cierto un verdadero sofisma. Por ello, es preciso establecer
rigurosamente la interconexión de los derechos derivados del hecho
asociativo con los derechos que provienen de las restantes instancias de
la naturaleza humana para lograr una visión objetiva del problema, sin
eludir el matiz moral que le impregna de contenido. Esta dimensión moral
indica que, además de la limitación que en los derechos naturales se
produce, derivada de la necesidad de su mutua trabazón, intrínsecamente
y propia de cada uno, se origina otra que reside en el correlativo
deber. Es decir, que se presenta de forma inseparable el binomio
derechodeber. La dimensión moral que indicamos no es una directa
consecuencia de la lógica, en el sentido de que la formulación de un
derecho como comportamiento activo siempre ha de proyectarse en la
formulación de un comportamiento pasivo que se configura como deber. La
dimensión moral, por el contrario, significa que los deberes naturales,
que inexcusablemente acompañan siempre a los derechos naturales,
complementan a éstos con algo nuevo y fundamental, que consiste en esa
limitación rigurosa y estricta en su ejercicio por parte de quien los
esgrime. Aquí la casualidad no se produce en absoluto, ya que es la
lógica consecuencia de la primacía que ostenta el orden moral y de la
inmediata subordinación del hombre a dicho orden.
A. significa unión con otros hombres. El término implica dos ideas
correlativas. Una de dirección y otra de aceptación que lleva implícito
un quehacer común. El hombre se asocia cuando se une a otros hombres. Y
esta unión, eminentemente dinámica, requiere un previo acuerdo, y en él
reside ese núcleo de lo que significa solidaridad (v.). La a. es, en su
consecuencia, la faceta de la tendencia a la convivencia (v.) que se
manifiesta por su matiz solidario. La a. se basa en el natural apetito
que tenemos los humanos a la solidaridad. Y la inclinación a la
solidaridad es la tendencia a ayudar y ser ayudado que tiene cada
hombre. La tendencia a la a. da base a una gran cantidad de derechos
fundamentales de la sociedad humana, y de ella se deriva la misma
esencia de esta sociedad.
El derecho a la a., por esa necesidad de configurar autónomamente
la unión entre los hombres, se proyecta hacia el obrar libre que es
consustancial al hombre y se refleja en la amplia gama de declaraciones
de derechos que el Estado se ha visto obligado a proclamar (v. DERECHOS
DEL HOMBRE III).
4. Su proyección política. Una cadena de solidaridad
indestructible ha unido, entre sí, a los hombres a través de todos los
siglos y ha hecho que mediante la a. éste fuera asentando su supremacía
sobre la creación en un caminar progresivo que aúna voluntades y
trabajos para poner las fuerzas ciegas de la naturaleza a su servicio.
El hombre, como consecuencia de su natural sociable, tiene la
perentoria necesidad de convivir en sociedad. Aplica los esfuerzos de su
inteligencia para mejorar continuamente el medio ambiente que le
circunda mediante los factores culturales destinados a la expansión de
la vida en esos aspectos, predominantemente individuales, de
conocimientos, afectos y acción. En esta cultura de la convivencia
humana (V. CONVIVENCIA I) el Derecho positivo aparece como protagonista.
Consuetudinario o escrito, le corresponde regular y perfeccionar este
complejo de relaciones que hacen posible la vida en común, imponiendo a
la masa heterogénea de los hechos sociales, familiares, políticos,
económicos, etc., el orden y la armonía de la razón. Su función es
organizar lo amorfo, disciplinar los hechos mediante las ideas, para
transmutar lo que es en lo que debe ser. Es en el Estado donde el
Derecho encuentra la forma suprema de su organización y el condicionante
de su más plena eficacia. Las relaciones entre el Estado y la cultura
son de las más firmes, pero también, paradójicamente, las más delicadas.
Los hombres se agrupan, unidos por vínculos corporales o
espirituales, por lazos de sangre o por la comunión de la cultura. La
identidad de la sangre se basa en la familia, cuyo principio biológico
es la paternidad. En la unidad de una cultura se funda la nación (v.),
cuya alma es la conciencia de un común destino histórico. La idea de
pueblo (v.), no del todo equivalente, supone apenas la de una multitud
tan amplia que ya no cabe aplicarle la idea de familia en su sentido
estricto o en el patriarcal (tribu). La unidad se deriva, sobre todo, de
la continuidad geográfica del suelo, aunque también la ascendencia y la
filiación contribuyan por su parte. De ahí esa impresión de masa, un
tanto amorfa y desorganizada, en estado natural y espontáneo, que se
asocia a la idea de pueblo. Le falta el elemento cultural, de creación
consciente del espíritu,, que se encuentra en el concepto de nación. A
pesar de que la nación supone algo perfectamente cristalizado, es el
catalizador dinamizante del pueblo, de esa unidad viva, plástica, que se
agita interiormente por un ansia incansable de expansión vital y por una
necesidad creadora que no se agota, que así halla su rumbo histórico.
La misión providencial de la nación es la de preparar a sus
miembros para la vida civilizada y suministrar al hombre el ambiente
cultural indispensable para su pleno desarrollo, ya que la nación, como
afirma J. Delos, «no tiene valor sino por la función que ejerce a favor
de la persona humana». Por eso, en la masa o el cuerpo exterior de los
cuadros uniformes de la existencia, la voluntad de vida en común infunde
el alma vivificadora de una nación. Y esta adhesión colectiva a un hecho
exterior, manifestada continuamente con el propósito de conservar,
defender y perpetuar la herencia cultural común, constituye, como
elemento específico, el germen de la unidad, cohesión y duración del
grupo social que se presenta como nación. Toda nación posee la tendencia
connatural a plasmarse en un organismo político independiente, y es el
Estado (v.) el término natural de su evolución histórica, aun cuando no
pueden confundirse o fundirse en una misma idea, porque se diferencian
en que el Estado es siempre una unidad política y la nación una unidad
cultural.
Si en el orden político la nación alcanza su perfecta mayoría de
edad y consagra, con la autonomía jurídica, la evolución completa de su
personalidad, el Estado, a su vez, con la eficiencia de su estructura
orgánica, ofrece al patrimonio cultural de una nación el amparo y la
garantía de su poder. Y así como sus órganos de acción y de defensa le
protegen contra la infiltración disolvente de elementos extraños,
también la creación de instituciones apropiadas le facilita los
instrumentos precisos para la
conservación y extensión de una cultura. La misión jurídica que,
por su propia naturaleza, compete al Estado para defender y difundir una
cultura, está enmarcada en el correlativo deber de respetar los
elementos personales que la integran. Proteger no es absorber, estimular
no es confiscar.
La cultura (V. CIVILIZACIÓN Y CULTURA) tiene la misión
providencial de ofrecer al hombre el ambiente favorable para la plena
eflorescencia de sus virtualidades. Es un medio para un fin más alto. En
esta subordinación esencial que pone la cultura al servicio de la
persona humana reside el principio fecundo que ha de pautar las
relaciones entre el individuo y el Estado, en cuanto a la regulación por
éste, entre otros, del derecho de a., tal y como la condición del
individuo exige, en razón a la dignidad natural de su persona. Pese a
ser el derecho de a. anterior y superior a toda ley positiva, aquel
derecho, que se proyecta hacia todos los fines lícitos de la vida y en
el que se basa la misma existencia del Estado, no fue siempre
reconocido, ni aun está íntegramente reconocido por las leyes de los
Estados, quizá por el temor, pues otra causa no puede concebirse, a que
las a. le atacaran en su misma esencia. De ahí que se adoptara un número
mayor o menor de requisitos y precauciones para autorizarlas
reglamentariamente, aun cuando en sus textos políticos fundamentales se
consagre, al establecer las declaraciones de derechos, el derecho de a.
En relación con el reconocimiento o autorización por parte del
Estado de las a., se pueden establecer, racionalmente, dos sistemas
netamente diferenciados, según que se exijan ciertas formalidades y
garantías previas a su constitución o que, sin exigirse ninguna, se
sancionen las extralimitaciones y se amenace y castigue con la
suspensión y la disolución, e incluso con la rigurosa aplicación de la
ley penal a los miembros de las mismas, en el supuesto de atentar contra
la moral,. el bien común o la paz social. En el primer supuesto, el
sistema se denomina preventivo, y represivo en el segundo.
En la realidad, no se presentan ambos sistemas debidamente
depurados, porque el primero exige la represión y el segundo suele ir
unido a ciertas medidas preventivas. Por eso casi todas las
legislaciones han seguido un criterio ecléctico, y según predomine uno u
otro se adscriben al que prevalece. Lo que la justicia y la razón humana
exigen, sobre cualquier otra consideración, es que se declare la
libertad plena de a. para todos los fines lícitos y honestos de la vida:
el religioso, el político, el benéfico, el científico, el cultural, el
profesional, el deportivo, el recreativo, etc., al mismo tiempo que se
prohíban aquellas a. de fin evidentemente ilícito. Si en el pasado
histórico prevaleció el sistema preventivo, en nuestro tiempo está más
generalizado el sistema represivo con mayores o menores cortapisas.
5. Su planteamiento ante la legislación española. La variada
inmensidad de los fenómenos sociales, desde la satisfacción de las
necesidades más apremiantes de la vida material hasta los más elevados
ámbitos del orden espiritual y moral, obliga a parcelar el campo en que
el hecho asociativo se produce en la sociedad humana para examinar
aquellas formas de a. en que la sociedad se manifiesta como institución
jurídica, y bajo las cuales se presentan de forma concreta las
colectividades de finalidad especial como personas sociales en el
Derecho positivo.
De dos formas se regula en el Derecho positivo el concepto
sociedad (v.) en el sentido de asociación: como contrato (v.) y como
personalidad jurídica (v.). Asimismo las considera bajo un doble punto
de vista según que su finalidad sea o no lucrativa. Comúnmente nos
referimos a las a. no lucrativas cuando empleamos el término a. Y éstas,
que se configuran de forma muy variada, corresponden directamente, por
razón de los fines que se proponen, a las necesidades y aspiraciones de
toda índole, de la vida humana. Con arreglo a este criterio, pueden ser
de carácter económico (exceptuando las de ganancia o lucro), de
conservación física, de perfeccionamiento moral, etc. Según la
naturaleza de las relaciones sociales, unas son de mera comunicación y
trato personal (clubs, círculos, casinos), otras persiguen el mutuo
auxilio para la recíproca prestación de determinados servicios, y la
generalidad son de específica cooperación, para la común defensa o la
realización de una tarea común. Considerando el estado, calidad, clase o
profesión de los individuos que las forman, compréndese su gran
variedad; sobre todas resaltan por su mayor importancia las a.
profesionales (v. in), en cuanto se refieren al fin especial de vida que
constituye la ocupación habitual y determina necesidades constantes de
trato y unión entre los que a él se consagran.
Las primeras Constituciones españolas guardaron silencio sobre
este derecho. La Constitución de 1869 le dedicó los arts. 17 y 19; la de
1876, el art. 13,3°; la de 1931, el art. 39. El art. 16 del Fuero de los
Españoles de 1945 permitía el derecho de asociación «para fines lícitos
y determinados y de acuerdo con lo establecido por las leyes»; este
precepto se desarrolló por la Ley de Asociaciones de 24 dic. 1964, que
modificó la normativa vigente hasta entonces, constituida por el Decreto
de 25 en. 1941. Tal Decreto fue promulgado para suplir deficiencias y
aclarar las dudas que suscitaba la Ley de Asociaciones de 30 jun. 1887,
en un afán de prohibir no sólo los partidos políticos, sino también toda
asociación sospechosa de oponerse al Movimiento Nacional. Estas
directrices no se modificaron durante el llamado período franquista
(193675), aunque «el transcurso del tiempo y las variaciones de la
situación internacional habían hecho su obra» (J. M á Rodríguez Devesa,
Derecho penal español, Parte especial, 10 ed. Madrid 1987, p. 722).
La Constitución de 1978 dedica íntegramente a este tema el art.
22, que tiene 5 apartados. En el primero dice: «se reconoce el derecho
de asociación», lo que evidentemente implica su reverso: el derecho a no
asociarse; porque el derecho de asociación se protege para multiplicar
los esfuerzos individuales, no para anular al ciudadano bajo el peso de
organizaciones a las que es ajena su voluntad, es decir, que le vienen
impuestas. «El derecho de asociación es hoy uno de los derechos más
característicos de nuestro tiempo; es uno de los derechos con los que
hay que intentar construir el gran puente que entre todos hemos de
tender sobre el abismo existente entre los individuos y el Estado» (O.
Alzaga, La Constitución española de 1978, Madrid 1979, p. 230). Según
los apartados dos a cinco del art. 22 de la Constitución: «Las
asociaciones que persigan fines o utilicen medios tipificados como
delito son ilegales» (art. 22,2); «las constituidas al amparo de este
artículo deberán inscribirse en un registro a los solos efectos de
publicidad» (art. 22,3); «sólo podrán ser disueltas o suspendidas en sus
actividades en virtud de resolución judicial motivada» (art. 22,4); «se
prohíben las asociaciones secretas y las de carácter paramilitar» (art.
22,5) (véanse u y iv). Derecho comparado. Es frecuente que las
Constituciones reconozcan este derecho exclusivamente a los nacionales
del país (así ocurre con la de Bélgica: «los belgas tendrán derecho a
asociarse») o a los llamados ciudadanos; por otro lado, el tratamiento
constitucional suele ser más breve que el español. Este es el caso de la
citada Constitución belga en su artículo 20; Países Bajos, art. 9;
Luxemburgo, art. 26; Suecia, arts. 1.5 y 2 del Capítulo II. Más amplio
en su tratamiento constitucional es el dado por la Ley Fundamental de
Bonn y las Constituciones italiana, danesa y portuguesa, por ejemplo.
6. Especial consideración del asociacionismo juvenil. Como quiera
que la normativa vigente relativa á las instituciones que completan la
capacidad de obrar de los menores no asegura la efectiva protección que
el Estado debe a la infancia y a la juventud, se hace preciso que toda
esa gama de instituciones que tradicionalmente se han venido regulando
en el ámbito del Derecho privado, se completen ya por el público, para
conseguir una mayor eficacia de los preceptos que hasta la fecha sólo
tuvieron el valor de una enunciación teórica.
Se impone, a la altura de nuestro tiempo, una mayor y más efectiva
vigilancia por parte de los poderes públicos, con objeto de que una
nueva institución de carácter protector o tuitivo sea erigida con el fin
de promover, excitar, proteger y auxiliar, en una verdadera acción de
fomento respecto a la colectividad menor de edad, para que la tendencia
natural que todo hombre tiene a asociarse con sus semejantes pueda
realizarse en un recto sentido de la libertad, al amparo y con el
reconocimiento del Derecho.
Poderosos e íntimos motivos consustanciales a la naturaleza del
niño le llevan a aceptar la pertenencia a un grupo social y terminan
reconociendo, por lo menos implícitamente, la necesidad de la relación
con los demás. Tales motivaciones encuentran su primera manifestación en
el anhelo de establecer relaciones normales con sus progenitores.
Cuando el muchacho se mueve en un mundo social más amplio que el
de la íntima esfera familiar, estos deseos parecen intensificarse y
encuentran un gran campo de acción. La infancia (v.) y la juventud (v.
ADOLESCENCIA Y JUVENTUD) necesitan un anclaje emocional en sus
relaciones con los adultos, al margen de su ambiente familiar. El
profesor sirve, hasta cierto punto y en realidad, de sustituto de los
padres, porque representa una autoridad legal para sus alumnos. El
siguiente paso, dentro de las fases que su desarrollo social demanda, es
el de aspirar a un estado legal. Y esto constituye un factor muy
importante en las relaciones sociales de los muchachos con sus
compañeros. Los especiales tipos de comportamiento, que nos resultan
extraños desde nuestra perspectiva por no ser los corrientes, mediante
los cuales se intenta ganar el aprecio de los compañeros, en los
adolescentes constituye una parte de su desarrollo normal, ya que buscan
afanosamente y aceptan toda clase de símbolos y formas que signifiquen
parentesco con su grupo. Es típico a este respecto el hecho de compartir
toda clase de secretos en sus pandillas juveniles, enteramente entre
ellos, y que sea indiferente que esta ligazón íntima lo sea por tiempo
indefinido o por las breves horas de un solo día.
El desarrollo de la personalidad (v.) social del hombre que se
inicia en el hogar familiar, se amplía en el ámbito escolar para
desbordarse después, en forma generalmente incontrolada, al margen de
los ambientes familiar y escolar. La conducta de los hombres en el seno
de toda comunidad está siempre regulada por el Derecho, que si en la
mayoría de los casos se intuye como algo que yace en el subconsciente
social, no por eso deja de constituir una especie de albor que se forma
con la variada gama de reglas que la vida social, suavemente y casi sin
que nos percatemos, va dictando.
Del mismo modo, se han venido produciendo en la sociedad juvenil
una serie de reglas de conducta, que hoy se nos aparecen como la
expresión genuina de las nuevas generaciones. Y este asociacionismo que
espontáneamente se produce, aunque haya sido menospreciado, ignorado o
desconocido por la familia, por la escuela, por la sociedad y aun por el
mismo Estado, requiere por la minoría de edad de sus miembros y para
tener verdadera trascendencia jurídica, un organismo supletorio de
carácter tutelar que supla dentro de su seno y frente a terceros la
incapacidad de obrar de sus componentes, y que mediante él, ese vigoroso
individualismo (v.) que caracteriza a los jóvenes de hoy, que es a la
vez un defecto y una virtud (una virtud como afirmación del derecho
inalienable de libertad y personalidad humana; un defecto como suprema
exaltación del individuo por encima de los demás, y que es la causa del
actual enfrentamiento generacional que con carácter universal es
problema de todos los pueblos), sea capaz sobre la base de reconocer la
existencia de la conciencia individual de la libertad, de forjar, porque
desgraciadamente no existe, la conciencia social de la misma.
Nos encontramos, pues, ante una nueva institución jurídica que aún
no es evidente; cuando esto suceda y sea percibido con claridad por la
conciencia social y se plasme en norma, tendremos el Derecho positivo
que presentimos. Porque esta nueva institución que intuimos es una
verdadera tutela social que tiene su razón de ser en las especiales
condiciones y circunstancias que reúne la política de dirección y
organización del mundo juvenil, que requiere, como es natural, la
existencia de hombres con unas acusadas, fuertes y también especiales
características humanas y, obvio es decirlo, pedagógicas.
La tutela social surge como consecuencia de los problemas que
plantea la educación de las generaciones jóvenes, y tal como es
concebida, es una institución de Derecho natural, por lo que su
«positivización» en el campo del Derecho público no hará más que
sancionar los mandatos de la naturaleza sociable que son inherentes al
hombre.
Esta institución que propugnamos se ha de configurar
inexorablemente sobre los principios, del Derecho natural, porque sobre
tal base evitamos caer en el panteísmo estatal, con los peligros que
ello entrañaría por ser propicio el Estado, bajo cualquier régimen
político, a la promulgación de normas positivas que habitualmente
obtienen como resultado la formación de un Derecho meramente «legal» y
«circunstancial», cuando, por el contrario, siguiendo el procedimiento
metodológico que dejamos indicado, se alumbra un Derecho surgido de lo
más profundo de la conciencia social sobre la base de un orden social
justo. Así la institución creada no sería la norma arbitraria que impone
el Estado, sino la organización jurídica que aflora de la propia
sociabilidad humana conforme a los principios de la moral social.
«Si para cumplir nuestro destino decía Mendizábal y Martín es
necesaria la asociación, si es cierto que los elementos útiles no son
sumandos sino factores, la justicia del derecho a asociarse es
indiscutible». Hemos de resaltar que, siendo la adolescencia la edad en
que más progresa el hombre, en cuanto a la aptitud de sus relaciones
sociales se refiere, y, pese a la vivacidad de sus actos, la falta de
reflexión madura y de experiencia que la caracteriza deben influir en la
esfera del Derecho, y siendo de justicia reconocer a los jóvenes la
capacidad de tener derecho a asociarse, como sucede de hecho sin ningún
reconocimiento explícito, también es de justicia, que para hacer posible
su ejercicio y que puedan contraer las obligaciones que se derivan de la
referida a., se les dote del instrumento preciso que, al mismo tiempo,
guíe y fomente el desarrollo social del menor en las esferas
extrafamiliar y extraescolar con la flexibilidad adecuada para que varíe
en proporción al discernimiento, libertad y posibilidades del sujeto.
Durante la minoría de edad, el ejercicio de los derechos
corresponde a quien debe suplir la incapacidad de obrar del menor; pero
como la esfera de acción del niño se va ensanchando en proporción a su
progresivo desarrollo, así como en el Derecho privado se toma en
consideración su voluntad aun en aquellos casos en que ha de intervenir
un protector, aceptándose la opinión y deseo del titular en la medida
que la oportunidad y la justicia lo aconsejan, del mismo modo puede ser
autorizado a ejercer por sí, el menor, aquellos actos que sea capaz de
comprender y de llevar a feliz término, acrecentándose así las
facultades limitadísimas que tenía durante la infancia, en armonía con
el desarrollo físico y mental que va adquiriendo.
La problemática de las jóvenes generaciones debe centrarse en su
conjunción e interacción con una sociedad en crisis, resultante de los
cambios acelerados que se han producido, para los cuales no ha sido
preparada. Frente a los valores permanentes que estructuraron su marco
referencial en la infancia, se encuentra ante la necesidad de
reconstruir sus propios valores al irse desligando del ambiente
familiar, descubriendo que son falsos o caducos los valores que se le
inculcaron en la niñez. Ante una sociedad en la que todos los individuos
ocupan un status, el adolescente carece del suyo, y oscila entre ser
niño o ser adulto, en una libertad limitada que le exige afrontar
responsabilidades superiores a las que por su edad y falta de madurez
puede asumir.
La tutela social, como expresión institucionalizada del
«dirigentismo» juvenil, tan en boga, se ofrece así al adolescente como
institución de ayuda. Mediante ella, el adolescente podrá conseguir su
ajuste personal a la realidad social que le circunda y así se evitará
esa creciente ola de inadaptación y de criminalidad juvenil (v.
DELINCUENCIA JUVENIL) que es causa de honda y universal preocupación.
7. La doctrina social cristiana. Al ser el hombre el principal
elemento del orden o desorden en la sociedad, como conjunto inseparable
de cuerpo y alma, a él debe referirse, como eje central del sistema,
todo ese haz más o menos orgánico que se integra con elementos
económicos, agrarios, industriales, monetarios, profesionales, en cuanto
tiendan al bienestar y mejora de los hombres.
Existe una tendencia natural en el hombre que le hace asociarse
para obtener bienes que exceden de sus solas posibilidades. Surgen,
consecuentemente, a. con fines económicos, sociales, culturales,
deportivos, etc. Pero además, el hombre está llamado a desarrollar y
perfeccionar sus facultades naturales con el propósito de que le sea
hacedero lograr el fin personal y trascendente a que está destinado.
Para que pueda alcanzar este fin no es, en modo alguno, indiferente la
forma en que se configuren la sociedad y sus instituciones. Por ello, es
de la mayor importancia conocer las directrices que nos deben guiar para
una ordenación adecuada a la sociedad, y de ahí que ya lo señalara Pío
XII, en el cincuentenario de la Rerum novarum, el 1 jun. 1941, al
afirmar que compete a la Iglesia, «allí donde el orden social se
aproxima y llega a tocar el campo moral, juzgar si las bases de un orden
social existente están de acuerdo con el orden inmutable que Dios
Creador y Redentor ha promulgado por medio del Derecho natural y de la
revelación; doble manifestación a que se refiere León XIII en su
Encíclica. Y con razón, porque los dictámenes del Derecho natural y las
verdades de la revelación nacen, por diversa vía, como dos arroyos de
agua no contrarios, sino concordes, de la misma fuente divina y porque
la Iglesia, guardiana del orden sobrenatural cristiano, al que convergen
naturaleza y gracia, tiene que formar las conciencias, aun de aquellos
que están llamados a buscar soluciones para los problemas y deberes
impuestos por la vida social».
Juan XXIII indica en la enc. Mater et Magistra que «la inclinación
que, naturalmente, arrastra a los hombres a constituir sociedad cuando
tratan de conseguir bienes que están en el interés de todos, pero que
exceden las posibilidades de cada uno por separado» es una tendencia
apenas contenible. «Bajo el impulso de esta tendencia, sobre todo en los
novísimos tiempos, han surgido por doquier agrupaciones, asociaciones.e
instituciones con fines económicos y sociales, culturales y recreativos,
deportivos, profesionales, políticos, tanto dentro de los límites de
'una determinada nación como de alcance universal».
Es clara la reiterada insistencia de los Pontífices sobre el
derecho de a. desde que León XIII en la enc. Rerum novarum
indubitadamente fijó que «aunque las sociedades privadas se den dentro
de la sociedad civil y sean como otras tantas suyas, hablando en
términos generales y de por sí, no está en poder del Estado impedir su
existencia, ya que el constituir sociedades privadas es derecho
concedido al hombre por la ley natural, y la sociedad civil ha sido
instituida para garantizar el derecho natural y no para conculcarlo; y,
si prohibiera a los ciudadanos la constitución de las sociedades,
obraría en abierta pugna consigo misma, puesto que tanto ella como las
sociedades privadas nacen del mismo principio: que los hombres son
sociables por naturaleza. Pero concurren a veces circunstancias en que
es justo que las leyes se opongan a asociaciones de este tipo; por
ejemplo, si se pretendiera como finalidad algo que esté en clara
oposición con la honradez, con la justicia, o abiertamente daña a la
salud pública. En tales casos el poder del Estado prohíbe, con justa
razón, que se formen, y con igual derecho las disuelve», en cuyo
supuesto, añade, «habrá de proceder con toda cautela, no sea que viole
los derechos de los ciudadanos o establezca, bajo la apariencia de
utilidad pública, algo que la razón no apruebe, ya que las leyes han de
ser obedecidas sólo en cuanto estén conformes con la recta razón y con
la ley eterna de Dios».
En el orden de la actividad y organización profesional, la
doctrina de la Iglesia se presenta bajo un doble aspecto: uno,
declarativo de actitudes rectas ó equivocadas; otro, promotor de una
organización profesional, que concibe y estima como la más recta y
apropiada para la sociedad humana.
El sindicalismo (v.) entra a través de León XIII en la doctrina de
la Iglesia, aunque no como práctica sino como doctrina. Pío XI y Pío XII
ratifican esta postura. Y así, desde el 15 mayo 1891, fecha de la Rerum
novarum, se proclamó la libertad del derecho de a. Mas como el régimen
sindical es de lucha, aunque ésta se mantenga latente, y no de paz, la
Iglesia, defensora a ultranza de la paz, busca un régimen de superación,
admitiendo las actuales formas como una vía que nos conduzca a otro
mejor que nos lleve a la liberación total.
El conc. Vaticano II ratifica la doctrina precedente en la
Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, al establecer
que «entre los derechos fundamentales de la persona humana debe contarse
el derecho a fundar libremente asociaciones obreras que representen
auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la recta ordenación
de la vida económica, así como también el derecho a participar
libremente en las actividades de las asociaciones, sin riesgo de
represalias», añadiendo: «la conciencia más viva de la dignidad humana
ha hecho que en diversas regiones del mundo surja el propósito de
establecer un orden políticojurídico que proteja mejor en la vida
pública los derechos de la persona, como son el derecho de libre
reunión, de libre asociación, de expresar la propia opinión y de
profesar privada y públicamente la religión. Porque la garantía de los
derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos,
como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar
activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública».
Paulo VI, en su enc. Populorum progressio, destaca que es
admisible un pluralismo de las organizaciones profesionales y
sindicales, siempre que se proteja la libertad y se provoque la
emulación.
V. t.: DERECHOS DEL HOMBRE.
L. MENDIZÁBAL OSÉS.
BIBL.: Doctrina pontificia, III, Documentos Sociales, ed. preparada por F. RODRÍGUEZ, Madrid 1959; Concilio Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones (Documentos pontificios complementarios), pról. C. MORCiLLO GONZÁLEZ, 2 ed. Madrid 1966; J. TODOLf, Moral, economía y humanismo. Los derechos económicosociales en las declaraciones de los derechos del hombre y textos de las mismas, Madrid s. a.; L. RECASENS SICHES, Tratado general de Filosofía del Derecho, 2 ed. México 1961; ID, Tratado general de Sociología, 7 ed. México 1965; F. POY, Lecciones de Derecho natural, Santiago de Compostela 1967; 1. DELOs, La societé internationale et les príncipes du droit public, París 1929; L. MENDIZÁBAL OsÉs, La aparición de una nueva institución tutelar: La tutela social, «Bol. del Inst. Interamericano del Niño» 162, Montevideo 1967, 360372; D. ALONSO GARCÍA, Asociacionismo familiar en lo educativo, Madrid 1974.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991