ASCETISMO. ASCÉTICA CRISTIANA.
1. Etimología y significado
general: askeo, asketes, asketicos, son vocablos de orígenes oscuros,
pero que en el griego clásico significan sencillamente: ejercer,
ejercitación, ejercitador. El sentido dominante en la literatura griega
en general es el del esfuerzo reflexivo y metódico para hacer o
conseguir algo; se aplica a diversas actividades humanas. Lo más obvio e
inmediato, al ejercicio de las fuerzas físicas corporales: atletismo,
trabajos manuales, ejercicios castrenses. Luego también, por derivación,
a las actividades filosóficas y morales, sobre todo en aquellas escuelas
del atardecer de la cultura griega, particularmente sensibles al
moralismo, como la Estoa (v. ESTOICOS). Extenderlo al dominio religioso
o dar, mejor, a esa ejercitación disciplinar humana un sentido religioso
fue el intento de Filón (v.), epigono de las mejores corrientes griegas
que quiere ensamblar con la teología judía.
El nombre no aparece más que una sola vez en el N. T. Pablo ante
el procurador romano Félix: «Por eso yo también me esfuerzo (asko) por
tener constantemente una conciencia limpia ante Dios y ante los hombres»
(Act 24, 16). Pero la alusión a los ejercicios atléticos (ascéticos) se
encuentra en 1 Cor 9, 2427. Y el término afín de gimnasia en 1 Tim 4,
78: «Ejercítate (gimnakse) en la piedad. Los ejercicios corporales
(gimnasia) sirven para poco».
Askein, ejercitarse, y sus derivados se emplea abundantemente por
la literatura patrística griega con los significados concretos a que
aludiremos después. En la literatura latina apenas se usa, hasta que en
los s. xvu y siguientes se introduce y es de frecuente utilización.
¿Qué significación y contenido damos a la palabra ascética y sus
derivadas o semejantes en la literatura actual? En los diccionarios
filosóficos y teológicos se le reserva un sentido estrictamente moral,
de ejercicio y hasta esfuerzo humano por conseguir un ideal moral, y
muchas veces religioso, de vida. Generalmente se acompaña de la nota de
metodización, y también de abnegación, de renuncia más o menos difícil y
hasta dolorosa. Para muchos se reduce a la práctica de algunos
ejercicios concretos de mortificación (v.) corporal, clásicos en la
historia de la espiritualidad en general.
En este artículo, al hablar de a., la trataremos en un doble
sentido: A) la cooperación humana en la tarea de la perfección (v.) a
que el hombre está llamado por Dios en su Cristo; B) el aspecto de
esfuerzo, de lucha que en parte reviste de hecho esa cooperación, con
los problemas que esto plantea en la vida cristiana. Porque tratamos
nada más que de ascética cristiana. Remitimos al artículo anterior para
el estudio de cómo se ha planteado y vivido el a. en las religiones no
cristianas. En algunas su expresión ha sido y es agudísima: piénsese en
el hinduismo (v.), en el budismo (v.) en el neoplatonismo (V.
NEOPLATÓNICOS) del s. III donde el rigor ascético interior se apuró al
máximo en un esfuerzo impresionante de búsqueda de Dios. Piénsese
también en la influencia que algunas ascéticas de las escuelas
filosóficoreligiosas, o al menos moralizantes, del mundo grecolatino
ejercieron en la vida y literatura cristianas de los siglos primeros: el
citado neoplatonismo, el neopitagorismo, el estoicismo (V. PITAGÓRICOS;
ESTOICOS; etc.).
Como reflexión general de base recordemos que el hombre consciente
de su condición de tal percibe necesariamente su propia finitud y siente
la inevitable insatisfacción ante la misma. En ese radical y primer
sentimiento vital, grundgefühl, percibe su propio misterio, que
psicológicamente implica una cierta angustia vital. Esa angustia es en
su debida proporción fuente de energía, que le empuja a caminar, a la
búsqueda, que le lleva a descubrir la trascendencia que explique su
misma existencia y que la satisfaga «perfeccionándola». «El hombre
supera infinitamente al hombre» (Pascal). Vivir esa dimensión de
trascendencia, tomar conciencia de ella, es abrirse a la estructura
radical de la existencia humana. Algo que no aliena al hombre de sí
mismo, puesto que es algo que encuentra recibido, es cierto, pero como
todo su ser y su existir, a los que funda, y que, por tanto, los
constituye y da sentido. El hombre existencialmente lo descubre por
intuición racional y cordial, como actitud connatural y sencilla. Esa
actitud «religiosa» se proyecta luego en sentimientos, en imágenes
(símbolos y ritos), en conceptos... El hombre busca a Dios por la
religión. La religión es así el gran fenómeno humanísimo que está en la
médula de la cultura, de todas las culturas. El hombre busca y encuentra
a Dios, al Dios personal, al Otro, que era El que en definitiva le
llamaba y le esperaba desde el fondo de su mismo ser insondable. Ese
esfuerzo generoso de búsqueda de Dios, que ha cuajado institucionalmente
en «religiones» históricas y que está presente en todo hombre reflexivo
y serio en la forma que ello sea es la gran ascesis fundamental de la
humanidad y de cada hombre. Sus manifestaciones y sus fórmulas prácticas
han sido multiformes, a veces exageradas, pero en general dignas de
respeto y de admiración.
Pero Dios no sólo ha llamado y llama a los hombres desde el
secreto de sus corazones, sino que les ha regalado una Revelación (v.)
pública positiva, y les ofrece otra llamada misteriosa en la fe (v.)
para que puedan reconocer aquélla, y encontrarle en una entrega de amor
que supera todos sus deseos. En esa Revelación Él mismo les enseña cómo
y por qué medios el hombre tiene que responder a las exigencias
misericordiosas de Dios sobre él.
2. La ascética en la Sagrada Escritura. A. En el Antiguo
Testamento. El pueblo de Israel ha respondido a la gran llamada que
Yahwéh le hizo. El gran hecho de la Alianza (v.) del Sinaí domina su
historia. Fue un pacto solemne entre Dios y su pueblo. Éste se
compromete, y su compromiso se concreta en la observancia de la Ley con
todos los complementos explicativos y adicionales que la fueron
acompañando (v. LEY VII, 3). Pero en parte por designios de Dios y en
parte por culpa del pueblo, para llegar a la posesión de la tierra
prometida hizo falta una larga y dura peregrinación, ascética terrible
del éxodo (v.). Ello supuso renunciar a Egipto y caminar por el
desierto. Luego la guerra, con su ascesis castrense. Después la historia
se despliega entre goces y triunfos, y entre sufrimientos y castigos.
Ascesis penitencial tantas veces. Ascesis de purificación recordada
incesantemente por los profetas; de una purificación del corazón, no
solamente legal y formalística. Ascesis que se expresará en prácticas
penitenciales, en ayunos, y ceniza y cilicios. Los libros sapienciales
insistirán en el cultivo de las virtudes morales y en la lucha contra
los vicios y defectos.
Pero toda esta cooperación del hombre a los planes de Dios y esa
ascesis esforzada que de hecho llevaba consigo, está preludiada con
pinceladas fuertes en el gran fresco del Génesis (v.): la respuesta
amorosa del hombre a la llamada a la existencia que recibe, su trabajo
gozoso en el cosmos, la rebelión, el castigo, la «tierra de la
desemejanza» de que hablaban los Padres, el diluvio... Luego surge en el
horizonte de la préhistoria de Israel la gran figura de Abraham (v.).
Las exigencias de Yahwéh sobre él fueron extremas. Dejar su tierra «sin
saber a dónde iba» (Heb 11, 8). El sacrificio de Isaac, el hijo de las
promesas (Gen 22)... Su fe fue probada al máximo. Detrás de Abraham se
multiplican las figuras que son ejemplo de abnegación y de generosidad
para con el Dios vivo, santo y celoso.
Los últimos tiempos veterotestamentarios nos ofrecen, aparte de
los grupos de `cinawim (v. POBRES DE YAHWÉH) que surgen al conjuro de
los profetas, la gesta macabea (v.) con sus heroísmos y sus sacrificios,
y los grupos de ascetismo espiritual de los terapeutas, y sobre todo los
esenios (v.), sectas al margen del Israel oficial, pero deseosas de un
ideal teórico y práctico de vida que preparará en parte la aparición de
los tiempos mesiánicos nuevos. Los documentos de Qumrám (v.) son
elocuentes. La misma secta semioficial de los fariseos (v.) vivía un
ascetismo riguroso siquiera fuese parcial y formalístico en muchos de
ellos.
En la cumbre de las dos vertientes de ambos Testamentos se recorta
la figura grandiosa, ascéticamente hirsuta, de Juan el Bautista (v.). Su
vida impresionante será una de las referencias más incesantes del a.
cristiano de todos los tiempos.
B. La ascética en el Nuevo Testamento. La ascética, cooperación
activa y esforzada a la obra salvadora y vivificante del Señor, se
resume en el logion de Cristo que recogen los Sinópticos: «Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc
8, 34; Mt 16, 24; Lc 9, 23). «Quien no toma su cruz y sigue en pos de
mí, no es digno de mí» (Mt 10, 38). Seguir a Cristo (akoloutein) no es
sinónimo de imitarle (mimeistai). Pero prácticamente la tradición los ha
hecho tales: «Quid est enim sequi nisi imitari?» (S. Agustín, De sancta
virginitate, 27: PL 40, 41). Pero ese seguimiento (óntico y vital,
ético, íntimo y externo) comporta inevitablemente morir a sí mismo,
mortificarse, abnegarse, comulgar con su cruz. Es el programa que
explicita el sermón del monte, sobre todo las «bienaventuranzas» (v.). Y
esto con sinceridad religiosa y moral, con pureza interior (Mc 7, 1423;
Mt 15, 1020). Abnegación que el Señor ha pedido según maneras más
apuradas a algunos de los que se ofrecieron a seguirle, y que
encontraron eco a lo largo de todos los siglos en no pocos de sus
cristianos. Pobreza efectiva (Mc 10, 1731; Mt 19, 1630; Lc 18, 1830).
Castidad celibataria (Mt 19, 1112). En S. Juan ese seguir a Jesucristo
con su abnegación correspondiente suena lo mismo, pero con ese tono
místico que los escritos de S. Juan ofrecen: fe y amor a Cristo y a los
hermanos al estilo oblativo y total como Él lo ha hecho con nosotros. El
anuncio de las persecuciones que esperan a sus seguidores, hecho en el
discurso de después de la cena, encuentra en los cuadros imaginativos
del Apocalipsis su cumplimiento más vivo. Habría que citar aquí casi por
completo las cartas de S. Pedro, sobre todo la primera, y la carta de
Santiago, todas cargadas de exigencias moralizantes en las cuales ha de
traducirse la verdadera fidelidad a la vocación cristiana, al
seguimiento de Cristo en el amor.
S. Pablo ha elaborado la teología de nuestra conversión (metanoia)
de la esclavitud del pecado a la vida (Rom 6, 4 ss.), del hombre viejo
al hombre nuevo (Eph 4, 2224; Rom 2, 4; Phil 2, 13; 2 Cor 5, 17 ss.),
del dominio de la carne al del espíritu (Rom 8, 9; 1516; Gal 4, 17), de
las tinieblas a la luz, (Eph 5, 8; 1 Thes 5, 58), viendo en ella una
participación misteriosa a la Pascua de Dios en la muerte y resurrección
de su Cristo (v. CONVERSIÓN). Ello tiene lugar por la fe y el Bautismo (Rom
6; Col 2, 1112), rito de purificación (Tit 3, 5; Eph 5, 26), de
regeneración (Tit 3, 57), de incorporación a ese Cristo (Rom 5; Gal 3,
2627). Pero esta nueva vida en Cristo pide renuncias radicales en el
vivir humano (Phil 3, 711; Rom 12, 2; Eph 4, 2124; Col 3, 510; Tit 2,
1114; etc.). Pide no vivir para sí (Rom 14, 7). Lo cual se traducirá en
una entrega generosa a los demás por amor y según el ejemplo de
Jesucristo (Rom 15, 13; Eph 5, 25; Phil 2, 611; 1 Cor 10, 33; 13; Col 3,
1315; y tantas exhortaciones parenéticas al final de varias de las
cartas; cfr. también Heb 12).
Pero la vida nueva que el Bautismo proporciona no es una
conversión todavía perfecta. La liberación de las fuerzas del mal no
queda consumada. El demonio sigue acechando al cristiano (Eph 6, 1112).
Y queda la carne, sarx, rebelde al espíritu (Rom 8, 813; Gal 5, 1325).
Dramáticamente lo experimenta el Apóstol en sí mismo (Rom 7, 1425). El
pecado ha entrado en el mundo (Rom 5.12), y sus consecuencias se atardan
en nosotros a pesar de la fuerza y vida que el Señor nos regala. Se
impone, pues, adherirnos a esa fuerza de la caridad divina, y apoyados
en ella luchar hasta conseguir la victoria completa, que no será tal
hasta la manifestación escatológica y última del Señor (v. PARUSÍA). La
vida es, por consiguiente, agonía más o menos hasta morir. S. Pablo ha
recurrido a las metáforas lúdicas y guerreras para expresarlo vivamente.
Los textos son conocidos. Es una carrera hacia la meta (Phil 3, 716),
que Pablo conocía sin duda directamente por los espectáculos atléticos
de su tiempo en el mundo griego. El texto de 1 Cor 9, 2427, es de una
expresividad riquísima en matices: «¿No sabéis que en las carreras del
estadio todos corren, mas uno sólo recibe el premio? ¡Corred de manera
que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; ¡y eso por una corona
corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así, pues, yo
corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes
en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que,
habiendo predicado a los demás, resulte yo mismo descalificado». La vida
cristiana es milicia y hay que estar armado para la lucha con la
panoplia de Dios a fin de resistir contra el diablo y la carne (Eph 6,
1020). Si por el Bautismo nos hemos despojado del hombre viejo con todas
sus obras y hemos revestido al hombre nuevo (Eph 4, 2224; Col 3, 910),
quiere decir que el empeño de nuestra vida cristiana ha de ser vivir
conforme a esa vida nueva recibida (v. HOMBRE II, 3). «Cuantos en Cristo
habéis sido bautizados os habéis vestido de Cristo» (Gal 3, 27).
Por consiguiente, «buscad las cosas de arriba... pensad en las
cosas de arriba» (Col 3, 12). «Mortificad (necrosate) vuestros miembros
terrenos». Y que ninguna de las miserias de la vetustez pecaminosa se dé
en vosotros (Col 3, 5 ss.). «Que no reine, pues, el pecado en vuestro
cuerpo mortal, obedeciendo a sus concupiscencias; ni deis vuestros
miembros como armas de iniquidad al pecado, sino ofreceos más bien a
Dios, como quienes muertos han vuelto a la vida, y dad vuestros miembros
a Dios, como instrumentos de justicia» (Rom 6, 1213). No hay que
conformarse con la maldad del mundo (Rom 12, 2).
La vida cristiana, pues, que lo es tal por esa iniciación mística
y litúrgica por el Bautismo a la muerte y resurrección vivificante de
Cristo, ha de ser un continuo morir, ir muriendo a lo que queda de
malicia en nosotros por un abrazarse cada vez más a la cruz del Señor.
«Pero llevamos este tesoro en vasos de barro... Llevamos siempre en
nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús (pantote ten
necrosin tu Jesu en to somati periferontes) a fin de que también la vida
de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, nos
vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de
que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2
Cor 4, 711). Conformarse a su morir, participar en sus padecimientos
para llegar a la resurrección con Él (Phil 3, 1011). Por eso «los que
son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y
concupiscencias» (Gal 5, 24). Por eso padecen a su vez a fin de
completar lo que falta a la pasión de Cristo en favor de su Iglesia (Col
1, 24). Por eso la gloria del cristiano está en la cruz de Jesucristo
«por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo», para
aquel que como Pablo lleva en su cuerpo los estigmas del Señor Jesús (Gal,
6, 14.17). «Con Cristo estoy crucificado» (Gal 2, 19).
La unión a Jesucristo nos exige vivir, morir, resucitar con y como
Jesucristo. La ascética paulina no es más que un explicitar hasta sus
últimas consecuencias todo el denso contenido de su repetido «en Cristo
Jesús».
3. La ascesis en la historia de la Iglesia. La tradición viva de
la comunidad cristiana ha recogido el mensaje del Señor y sus apóstoles
y lo ha encarnado en su historia. Hacer aquí esa historia no nos
pertenece. únicamente indicaremos algunos datos que dicen más de ese
aspecto ascético de la espiritualidad colectiva e individual de la
Iglesia.
La vida de la Iglesia comienza con la metanoia, la conversión (v.)
de corazón y de obras de los oyentes de Pedro en el día de Pentecostés:
«Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás
apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro les contestó: Convertíos
y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo,
para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu
Santo» (Act 2, 3738). La llamada a conversión y penitencia ante el
advenimiento del Reino de Dios, hecha por Juan, y luego por el mismo
Jesús, resonará para siempre en el mundo por medio de la Iglesia.
Aquella comunidad primitiva de Jerusalén vivirá en la asiduidad a
las enseñanzas de los Apóstoles, en la caridad mutua, en la fracción del
pan o Eucaristía, en la oración común (id. 42 ss.). Luego aparecen en
seguida la práctica de la limosna, de los ayunos (Act 13, 23; 14, 22;
cfr. 2 Cor 6, 5; 11, 27) y las persecuciones anunciadas por el Señor. Al
extenderse el cristianismo por el área mediterránea el ideal cristiano
se encarna en maneras sencillas de la vida ordinaria. Los cristianos se
segregan de las «vanidades» del mundo, pero no del ejercicio de las profesiones temporales, de la vida de familia y del matrimonio,
cultivan las filosofías al uso, etc. Se distinguen por su laboriosidad,
alegría, espíritu de servicio y amor a los demás, todo ello unido a un
gran espíritu apostólico (v. CRISTIANOS, PRIMEROS). Algunas comunidades
son más fervorosas que otras, si bien deficiencias, y también lucha, las
hubo siempre por doquier.
A. Primeras manifestaciones e instituciones ascéticas. Pronto
aparecen ciertas manifestaciones reveladoras de la intrahistoria del
pueblo cristiano, y que son al mismo tiempo altamente eficaces como
signos y reclamo de la santidad de vida que la fe en Cristo exigía a
todos sus discípulos.
La primera es el martirio, a causa de las persecuciones que con
relativa frecuencia se presentaron en seguida. El martirio de sangre,
por fe y caridad a Jesucristo, fue tenido con razón como la expresión
suprema de la perfección cristiana. Era llevar el seguimiento al Señor
hasta sus últimas consecuencias (cfr. lo 15, 13). Los textos patrísticos
primitivos sobre ello son innumerables. Baste recordar: S. Ignacio de
Antioquía, Ep. a los romanos (ed. Ruiz Bueno, Madrid 1965, p. 447 ss.);
El martirio de S. Policarpo 19 (ib., p. 686); El Pastor de Hermas, vis.
3 (ib., p. 949); Clemente de Alejandría, Stromata, 4, 4 (PG 8, 1928);
Tertuliano, Ad martyres (PL 1, 619628); Orígenes, Exhortación al
martirio (PG 11, 563637); S. Cipriano, Cartas, y Ad Fortunatum (PL 4,
651676), también su De laude martyrii (id. 787804); y las actas
auténticas, que se conservan (ed. Ruiz Bueno, Madrid 1951). El elogio de
los Padres de siglos posteriores es unánime también (v. MARTIRIO;
MÁRTIRES; MARTIROLOGIO).
Pero el martirio de sangre no siempre puede darse de hecho,
siempre sí como disposición del corazón. Poco a poco se abre camino la
idea de que la vida cristiana vivida con generosidad y abnegación, en la
caridad, es como una confessio de la fe (se llamaron confesores desde el
s. Iii aquellos que sin llegar a morir habían padecido cárceles y
sufrimientos por la fe). «Hay dos clases de martirio: uno del alma; otro
del cuerpo; uno manifiesto; otro oculto. El manifiesto tiene lugar
cuando se mata el cuerpo por amor de Dios; el oculto, cuando por amor de
Dios, se arrancan los vicios». Este texto de Rufino (In Psalmo 43: PL
21, 819) es significativo (cfr. S. Gregorio Magno, In Ex. hom. 5, 12: PL
76, 992).
Desde la hora primera cristiana fueron apareciendo algunos que se
sintieron tocados por la invitación del Señor a seguirle por los caminos
de la vida celibataria y virginal, por los de una renuncia más estrecha
a las riquezas y comodidades de la vida. Surgen los ascetas y las
vírgenes, que, al irse haciendo más raro el martirio de sangre, se
sienten como sucesores de los mártires con un derecho especial. Las
excelencias de la virginidad son celebradas exhaustivamente por los
Padres. No es posible acumular aquí textos. Citamos dos que revelan ese
concepto de sustituidad que indicábamos: «No sólo el derramamiento de
sangre constituye verdadera confesión martirial, sino que también la
fidelidad inmaculada de un corazón consagrado a Dios es un martirio
cotidiano» (S. Jerónimo, Epist. 108: PL 22, 905). «En la Iglesia, el
primer sacrificio, después del de los apóstoles, es el de los mártires,
el segundo el de las vírgenes» (Orígenes, Comm. in Rom. 9, 1: PG 14,
1205). Poco a poco el celibato fue aceptándose por un número cada vez
mayor de clérigos, hasta llegar a hacerse ley para todo el clero latino
y en parte para el oriental (conc. de Elvira de 306? canon 33: Kirch,
339; conc. Trullano de 692, can. 13 y 48: Kirch, 1093, 1102) (v.
CRISTIANOS, PRII11EROS; VÍRGENES PRIMITIVAS).
Esta vida de a. especial se concreta en el monacato. Los aséetas y
vírgenes de los tiempos primeros viven su vida de renuncias en medio de
los demás cristianos. Pero llega un momento (s. III, y masivamente
después) en que se inicia la huida del mundo. Quizá por las
persecuciones en algunos casos, quizá como antídoto frente a una
situación en la que al hacerse la sociedad rápidamente cristiana se
podía correr el riesgo de olvidar la tensión del martirio, quizá como
expresión de vitalidad religiosa en algunos, el caso es que el
monaquismo (v.) irrumpe en la Iglesia, acaparando la atención de todos,
y constituyéndose casi instintivamente en el exponente de la vida de
perfección y de santidad. Anacoretas, cenobitas después (v. s. PACOMIO,
s. BASILIO, S. BENITO, etc.) llenan con su a., a veces a ultranza, los
anales y la literatura de los s. Ivvi. Ellos encarnan en su época el
ideal de la perfección cristiana. Ahora que ya no hay persecuciones,
pero sí el riesgo del aburguesamiento, el estímulo lo encuentra el
cristiano no en la consideración de los mártires, sino en la de los
monjes. Su fuga mundi, su vida de contemplación y de austeridades, su
trabajo, sus luchas contra el demonio en los desiertos, les rodea de una
aureola admirativa, y les hace ser tenidos como el analogatum princeps
de la perfección cristiana. Cuando la vida cenobítica se extiende, se
dulcifican algunos aspectos de la vida monástica, y sobre todo se ponen
de relieve ciertas virtudes sociales: caridad con los que se convive,
obediencia, etc., que enriquecen la vida interior de muchos de sus
cultivadores (V. ANACORETISMO; ERMITAÑOS; MONAQUISMO).
B. Literatura ascética de los primeros siglos. Todas estas
prácticas e instituciones producen una literatura abundante que las
explica y justifica. Completemos lo dicho clasificando los escritos en
dos grupos.
a) En primer lugar los grandes estudios teológicos sobre el
misterio de la vida cristiana. Las aportaciones sueltas que encontramos
en los Padres apostólicos son más bien prácticas, responden en parte aún
a una presentación con trasfondo judío del misterio cristiano. Pero con
los alejandrinos (Clemente, Orígenes, etc.) la teoría sobre el vivir
cristiano se desarrolla, recogiendo aportaciones de elementos
platonizantes o propios del estoicismo en su tercera época (Séneca,
Epicteto, Marco Aurelio). Cierto que el contenido será cristiano, que la
caridad será el objetivo que se busca y se cultiva. Pero la presentación
externa se inspira en lo helénico, y a veces, aun siendo grandiosa,
pierde en sencillez. No podemos entrar aquí en el estudio de la
antropología que presenta la Stoa, en esos siglos, y que se absorbe en
gran parte por el neoplatonismo y por el cristianismo. Que todo ello
repercutió en la literatura cristiana es evidente. Pero también que fue
corregido y modificado; como se ve con la famosa apatheia, que bajo el
aspecto ascético de la vida es lo que más parece resonó en aquella
literatura (Gregorio de Nisa, Evagrio y la larga influencia oculta o
disimulada de este último).
Tanto los epicúreos (v.) como los estoicos (v.) se plantean el
problema práctico y moral del hombre, desgarrado en su pathos, en su
actividad e interioridad. La solución epicúrea fue la ataraxia:
conseguir una satisfacción armónica de las tendencias pasionales para
acallarlas. La Stoa, pobre como escuela en metafísica y hasta en
psicología, ofrece una moral, un arte ascético, en parte empírico, y
pone su afán en hacer feliz al hombre por la apatheia. Los diversos
tiempos y autores que pertenecen mas o menos a la escuela presentan
concepciones fluctuantes sobre ella. Para los de la primera época la
apatheia es radical: suprimir y aniquilar las tendencias, llegar a la
insensibilidad hasta ante el dolor físico y a la inmutabilidad rígida
del ánimo ante las dificultades que se encuentren. En el segundo periodo
se suaviza el panorama, pero se eriza de nuevo en el tercero, el de la
época cristiana. Los autores estoicos matizan de diversas maneras. Pero
en general persiguen la imperturbabilidad por un esfuerzo ascético que
intenta superar directa o indirectamente los afectos y repugnancias
todas, viviendo solamente bajo el signo de la razón fría y serena. El
neoplatonismo llevará, en un sentido místico, hasta el límite esas
pretensiones. En el cristianismo se recogen términos e intuiciones, pero
el contexto cambia: es del conocimiento y trato amoroso con Dios. Así
Clemente (v.) cultivará la apatheia con entusiasmo para conseguir la
gnosis. Esa gnosis que será en Evagrio (v.) contemplación pura, vida
teorética, a la que se llega por la vida práctica de la apatheia, que no
es en él más que dominio pasional, ascesis negativa y positiva que
permite la pureza del corazón, para que pueda invadir al hombre la
caridad. Los grandes epigonos evagrianos, que son en Oriente S. Máximo
el Confesor (v.) y en Occidente Casiano (v.), no harán más que
profundizar en el surco trazado por Evagrio.
El neoplatonismo intelectual del pseudo Dionisio (v.) es una
esquematización cristianizada del pagano idealismo espiritual, que tuvo
efecto retardado en la literatura medieval. Pero, subrayemos con
energía, la apatheia de los Padres es muy distinta de la estoica. Es una
apatheia para hacer sitio a la caridad. En un Gregorio de Nisa (v.), p.
ej., no viene a significar otra cosa que seguir a Jesucristo. Tiene un
sentido positivo en definitiva con sus renuncias correspondientes
exigidas por nuestra condición pecadora actual. La literatura occidental
es más psicológica y en general más suave. La antropología de un S.
Agustín, si peca, es de excesivamente humilde; su ascética es la
ascética de la confianza en la gracia divina. Si hubo exageraciones, más
que doctrinales, fueron prácticas en algunos de aquellos monjes de los
yermos orientales. Hubo estridencias ascéticas y en su vida de oración,
con gestos extremosos que recuerdan actitudes de la ascética hindú y
búdica. La desconfianza y prevención contra el cuerpo y todo lo natural
fue en algunos excesiva, tal vez por una infiltración del dualismo (v.)
griego.
b) Otro grupo de literatura (en parte se mezcla con la anterior),
lo forman los escritos prácticos de los monjes. Las historias, los
apotegmas, las centurias, las instituciones y las colaciones de Casiano
que son exponenciales, las cartas de un S. jerónimo, etc., nos asoman al
mundo de la vida monástica en todos sus detalles. Práctica de la
oración, de las virtudes, de la mortificación... dentro de esa visión de
vida retirada, especial, que ellos escogieron. Sin embargo, mucho tiene
un valor humano universal. Pero ciertos detalles y el acento puesto en
muchos otros era peculiar del monacato. Sin embargo, esa literatura es
la que se proyecta sobre toda la espiritualidad de después, marcándola
fuertemente. Esto ha sido de enorme importancia para la espiritualidad
cristiana en general. Es verdad que no faltaron tampoco oposiciones y
protestas de corte laxista y hasta edonista: contra la virginidad,
contra el celibato, contra el monacato (Helvino, Joviniano, Vigilancio,
etc.). De otra parte, a veces se creó una disyuntiva grande entre los
profesionales de la perfección: los monjes, y el pueblo cristiano en
general. Éste, prácticamente, se sintió dispensado, y su espiritualidad
fue baja en ocasiones.
Dos tendencias erróneas extremas aparecieron ya en los siglos
primeros que afectan a problemas fundamentales de la cooperación humana
a la obra de santificación de Dios en el hombre. Una fue la afirmación
de una suficiencia humana: el pelagianismo (v.). La ascesis humana
dicen, puede conseguir una perfección elevada por sus propias fuerzas.
El pecado apenas significa una debilitación. El ejemplo externo de
Cristo es ayuda bastante. La labor íntima de Dios se minusvalora. La
espiritualidad de S. Agustín reacciona frente a esta falsa doctrina.
Pero, por otro lado, se venía presentando otro error diferente: una
intervención absorbente del Espíritu en la vida espiritual. Algunas
formas de encratismo (v.), de desprecio del cuerpo, de todo lo que fuese
material, a eso conducían. Era resonancia del dualismo opositivo griego
entre materia y espíritu, infiltrada en algunos sectores cristianos: V.
GNOSTICISMO; MONTANO Y MONTANISMO; MANIQUEíSMO; PRISCILIANO Y
PRISCILIANISMO. En Oriente surgen a su vez los mesalianos (v.), con
tendencia a una especie de quietismo (v.) espiritual, que creó una
crisis muy seria en algunos ambientes monásticos, y que fue de largo
alcance en la Edad Media bizantina.
C. La ascética en las edades Media y Moderna. El monacato oriental
se fija con la organización basiliana, renovada por S. Teodoro Estudita
en el s. ix. En Occidente la regla de los benedictinos (v.), discreta y
suave, se impone por todas partes. El s. xI aporta un revivir de la vida
monástica: más contemplación, más austeridades de vida (V.
CAMALDULENSES; CARTUJOS; CISTERCIENSES; etc.). La Edad Media queda
dominada por un a. hecho de prácticas duras de mortificación corporal.
Pero en esas nuevas órdenes florece el espíritu. Luego las órdenes
mendicantes (V. FRANCISCANOS; DOMINICOS) conjugan austeridad, oración y
apostolado. Y el contenido espiritual se carga de humanismo, de
afectividad, de plasticidad: S. Francisco es la cumbre. Las terceras
órdenes (v.) despiertan ideales de' vida santa entre los laicos. Las
devociones abundan. Pero también los viejos errores pululan de nuevo:
cátaros (v.), hermanos del libre espíritu, pobres rebeldes... La pobreza
fue el tema de discusión y de exageraciones. Algunos grupos, como los
«flagelantes», llevaron algunas prácticas penitenciales al paroxismo
colectivo. El final de la Edad Media deja como herencia una nueva
metodización en la práctica de la oración. Ya venía de antes. Pero ahora
llega a su cenit con el movimiento de la devotio moderna (v.): La
Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis (v.), es el exponente. El
«renacimiento» comportó su humanismo paganizante y su humanismo
cristiano. La vida se contempla con más (a veces demasiado) optimismo.
Por otra parte el luteranismo (v.), al minimizar el valor de las obras y
quedarse con la fe fiducial, presentaba como inútil el esfuerzo del
hombre. La reacción católica fue de un gran equilibrio: las nuevas
instituciones, como los clérigos regulares, serán en cuanto a
mortificaciones, etc., mucho más sencillas, pero la exigencia de la vida
interior y el cultivo de virtudes no será menos que antes, sino al
contrario. Hasta puede tildarse de demasiado moralismo activo a algunos
autores de ese periodo. Los Ejercicios de S. Ignacio (v.) y El combate
espiritual de Scupoli (v.) son expresivos. La pastoral de la perfección
se cultiva mucho más también entre los laicos: oración mental, obras de
caridad, etc. S. Francisco de Sales (v.) será la figura más
representativa de esa espiritualidad interior, sencilla y amable, y
asequible a todos. Se van frecuentando más los sacramentos. Y se
multiplica la dirección espiritual. Las crisis jansenista (V. JANSENIO)
y quietista, cada una a su manera, comprometieron la marcha de la vida
cristiana en grandes sectores del pueblo cristiano. La «ilustración»
(v.) después será una nueva versión elegante del estoicismo o del
pelagianismo seudocristiano.
Los tiempos actuales, junto con el resurgir de la responsabilidad
cristiana de los laicos (v.) y de la llamada universal a la santidad
(v.), se caracterizan por un despertar del sentido personalista y a la
vez social, comunitario, eclesial por consiguiente. La Liturgia se
cultiva y se siente. La caridad y la justicia, y el darse a los demás se
proclama como nunca. Pero un humanismo demasiado optimista y desenfocado
pone en peligro lo más esencial del a. cristiano, cayendo en una
desestima del cultivo de la vida interior, de las virtudes llamadas
pasivas, de la abnegación y de la mortificación pascuales. Se quiere
conseguir una perfección a base de recetas naturales, porque en el
trasfondo se tiene una visión incompleta del misterio humano. El
pelagianismo naturalista rusoniano se ha introducido en vastos sectores
del mundo que se dice cristiano. El llamado «americanismo» (V. ACTIVIDAD
Y ACTIVISMO II), que condenó León XIII en 1899 (Testem benevolentiae),
continúa teniendo, con uno u otro signo y en ocasiones con más
virulencia continuadores; la tentación del confort, del goce de la vida
hédonística, de la entrega al consumo material, constituyen peligros
también incumbentes. Pero no todo es negativo. Los movimientos bíblico y
litúrgico, ya aludidos, producen frutos. Y diversos movimientos y
asociaciones laicales difunden un ideal cristiano del trabajo y de las
actividades terrenas (V. TRABAJO; LAICOS II),
4. Síntesis doctrinal. Como veíamos al principio, la ascesis puede
recibir dos sentidos, relacionados pero no coincidentes entre sí.
A. La cooperación del hombre en la obra de su perfección y
santidad. Es un sentido amplio de la palabra ascesis. Porque la
perfección del cristiano es de hecho sobrenatural, que incluye y
consuma, trascendiéndola, la misma posible perfección natural de aquél.
En ambas, que en realidad es una, la iniciativa y la parte principal es
de Dios. É1 es quien nos regala la existencia y la participación
misteriosa de su misma vida, de su caridad por consiguiente. Esto
solamente Él puede hacerlo. Se trata, pues, de una llamada divina. A la
cual Él exige una respuesta por parte del hombre. Respuesta que Dios
mismo hace posible. Pero que ha de darse libremente, generosamente. Es
cierto que hipotéticamente hablando se puede pensar una perfección
únicamente humana realizada por Dios. Pero la Revelación positiva dice
que hemos sido elevados a participar de la vida divina. Y también aquí,
en esta situación sobrenatural, es a la puerta de la libertad humana a
la que Dios llama con sus dones, con su presencia vivificante y
paternal. Todo este planteamiento supone unos problemas teológicos de
base que aquí suponemos resueltos: el de conjugar acción de Dios y
libertad humana (V. GRACIA; LIBERTAD), y el de un preciso humanismo
cristiano, que esbozaremos esquemáticamente (v. HUMANISMO IV).
Por humanismo entendemos aquí la nueva manera, o maneras, de
enfocar y resolver el problema del hombre. Teleológicamente sería el
arte de conseguir la perfección posible del mismo. Lo cual supone en el
fondo una metafísica del hombre. La historia de la cultura recuerda una
serie de humanismos. Humanismos ateos, en los cuales el hombre es la
medida suprema de sí mismo y del cosmos: es el ser autónomo, suficiente,
absoluto entre su radical soledad. El superhombre es el ídolo de sí
mismo. Con la seguridad de perderse en la nada, en su propia nada. Así
en el humanismo existencialista de Sartre (v.), p. ej., o en el
humanismo psicoanalista de Freud (v.), o en el humanismo rebelde de
Nietzsche (v.), o en el humanismo distraído de cualquier indiferente o
agnóstico o amoral. O con la seguridad de desaparecer en la humanidad
presente y futura, como en el humanismo marxista (v. MARX), o
simplemente en la naturaleza, como en cualquier forma descarada o
disimulada de panteísmo (v.). Otros humanismos son deístas. Admiten un
Ser trascedente y hasta personal. Pero con una providencia natural y
distanciada (V. DEÍSMO). Quizá fue el de algunos estoicos, el de algunos
hombres de la «ilustración», el del romanticismo rusoniano (V.
ROUSSEAU). Pero todos ellos están fuera de la verdad, y de un modo u
otro niegan al hombre tal y como Dios lo ha creado y elevado.
El humanismo cristiano se hace de cuatro dimensiones: a) el
destino trascendente, escatológico, divino y eterno del hombre, por la
participación de la caridad divina; b) la realidad temporal del hombre,
ser encarnado, caminante, comprometido con los valores terrenos; c) la
situación de hombre herido por el pecado, sin que su corrupción sea
sustancial ni irreparable; d) reparación hecha en y por la Pascua de
Dios en su Cristo, que es lo que constituye la dimensión específicamente
cristiana del misterio del hombre. De la combinación que, en teoría o en
la vida, se haga de esas cuatro dimensiones, resultarán otros tantos
humanismos de signo cristiano, más o menos aceptables. Y esos humanismos
fundarán unas maneras distintas de cooperar, de a. por tanto en el vivir
de quien los encarne. Más o menos activos, más o menos pesimistas u
optimistas, más o menos reales. Se puede traspasar la barrera del
pesimismo, como hicieron Lutero o lansenio, o la del optimismo como
Pelagio, y caer en la inexactitud heterodoxa. Pero se puede ser
pesimista a lo S. Agustín, a lo Condren, u optimista a lo S. Francisco
de Sales o a lo Newman, dentro de una visión ortodoxa de la condición
humana. Y se pueden vivir esas dimensiones con acentuaciones diversas de
una o de otra, siendo respetables todas, si responden a particulares
designios divinos, a circunstancias psicológicas personales, a urgencias
de los signos de los tiempos en que tocó encontrarse a cada cual. Por
eso el monje y el seglar, el contemplativo y el activo, los casos
normales o los casos límites, tienen razón de ser dentro de la variedad
multiforme del único pueblo santo de Dios.
Todo esto supuesto, hemos de afirmar en sano humanismo cristiano
que la tarea de la perfección del hombre la inicia, la acompaña, y la
consuma Dios. Pero el hombre toma parte en ella activa y libremente. Sin
el «concurso» divino nada es posible, y menos sobrenaturalmente
hablando. Pero, bajo la gracia, el hombre actúa. Y esa actuación suya le
es fácilmente registrable bajo todos los aspectos, así como la actuación
divina de suyo se esconde a su conciencia, aunque se la revela la fe. La
parte del hombre en esa sinergia divinohumana es la que llamamos
ascética en un lato sentido. La parte de Dios se llamaría en este plano
mística. Después, en la medida que esa acción divina va siendo más
penetrante, quizá hasta psicológicamente más sentida (v. MísTICA), la
nota de pasividad se acentúa en el conjunto del quehacer espiritual del
hombre, antes aparentemente más como en sus manos e iniciativas y
esfuerzos; así se podría distinguir en la vida como una etapa mística y
una etapa ascética, sin prejuzgar de lo que por mística en sentido
estricto se quiera sentir. Siempre bien entendido que en todo momento
Dios está presente posibilitando toda aportación y humano quehacer.
B. Esa actividad humana puede revestir una cara más positiva o una
cara más negativa, inseparables en su realidad objetiva y en la unidad
del vibrar humano. Pero innegables en su concreta representabilidad. Ese
lado más negativo es lo que más limitadamente recibe el nombre de
ascetismo, de ascesis sin más. Aludimos sólo a los temas positivos que
se tratan en otros lugares (v. PERFECCIÓN; SANTIDAD; JESUCRISTO V;
etc.). Y nos detenemos un poco más en esa vertiente negativa de nuestra
cooperación a la santidad.
Positivamente. Aceptar la fe y, por tanto, entrar en el misterio
del Cristo total (Cristo y su Iglesia). Beber y vivir en la Biblia y la
Liturgia esa actuación vivificante del Espíritu. Acercarse a esa palabra
de Dios. Y en la Liturgia comprometerse por fe y amor ante la
interpelación vital que Dios allí nos hace en Cristo con la Iglesia. La
Liturgia es el alto encuentro de la actividad divina y humana en el
ámbito eclesial (V. LITURGIA; IGLESIA).
Esta participación nos proporcionará y se traducirá en vida
teologal. De caridad para con Dios y para con los hombres. Para con Dios
será adoración, alabanza, eucaristía, petición, oración en una palabra.
Oración que en cuanto nuestra necesita echar mano de recursos humanos
psicológicos y hasta externos. Todo el problema de los «métodos» para
hacerla habría que replantearlo aquí (V. ORACIÓN; MEDITACIÓN). Es el
mismo Espíritu Santo el que nos pide y sostiene esa contribución de
nuestro psicologismo para establecer el diálogo vivo con Él. Pero como
puros medios funcionales y personales que son, serán variadísimos y más
o menos necesarios, y hasta inútiles cuando el vuelo espiritual es más
alto por la intervención más intensa del Señor. Oración que es
sencillamente actuación de la mano de la vida teologal de fe, esperanza
y caridad.
El amor verdadero para con Dios lleva consigo adherirse a su
voluntad (V. VOLUNTAD DE DIOS). A su voluntad significada (la conocida
de antemano: mandamientos, deberes...), a su voluntad de beneplácito (la
que se descubre según caminamos, en los acontecimientos de la vida), a
su voluntad de invitación o de iniciativa nuestra (la que con humildad y
prudencia tratamos de encontrar dentro del plan universal de salvación
en que Él nos inmerge). Todo esto supone una actitud constante de
docilidad al Espíritu Santo (V. EXAMEN DE CONCIENCIA).
Para con el prójimo la caridad será fraternal, y se expresará en
tantas obras de misericordia, a través de los sacrificios que hagan
falta, y de la oblación de sí mismo hasta el morir si es necesario.
La caridad (v.) pide la plenitud de las virtudes (v.) todas (v.
FE; ESPERANZA). De las virtudes humanas en primer lugar, sobre todo la
sinceridad (v.). El cristianismo pide el servicio y amor de Dios y de
los hombres «in spiritu et veritate» (lo 4, 23). Por eso la pureza del
corazón es necesaria en absoluto. Y el pecado es desde el corazón como
se comete (Mt 15, 120; Mc 7, 123). Sería muy largo detenernos aquí en
las muchas virtudes humanas que el cristiano ha de adquirir y practicar;
junto con las llamadas virtudes cardinales (V. PRUDENCIA; JUSTICIA;
FORTALEZA; TEMPLANZA), baste citar algunas, de las que pueden verse los
artículos correspondientes, v.: ALEGRÍA, AMISTAD, AUDACIA, FIDELIDAD,
GRATITUD, LABORIOSIDAD, LEALTAD, LIBERALIDAD, MODESTIA, NATURALIDAD,
PATRIOTISMO, PERSEVERANCIA, RESPONSABILIDAD, SENCILLEZ, VERACIDAD.
Entre las virtudes morales, anotemos (v. artículos respectivos)
las llamadas, muy impropiamente, «pasivas», que bien entendidas son
profundamente humanas y totalmente necesarias para la salvación y
perfección del hombre. Humildad (sentido personal de la verdad, de la
situación limitada, exacta y abierta a la magnanimidad). Paciencia (para
el aguante, no seco y estoico, sino por amor). Obediencia (a la
autoridad de Dios en sus legítimos representantes, lo cual no aliena,
sino que permite lograr la propia personalidad, en comunión personal con
ellos, en sencillez y humildad de corazón; por otra parte sin comulgar
con la obediencia de Cristo no se puede entrar en su Pascua salvadora:
Rom 5, 19; Phil 2, 8; Heb 5, 78). Castidad (en unas u otras formas o
maneras: prematrimonial, matrimonial, celibataria, virginal...). Pobreza
(desprendimiento y sencillez de vida, comunión a la kénosis del Verbo
Encarnado, a su pobreza social y material, a su infancia y su
desnudez...), etc.
Recordemos el trabajo (v.) en general, impuesto al hombre por
Dios, enriquecedor del mismo hombre que lo hace, y creador, productor,
embellecedor para el cosmos que lo enmarca. Pero áspero y sudoroso
después de la caída, con sabor accidental de castigo. En concreto, el
ejercicio del llamado trabajo profesional, u oficio, tiene un lugar
primordial y positivo en la ascética del hombre corriente, de los
seglares: fomenta las virtudes humanas, puede servir para expresar y
vivir la caridad, es imitación de Cristo, etc. (cfr. J. L. Illanes, La
santificación del trabajo, tema de nuestro tiempo, 3 ed. Madrid 1968).
La ascética seglar, sobre todo, ha de incidir en el trabajo para
perfeccionarlo, y hacerlo al mismo tiempo más humano y sobrenatural (v.
TRABAJO HUMANO VII).
Todo esto no puede hacerse sin abnegación, sin esfuerzo, sin
ascesis, sin comulgar con el misterio de la cruz de Cristo, que nos
purifica, nos libera, nos salva, nos diviniza. Este misterio de la cruz
supone el de nuestro pecado, y el aspecto negativo de nuestra
cooperación a la acción de Dios en nosotros.
Negativamente. ¿Por qué el cristianismo ha propugnado siempre en
la teoría y en la práctica una ascesis de renuncias, de mortificación,
de abnegación, que parece de signo negativo? Sencillamente, porque el
mensaje de salvación de Cristo, que se centra en su cruz, lo ha exigido.
Recordemos al Evangelio, recordemos a S. Pablo. Y porque su humanismo,
tan realista y a la par tan equilibrado, lo requiere. Repasemos las
dimensiones que lo explican, sobre todo la tercera, la del pecado y sus
consecuencias. El pathos del hombre está afectado por el pecado (v.) y
por sus secuelas, y de rechazo se puede comprometer todo el hombre. El
pecado es el aspecto moral, negativo, de ruptura con Dios, de muchos
actos humanos. Y en la explicación de todo el panorama histórico de la
humanidad la Revelación positiva sitúa también una tragedia inicial que
ha desatado el triste proceso de la historia: el pecado original. El
desorden se ha instalado en el mundo y en el corazón del hombre.
Individualmente la integridad está rota. La concupiscencia (v.) es el
término técnico que la Escritura (1 lo 2, 1617) y la Teología han
acuñado para designar esta situación. Es la carne, sarx, en el sentido
paulino. Las fuerzas encontradas desgarran la unidad del hombre.
Pulsiones, tendencias, instintos, pasiones, complejos, afectos, razón,
deseos y afanes, ilusiones..., producen entre sí tensiones, a veces
terribles, que hacen de la vida humana una «agonía». Y de la vida
social, porque esa situación de los individuos se proyecta
necesariamente en las colectividades. El fenómeno está ahí, palpable.
Añadamos que desde fuera de sí mismo e1 hombre encuentra dificultades
también. Sus tentaciones no sólo surgen del hontanar de su fondo herido,
sino que vienen también suscitadas, a veces azuzadas, por el demonio y
por el mundo. El demonio no es un mito, sino una realidad personal, que
está en la génesis de la tragedia humana. Hasta dónde y cómo puede él
tentar no podemos aquí estudiarlo. Ni siempre hay que pensar que Él
intervenga. El mundo, en el sentido peyorativo de la palabra, en cuanto
enemigo de Cristo y dirigido por Satán (sentido histórico, existencial,
frente al sentido óptico, físico, metafísico del mismo, ambos aparecen
en la Escritura) también puede sugestionar al hombre enfermo y débil (v.
TENTACIÓN; CARNE; DEMONIO; MUNDO IV).
Pues bien, la explicación cristiana del mismo, y su solución por
la fuerza de la caridad teologal que Cristo nos ha merecido, y que pide
nuestra cooperación inevitablemente esforzada, lúdica, atlética..., se
da la mano con las grandes intuiciones, experiencias y soluciones de los
espíritus mejores. Porque no cabe soslayar la cuestión: o el hombre se
abandona a sus inmediatos movimientos, y entonces se deshumaniza, se
desintegra, o trata de restablecer la serenidad y la unidad que le
faltan. La filosofía oriental (V. TAOÍSMO; CONFUCIANISMO; HINDUISMO;
BUDISMO; etc.) vio el problema, y buscó unas «morales» y unas
«pedagogías» para superarlo. Mucho de ese generoso afán es exacto y
aprovechable. Mucho no, pues la metafísica subyacente es falsa. El mundo
griego, ya dijimos, lo hizo también. Pero ni la ataraxia epicúrea, ni la
apatheia estoica, ni la descarnada e intelectual purificación del
neoplatonismo o del neopitagorismo, fueron recetas satisfactorias. Las
diversas formas de naturalismo (pelagianismo, etc.) tampoco bastan. Y en
la práctica todos los quietismos y hedonismos no hicieron más que cerrar
los ojos, por motivos diversos, ante el problema, y dejarse arrastrar
por las fuerzas ciegas.
El cristianismo se enfrenta con él con valentía y humildad. Cuenta
con la gracia del Señor para resolverlo, y con las limitadas
posibilidades humanas. Recogió de labios de Jesús, que sin Él nada es
posible (lo 15, 5), que para Dios todo es posible, aun lo imposible para
los hombres (Me 10, 27). Sabe por S. Pablo que en Jesús lo puede todo,
que su debilidad (él la ha sentido al. vivo como todo hombre) se hace
fuerza en el Señor (2 Cor 12, 110). Pero no olvida al mismo tiempo las
consignas de Cristo sobre la vigilancia, la abnegación, el esforzarse a
entrar por la puerta estrecha (Le 13, 24), el trabajar sin haraganería
(Mt 25, 26). Las observaciones que a través de sus experiencias recoge
la literatura patrística, sobre todo monástica, acerca de la psicología
humana, son preciosas y no han perdido su frescura y su actualidad, si
bien algunas de sus soluciones o algunas de sus prácticas pueden ser
perfeccionadas y en ocasiones corregidas. La teología medieval también
estudió el tema, con diversas y ricas aportaciones. La teoría
aristotélica sobre las «pasiones», recreada por S. Tomás, es un
magnífico logro (cfr. Sum. Th. 12 q59 a5). Si las pasiones del alma, en
cuanto que están fuera del orden de la razón, inclinan al pecado; en
cuanto que están ordenadas por la razón, pertenecen a la virtud» (id. 12
q24 a2). Poner en el orden de la razón esas fuerzas salvajes es la
empresa natural y sobrenatural que la pedagogía del ascetismo cristiano
lleva entre manos. No se trata, pues, de arrancar y destruir, sino de
ordenar, de encauzar, de jerarquizar, de dirigir hacia objetivos altos
las energías dispersas del ser humano. Cuando la Escritura y los autores
espirituales nos hablen también de la necesidad de purificación
profunda, que llegue hasta la raíz del ser humano, no harán más que
llamarnos la atención sobre una realidad evidente. Los finos análisis
psicológicos de S. Juan de la Cruz en los primeros capítulos de la Noche
oscura son de una penetración maravillosa, y prueban esa necésidad tan
grande de purificaciones activas y pasivas, que experimenta mejor o peor
todo hombre reflexivo (v. PURIFICACIONES DEL ALMA).
.La psicología moderna ha venido a confirmar científicamente lo
que se había observado antes de manera más empírica. El conocimiento de
los repliegues de la psicosortlática humana que ella proporciona puede
ayudar a alcanzar una visión más exacta del hombre Y muchos de sus
análisis pueden ser material aprovechable para constituir después una
pedagogía espiritual que lleve hacia esa consecución de la paz rota por
el pecado en el ser y el actuar humanos. Esos estudios pueden así
presentar a la ascesis recursos en parte nuevos o jerarquizados de otras
maneras (higiene, deporte, trabajo, ayudas humanas, orden, método de
alimentación, de descanso, renuncias que la civilización actual hace
posibles y antes no se sospechaban, pedagogía del esfuerzo, del
sacrificio, de la forja de los «hábitos» que canalicen nuestras
energías, etc.). Y junto a ellos los medios clásicos: el ayuno (v.), la
abstinencia (v.), la renuncia al placer bruto, la exigencia interior...
La pedagogía ascética presupone una antropología, un conocimiento
adecuado del hombre, que no olvide sus límites y su necesidad de
perfección, pero que tampoco lo rebaje y aniquile. La ascesis tiene por
fin perfeccionar, no destruir; desarrollar los gérmenes positivos
puestos por Dios en el hombre, no negarlos. Por eso se deben rechazar, a
priori, aquellas actuaciones que desequilibren al hombre, que creen en
él tensiones falsas, que lo hagan apocado o que le dificulten el
cumplimiento de su misión... Mientras que, en cambio, se han de asumir
las que llevan a un dominio interior y exterior, a un señorío del
espíritu. Los conocimientos de la Psicología, desarrollando la
experiencia normal humana, pueden ser útiles aquí. Pero sin olyidar que
la ascesis cristiana no es tarea meramente humana, sino parte de un
proceso de quien Dios tiene la iniciativa, y una iniciativa que se
encamina a la unión con El. El criterio último le corresponde, pues, a
la palabra divina misma: la Revelación, la enseñanza de la Iglesia, la
experiencia de los santos, las exigencias que el Espíritu Santo haga
sentir a cada corazón.
La motivación sobrenatural de todo el proceder ascético tampoco
viene de lo humano. Eso lo da la fe (v.). La fe que pone su mirada en la
Palabra de Dios, en su amor exigente y absoluto. La caridad teologal
será el último, el motivo definitivo cristianos Ella dictará en cada
caso a la prudencia natural y sobrenatural qué es lo que deba hacerse. Y
ella puede apurar y exigir hasta la locura de la cruz. Que no es contra
la naturaleza, sino sobre la naturaleza. La cruz, escándalo para los
judíos y necedad para los gentiles (1 Cor 1, 1825), que nos hace vivir
el amor penitente, que nos purifica, que nos une al misterio de
salvación de Cristo, que nos hace corredentores y correparadores con Ll.
Todos estos aspectos sobrenaturales de la mortificación, del a.
(penitencia, purificación, salvación, corredención, etc.), que se
escapan a la visión psicológica natural, pero que se ensamblan
perfectamente con las indicaciones y datos de aquélla. Dios y el hombre.
Santidad objetiva y santidad subjetiva, como impropiamente se ha llamado
por algunos a las dos caras. de la colaboración divinohumana.
Una última observación: puesto que lo que da valor sobrenatural a
la ascesis es la caridad (v.), quiere decir que es de la caridad de la
que valorativamente depende, no del esfuerzo material en sí mismo
considerado. Es decir, no es más valiosa y meritoria en sana teología
una obra porque cueste más, sino aquella que esté animada de más amor.
Pero es cierto también que el esfuerzo indica que hay amor y de suyo lo
acrece. Por eso, y porque la mayor comunión al misterio redentor de
Cristo lo comporta, no puede concebirse una vida muy santa sin mucha
cruz en el conjunto de la misma. La unión transformante con Dios exige
purificaciones terribles, puesto que 181 es pureza infinita. Y la
cooperación a la obra salvadora de Cristo se hace, en pro de su Iglesia,
uniéndose a su kénosis, a su muerte y su pasión. Por la cruz a la vida.
La ascesis cristiana es, pues, configuración a la muerte de Cristo, por
amor, y para participar de su vida gloriosa. Sus exigencias y renuncias
son de amor y de vida.
C. Teología espiritual. ¿Se puede hablar de Teología ascética? La
Teología (v.) como ciencia es una. Y las divisiones que se han
introducido en ella no la han beneficiado demasiado. Hoy se trata de
superar de nuevo el bache. A lo sumo se puede hablar de Teología de la
perfección en la santidad, o de Teología espiritual (v.), para designar
ese capítulo último de la teología en su parte moral (o economía o
designio administrativo de Dios sobre los hombres; estudio de los
medios, y del modo de usarlos, para llegar a la santidad). Separar el
estudio de lo ascético y de lo místico es muy difícil y expuestó a
reiteraciones inútiles. Ello se viene haciendo, sin embargo, desde
finales de la Edad Media: Gerson (v.), etc. Los primeros tratados que
expresamente así dividen parecen ser: C. Dobrósielski OFM, Summarium
asceticae et mysticae Theologiae, Cracovia 1665, y P. Schorrer SJ,
Theologia ascética, Roma 1658. ll~. Ese uso de distinguir entre la
ascética .y la mística se mantiene hasta el s. XX, en el que, desde
diversos sectores se opera una reacción que propugna por su unificación.
Las razones que lo explican son diversas: un estudio de los textos
bíblicos en los que se advierte la profunda unidad de la vida cristiana;
la percepción de que la separación entre ambas materias aunque sea
sólo metodológica dificulta la profundización en ellas y se expone a un
esquematismo excesivo; etc.
B. JIMÉNEZ DUQUE.
V. t.: MÍSTICA; TEOLOGÍA ESPIRITUAL; LUCHA ASCÉTICA; DESPRENDIMIENTO; VÍAS DE LA VIDA INTERIOR;, ESPIRITUALIDAD; •etc. BIBL.: R. MOHR, R. SCHNACKENBURG, D. THALHAMMER, L. BEIRNAERT, Askese, en LTK, I, Friburgo 1957, 928939; K. TRUHLAR, Asze'tik, ib, 968973; H. WINDISCH, art. askéó, en TWNT I Stuttgart 1933, 492 ss.; J. DE GUIBERT, M. OLPHEGALLIARD, M. VILLER, A. WILLWOLL, Ascése, Ascétisme, en DSAM I, París 1936, 9361017 (Cfr. en ib. Abnégation, 67110); F. WULF, Ascética, en Conceptos fundamentales de la Teología, ed. H. FRIES, I, Madrid 1966, 164175; R. GARRIGOULAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1950; A. TANQUEREY, Compendio de Teología ascética y mística, ParísTournai 1963; J. DE GUIBERT, Legons de Théologie Spirituelle, Toulouse 1946; 1. M. BOVER, Teología de S. Pablo, 3 ed. Madrid 1961; L. CERFAUX, Le chrétien dans la théologie paulienne, París 1962; íD, Vitinéraire spirituel de S. P., París 1966; C. SPICQ, Théologie morale
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991