Año Litúrgico


El significado de esta expresión nos viene descrito, en sus términos más esenciales, por la Const. sobre Liturgia del Conc. Vaticano II: «La Santa Madre Iglesia considera deber suyo celebrar con una sagrada memoria en días determinados a través del año, la obra salvífica de su divino Esposo. Cada semana, en el día que llamó del Señor, conmemora su Resurrección, que una vez al año celebra también junto con su santa Pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua. Además, en el círculo del año desarrolla todo el misterio de Cristo, desde su Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor. Conmemorando así los Misterios de la Redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación» (Const. Sacrosanctum Concilium, 102).

1. Bases bíblicas del año litúrgico. Según la S. E. es designio de Dios que la creación se realice a través del tiempo hasta ser invadida completamente por lo eterno, por lo trascendente. La temporalidad adquiere toda su consistencia, todo su sentido, por la presencia de lo eterno. Cuando Dios decide revelar su «misterio», su «sacramento» eterno, lo manifiesta por medio de los acontecimientos que dirigen la historia de la humanidad; la historia de los hombres se convierte así en la historia de la salvación. Se descubre en ella el nexo interno del proceso del tiempo, que comienza por un acto absoluto de la Eternidad, y que tiende hacia Dios, «hasta que Él sea todo en todas las cosas» (1 Cor 15, 28). La Biblia revela progresivamente cómo Dios interviene en la historia humana, y cómo la ordena, de acuerdo con un plan preestablecido, hacia «la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4; Eph 1, 10).

Ya desde antiguo el pueblo judío intentó tomar conciencia del sentido más profundo del tiempo, de su historia. Así, en los seis días de la creación ve el proceso histórico que prepara el marco en que el hombre aparece y se desarrolla. Da, de este modo, un carácter religioso a su trabajo, considerándolo como colaboración a la obra de Dios. El séptimo día, cuando el Creador «descansó de su obra» (Gen 2, 3), es para los hombres el día del Señor, el día que más debe santificarse, con el descanso, la alegría y la reunión cultual de acción de gracias por los dones recibidos de Dios.

El hombre percibe que los ciclos de la naturaleza, el tiempo cósmico, tiene unas reglas perennes. El trabajo y la misma vida del hombre dependen, en cierta manera, de ese ritmo. Todos los pueblos, al tomar ese ritmo como base para la medida del mismo tiempo humano, descubren en él una significación sagrada. De ahí que establezcan una serie de celebraciones religiosas, como para marcar espiritualmente las sucesiones de ese ritmo, las estaciones y los meses lunares. El pueblo ' judío, a este propósito, instituye unas fiestas especiales para dar gracias a Dios y pedirle su bendición en el transcurso del nuevo ciclo: fiestas de la luna nueva (1 Sam 20, 5); de los ázimos de primavera, cuando se siega la cebada (Ex 23, 15), etc. (Dt 26, l; Ex 23, 16; Lev 23, 34 - 43... ).

La misma experiencia humana que- capta, y luego sacraliza, los ciclos regulares del año, va descubriendo que su historia recibe una marca misteriosa que la dirige. Dios se manifiesta en ella, pero sin seguir unos ciclos regulares. Hay intervenciones divinas únicas y que no se repiten nunca de la misma forma. Esas intervenciones son acontecimientos históricos, son signos que transforman y salvan al hombre para siempre. Por eso, a pesar de que los hechos históricos de las manifestaciones de Dios pasan, dejan una presencia divina operante hasta la consumación de los siglos. Con el fin de hallar el pleno significado, ponerse en contacto y dejarse penetrar por la presencia divina, el pueblo judío instituye unas fiestas que rememoren las grandes intervenciones del Señor en la historia. A las festividades correspondientes al ciclo cósmico se les dan contenidos nuevos; se convierten en memoriales de los actos salvíficos de Dios: la solemnidad de los ázimos se enriquece con la memoria de los acontecimientos que acompañaron la salida de Egipto de los hebreos, y que culminaron con la celebración de la Pascua (Ex 12, 17, 26 ss.; v.); a la fiesta de la siega de primavera se añade la memoria de la Alianza del Sinaí; las festividades señaladas para el otoño recordarán también la peregrinación hacia la Tierra Prometida de los israelitas (Ley 23, 43), etc. Más tarde se introducirán nuevas fiestas que no coincidirán ya con las celebraciones de carácter cósmico.

La historia de salvación llega a su punto culminante con los hechos de la vida, muerte y resurrección del Verbo (eterno) encarnado (temporal). Jesucristo, unión máxima de lo eterno con lo temporal, es el alma y la explicación última del sentido de la historia humana. Por la gracia de Dios, quien «nos eligió antes de la constitución del mundo», conocemos la completa revelación del designio que el Creador se «propuso realizar en Cristo, en la plenitud de los tiempos, reuniendo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, en Él» (Eph 1, 4, 9-10). La presencia de Jesucristo en la tierra «hasta la consumación del mundo» (Mt 28, 20) definirá la historia en términos de antes (de profecía, de figura), y de después (de realización, de memoria). Con Jesucristo se 'inauguran los últimos tiempos, y el tiempo presente no es más que una dilatación del acontecimiento de su venida entre los hombres. Es el tiempo necesario para que el Reino de Dios, que ya está en nosotros, crezca como una semilla que tiende a dar fruto, como un fermento en la masa. El tiempo presente es el «día de la salvación» (2 Cor 6, 1 ss.), es el hoy eterno de Dios plenamente encarnado, en cada instante, en el hoy de la vida humana.

2. Formación del año litúrgico. A) Cielo Temporal. Toda la existencia de la Iglesia es una explicitación, una prolongación, de la presencia y de la obra realizada por Jesucristo. Sin embargo, el mismo. Salvador instituyó un conjunto de signos visibles para expresar aún más el significado de su presencia y para poder transformar al hombre en hijo de Dios. Por su parte, la Iglesia, siguiendo la tradición bíblica, ha ido elaborando una serie de memorias de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, para que se manifestara sucesiva y periódicamente, en sus fases más importantes, el único misterio redentor. Por eso se constituyó el círculo del a.1., cuya finalidad última es que los hechos de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo penetren, hasta transformarlas del todo, la vida, la muerte y la esperanza de la resurrección del hombre.

Los días de la semana. En el N. T. hallamos los primeros esbozos de los ciclos litúrgicos cristianos. Los Hechos de los Apóstoles nos hablan de las reuniones cristianas dominicales, en sustitución del culto judío celebrado cada sábado, «del primer día de la semana» (Act 20, 7), en que se escuchaba la Palabra de Dios, se oraba comunitariamente y se conmemoraba la Pascua de Jesucristo, con la fracción del pan (Act 2, 42).  Alrededor de la memoria hebdomadaria de la Pascua de Resurrección se formaron unos ciclos litúrgicos convergentes en la gran manifestación de la gloria de Dios al mundo; esos ciclos eran llamados en la terminología litúrgico latina circulus anni, anillo, círculo del año, cuyo centro es la Pascua.

Al principio las comunidades cristianas sólo cambiaron el sentido del día del Señor; para los otros días de la semana siguieron las costumbres judías de orar en ciertos momentos y de ayunar dos veces. Sin embargo, los ayunos fijados por la tradición hebrea en el lunes y el jueves se trasladaron al miércoles y al viernes, según lo confirma la Didajé (c. 8, l) en el s. I. Estos días eran dedicados especialmente a la plegaria; en Occidente por lo menos se conocían como los días de estación, de vela o vigilia, en los cuales había una celebración de la Palabra. Posteriormente en esos días se celebrará también la Eucaristía. Se han conservado algunos rasgos de esas celebraciones en las Vigilias y especialmente en las Témporas.

Algunas comunidades cristianas primitivas, para romper con la tradición judía, abandonaron el sábado como día litúrgico. La comunidad romana lo consideró día de ayuno, en recuerdo del gran ayuno del Sábado Santo. Entre los orientales, excepto los alejandrinos, el sábado se equiparaba a un día festivo: no se ayunaba, celebraban la Eucaristía y conmemoraban los santos de su calendario. Desde el s. X en Occidente se extendió la costumbre de venerar cada sábado a la Santísima Virgen. Los demás días de la semana eran alitúrgicos. Pero a medida que iba enriqueciéndose el calendario también éstos llegaron a ser días de culto.

Un elemento importante de la liturgia semanal era, desde los orígenes de la Iglesia, la plegaria común destinada a santificar las horas del día. De ahí nació el Oficio Divino, cuyos momentos más esenciales han sido siempre la oración de la mañana, al despuntar el alba (Laudes), y la de la tarde, al iniciarse el crepúsculo (Vísperas).

Pascua de Resurrección. Ascensión. Pentecostés. Todos los domingos del año estaban igualmente dedicados a la memoria de la Pascua. Pero muy pronto se celebró con relieve particular, el aniversario de la Pascua de Jesucristo, el día propio de su Resurrección. Conocemos las controversias del s. II alrededor de la fijación de la fecha de la Pascua cristiana. Esto nos hace pensar que la fiesta anual de la Pascua estaba ya constituida. Sea como fuere, la solemnidad de la Pascua es la primera que se destaca sobre el fondo del ciclo hebdomadario.

La dinámica de la fiesta de la Pascua impuso desde el s. III una prolongación que duraba 50 días. Primitivamente la memoria de la Pascua asimilaba la Ascensión y Pentecostés. Todos los días del periodo pascual tenían el mismo valor. Sin embargo, notamos una cierta tendencia a desglosar la Ascensión y Pentecostés, como festividades propias, siguiendo un orden cronológico. En el s. IV ya está constituida la fiesta de Pentecostés al quincuagésimo día, conclusión del tiempo pascual. De acuerdo con la misma idea, también en el s. IV aparece la memoria de la Ascensión a los 40 días de la Pascua, conforme a la indicación de Act 1, 3 y 9. A ejemplo de las grandes fiestas hebreas, la Pascua cristiana tuvo un relieve particular durante su octava, aunque hasta el s. IV no se establece una liturgia propia para estos días.

Semana Santa. Cuaresma. Mientras se construye la liturgia que prolonga la festividad de la Pascua, va entrando un tiempo de preparación a la misma. Primeramente, en el s. III la Pascua engloba una vigilia y una memoria de la Pasión, el Viernes Santo (triduo pascual). A partir del s. IV se extienden los días preparatorios, tomando sucesivamente - un carácter penitencial y de iniciación al Bautismo que se administraba por Pascua. A este ciclo se le llamó Cuaresma al llegar a cubrir 40 días, probablemente por relación al ayuno de Jesucristo en el desierto que «duró cuarenta días y cuarenta noches» (Mt 4, 2). Sin embargo, el número de días cuaresmales es variable según los ritos.

Navidad. Adviento. Independientemente, pero sin dejar de tener una estrecha relación con la Pascua, en el transcurso del s. IV empieza a formarse otro ciclo litúrgico alrededor de la memoria de la Encarnación y Manifestación de Dios entre los hombres. En medio de las luchas cristológicas nacen unas fiestas que vendrán a ser afirmaciones del dogma de Nicea. En Occidente se instituye la memoria del Nacimiento de Jesucristo, el 25 de diciembre, sustituyendo la fiesta pagana en honor del «Sol invencible», celebrada ese mismo día. De modo paralelo las Iglesias orientales fijan una conmemoración de la Navidad en la fecha que los paganos de sus regiones dedicaban a honrar el dios Sol, el 6 de enero. La fiesta oriental se llamará Epifanía. Hacia fines del s. IV, Oriente y Occidente celebran ya ambas fiestas, como aspectos complementarios de un mismo misterio. De un modo semejante a la Cuaresma, también estas dos fiestas fueron precedidas por un tiempo de preparación: el Adviento, que empieza a formarse a finales del s. IV.

Septuagésima. Las cuatro Témporas. Tiempo « per annuni», En el s. IV se instituye en Roma un pequeño ciclo precuaresmal, que se completa a comienzos del s. VI: es el tiempo de Septuagésima; no era más que una extensión de la Cuaresma de orden ascético, quizá para seguir una tradición oriental que destinaba ocho semanas a la preparación de la Pascua. En el nuevo Calendarium Romanum de 1969, la Septuagésima (que incluía Sexagésima y Quinquagésima) ha sido suprimida para volver a la primitiva celebración cuaresmas de 40 días y resaltar su unidad e importancia.

Las cuatro Témporas del año constituyen breves ciclos independientes dentro de los grandes ciclos litúrgicos. Fueron introducidas en Roma, tal vez recordando las fiestas de las estaciones cósmicas judías. Tomaron un aspecto penitencial y de acción de gracias por los frutos de la tierra, Por lo menos tres de ellas existieron ya desde el s. IV. Según el Calendarium Romanum de 1969 la determinación de los días de Rogativas y de Témporas y su modo de celebración ha quedado a juicio de las Conferencias Episcopales, para que las adapten a las necesidades de los fieles y de los diversos lugares (nº 45-47).

Al acabar cada uno de los ciclos fundamentales del a. l. - Pascua y Navidad- hay un tiempo indeterminado litúrgicamente llamado tempus per annum o tiempo después de Epifanía y tiempo después de Pentecostés, sin detenerse en un misterio particular de la vida de Jesucristo.

Según el Código de rúbricas de 26 jul. 1960, el a. l. se dividía en tiempo de Adviento, Navidad, Septuagésima, Cuaresma, Pascua, y per annum. Pero, de acuerdo con la ya dicho, en el nuevo Calendarium Romanum de 1969 el a. l. comprende: el Triduo Pascual (desde la Misa vespertina in Cena Domini del jueves Santo a las Vísperas del Domingo de Resurrección; su centro es la Vigilia Pascual); el Tiempo Pascual (50 días, desde el Domingo de Resurrección al de Pentecostés); el Tiempo Cuaresmal (desde el Miércoles de ceniza al jueves Santo); el Tiempo de Navidad (desde las primeras Vísperas de Navidad al domingo después de Epifanía); el Tiempo de Adviento (desde el domingo más próximo al 30 noviembre hasta la víspera de Navidad); y el Tiempo «per annum» (que unifica los dos ciclos de después de Epifanía y después de Pentecostés). Intercaladas dentro de ellos se celebran algunas fiestas del Señor.

B) Ciclo Santoral. Junto con los ciclos litúrgicos que acabamos de presentar, y que se conocen con el nombre de Temporal se desarrolló otro ciclo cuyo objetivo es la veneración de los. A la serie de fiestas que forman este ciclo se ha llamado el Santoral. En el s. II encontramos, entre las Iglesias orientales, testimonios de un culto a los mártires. Pero hasta la paz de Constantino no se incremento ese culto y no se instituyeron fiestas en honor de los mártires, y más tarde de los demás santos, con una celebración litúrgica propiamente dicha. Durante el Medievo el número de fiestas de los santos crece de tal manera que llega a oscurecerse la estructura general del a. l. Con la reforma litúrgico de Pío X, a principios de nuestro siglo, se empieza un proceso de reducción de las mismas. El onc. Vaticano 11, haciéndose eco de esa tendencia, prescribe la revisión del a. I. de forma que mantenga su índole primitiva, y añade: «Oriéntese el espíritu de los fieles sobre todo a las fiestas del Señor, en las cuales se celebran los misterios de salvación durante el curso del año. Por tanto, el ciclo Temporal tenga su debido lugar por encima de las fiestas de los santos, de modo que se conmemore convenientemente el ciclo entero del misterio salvífico... Para que las fiestas de los santos no prevalezcan sobre los misterios de la salvación, déjese la celebración de muchas de ellas a las Iglesias particulares, naciones o familias religiosas, extendiendo a toda la Iglesia sólo aquellas que recuerdan a santos de importancia realmente universal» (Const, Sacrosanctlím Concilium, n. 107, 108, 111).

Dentro del Santoral resaltan las fiestas dedicadas al culto de la Madre de Dios. Se incrementan, y muchas veces más con un contenido dogmático que de conmemoración - como sucede en tantas fiestas introducidas a partir de la Edad Media en honor de Jesucristo -, desde el conc. de Lifeso.

El conc. Vaticano 11 nos señala el sentido de las fiestas del Santoral en el conjunto del a. I.: «En la celebración del círculo anual de los misterios de Cristo, la Santa Madre Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo; en ella la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la Redención, y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser. Además, la Iglesia ha introducido en el círculo anual la memoria de los mártires y de los demás santos que, llegados a la perfección por la multiforme gracia de Dios y habiendo ya alcanzado la salvación eterna, cantan la perfecta alabanza a Dios en el cielo e interceden por nosotros. Porque al celebrar el tránsito de los santos de este mundo al cielo, la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que sufrieron y fueron glorificados con Cristo, propone a los fieles sus ejemplos, los cuales atraen a todos por Cristo al Padre, y por los méritos de los mismos implora los beneficios divinos» (Const. Sacrosanctum Concilium, n. 103-104).

C) Diferentes criterios se han sucedido para determinar el comienzo del a. 1. Lo más natural es que no se considerara la solemnidad de la Pascua como el inicio de todos los cielos, pero desde el s. vi se va imponiendo en Occidente la fecha del primer domingo de Adviento. (Según los lugares y las tradiciones se había propuesto para marcar el comienzo del a. l.: Navidad, 25 de marzo, Vigilia Pascual, primero de marzo, primero de enero, primero de septiembre, Septuagésima, etc.). En las liturgias actuales existen reminiscencias de otras fechas como principio del a. l. El primer domingo de Adviento no ha quedado nunca como fecha absoluta del primer día del año en todos sus aspectos. En el fondo porque el a. l. no tiene propiamente un principio: no es como una línea recta que avanza siempre ni como una curva circular que retorna sobre sí misma. El a. l. ha sido concebido más bien como una espiral que, con cada vuelta anual alrededor de la Pascua, se alza hacia Dios hasta que el tiempo sea asumido completamente por la eternidad.

3. Teología del año litúrgico. Ya se ha indicado que la S. E. nos revela el designio de Dios de conducir la creación a su eternidad, gracias a la Redención, por y en la historia del hombre. Cada intervención de Dios, y especialmente su encarnación, establece una unión más íntima de lo eterno con lo temporal. De un modo particular en los últimos años esa relación de lo eterno con lo temporal ha sido objeto de numerosos estudios teológicos; se ha analizado esa realidad como fundamento de una visión más coherente de Dios, del hombre y del mundo. Esta orientación de la teología actual ha sido confirmada por los 'documentos aprobados por el conc. Vaticano II.

El a. I. es un elemento importante para la elaboración de una teología basada en las relaciones dinámicas de lo eterno con lo temporal. A través del a. I. se expresa, de una manera explícita y vital, la dimensión más profunda del encuentro entre Dios y el hombre. Durante el a. l. Se hace presente el proceso histórico de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo en el proceso histórico de la comunidad cristiana, como signo que significa eficazmente la suprema realización de las dos grandes obras que manifiestan la presencia divina operante en el tiempo: la Creación y la Redención. El a. l. es el sacramental del tiempo.

La serie de memorias que constituyen el a. I., al acompañar y disponer al hombre a la comprensión del misterio de Jesucristo, establecen un contacto entre Dios y la comunidad cristiana de orden sacramental. Y ello porque en ese contacto se contiene la presencia de los actos salvíficos de Jesucristo, con un valor transformativo peculiar, al ofrecer una gracia que hace posible la aceptación de los mismos por parte de la comunidad cristiana, que se reúne explícitamente para participar, para reflexionar, para dejarse penetrar de ellos con el fin de vivir más según sus exigencias. Al a. l. se le atribuye un carácter sacramental por el hecho de que es el marco temporal donde se manifiestan sucesivamente, en las celebraciones culturales, los diversos aspectos que encierra la memoria de la Eucaristía, de la Pascua del Señor, punto supremo en el cual convergen la Eternidad y la Historia humana, fuente y término de todos los Sacramentos.

Porque los diferentes actos redentores de Jesucristo proceden de una Persona divina, eterna, aunque ya hayan sido realizados una vez para siempre en su vida histórica, trascienden las limitaciones del tiempo y se hacen presentes y operantes «hasta la consumación del mundo». En el sacrificio de la Eucaristía esa presencia adquiere su máxima significación. Por eso la celebración eucarística es el alma de las fiestas del a. l. Éstas no son más que explicitaciones del único misterio Pascual, que se explican por la diversa sacramentalidad que suponen los múltiples efectos del mismo.

Como los demás signos sacramentales, también el signo del a. l. tiene una cuádruple dimensión; cada ciclo con sus peculiaridades propias. Así, el ciclo de Adviento – Navidad - Epifanía conmemora las progresivas intervenciones de Dios en la historia, desde las que preparaban, disponían y anunciaban su encarnación hasta su aparición en la tierra como hombre; demuestra los hechos históricos que marcaron su venida al mundo y sus primeras manifestaciones; compromete al hombre a responder con amor, al amor que Dios le revela con su participación en la vida humana; prefigura la última venida de Dios que se realizará definitivamente en la Parusía. El signo litúrgico del ciclo Cuaresma – Pascua - Pentecostés, conmemora las fases de la Alianza de Dios con los hombres, desde el principio de la historia, hasta el establecimiento de la Alianza definitiva por la muerte y resurrección de Jesucristo; demuestra los hechos históricos de la vida del Mesías hasta la manifestación suprema de su amor hacia los hombres; compromete a cada persona a convertirse para vivir según el «hombre nuevo»; prefigura la redención plenaria que se verificará el día en que la Resurrección de Jesucristo será la resurrección total de la humanidad. En el ciclo del Santoral hallamos también la cuádruple dimensión del signo sacramental, pues las memorias de los santos conmemoran la acción transformativa de la gracia de Dios, prometidas en las predicciones de los enviados por el Señor y, finalmente, por Jesucristo mismo; demuestran su vida de entrega total como respuesta al amor de Dios; comprometen a seguir sus pasos para poder llegar a la unión íntima con los hombres y con Dios, y prefiguran cómo la Pascua del Redentor se realiza al término de la peregrinación de la Iglesia, al encontrarse definitivamente los hombres con su Creador.

El Conc. Vaticano II ha promovido una revisión del a. 1. (Const. Sacr. Conc., n. 107), que ha comenzado a realizarse con el nuevo Calendarium Romanum de 1969, ya citado. Se intenta que en las fiestas se ponga más de relieve su aspecto de conmemoración de hechos históricos y su relación expresa con el misterio pascual de la Redención (muerte y resurrección de] Señor).

La Iglesia, al conducir los- cristianos de Adviento a Pentecostés y de Pentecostés de nuevo al Adviento, tiene conciencia de que no se repiten indistintamente las memorias de hechos pretéritos, sino que éstos siguen realizándose, cada vez con más profundidad, con aspectos nuevos, en quienes participan responsablemente en las celebraciones que los significan. Los hechos históricos conmemorados son siempre los mismos, pero por la eficacia interna, de valor inconmensurable, que poseen, son capaces de revelarse más y más y, consecuentemente, de formar con mayor perfección el espíritu de los cristianos y de comprometerles más en la vida.

El a. l. es la medida del tiempo de la Iglesia. Jesucristo aparece en él como «el que es, que era y que viene» (Apc 1, 9). «El año litúrgico no es una representación fría e inerte de cosas que pertenecen a tiempos pasados, ni un simple y desnudo recuerdo de una edad pretérita, sino más bien es Cristo mismo que persevera en su Iglesia y que prosigue aquel camino de inmensa misericordia que inició en esta vida mortal cuando pasaba haciendo el bien, con el bondadísimo fin de que las almas de los hombres se pongan en contacto con sus misterios, y por ellos hacerlos vivir» (Mediator De¡).

Alimentando la fe, con el signo de la proclamación de la Palabra de Dios - elemento esencial de todas las celebraciones litúrgicas- la Iglesia introduce a sus fieles, durante el a. I., a la participación vital del Sacramento que es Jesucristo mismo; por eso afirmaba Pío XI: «Para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucha más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas por autorizadas que sean, del magisterio eclesiástico» (Quas primas).

Para un ulterior desarrollo y más perfecta comprensión del sentido y valor teológico del tiempo y de la historia humana V.: TIEMPO IV-V; HISTORIA VI; CREACIÓN; REDENCIÓN; FIESTAS.

 

BIBL.: BARSOTTI, Misterio cristiano y año litúrgico, Salamanca 1965; l. E. VILANOVA, Per una teología de l'any litúrgic, «Litúrgica» 1, Montserrat 1956; l. PASCHER, El año litúrgico, Madrid 1965; D. JENNY, El misterio pascual en el año cristiano, Barcelona 1965; L. MALDONADO, Biblia y año litúrgico, Madrid 1963; L. LELL, Las liturgias orientales: El año litúrgico, «Rey. Litúrgica Argentina» 27 (1962) 271-303; P. BORELLA, Valeur pastorale de l'année liturgique ambrosienne, «Les Questions Liturgiques et Paroissiales» 43 (1962) 310-321; 44 (1963) 11-36; C. JEAN-NEsmy, Espiritualidad del año litúrgico, Barcelona 1966; J. DANIELOU, Historia de la salvación y liturgia, Salamanca 1965; P. PARSCH, El año litúrgico, 3 ed. Barcelona 1964; E. LOEHR, El Año del Señor, Madrid 1955; Asambleas del Señor. Catequesis de los domingos y fiestas, Madrid 1964-67; C. FLORISTÁN, El año litúrgico, 2 ed. Barcelona 1966; l. SCHUSTFR, Liber Sacramentorum, Barcelona 1945-58; M. GATTERER, Annus Liturgicus, 5 ed. Oeniponte 1945; K. A. H. KELLNER, Heortologie, 3 ed. Friburgo-Br. 1911; Dom GUERANGER, L'année liturgique, 22 ed. Tours 1929, ed. esp. reducida, Burgos 1954; Le Christ hier, aujourd'hui, touiours: La liturgie dans le temps, en «La Níaison-Dieu» 65 (1961); F. X. VEISER, Fétes et coutumes chrétiennes de la Liturgie au folklore, París 1960,

A. ARGEMÍ ROCA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991