Vida. Glorioso pintor italiano del Renacimiento, n. en 1387 en Vicchio di
Mugello, cerca de Florencia. Parece que procedía de familia acomodada,
pero sobre este particular no hay apenas datos. Su verdadero nombre era el
de Guido di Pietro da Mugello, pero lo trocó por el de fra Giovanni da
Fiésole cuando en 1407, en unión de su hermano mayor, ingresó en el
convento de los dominicos de la Observancia, en Fiésole. Pasó un año de
noviciado en Cortona, transcurrido el cual volvió al convento originario.
No residiría en él mucho tiempo, ya que la Señoría de Florencia, que hasta
entonces había mantenido obediencia a Gregorio XII, se declaró
repentinamente en favor del antipapa Alejandro V. Los dominicos se negaron
a reconocer la autoridad de éste, y la comunidad, incluyendo a fra
Giovanni, permaneció cuatro años en Foligno y cinco en Cortona, hasta que,
concluso el cisma en 1418, todos los dominicos regresaron a Fiésole. Ahora
bien, estos años de exilio plantean en toda su dimensión el problema de la
formación estética de nuestro artista. No hay duda de que trabajó en
Cortona en plena posesión de su estilo, y que ya revelaba ser un pintor de
superior categoría. Pero ¿dónde y cuándo se había formado? La tradición de
que, al ingresar en la regla dominicana, tanto él como su hermano mayor,
fra Benedetto, fueran pintores o, por lo menos, miniaturistas, no se ha
confirmado por ninguna prueba documental, mientras que en el exilio de
Foligno pudo conocer mucho y bueno de la pintura umbra. Por ello, la
decisión erudita en boga es la que se niega a considerar de la época
temprana dicha las pinturas de Cortona.
Seguimos ignorando todo acerca de su formación. Lo que no admite
duda es la súbita eclosión de su estilo personal. Y, a partir de su
restablecimiento en Fiésole, desarrollará una gran actividad pintando
sobre todo para su convento fiesolano - el que expande el vivo prestigio
de su labor -, pero también para otros centros monásticos, para el de S.
María Novella, para el de S. María de los Ángeles, etc. Los trabajos para
el, convento de San Marcos, de Florencia, no pueden ser anteriores a 1436,
fecha en que esta casa es abandonada por los monjes de San Silvestre y
concedida por Eugenio IV a los dominicos. En esta larga etapa que entonces
comienza, fra Giovanni emprende la tarea de convertir el convento de San
Marcos en algo así como un museo de su pintura, trabajo que no le impide
crear otras obras para los hermanos de la Observancia de Mugello o para la
iglesia de la Annunziata. Y, en 1437, pinta un retablo para los dominicos
de Perusa. En 1445, ha prosperado la fama de sus virtudes, con un
resultado nonato y otro patente: por una parte, se ha pensado en nombrarle
arzobispo de Florencia, dignidad a cuya aceptación se resiste fra A., y
para la que será nombrado su hermano de religión, el que sería luego S.
Antonino. Pero sí es cierto que Eugenio IV le llama para decorar al fresco
la capilla del Santo Sacramento, en el Vaticano, lo que hizo el artista,
en compañía de otros colegas, entre ellos Benozzo Gozzoli. Nada subsiste
de dicha capilla, derribada a mediados del S. XVI por Paulo III.
Interrumpe sus trabajos romanos para decorar la capilla de San
Bricio en la catedral de Orvieto, regresa al Vaticano, vuelve en 1449 a
Florencia, donde es nombrado prior de su querido convento de San Marcos
para un periodo trienal. En 1452 mantiene conversaciones sobre la
posibilidad de decorar una capilla en la catedral de Prato. En 1454 marcha
a Roma, y allí m. el 18 mar. 1455. Fue enterrado en la iglesia de S. María
de la Minerva, y sobre su tumba se grabaron unos dísticos latinos,
atribuidos a Nicolás V, cuya traducción es: «Que mi gloria no sea la de
haber igualado a Apeles, sino la de haber dado todas mis ganancias, ioh
Cristo!, a tus hijos; con lo que una parte de mis obras pertenece a la
tierra, otra al cielo. Mi nombre es Juan; la ciudad en que nací, la flor
de la Etruria». No merecía menos el que prefirió a la jerarquía arzobispal
el oficio de pintor, de pintor monástico. Y ha sido precisamente esta
especialidad la que ha obstado no poco a la correcta reconstrucción de la
biografía del A., con graves lagunas en el problema de su formación, como
ya se apuntó.
Obra: pintura en tabla. Según el Vasari, fra A. había estudiado
atentamente los frescos de Massaccio en la capilla Brancacci, pero este
dato, por supuesto evidente, no explica todo acerca de la pintura de
nuestro hombre, de complexiones y facturas más estrictamente góticas que
las de la mayoría de sus colegas contemporáneos, aunque ello quizá pueda
deberse a su vida monástica, a su separación del siglo, a la escasa
frecuentación del trato de sus compañeros. No se descarta la posibilidad
de que comenzase como miniaturista, pues, en efecto, muchas de sus obras
tienen la precisión y el grafismo propio de esta especialidad, como lo
prueba también su afición a la inserción de panes de oro. En cualquier
caso, y prescindiendo de atribuciones un tanto arriesgadas para sus años
tempranos de pintor, ambas características son ciertas en la que puede ser
cronológicamente su primera gran obra, esto es, la Anunciación del Museo
de Gesú, en Cortona, más o menos fechable por 1430. Es, sin duda, el
prototipo de un modelo iconográfico que el artista repitió más de una vez,
y con toda seguridad resulta anterior a la versión del Museo del Prado,
procedente de S. Domingo de Fiésole, versión que algún monografista de A.
omite absolutamente, dando pruebas del más ridículo de los nacionalismos.
Si la tabla de Cortona asume la principal novedad iconográfica, con la
invención de un bello arcángel con larga túnica y desmesuradas alas,
inclinándose ante María bajo un porche del primer Renacimiento toscano, la
versión de Madrid, mucho más bella y rutilante, recoge mejor, a la
izquierda, la escena de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, cuyo
jardín florido es mucho más seductor y pintoresco que el de Cortona. Es
cierto que en la versión primera, las tablitas de la predela son, sobre
todo la de los Desposorios de la Virgen, de insigne gracia, mientras que
las correspondientes - del Prado se duda sobre si contendrán colaboración
de Zanobi Strozzi.
Tras la tabla de Cortona, el Tabernáculo de los Linaiuoli, en el
convento de San Marcos, de Florencia, es la primera obra fechable, con
seguridad, en 1433, y consta que L. Ghiberti dibujó el marco. La Virgen y
el Niño de la tabla central son un tanto hieráticos, contrastando con el
dinamismo y la variedad de actitudes que se disfrutan en las tablillas de
la predela. Esta facilidad para mover los personajes, junto a otra
serenidad de rostros que no dudaríamos en relacionar con Giotto, queda
patente en la tabla de Zacarías escribiendo el nombre del Bautista
(Florencia, San Marcos), que es también muestra de las opulentas dotes
cromáticas del A. Otro retablo más, el de Santo Domingo, de Perusa, hoy en
el museo de esta ciudad, está consagrado a la Virgen, S. Domingo y S.
Nicolás de Bar¡, siendo fácil de fechar en 1437. Acaso represente, dentro
de la estética del A., no el momento de máxima belleza, pero sí,
ciertamente, de su mejor equilibrio conceptivo. El esmero con que ha
procurado solemnizar su tabla mayor se conjuga perfectamente con el
pintoresquismo mostrado en las tablitas de la predela, dos de ellas
conservadas en el Museo Vaticano. En éstas aparece un elemento poco
prodigado por el artista, y es el del misterio, tanto si se narra la
vocación del santo de Bari como la notable y bien observada escena de la
descarga de trigo de un barco, con un realismo y un criterio de pintura
costumbrista casi excepcionales e el pintor de Fiésole, en el que
raramente volveremos hallar semejante popularismo.
Con lo cual, nos vamos aproximando a la pieza cumbre del artista, el
retablo de La Coronación de la Virgen en el Museo del Louvre. La vaguedad
de fecha que comúnmente se le adjudica, todo el decenio comprendió entre
1430 y 1440, creemos que deba decantarse preferentemente hasta el último
de estos años, en razón de s madura belleza. Es lógico que el exigente
Bernard Berenson se, entusiasme a la vista de esta obra maestra se
pregunte: «¿Qué hay en todo el mundo del arte más juvenil que la
Coronación de la Virgen de Fra Angélico en la que el júbilo está pintado
en todos los rostros, 1 línea y el color tienen las gracias del lirio, y
la composición de una ingenuidad infantil, pero de indecible be lleza?» El
retablo fue pintado para Santo Domingo d Fiésole, y allí lo vio y lo
encomió el Vasari, juzgándole «superior a todas las obras de Fra Giovanni
y en la que él se superó a sí mismo». Allí, en Fiésole, permanecí hasta
1812; rapiñado por las tropas de Napoleón, y por no ser tenido en otro
concepto que el de pura antigualla no fue devuelto a Italia a la caída del
emperador. Su tema, el de la Virgen arrodillada ante Jesucristo, que
procede a coronarla, ante un nutrido concurso de ángeles y santos, no
precisa de otros comentarios - excluida la posibilidad de indagar en la
neta belleza- que los formales, esto es, la rara composición - y, sin
embargo, convincente- en dos pisos, y la libertad de presentar en primer
término a santos y santas dando la espalda al espectador, licencia casi
grave. Por lo demás, la brillantez del colorido, la delicadeza del diseño
y la profusión de oros componen un centelleo de gama inaudita ante cuyo
hechizo se inclinan todos los contempladores. Las siete tablitas de la
predela no pretenden semejante grandeza, y el artista, fiel a sus
convicciones, sólo las dota de eficacia narrativa, distribuyendo en ellas
escenas de la vida de S. Domingo. Otro retablo, La Virgen rodeada de ocho
ángeles y de los santos Lorenzo, Juan Evangelista, Marcos, Cosme, Damián,
Domingo, Francisco y Pedro Mártir, será de semejante fecha al del Louvre y
se conserva en el convento de San Marcos, de Florencia. De nuevo, las
tablas de la predela, exclusivamente consagradas a la hagiografía de Cosme
y Damián, son de plena eficacia narrativa en esta pieza de ca. 1440. Y de
la misma fecha es la preciosa tabla del Descendimiento, en el propio
convento florentino; la cual, aun siendo pródiga en tipos humanos
inolvidables, seduce aún mayormente por el asombroso paisaje del doble
fondo, en el que la ingenuidad se torna rigurosa, geométrico, de
cautivadoras y mandantes perspectivas. Aún alguna tabla de muy última
época - ca. 1450- como la del juicio Final, Ascensión y Pentecostés, en la
Galería de Roma. Añade poco al anterior brillo del artista, y sus dos
mitades se compenetran mal.
Pintura al fresco: convento de S. Marcos. Hasta aquí se ha repasado
lo más cuantioso de la pintura angélica sobre tabla, y ahora procede hacer
otro tanto con la realizada al fresco, en los lugares que ya fueron
indicados en el escueto resumen biográfico. Es indudable que esta técnica,
aun dominada plenamente por el artista, no puede resultar ante nuestra
vista tan seductora como la anterior, ya que nunca podrá ofrecer la
brillantez de colo. rido característica de fra A., ni estar ayudada por
sus oros, sus carmines y sus tonos de lapislázuli. Pero, inversamente,
podremos encontrar en el fresco, pese a sus tonos apagados, una mayor
sensación de grandeza, por que no en vano e artis a oper con super lcies
muc o mayores. Y el gran museo de pintura al fresco de fra A. es su
convento de San Marcos, de Florencia, donde el artista, sin salir de casa,
podía decorar a su antojo, tanto en la sala capitular o en el claustro
como en las celdas de sus hermanos en religión. Él no predicaba
verbalmente, sino pictóricamente; no con la palabra, y sí con la imagen.
Y, por supuesto, el procedimiento difería de una a otra técnica. Si creía
conveniente emplear, cara a los profanos, un lenguaje multicolor y
esmaltado de seducciones, todo, dentro del convento, se hacía más sobrio,
con grandes fondos planos, con mayor y más hermética solemnidad. De aquí
la recogida grandeza de Santo Domingo al pie de la cruz, en el claustro,
de la gran Crucifixión, de la Anunciación, tan desnudado de preciosidades
si recordamos la del Prado, de la Coronación de la Virgen, elemental ante
la del Louvre, de las otras decoraciones de celdas. Menos seductor, sin
duda, pero más directo. Y, en cambio, otros frescos, los de la capilla de
Nicolás V en el Vaticano, demuestran que aquella sobriedad sólo se dirigía
a sus hermanos los monjes, porque los muros del ilustre recinto romano son
objeto - se supone que en atención a la jerarquía pontificia- de todo el
mimo pictórico, de todo el miniado y el pormenor compatible con las
difíciles reclamaciones de la técnica fresquista, con lo que las escenas
de la vida de S. Lorenzo se aproximan más a su pintura sobre tabla que a
su decoraciones de San Marcos. Y en algún caso, como en la escena del
Martirio de San Lorenzo, acusan una intención de realismo muy lejana del
larvado que hemos venido observando en las tablitas de sus predelas. Y es
que de todo hubo en el repertorio - forzosamente vacilante y ecléctico-
del óptimo artista transitivo que había comenzado su carrera bajo
auspicios netamente góticos y que la terminaría dentro del arte del
humanismo militante. El gran fraile florentino había sabido atravesar esa
etapa de transición tocando todo con su inimitable sentido de gracia y de
fragancia, de convicción y de ingenuidad, de encanto y de ternura.
BIBL.: E. CARTIER, Vie de Fra
Angelico de Fiesole, París 1902; H. C. COCHIN, Le Bienheureux Fra Angelico
de Fiesole, París 1906; A. SERAFINI, L'epopea cristiana nei dipinti di
Beato Angelico, Orvieto 1911; G. BAZIN, Fra Angelico, París 1949; ¡.POPE-HENNESSY,
Fra Angelico, Londres 1952; C. G. ARGAN, Fra Angelico, Ginebra 1955; T.
SEISDEDOS, Fra Angélico. La Anunciación, «Arte Español» XV (1944) 106-7
(sobre la restauración de La Anunciación, del Prado).
A. GAYA NuÑo.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
|