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María, la primera persona
de la historia


Partiendo de lo expuesto en apartados anteriores queremos presentar ahora un ensayo de mariología en perspectiva de realización personal. Pensamos que, por gracia de Dios, María es ante todo una persona y de esa forma venimos a estudiarla en un trabajo de síntesis teológica que incluye cinco temas. 1) A la luz del pensamiento de Juan Pablo II, veremos a María como la primera de los pequeños que conocen a Dios. 2) Su primacía tiene sentido y forma cristológica; por eso debemos precisarla partiendo de Jesús, a quien veremos como encarnación personal de Dios. 3) Desde ese fondo mostraremos la historia personal de María, es decir, los momentos de su realización como creatura libre, independiente, que se va haciendo a sí misma. 4) Eso nos permitirá tratar de sus relaciones personales, esto es, de los momentos de su encuentro con Dios y con los hombres. 5) En esta perspectiva, y retomando de forma creadora el magisterio de Juan Pablo, fijaremos el sentido de María como mujer, desde el transfondo actual del feminismo.


I. MARÍA LA PRIMERA DE
LOS PEQUEÑOS QUE CONOCEN A DIOS

Así la ha presentado Juan Pablo II en el centro de la Redemptoris Mater: María «es la primera de aquellos pequeños de los que Jesús dirá: Padre... has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños (Mt 11,25)» (Redemptoris Mater 17, = RM 17). Vinculada a la kénosis del Cristo, María se halla unida al despojo y sufrimiento de todos los pobres de la historia (cf. RM 18).

En María se han unido para siempre conocimiento de Dios y pobreza. Ella conoce a Dios precisamente porque es pobre y pequeña sobre el mundo; le conoce porque asume la historia de los pobres que buscan hartura y libertad, el don del reino. Pero, al mismo tiempo, debemos afirmar que sólo es pobre de verdad, en gesto de ayuda solidaria a los que están necesitados, porque ha sabido escuchar la voz de Dios y le responde desde el fondo de su vida. En esta perspectiva, las palabras de Juan Pablo II asumen el mensaje mariano del Vaticano II:

Ella misma (María) es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado (cf. Gén 3,15). Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (cf. Is 7,14; Miq 5,2-3; Mt 1,22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y los pobres del Señor que de él esperan con confianza la salvación (Lumen Gentium 55).

María está ligada, según eso, a la batalla que Dios ha establecido contra los poderes del mal en el principio de la historia. Ella es la «madre de la vida», principio de la nueva humanidad reconciliada. Pues bien, sobre esos temas que son clásicos en las mariologías anteriores, el Vaticano II ha introducido un tema nuevo, más ligado a la misma realidad social del mundo: María vine a presentarse como representante de los pobres y humildes de este mundo. De esa forma asume eso que pudiéramos llamar la teología religiosa de los «anawim» o pobres de Yahvé que esperan en la redención de Dios sobre la historia.

María «sobresale» (praecellit) entre los humildes y los pobres. Eso significa que ella se sitúa en el reverso de la historia, en el lugar donde se encuentran los vencidos de la tierra. Ella «sobresale», es decir, viene a presentarse como «pobre por antonomasia», no para humillarlos desde arriba sino para compartir con ellos la existencia, dándoles ejemplo de apertura a Dios y de esperanza. En esta línea viene a situarnos de nuevo Pablo VI:

(La mujer contemporánea)... comprobará con gozo que María de Nazaret, aun habiéndose abandonado a la voluntad de Dios, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue una mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos de este mundo (cf. Le 1,51-52); reconocerá en María «que sobresale entre los humildes y Ios pobres» (LG 55) una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio (cf. Mt 2,13-23): situaciones todas estas que no pueden escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad... La figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna profunda de los hombres de nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto del discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la caridad que socorre al necesitado, pero sobre todo testigo activo del amor que edifica Cristo en los corazones (Marialis Cultus 37).

En estas palabras se retrata eso que pudiéramos llamar «el alma mariana de Pablo VI». De esa forma ha expresado en María el retrato de aquello que ha sido su existencia. La Virgen María «nos ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y la belleza sobre el tedio y la náusea» (MC 57). Pues bien, sobre ese fondo de «serenidad mariana» vienen a expresarse unos motivos fuertes, creadores, que son clave en la visión del evangelio.

Sin cerrarse en lo económico, la pobreza de María hay que entenderla en clave económico-social. Ella ha conocido experiencialmente el sufrimiento y la injusticia de la tierra; por eso ha tenido que escapar, como fugitiva a quien persigue la justicia. Todo espiritualismo intimista que banalice la pobreza social de María es contrario al evangelio.

También es contraria al evangelio la actitud de aquellos que desligan a María de la lucha política de nuestra tierra. Ella se proclama servidora de aquel Dios que es «vindicador de los humildes y oprimidos»; por eso, sus devotos tienen que «secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad». Antes de ser modelo o signo de la Iglesia, María es signo y principio de liberación total humana, en actitud abierta hacia los pobres de la tierra.

Finalmente, María ha vinculado conocimiento de Dios y ayuda a los que están necesitados. Ella es una «mística» en el plano radical de la palabra: ha descubierto y venerado el misterio de Dios en la pobreza y pequeñez del mundo. Por eso, su experiencia de Dios se traduce en forma de servicio liberador, a la luz de las palabras del Magnificat. Desde el fondo de la historia de su pueblo, unida a los hambrientos y oprimidos, María ha descubierto el sentido de Dios y le conoce como el gran «vindicador», aquel que sigue liberando a los que se hallan oprimidos.

A partir de aquí, y fundados en el magisterio general de Juan Pablo II, queremos condensar su aportación mariológica. Lo haremos a partir del texto ya citado de RM 17, distinguiendo sus aspectos principales. 1) María aparece como la primera: este título define su función en la historia salvadora. 2) María es la primera entre los pequeños: está en el centro de una humanidad oprimida que busca a Dios buscando su propia redención, su verdadero reino. 3) Finalmente, María conoce a Dios y sabe presentarle desde el mismo fondo de pobreza de este mundo.

1. María, la primera

María es la primera por gracia de Dios y no por méritos propios o virtudes dentro de la historia. Significativamente, el Papa dice que ella es la primera de aquellos a quienes Dios se autorrevela, mostrándoles la hondura de su ser en Cristo (RM 17). Dios ha querido introducirse de manera irrevocable en la historia de los hombres; pues bien, María es la primera en acogerle, recibiendo su misterio de amor-gracia (RM 36).

Acogiendo el don de Dios, María es la primera de los creyentes (RM 26, 43, 46). De esa forma ha culminado el camino que empezaba ya en Abraham, el camino de una vida abierta a la obediencia de la fe que significa «escucha de Dios y su palabra» (cf. RM 13). Así podemos afirmar que María ha proclamado el primer «fiat» verdadero de la historia; en ella se ha cumplido aquel itinerario de la fe que es el camino de la alianza (cf. RM 1, 2).

Dando un paso más en esa línea, Juan Pablo II ha podido presentar a María como la primera cristiana de la historia. Ella no se ha limitado a creer en Dios de una manera general. Ha experimentado la presencia del Dios de Jesucristo, ha conocido al Padre, de manera que podemos llamarla ya «discípula», primera entre todos los hombres y mujeres que han seguido a Jesús en el camino de la historia (cf. RM 20).

Pero aún podemos decir más. María es la primera misionera. Ciertamente, ella no es apóstol, en sentido jerárquico (RM 26), pero se encuentra en el Cenáculo del Cristo. No es apóstol, pero indica a los que viven sin vino de bodas sobre el mundo el camino que conduce al Reino (cf. Jn 2,5). Por eso es verdadera misionera: «es la primera entre aquellos que sirviendo a Cristo también en los demás, conducen en humildad y paciencia a sus hermanos al rey (a Cristo)» (RM 41).

En todos estos casos, que el Papa ha resaltado, María viene a presentarse ante nosotros como primera en un sentido radical, como creatura de Dios, como creyente. Nosotros, a partir de ese principio, hemos querido definirla como la primera persona humana de la historia. En ese aspecto hemos querido distinguirla de Jesús que es primero en sentido originario, pero no es «persona humana». María, en cambio, es la primera de las personas: aquella quesurgiendo del amor de Dios, permaneciendo siempre creatura, ha realizado de una forma ejemplar y fundante el sentido de la humano a partir de Jesucristo.

Dos son, a mi entender, los rasgos de la primacía de María. Uno es más estructural, otro más genético. El primero destaca el aspecto ejemplar de María, el otro el plano histórico. Ambos unidos nos ofrecen su sentido como imagen y principio de lo humano, a partir de Jesucristo.

En plano estructural, María es la primera porque ella condensa, como en signo y figura, la verdad de la presencia de Dios, la plenitud de la existencia de los hombres. Ella es figura o modelo de la Iglesia, pues realiza de manera plena aquello que los fieles van buscando como a tientas. Ella es signo de elección de Dios, señal de su esperanza para todos los que estamos todavía en el camino (cf. RM 2, 11). Por eso la podemos presentar como un «espejo», aquel «modelo» en que la Iglesia ha de mirar para saberse realizada (cf. RM 25, 42). Estas expresiones, que nos pueden parecer simbolizantes, quizá un poco platónicas, transmiten un dato muy valioso: la redención de Dios en Cristo no ha venido a realizarse en el vacío. La humanidad es más que un simple balbuceo, más que un choque de posturas, una lucha donde todo acaba en el fracaso. Fundándose en Jesús, Hijo de Dios, surge en María el misterio de lo humano: ella es la humanidad reconciliada que acoge la palabra de Dios y le responde; en ella se realiza aquello que todos los demás estamos anhelando.

En un plano genético, de tipo más histórico, María viene a presentarse como «madre» de los hombres y del mismo conjunto de la Iglesia (RM 2). Ella «coopera con materno amor a la generación y educación de los hijos e hijas de la madre Iglesia» (RM 44). Dios mismo ha querido que los hombres podamos nacer a la vida y madurez en «una dimensión mariana» (RM 45). Contamos con una madre que nos educa-ama-protege (RM 45-46). Por ella se explicita la paternidad de Dios sobre la historia. Ella es la mujer que apareciendo como madre desde el principio al final de la Escritura (del Génesis al Apocalipsis) puede presentarse como garantía de la revelación de Dios sobre la tierra (cf. RM 47).

Siendo la primera persona de la historia, María es un modelo y un principio de vida sobre el mundo: es la mujer originaria, es portadora del Espíritu. Veamos primero el rasgo pneumatológico: como figura materna de Dios dentro de la historia, María es reflejo y presencia de su Espíritu de amor sobre la tierra (cf. RM 45). En segundo lugar, ella es presencia de Dios por su misma condición de mujer; su entrega laboriosa, resistente y oblativa (RM 46), su amor materno y femenino vienen a mostrarse como signos de Dios sobre la tierra (cf. RM 45, 46). Pero en un sentido todavía más profundo, María se desvela como signo de Dios para los hombres por el mismo lugar que ella ocupa y la función que realiza dentro de la historia.

Veamos ese tema. El Papa se halla convencido de que estamos en un tiempo crucial, en medio de la lucha que mantienen Dios y la serpiente. Pues bien, María, la madre del Verbo que se vuelve carne dentro de la historia, «está situada en el centro mismo de esa lucha» (RM 11; cf. Gén 3,15; ApJn 12,1). De esa forma es signo de presencia de Dios y garantía de esperanza para el mundo. Ella ha llegado ya al final y plenitud de su camino. De esa forma abre el camino y antecede a los que estamos todavía luchando sobre el mundo.

María es según eso la primera pues precede al Cristo en el adviento del AT, allí donde avanzamos hacia el culmen de los tiempos. En la noche de la espera «comenzó a resplandecer como una verdadera estrella de la mañana (Stella Matutina)... Igual que esta estrella junto con la aurora precede a la salida del sol, así María desde su concepción inmaculada ha precedido la venida del salvador, la salida del sol de justicia en la historia del género humano» (cf. RM 3). El consentimiento y «fiat» de María preparan de esa forma la llegada de la Encarnación (RM 13).

María es la primera porque ha precedido a la Iglesia, abriendo con su propia fidelidad y con su vida un camino que los fieles han de recorrer después hasta el final. También la Iglesia debe portarse como «virgen» (guardando fidelidad al Cristo-esposo); también la Iglesia es madre (engendrando siempre nuevos hijos). De esa forma, asumiendo el testimonio de los apóstoles, la Iglesia asume y continúa el camino que María, la primera creyente, le ha trazado (cf. RM 5, 27).

María precede a cada uno de los fieles que luchan todavía sobre el mundo. Por eso viene a presentarse como «estrella del mar (stella manis) para todos los que aún siguen el camino de la fe» (RM 6). De esa forma les conduce y guía en la jornada de la vida en los riesgos y tormentas de este mundo, llevándoles al puerto seguro de los cielos. Por eso decimos que ella «antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante» (RM 29).

María nos precede en el umbral del siglo XX. Juan Pablo II interpreta la historia como un drama, una batalla en que se enfrentan Dios y la serpiente (cf. RM 11). Pues bien, en medio de ese drama, anunciando la llegada de Jesús y el surgimiento de la Iglesia, aparece la figura de María. Así lo ha recordado el Papaal prepararse (prepararnos) para celebrar el jubileo del año 2000 como señal nueva y profunda de presencia de Dios entre los hombres. Recordando el nacimiento de María preparamos desde ahora la gran celebración mesiánica del nacimiento de Jesús «ya que el final del segundo milenio cristiano abre como una nueva perspectiva» (cf. RM 49). En esta perspectiva de la «lucha escatológica» recibe su sentido la figura de María. Ella es la primera: ha comenzado un camino que nosotros debemos recorrer, según su ejemplo. De esa forma nos conduce hasta el lugar central de nuestra historia. 1

2. Primera de los pequeños

Primeros para el mundo son aquellos que disponen de poder y de dinero y de esa forma sobresalen por encima de los otros. Primeros para el Reino son en cambio aquellos que no tienen dinero ni poder sobre la tierra: son los cojos-mancos-ciegos que Jesús ha enriquecido con su gracia y amor en el camino. Este es el lugar donde nos viene a situar el evangelio:

Si alguien quiere ser primero sea el último de todos y el servidor de todos (Mc 9,35). Si alguien quiere hacerse grande entre vosotros sea vuestro siervo. Y el que quiera ser primero entre vosotros sea servidor (esclavo) de todos (Mt 10,44).

Se vinculan de esa forma pequeñez y servicio (Mt 18,1-5). Pequeño es quien renuncia a dominar, poniéndose al final de todo el grupo. Su renuncia adquiere sentido y dignidad cuando se viene a presentar como servicio hacia los otros. En esta perspectiva pueden distinguirse dos tipos de pobres y pequeños.

En primer lugar están los pequeños obligados, aquellos que no tienen opción para vivir de otra manera. Son los pobres de Lc 6,20: los últimos del mundo, aquellos que no pueden elegir su propia suerte. Son pobres por imposición social o por infortunio de la vida.

En segundo lugar están aquellos que escogen un camino de pobreza y de servicio, en la línea de Mc 9,35 y de Mt 5,3. Ellos son pobres por elección. Han descubierto la riqueza del reino y descubren la presencia de Dios en el camino de opresión y de pequeñez del Cristo. Así son pobres en razón del evangelio.

Esta segunda perspectiva nos ayuda a interpretar el gesto de María. Parece claro que ella es de familia humilde y pobre, con un

1. Introducen el tema E. Tourón del Pie, Redemptoris Mater, en Nuevo diccionario de Mariologia (NDM), Paulinas, Madrid 1988, 1684-1689, y S. de Fiones, Maria nella teologia contemporanea, Monfortane, Roma 1987.

tipo de pobreza que en principio no ha sido escogida. Pero en un segundo plano, según el evangelio, ella asume el camino voluntario de pobreza de Jesús, como señal de reino. En esta segunda perspectiva interpretamos la palabra de Juan Pablo II que ha venido a definirla como la primera de los pobres. Surgiendo por su origen en el mundo de los pobres, ella misma ha escogido el camino de pobreza a partir del evangelio: quiere hacerse servidora con Jesús, entregando su vida por los pobres y pequeños de la tierra, en la línea del Reino.

Desde el Vaticano II (LG 55), suele decirse que María pertenecía a los «anawim», los pobres de Yahvé, que aguardaban piadosamente la llegada del Mesías. Juan Pablo II ha resaltado la pobreza religiosa de María, como señalamos a partir de RM 17: «es la primera de aquellos pequeños a los que Jesús dirá: Padre... has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños». Inteligentes y sabios son, sin duda, los rectores de Israel: escribas de la ley, sacerdotes del templo, fariseos de la vida pura y observante. Ellos son los profesionales de la religión, hombres que saben, sopesan y deciden el misterio. Pues bien, en otra línea están los «nepioi»: aquellos que interpretan la sabiduría religiosa como don y acogen de manera gratuita el evangelio. Debemos afirmar que entre ellos se encuentra María como pobre en sentido religioso.

Pero esa visión de la pobreza ha de ampliarse. María es también pobre en plano político-social y económico, en la línea de Lc 1,51-53. Ella se vincula a los hambrientos v oprimidos, en un gesto muy claro de «opción en favor de los pobres» (cf. RM 37). De esa forma ha vinculado actitud interior y vida externa, compromiso personal y forma de existencia. Esto nos sitúa en el mismo centro del Magnificat.

Siguiendo el carácter espiritualizante de gran parte de las versiones modernas, el Papa ha traducido los «tapeinous» de que habla María en Lc 1,52 por «humildes». Esa traducción es buena, pero resulta insuficiente. Los hombres con los que María se identifica en el Magnificar son hambrientos materiales, en oposición a los saciados, son los oprimidos sociales (tapeinous) en oposición a los opresores. Precisamente éstos, los hambrientos y oprimidos, aparecen como el pueblo de María sobre el mundo.

En relación con ellos no basta un amor espiritualista y universalizante en sentido interior. El universalismo debe traducirse en forma de opción por los pobres, el espiritualismo del amor en forma de ayuda a los que están más necesitados. Desde esta perspectiva se distingue el canto de María de aquel himno más particulary nacional de Zacarías, es decir, el Benedictus (Lc 1,68-79). Zacarías habla de un restablecimiento del pueblo de Israel en cuanto tal (cf. Lc 1,71,74-75). María, en cambio, ha presentado un tipo de piedad universal, que está fundada en la elección que Dios ha realizado, al escoger a los hambrientos-oprimidos de este mundo como signo y principio de su reino. En medio de ellos aparece María como primera de los pobres, la representante mesiánica de todos los pequeños de la tierra.

María se sitúa en el lugar donde la historia divide a pobres y ricos, a opresores y oprimidos (cf. Lc 1,51-53). Pues bien, ella ha descubierto que Dios muestra su fuerza y salvación al desvelarse como principio de amor recreador que actúa en los más pobres: de esa forma hace surgir un hombre nuevo, ya reconciliado. Las antiguas diferencias nacionales cesan. Cesa un culto religioso interpretado en clave exclusivista. Surge por la acción de Dios y desde el fondo de la historia de los pobres el hombre universal, reconciliado con el hombre.

En esta línea se sitúa, a mi entender, el Papa cuando entiende el Canto de María como «opción en favor de los pobres». Ella ha venido a situarse en la misma perspectiva de su Hijo, que dirá más tarde: «Dios me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres» (Lc 4,18; RM 37). Su mismo amor universal de madre mesiánica viene a traducirse como gesto de servicio a los pequeños. En esta dirección nos pone un pasaje peculiar y fuerte de la encíclica del Papa:

El misterio de la encarnación constituye el cumplimiento sobreabundante de la promesa hecha por Dios a los hombres después del pecado... (Gén 3,15). Viene al mundo un Hijo, el «linaje de la mujer», que derrotará el mal del pecado en su misma raíz: aplastará la cabeza de la serpiente. Como resulta de las palabras del protoevangelio, la victoria del Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha que penetrará toda la historia humana. La enemistad anunciada al comienzo es confirmada en el Apocalipsis... donde vuelve de nuevo la señal de la «mujer», esta vez «vestida del sol» (ApJn 12,1). Maria, madre del Verbo Encarnado, está situada en el centro mismo de aquella enemistad, de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación (RM 11).

A la luz del canto de María (del Magnificat), esta enemistad o batalla en que se enfrentan Dios y el Diablo debe interpretarse en términos sociales: es la lucha en que combaten ricos y pobres, opresores y oprimidos; es la lucha y la injusticia que Dios mismo viene a superar por Cristo cuando llegue el culmen de la historia (cf. Lc 1,51-53). No es batalla de piadosos de Israel contra gentiles malos. Es combate universal, la guerra en la que al fin han de vencer los más pequeños y oprimidos de la tierra, por la gracia de Dios que se desvela ahora de forma transformante. La función de Israel como nación ha terminado. Superando el viejo espacio nacional socio-religioso del pueblo que ha querido cerrarse en sí mismo, emerge por María el universo de los pobres donde todos tienen sitio, donde todos pueden encontrar en Dios su recompensa.

Por eso, ella se puede presentar como primera de esos pobres. María sigue siendo la mujer piadosa que eleva su plegaria ante el Señor, pidiéndole asistencia. Pero, al mismo tiempo, es la mujer comprometida que alza un canto en favor de los pequeños de la historia. Los dos planos se encuentran vinculados. La lucha más social de que nos habla el Magnificat ha de interpretarse como una expresión y consecuencia del amor de Dios en favor de los que han sido siempre derrotados dentro de la historia. La lucha más sacral de Gén 3,25 y ApJn 12,1 que parece enfrentar a Dios con la serpiente ha de entenderse también en términos sociales. Es una lucha que debe culminar en la victoria de la gracia de Dios sobre el orgullo, prepotencia e injusticia de los hombres. En el lugar donde se cruzan las dos líneas encontramos la figura de María.

María está en plano sacral: es como «el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios». Es la más pobre de la tierra, es signo de «la gloria de la gracia de Dios» que nos ofrece plenitud y salvación en Cristo (RM 11).

María está en plano social. Ella «es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos» (RM 37). Por eso, ha proclamado la llegada salvadora del tiempo mesiánico (Lc 1,51-53); por eso anuncia la venida del mesías de los pobres, ofreciendo a los hombres la esperanza de su liberación completa, en plano de amor y de justicia.

De esta forma se han unido gracia de Dios y acción humana. María es signo de la gracia, expresión del amor universal de Dios hacia los hombres. Pero ella es, al mismo tiempo, signo de la acción transformadora de los pobres. De esa forma es la primera de todos los pequeños: es representante de aquellos que no encuentran quien les represente, pues no tienen dignidad y valor sobre la tierra. Es la voz de aquellos que carecen de voz, la esperanza de aquellos que parecen ya carentes de esperanza. Desde la misma pequeñez del mundo, María ha elevado una palabra de protesta y nueva creación en favor de todos los que están aplastados y oprimidos sobre el mundo. Puede hablar en nombre de los pobres porque es la primera de los pobres, su representante en el camino de la historia salvadora.

3. Que conocen a Dios

En María se cumple la palabra radical del evangelio, aquella en que se dice que los pobres son evangelizados (Mt 11,5; Lc 4; 18). Pero, conforme a RM 17, tenemos que añadir que ella es primera de los pobres que conocen a Dios (cf. Mt 11,25-27). De esa forma, aquellos pobres que antes parecían objeto pasivo de la historia (destinatarios de amor) se convierten en sujeto activo de esa misma historia: asumen de manera personal su camino y se realizan plenamente como humanos, en gesto de apertura a Dios y hacia los hombres. En esta perspectiva se entrelazan los dos conocimientos: los pobres, evangelizados por Jesús conocen a Dios; al mismo tiempo, ellos conocen a los otros pobres de la historia, iniciando así un camino de liberación abierto al reino.

Conforme a la Escritura, el conocimiento no es teoría. Sólo se conoce de verdad cuando se logra unidad de amor, cuando surge un compromiso de servicio dirigido hacia los hombres que intentamos conocer. Pues bien, en esta línea hay que añadir que el amor-conocimiento de Dios se ha vinculado para siempre al amor-conocimiento de los hombres, conforme indica el evangelio. Por eso, debemos añadir que María conoce a Dios en la medida en que conoce-ama a los pequeños de la tierra. De esta forma se vincula amor a Dios y amor a los hermanos, conforme a Mc 12,28-34. Se han unido así el aspecto sacral y social de la existencia, como sabe bien el Papa:

La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magnificat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes que, cantado en el Magnificat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús (RM 37).

Conocimiento de Dios (cf. RM 17) y amor humano resultan de esa forma inseparables. Por eso dice el Papa que María conoce a Dios en la obediencia de la fe (RM 13): le ha descubierto en el camino de la entrega por el reino, en contra de la virgen-Eva que prefiere encerrarse en un gesto de realización egoísta, que le desliga de Dios y que le enfrenta con los hombres (RM 19). Empleando una palabra que debe interpretarse siempre con cuidado, Juan Pablo II afirma que María «se abandona» en el designio insondable de la gracia que Dios le ha revelado (RM 14, 15). Se abandona amorosamente en Dios y colabora en la tarea de transformación mesiánica del mundo.

Decimos que el lenguaje del Papa pudiera resultar algo ambiguo, pues destaca las palabras de madre y esclava. «La maternidad de María, impregnada profundamente por la actitud esponsal de esclava del Señor, constituye la dimensión primera y fundamental de aquella mediación que la Iglesia confiesa y proclama respecto a ella» (RM 39). Este lenguaje es malo si se entiende en categorías de sometimiento femenino, convirtiendo a la virgen-madre (a la mujer) en una esclava del marido. Pero este es un lenguaje bueno si se entiende en clave de apertura a Dios y entrega hacia los hombres, desbordando los niveles de lo masculino y femenino. Así ha de interpretarse el diálogo entre Dios y María como expresión de mutua entrega:

Por una parte, María se entrega a Dios en donación total de sí, de su persona, al servicio de los designios salvadores del Altísimo. Por otra parte, Dios mismo, el eterno Padre se entregó a la Virgen de Nazaret, dándole su propio Hijo en el misterio de la encarnación (cf. RM 39).

Este es un modelo de igualdad dialogal. Ciertamente, María se ha entregado, dando su consentimiento a la palabra de Dios. Pero lo hace porque el mismo Dios se le ha entregado, poniendo en sus manos de mujer y madre (de persona) lo más grande que tiene: el Hijo eterno. De esa forma colaboran Dios y el ser humano, en el centro de la historia, en actitud de conocimiento mutuo:

(María) ha respondido por tanto con todo su «yo» humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu santo... Este «fiat» de María —«hágase en mí»— ha decidido desde el punto de vista humano la realización del misterio divino (RM 13).

El mismo Dios se entrega en manos de María. Ambos se conocen al dialogar; dialogan al ponerse uno en las manos del otro. Por eso, María es ante Dios más que una esclava. Ella es persona que acoge la palabra y responde, en actitud de colaboración con el misterio 2. En ese aspecto, donde el Papa dice que María actúa con «todo su yo humano, femenino» (RM 13), añado y digo que ella actúa «con toda su persona» (cf. RM 39). Ella emerge así como ser nuevo, independiente: es capaz de situarse ante Dios y responderle en clave de igualdad, es ya persona. Pues bien, siguiendo en esta línea, debemos añadir que María conoce a los hombres en gesto

2. Relaciona conocimiento y diálogo H. U. von Balthasar, Wahrheit I, Ein-siedeln 1947. Sobre María en perspectiva de diálogo fundante de lo humano, cf. M. Navarro, María, la mujer, Claretianas, Madrid 1987.

de solidaridad y acción liberadora (cf. RM 37). Su encuentro con Dios se ha traducido y expresado como urgencia de encuentro creador interhumano.

La que en la anunciación se definió como esclava del Señor fue durante toda su vida terrena fiel a lo que este nombre expresa, confirmando así que era una verdadera discípula del Cristo... «el cual no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28). Por esto, María ha sido la primera entre aquellos que sirviendo a Cristo también en los demás, conducen... a sus hermanos al rey, cuyo servicio equivale a reinar (RM 41).

En Cristo se vinculan, según eso, amor a Dios y gesto de servicio hacia los hombres (cf. RM 37). El encuentro con Dios, que es misterio de amor, viene a expandirse en un camino de apertura hacia los hombres, en un itinerario en que María va expresando y realizando su verdad como creyente (cf. RM 2, 5, 6).

La madre de aquel Hijo (de Jesús)... lleva consigo la radical novedad de la fe: el inicio de la nueva alianza. No es difícil, pues, notar en este inicio una particular fatiga del corazón, unida a una especie de «noche de la fe» —usando una expresión de san Juan de la Cruz—, como un «velo» a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio (RM 17).

Dos son, a mi juicio, los rasgos principales de la fatiga de la fe que ha superado María en su camino. a) Es la fatiga mística del encuentro con Dios que se vela en los hermanos, siendo siempre divino, trascendente. Por eso, conocerle implica superar las fijaciones y egoísmos que nos atan sin cesar sobre la tierra (por seguir en el esquema de san Juan de la Cruz). b) Pero hay también una fatiga de la caridad en el encuentro activo con los hombres: es la dificultad que sentimos para encontrar a Dios en los más pobres de la tierra; la dificultad que hallamos para servirles y ayudarles, en gesto de plena gratuidad, superando así todo egoísmo viejo de la historia.

Pues bien, María ha mantenido su amor en la fatiga, buscando siempre a Dios en su actitud de servicio a los hermanos, por el Cristo. Ella vincula para siempre amor a Dios y gesto dirigido hacia los pobres, en ámbito de reino. Así viene a mostrarlo el evangelio en los tres pasajes primordiales de eso que pudiéramos llamar la mariología mesiánica.

El primero es el Magnificat (Lc 1,45-55; RM 35-37). María ha vinculado de forma poderosa conocimiento de Dios (a quien invoca como santo-potente-misericordioso) y conocimiento activo de los hombres. Por eso, como la primera de los pobres, ella canta a Dios cantando ya la libertad y liberación de los hambrientos y oprimidos de la tierra. De esta forma su mística de encuentro sacral (engrandece mi alma al Señor, se alegra mi Espíritu en Dios mi salvador), viene a expandirse y realizarse como gesto de servicio hacia los más necesitados (derriba del trono a los poderosos, eleva a los oprimidos...).

El segundo es el pasaje de las bodas de Caná (Jn 2,1-12; RM 21). Convidada ya a las nupcias del amor de Dios, María ha descubierto la necesidad de los hombres que «no tienen vino». Así viene a situarse y situarnos en el lugar de las carencias de la historia y conoce a su Dios mientras conoce y remedia las necesidades de los pobres. Este es un conocimiento activo: María intercede por los hombres ante el Cristo, procurando al mismo tiempo que los hombres vengan a ponerse ante su gracia creadora y enriquezcan de esa forma su existencia. Por eso les ha dicho: «haced lo que él os diga», en actitud de gran confianza y esperanza.

El último es el texto del Calvario (Jn 19,25-27; RM 23, 45-47). Jesús ha querido que los hombres tengan a su madre como madre (cf. RM 17). Por eso, al aceptar y conocer al Hijo que Dios mismo le ha dado, María ha de aceptar y conocer a cada uno de los hombres, que son hijos del mismo Dios y hermanos de su Cristo. En esta perspectiva pudiéramos decir que «conocer es concebir»: llevar por dentro, dar a luz, cuidar y cultivar lo ya alumbrado. Sobre ese fondo de amor universal, allí donde el encuentro con Dios se transfigura y se convierte en fuente de encuentro con los hombres, viene a situarnos ya el misterio de María.

Pudiéramos decir que María conoce a Dios al anunciar la libertad de los hombres oprimidos (Magnificat); le conoce al conducirles hacia el nuevo banquete de la vida y plenitud en Cristo (Caná de Galilea); les conoce al concebirles en amor sobre el Calvario. Por eso decimos que ella es la primera de los pobres que ha conocido a Dios; es la primera de aquellos que conocen a Dios desde el abismo de lucha y sufrimiento de la historia.


II. CRISTO, ENCARNACIÓN PERSONAL

Pensamos que María es la primera persona de la historia. En esa perspectiva hemos querido presentar el pensamiento de Juan Pablo II cuando afirma que ella es «la primera de los pobres que conocen a Dios». Como ya hemos indicado, ese lenguaje sólo tiene sentido en perspectiva dialogal y cristológica: María es la primera por su diálogo con Dios; es la primera porque se halla vinculada de manera radical a Jesucristo. Pues bien, continuando en esa línea podemos añadir que ella es persona: se realiza de manera independiente y solidaria, en apertura a Dios y encuentro con los hombres. Esto nos sitúa ante un misterio que debemos plantear ahora de un modo más concreto y más profundo: ¿puede un hombre ser persona?

La pregunta parece innecesaria: es evidente que los hombres son personas, como muestra sin más nuestra experiencia. Pero si miramos mejor descubriremos que esa misma pregunta contiene ya un problema, si es que tomamos la persona en su sentido más profundo, como ser autónomo, capaz de realizarse a sí mismo en un camino de encuentro con los otros. Estos son los rasgos que definen el ser de la persona:

  1. Persona es libertad. Es persona el ser «independiente», aquel que tiene dominio de sí y de esa manera dirige y configura por dentro su existencia. Por eso puede volver sobre sí mismo, conocerse y modelarse, de tal forma que nadie (ni Dios ni el propio mal) puedan presentarse como dueños de su ser y de su vida. En este mundo, la persona nunca existe como «cosa dada», algo que se encuentra ya fijado y realizado.

  2. Persona es historia. Conforme al principio de la libertad ya presentado, persona es aquel que, pudiendo realizarse, se realiza a sí mismo en un camino intenso y arriesgado de creatividad que empieza con el nacimiento y acaba con la muerte. La persona es, por lo tanto, libertad finita, en el nivel de lo creado: es libertad llamada a «liberarse», ratificando su propia realidad y realizando su camino, en gesto creador que culmina por la muerte.

  3. Finalmente, persona es relación. Es persona aquel que vive en apertura hacia los otros, otros seres personales que le han dado la existencia, que le educan y acompañan a lo largo de la vida. En el nivel de la persona, vivir es convivir: es recibir y dar la vida, es compartirla con los hombres que se encuentran a mi lado y de esa forma me conforman y definen como humano. En ese aspecto, la persona implica diálogo, es palabra que se da y se cruza y se comparte, en el sentido radical de la palabra.

Significativamente, al presentar esos tres rasgos de la persona no hemos aludido todavía a Dios. La razón es clara: Dios no es un aspecto más de la persona; como un dato que pudiera sumarse a los datos que existían. Dios no es algo que se añade a lo anterior, como una última relación al lado de las relaciones precedentes. Dios sustenta y configura cada uno de esos rasgos personales, la libertad, historia y comunión, de forma que el hombre pueda realizarse y desplegarse así como persona. No está Dios en las márgenes del hombre, en un aspecto aislado. Está en el centro de su ser, en cada uno de sus rasgos personales, haciendo que ellos puedan desplegarse, de manera que el hombre alcance a ser persona. De una forma general, pudiéramos definir a Dios como el principio fundante de la personalidad del hombre.

Recordemos esta observación en lo que sigue: Dios no es un aspecto más de la persona; es aquel que fundamenta todos los rasgos personales. Esto nos sitúa en el centro de la historia religiosa de la humanidad. Las diversas religiones se han centrado en el valor del hombre como un elemento del cosmos sagrado, como alma-vida inmortal o como creatura del Dios trascendente. Pero sólo el cristianismo ha destacado el valor radical del hombre como persona, ser que se realiza ante Dios en libertad, en comunión con otros seres personales. Sólo el evangelio de Jesús ha descubierto y desplegado el valor de la persona, en el sentido que aquí queremos darle.

Ciertamente, ya existía el ser humano, en su grandeza incomparable, pero el hombre no podía comprenderse todavía como libre, creador y dialogante en un camino de ser definitivo, en una historia. No se conocía la persona sino el hombre como ser del mundo, viviente que está inmerso en el gran ciclo de los nacimientos y muertes de este cosmos (religiones de la naturaleza). No se conocía la persona sino el hombre como principio de interioridad: un alma o ser divino que ha venido a introducirse en este mundo de manera equivocada y que, por tanto, debe retornar a su principio o patria eterna (religiones de la interioridad). No se conocía la persona sino el prosopon o máscara, en el sentido trágico del término; por eso, los grandes dramaturgos griegos interpretaron al ser humano como un individuo que no puede mantener su identidad sobre la tierra; juega un papel en la tragedia del destino, vislumbra por un momento su independencia, pero no puede conservarla ni expresarla para siempre. Muere su individualidad y sólo permanece su esencia impersonal, interpretada como ousia o substancia. No había persona sino f unción social, como han visto de manera muy precisa los romanos: hay una especie de personalidad con valor jurídico que debe mantenerse y regularse sobre el mundo; pero la persona como ser definitivo, dueño de sí mismo, carece de sentido.3

Las afirmaciones anteriores deberían matizarse con muchísimo cuidado, con la ayuda del pensamiento filosófico moderno. Pero, de una forma general, podemos afirmar: las diversas religiones y sistemas filosóficos del mundo no han logrado explicitar el valor de la persona como ser de libertad, que se realiza a sí mismo (en camino de permanencia) en una vida que es encuentro con los otros. La persona es don peculiar de la revelación cristiana, que ha venido a explicitarse en tres niveles: trinitario, cristológico, antropológico. Trataremos de ellos, para precisar después lo que supone la figura de María como la primera persona de la historia.

3. Cf. J. Zizioulas, L'étre ecclésial, LB, Genve 1981, 23-56.
 

1. Las personas trinitarias

Como he indicado ya, el valor definitivo del hombre como persona se encuentra vinculado a la misma raíz del evangelio. Quizá pudiéramos decir que todo el movimiento de Jesús, con su acción y su mensaje, se ha encontrado dirigido hacia esta meta: intenta expresar y realizar el valor de la persona. Recordemos en esta perspectiva los tres rasgos ya indicados.

El hombre es persona por ser libre. El evangelio de Jesús le ha situado ante su propia libertad que es don de Dios, es nuevo nacimiento desde el Padre. Ante ella cesan todos los compromisos anteriores, los vínculos que ligan al hombre con la carne y con la sangre (la nación israelita), con los mismos poderes de este cosmos entendidos de una forma sacral o fatalista (paganos). Jesús dice a sus fieles que ellos viven desde el Reino, por la gracia creadora de Dios Padre. Cesan las imposiciones anteriores, ligadas al pecado y surge de esa forma la verdad, la libertad de la existencia. El evangelio es ante todo un don, la vida del hombre es una gracia: pues bien, la gracia radical consiste en ser persona, como creatura libre, hijo de Dios Padre. Este es, a mi juicio, el fundamento de todo el evangelio, que Pablo ha reasumido de manera clásica en Gál 4.

El hombre es persona porque puede y debe realizarse, como responsable de sí mismo. La gracia se traduce de esa forma en exigencia, el don se hace tarea. Nadie puede ser persona desde fuera, si no acepta la carga de sí mismo, si no quiere realizarse. La persona es don y el don nunca se impone, pero debe recibirse y cultivarse. Por eso, el evangelio que es el gozo supremo de la vida como gracia, viene a explicitarse en forma de tarea: Jesús deja a los hombres el «cuidado» de sí mismos; deben aceptarse realizando de esa forma su camino (realizándose a sí mismos) en un gesto de radical desprendimiento, de entrega de la vida por el don del Reino. Quedan a un lado todas las instancias precedentes, los poderes, los valores que han marcado la existencia antigua. Cada uno es desde ahora dueño y responsable de su vida, por el Reino.

El hombre es persona porque recibe y realiza su ser en comunión. De esa manera, gracia y exigencia se explicitan como gozo de vida compartida. La misma presencia de Dios (el don del Reino) que antes se mostraba como libertad y responsabilidad viene a desvelarse ahora como principio y sentido de la comunión inter-humana. Soy porque los otros me hacen ser; y me realizo en la medida en que yo hago que los otros se realicen en un gesto gratuito de apertura y convivencia. Mi ser no se halla aislado. No soy una substancia que pudiera separarse de la vida y la substancia de los otros. Vivo con ellos, me despliego y soy en una red de relaciones que me configuran y definen. De esa forma se vinculan el don y la exigencia: soy en la medida en que recibo y doy; tengo aquello que los otros me van dando y aquello que yo mismo les regalo, en gesto de creatividad gratuita y gratificante.

Esta es la experiencia fundacional del evangelio: a partir del don del Reino, que es gracia de Dios Padre, Jesús ha desvelado eso que pudiéramos llamar el misterio personal del hombre. Quizá podamos resumir su aportación, condensando los tres rasgos fundantes de lo humano que Jesús ha presentado y realizado en su evangelio. El hombre es gracia: recibe su libertad como don y siempre encuentra la vida como regalo. El hombre es exigencia, es una tarea que debe realizarse: el «puedes» de la gracia se transforma así en un «debes» de responsabilidad personalizante. Finalmente, el hombre es un encuentro: es vida compartida, transparencia y gozo de ser en compañía.

Significativamente, esta aportación personalizante del evangelio ha venido a explicitarse en teología en clave trinitaria. El hombre es imagen de Dios, conforme a la palabra de la Biblia (Gén 1,27). Dios mismo habrá de ser modelo de esa imagen, el principio en el que viene a realizarse en plenitud fontal la realidad de las personas. Así lo ha destacado la teología trinitaria de la Iglesia antigua en un proceso que ahora no podemos detallar. Quede simplemente la constancia de que, en el camino de la Iglesia, el descubrimiento de la personalidad de Dios ha precedido al desarrollo (explícito) del sentido personal del hombre. 4

Pues bien, esa «precedencia trinitaria» está cargada de sentido. Siendo buena nueva sobre el Reino, el evangelio es buena nueva sobre Dios. Nos libera de un Dios que aparecía como fuerza ciega, como ley impositiva, como un todo que se impone inexorable, por encima de los hombres, para presentarlo de manera cercana y creadora, como Padre; por eso viene a desvelarse en su principio como misterio de vida personal, como un diálogo o encuentro donde el Padre y el Hijo comunican su misma realidad en el Espíritu.

Los tres planos arriba señalados (libertad, realización, encuentro) se hallan internamente implicados: Dios es libertad (dueño de sí) en cuanto se afirma y se realiza en donación total, en un gesto

4. Cf. A. Milano, La persona in teologia, Dehoniane, Napoli 1984.

de encuentro. Por eso es unidad en compañía, comunión de personas que integran la misma esencia divina (la ousia trinitaria). Al ocuparse de Dios,
los griegos habían comprendido bien la esencia; los judíos la autoridad; sólo los cristianos
han captado y formulado su misterio como vida que se expande y que se expresa (se realiza) en un encuentro de amor originario.

Dios es Padre, aquel que como dueño de su propia realidad puede expandirla y regalarla, de manera que así surja, de su vida, la vida de Dios Hijo. Dios es Hijo, es quien recibe como don el ser divino; es dueño de sí mismo, ser independiente en el aspecto personal; pero todo lo que tiene es recibido, de manera que comparte así la «ousia», la esencia de Dios Padre. Dios es finalmente espíritu de amor, es la santidad misma expresada como encuentro; es la persona de la vida compartida, aquel que brota en unidad de la unidad que forman el Padre con el Hijo.

Esta es la visión nueva de Dios que ofrecen los cristianos, más allá del monismo místico, del monoteísmo profético y del politeísmo pagano. En el monismo no hay personas; hay un todo donde vienen a integrarse los diversos aspectos del misterio, interpretado quizá como identificación de opuestos. Tampoco el monoteísmo hace posibles las personas dentro del misterio: Dios dialoga con los hombres desde arriba; Dios se encuentra por sí mismo separado, en una especie de soledad siempre más alta, siempre insuperable. Tampoco el politeísmo puede admitir a las personas: los diferentes dioses son figuras cambiantes o rasgos simbólicos de un único misterio superior, que permanece siempre trascendente; de esa forma proyectamos en Dios los elementos (rostros, poderes, figuras) de este mundo, sin que nunca podamos afirmar que conocemos lo divino.

Pues bien, más allá de todo eso, el cristianismo ha tenido el gran atrevimiento de entender y presentar a Dios como proceso personal, como una vida que se expande y se realiza de manera divina en un encuentro. Por eso hay una esencia divina, una naturaleza compartida. Y hay, al mismo tiempo, tres personas: tres «hypóstasis» vivientes, sujetos personales que poseen, regalan y comparten el único ser de lo divino. Así el Padre lo posee por sí mismo dándoselo al Hijo. El Hijo lo posee desde el Padre; lo recibe como propio y como propio lo regala, devolviéndoselo al Padre. Finalmente, el Espíritu santo posee la misma naturaleza divina como don común del Padre y el Hijo, en misterio de vida compartida.

Dejemos así el tema. Nos basta con saber que las personas trinitarias responden a la urgencia de «cristianizar a Dios». Ellas emergen allí donde se aplica de verdad el evangelio: Dios es Padre, gratuidad fundante que regala todo lo que tiene; Dios es Hijo, la acogida originaria, aquel que todo lo recibe; Dios es finalmente el Espíritu de Vida, la Vida compartida, en gratuidad y gloria. Retomando la terminología anterior diremos que esas personas son más que simple «rostro». No son «prosopon» tomado en el sentido de «careta», una figura que cambia como cambia la máscara que ponen los actores en la escena. Esos «rostros» de Dios constituyen el misterio de su «hypóstasis», su hondura permanente, originaria. Dios existe solamente (es ousia) como encuentro del Padre, el Hijo y el Espíritu. Así lo ha revelado Jesucristo.

2. Jesucristo, la persona del Hijo en nuestra historia

Todo lo anterior puede decirse, y es palabra de evangelio, porque Jesucristo se ha encarnado: ha traducido y realizado en forma histórica (mundana) el misterio personal del Hijo de Dios. Con K. Rahner y otros teólogos se puede afirmar que el hombre es lo que surge cuando el mismo Hijo de Dios quiere encarnarse. Quizá podemos precisar la afirmación: el hombre es aquel ser en el que Dios puede expresar y realizar su gran misterio personal intradivino. Esto es lo que la Iglesia ha definido al fin de una profunda controversia: Jesús no es una nueva realidad, una persona que ha surgido de la nada; Jesús es la persona eterna del Hijo de Dios que quiere realizar y realiza en forma humana su camino filial, intradivino.

En otras palabras: conforme al evangelio, explicitado por la Iglesia, sabemos que Dios ha querido ser (realizarse) como divino fuera de sí mismo. No se ha limitado a vivir su realidad en plano eterno, como encuentro trinitario. Quiere expresar su mismo encuentro de amor en medio de la historia. Por eso ha creado seres libres que puedan acogerle, en plano dialogal; por eso ha caminado con ellos, expresando dentro de ellos su amor originario. Esto nos sitúa en el plano de la alianza que el AT ha formulado y que culmina después en Jesucristo. Ella supone el compromiso de Dios y de los hombres. Se requiere:

a) Que los hombres quieran acoger a Dios de manera personal, en libertad y autonomía, como dueños de sí mismos. Dios no puede violentarles, ni imponerles su fuerza desde fuera. Tiene que dejar que sean hombres, que caminen libremente y se realicen como humanos.

5. Cf. B. Sesboüé, Jésus-Christ dans la tradition de l'Eglise, DDB, Paris 1982; A. Grillmeier, Gesú il Cristo nella leck della Chiesa I-II, Paideia, Brescia 1982.

Sólo de esa forma puede darse el misterio del encuentro. Pues bien, para que exista un espacio de acogida de su Hijo, Dios ha ido guiando todo el AT, de manera personal, libre, cercana. De esa forma ha surgido María, como signo del amor de Dios, como fruto de la libertad de los hombres.

b) Que Dios quiera expresar en forma humana toda su persona. Esto es lo que ha venido a realizar en Jesucristo: el Hijo de Dios se ha introducido dentro de lo humano, viviendo humanamente el gran misterio de su filiación personal divina. Por eso decimos que Jestls no ha sido ni ha podido ser «persona humana»: el proceso de personalización de los hombres ha culminado precisamente ahora, allí donde Jesús introduce sobre el mundo (realiza humanamente) el misterio personal intradivino.

Más tarde, cuando hablemos de María, volveremos a ese tema, fijando mejor la relación entre Jesús y las restantes personas de la historia (especialmente María). Ahora debemos volver a lo esencial, presentando esquemáticamente los momentos de la personalización de Jesús en un plano de historia. Por exigencias de claridad distinguimos el aspecto diacrónico y sincrónico del tema: los momentos y las relaciones de su hacerse personal.

En un plano diacrónico pueden distinguirse tres momentos, que dentro de la historia se encuentran separados, aunque en nivel de eternidad deban verse como simultáneos: nacer, hacerse y morir. Dentro del proceso de este mundo, Jesús es persona «haciéndose» persona, en un conjunto biográfico que ofrece tres momentos esenciales que se encuentran siempre vinculados. Ahora queremos precisarlos de manera sucesiva, aunque debemos indicar que ellos resultan y son inseparables:

  1. El hombre es ser que nace. En sentido biográfico tenemos un principio que está determinado en tiempo y espacio: nacemos de unos padres, un día especial, en una tierra y sociedad particulares. Pero, en sentido antropológico más hondo, debemos afirmar que estamos siempre en «estado de nacencia»: la misma fuerza de la vida nos hace ser, surgimos sin cesar de eso que en términos un poco filosóficos pudiéramos llamar el ser fundamentante.

  2. El hombre se va haciendo. La existencia recibida la asumimos y debemos desplegarla en un proceso de realización autónomo, en camino que nosotros mismos somos; de esa forma recorremos nuestro propio ser, nos realizamos. Somos humanos en la medida en que aceptamos y desarrollamos de manera individual y responsable aquello que hemos recibido. De esa forma nos hacemos en camino personal, irrepetible.

  3. Finalmente ser hombre es entregar la vida. De esa forma damos aquello que nos dieron. Somos a medida que morimos. Vamos entregando la existencia, poniéndola en manos de Aquel que nos la dio y que nos recibe, en manos de Dios Padre. En este aspecto, la muerte no está al fin, como si fuera algo que viene de lo externo, un momento desligado y nuevo del proceso de realización: la muerte es una forma de existir, un elemento ya presente en todo el gran proceso del hacerse humano, como hacerse finito, que se acaba. 6

Ahora podemos desplegar estos momentos en Jesús, de una manera fontal, fundamentante. Jesús, en cuanto humano, tiene una existencia porque la ha recibido, en un proceso de surgimiento biológico, social, personal. Diremos después que «nace de Dios», naciendo de una historia en la que cumple una función muy especial la persona de María. Jesús se hace: así traduce y realiza humanamente, en camino de libertad y autonomía, el misterio de su realidad filial, eterna. Finalmente, Jesús muere: entrega su existencia en manos del futuro de la historia, entregándola en las manos de Dios Padre.

Este es el modelo de realización de Jesús, en línea que llamamos «diacrónica», es decir, sucesiva. Pues bien, los momentos de ese esquema reflejan y actualizan aquello que pudiéramos llamar el «proceso de realización eterna del Hijo de Dios». De esta manera nos situamos en un nivel que, en forma aproximada, pudiéramos llamar de sincronía eterna: Jesús realiza y despliega sobre el mundo, en forma de historia humana, los momentos personales de la realización del Hijo de Dios, como veremos de una forma esquemática y aproximada.

  1. Como Hijo eterno, Jesús nace del Padre. Pertenece a su misterio personal el «proceder»; existe recibiendo la existencia. Constantemente nace Jesús, sin cesar está brotando, por amor y del amor originante de Dios Padre.

  2. Jesús, el Hijo eterno se realiza frente al Padre. Esta palabra (frente) implica relación y diferencia. Jesús surge del Padre, como persona distinta, autónoma, dueña de sí misma. Pero sólo es distinto y dueño de sí en la medida en que mantiene su relación de amor respecto al Padre que le engendra. Por eso decimos que se realiza «frente al Padre»: en gesto de creatividad libre y dialogal.

  3. Jesús se entrega eternamente al Padre. El momento de su entrega temporal, vivido como muerte, ha de entenderse a la luz de eso que llamamos la ofrenda permanente de su vida eterna: habiendo venido de Dios Padre, Jesús retorna al Padre, como ha destacado de manera incesante el evangelio de Juan. Así culmina eso que pudiéramos llamar el encuentro eterno de amor en el que viene a desplegarse el misterio del Espíritu santo.

6. He utilizado ya este modelo en Los orígenes de Jesús, Sígueme, Salamanca 1976. Lo ha tematizado filosóficamente con gran hondura X. Zubiri, Sobre el hombre, Alianza, Madrid 1986.

Estos son los momentos de la personalización de Jesús en relación al Padre. Ahora advertimos que, viviendo en forma humana, Jesús no ha podido surgir como persona humana. No es un sujeto nuevo (separado del Hijo) que brota desde Dios, para realizarse como ser distinto, diferente, sobre el mundo. Conforme a la dogmática cristiana, Jesús es el Hijo de Dios en persona: el mismo Hijo de Dios que realiza humanamente (en forma de tiempo) el camino eterno de su filiación divina. Y con esto pasamos al aspecto temporal del misterio, a eso que pudiéramos llamar el nivel de sincronía social de Jesús. También aquí podemos distinguir tres momentos que resultan esenciales: nacimiento, vida y muerte. Naciendo de Dios, Jesús nace de la misma sociedad e historia humana, como después resaltaremos tratando de María.

  1. Jesús nace de los hombres. Esto significa que asume en actitud de encarnación todo el camino de la historia. No es hombre en general, por tener esencia humana (cuerpo y alma). Es hombre porque nace de la historia de los hombres, acogiendo en sí todo su conflicto y su esperanza, como muestran bien los evangelios de la infancia.

  2. Jesús vive en relación intensa con los hombres. Toda su existencia adulta se define en clave de acción y reacción en referencia a los hombres y mujeres de su pueblo; para ellos vive; por ellos muere, en una historia fuerte de correlaciones que definen y conforman toda su existencia.

  3. Jesús muere por los hombres, en el doble sentido que recibe esa palabra: muere porque le matan, queriendo así borrar su evangelio sobre el mundo; y muere porque entrega su vida en manos de los hombres, en un gesto creador que rompe todos los esquemas anteriores de la vida sobre el mundo.

A partir de aquí podemos definir a Jesús como persona en sentido originario: ha recorrido y realizado en forma humana, en camino de amor fuerte, el misterio personal del Hijo eterno de Dios. No actualiza sobre el mundo la persona de amor fontal del Padre (que es origen de toda realidad en cielo y tierra). Tampoco ha revelado y encarnado la persona del Espíritu, que es vida de amor mutuo. Jesús es la encarnación humana del Dios Hijo: la persona del Hijo que expresa y actualiza, en forma humana, como historia temporal, su misma «historia de Hijo eterno».

Por eso podemos afirmar que, sobre el mundo, Jesús es la persona. Antes no había realidad personal sobre la tierra. Estrictamente hablando no existían todavía seres libres, creadores, abiertos en amor y transparencia, capaces de vivir por siempre en forma liberada. Existía sólo un camino personal, abierto hacia el futuro de la reconciliación final de las promesas. Pues bien, el mesianismo de Jesús consiste en revelarnos el valor de la persona: ha realizado en forma humana el camino personal del Hijo eterno; por eso, nosotros, sus hermanos, podemos ser «personas», podemos integrarnos en el gran misterio trinitario, recibiendo así un valor definitivo.

3. El hombre como persona

Conforme a lo indicado en apartados precedentes, el hombre es persona (libre, creador de sí y abierto hacia los otros) porque Dios le ha introducido por Jesús en su camino de amor y en el espacio de su encuentro fundante (trinitario). Eso significa que los hombres sin Jesús no habrían alcanzado su verdad y plenitud como personas, no habrían existido de manera radical, definitiva. Estaban en camino, en una especie de búsqueda fundante que sólo por la gracia de Dios puede llegar hasta su meta, encontrando una respuesta. Al llegar aquí se pueden distinguir dos planos, a la luz de lo que ha indicado en estos últimos decenios la teología de la gracia.

  1. El hombre es naturaleza abierta a la persona. Es naturaleza peculiar, capaz de conocerse, de actuar sobre la tierra por medio del trabajo, de crear comunidades abiertas al valor de la verdad y la justicia. Pero, en sentido radical, si sólo cuenta con sus fuerzas (o las fuerzas de este mundo) el hombre es incapaz de culminar y realizarse en ese plano superior, de la persona, con todo lo que eso presupone de apertura a Dios y plenitud de su existencia (superando las fronteras de la muerte). Quizá pudiéramos decir que por sí mismo el hombre es una «esencia»: es naturaleza que camina en busca de su forma de «existencia verdadera» (su realidad personal). Quizá podamos decirlo de otra forma: por su naturaleza, el hombre es ser que ansía realizarse en plano de persona, quiere ser libre, decidir sobre sí mismo en apertura hacia el futuro, compartiendo libremente su existencia con los otros. El hombre ansía ser persona. Pero no puede conseguirlo por sí mismo: busca un amor que le sobrepasa, una vida que desborda el plano de su vida. Esto significa que no puede descansar sobre sí mismo (no puede instalarse de manera plena en lo finito, no le bastan sus ideas para realizarse y ser perfecto). Busca el hombre su propia realidad, busca su persona.

  2. Dios nos ha ofrecido, en el mensaje y en la muerte de Jesús, el camino de la realización personal. Así nos introduce en el misterio de su amor fundante, nos hace compañeros de su Hijo dentro de la historia. De esa forma nos sustenta y capacita para realizarnos como seres autónomos y libres: nos da el poder de ser personas, si es que se permite traducir de esta manera la palabra fontal de Jn 1,12: «les ha dado el poder de hacerse Hijos de Dios», en gesto de amor donde culmina todo el camino precedente de la creación. Así se han vinculado para siempre creación y encarnación, naturaleza y gracia: por regalo peculiar de Dios somos capaces de buscar y realizar nuestra verdad en un nivel de gracia (llegando a ser personas); por gracia realizamos aquello que buscaba nuestra naturaleza en su camino de apertura a Dios y de realización humana.

Queremos recordar que este concepto de persona que aquí desarrollamos no se puede interpretar en un nivel de ciencia ni de filosofía. Ciencia y pensamiento humano quedan en otra perspectiva: en el nivel de lo que el hombre realiza sobre el mundo, en el plano de sus propios pensamientos. Por encima de eso, el valor radical de la persona sólo puede explicitarse en ámbito cristiano. Sólo en ese plano recibe ya sentido pleno y consistencia nuestra libertad: somos valor definitivo, nuestra vida no se encuentra encerrada (clausurada) en el ámbito del mundo. Ahora descubrimos nuestra propia autonomía creadora: Dios nos hace dueños de la propia vida de manera que podemos realizar nuestra verdad o destruirnos, en el mismo camino de la historia. Finalmente, sólo en clave de experiencia cristiana podemos afirmar que nuestra vida es diálogo con Dios y con los otros. No vivimos aislados en el mundo: convivimos, nos hacemos en diálogo fundante, en relación con Dios y con los otros.

En esta perspectiva nos sitúa el pensamiento teológico moderno, que ha entendido al hombre como «imagen de Dios», signo peculiar de su presencia sobre el mundo. Se supera de esa forma un tipo de filosofía esencialista en la que el ser de Dios venía a presentarse como diferente del ser y la persona de los hombres. A Dios se le entendía ya como relación: encuentro trinitario de personas. Pero el hombre seguía interpretado como esencia intelectual que vive aislada de las otras, en gesto de conocimiento y amor. Pues bien, en contra de eso, debemos afirmar que el contenido radical de la persona es semejante en Dios y el hombre: si Dios es comunión de personas, comunión de personas, fundadas en Dios por el Cristo, serán también los hombres.7

7. La antropología teológica reciente tiende a situarse en esta línea. En perspectiva protestante, cf. H. Thielicke, Esencia del hombre, Herder, Barcelona 1985; W. Pannenberg, Anthropologie in theologischer Perspektive, Vandenhoeck, Göttingen 1983. En línea católica, L. F. Ladaria, Antropología teológica, PUG, Roma 1987; J. I. González Faus, Proyecto de hermano. Visión cristiana del hombre, Sal Terrae, Santander 1987; J. L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Sal Terrae, Santander 1988.

Conforme a lo indicado, existe una profunda relación entre los dos pares de conceptos fundamentales de la antropología cristiana. Sabemos ya que el hombre es naturaleza abierta hacia la gracia: realidad que busca su propia plenitud y trascendimiento en un nivel de revelación de Dios. Pues bien, ahora añadimos que el hombre es también naturaleza abierta a la persona: un ser que busca su propia plenitud, su valor definitivo, pero sólo puede conseguirlo como don, porque el mismo Dios le ama. La persona pertenece, por lo tanto, al plano de la gracia, a ese nivel en el que el hombre, superando su posibilidad intramundana, se realiza a sí mismo en diálogo de amor con aquel Dios que sustenta y define su existencia. Tres son, a mi entender, los rasgos primordiales de ese carácter sobrenatural, gratuito, de la persona, conforme al esquema que aquí estamos siguiendo y que han utilizado diferentes pensadores de este tiempo. 8

  1. La libertad personal es gracia. Ciertamente, hay otros niveles de libertad política, social y psicológica que pueden realizarse sin la gracia. Pero la libertad fundante, la capacidad de ser dueño de mi vida, como amigo de Dios y responsable de sí mismo, es don de gracia. Así lo ha resaltado de una forma peculiar san Pablo frente a todos los intentos de explicar el ser del hombre partiendo de la ley (o la naturaleza).

  2. La realización personal es gracia. Por naturaleza, el hombre es ser para la muerte. Sólo por gracia de Dios, en actitud abierta hacia la vida, el hombre «resucita»: Dios le acoge en su misterio de amor cuando culmina el camino de su vida por la muerte. «Se trata de una inmortalidad dialógica... La inmortalidad bíblica tiene que ser resurrección porque no nace del propio poder de no morir, sino de la relación establecida en diálogo con el creador» 9. Dios dialoga con los hombres de tal forma que el diálogo de amor supera las fronteras de la muerte: por eso nos recibe en su vida cuando acaba nuestra vieja vida, en ámbito de historia.

  3. Gracia es, finalmente, la apertura de amor hacia los otros. Las relaciones sociales se encuentran teñidas de egoísmo y de violencia. Cada uno quiere realizarse a costa de los otros o encontrar en ellos la respuesta a sus problemas. Pues bien, en contra de eso, la verdadera comunión es gracia. Gracia es la apertura creadora del hombre hacia los otros, la existencia compartida, como ejercicio de comunicación liberada, eso que llamamos la «reciprocidad de las conciencias», en clave de amor expansivo.

  1. Son también convergentes en esta línea los trabajos de los autores católicos citados en nota anterior. Sigue siendo básica la postura de J. Alfaro, Cristología y antropología, Cristiandad, Madrid 1973, 345-366.

  2. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca °1987, 310.

No podemos exponer ya más el tema. Lo dicho es suficiente para precisar lo que supone, en términos cristianos, ser persona. A partir de aquí podremos ocuparnos de María y presentarla como la primera persona de la historia.

M. MARÍA: HISTORIA PERSONAL (PLANO DIACRÓNICO)

Conforme a lo indicado, entendemos la historia personal como un decurso complexivo en que, de algún modo, se implican el comienzo y fin sin que por ello se confundan. Este decurso tiene carácter personalizante: define y configura a la persona, distinguiéndola de todos los restantes seres del cielo y de la tierra, a lo largo de un proceso de realización (cuasi-creación) en la que el mismo Dios se expresa como fundamento de vida para el hombre.

Tres son, a mi juicio, las claves de ese decurso que funda un tiempo especial, distinto de todos los restantes tiempos conocidos. Comienzo, realización y meta: los vivientes personales tienen un principio, recorren un camino y alcanzan el fin de su realización que viene a interpretarse como cumplimiento y plenitud de todo el camino recorrido. De esta forma son «llegando a ser», en una especie de historia personal muy peculiar que debemos precisar con gran cuidado. Comencemos distinguiendo algunos modelos temporales.

  1. Está el modelo cíclico en que el fin se identifica al nacimiento: por eso, terminar es volver a empezar, morir es renacer. Conforme a este modelo, cada vida humana empieza desde fuera de sí misma, siendo portadora de la herencia vital de una cadena de vidas precedentes. De una forma semejante, cada vida de este tipo acaba también fuera de sí misma: se diluye en la corriente de las vidas que fluyen de una forma incesante y repetida por el tiempo, buscando quizá la redención final, la eternidad de la que luego trataremos.

  2. Está el modelo puramente lineal que algunos piensan propio del AT y después del cristianismo. La vida de los hombres debería interpretarse como un proceso continuado donde nacimiento, despliegue vital y muerte se conciben como momentos separados, sucesivos de una especie de camino siempre abierto hacia un futuro que nunca acaba de hacerse realidad. Tampoco en esta perspectiva puede hablarse estrictamente de personas, porque las personas se diluyen a lo largo del transcurso, en la corriente del río del gran tiempo que todo lo borra, todo lo destruye.

  3. Está el modelo de inmersión en la eternidad. Conforme a este modelo, la vida del hombre sobre el mundo sería como un sueño, un gran engaño, una mentira. Parece que las cosas son y pasan. Pero en realidad ellas no son, ellas no pasan: son como la sombra insubstancial de una verdad que siempre nos trasciende. Por eso, ni nacemos ni morimos. Parece que nacemos, parece que morimos. Pero en realidad, más allá del ciclo en el que todo vuelve, más allá de la línea en la que todo pasa, permanece y puede desvelarse la esencia verdadera del hombre, lo divino donde nada vuelve, nada pasa. Todo es simplemente ser inamovible.

Pues bien, ninguno de estos tres modelos sirven para explicar la vida humana: la realidad del nacimiento y de la muerte, la unidad del decurso personal, el surgimiento de un ser nuevo, una persona como realidad definitiva. Pues bien, a la luz del cristianismo, nosotros concebimos al hombre como «historia personal», de tal manera que los rasgos y momentos de eso que llamamos su decurso han de entenderse como rasgos y momentos de su personalización. Surge el hombre como ser distinto (nacimiento) y como ser distinto se termina (muerte), en un proceso en donde el fin nunca coincide con aquello que había sido antes principio. No estamos condenados a dar vueltas a la rueda de una vida que nos sobrepasa. Nosotros mismos realizamos la existencia de manera que, muriendo, llegamos a ser lo que hemos hecho. El hombre, según eso, no retorna jamás a su principio, no se pierde en el río de la vida, ni se esfuma dentro de lo eterno. Por medio del decurso de su historia el hombre se realiza como humano, llega a ser persona.

Esto es lo que ahora estudiaremos destacando el sentido de María. Ella viene a desvelarse, conforme a nuestro esquema, como la primera persona de la historia: asume plenamente el camino de Jesús, se introduce como humana en el misterio trinitario y de esa forma se realiza ya de una manera que es definitiva. En ella descubrimos los valores fundantes de lo humano, aquello que todos los hombres (varones y mujeres) debemos imitar (continuar) a fin de realizarnos también como personas. Y con esto, sin más introducciones, nos centramos en el tema. Comenzaremos tratando del pecado original, como transfondo en que se entiende la vida del hombre sobre el mundo, cuando no consigue ser persona. Luego trataremos a María como persona realizada en sus tres momentos principales: surgimiento (Inmaculada concepción), desarrollo vital (libertad ante Dios) y muerte o cumplimiento (Asunción).

1. El hombre bajo el signo del pecado

En el fondo de este dogma de la Inmaculada Concepción, que la Iglesia ha definido por intuición creyente de los fieles más que por razones conceptuales de la teología, hallamos un dato primordial de todo pensamiento antropológico cristiano. María es ante todo una persona. Ella ha sido concebida y nace como creatura de Dios, dentro del tiempo de la historia. No pertenece al despliegue (positivo o negativo) de Dios, no es tampoco una apariencia, sombra de la tierra que deslumbra en un momento y luego pierde su fulgor, diluida en el gran mar de lo divino. Tampoco es un momento pasajero del gran círculo de vida en que las almas siempre giran en el tiempo hasta que un día consigan liberarse de sus ata-duras temporales. María no es tampoco un momento del gran río de las cosas donde todo se desliza sin llegar nunca a su meta. Ella ha surgido desde Dios como persona finita y diferente, dentro de la historia.

Pero, naciendo desde Dios, María nace al mismo tiempo dentro de la historia de los hombres, inmersa en un proceso que conforme a la doctrina de la Iglesia, fundada en la Escritura (cf. Gén 3, Rom 5), se encuentra perturbado, casi destruido por la fuerza del pecado. Por eso decimos que los hombres nacen (emergen, se despliegan) en un campo y movimiento de pecado original, como miembros de una humanidad que, aun recibiendo el impulso de la gracia de Dios, parece empeñada en destruirse, como lo ha indicado el Vaticano II:

Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios pero no le glorificaron como a Dios. Oscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la creatura, no al Creador (cf. Rom 1,21-25). Lo que la revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su Santo Creador... Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona... (Gaudium et spes 13).

Esta es la condición del hombre sobre el mundo. Desde el mismo comienzo de su historia (ab exordio historiae) vive interna-mente roto. Por un lado sigue siendo hijo de Dios, está invitado a la herencia de la vida. Pero, por otra parte, surge y se despliega en un campo de pecado que no puede superar por medio de su esfuerzo. Esto es lo que el dogma de la Iglesia ha precisado desde antiguo cuando habla del pecado original: hay en nuestra vida una tragedia muy particular que está fundada en la misma opción hu-mana. No es tragedia haber nacido, como si fuéramos los hijos de un pecado de los dioses (de una división intradivina). Ni es tragedia el vivir, como si toda la materia fuera mala. Pecado es aquel tipo de existencia, aquella forma de vida compartida que los hombres hemos suscitado como efecto de una mala voluntad desde el comienzo de la historia.

Dos son, a mi juicio, los aspectos fundantes de eso que llamamos el pecado original: su carácter universal (abarca a todos los hombres) y su aspecto histórico (se transmite por herencia). Veamos el primer rasgo, aquel que se sitúa en perspectiva sincrónica: el pecado original pertenece al hombre en su conjunto; es de «adam», la humanidad entera. Resulta derivado saber si en el principio de esa humanidad había sólo un ser humano (una pareja) o existían múltiples parejas. La palabra de la Biblia afirmará que el pecado pertenece a todas ellas, al conjunto: al rebelarse contra el sentido de su vida humana (contra Dios) los hombres han quebrado y destruido la misma realidad de su existencia. No es un hombre aislado el que se pierde, es la misma humanidad, manchada y pervertida en su camino y en sus propias estructuras de vida compartida. La humanidad como tal está quebrada, se hace incapaz de tender hacia el futuro que Dios le ha prometido (al paraíso). Por eso, los que nacen en esa humanidad nacen perdidos o, mejor, disminuidos de antemano.

Siendo pecado de la sociedad en cuanto tal, este pecado pertenece al mismo ser actual de nuestra historia. Por eso, toda la tradición cristiana afirma que se transmite por herencia. Esa herencia no ha de verse de manera biologista, como a veces ha pensado cierta teología que en el fondo ha interpretado ya la misma forma «vital» (sexual) de concebir como si fuera en sí pecado. Entender así el problema es situarlo en el nivel de biología, más propio de animales que de hombres. Los animales evolucionan a través de mutaciones transmitidas por herencia biológica. Los hombres, en cambio, se propagan y transmiten su verdad y vida humana a través de la cultura. Lo que ellos van transmitiendo humanamente, en clave de realización antropológica, es más que una existencia material; extienden y propagan unas formas de entender y realizar la propia vida, unas posibilidades humanas de existencia. En ese plano debe situarse el tema del pecado original o protohumano.10

10. Nos parece importante la visión de K. Rahner, Pecado original y evolución: Concilium 26 (1976) 400-414. Sobre la historia como transmisión de posibilidades ha escrito X. Zubiri en diferentes obras.

Según eso, nuestra herencia cultural humana está manchada. Quiero entender esa palabra de manera muy extensa: cultura es aquello que desborda el nivel de la naturaleza interpretada en forma de necesidad vital o material (mecanicista). En ese aspecto ella trasciende nuestras posibilidades físico-biológicas. Pues bien, en ese plano de creatividad (donde también es posible la destrucción histórica) viene a situarnos el pecado. Es aquí donde se expresa y se realiza de verdad nuestra existencia.

Debo recordar que la cultura, con su posibilidad de creación nueva y pecado, configura todos los aspectos de la vida del hombre sobre el mundo. Cultura es la manera de buscar a Dios y rechazarlo; cultura son las formas de existencia social, las estructuras económico-políticas, la experiencia fundante de la vida. Sólo en ese nivel el hombre puede realizarse verdaderamente como humano, es decir, como persona: ser que es libre, responsable de sí mismo, abierto en gratuidad hacia los otros, partiendo de la gracia originante del misterio (de Dios). Pues bien, conforme al testimonio de la Iglesia, esa cultura primordial que debería hallarse abierta hacia la vida y realización de las personas se ha encontrado desde siempre perturbada, por culpa de la misma actuación humana, es decir, de su pecado originario. Los hombres nacemos en un mundo de pecado y no podemos superarlo si empleamos sólo nuestras fuerzas. Eso significa que todos nos hallamos condenados a una búsqueda sin fin, en un proceso destructivo que en sí mismo carece de remedio.

Resumamos lo anterior. Lo que llamamos pecado original es la existencia perturbada y destruida de los hombres, en clave histórica y social. Pecado es el camino actual de nuestra historia, interpretado por la Biblia como sucesión de males. Pecado es igualmente la estructura social en la que viven los hombres sobre el mundo, la violencia, destrucción y muerte que nos tiene dominados.

Pasando al plano individual podemos afirmar ya que el pecado original se ha traducido en la incapacidad de realizarnos como personas. Para que podamos realizarnos como personas nos ha creado Dios; pero nosotros quedamos en caminos, perturbados en los tres aspectos primordiales de la propia vida: nacimiento, realización y muerte. En ese aspecto, y en forma puramente introductoria, podemos afirmar que el pecado original se expresa en cada hombre de tres formas:

a) Hay un pecado original originante. Viene dado en la experiencia perturbada del origen: nacemos desde un mundo que se encuentra ya manchado, un mundo que nos marca ya desde el principio, introduciéndonos en sus propias redes de poder, mentira y egoísmo. En ese aspecto debemos afirmar que el pecado constituye para nosotros una experiencia (y una realidad) fundante: nacemos desde un fondo o «seno» mundano de pecado.

b) Hay un pecado original configurante. Viene dado por la experiencia perturbada de la propia realización: nos vamos realizando en una especie de contexto de mentira que por todas partes nos oprime, nos ahoga. Somos incapaces de alcanzar la transparencia y la verdad total sobre la tierra. Por eso nos sabemos siempre deficientes, manchados, por la misma forma de existencia que vivimos más que por las cosas malas que podamos realizar.

c) Finalmente hay un pecado original clausurante, si es que se puede utilizar esa palabra: nuestra vida acaba por la muerte, como han visto con toda lucidez Gén 3 y Rom 5. La muerte en su nivel biológico no tiene por qué ser un pecado (o consecuencia de pecado). Pero es pecado el modo concreto de la muerte «humana» que nosotros padecemos, como lejanía de Dios y destrucción de la existencia.

El pecado original no es por lo tanto una pequeña nota de carácter moralista que pudiera añadirse sobre un fondo de vida precedente perfecta y no manchada. Pecado es nuestra forma de vida sobre el mundo. Pecado es la manera en que acogemos (transmitimos), realizamos y acabamos la existencia. Por eso, el NT nos advierte que estamos «bajo el signo insuperable del pecado»: hemos destruido el camino de la vida y por nosotros mismos no podemos ya encontrarlo y realizarlo. Dios nos creó para ser personas y nosotros nos hacemos simples seres de violencia y muerte. Eso es el pecado.

Pues bien, sobre ese fondo del pecado original, la Biblia afirma que Jesús, Hijo de Dios, ha desplegado su vida sin pecado. Nació en el mundo y asumió su herencia dura y conflictiva, pero surgió y se fue educando (madurando) siempre en gracia. En gracia respondió al asumir su propia vida y realizarse, en camino de Reino. Por eso se dice que fue tentado en todo «como nosotros, pero no tuvo pecado» (cf. Heb 4,15). Pues bien, partiendo del AT y fundándose en su propia experiencia de la gracia pascual, la Iglesia ha visto que en el fondo de la historia de pecado original (de la que surge Jesucristo) existe también una corriente poderosa de gracia y esperanza. Dios iba actuando ya en el mismo camino de la historia israelita, preparando la llegada de Jesús (cf. 2 Cor 5,21). Dios iba ofreciendo germen y principio de vida y plenitud desde la entraña misma de la historia, preparando así la llegada del mesías. En el campo de esa preparación encontramos a María.

2. La Inmaculada Concepción

El misterio de María como Inmaculada pertenece al ámbito y camino de la historia de la salvación. Por gracia de Jesús ella consigue realizarse plenamente como persona, allí donde los otros hombres aún no habían logrado realizarse de manera total y ser personas. Por gracia de Jesús ella ha quebrado la ley de sucesión (herencia) de pecado de la historia, naciendo en ámbito de gracia (sin pecado original originante). Por gracia de Jesús se ha mantenido siempre en gracia, respondiendo con amor al amor que Dios le ha dado (y superando así el pecado original configurante). Por gracia de Jesús y en actitud de entrega plena, ella ha muerto en manos de la gracia, siendo asumida en la gloria de Dios (y superando así el pecado original clausurante).

La Iglesia ha descubierto este misterio de gracia de María a partir de Lc 1,26-38: para ser madre del Cristo, ella ha debido dialogar con Dios en actitud de gracia. Ella no se hallaba, por lo tanto, inmersa y destruida en el pecado. Sólo como limpia, inmaculada, pudo mantener en plenitud su alianza de amor con Dios, apareciendo así como elegida, «amada», llena de gracia (kekharitomene) sobre el mundo. Por eso, el misterio de la Concepción Inmaculada de María, lejos de ser una excepción carente de sentido, viene a desvelarse como un elemento muy valioso de la historia de la gracia. Así lo ha declarado de manera solemne el magisterio de la Iglesia:

Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la B. Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída (DS 1641).

Estas son palabras de la definición dogmática de Pío IX en 1854. Ellas expresan, en términos teológicos propios de aquel tiempo, una experiencia católica f undante: sobre el pecado de la historia de los hombres, que amenaza con romper y destruir todo lo humano, Dios mismo ha querido suscitar un nuevo tipo de existencia. Para hacerlo humanamente no ha querido introducirse por la fuerza; por eso no se impone desde arriba, como si obligara a los hombres a salvarse aunque ellos no quisieran. Dios quiere salvarnos a través de nuestra misma historia humana y por eso ha introducido en ella un germen positivo de gracia y de perdón, una semilla de esperanza que ha venido a culminar en Cristo. Sólo de esa forma, siendo el Hijo eterno de Dios Padre, Cristo viene a ser el hijo de la historia, haciendo suya toda la esperanza del AT (de la búsqueda humana).

Recordemos que esa búsqueda del hombre es don de Dios, es signo de su revelación en nuestra historia. Pues bien, ese don es eficaz, esa revelación es positiva, de tal forma que suscita, dentro de la misma historia salvadora, una especie de reguero de gracia y esperanza. Eso significa que el pecado original no tiene carácter totalizante, no se puede interpretar como exclusivo. Al lado del pecado existe desde siempre la gracia: búsqueda de Dios, amor de gratuidad, una esperanza abierta hacia la vida, como presupone ya Gén 3.

A veces presentamos el pecado original como algo «amorfo», como si fuera un estado o realidad que alcanza de igual forma a todos los vivientes de la tierra. Esa visión resulta, a mi entender, simplista, incluso falsa. El pecado original adquiere concreción y se «modula» a lo largo de la historia, de manera que esa misma historia (por la gracia de Dios) hace posible el surgimiento de personas que asumen y realizan ya un camino de esperanza abierto hacia la gracia final, al don de la existencia personal y liberada de los hombres. Este es, a mi juicio, el sentido del AT: va ofreciendo la esperanza del amor, va preparando la victoria de Dios contra el pecado original del hombre. Pues bien, en el momento final de esa gran línea del AT, allí donde se vuelve ya inminente y luego realiza la victoria de la gracia, encontramos a María, la primera persona liberada de la historia.

Cuando decimos que ella ha sido concebida sin pecado original hacemos una afirmación histórica y teológica de primera magnitud que nos capacita para reformular todo el sentido de la antropología cristiana. Hablando de María como Inmaculada, hablamos de Dios y de su Cristo. Al mismo tiempo hablamos de Israel y de la Iglesia. En el lugar donde se cruzan todos esos caminos la encontramos ya como persona inmaculada, la primera persona verdadera de la historia humana.

En primer lugar, la Inmaculada nos remite a Dios. Aquí estamos ante el Dios que ha querido dirigir la historia humana, en gesto de amor respetuoso pero fuerte. Por eso, conforme a una palabra muy antigua de la Iglesia, Dios no quiere que el camino de la historia quede clausurado en Eva que es el signo de la madre pecadora. Dios ha decidido seguir dialogando con los hombres, de manera que ellos mismos busquen y de alguna forma logren suscitar la salvación sobre la tierra. Por eso mismo necesita de María: quiere un dialogante humano que reciba su palabra final y le responda, de manera que su salvación (siendo divina) sea al mismo tiempo salvación humana. Por eso espera la respuesta de María. Necesita que en el fondo ella sea Inmaculada: que escuche su palabra y le responda de manera plena, haciendo así posible la salvación de todos los humanos.

Al hablar de la Inmaculada hablamos de Cristo. El texto de la definición conciliar nos decía que «Dios ha preservado a María de pecado en atención a los méritos de Cristo». Esto significa que ella no es Inmaculada por sí misma, como si fuera sólo una excepción, una especie de capricho que Dios ofreciera para la madre de su Hijo. No es capricho ni ruptura de un Dios que, pasando por encima de sus leyes, habría dejado de cumplir lo establecido dentro de la historia. La Inmaculada pertenece «al orden nuevo de la redención», al camino de surgimiento mesiánico: Jesús nace en un mundo de ley y de pecado (cf. Gál 4,1-4); pero nace, al mismo tiempo, de la vida y la promesa de Dios que ha ido actuando en la historia israelita. Dios mismo ha preparado cuidadosamente el nacimiento de Jesús sobre la tierra (como victoria del amor sobre el pecado). Pues bien, como elemento principal y casi necesario de ese nacimiento encontramos a María.

Al hablar de la Inmaculada hablamos de Israel. En esta perspectiva deben resumirse las aportaciones de la mariología actual al presentarla como «hija de Sión», el verdadero Israel que está alcanzando ya su redención. María es «inmaculada» porque en la historia difícil y tortuosa de Israel, al lado del pecado, ha ido surgiendo y desplegándose el camino de la gracia. Por eso, su venida o «concepción» sólo puede interpretarse en perspectiva de promesa y vida israelita. Dios ha querido preparar «un pueblo justo», como han entrevisto los profetas; ha preparado un lugar de nacimiento para el Cristo, que es su Hijo sobre el mundo. En esa perspectiva hay que afirmar que, conforme a la vivencia de la Iglesia, el camino israelita ha culminado a través del nacimiento y vida creyente de María. En ella adquiere su sentido todo el camino precedente de esperanza del AT.

Finalmente, este misterio de la Inmaculada se refleja y culmina en la existencia de la Iglesia. Así lo ha comprendido ya la tradición, así lo indica de manera velada el documento pontificio de 1845, cuando presenta a María inmaculada como signo de gracia para todos los creyentes: en ella se realiza, de manera anticipada y plena, la verdad más honda de la Iglesia, la fuerza del amor hecha presencia de vida en nuestra tierra. Así lo ha destacado el Vaticano II cuando afirma que María «es tipo de la Iglesia»; por eso, los creyentes deben mirar hacia María «contemplando su arcana santidad e imitando su caridad» (Lumen gentium 63, 64). Mirando hacia María Inmaculada, la Iglesia descubre su propia vocación de santidad y encuentro con Dios en Jesucristo. Precisamente en esta perspectiva queremos situarnos cuando llamamos a María «la primera persona de la historia»: ella nos muestra la verdad y plenitud de aquello que nosotros buscamos sobre el mundo.

Y con esto podemos plantear ya el tema de manera más directa. Muchas veces, por la inercia del lenguaje y por la misma forma de entender el pecado original, suponemos que el misterio de la Inmaculada sólo afecta al principio de la vida de María: al instante de su concepción interpretada de manera biológica. Conforme a la lógica del mundo, aquella concepción tendría que haber sido en pecado, como un momento más de la cadena de los males que se expresan y despliegan en la historia, adueñándose de aquellos que empiezan ya a nacer sobre la tierra. Como miembro de la historia de pecado debió surgir María, apareciendo por lo tanto como pecadora desde el mismo encuentro fecundante de sus padres. Pues bien, quebrando ese camino de pecado, Dios se quiso revelar ya desde ese instante como nuevo padre y creador que vela amorosamente por María, desplegando en ella un nuevo comienzo de existencia en ámbito de gracia.

Conforme a este modelo, la Inmaculada Concepción sería sólo un «don de Dios», el signo más intenso de su gracia previniente. Allí donde ese Dios ha permitido que otros hombres penetren ya manchados en la lucha de la historia y deban. decidirse por el bien desde una vida que comienza inmersa en el pecado, el mismo Dios ha decidido que María no padezca y sufra esa batalla. Por eso la libera por anticipado. En vez de redimirla en un momento posterior, cuando ella misma hubiera ya asumido el bien en Jesucristo, Dios la ha liberado y redimido en un momento precedente: la ha librado ya en el mismo momento de su origen. Por eso ella ha nacido Inmaculada. 11

Esta perspectiva resulta muy valiosa y debemos, de algún modo, conservarla; pero, mirada en más hondura, ella termina siendo insuficiente, como ahora mostraremos. Dos son las razones de esa insuficiencia: 1) no ha tomado en serio el valor del nacimiento como realidad humana que se cumple y se despliega a lo largo de toda la existencia; 2) tampoco hace justicia a la experiencia activa de María que ha debido oponerse con sus fuerzas a la fuerza del pecado en el transcurso de toda su existencia.

11. Amplia presentación del tema, con información bibliográfica, en S. de Fiores, A. Serra, Inmaculada, en Nuevo Dic. Mariología, o.c., 910-940.

Comencemos con la concepción. Por la antropología moderna sabemos que el hombre es ser que «nace aún inmaduro». Por eso, estrictamente hablando, el tiempo de su concepción y nacimiento humano se despliegan a lo largo de los años de su infancia. Eso significa que el hombre no surge y se despliega como humano en un nivel de biología. El hombre es concebido y nace en plano cultural: en su nacimiento influyen los padres (y aun la misma sociedad) e influye de manera personal, definitiva, el mismo nuevo ser que está naciendo.

Concepción y nacimiento son acción de la sociedad y especialmente de los padres (de la madre) que ofrecen al que nace unas determinadas posibilidades de existencia biológica y cultural. Estrictamente hablando, lo que al niño se le ofrece, en una acción cruzada donde influyen múltiples factores, es un tipo de posibilidades de vida y realización humana. La misma sociedad viene a mostrarse así como «lugar de concepción», vientre materno y cuna donde va naciendo el niño en un proceso de maduración y emergencia personal.

Pues bien, cuando decimos que María ha sido concebida como Inmaculada, estamos afirmando que, por gracia de Dios, la sociedad israelita de su tiempo fue capaz de ir generando a una mujer en ámbito de pura y transparente gracia. Ciertamente es don de Dios todo el proceso del surgimiento de María. Pero es don que Dios despliega y que realiza por medio de «su pueblo», es decir, desde la cuna del AT israelita. 12

En esta perspectiva se destaca aún otro rasgo: siendo don de Dios, por medio de su pueblo israelita, la concepción inmaculada de María viene a presentarse también como expresión de su propia gracia humana. Ella nace inmaculada porque asume en forma limpia su propio nacimiento. En otras palabras: nace inmaculada porque quiere; quiere a Dios y va asumiendo su propio nacimiento como espacio de revelación de su misterio. En este sentido podemos recordar una palabra clave de Cervantes: «cada uno es hijo de sus obras» (Don Quijote). Hija de sus obras es María: hija de su propia opción creyente. Porque en este plano personal Dios nos ha hecho de tal forma que nosotros mismos somos lo que hagamos. No viene nuestra vida simplemente desde fuera. Dios la da si es que nosotros la aceptamos. Así nacemos, a través de nuestra historia, si nosotros mismos «nos nacemos».

En este lugar donde la acción de Dios por medio de la sociedad (los padres) viene a explicitarse ya como «pasión humana», es

12. Cf. X. Zubiri, o.c., 103-222, 554-557.

decir, como acogida personal culmina la verdadera concepción y nacimiento. Todo lo anterior (concepción primera y gestación, alumbramiento y vida aun inconsciente del niño) queda asumido de esa forma, así se ratifica en el nivel del pleno nacimiento humano. Ciertamente, lo anterior es importante, de algún modo resulta decisivo, porque ofrece al niño sus «posibilidades» de existencia. Pero ellas deben ser ratificadas en un proceso de «nacimiento personal» donde el niño asume lo recibido y de esa forma se realiza como ser independiente, en libertad autocreadora.

En ese aspecto debemos afirmar que cada uno nace de sí mismo naciendo de los otros: nace de su propia voluntad que asume aquello que le han dado y que se asume a sí mismo como persona diferente. Desde ese fondo debemos afirmar que María no es sólo Inmaculada porque Dios le ha dado (por medio de Israel) unas posibilidades de existencia positiva, abierta al plano de la gracia. Es Inmaculada porque ella misma acoge el don que Dios le ha dado, en un proceso de maduración personal que es transparente y creador, dentro de la historia. El misterio de la Inmaculada pertenece por lo tanto al proceso de realización personal de María, que así va desplegando su camino en santidad, como ha mostrado el Vaticano II:

Por eso no es extraño que entre los santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu santo y hecha una nueva creatura. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como llena de gracia (Lc 1,28) y ella responde al enviado celestial: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38) (Lumen gentium 56).

Varios son los rasgos que destaca este pasaje. En primer lugar, entiende el misterio de la Inmaculada en perspectiva positiva, como signo de la gracia y santidad personales de María; Dios no se limita a realizar en ella un gesto negativo, liberándola de mancha original y de pecado; Dios la llena de su gracia y de esa forma hace que sea Inmaculada. Pero hay más: este misterio que comienza en el instante de la concepción viene a expresarse y realizarse a lo largo de toda la vida de María. Ella es Inmaculada porque Dios la va plasmando con su Espíritu de forma que viva y se despliegue sin cesar como persona «nueva», dueña de sí misma. A partir de aquí se entiende el rasgo decisivo: María puede dialogar con Dios en ámbito de alianza; puede escuchar la Palabra de Dios y responderle con su propia palabra de persona humana, desde el mismo centro de la historia. Para realizar este diálogo con Dios en gracia y libertad ha tenido que ir naciendo María como Inmaculada. Y con esto pasamos ya al segundo aspecto de su proceso biográfico.

3. La libertad de María. Su despliegue personal

María ha nacido para hacerse, de verdad, como persona. Por eso, nacimiento y realización se hallan unidos, en la línea que señala el apartado precedente: el hombre no es un ser que emerge en plano de pura biología, como los animales; nace en plano humano, recibiendo la posibilidad de ser persona y realizándola de un modo personal (comprometido, en apertura hacia los otros). Así lo ha visto el Vaticano II cuando alude al nacimiento y al despliegue pleno de María:

Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno se consagró total-mente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con él y bajo él, por la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los santos Padres estiman a María no como un mero instrumento pasivo sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia (Lumen gentium 56).

Dejemos por ahora otros aspectos del pasaje y destaquemos los más significativos. A través de su nacimiento, María ha surgido como persona que es independiente. Es dueña de su propia vida y puede enfrentarse con el mismo Dios: dialogar con él y responderle. Ella no es un «instrumento» que Dios puede manejar a su capricho. No es tampoco un rasgo interno de la misma santidad de Dios, como un momento de su vida y su misterio. Ella es persona: dueña de sí misma, capaz de recibir una palabra de Dios y responderle.

Aquí entendemos el sentido radical de la persona como «sujeto frente a Dios», en clave de libertad definitiva. María es responsable de sí. Ni el mismo Dios puede forzarla y dominarla desde fuera. Es dueña de sí y por eso Dios ha de tratarla con respeto, ofrecerle (no imponerle) su palabra. Cuando esto sucede la persona ya ha nacido: ha nacido un ser distinto, una especie de «dios finito» que, por don de gracia, puede mantenerse ante el mismo «Dios que es infinito», dialogando con él. El ser humano nace a su existencia personal por la palabra, en clave de diálogo con Dios. Pues bien, llegando hasta el final en el camino comenzado por el AT, María es la primera que dialoga de esa forma con su Dios. Por eso hemos debido presentarla como la primera persona de la historia.

En este plano de palabra personal María colabora con Dios, como ha dicho el Concilio. Colaboración significa mutua libertad y mutua dependencia. Libre es Dios para crear y libre María para responder. Pero ambos han querido vivir y realizar la libertad en compañía. María ofrece a Dios el lugar de surgimiento humano de su Hijo, le ofrece su vida de mujer, su palabra de persona. Por su parte, Dios ofrece a María el misterio de su misma vida intradivina. Necesita de ella para expresarse en libertad y plenitud dentro de la historia: por eso pide y aguarda su respuesta de consentimiento (Lc 1,26-38).

En este nivel de palabra dialogal con Dios, María viene a realizarse de manera frontal como persona. Ella es más que «vientre y pechos», como quiere la sabiduría popular israelita (cf. Lc 11, 27). Ella es «la creyente» (cf. Lc 1,45): ha dialogado con Dios y en ese diálogo despliega y realiza su persona. De esa forma «acoge y guarda (cumple) la palabra» (cf. Lc 11,28), de manera que la misma Palabra de Dios puede volverse carne en nuestra historia (cf. Jn 1,14). En diálogo de colaboración con Dios María viene a presentarse ya como persona que ha nacido y vive en libertad sobre la tierra.

En esta perspectiva adquiere todo su sentido aquello que hemos dicho sobre la persona como realidad que sólo adquiere su sentido y se despliega en ámbito de gracia. Todas las restantes «relaciones» pasan, pasan y se acaban los restantes niveles de la vida (creatividad intelectual, dominio sobre el mundo...). Sólo en relación con Dios el hombre permanece para siempre, como sabe Is 40-50. Pues bien, en esta relación ha realizado María su sentido como ser que permanece, es decir, como persona.

También el pueblo israelita conocía esta relación y la expresaba en términos de alianza. Pero no la había culminado todavía, de manera que en ella aparecían dos limitaciones primordiales. 1) La verdadera personalidad pertenecía al conjunto nacional, no a los individuos como tales. Por eso, la fidelidad individual aparecía de algún modo como secundaria, derivada; lo que importa es que perviva y se realice el pueblo. 2) Además, el contenido y verdad de la persona no se hallaba fijado todavía; los hombres se encontraban en camino y sólo en el final de ese camino encontrarían su persona.

Pues bien, María viene a presentarse ya en el evangelio como una persona realizada. Es persona en cuanto individuo. Ciertamente, representa a todo el pueblo, pero es ella la que debe dar una palabra y realizarse plenamente (haciendo así que se realice el pueblo). En segundo lugar, María es persona realizada. Ha dicho lo que tiene que decir, es lo que debía ser y de esa forma de su propia vida y su palabra nace el Hijo de Dios sobre la historia. Por eso, no es preciso que nosotros sigamos esperando: la palabra del hombre ya está dicha, Dios ya está encarnado dentro de la historia.

De los rasgos y camino de esta realización personal de María, en apertura a Dios, por Cristo, no podemos hablar con detención ahora. Hemos expuesto ya el problema en apartados anteriores de este libro, al ocuparnos de eso que llamábamos el evangelio de María. Allí hemos ido viendo aquello que el Concilio presentaba como su peregrinación creyente, en el camino de la vida de Jesús, en el misterio de su muerte, en el nuevo nacimiento de la pascua del Espíritu (Hech 1-2). En todo este proceso, María va expresando y realizando su ser como persona, en los planos antes destacados.

María es ante todo persona por ser libre. Libre frente a Dios ha sido ella y libre ante los hombres. Por eso no ha pedido permiso al sacerdote ni al letrado, al político ni al jefe militar en el momento crucial de nuestra historia. Ha dialogado con Dios y ante Dios se ha decidido por sí misma (cf. Lc 1,26-38), poniéndose al servicio de la liberación mesiánica. En este nivel de libertad fontal, allí donde la vida (humana) de Dios mismo depende de su vida se sitúa la respuesta de María, surge la persona.

María es persona porque sabe y quiere decidirse. No se limita a vivir su libertad en un vacío, en una especie de contemplación intelectual que se desliga de las luchas y tareas de la historia. Dios mismo le propone la tarea dura y fuerte de la maternidad mesiánica dentro del camino de la historia. Ella la acepta y de esa forma acepta un tipo de existencia conflictiva, como indica Lc 2,24-25: la misma espada del juicio de Dios se clava en sus entrañas, de manera que ella debe asumir todo el sufrimiento de la historia.

Finalmente, María es persona en relación con otros seres personales, desde el Cristo. Ella asume el camino de Jesús y con Jesús la gran tarea de la culminación mesiánica del hombre en la línea de eso que pudiéramos llamar el proceso de personalización. Hablando de una forma general, diremos que María se encuentra en las dos vertientes de la historia. Ella es, por un lado, plenitud y cumplimiento de la antigua alianza: por eso en su palabra de «fiat» se condensa y ratifica toda la palabra precedente de los hombres. El AT alcanza así por medio de María su hondura personal. Por otro lado, ella viene a presentarse como signo y principio de la nueva alianza: es señal de todos los creyentes de la Iglesia que, fundados en Jesús, pueden realizarse ya como personas.

De este aspecto relacional de la persona de María tendremos que hablar más adelante, al situarnos en clave más sincrónica. Aquí sólo queremos indicar que el nacimiento y despliegue de María son inseparables del camino (nacimiento y despliegue) de los hombres. Pero debemos recordar que la persona culmina por la muerte; así tratamos su tercera dimensión constitutiva.

4. La muerte de María. Su asunción al cielo

Conforme al esquema que estamos empleando, la persona es ser que vive radicalmente en un diálogo: ha recibido la vida como don (en nacimiento) y como don ha de entregarla (por la muerte). Este es el modelo que realiza Jesucristo en plano eterno; eternamente acoge el ser y eternamente lo devuelve, en gesto agradecido, poniéndolo en las manos de su Padre. De esa forma «existe» como diferente; es realidad nueva, es persona, con el Padre, en el Espíritu. Al encarnarse, Jesucristo ha traducido y realizado en forma humana ese proceso personal del Hijo eterno: así nace de Dios naciendo de María; se entrega a Dios muriendo por los hombres en la historia. Pues bien, también María tiene que morir a fin de realizarse de manera total como persona: ha de poner su vida entera en manos de Dios Padre, poniéndola al servicio de su Reino.

Planteamos de esa forma un tema que los fieles cristianos han explicitado desde antiguo cuando hablan de la Asunción de María a los cielos: la Madre de Jesús ha culminado su camino, se ha entregado con el Cristo en manos de Dios Padre y Dios la acoge por medio del Espíritu en el mismo campo de su vida originaria. Esta ha sido la certeza constante de los fieles. De manera cordial, por intuición de fe, han sabido que la Madre de Jesús tenía que haber «resucitado» con su Hijo, culminando de esa forma su camino. De esa forma viene a presentarse como persona realizada, la primera persona de la historia. El Magisterio de la Iglesia ha definido como dogma esta certeza de los fieles:

Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial (DS 2333).

Con estas palabras, el Papa Pío XII (año 1950) ha completado eso que pudiéramos llamar el ciclo de las definiciones antropológicas marianas. Nacimiento y muerte vienen a integrarse de manera que pueden ofrecernos una visión totalizadora de María: Dios ha dirigido de manera personal su nacimiento, haciendo que ella surja sin pecado; Dios la acoge en el momento de la muerte, de manera que ella resucita con Jesús como fruto primero de la nueva redención, como primera persona plenamente realizada de la historia.

Entre nacimiento y muerte, como expresión del don de Dios y resultado de la propia creatividad, surge el ser humano, se realiza la persona. La persona no es el alma que desciende de la altura para girar durante un tiempo por los ciclos de la tierra hasta que pueda liberarse elevándose de nuevo hacia la altura. No es tampoco un alma naturalmente inmortal que Dios ha introducido por un tiempo en el cuerpo hasta que llegue a desligarse y realizarse en su verdad, como inmortal, sobre los cielos. La persona no es momento del proceso evolutivo de la vida material, ni es apariencia de vida que fulgura sobre el mundo en un instante y después desaparece. La persona es aquel ser independiente, libre y creador de sí que Dios ha querido suscitar por gracia dentro de la historia.

Tiene la persona un tiempo histórico que va del nacimiento hasta la muerte. Nace desde Dios: de la llamada que ese mismo Dios le ha dirigido a través de otras personas de este mundo (de la sociedad) en la que emerge. Se dirige hacia la muerte que se puede interpretar también como llamada: sentido (y momento) final de realización de mi existencia. Entre esos límites soy y me realizo. Entre ellos voy surgiendo a mi verdad como persona: como ser independiente, un «dios finito» que va haciendo su existencia entre cuna y sepultura. No soy cosmos, ni alma eterna, ni tampoco una parcela de Dios que está perdida en esta tierra. Soy «yo mismo»: me han ofrecido el ser y yo lo asumo para realizarlo en un camino que resulta irreversible.

Yo mismo me realizo, pero no estoy condenado a la nada de la muerte, como han afirmado Heidegger y muchos pensadores de este tiempo. Me realizo en apertura al mismo Dios que me ha ofrecido (regalado) la existencia. Por eso puedo devolverla, colocándola de nuevo entre sus manos por el Cristo. Esto es lo que María ha realizado, como la primera persona humana de la historia, siguiendo hasta el final a Jesucristo.

Jesús ha resucitado como un hombre, como mesías de la nueva humanidad reconciliada. Pero Jesús no era persona humana; por eso su resurrección ha de entenderse partiendo del proceso de «retorno plenificador» del Hijo que ha entregado su existencia en manos de Dios Padre: el Padre le recibe y en el mismo gesto de acogerle como Hijo le acoge y transfigura como «humano», fuente y centro de nueva humanidad reconciliada, mesiánica.

Apoyándose en Jesús, María ha muerto: ha entregado su existencia en Dios y Dios la resucita ya como «persona». De esa forma, Dios asume y ratifica el camino personal de María, recibiéndola en la gloria de su mismo Hijo Jesucristo, en el Espíritu. Por eso decimos que ella es la primera de los hombres ya resucitados en el Cristo: es la primera de aquellos que culminan su camino personal y de esa forma introducen su camino humano dentro del proceso trinitario de Jesús, el Hijo.

El texto pontificio antes citado, presenta este misterio con palabras teológicas normales de aquel tiempo. Por un lado, a fin de no adentrarse en controversias de carácter teológico, ha evitado hablar de muerte. Por eso dice que María «cumplido el curso de su vida terrestre fue asunta...». No define la manera de su «fin». No indica el modo de su muerte. Por otro lado emplea categorías de alma y cuerpo, para señalar de esa manera el sentido total, plenificante de la asunción de María; ella culmina en Dios del todo y no sólo en un aspecto separado o parcial de su existencia.

Este uso teológico está determinado por una tradición católica que emplea los conceptos de alma y cuerpo en relación a la persona y vida del cristiano: el hombre «es alma», es decir, un ser viviente que conoce el mundo y se conoce en un proceso siempre abierto de búsqueda y realización; el hombre «es cuerpo», ser del mundo que se encuentra integrado en el proceso vital y material del cosmos. Esos conceptos se han solido emplear de muchas formas, aunque en términos normales han tendido a interpretarse de manera disociada: se ha visto al hombre como un alma inmortal que tiene temporalmente un cuerpo. Cesa por la muerte la unidad y el alma sube al cielo, por los méritos de Cristo, si es que ha sido justa sobre el mundo. El cuerpo se corrompe sobre el mundo, como se corrompen todos los restantes vivientes de la tierra; sólo al final de los tiempos, por misericordia especial de Dios, resucitarán también los cuerpos, para unirse con las almas en la gloria ya definitiva. 13

La definición de Pío XII ha empleado este lenguaje, pero no le ha dado carácter de dogmático. Las palabras «cuerpo y alma» se utilizan como signo de la totalidad del hombre y se asegura que en el caso de María «el hombre entero» ha culminado ya en la gloria. No podemos explicar las controversias que han surgido del empleo de esos términos. Tampoco nos queremos detener en los problemas de eso que ahora suele presentarse como escatología del «estado intermedio». ¿Qué pasa con los hombres (con

13. Visión crítica de las posturas sobre el tema en J. L. Ruiz de la Peiia, La otra dimensión. Escatología cristiana, Sal Terrae, Santander 1986.

las almas) hasta el tiempo de la resurrección final de todos los vivientes? ¿Se salva por ahora sólo el alma? ¿El alma duerme como el cuerpo hasta que suenen las trompetas finales de los tiempos? ¿Ha resucitado ya en la gloria el hombre entero, en alma y cuerpo, mientras sigue corriendo todavía la historia sobre el mundo? Las preguntas son difíciles y las contestaciones distintas, conforme a las tendencias teológicas de sus autores. Ahora no podemos distinguirlas y exponerlas. 14

Pero hay algo que podemos hacer, partiendo de la misma definición de Pío XII. Sabemos que María «ha sido asunta» (asumida, elevada) en la gloria de los cielos tras la muerte. Eso significa que ella ha entrado en el tiempo pascual de la resurrección de los muertos; ella no es Dios ni tiene eternidad, pero en el Cristo que es su Hijo ha recibido ya la forma de existencia plena, como persona que se encuentra realizada. El tiempo no discurre para ella, como discurre todavía sobre el mundo, en un camino que avanza sin cesar entre principio (nacimiento) y muerte; el tiempo para ella se ha cumplido y, de esa forma, integrándose en el Cristo participa de la nueva creación que es vida culminada.

Distinguimos, según eso, tres tipos de «tiempo», si es que puede emplearse en cada caso esa palabra. Existe un tiempo eterno que sólo es propio de Dios, como el amor originario. Hay un tiempo histórico que es propio de la vida de los hombres en el mundo, como proceso que discurre del nacimiento hasta la muerte. Hay finalmente un tiempo pascual que es como unión de los tiempos precedentes; éste es el tiempo propio de Jesús resucitado (en cuanto humano) y de todos los que acogen su camino y participan de su reino.

El tiempo pascual es participación del tiempo eterno, si es que vale esa palabra: los salvados se introducen, siendo creaturas, en el ámbito fundante del misterio, en el campo del amor donde se encuentran y se abrazan el Padre con el Hijo en el Espíritu. En este aspecto, toda salvación ha de entenderse como «participación trinitaria»: nos unimos a Jesús y desde el fondo de su vida filial, por medio del Espíritu, gozamos de la misma Vida trinitaria.

Por otra parte, el tiempo pascual es cumplimiento del tiempo histórico. Quizá pudiéramos llamarle «tiempo histórico cumplido», ya ratificado para siempre. En ese aspecto, los salvados (o resucitados) son los mismos que han vivido sobre el mundo; por eso ha

14. Cf. J. M. Hernández, Asunción, en Nuevo Dic. Mariología, o.c., 270-281.

de existir algo que «dura» y permanece, uniendo así tiempo de historia y plenitud pascual de los salvados (pienso que esto es lo que quiere defender el magisterio de la Iglesia cuando alude al alma). Pues bien, ese cumplimiento pascual definitivo ha de entenderse, partiendo de Jesús, en clave de «resurrección de los muertos».

Así se da el «cruce de tiempos», eso que la teología ha precisado utilizando las categorías del ya y del todavía no. Mirados desde el punto de vista de la plenitud pascual, los que han muerto en el Cristo están ya resucitados: su tiempo no es el nuestro; no discurren ni caminan entre las fronteras del nacimiento y de la muerte; han cumplido su camino y se han plenificado ya como personas, en el Cristo. Por eso decimos que están resucitados. Sin embargo, si nosotros les miramos desde el tiempo de la historia nos parece que ellos siguen en camino todavía, hasta que llegue el tiempo de la plenitud cósmica de la resurrección universal y el juicio.

Pues bien, en ese cruce de caminos se ha plenificado la vida de María. Ella es por un lado persona realizada. Esto significa que ha resucitado de los muertos (de la muerte): de esa forma ha culminado su camino personal, siendo acogido por Dios en la vida y la victoria de su Hijo Jesucristo; por eso permanece (vive) desde ahora para siempre, en el tiempo de la pascua, como signo y principio de la nueva humanidad. En este camino de la nueva humanidad pascual que brota de Jesús, María viene a presentarse como la primera persona de la historia. Ha cumplido su camino, se ha entregado a Dios y Dios la ha recibido en Cristo para siempre.

En la Asunción de María intervienen, según eso, tres aspectos o niveles que debemos distinguir con gran cuidado. a) María ha muerto: ha culminado su camino y ha entregado vida y alma (o alma y cuerpo) en manos de Dios Padre. De esa forma acaba y ratifica su camino, con un «fiat» que ha durado toda su existencia. b) Dios la acoge y resucita: recibe su palabra, transfigura toda su existencia, ofreciéndole una especie de «nuevo nacimiento» que es definitivo. c) Todo este camino se realiza y culmina en Cristo, por la fuerza del Espíritu: María no ha creado el mundo nuevo de la Pascua; ella no puede presentarse como salvadora (no es medas). Pero por la gracia de Dios es la primera de aquellos que reciben la vida de Jesús y resucitan. Esto es lo que ha visto la Iglesia católica al mirarla como Asunta ya en los cielos.

Después, cuando tratemos de la mediación mariana, mostraremos el aspecto activo de este misterio pascual de María: desde el tiempo celeste donde se halla culminada ella interviene en nuestro tiempo como amiga y como madre de los hombres. Pero veamos previamente el aspecto dialogal de este misterio de «personalización» fundante de María. En ella se realizan, de manera ejemplar y fundante, los aspectos básicos de eso que pudiéramos llamar la «antropología básica» cristiana. Veamos como ejemplo un texto de J. Ratzinger que sigue siendo muy significativo:

La idea de inmortalidad expresada en la Biblia con la palabra resurrección indica la inmortalidad de la «persona», del hombre. Se trata de una inmortalidad dialogal (resurrección), es decir, la inmortalidad no nace simplemente de la evidencia de no-poder-morir sino del acto salvador del que ama y tiene poder para realizarlo... El amor pide eternidad, el amor de Dios no sólo la pide, sino que la da y lo es... Mediante la resurrección, la forma bíblica de inmortalidad ofrece una concepción completamente humana y dialógica de la inmortalidad: la persona, lo esencial al hombre, permanece; lo que ha madurado en la existencia terrena de la espiritualidad corporal y de la corporeidad espiritual permanece, de un modo distinto. Permanece porque vive en el recuerdo de Dios. Porque el hombre es quien vive y no el alma separada, el elemento co-humano pertenece al futuro; por eso, el futuro de cada uno de los hombres se realizará plenamente cuando llegue a término el futuro de la humanidad... La resurrección de la carne es la resurrección de las personas (Leiber) no de los cuerpos (Körper)... Pablo no enseña la resurrección de los cuerpos sino de las personas. Esto no se realiza en el retorno del «cuerpo carnal», es decir, del sujeto biológico, cosa según Pablo imposible («la corrupción no heredará la incorrupción») sino en la diversidad de la vida de la resurrección, cuyo modelo es el Señor resucitado. 15

Parece que en los últimos años J. Ratzinger ha cambiado su manera de enfocar el tema, pero ahora ese cambio no nos interesa 16. Juzgamos que su perspectiva anterior, aquí citada, es coherente y refleja una experiencia básica cristiana que resulta muy valiosa para comprender el sentido de la Asunción de María a los cielos. A partir de aquí podemos condensar los dos aspectos de ese dogma, en clave de resurrección cristiana y de realización personal.

La Asunción debe entenderse como resurrección, en el sentido que mostraba el texto de J. Ratzinger. María ha vivido en un constante diálogo de amor con Dios y tras la muerte (por la muerte) ese diálogo ya se ha culminado: Dios asume en su misterio de Vida toda la vida de María por el Cristo, en la gracia del Espíritu. De esa forma reasume y ratifica su camino, comenzando a realizar en ella el mundo nuevo, el Reino proclamado a través del evangelio.

  1. Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca °1987, 310, 313, 317.

  2. Cf. Escatología, CTD, Herder, Barcelona 1980, 13-14. Visión crítica de ese cambio en J. L. Ruiz de la Peña, o.c., 323-359.

La Asunción ha de entenderse como culminación personal de Maria. En los momentos anteriores, ella se estaba realizando, no había llegado a su meta todavía. Con la muerte ha culminado su camino: María se ha entregado en Dios y Dios ha recibido, en el camino y meta pascual de Jesucristo, toda la vida de María a fin de culminarla. Por eso, lo que resucita es «la persona» de María, todo lo que ella ha sido, todo lo que ha ido realizando. Lo que resucita no es alma «separada» del cuerpo o «separada» de los restantes hombres y mujeres de la historia. Resucita en el ámbito de Cristo (dentro de su cuerpo) toda la persona de María, en el doble plano sincrónico y diacrónico. En nivel diacrónico, si es que puede utilizarse esta palabra, resucita en persona de María todo el decurso de su vida, desde el nacimiento hasta la muerte. En nivel sincrónico resucitan en María el conjunto de sus relaciones sociales. Pero de esto tendremos que hablar en lo que sigue.


IV.
MARÍA: RELACIONES PERSONALES (SINCRONÍA)

Hemos estudiado los momentos fundamentales del decurso personalizante de María. Sabemos ya que la persona pertenece al plano de la gracia: al nivel del encuentro con Dios que nos capacita para vivir en libertad y realizarnos, en gesto de apertura hacia los otros. Podemos añadir, conforme a lo indicado, que la persona culmina en un plano de pascua, es decir, por la resurrección. Jesús ha realizado en forma humana su misterio personal de Hijo de Dios, abriendo así a los hombres un espacio de realización personal. Pues bien, en ese espacio, como preparación para el surgimiento de Jesús y como expresión de su venida, hemos encontrado a la persona de María.

Siguiendo una terminología usual en nuestro tiempo, podemos afirmar que María es persona como sujeto, en su misma realidad individual, en el nivel que los antiguos pensadores presentaban como «subsistencia». En ese plano ella aparece como libre, dueña de sí misma y diferente de todos los restantes seres o personas del cielo y de la tierra. Pero, al mismo tiempo, debemos añadir que María es persona como relación, en su apertura originaria hacia los otros seres personales del cielo (Trinidad) y de la tierra (hombres). En las reflexiones que ahora vienen distinguimos esos planos de la relación personal de María, siguiendo en los dos casos un mismo esquema: fidelidad, maternidad, encuentro fraterno o amistoso de servicio. De esta forma, los momentos de su encuentro con Dios se traducen en momentos de su encuentro con los hombres. Sólo por claridad separamos los niveles, comenzando por el plano trinitario.

1. María madre: relación con la Trinidad

Sabemos ya que la persona es relación con Dios, conforme al misterio de la gracia revelado en Jesucristo. Significativamente, en esa relación podemos disinguir (no separar) tres elementos que definen de manera fundante la persona de María. Aquí los presentamos en forma trinitaria, reasumiendo en nueva perspectiva un tema que ha sido ya tratado con cierta extensión en apartados precedentes. Por eso podemos ser muy breves, ofreciendo sólo una visión esquemática de un tema que tendría que ser desarrollado en perspectiva bíblica y teológica.

María es, ante todo, la mujer creyente que dialoga con Dios Padre en un encuentro de amor originario. Sabemos que Dios mismo ha decidido ampliar hacia los hombres su diálogo divino. Por eso él ha creado seres libres, capaces de escucharle y responderle desde el mundo, en el camino de la historia. El los ha creado a través de la Palabra (cf. Gén 1), de tal forma que su misma Palabra se convierte ya en palabra de los hombres (cf. Jn 1) y su Vida se vuelve vida humana. Pues bien, a fin de que se exprese libremente su misterio dentro de la historia, él necesita que los hombres le reciban y respondan dialogando.

En otras palabras, para dialogar con los hombres hace falta que ellos sean ya personas (se encuentren en camino de personalización). Pues bien, en ese espacio de manifestación dialogal de Dios y plenitud humana hallamos a María. Ella es persona porque puede situarse frente a Dios, como ser independiente, que le escucha y le responde. Ella es persona porque, siendo hija de Dios, no es una esclava; siendo creatura no aparece como dependiente; siendo mujer no está oprimida. Por eso, ella se viene a mostrar de una manera radical como persona: está ante Dios con todo el pueblo israelita; como miembro de ese pueblo participa de la alianza, habla con Dios y espera la llegada de su Reino. Así ha empezado a ser persona, en un camino que va de anunciación a pascua. Dios le expone su programa, ella lo debe comprender y así pregunta. Dios le pide su respuesta, ella responde sabiendo lo que hace y ofreciendo ya su propia palabra personal de «fiat» que es principio de la realización mesiánica.

En segundo lugar, María es persona como Madre del Hijo. En esta perspectiva ella se viene a presentar como reflejo de Dios sobre la tierra. Muchos pueblos agrarios de la antigüedad interpretaron y adoraron a Dios como a una «madre»: es la figura de la fecundidad, el manantial de la existencia. Ellos tenían razón al destacar esta faceta en la visión de lo divino. También nosotros vemos a Dios en la figura de un Padre que se da, que entrega vida y alma (su substancia) al Hijo de su entraña. Lógicamente, la señal donde se expresa ese Padre celeste será una «madre» dentro de este mundo dividido (donde existen padre y madre como separados, varón y mujer como escindidos). Así lo ha visto desde antiguo la misma tradición cristiana, destacando la función materna de María. Siendo mujer y persona de este mundo, allí donde culminan los caminos de la espera (Antiguo Testamento) ella puede presentarse como signo de Dios Padre: entregando vida y alma (su substancia) ella concibe y alumbra al mismo Hijo de Dios sobre la tierra.

Ella es madre: es la mujer como principio de la vida, en la línea de los grandes simbolismos de la Biblia. Así la descubrimos al trasluz de la mujer primera, Eva, «engendradora de todos los vivientes»; así la comprendemos al fijarnos en la nueva doncella misteriosa que, en el centro de una guerra que combaten los varones, aparece como signo celestial, madre del «Dios que habita con nosotros» (cf. Is 7,14). En ese aspecto hay que añadir: en una tierra de varones, donde sólo parecen «persona» los reyes y guerreros, María, la mujer y madre, es la primera (la única) que viene a desvelarse y realizarse de verdad como persona. Ha puesto su vida al servicio de la Vida de Dios (de su mesías) v de esa forma puede realizarse como signo de Dios sobre la tierra. Casi todos nosotros combatimos, luchamos sobre el mundo por ideas o problemas que pensamos importantes, destruyendo de esa forma la existencia. En contra de eso, la mujer María, siendo madre. viene a desvelarse como auténtica persona: sabe transmitir la vida, ella la acoge, la cuida y favorece dentro de la historia.

Así se han vinculado los aspectos del misterio. El diálogo con Dios en fe profunda viene a desplegarse como amor que da la vida, en gesto de maternidad. María es signo de Dios Padre realizando sobre el mundo su servicio de madre, en favor de la existencia y vida de los hombres. De esa forma, concibiendo y educando al niño de su entraña, ella concibe y educa al mismo Hijo de Dios sobre la tierra. De esa forma ha desplegado su valor como persona: su vida es ya una fuente de vida como es fuente y principio la Vida de Dios Padre. De esa forma, siendo madre (madre-padre) del Cristo de los hombres, ella ha desplegado su existencia de mujer y de persona. Ciertamente, ella debía ser mujer para expresarse y realizarse de esa forma como madre. Pero, en el nivel definitivo, que después descubriremos por la pascua, lo que importa no es ya lo femenino; importa la existencia entera de María, como una persona que se expresa y se realiza ofreciendo por los hombres la misma realidad de su existencia. Por eso decimos que ella es madre-padre.

Este misterio de la maternidad divina de María ha sido objeto de la más solemne declaración mariológica (y cristológica) de la Iglesia. Quizá movido por afán de claridad, Nestorio había escindido peligrosamente las «naturalezas» de Jesús, una divina y otra humana. Por eso, él presentaba a María como Madre del Cristo (hombre mesiánico) pero no como la madre auténtica de Dios, la «theotokos». Se reunió para tratar de ese problema el Concilio de Efeso (año 431) y en medio de tensiones muy intensas se pudo aprobar esta moción (este anatema en contra de Nestorio):

Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema (DS 113).

María es, por lo tanto, «theotokos», es la madre verdadera de Dios dentro de la historia. Siendo mujer, persona de este mundo ella ha penetrado realmente dentro del misterio trinitario. Sin ser Dios, Dios la ha arraigado en el misterio radical divino. Real ha sido su encuentro con el Padre, real y verdadera es ahora su maternidad respecto al Hijo. En este plano ella se viene a desvelar en un sentido total como persona: su relación con el Hijo de Dios le constituye y plenifica para siempre. No es un episodio que pasa y que se olvida, ni una sombra que se pierde. Ella ha concebido y educado al mismo Hijo de Dios; su función de madre permanece y permanece para siempre su verdad (y realidad) como persona, unida por el Cristo, su Hijo, al misterio trinitario.

Los dos planos anteriores culminan en la comunión del Espíritu santo. María ha dialogado con Dios como persona, apareciendo así como asociada con el Padre. También como persona se ha entregado por el Cristo de los hombres, de manera que ella es madre de Dios Hijo que se encarna dentro de la historia. Pues bien, cuando llegamos hasta el fin de ese camino descubrimos que María es compañera de los hombres: el Espíritu la llena (cf. Lc 1,26-38) y por la fuerza del Espíritu aparece como hermana de los fieles dentro de la Iglesia (Hech 1,14-16). Al llegar a este nivel, maternidad y filiación se complementan: Dios es Vida compartida y dentro de esa vida se despliega y se realiza la persona de María como una expresión humana del misterio trinitario, como transparencia del Espíritu dentro de la historia. Pero de esto hemos hablado con cierta detención en apartados anteriores de este libro. Por eso lo dejamos así, sin explicarlo más extensamente.

Sólo queremos añadir que es aquí donde María adquiere su carácter pleno de persona como una mujer que se halla inmersa en el misterio trinitario. Siendo creatura de este mundo, participa del despliegue más profundo y decisivo de Dios dentro de la historia. Como elemento clave del despliegue «económico» (o histórico) de Dios ella realiza plenamente su persona. Siendo originario y trascendente, Dios se muestra como espacio de vida y realización para los hombres. María ha comenzado ya a vivir en esa hondura del misterio. Por eso la llamamos la primera persona humana de la historia.

2. Maria Virgen: relación con los hombres

Los tres rasgos anteriores se reflejan y despliegan en nivel de relaciones humanas. Por eso lo que ahora presentamos no se puede interpretar como si fuera otro misterio diferente. Es la expresión y la expansión histórica (eclesial, humana) de rasgos trinitarios ya mostrados del misterio de María.

Siendo verdadera creyente (Lc 1,45), que dialoga con Dios Padre, María viene a desvelarse como Virgen. Ella no es Virgen por negación, por rechazo de los hombres (los varones). No es Virgen por egoísmo o por deseo de encontrarse a solas ante un Dios al que concibe como «solitario», en una especie de búsqueda intimista. Es Virgen porque, culminando la línea de esperanza del AT, ha logrado desplegarse de manera total como persona: puede mantenerse en pie ante Dios y dialogar con él en plano de fidelidad y de confianza. Así lo ha destacado el Vaticano II cuando entiende su virginidad como expresión de «fe-obediencia» ante el Señor que pide su respuesta: María se confía en Dios y acepta (acoge) su palabra (cf. Lumen gentium 63). Ella «mantiene totalmente para Dios la fe que a Dios le ha prometido» (Ibid., 64) y de esa forma se realiza sobre el mundo como Virgen.

En esta perspectiva, cuya base bíblica hemos visto en este mismo libro 17, ser virgen significa ante todo ser persona: La mujer se concebía en el antiguo testamento como una función para otra cosa: función sexual para el marido, maternal para los hijos. Ella no tenía identidad, no valía por sí misma. Pues bien, en el pasaje de la anunciación, María se desvela antes que nada como autovaliosa: no es función de nadie, ni siquiera de Dios que debe dialogar con ella y pedirle su permiso. Más que «una virgen» que pudiera sumarse a las otras, María es «la Virgen»: aquella mujer donde los seres humanos (varones y mujeres) han llegado a alcanzar su autonomía, son personas.

17. En cap. 6, María como «primera cristiana». Visión más precisa del tema en Hijo eterno y Espíritu de Dios, Sec. Trin., Salamanca 1987, 38-57.

Así entendida, la virginidad tiene un profundo sentido antropológico. Ella implica antes que nada madurez personal, autonomía: no es virgen el que no ha llegado todavía a madurar (en plano sexual o personal); es virgen el que ya es maduro, dueño de sí mismo ante el misterio de Dios. Por eso, la virginidad se puede y debe explicitar en gesto de plena donación hacia los otros: sólo el dueño de sí se puede dar, puede entregarse en gratuidad, sin pedir compensaciones ni buscar en los otros lo que falta a su persona.

Lógicamente, para ser madre mesiánica del Cristo, era preciso que María fuera Virgen (o la Virgen). Dios no podía nacer del egoísmo de los hombres, de la lucha de ansiedades y violencias que se engendran y que estallan sobre el mundo, hasta expresarse muchas veces en un nivel de sexo. Dios nace del amor maduro y pleno, del amor esperanzado y gratuito de una Virgen que ofrece su existencia por el Reino. En esta perspectiva el dato estrictamente biológico aparece como derivado. Aquello que la Iglesia ha descubierto y venerado en María como Virgen es eso que pudiéramos llamar su «virginidad personal»: siendo plenamente dueña de sí misma, ella puede hallarse plenamente abierta hacia los otros. De esta forma es «madre mesiánica», esto es, madre en nivel de redención.

Por eso, la virginidad de la persona y corazón no es algo que María tuviera ya al principio y simplemente fuera conservado a lo largo de su vida, como un tesoro o cosa material que no debe perderse. La virginidad es una forma de ser, un modo personal de hallarse sobre el mundo, en apertura plena a Dios, en diálogo gratuito con los hombres. En esta perspectiva, el evangelio quiere que todos los creyentes, varones y mujeres, sean «vírgenes» en un plano de Reino. Tienen que «dejar al padre y madre», dejar las posesiones y vínculos del mundo (cf. Mc 10,29 par) para vivir en libertad y entrega mesiánica, por Cristo. En esta perspectiva, el mismo ApJn 14,4 llama vírgenes a todos los salvados.

La virginidad es, por lo tanto, una manera de ser abierta al Reino, en madurez personal y gratuidad. Por eso, el modelo de la virgen (del virgen) no es el niño que no tiene todavía impulsos sexuales. El modelo es la persona madura que despliega su existencia en gratuidad, en gesto de amor hondo, universal, desinteresado. Al llegar a este nivel, que está ratificado en Gál 3,28, cesan ya las diferencias de varones y mujeres. Se supera un ideal machista donde la mujer ha de ser virgen, en plano represivo, para uso del marido (o del varón-amante) y surge un nuevo tipo de ideal antropológico, abierto por igual a varones y mujeres: todos deben realizarse como vírgenes-personas. Sólo en este fondo de llamada universal a la virginidad personal adquiere su sentido la elección-vocación particular de aquellos que, por gracia de Dios y de su Reino, quieren cultivar un celibato cristiano, mesiánico.

Siendo así Virgen-persona, María viene a desvelarse como Madre-personal de todos los creyentes. No es madre «a pesar» de su virginidad, sino precisamente a partir de ella: siendo dueña de sí misma puede darse; ella se ha dado y entregado su existencia (su substancia) por los hombres, en gesto de maternidad mesiánica universal. Por eso, ella no puede interpretarse ya como una más entre las madres, una más en la gran línea de las generaciones de Israel que han construido el pueblo de la alianza con su propia entrega generosa, recordada sobre todo en el libro del Génesis (cf. Gén 16-18,24,27,29-30). María hace estallar la línea de la vieja genealogía de este mundo (cf. Mt 1,1-18), apareciendo así como principio de la nueva humanidad.

Ella no es ya una madre, es la madre en la línea de la maternidad mesiánica: una vez y para siempre ha dado a luz al Salvador, de forma que su gesto tiene valor universal, en la línea que ha aplicado Heb 9 para Cristo: su acción sacrificial dura por siempre, no ha de repetirse. También el gesto de María madre dura para siempre: se ha expresado ya la paternidad original de Dios dentro de la historia; ha nacido el Salvador, no es necesario que renazca. Eso significa que María es Madre de una forma especial, abierta a todos los creyentes. Como representante del antiguo testamento ha dicho a Dios que «sí»; para salvación de todos los creyentes ha engendrado a Cristo, el hombre. Por eso, en la misión y fruto de su maternidad nos hallamos todos incluidos.

Ella fue Virgen y Madre en un sentido fundante, mesiánico, como engendradora de Dios en Jesucristo (theotokos). Por eso apareció (se realizó) como mujer, a fin de ser persona: principio de la nueva humanidad. A partir de ella, nosotros podemos ya vivir el misterio personal en un plano nuevo y mesiánico, donde ya no es preciso realizarse como padre o como madre para tender a la realización personal. Ya ha nacido el Salvador. Todos, varones y mujeres, podemos y debemos ser personas en un gesto fundante de virginidad-maternidad humana, en apertura de amor hacia los otros. La nueva situación es ya posible porque María ha realizado su función de mediadora en este surgimiento de la nueva alianza. Ha sido y sigue siendo mediadora para siempre, como indica con palabra hermosa el Vaticano II:

Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos, por su múltiple intercesión, los dones de la eterna salvación. Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se de-baten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso la B. Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Ayudadora, Media-dora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador (Lumen gentium 62).

El gesto de María permanece para siempre: permanece su pa-labra y compromiso en favor del Cristo universal; por eso, siendo madre de Jesús es la madre de todos los hermanos de Jesús (cf. Mt 25,31-46; Jn 19,25-27). Ella ha culminado su camino, y vive ya en el tiempo de la pascua, que es el tiempo de la resurrección escatológica en el Cristo. Pero hasta que llegue a cumplirse la misión de Cristo sobre el mundo, hasta que todos alcancemos ya la madurez pascual, María continúa ofreciendo su servicio de Virgen y de Madre. Ella es la primera persona liberada; de esa forma inicia un camino que nosotros debemos asumir y seguiremos. El «sí» que ha dado a Dios es garantía de nuestro propio «sí». Su gesto personal nos estimula y acompaña (nos alienta) para realizarnos de verdad como personas. Pero de eso hemos tratado en apartados anteriores de este libro. Por eso ahora podemos pasar al tercer plano de las relaciones personales de María.

Siendo Virgen y Madre (mediadora), María viene a presentarse como amiga, compañera de los hombres, en una perspectiva que se encuentra ya esbozada en Hech 1,14-19. Cumplida su misión fundante, cuando surge por la pascua la comunidad mesiánica del Cristo, María no se arroga ningún tipo de poder sobre los fieles. Algunos han interpretado esta actitud en clave «femenina»: María ha realizado su función como mujer y madre, en forma de amor no directivo; llega después el nuevo tiempo en el que deben actuar con su poder directivo los varones, los apóstoles del Cristo. Pues bien, esta visión que encontraremos defendida todavía, nos parece equivocada en sus dos presupuestos fundamentales: ni María ha realizado su misión fundamental como mujer, ni los apóstoles tendrán autoridad ministerial (cristiana) como varones. Culminando su ca-mino virginal y materno, María viene a desvelarse dentro de la Iglesia como «la creyente» (cf. Lc 1,45). Ella es la persona plena-mente realizada. Por eso puede y debe presentarse ahora como compañera.

Las funciones de la autoridad y del servicio pasan. En el centro de la Iglesia quedan sólo las personas que Cristo ha liberado a fin de que ellas sean simplemente lo que son (lo han de ser en Dios), esto es: personas. Así viene a presentarse ya María, como hermana entre los hermanos, compañera entre los compañeros creyentes de la Iglesia. Si es que el término pudiera utilizarse, deberíamos decir que ella es «creyente de base»; pertenece al nuevo pueblo de Jesús donde no existen ya padres ni jefes porque todos son hermanos (Mt 23,8-12); pertenece a la comunidad mesiánica donde no se diferencian judíos ni gentiles, ricos ni pobres, varones ni mujeres, porque todos han de hacerse y son uno en el Cristo.

En esta perspectiva viene a situarnos ya María, la primera persona de la historia. Ella no quiere sustituir a los creyentes, no se pone por encima de ellos. Abre un camino de fe y vida para todos (el camino de Jesús) y cuando cumple su función queda entre todos, como miembro del gran grupo de los convocados para el reino (de la Iglesia). Por eso, su título final es este: amiga, compañera. Desde ese fondo decimos que es persona: ayuda a los demás en el camino que ella ha recorrido, les da lo que ella tiene. Así va edificando en medio de ellos (con ellos) la comunidad de los salvados. Siendo la primera, no es la única, ni la superiora, en plano de este mundo. Es la primera de un grupo de hermanos y hermanas que asumen el camino de Jesús y que le siguen en la espera de su Reino. De esa forma queda para siempre en la conciencia y en el canto de agradecimiento de la Iglesia (cf. Lc 1,48).


V. MARÍA, MUJER Y PERSONA: CONCLUSIONES

Quizá podamos resumir este trabajo y todo libro diciendo que María viene a desplegarse ante la Iglesia como la primera persona (creyente) de la Iglesia. Ciertamente ella ha debido realizar y ha realizado su función mesiánica «en forma de mujer»; como mujer se ha personalizado. Pero lo que en ella descubrimos al final de su camino no es el triunfo de lo femenino sino es el triunfo y vida de lo humano como totalidad, es decir, como varónmujer. Por eso ella aparece al fin como «persona», es la primera de ese grupo de «nuevas creaturas» que Jesús ha suscitado con su pascua.

Esta visión que yo he querido presentar de manera más teológica a lo largo de estas reflexiones, ha sido avalada y desarrollada de manera pastoral en la meditación que el papa Juan Pablo II ha dedicado a la mujer con motivo del año mariano, con el título de Mulieris dignitatem, sobre La dignidad y vocación de la mujer (15 del VIII de 1988). Se trata de una carta apostólica, de tipo personal, meditativo, no de una encíclica estrictamente dicha como era la que hablaba de María, con el título de Redemptoris Mater, es decir, La Madre del Redentor (25 del III de 1987).

Decimos que la carta de Juan Pablo II sobre la mujer avala de algún modo las reflexiones anteriores. Por vez primera, el Magisterio oficial de la Iglesia se ocupa de la mujer y lo hace con inmensa dignidad, con gran hondura, con respeto cariñoso. Este ha sido un paso significativo, muy prometedor dentro de la vida oficial de la Iglesia: se ha reconocido de hecho el papel que la mariología juega en la visión antropológica cristiana y sobre todo se ha reconocido el valor pastoral y personal de la mujer. María viene a presentarse así como promesa de libertad y liberación para las mujeres y en el fondo para todos los cristianos y los hombres, los seres humanos de la historia.

Sin embargo, debemos añadir que la visión de Juan Pablo II se sitúa en la línea de eso que podríamos llamar el feminismo de la diferencia: varones y mujeres son iguales, gozan de la misma dignidad, pero realizan su camino personal por vías diferentes. Quizá pudiéramos decir que por amor a las mujeres, Juan Pablo II ha destacado el valor de la mujer como mujer, en perspectiva femenina; de esa forma admite implícitamente el valor del varón como varón, en perspectiva masculina, ratificando así una diferencia que tiende a convertirse en desigualdad dentro del mundo en que vivimos (y dentro de la misma Iglesia).

Aceptando lo que tiene de valor y de hermosura el feminismo de la diferencia y, sobre todo, muchas páginas del Papa, pienso que por fidelidad al mensaje de la Biblia y también por coherencia con toda la doctrina de la Iglesia, el tema debe plantearse de otra forma: en el nivel cristiano hay que asumir un feminismo de la identidad. Digo «en el nivel cristiano». Aquí no juzgo o prejuzgo otros niveles donde la dualidad varón-mujer pudiera ser primordial o por lo menos muy significativa. Cuando Jesús dice a sus fieles que dejen padre-madre, que abandonen casa y bienes, les está pidiendo que superen ya la antigua sociedad clasista, donde era primordial la diferencia (jerárquica) de roles o funciones. Con el Cristo han terminado esas funciones, de manera que los hombres (varones y mujeres) valen porque están necesitados (plano receptivo) o porque escuchan y cumplen la palabra de Dios Padre (plano activo). Así lo ratifica el apóstol Pablo tras la pascua en la gran proclamación fundante de la nueva humanidad que es Gál 3,28: no hay griegos y judíos, esclavos y libres, varones ni mujeres, porque todos somos uno en Cristo.

Ciertamente, en un determinado plano sigue habiendo griegos y judíos, varones y mujeres. Pero ya la diferencia en cuanto tal no pertenece al ámbito del Reino; no es revelación de Dios y no se puede interpretar de una manera jerárquica. Varones y mujeres tienen desde ahora los mismos derechos ante el reino, como muestra Mc 10,1-13 cuando alude al matrimonio y al divorcio. Esta igualdad se funda en eso que llamamos el valor de la persona: partiendo de Jesús, varones y mujeres valen no ya por lo que tienen en un nivel de diferencias sexuales (o de género) sino por lo que son, por lo que llegan a hacerse en un nivel de libertad y gracia, es decir, como personas.

En esta perspectiva hemos venido situando nuestras reflexiones anteriores. En ella hemos querido concluirlas, destacando nuestras cinco principales discrepancias con respecto a algunos puntos de la carta de Juan Pablo II. Son quizá discrepancias con la forma más que con el fondo de la reflexión pontificia que sigue siendo primordial por múltiples razones que ahora no es preciso repetir. Son discrepancias de interpretación bíblica y estilo teológico, que el mismo Papa ha permitido (y quizá alentado) al presentar su documento como carta apostólica y no como encíclica. Son, en fin, discrepancias que nos ayudan a pensar, sobre la base de una convicción fundamental que compartimos: varones y mujeres nos hallamos invitados a la misma plenitud del Reino; todos encontramos en María un mismo ejemplo de fidelidad a Dios y de realización humana.

a) Nos parece insuficiente la visión que el Papa ofrece de las funciones de la mujer. Es hermoso lo que dice sobre «la virginidad y la maternidad como dos dimensiones particulares de la realización de la personalidad femenina» (Mulieris dignitatem 17, cf. 17-22 = MD 17). Dios quiere que la mujer sea madre y pueda así expresarse como creadora y dadora de vida sobre el mundo; Dios la quiere, al mismo tiempo, como virgen, es decir, como persona independiente que puede dialogar con el misterio y mostrar ya los valores transformantes del reino en el camino de la Iglesia. Todo esto es hermoso y verdadero, pero pienso que el Papa deja en sombra o no destaca suficientemente otro nivel de la mujer: su función o dimensión de hermana, compañera dentro de la Iglesia.

En la exposición anterior, hemos destacado esa tercera dimensión de la vida y la persona de María. Realizando su camino como virgen-madre, ella se viene a presentar en el espacio de la Iglesia como amiga, hermana de los fieles. Así se recupera, en dimensión mariana y femenina, un elemento primordial de la experiencia mesiánica cristiana. Compañeras y hermanas (discípulas) son las mujeres que siguen a Jesús en el camino del mensaje, para hacerse al fin testigos de su muerte y de su pascua; ellas constituyen, con los apóstoles (varones) y los parientes de Jesús (varones y mujeres) el principio de la Iglesia (cf. Hech 1,14). Compañeras y enviadas (misioneras, fundadoras de iglesias, presidentes de comunidades) son muchas mujeres que aparecen en las cartas de san Pablo, como ha señalado con toda precisión la exégesis reciente de todas las tendencias.18

Esta omisión de la mujer como compañera-hermana me parece significativa porque determina toda la visión de la mujer que tiene el Papa. Se tiene la impresión de que a su juicio la mujer cristiana es «femenina» siendo madre de la casa y virgen del convento. La mujer en sí, como persona creadora dentro de la Iglesia y para el mundo, parece estar en plano secundario. Pienso que este esquema femenino de Juan Pablo II no concuerda del todo con aquello que en la Redemptoris Mater nos ha dicho de María como profetisa de la nueva alianza, portadora del mensaje de justicia universal y primera de todos los pequeños de la tierra. María, una mujer, se preocupaba de las grandes tareas de este mundo. De ellas deben ocuparse igualmente otras mujeres de la Iglesia (de la historia), siendo vírgenes y madres, pero siendo también trabajadoras, esposas, amigas y compañeras dentro de la historia.

b) Juzgamos también insuficiente la forma de entender a la mujer que el Papa ha condensado en plano receptivo. Ciertamente, el Papa sabe que varón y mujer son, a la vez, activos y pasivos; por eso «en la relación marido-mujer la sumisión no es unilateral sino recíproca» (MD 24). Por otra parte, debemos recordar que la recepción es muy activa, como resalta el mismo Papa. Por eso el amor viene a mostrarse como activo y pasivo y se realiza, al mismo tiempo, dando lo que tengo y recibiendo aquello que me ofrecen. Pero pienso que resulta peligrosa y puede terminar apareciendo como falsa la actitud de aquellos que acentúan la receptividad como nota distintiva femenina, en una línea que parece insinuar el Papa.

Receptiva aparecía la mujer en otro tiempo por razones biologistas y sociales que ya han sido superadas hace tiempo. Era receptiva en biología, porque se pensaba que el varón era el activo y la mujer pasiva en el proceso de la generación y el surgimiento de la vida. También era receptiva en la práctica social donde aparecía como «sexo débil» en un mundo dominado en clave de violencia

18. Visión panorámica en R. Aguirre, La mujer en el cristianismo primitivo, en Nuevo Dic. Mariologia, o.c., 1402-1424.

por varones. Pues bien, ahora sabemos que estas dos razones eran falsas y no pueden ya justificarse en modo alguno. Pero a veces se sigue manteniendo una visión que es parecida utilizando argumentos de tipo místico que intentan defender la receptividad como ideal femenino que, de hecho, en este mundo, dominado por varones, conduce a la sumisión de la mujer.

Pienso que, en esta perspectiva, el Papa podría haberse mostrado más prudente. Es valioso lo que dice de la mujer como «llamada desde el principio a ser amada y a amar» (MD 20). Pero ya el orden de palabras es significativo. Lo primero en la mujer resulta el recibir (cf. MD 22); por eso, ella debe mantenerse en situación de espera, respondiendo con amor al amor que el esposo ha de ofrecerle (cf. MD 27):

El esposo es el que ama. La esposa es amada: es la que recibe el amor para amar a su vez... Cuando afirmarnos que la mujer es la que recibe amor para amar a su vez no expresamos sólo o sobre todo la específica relación esponsal del matrimonio. Expresamos algo más universal, basado sobre el hecho mismo de ser mujer en el conjunto de las relaciones interpersonales, que de modo diverso estructuran la convivencia y la colaboración entre las personas, hombres y mujeres... La dignidad de la mujer se relaciona íntimamente con el amor que recibe por su feminidad y también con el amor que, a su vez, ella da (MD 29,30).

Ciertamente, estas palabras pueden entenderse en plano de igualdad entre el varón y la mujer, pero en el contexto actual de la sociedad y de la Iglesia resultan peligrosas, si es que no terminan siendo falsas. Falsas serían si se aplican desde el trasfondo de una inferioridad biológica o social de la mujer. Son siempre peligrosas, pues interpretan como propio o más apropiado para la mujer algo que ha de aplicarse por igual a varones y mujeres: la capacidad de acogida, la escucha, etc. Son peligrosas porque olvidan (o dejan en segundo plano) el aspecto activo de la mujer que es, por lo menos, tan importante como el del varón, tanto en la vida familiar como en el campo de las relaciones sociales. Esta dignificación de la «receptividad femenina» me parece desajustada, porque ya en Redemptoris Mater el Papa contemplaba a la mujer en clave de virgen-esclava-esposa (cf. RM 39), empleando un lenguaje que podría haberse matizado con mucha más precisión, evitando todo riesgo de sometimiento femenino. Este es el riesgo de sometimiento que parece reflejarse en otro pasaje de la misma encíclica:

Se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María, la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza, que es espejo de los más altos sentimientos de que es capaz el corazón humano: la oblación total de amor, la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo (RM 46).

Debo afirmar que no logro encontrar a la mujer en esta descripción que de ella ofrece el Papa. Dice que el rostro de la mujer es reflejo de una belleza donde se ven como en espejo los sentimientos más altos del corazón. Honradamente no entiendo la frase, a no ser como verdad genérica que vale también para los varones. No sé qué es la mujer de que se habla aquí. No sé que es la belleza de su rostro. No sé quién debe verla así. ¿Sólo los varones? ¿También las mujeres? Además, cuando se exponen los rasgos de belleza propios de la mujer parece que se sigue utilizando un lenguaje que conduce al mismo ideal de sometimiento al presentar a la mujer como oblación, resistencia, fidelidad... Me parece peligroso utilizar este lenguaje, por no decir que es unilateral y poco claro. Por eso, a la luz de toda mi exposición anterior, prefiero abandonar el tema de «lo femenino» como símbolo en que vienen a mezclarse un «ideal» de exaltación y una «realidad» de sometimiento, para interpretar a las mujeres simplemente como personas. En ese plano personal ellas resultan activas y pasivas, igual que los varones, sin necesidad de andar trazando aquí definiciones ni tampoco distinciones.

c) Por eso nos parece que debe matizarse y en parte superarse el símbolo esponsal. Se trata, como bien sabemos, de un símbolo fundante que viene desde el mismo principio de lo humano, como ha señalado Gén 2,24: «por eso el varón abandona padre y madre y se junta a su mujer y se hacen una sola carne». Dentro de un contexto patriarcal el simbolismo adquiere pronto caracteres jerárquicos, de forma que puede utilizarse para expresar la relación de amor y dependencia que vincula a Dios con los humanos, en términos de alianza. Dios aparece de esa forma como padre, esposo y señor. Es Padre como origen, Esposo como amigo, Señor como dueño de los hombres. El pueblo de Israel será, por tanto, el hijo (como originado), esposa (como amada) y siervo (como sometido).

El mensaje de Jesús y todo el NT ha recreado poderosamente los diversos planos de ese simbolismo. Por un lado supera la visión de Dios como Señor y dueño, de tal forma que los hombres ya no pueden entenderse como esclavos sometidos a su fuerza o capricho. Por otro lado acentúa el símbolo paterno, que aparece como clave para comprender la nueva creación, de tal manera que los hombres (varones y mujeres) vienen a entenderse como hijos de Dios en el Hijo Jesucristo. Finalmente, reinterpreta el esquema esponsal en dos momentos que resultan muy significativos.

Hay una reinterpretación fundante en la que el símbolo aparece para presentar el Reino corno bodas, tiempo de amor y de alegría, de plenitud y de confianza gozosa entre todos los hombres (varones y mujeres). En esa línea han de entenderse los pasajes primordiales de Jesús (Mc 2,19; cf. Mt 22,1-10, etc.) y del mismo Pablo (2 Cor 11,2). De un modo velado, Dios o su mesías aparecen como esposo o, quizá mejor, como principio de la fiesta de las bodas. Queda en segundo lugar la relación patriarcalista (Dios o el mesías como varones, la esposa como dependiente). Todos los humanos, varones y mujeres, han sido invitados por igual al tiempo y gozo de las bodas, sin que existan discriminaciones o diferencias por el sexo. Pienso que en esta perspectiva el símbolo esponsal puede y debe conservarse (retraduciendo la gran aportación de ApJn 21-22).

Pero el mismo NT ofrece también una reinterpretación derivada y secundaria del mismo simbolismo, en clave de jerarquización sexual de varón-mujer ya desde Ef 5,22-23. Como sabemos, el autor de Efesios ha entendido la Iglesia como cumplimiento de la plenitud escatológica del Cristo. Se han unido, por un lado, como cuerpo nuevo, los judíos y gentiles, superando de esa forma las antiguas divisiones y formando desde ahora el signo y principio de la nueva humanidad reconciliada. Queda en segundo plano el tema de la unión de los esclavos y los libres, que era primordial en Gál 3,28. Y finalmente la unidad entre varones y mujeres se interpreta desde el transfondo jerárquico esponsal de la alianza de Dios con Israel (esposo es Dios, esposa la comunidad creyente). A mi juicio, esa visión va en contra de la nueva libertad que Pablo ha establecido y proclamado para todos los cristianos, en clave escatológica. De esa forma nueva, Ef 5 reintroduce la mística esponsal del matrimonio jerárquico en la misma vida familiar y social de la Iglesia, asumiendo una iniciativa que tendrá después grandes consecuencias. Estas son sus palabras principales:

Las mujeres se sometan en todo a sus maridos, como si fueran el Señor ( Jesús). Porque el varón es cabeza de la mujer, como el Cristo es cabeza de la Iglesia, él es salvador del cuerpo. Como la Iglesia se somete a Cristo, así deben someterse las mujeres a sus maridos en todo. Maridos: amad a vuestras mujeres, como el Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella... Así deben los maridos amar a sus mujeres como a su propio cuerpo (Ef 5,22-25.28).

Ciertamente, éste es un texto muy significativo que algunos pensadores consideran primordial en la visión del cristianismo, edificando a partir de sus principios un tipo de mística esponsal muy elevada pero, a mi entender, clasista 19. De una forma más o menos consciente han distinguido en el mismo texto dos niveles. a) En un plano universal todos los creyentes son esposa. Son la «amada» de Jesús, el Cristo; y de esa forma viven y realizan en la Iglesia el gran misterio de las bodas finales de Dios con el conjunto de los hombres. b) En un nivel particular se reintroducen dentro de la Iglesia las diferencias anteriores, dándoles ahora un matiz de mística mesiánica. De esa forma, los varones representan a Jesús en el contexto mismo de la historia y aparecen en un plano superior a las mujeres.

La visión universal del simbolismo es buena y a mi juicio debe mantenerse, siempre que no venga a ponerse en primer plano (o ser significativa) la división entre los sexos. Cristo aparece aquí como «marido», varón, lo mismo que Dios era ya «padre», varón, en muchos textos del antiguo y nuevo testamento. Pues bien, hoy no tenemos dificultad en reinterpretar la visión de Dios y decimos que es padre materno (engendra desde un seno que es más propio de mujer que de varón) o que es Padre y también Madre (como señalaba Juan Pablo I). En esa misma línea debemos entender e interpretar el signo del varón en el misterio de las bodas: Cristo aparece como esposo, pero igualmente podría mostrarse como esposa. No importa ya su sexo. Importa su manera de amar y de entregarse por los hombres, formando con ellos un misterio de amor íntimo, cercano, que está bien simbolizado en esquemas de gozo nupcial. Cristo mismo nos convida al misterio de sus «bodas» que son «bodas mesiánicas», misterio de gozo y plenitud para todos los vivientes de la tierra. Pienso que este signo y este gozo, que está simbolizado por el diálogo más profundo del encuentro de dos seres de la tierra debe conservarse y potenciarse dentro de la Iglesia. Desde esta perspectiva tenemos que aprender a interpretar y actualizar una vez más, en gozo y esperanza, el gran misterio revelado en el Cantar de los cantares. Pero ha llegado el momento en que se debe abandonar o dejar en un nivel muy secundario todo lo que está ligado a la visión del Cristo como esposo varón en ese signo de las bodas. Lo que importa no es que Cristo sea varón sino mesías de las bodas que nos lleva a todos al misterio del amor completo. Por eso, él ha podido presentarse como esposo y como esposa (según los simbolismos): y puede presentarse, sobre todo,

19. Ha fundado en esa imagen su mariologia I. de la Potterie, Maria nell mistero. dell'alleanza, Marietti, Genova 1988. Aplicación a la estructura eclesial en M. Hanke, alomen in the Priesthood?, Ignatius, S. Francisco 1988.

como fuerza y sentido de las mismas bodas, el amor de Dios hecho presencia humana (germen de vida humana) dentro de la tierra:

Por eso me parece que el texto antes citado de Ef 5 debe releerse a partir de su contexto, como hace ya la exégesis más seria de este tiempo 20. En esta línea, la visión del Papa que pretende conservar y. explicitar en clave social el simbolismo del esposo y de la esposa me parece más unilateral, menos afortunada. Ciertamente, el Papa sabe que hay aspectos del esquema esponsal de Ef 5 que deben superarse. Así nos dice que los dos esposos han de «someterse» (amarse) el uno al otro, rompiendo el mismo esquema jerárquico del autor bíblico. Pero luego parece reasumir el simbolismo en el sentido antiguo; que nosotros intentamos superar de una manera crítica:

(Por un lado) todos los seres humanos —hombres y mujeres— están llamados a ser la «Esposa» de Cristo, redentor del mundo. (Pero) el símbolo del Esposo es de género masculino... Precisamente porque el amor divino de Cristo es amor de Esposo, este amor es paradigma y ejemplo para todo amor humano, en particular para el amor del varón (MD 25).

La diferencia que aquí se ha establecido en la visión del varón y la mujer, partiendo del símbolo esponsal, parece muy pequeña pero, al fin, resulta decisiva para comprender la estructura y ministerio de la Iglesia. Sobre la libertad e igualdad mesiánica del Cristo. viene a proyectarse ahora una visión jerarquizante de tipo místico que escinde al varón y a la mujer dentro de la misma vida interna y externa de la Iglesia. Y con esto pasamos al tema siguiente.

d) Me parece poco consistente la visión del ministerio que deriva de esa estructura jerárquico-esponsal de la comunidad cristiana. Ciertamente, esa visión resulta en un principio fascinante, porque en un primer momento ha interpretado a todos los creyentes (varones o mujeres) como esposa de Cristo, en perspectiva femenina. Parece que ha sonado ya la hora de la mujer: se extiende hacia el conjunto de la Iglesia la experiencia mariana de apertura y de acogida del misterio. Pero luego descubrimos que esta primera impresión resulta falsa: todos somos «mujer», estamos. liberados por el Cristo esposo, vivimos en unión de amor el gran misterio

20. Cf. S. F. Miletic, «One Flesh»: Eph. 5-24, 5.31. Marriage and the New Creation: AnBib 115, Gregoriana, Roma 1988.

de las bodas mesiánicas, en actitud de agradecimiento y dependencia; pero luego, en el interior de esa mujer universal, surgen algunos con funciones directivas, de varones; sólo ellos expresan la misión y fuerza activa de Cristo en su apertura al mundo y dentro de la Iglesia. Resulta ilustrativo fijar los tres momentos que el Papa ha distinguido en su argumento:

  1. Cristo, llamando como apóstoles suyos sólo a hombres, lo hizo de un modo totalmente libre y soberano... Por lo tanto, la hipótesis de que haya llamado como apóstoles a unos hombres siguiendo la mentalidad difundida en su tiempo no refleja completamente el modo de obrar de Cristo.

  2. Cristo es el esposo de la Iglesia, como redentor del mundo. La Eucaristía es el sacramento de nuestra redención. Es el sacramento del Esposo, de la Esposa. La Eucaristía hace presente y realiza de nuevo, de modo sacramental, el acto redentor de Cristo que «crea» a la Iglesia, su cuerpo. Cristo está unido a este cuerpo como el esposo a la esposa.

  3. Si Cristo, al instituir la Eucaristía, la ha unido de una manera tan explícita al servicio sacerdotal de los apóstoles, es lícito pensar que de este modo deseaba expresar la relación entre el hombre y la mujer, entre lo que es «femenino» y lo que es «masculino»... Ante todo, en la Eucaristía se expresa de modo sacramental el acto redentor de Cristo esposo en relación con la Iglesia esposa. Y esto se hace transparente y unívoco cuando el servicio sacramental de la Eucaristía —en la que el sacerdote actúa «in persona Christi»— es realizado por el hombre ( por el varón) (MD 26).

Estos son los niveles del argumento pontificio. En el primer caso tenemos sólo una hipótesis, quizá mejor que la contraria, pero que no puede darse nunca por segura, como el mismo Papa indica honradamente. Seguimos pensando que el hecho de que los apóstoles fueran sólo varones pudiera ser sólo un reflejo de la situación social del tiempo, sin más consecuencias para la visión y praxis del magisterio.

En el segundo nivel, la visión unitaria de los dos grandes simbolismos eclesiales (cabeza-cuerpo, esposo-esposa) resulta sugerente y podrá quizá ampliarse en el futuro con nuevas perspectivas de carácter vital y litúrgico. Pero, a mi entender, se debe superar siempre el gran riesgo de cosificación de la mujer que está en el fondo de las palabras del Papa. Toda visión que lleve a interpretar a la mujer como cuerpo (tierra, posesión) del marido acaba siendo, a mi entender, contraria a la experiencia central de libertad del evangelio; es también contraria a la intención del Papa en todo el documento (MD); por eso debería haberla superado.

Partiendo de aquí, el tercer argumento pierde su peso y su sentido, apareciendo al fin en línea de pura sugerencia («es lícito pensar...») como el mismo Papa ha confesado. Se pudiera suponer que la presidencia eucarística del varón es signo más claro de Cristo. Pero también pudiera suponerse lo contrario, si es que destacamos el hecho de que todos los salvados (varones y mujeres) son esposa-cuerpo del único Cristo salvador; todos son presencia de Jesús y pueden ser ministros de su acción mesiánica en el mundo.. En este caso vuelve a ponerse en primer plano el valor de la persona como expresión de plenitud mesiánica. Es aquí donde nosotros hemos querido situarnos. Aquí hemos situado la función y la importancia de María dentro del misterio de la redención.

Con estos argumentos justifica el Papa el hecho de que sólo los varones sean (deban ser) ministros de la Iglesia. Si no hay otros, me parece difícil aceptarlos como probativos. Pero aquí no nos preocupa ese argumento, aunque se encuentre vinculado a todo lo que estamos estudiando. Nos preocupa la visión de la mujer que ofrece el Papa como signo y expresión más inmediata de esa mujer originaria que era a su entender María. Ahora al final de este pequeño. recorrido podemos afirmar que su postura resulta sugerente, está cargada de poesía, de emoción y de misterio. El Papa ha sabido conectar con la vida y experiencia de millones de personas de la tierra; por eso escribe de manera cálida y cercana. Sin embargo, su visión de fondo, edificada sobre un simbolismo jerárquico-esponsal que es secundario en el conjunto del NT, no me parece afortunada. Y con esto pasamos al último nivel de nuestro estudio.

e) Pienso que no debe resaltarse el hecho de que el Cristo haya vivido en forma de varón sino su forma entera de existencia, en gesto de total desprendimiento y de servicio, como indica Flp 2,6-11; y en otro plano debe destacarse el hecho de que el Cristo sea el mismo Hijo de Dios que se ha encarnado de manera personal dentro de la historia. En un aspecto es muy valioso lo que dice el Papa sobre Cristo como «varón», hombre concreto de este mundo (cf. MD 25-26), frente a todo idealismo que tendiera a diluir al fin sus rasgos de varón (y de judío, galileo, profeta mesiánico del reino, crucificado como sedicioso, etc.). Pero debemos recordar que Cristo no es salvador por ser varón sino por ser Hijo de Dios (plano trinitario) que ha vivido y predicado, que ha querido a los demás y que ha entregado su existencia por los otros de esta forma creadora, transformante. Eso no lo hace por varón sino como un ser humano muy concreto dentro de la tierra. Lo pudo haber hecho

21. Este es un campo abierto a la vida y reflexión de la Iglesia. Serán convenientes nuevos estudios teológicos, elaborados por mujeres, a fin de contrastar lo que estamos esbozando.

de manera gratuita, solidaria, abierta siempre a la esperanza de los pobres. Quizá pudiéramos decir que el mismo evangelio de Jesús ha recibido para todos (varones y mujeres) una configuración mariana. Esto es lo que el Papa ha querido transmitirnos con palabras que a veces podrían matizarse. Esto es lo que nosotros hemos querido ir señalando, con palabras también muy balbucientes, a lo largo de todo este trabajo.

XABIER PIKAZA
LA MADRE DE JESÚS