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Profetisa de Dios.
La gran inversión
(Lc 1,51-53)


Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los soberbios de corazón:
derribó del trono a los potentados
y exaltó a los oprimidos,
a los hambrientos los colmó de bienes
y a los ricos los despidió vacíos.

Estas palabras que la tradición evangélica coloca en labios de María, madre gestante de Jesús (Lc 1,51-53), despliegan y anuncian el sentido de la historia. Ellas definen el camino de los hombres como expansión de la soberbia, deseo de autoseguridad e idolatría, que se expresa en dos grandes pecados: dominio impositivo de los potentados y enriquecimiento económico de aquellos que acumulan y disfrutan a costa de los pobres. En contra de esta soberbia se despliega la fuerza creadora de Dios que, en actitud de brazo tenso, invierte el orden del pecado actual para suscitar entre los hombres una forma de existencia liberada.

María es portavoz de Dios para anunciar esta inversión cuando, en funciones de Madre del Señor (cf. Lc 1,43), visita a Isabel, madre del profeta escatológico (cf. Lc 1,76) que salta ya de gozo cuando siente la presencia salvadora del Mesías (cf. Lc 1,41.44). Estrictamente hablando, esta palabra tendría que cantarse en tono de resurrección, como voz del ángel que, elevado ante la tumba abierta, anuncia el nuevo nacimiento de la pascua (cf. Mc 16,6-7 par): el Cristo victorioso, triunfador de la muerte, ha destronado a los poderes del pecado y opresión, elevando a los hambrientos y humillados de la tierra 1.

Pues bien, de una manera muy significativa, ese mensaje de victoria se proyecta hacia el origen de Jesús: María, madre gestante y profetisa de la nueva humanidad, puede cantar ya el nacimiento de la obra de Dios sobre la tierra. Los poderes opresores, que la apocalíptica entendía como fuerzas diabólicas 2, se muestran ahora en clave económico-social: son los soberbios (potentados, ricos) que destruyen el camino del amor y transparencia de Dios en nuestra historia. El nacimiento de Dios significa su derrota.

Ya no es el ángel quien canta esa victoria. Tampoco hallamos un apóstol que extiende ese mensaje hacia los pueblos. En lugar de ángel y apóstol aparece aquí María: sólo ella puede cantar y canta el misterio de la redención que ha comenzado a realizarse cuando Dios madura en sus entrañas 3. Significativamente, la palabra de juicio y salvación para la historia la pronuncia una mujer gestante, en actitud de creación universal y nuevo nacimiento.

María habla primero en nombre de Israel. En un sentido estricto, ella es aún israelita y así lleva en sus entrañas de mujer y madre toda la historia de su pueblo, con sus sombras, dolores y esperanzas. No tiene que hacerse judía: es judía. Por eso, su palabra ha reasumido la palabra israelita, todo el camino del AT. Tan fuerte es ese rasgo que muchos exegetas han pensado que estos versos del Magnificat no son más que un retal de citas del AT introducidas ya en el evangelio.4

Pero María canta, al mismo tiempo, en nombre de la primera comunidad cristiana. Lucas sabe que ha sido un miembro de la Iglesia y allí ofrece su palabra de victoria de Dios y creatividad humana. Significativamente, muchos exegetas han pensado que el

  1. En este aspecto, debería situarse el tema del Magnificat sobre el fondo de la primera beraka pascual, tal como aparece estudiada por ejemplo en S. Vidal, La resurrección de Jesús en las cartas de Pablo, Salamanca 1982, 17-79.

  2. Para estudiar la pascua como victoria de Cristo sobre los «principados y potestades», cf. H. Schlier Mächte und Gewalten im NT, QD 3, Freiburg 1963; G. Aulen, Christus victor, Paris 1949.

  3. Una primera interpretación del sentido teológico del llamado «evangelio de la infancia» de Lc en P. S. Minear, Luke's use of the Birth Stories, en Studies in Luke-Asts, in honor P. Schubert, London 1968, 111-130.

  4. Resaltan de manera especial este trasfondo israelita del Magnificat J. T. Forestell, OT Background of the Magnificat: MarSt 12 (1961) 205-244; P. Gächter, Maria en el evangelio, Bilbao 1959, 205-248; S. Muñoz I., Los cánticos del evangelio de la infancia según san Lucas, Madrid 1983, 61-162; D. Jones, The Background and Character of the Lukan Psalms: JTS 19 (1968) 20-28; W. Vogels, Le Magnificat, Marie et Israel: EgTh 6 (1975) 279-296.

    Magnificat contiene el mensaje más antiguo de la Iglesia palestina: el gozo y esperanza de los «anawim», aquellos pobres que han creído en Jesús y por Jesús empiezan a trazar un nuevo tipo de existencia en comunión, superando con su fe las viejas luchas de la historia.5

    En tercer lugar, María es una persona individual y el Magnificat su canto. or eso estudiaremos su sentido desde el centro del camino de María. Diversos exegetas tienden a igualar los cantos de la infancia: Benedictus, Magnificat, Gloria, Nunc Dimittis (Lc 1, 45-55; 1,67-7`; 2,14; 2,29-32). Todos ellos dirían lo mismo. Pues bien, en contra de eso, pienso que el Magnificat ofrece una visión distinta de solidaridad universal y cambio humano. María, la madre gestante de Jesús, no anuncia el nacimiento aislado de su hijo: ella proclama el nacimiento mesiánico de la nueva humanidad reconciliada. 6

    Finalmente, el Magnificat es palabra actual. Su mensaje de inversión escatológica nos lleva ante el misterio y exigencia de una Iglesia que debe actualizar el testimonio de reconciliación de Jesús sobre la tierra. Por eso, el canto de María no se puede interpretar sólo a nivel de reflexión, teoría y canto. Ha de expresarse como praxis, en el mismo compromiso de la Iglesia, en la exigencia de transformación social abierta al mundo entero.7


    I. TRASFONDO ISRAELITA

    Una interpretación moderna, discutible en sus aspectos más concretos, interpreta la figura de María como personificación de Israel: ella es la doncella de Sión, nueva Jerusalén, arca de la alianza, templo o tabernáculo en que Dios viene a expresarse entre los hombres8. Sin necesidad de aceptar esa postura, podemos afirmar que nuestro texto ha presentado a María como portavoz del pueblo
     

  5. La bibliografía básica sobre el tema, en lengua inglesa, ha sido recogida y evaluada por D. M. Scholer, The Magníficat (Luke 1,46-55). Reflections on this Hermeneutical History, en Conflict and Context. Hermeneutics in the Americas, Grand Rapids, Mich. 1984, 210-219.

  6. En esta línea son valiosas las observaciones de R. E. Brown, El nacimiento del Mesías, Madrid 1982, 369-380; C. H. Zorrilla, The Magnificat: Song of Justice, en Conflict and Contexto (citada en nota 5), 223.

  7. Cf. C. Escudero F., Devolver el evangelio a los pobres. A propósito de Lc 1-2, Salamanca 1978, 173- 222; G. Ruiz, El Magnificat. Dios está con los que pierden: SalTe 68 (1980) 781-790; L. Schottroff, Das Magnificat und die älteste Tradition über Jesu von N.: EvTh 38 (1978) 298-313; E. Hamel, La donna e la promozione della giustizia nel Magnificat: RasTe 18 (1977) 417-433.

  8. Presentación básica del tema, con la bibliografía fundamental, en E. G. Mori, Figlia di Sion, Nuovo Diz. di Mariologia, Torino 1985, 580-589.

israelita. Por eso, ella asume la palabra de los sabios, profetas y videntes del AT.

Volvamos a la escena. Desde el fondo del AT, Isabel se ha dirigido hacia María: «bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1,42). Como bendita de Dios ha respondido María. Lleva dentro la palabra de la fe y desde la hondura de esa fe (Lc 1,45) ha cantado la nueva bienaventuranza mesiánica. No ha nacido todavía el Salvador, pero ya vive en sus entrañas. No ha expresado todavía su misterio total, pero ya actúa de manera misteriosa a través de ella (cf. Lc 1,41.44). Desde la hondura de ese niño que se gesta en sus entrañas, María ha penetrado en la verdad de Dios (cf. Lc 2,19.51) y viene a explicitarla como canto de victoria escatológica.

Ese canto de María es pensamiento de gozo jubiloso y transformante que surge de su entraña de madre que se ha puesto en el lugar originario donde emerge la verdad para los hombres. Ordinariamente razonamos desde un plano de seguridad, defendiendo nuestras propias ventajas materiales y sociales. Así expresamos nuestro orgullo con razonamientos: pensamos desde el interés de nuestros propios privilegios. María, en cambio, piensa desde su interior de madre al servicio de la vida. Ella es mujer frágil y fuerte. Es frágil en su pequeñez de gestante. Pero es fuerte pues la vida que lleva en sus entrañas le da fuerza para proclamar el triunfo de la Vida sobre el mundo.

De esta forma ha reasumido los caminos de la historia. En su seno de mujer gestante emergen todos los problemas: brotan con fuerza inigualada las contradicciones que oscurecen la vida de los hombres. Ella, pobre sierva (cf. Lc 1,48), es la que puede ver más claro, sin ideologías ni racionalismos falsos, pues el mismo Dios la ha iluminado. La gestación no es tiempo de vergüenza (cf. Lc 1,24) ni de olvido de los hombres. Al contrario, el hijo de su seno la ha impulsado a desvelar los temas profundos que han tratado los sabios, profetas y videntes de su pueblo.

Su palabra de inversión (Lc 1,51-53) ha explicitado antes que nada un tema sapiencial que los doctores y letrados planteaban desde tiempos muy antiguos. ¿Por qué muda la fortuna? ¿por qué ascienden y descienden los caminos de los hombres? Esta experiencia de los cambios de la vida lleva a Dios o nos conduce a la desesperanza de un destino que parece burlarse de nosotros, sin que nada le interese nuestra vida. Aquí puede surgir la fe corno equilibrio ante el misterio; o todo nuestro campo de existencia puede interpretarse como basurero donde estamos arrojados, con Job, ya sin respuesta.

Esas mismas palabras de inversión, reformuladas desde la visión israelita de Dios y de la historia, han venido a interpretarse en perspectiva mesiánica: habrá un cambio final, Dios interviene directamente o a través del rey-mesías para transformar nuestra existencia ahora marcada por el hierro del pecado. Podemos salir del basurero y construir un orden nuevo donde exista comunión de amor y de piedad entre los hombres. Las palabras de María han de tomarse así como llamada a la esperanza en el camino de la historia.

Finalmente, esas palabras pueden entenderse desde el fondo del AT en linea de recreación escatológica: la historia no se puede cambiar; los males del mundo son insuperables. Por eso hay que aguantar sobre la tierra, padeciendo la injusticia, hasta que llegue la inversión ligada al fin del mundo. Así, el mensaje de María nos conduce hasta la meta de los tiempos, allí donde Dios mismo destruye el mundo viejo para recrearlo en su justicia. 9

1. Plano sapiencial

Al fondo de Lc 1,51-53 hallamos el motivo secular de la fortuna que se mueve sin fin como una rueda, abajando lo de arriba y elevando lo de abajo en un camino siempre impredecible. Por eso, como dice el gran poeta medieval al referirse a los estados y riquezas: «no les pidamos firmeza, pues que son de una señora que se muda. Que bienes son de fortuna, que revuelve con su rueda presurosa, la cual no puede ser una, ni ser estable, ni queda en una cosa» (J. Manrique, A la muerte de su padre).

Significativamente, los valores que destaca este poema (estados y riqueza) son los mismos que mostraba el canto de María: el trono de los potentados, la abundancia de los ricos. A partir de esa experiencia del cambio de fortuna, que los sabios de los pueblos presentaron de mil formas, han surgido soluciones diferentes que a veces son opuestas y otras son complementarias.

En perspectiva de trascendimiento religioso, el AT de Israel, lo mismo que otros pueblos, ha mostrado que Dios es superior a la fortuna. Así se dice de Marduk, rey coronado entre los dioses, que «posee una sentencia irrevocable: ensalzar y humillar está en su

9. Pienso que la investigación exegética apenas se ha fijado hasta el momento en esos planos de la inversión situada en perspectiva de AT. Por eso resulta poco crítico el trabajo, en otro aspecto fundamental, de E. Hamel, Le Magnificat et le renversement des situations: Greg 60 (1979) 55-84. Sobre la génesis y tradición del tema de la inversión ofrece una primera aproximación muy valiosa E. Lohmeyer, Matthäus, Göttingen 1967, 81-82.

mano» (Enuma Elis IV, 7-8). La propiedad de Dios es ésta: puede «matar y dar la vida» (2 Re 5,7). Por eso, el canto de Ana formulaba en frase lapidaria:

El Señor da la muerte y la vida,
hunde en el abismo y levanta;
da la riqueza y pobreza,
el Señor humilla y enaltece (1 Sam 2,6-7).

Tomadas en sí, estas palabras no transmiten una experiencia salvadora. Son, al contrario, la expresión de un Dios que actúa sin sentido, sin moral, sin meta: son reflejo de un poder inapelable que planea sobre personas y cosas. Sosteniendo el desorden y cambios de este mundo, los creyentes descubren la presencia superior de un Dios que se mantiene inmóvil, dueño de sí mismo, mientras mueve a voluntad (o a capricho) la rueda de fortuna de la tierra. 10

En ese mismo nivel de trascendimiento religioso se sitúan muchos textos del AT. Antes que ser fuente de vida que dirige la fortuna hacia un futuro salvador, Dios aparece como poderoso. Es «el que es», poder en sí, que no se encuentra sometido a nada, a nadie debe rendir cuenta de sus actos. Pienso que en esta línea han de entenderse muchos de los textos primordiales de su revelación, desde la palabra ante la zarza ardiendo («soy el que soy», Ex 3,14) hasta el mensaje original del Deuteroisaías: «soy el primero, soy el último; fuera de mí no existe Dios» (Is 44,6). «Soy el Señor y no hay otro: artífice de la luz, creador de las tinieblas; autor de la paz, creador de la desgracia» (Is 45,6-7). En este primer plano, antes de salvar, Dios «es»: aparece ante el creyente como ser-poder originario, más allá del bien y el mal, por encima de la vida y de la muerte.

Esta experiencia religiosa sigue subyaciendo en toda la historia israelita. Así lo muestran varios salmos: «Sólo Dios gobierna: a uno humilla, a otro ensalza» (Sal 75,8). Así lo ha repetido el sabio, en gesto de prudencia: «bien y mal, vida y muerte, pobreza y riqueza: todo viene del Señor» (Eclo 11,14). Así lo repite el desterrado, confesando desde el cautiverio: «Dios azota y se compadece; hunde en el abismo y saca de él; no hay quien escape de su mano» (Tob 13,2). Los cristianos asumieron también esta visión, como lo indica Pablo (cf. Rom 9,13-23) y lo repite en forma clásica un autor antiguo: «tú enriqueces y empobreces; matas y das vida» (1 Clan 59,3).

10. Tratamiento clásico del tema en R. Otto, Das Heilige, München 1971, 13-55.

En su primer nivel esta palabra no aparece todavía como salvadora. Es simplemente la expresión de una experiencia religiosa que después podrá entenderse de manera diferente. Aquí sólo se afirma la grandeza de Dios. El hombre es muy pequeño, está en su mano y no separa en Dios el bien y mal, el surgimiento de la vida y el silencio de la muerte. Una cosa y otra brotan de ese mismo Dios que nos desborda: es creador y destructor, derriba y levanta, nos mata y da la vida. 11

Pues bien, en un momento determinado, los creyentes descubrieron que Dios sólo es trascendente para bien. Tiene en sus manos vida y muerte, creación y destrucción, de tal manera que podría actuar por mero antojo, a su capricho. Sin embargo, «se limita» a sí mismo para el bien: está comprometido en la línea positiva de la vida. Eso significa que ahora guía de manera personal la rueda de fortuna, para encaminarla a lo que es bueno. Los acontecimientos de este mundo (muerte y vida, pobreza y abundancia, salud y enfermedad) reciben en sus manos un sentido: Dios dirige a los hombres en gesto de amor y actitud de respeto, en un camino abierto hacia el futuro de la plenitud humana.

Así lo ha descubierto la experiencia israelita: el mismo Dios que dice «soy el que soy», como indicando su poder ilimitado, se presenta como amigo y salvador de los esclavos (Ex 3). El mismo Dios que crea la luz y las tinieblas, la paz y las desgracias, se desvela como amigo y salvador de los judíos exiliados (cf. Is 45; Tob 13). La trascendencia original (que estaba por encima de bien-mal) recibe un contenido en la línea de lo bueno. Sin tener que dar razones de su opción, Dios aparece ayudando a los pequeños y los fieles, en gesto de justicia creadora. Surge así una forma nueva de entender ya la inversión: Dios invierte la marcha de la historia. Dios transforma y remueve las fortunas de la tierra, para desvelar de esa manera su justicia y ayudar a los que estaban oprimidos en la tierra. La fortuna ya no es ciega, como antes parecía. No es tampoco caprichosa. Tiene ley, que es la justicia de Dios. Tiene un sentido, que es el bien para los pobres y los buenos. En esta línea, recogiendo una experiencia de siglos, el creyente israelita ha proclamado, en texto muy cercano al de María:

11. En este nivel se sitúa la poderosa experiencia de Dios transmitida en Bhagavad-Gita XI, 9-35. Sobre el carácter supramoral del Dios israelita en el principio de su manifestación histórica siguen siendo valiosas las observaciones de C. G. Jung, Respuesta a Job, México 1964, 15-62.

Dios derribó del trono a los soberbios
y en su lugar asentó a los oprimidos.
Dios arrancó las raíces de los pueblos
y en su lugar plantó a los oprimidos (Eclo 10,14-15).

Estas palabras describen la experiencia secular del cambio en los reinados, del alzarse y perecer de los imperios. Apoyado en la memoria israelita, como testigo de una fe que dura siglos, como eslabón de una cadena que permanece mientras nacen y mueren las naciones, el sabio ha pretendido interpretar la historia. Sabe que el poder de los estados pasa y que terminan los imperios «por razón de la violencia y la soberbia» (y el dinero) (Eclo 10,8; cf. LXX). Todo cambia y nada permanece dentro de la historia. Aquella misma riqueza que edifica a las naciones las acaba destruyendo. La misma soberbia que eleva a los tronos los derriba, en una especie de juego interminable.

Pues bien, por encima de esa fortuna implacable del mundo, el sabio israelita ha descubierto la actuación de Dios. Este es el Dios que, mientras suben y bajan las naciones de la tierra, impulsadas por su propio egoísmo, dirige y eleva (planta) a los judíos, les instaura como pueblo para siempre. De esta forma surge un pueblo que camina más allá de los vaivenes de fortuna que dominan en el resto de la tierra. Por eso se podría decir que «stat Israel dum volvitur orbis», permanece y triunfa Israel mientras el orbe de la tierra gira y se alza de manera orgullosa y se destruye. 12

Una experiencia semejante la reflejan multitud de salmos y oraciones de Israel cuando nos muestran la presencia salvadora de Dios más allá de la rueda de fortuna. El salmista sabe que no existe salvación en la riqueza: «nadie se puede redimir por ella, ni pagar un rescate por la vida» (Sal 49,8). Lógicamente ha surgido así una especie de piedad de la pobreza, que destaca la presencia de Dios entre los pobres que son justos, pues se dice:

Los ricos empobrecen y pasan hambre,
los que temen al Señor no carecen de nada...
El Señor está cerca de los atribulados,
y salva a los abatidos (Sal 34,11.19).
Porque los malvados serán destruidos,
pero los que esperan en el Señor poseerán la tierra (Sal 37,9).

En esta línea han de entenderse aquellos textos que presentan la inversión de la fortuna como signo de la ayuda de Dios hacia los

12. Cf. J. L. Crenshaw, The Problem of Theodicy in Sirach. On Human Bondage: JBL 94 (1975) 47-64.

pobres y los justos: «tú salvas al pueblo afligido y humillas los ojos soberbios» (Sal 18,28). «El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados» (Sal 147,6). Esta experiencia es tan intensa que ha venido a reflejarse como un dicho popular (cf. Ez 21,31) que el mismo jesús ha citado en su evangelio: «todo el que se eleva será humillado; y todo el que se humilla será elevado» (Lc 14,11; 18,14; Mt 23,12).13

Sin embargo, esta experiencia sapiencial de la inversión como signo de presencia de Dios, que actúa en ayuda de los justos-oprimidos, no se puede universalizar de forma acrítica, como sabe muy bien la tradición religiosa de los pueblos y la reflexión creyente del AT, especialmente en Job y el Eclesiastés. Es un problema que E. Kant formulaba con fuerza en tiempos más recientes: no hay correlación entre bondad del hombre y dicha sobre el mundo. Dicho de otra forma: no hay un Dios que en esta tierra recompense la justicia y castigue a los malvados. La justicia ha de esperarse en la vida venidera 14. Pero no todos esperan este «tan largo me lo fiáis» (Tirso de Molina) del juicio tras la muerte. Por eso buscan las señales de Dios sobre la tierra, presentando varias perspectivas y respuestas.

Una primera respuesta la ofrece la tragedia de los griegos. Ellos conocían bien el tema de los cambios de fortuna: Dios exalta y humilla, abate y enaltece (Hesíodo, Los trabajos y los días 5-7). «A unos eleva de la nada, a otros derriba de la altura» (Euripides, Troyanas 612s). Tan fuerte resultaba esta experiencia, tan intensa fue su llaga, que la vida se convierte para Grecia en una forma de tragedia: no tenemos más remedio que aceptar nuestro destino, interpretando así nuestro papel sobre la tierra. El mismo Aristóteles, filósofo empeñado en razonar nuestra condición, ha definido la vida como «peripecia» (Poética 1452a): cambian y se invierten las suertes de los hombres sobre el mundo. Lógicamente, la existencia está marcada por un tipo de fatalidad que puede ser heroica, aunque casi siempre resulta destructora, pesimista. No tenemos más opción que resistir, soportando los vaivenes y los golpes de la vida. 15

Pues bien, Job, educado en la experiencia moral israelita, no quiere limitarse a soportar. Pretende conocer. Sus consejeros le

  1. Estudia el tema E. Hamel, Le Magníficat et le Renversement des Situations: Greg 60 (1979) 65-66.

  2. Sobre este argumento se funda la Crítica de la Razón práctica, 1788.

  3. Se han interesado por el tema E. Hamel, o.c., 58-60; J. Dupont, Le Beatitudini II, Roma 1977, 289-290; I. Gomá, El Magníficat. Cántico de salvación, Madrid 1982, 141.

repiten la sentencia conocida: «Dios levanta a los humildes y malogra el plan de los astutos» (cf. Job 5,11-18). Por eso quieren que cambie, que confiese la justicia del castigo que soporta: Dios le aceptará de nuevo, ofreciéndole su premio de dicha sobre el mundo (cf. Job 11,11-17). Pero Job sostiene que su vida ha sido justa y que no debe (ni puede) convertirse para huir de su desgracia. En esta situación, por encima de la fácil respuesta sapiencial de los piadosos, ha descubierto un misterio superior que no se manifiesta externamente en la fortuna de la tierra. Por eso, allí donde Elifaz pretende convencerle repitiendo mil veces la palabra conocida sobre el Dios que «humilla a los arrogantes y salva a los humillados» (Job 22,29), el hombre religioso afirma:

Dios posee fuerza y eficacia,
suyos son el engañado y el que engaña...
Dios levanta pueblos y los arruina,
dilata naciones y las destierra (cf. Job 12,16.19).

De nuevo estamos al principio. Job nos ha enseñado a no aplicar sencillamente a Dios la moral de éxito del mundo. Sus piadosos adversarios no han logrado convencerle de que el mundo es justo. Por eso, las mudanzas e inversiones que suceden a lo largo de la historia no son signo decisivo de Dios, no son señal de su justicia ni expresión de su grandeza. Pues bien, a pesar de eso, Job admite a Dios: un Dios que no aparece en el triunfo de los fuertes, ni se expresa en la victoria mundana de los buenos, por hallarse más profundo y misterioso, en la existencia de los hombres. 16

Una postura semejante aparece en el libro del Eclesiastés. Su autor experimenta las mudanzas de la vida, se halla dentro de una rueda de fortuna donde todo va cambiando, sube y baja, con el paso de los tiempos (cf. Ecl 1-2). De manera especial le ha impresionado la falta de sentido en la política: son muchos los ineptos que ocupan altos puestos, mientras los expertos viven como esclavos (cf. 10,5). Por eso, el misterio de Dios, que realmente existe y debe respetarse, no se identifica con el éxito del mundo. «En tiempo de la prosperidad disfruta; en tiempo de adversidad reflexiona. Dios ha creado los contrarios para que el hombre no pueda averiguar su fortuna» (Ecl 7,14).

Sobre esta ignorancia planea el misterio de Dios y de sus obras. Así lo ha precisado Job y el Eclesiastés, con palabra que no ha sido superada dentro del AT. Por eso, el gran mensaje de María,

16. Además de comentarios a Job, cf. J. Lévéque, Job et son Dieu. Essai d'exégése et de théologie biblique, Paris 1970.

cuando dice que «Dios exaltó a los oprimidos y llenó de bienes a los hambrientos», no se puede interpretar en términos puramente sapienciales, como expresión de una experiencia de este mundo. Ciertamente, las palabras ya citadas del Eclo 10,14-15 y los salmos de los pobres que confían en Dios, pidiéndole su premio, han de tomarse con toda reverencia. Ellos transmiten la certeza de un Dios que hace justicia, concediendo su gracia a los pequeños. Pero esa justicia y esa gracia no se pueden entender a través de nuestra lógica. Por eso tenemos que avanzar, buscando un modo nuevo de entender al hombre.

2. Plano mesiánico

Situadas en este nuevo plano, las palabras de María no transmiten una verdad universal, sino que anuncian y proclaman un hecho bien preciso y significativo: la intervención liberadora de Dios en favor de los humildes y oprimidos de su pueblo. Esa intervención no se conoce por teoría. No es tampoco un hecho que se pueda repetir a voluntad, como garantía de presencia permanente de Dios sobre la tierra. Dios actúa cuando él quiere y por su misma actuación descubren los hombres su misterio. Así nos situamos sobre el campo originario de la guerra santa que los fieles de Israel han proclamado en un himno famoso:

Tu diestra, Señor, es fuerte y magnífica,
tu diestra, Señor, tritura al enemigo...
Extendiste tu mano, se los tragó la tierra,
guiaste con lealtad al pueblo que habías rescatado (Ex 15,6.12.13).

Sobre ese fondo ha de entenderse la palabra de María: «desplegó la fuerza de su brazo, dispersa a los soberbios de corazón» (Lc 1,51). Esta es la guerra de Yahvé, Dios poderoso. Se han alzado con su fuerza los poderes enemigos, los egipcios de otro tiempo, los guerreros orgullosos de Canaán, que han oprimido a los hebreos (cf. Ex 15,9). Pero el mismo Dios responde, combatiendo en ayuda de su pueblo, como luchador de una milicia más alta que «infunde su pavor al enemigo y conduce a su pueblo hacia la paz» (Ex 15,15s). 17

Pero, tomada en sentido original, la tradición del éxodo nos lleva a una postura religioso-política de tipo nacionalista, al menos

17. Sobre el «brazo» de Yahvé, desde la perspectiva del Magnificat, cf. I. Gomá, o.c., 104-105; S. Muñoz I., o.c., 146-147. Sobre Ex 15, además de comentarios, cf. N. K. Gottwald, The Tribes of Yahweh, London 1980, 507-530.

en un plano general. Los hebreos, liberados con la ayuda de Dios, aparecen como signo del pueblo israelita, interpretado en sentido nacional, a nivel de independencia política. Por eso, los adversarios de Dios (soberbios de Lc 1,51) deberían entenderse partiendo de esta línea en forma también nacionalista, es decir, antijudía. Pues bien, esa misma tradición de guerra santa ha transmitido otro pasaje que rompe el nacionalismo cerrado, llevándonos así más cerca de Lc 1,51-53. Nos referimos al texto central del canto de Ana:

Se rompen los arcos de los valientes,
mientras los cobardes se ciñen de valor.
Los hartos se contratan por el pan,
mientras los hambrientos engordan.
La mujer estéril da a luz siete hijos,
mientras la madre de muchos queda baldía.
El Señor... levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para hacer que se siente entre príncipes
y que herede un trono (= asiento) de gloria,
pues del Señor son los pilares de la tierra
y sobre ellos asentó el orbe (1 Sam
2,4-5.8-9).

Prescindimos del comienzo del canto (1 Sam 2,1-3), muy cercano a la estrofa de alabanza de María que ya hemos estudiado (Lc 1,46-47). Tampoco incluimos el texto clave sobre la trascendencia radical de Dios (1 Sam 2,6-7), citado en perspectiva sapiencial. Así nos centramos en el tema de la gran inversión. Ana, madre de Samuel, profeta que inicia su aprendizaje en el templo, ha explicitado aquí el sentido de la intervención de Dios en ayuda de su pueblo. A veces se ha pensado que el texto es ya tardío, construido de manera artificial y en perspectiva puramente religiosa, igual que otros cantares y salmos de profetas que presentan simbólicamente la actuación de Dios como defensa espiritual del pueblo 18. Pues bien, estudios más recientes han mostrado que este canto es muy antiguo. Es anterior al tiempo de los reyes de Israel. Pertenece al momento en que los grupos de hebreos pretendían ocupar y transformar la tierra palestina, enfrentándose por ello a las ciudades militarizadas de la oligarquía militar cananea.19

Los temas se iluminan en esta perspectiva. Antes del gran cambio, realizado ya cuando se canta el himno, los valientes, hartos y extendidos eran cananeos. Su grandeza se expresaba en tres niveles:

  1. Cf. G. Auzou, Estudio de los libros de Samuel, Madrid 1971, 61-67.

  2. Cf. T. W. Willis, The Song of Hannah and the Psalm 113: CBQ 35 (1973) 139-154.

    1.  

son valientes por el arco, esto es, en plano militar; son hartos por el pan, es decir, en plano económico; son muchos, es decir, engendran muchos hijos porque llevan la ventaja en plano numérico. Claramente aparecen diseñados los niveles: militar, económico, demográfico. En esos fundamentos se sostiene su dominio sobre los hebreos.

Por el contrario, los hebreos eran pueblo de cobardes, es decir, de ineficaces en ámbito guerrero: campesinos marginados, pobres emigrantes sin tierra, que no pueden enfrentarse cara a cara con la fuerza de los militares cananeos. Económicamente son hambrientos: se mantienen al margen de los grandes circuitos comerciales, guardan sus pequeños rebaños transhumantes o cultivan como jornaleros sometidos las tierras de los amos cananeos. Lógicamente, no se pueden expandir ni multiplicar y por eso tienen forma de mujer estéril o de madre baldía que no logra alimentar a sus hijos ni ofrecerles un futuro de existencia. En ese tercer plano de opresión demográfica ha vuelto a explicitarse un tema que es muy conocido en las narraciones patriarcales (cf. Gén 12s).

Pues bien, Ana ha proclamado la inversión. Providencialmente, las cosas toman otro rumbo. Dios ha intervenido transformando el orden viejo por medio de una especie de batalla santa: «El Señor desbarata a sus contrarios, el Altísimo truena desde el cielo» (1 Sam 2,10). No se cuenta la batalla en sí, pero se indican bien sus consecuencias:

En esta primera redacción del texto, 1 Sam 2 no dice nada de los reyes. Todo el pueblo ha recibido aquí tintes mesiánicos: los pobres que estaban en el polvo, durmiendo en los basureros de la ciudad, como marginados del sistema, se han venido a levantar, cobran conciencia de sí mismos «y se sientan entre príncipes». Esto significa que se vuelven ciudadanos libres y reciben su lugar en la asamblea de las tribus, para convertirse en dueños de su propio futuro y de su vida. 20

Esta primera inversión, unida a la experiencia que ha cantado Ex 15, constituye el fundamento de la historia israelita. Los primeros hebreos entendieron a Dios como dador de libertad. El mismo Dios les concedía poder sobre la tierra, de manera que surgieron como pueblo en una historia de corresponsabilidad militar (sin ejército profesional opresor), de riqueza compartida (sin ricos viviendo a costa de los pobres) y de abundancia o expansión demográfica. Pues bien, como nos cuenta el AT, la historia del pueblo fue cambiando. En un momento determinado, los hebreos, contrarios en principio a la monarquía, debieron instaurar la monarquía, coronando a un rey (David) que luego vino a revelarse como transmisor y garantía de la misma presencia de Dios sobre la tierra. Esto es lo que indican los versos finales del canto, añadidos en un tiempo posterior: «Dios da fuerza a su rey; exalta el poder de su ungido» (1 Sam 2,10).

El rey va recibiendo rasgos de mesías: aparece como signo de Dios y mediador de su inversión o de su fuerza salvadora entre los hombres. Así nos dice un texto famoso: «oh Dios, confía tu juicio al rey...: que socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador... El librará al pobre que pide auxilio y al afligido que no tiene protector» (Sal 72,2.12). En esta línea continúa el mesianismo de los grandes profetas que anunciaron la llegada de un nuevo reymesías, mediador del juicio de Dios sobre la tierra. Por eso, el descendiente de Jesé, nuevo David, «juzgará a los pobres con justicia y matará al malvado con el mismo aliento de su boca» (Is 11,4). Porque «un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»; «Dios quebrará la vara del opresor, el yugo de su carga, la capa empapada de sangre», de forma que el pueblo, que andaba en tinieblas, encuentre la luz, alcance la justicia y el derecho (cf. Is 9,1-6).

El mismo nacimiento mesiánico, anunciado de forma misteriosa en Is 7,14, viene a presentarse ahora como juicio de Dios sobre los pueblos. Literalmente tomadas, las palabras del canto de María se hallan cerca del himno de Ana (1 Sam 2). Pero, vistas en conjunto, nos recuerdan más el libro de Emmanuel (Is 7-11). Pues

20. Cf. N. K. Gottwald, o.c., 534-540. Sobre la relación de Dios y violencia en el AT, temas y bibliografía extensa en N. Lohfink, II Dio della Bibbia e la violenza, Brescia 1985. He desarrollado con cierta extensión el tema en El ejército en la Biblia: IgVi 129 (1987) 273-323.

bien, en Lc 1,51-53 no habla ya el profeta. La misma doncella gestante de Is 7,14, que era signo de Dios sobre la tierra, toma la palabra y canta el sentido de la historia: el juicio de Dios consistirá en la destrucción de los poderes opresores; surgirá de esa manera el reino nuevo porque «un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,5).21

En esta línea han de entenderse los salmos que nos hablan del reino de Dios como inversión mesiánica. «Aguarda un momento y ya no habrá malvados... pero los humildes poseerán la tierra» (Sal 37,9); porque «los ricos empobrecen y pasan hambre, pero los que buscan al Señor no carecen de nada» (Sal 34,11). Estos y otros textos semejantes nos sitúan en el plano de la gran pregunta que formula de manera programática Sal 89:

Esta pregunta final del salmista resulta, a mi juicio, equivalente a las interrogaciones de Job y Eclesiastés. Quedan atrás, en el principio de la historia, los cantos de inversión que resaltaban la fuerza salvadora de Dios (cf. Ex 15; 1 Sam 2). Queda el recuerdo de David y la promesa de su actividad mesiánica futura. Pero en el presente parecen dominar y dominan los poderes adversarios: los soberbios, potentados, ricos de Lc 1,51-53. Por eso, las palabras clave suenan: «¿hasta cuándo...?». Ellas siguen resonando en los nuevos salmos de Salomón, tan cercanos en problemática al canto de María:

Míralos, Señor, y suscítales un rey, un hijo de David,
en el momento en que tú elijas, oh Dios,
para que reine en Israel, tu siervo.
Rodéale de fuerza para quebrantar a los príncipes injustos,
para purificar a Jerusalén de los gentiles que la pisotean...,
para expulsar con tu justa sabiduría a los pecadores de tu heredad,
para aniquilar las naciones impías con la palabra de tu boca
(Sal 17,21-24).23

La pregunta ¿hasta cuándo? se convierte así en petición: suscítales. La misma petición la ha repetido el judaísmo rabínico de las Dieciocho bendiciones. También ellas suplican la llegada del mesías, para que realice la inversión de Dios sobre la tierra. Pues bien, en contra de eso, Lc 1,51-53 no pregunta ni suplica. Nuestro texto confiesa que la inversión se ha realizado ya, poniéndonos así en nivel escatológico, como ahora indicaremos. 24

3. Plano escatológico

La inversión de María (Lc 1,51-53) anuncia ya la realidad o presencia de la gran transformación que siguen aguardando los judíos. Muchos seguidores de Jesús continuaban en la misma actitud. Así los fugitivos de Emaús que «pensaban que él habría liberado a Israel» (Lc 24,21). También aquellos que llegaron hasta el monte de la Ascensión y preguntaban: «Señor, ¿es éste el tiempo en que debes restablecer el reino de Israel?» (Hech 1,6). La Iglesia de Jesús va respondiendo a esas cuestiones de un modo gradual, mientras advierte que el puro cuándo temporal ha de entenderse desde un cómo renovado: lo que importa desde ahora es la existencia nueva de los fieles sobre el mundo. Dentro de esa perspectiva se sitúa el canto de María, con su visión de escatología realizada, en plano de transformación económico-social 25. Para entender su novedad y contenido debemos situarnos en la línea del mensaje de Isaías:

  1. Traducción de A. Piñero, en A. Díez M. (ed.), Apócrifos AT III, Madrid 1982, 52-53. Sobre temática de fondo, cf. S. Mowinckel, El que ha de venir. Mesianismo y mesías, Madrid 1975, 335-350.

  2. Texto de las Shemoneh Esreh (Dieciocho bendiciones) con bibliografía sobre ellas en E. Schürer, History of the Jewish people in the age of Jesus Christ II, Edinburgh 1979, 454-463.

  3. No podemos plantear aquí el tema de la escatología en Lc-Hech. De todas formas debemos indicar que consideramos superada la visión de H. Conzelmann, El centro del tiempo, Madrid 1974. Para una relación entre escatología y Lc 1-2, cf. H. H. Oliver, Lucan Birth Stories and the purpose of Luke-Acts: NTS 10 (1963/4) 202-226; L. Legrand, L'annonce a Marie (Lc 1,26-38), Paris 1981.

    Pues será doblegado el mortal,
    será humillado el hombre y no podrá levantarse...
    Los ojos orgullosos serán humillados,
    será doblegada la arrogancia humana;
    sólo el Señor será exaltado aquel día,
    que es el día del Señor de los ejércitos...,

    contra todas las altas torres,
    contra todas las murallas inexpugnables,

    contra todas las naves de Tarsis,
    contra todos los navíos opulentos.

    Será doblegado el orgullo del mortal,
    será humillada la arrogancia del hombre;
    sólo el Señor será ensalzado aquel día,
    y los ídolos pasarán sin remedio (Is 2,9-17).

    Hemos dejado que la cita sea extensa pues su tema nos sitúa cerca de Lc 1,51-53. Es probable que Isaías se inspire en el motivo de la guerra santa (Ex 15) que indicamos: Dios se enfrenta contra el poderío destructor de los soberbios. Quizá influye igualmente la experiencia de la santidad de Dios (cf. Is 6) que irradia desde el templo, contra aquellos que vienen a atacarla. 26

    Pero de hecho el tema se ha universalizado. Dios no lucha ya contra los egipcios, como en el mar Rojo. Tampoco defiende su ciudad de los poderes enemigos (asirios o babilonios). Dios se enfrenta a todos los hombres orgullosos, que se divinizan a sí mismos por las armas o el dinero. Esto nos sitúa sobre el campo de Lc 1,51-53: también María canta el gran combate de Dios que, en brazo tenso, se ha enfrentado a la soberbia de los hombres, reflejada en el poder y en el dinero.

    El texto de Isaías resulta poéticamente vivo, intenso. Hay que leerlo todo entero (2,6-22), leerlo y releerlo de manera que sintamos por dentro su latido de lucha y de victoria. Dios se enfrenta a los poderes de la tierra, como un enemigo. Frente al Señor de pura santidad se han elevado los ídolos del mundo. El primero, la raíz de todos ellos, es el propio orgullo: la autosuficiencia de aquellos que se divinizan a sí mismos, ocupando así el lugar de Dios, como señores absolutos de la vida.

    De esa raíz de orgullo brotan las dos idolatrías primordiales, expresadas sintomáticamente, en forma de poder militar y de dinero. Así lo expresa el texto ya citado: Dios combate contra las torres-murallas (defensas militares) y contra los navíos opulentos de Tarsis, que son signo de riqueza y de comercio que se impone sobre el mundo. En esta perspectiva se sitúa un pasaje anterior del
     

  4. Cf. J. L. Sicre, Los dioses olvidados, Madrid 1979, 117-119.

mismo texto: Dios se enfrenta a los judíos «porque su país está lleno de oro y plata, y sus tesoros no tienen número; su país está lleno de carros, y sus caballos no tienen número» (Is 2,7). Estos son los ídolos primeros que destruyen la existencia de los hombres: la riqueza que se busca a sí misma; el poderío militar (carros-caballos) que se toma como seguridad para los hombres. 27

Pues bien, en contra de esos poderes llega el día de Yahvé, como esplendor de Dios, señal de su presencia sobre el mundo. «Levántate Yahvé, que se dispersen tus enemigos», así cantaba la antigua tradición sacral de la guerra santa (cf. Núm 10,35). Pues bien, ahora se eleva Dios y quedan dispersados, se diluyen los poderes de la tierra. De esa forma, el cuándo de la manifestación escatológica se entiende desde el cómo de su acción transformadora.

Sobre ese mismo fondo se sitúa el canto de María (Lc 1,51-53) con sus dos diferencias principales. En primer lugar, Is 2 no anuncia la inversión, sino el abajamiento; de todas formas, ese abajamiento de los soberbios ha de tener consecuencias positivas, transformantes, para todos los que aceptan la venida de Dios. Por eso, siguiendo en la misma lógica de Isaías, sobre el esquema de maldición-bendición de la alianza, María podrá afirmar que «Dios abaja a los soberbios (poderosos-ricos) y eleva a los que aceptan su reinado (pobres-oprimidos)».

El segundo rasgo distintivo es que Is 2 identifica el trono con la espada (poderosos con soldados). Por su parte, Lc 1,52 alude solamente a los potentados (dynastas) sin explicitar el contenido del término, que toma así un sentido general, político. Is 2, en cambio, más en consonancia con 1 Sam 2,4, identifica potentados con poderes militares, suponiendo así que el signo privilegiado del poder (torres-murallas, carros-caballos) es el ejército.

Sea como fuere, las diferencias entre Is 2 y Lc 1,51-53 resultan pequeñas. Los dos textos proclaman una revelación de Dios que en su venida invierte y transfigura la historia de los hombres. La idolatría o pecado que destruye la existencia se interpreta en ambos casos en claves económico-sociales. Idolo es más que una señal estrictamente religiosa, en el sentido privado de ese término. Es más que un amuleto sacral, mucho más que un sentimiento. Idolo es aquello que domina la existencia, es el poder que configura nuestra vida. Por eso, la manifestación de Dios ha de entenderse como fin de toda idolatría: Dios destruye la clausura de un mundo que se cierra sobre sí, de modo que no puede realizarse (se destruye). Este mismo mensaje lo transmiten igualmente otros pasajes escatológicos de los grandes profetas.. Quizá el más significativo sea Jer 9,22 que los LXX incluyen como un comentario explicativo al canto de Ana:

No se gloríe el sabio en su saber,
ni se gloríe el fuerte (soldado) en su valor,
ni se gloríe el rico en su riqueza.
Quien quiera gloriarse que se glorie en esto:
en conocer y comprender al Señor,
estableciendo justicia y derecho en la tierra (Jer 9,22-23; 1 Sam 2,10 LXX).

Tres son los poderes del hombre según esta perspectiva, tres los niveles de su propio desarrollo: sabiduría (plano ideológico), fuerza (plano político-militar), riqueza (plano económico). En ninguno de esos planos halla el hombre su gloria verdadera, que viene a desplegarse sólo en un nivel más alto de apertura a Dios y revelación de lo divino. Por eso, estrictamente hablando, escatología implica realización del hombre. Así vienen a mostrarlo, en forma de culminación dramática y guerra final, diversos textos del AT. 2s

La escatología recibe forma apocalíptica en Dan, libro que surge desde el fondo de la persecución de Antíoco Epífanes, el soberbio (hyperephanos) por excelencia (cf. 4 Mac 4,15). Enraizado en la experiencia más antigua de su pueblo, Daniel profetiza en nombre del Dios que «cambia tiempos y estaciones, depone a los reyes y establece reyes» (Dan 2,20-21). Pues bien, el tiempo de la alternancia cíclica, pensado sobre el ritmo de las estaciones que van-vienen, queda atrás. El vidente ha descubierto la sabiduría oculta (cf. Dan 2,21-23) y conoce el misterio de los tiempos: sobre el sucederse de los reinos, concebidos en forma de metales de una misma estatua o bestias sucesivas de un mismo bestiario, ha elevado Dios un reino nuevo «que durará por siempre» (Dan 2,44; 7,14).

El vidente apocalíptico se eleva precisamente sobre el cambio de los tiempos: termina la alternancia de las opresiones y se instaura el reino decisivo que siempre permanece. Ese cambio se concibe en términos de tipo religioso-nacionalista. La cuarta bestia, el rey osado de los tiempos del final, que condensa frente a Dios la perversión de nuestra historia, «blasfemará contra el Altísimo e intentará aniquilar a los santos y cambiar el calendario y la ley» (Dan 7,25). Así ha pecado: quiere destruir al pueblo de Israel, impidiéndole el cultivo de su ley sagrada, de sus ritos religiosos, como bien indica 1 Mac 1-2. De manera consecuente, el juicio que

27. Ibid., 161-169.
28.
Cf. W. Rudolph, Jeremia, HAT 12, Tübingen 1969.

llega se interpreta como destrucción total de los poderes opresores (reinos de este mundo) y elevación definitiva del pueblo israelita que ha triunfado por gracia de Dios, «sin intervención humana» (Dan 8,25).

En ese aspecto, Daniel es verdaderamente apocalíptico. El cambio que proclama no es obra de los hombres. No se puede interpretar como expresión o resultado de una guerra en que, de forma eficiente y misteriosa, los soldados de Israel colaboren con Dios en su batalla, como parece suponer el mismo Manual de la guerra de Qumrán, por otra parte tan cercano al Canto de María: «Nos alegramos por tu salvación, exultamos por tu ayuda... Desde el comienzo estableciste el día para el gran combate contra las tinieblas, para conservar la luz por la verdad, para aniquilar a los culpables, para extinguir las tinieblas, para intensificar la luz y para llevar la comunidad de Dios a su lugar de eternidad» (XIII, 12-16). En contra de eso, la victoria de Dios según Dan es obra «de una piedra que se desprende sin intervención humana», destruyendo y triturando a los antiguos imperios de la tierra (Dan 2,34): el mismo Dios actúa y lucha de manera directa contra aquellos que amenazan y oprimen a su pueblo (cf. Dan 2,44). No hay, por tanto, guerra interhumana, sino guerra de Dios contra el orgullo de los grandes imperios que destruyen a los fieles del pueblo israelita.

Esta batalla de Dios presenta rasgos de tipo suprahistórico, sacral y nacionalista. En lugar de los hambrientos-oprimidos de Lc 1,52-53 hallamos a los santos del Altísimo, es decir, los fieles de Israel que observan la ley y respetan ritualmente el calendario sagrado de sus fiestas. Lógicamente, esos santos no elevan las armas ni luchan de forma mundana, como harán los macabeos, en contra de los pueblos opresores. Ellos simplemente sufren, se mantienen fieles a la ley-templo y aguardan la venida transformante de Dios que es el fin de la historia. Pues bien, en contra de eso, Lc 1,51-53 proclama la victoria de Dios dentro de la misma historia, a través del nacimiento humano del salvador. Por otra parte, en el lugar de los «santos de Dios» (plano religioso) pone a los hambrientos-oprimidos (plano social).29

Una escatología estructuralmente semejante a la anterior recibe forma sapiencial en el libro de Sab. Como principio del tema se sitúa la experiencia del Dios que va guiando, sosteniendo, probando y premiando a los justos (israelitas antiguos) a lo largo de la historia (cf. Sab 10). Pues bien, esa experiencia se condensa en el

29. Además de comentarios a Dan, cf. J. J. Collins, The Apocalyptic vision of the Book of Daniel, HSM 16, Missoula Mo. 1977, 27-65.

momento actual en forma de batalla o lucha ejemplar entre los impíos y los justos. Impíos son los poderosos opresores que interpretan la vida como corta y quieren disfrutar de sus poderes y placeres. Lógicamente, a fin de hallarse seguros y triunfar, gozando de un modo egoísta, han de oprimir a los pequeños:

Atropellemos al justo que es pobre...:
que sea nuestra fuerza la norma del derecho,
pues lo débil —es claro— no sirve para nada.
Acechemos al justo que nos resulta incómodo:
nos echa en cara las faltas contra la ley,
declara que conoce a Dios y dice que él es hijo de Dios,
es acusador de nuestras convicciones (Sab
2,10-16).

Resulta significativa en esta línea la identificación de pobre y justo. La pobreza tiene así un carácter material y sufren de ella ancianos, viudas y personas sin recursos (cf. Sab 2,10). Pero, al mismo tiempo, ella recibe un rasgo religioso: el pobre se presenta como justo (dikaios; 2,10): cumple la ley y pone su confianza en el misterio de Dios sobre la tierra en una vida de opresiones exteriores que terminan sólo con la muerte. Lógicamente, el libro de Sab no promete un triunfo de los justos sobre el mundo.

Por el contrario, los impíos son opresores: se olvidan de Dios y triunfan sobre el mundo a costa de los otros. Resulta significativo que ellos (asebeis de 1,16) se encuentren dentro del mismo pueblo israelita. No son ya los enemigos exteriores (imperios de Dan): pueden ser muy bien judíos que abandonan el sentido de su ley y divinizan la vida sobre el mundo (cf. Dan 2,12), en un camino que ellos hacen a costa de los pobres. De esta forma, desde el fondo israelita, Sab presenta una verdad humano-religiosa que ahora puede aplicarse de manera universal a todos los pueblos de la tierra. Así culmina el juicio de la historia:

La vida de los justos está en manos de Dios
y no tendrán tormento.
Los insensatos... consideraban su muerte como desgracia,
pero ellos esperaban de lleno la inmortalidad.
Sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes favores,
porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí.
Los impíos
serán castigados por sus razonamientos:
despreciaron al justo y se apartaron del Señor...;
vana es su esperanza, baldíos sus afanes, inútiles sus obras (Sab 3,1-5.10-11).

También aquí, como en Dan, Dios mismo juzga y sanciona los caminos de la historia. No hay lugar para una guerra sagrada interhumana. Los justos no se pueden elevar contra los malos y vencerlos por las armas. Ellos deben mantenerse hasta el final en la justicia, padeciendo así la muerte si hace falta. De esa forma se realiza la inversión de Dios, su juicio, que distingue, de manera general, dos tipos de personas:

Los impíos tendrán premio y castigo sobre el mundo: gozarán por un momento de los bienes materiales (2,6-9), pero en realidad carecen de futuro (cf. 3,10-13). Quieren permanecer y no pueden (4,3-4), quieren agarrarse a la vida y la vida se les va, como el humo disipado por el viento (5,14). Ciertamente, Dios les ama como a creaturas (cf. 11, 23-26), pero ellos mismos le rechazan, se destruyen. No les mata Dios. Ellos mismos se castigan y se matan por sus obras. Su amor desordenado a los bienes de este mundo hace que pierdan los bienes perdurables. Por eso descienden al infierno de una muerte sin resurrección, sin vida eterna.

Los justos, en cambio, reciben un premio de vida que vence a la muerte. Sólo ellos comprenden la acción de Dios «que todo lo ha creado para que subsistiera» (1,14). Saben que Dios les ha creado para la inmortalidad, a imagen de su mismo ser divino (2,23-24), y por eso se mantienen fieles a su ley sobre la tierra. «Los justos viven eternamente, reciben de Dios su recompensa, el Altísimo cuida de ellos» (5,15).30

Esta es, a nuestro juicio, la palabra final del AT sobre el tema de la gran inversión de Lc 1,51-53. La justicia de Dios, que Dan interpretaba como reino para el pueblo de los santos, se entiende ahora como vida inmortal para los pobres, es decir, para los justos. Ciertamente, ellos son pobres, como los oprimidos-hambrientos de Lc 1,52-53; pero, además de eso, son justos, pues confían en Dios, sufren y cumplen su ley sobre la tierra. De esta forma, la salvación (suprahistórica) viene ligada al cumplimiento histórico de la ley israelita, interpretada como sabiduría-voluntad de Dios y como verdad-realización total para los hombres. Ciertamente, el canto de María se sitúa en la línea de esperanza escatológica de Sab, pero supone aspectos nuevos que sólo pueden entenderse a partir del mensaje-vida de Jesús. María no identifica los necesitados con los justos ni presenta la inversión como inmortalidad tras la muerte. Y así nos ponemos ya en un plano de evangelio.


II. CONTEXTO CRISTIANO

Teniendo en cuenta lo anterior, debemos añadir: María canta su palabra de inversión en perspectiva cristiana. La actuación poderosa de Dios, que derriba a los potentados y exalta a los humil-

30. Para un estudio más amplio de la temática, cf. C. Larcher, Etudes sur le libre de la Sagesse, Paris 1969. Visión general desde la perspectiva de inmortalidad-resurrección en G. W. E. Nickelsburg, Resurrection, immortality and eternal lile in intertestamental Judaism, Harvard 1972.

des, tiene que entenderse a la luz del evangelio, predicado y realizado en el camino de la Iglesia. Por eso, en el mismo preludio de su canto, Lucas tiene buen cuidado en presentar a María como creyente (Lc 1,45), más allá del nivel de «vientre y pechos» donde podía situarla una genealogía de tipo puramente israelita (cf. Lc 11,27-28; 8,19-21).

María es la creyente por antonomasia. Las palabras que le ha dicho el ángel son principio y contenido de la salvación para los hombres. Por eso las recibe en actitud de fe profunda. Así lo ratifica Isabel cuando afirma: «vendrá a cumplirse aquello que el Señor le ha prometido» (cf. 1,45), es decir, la misma plenitud mesiánica (cf. Lc 1,31-33). Pues bien, María ratifica esa palabra de promesa de su prima israelita respondiendo que Dios ha de cumplir su compromiso «derribando del trono a los poderosos y exaltando a los oprimidos» (Lc 1,53). Así nos sitúa en el centro del camino de Jesús, en su evangelio.

Por eso trataremos del mensaje de Jesús como espacio donde se sitúa la palabra del Magnificat. Jesús nos introduce en el misterio de la acción de Dios y sólo desde el fondo de ella entenderemos lo que implican los hambrientos y oprimidos, con la inversión escatológica que anuncia el canto de María (cf. Lc 6,20-21).

Pero el Magnificat nos lleva, desde Cristo, hacia el espacio de la Iglesia cristiana primitiva. Por Hech 1,14 sabemos que María ha formado parte de ella, recibiendo el Espíritu pascual de Jesucristo. Por eso, sus palabras han de oírse desde el fondo de la antigua Iglesia palestina que, basándose en Jesús, espera la llegada de su Reino. En esa línea estudiaremos de una forma especial los llamados cantos de la infancia de Lc 1-2.

Finalmente, el Magnificat nos lleva hasta la propia historió y la palabra de María dentro de la Iglesia. Pensamos que ella no repite simplemente una palabra que existía de antemano. Su mensaje tiene rasgos especiales que se deben distinguir de otros mensajes de aquel tiempo como son el Benedictus y Nunc Dimittis (cf. Lc 1, 67-79; 2,29-32).31

1. Mensaje de Jesús

La gran inversión de María comienza con el brazo de Dios que interviene con fuerza y derrota a los poderosos adversarios (Lc

31. Para una visión general del Magnificat, cf. R. E. Brown, El nacimiento del Mesías, Madrid 1982, 369-382; C. Escudero F., Devolver el evangelio a los pobres, Salamanca 1978, 173-222; I. Gomá, El Magnificat. Cántico de la salvación, Madrid 1982; S. Muñoz I., Los cánticos del evangelio de la infancia según san Lucas, Madrid 1983, 61-162. Todos ellos ofrecen extensa bibliografía sobre el tema.

1,51). Ella reasume así un motivo viejo de la guerra santa (Ex 15) que Is 2 había formulado de manera insuperable: es la lucha final que Dan interpretaba en clave apocalíptica y Sab en formas de inmortalidad suprahistórica. Pues bien, ese motivo ha de entenderse ahora partiendo del mensaje de Jesús:

Se ha cumplido el tiempo y ha llegado el Reino,
transformaos (= convertíos) y creed la buena nueva (Mc 1,15). 32

De esta forma, las palabras de oración (¡venga tu Reino! ; Lc 11,2) se convierten en anuncio gozoso y exigente de revelación de Dios. Ahora se puede afirmar que su brazo interviene con fuerza (cf. Lc 1,51), ofreciendo a los hombres su gracia total o reinado. El mismo evangelio conserva los rasgos guerreros del gesto, al hablar de una lucha de Dios con el Diablo:

Si es que expulso a los demonios con el dedo de Dios,
es que el reino de Dios ha llegado a vosotros (Lc 11,20).

Dedo significa aquí lo mismo que brazo en Lc 1,51: la fuerza creadora y salvadora de Dios que, culminando lo empezado en el éxodo, interviene en la historia de los hombres, ofreciéndoles su misma salvación y gracia 33. A la luz de este pasaje pueden precisarse algunos rasgos que resultan significativos. Enemigo de Dios es aquí el Diablo que tiene dominados a los hombres a través de los «demonios», impidiéndoles vivir en libertad y realizarse como humanos. Pues bien, el canto de María ha concretado la fuerza destructora de ese Diablo en potentados y ricos. Por eso, la victoria de Dios ha de expresarse ahora en formas sociales: en gesto de ayuda a oprimidos y pobres.

Pero aún debemos avanzar. Si Jesús hubiera interpretado literalmente el canto de María tendría que haberse dedicado a derribar los potentados, a dejar vacíos a los ricos. ¿Lo ha hecho? Debemos responder afirmativamente, aunque después tengamos que matizar nuestra respuesta. Puede ayudarnos la pregunta del Bautista: «¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?» (Lc 7,19). Jesús, partiendo de la tradición liberadora del Deuteroisaías, reflejada en Lc 4,18, ha respondido:

Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen;
los muertos resucitan;
los pobres son evangelizados... (Lc 7,22).

  1. Sobre el trasfondo social y sentido del mensaje del Reino, cf. E. P. Sanders, Jesus and Judaism, London 1985, 123-244.

  2. Sobre el dedo-brazo de Dios, cf. Th. Lorenzmeier, Zum logion Mt 12,28; Lk 11,20, en NT und christliche Existenz, Tübingen 1973, 289-304.

    Así ha definido su misión en clave de ayuda al hombre que está necesitado 34. Es posible que el segundo tipo de miseria (muerte) haya sido introducido por la tradición cristiana que confiesa certeramente su fe pascual sobre el tejido fundante del evangelio visto como ayuda a los enfermos y a los pobres. Y de esa forma entramos en el tema. Lc 1,51-53 cita dos tipos de necesitados: hambrientos y oprimidos. Lc 7,22 los ha englobado en el término genérico de pobres, poniendo al lado de ellos a otros hombres que sufren también necesidad intensa: los enfermos. En sentido general, y prescindiendo por ahora de los muertos, podemos afirmar que Jesús ha interpretado el reino de Dios básicamente en dos caminos: curando a los enfermos y evangelizando a los pobres. Estos son los signos que realiza, en forma de presencia de Dios, sobre la tierra. 35

    Dejamos ahora a un lado el tema de la enfermedad, que luego explicitamos. Estudiemos la pobreza. De una forma que resulta, a mi entender, muy significativa, las visiones sobre el reino de Jesús se han convertido en discusión sobre el sentido y alcance de los pobres. Evidentemente, ahora no podemos plantear a fondo el tema. Pero debemos presentar por honradez nuestra postura, deslindando así las perspectivas que juzgamos partidistas:

    Algunos interpretan a los pobres como buenos. Serían ante todo los piadosos, en la línea de los pobres-justos de Sab 2 y de la literatura de los «anawim» que conocemos por los salmos tardíos y otros textos de aquel tiempo. Ciertamente, muchos de estos justos padecían necesidad económica, pero la esencia de su pobreza era de tipo espiritual o interior: ponían su confianza en Dios y esperaban la llegada de su Reino.

    Otros han tomado a los pobres como malos. Estarían en la línea de aquellos «am ha aretz», hombres despreciables de la tierra, que eran incapaces de cumplir la ley hasta el final y que, por tanto, aparecían como pecadores a los ojos de los fariseos-rabinos observantes (cf. Jn 7,49). En esta segunda perspectiva la pobreza se hallaría cerca de la marginación social, humana, suscitando reacciones y posturas que aparecen como malas a los ojos de los «justos» de la sociedad establecida. 36

    Pienso que ambas perspectivas tienen elementos positivos. Me parece claro que Jesús ha descubierto pobres-buenos, hombres que en el fondo de su misma pequeñez y miseria humana se encontraban abiertos al misterio de la gracia, como han resaltado los autores de
     

  3. Cf. E. P. Sanders, o.c., 136-137, además de comentarios a Lc 7,22 par.

  4. Cf. Ibid., 174-211.

  5. Sobre el sentido de la pobreza en el mensaje de Jesús sigue siendo fundamental J. Dupont, Le Beatitudini I-II, Roma 1977.

tendencia católica 37. Pero debo añadir que, en la raíz del evangelio, este motivo me parece secundario. Ciertamente, Jesús es salvador de aquellos oprimidos que mantienen viva la esperanza y la honradez del corazón. Pero no es un moralista en el sentido estrecho de ese término. No viene a premiar a los pobres por su bondad especial, utilizando así una especie de talión que nos arraiga todavía en el AT (ojo por ojo, bondad por bondad...).

Pienso que Jesús tampoco se ha ocupado especialmente de los pobres-malos, como si quisiera explicitar en ellos su mensaje: «no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (cf. Mc 2,17). Ciertamente, esa palabra es primordial, como indicaremos; pero cuando trata con los pecadores en sentido abierto y oficial (publicanos, prostitutas), Jesús no los toma como pobres sino como pecadores, es decir, personas que han salido fuera del espacio de la alianza israelita, tal como lo entienden sacerdotes y juristas.38

Los pobres de Jesús son en sentido originario pobres-pobres, es decir, personas que se encuentran radicalmente necesitadas. Jesús no les quiere premiar porque son buenos, ni les quiere perdonar porque son malos. Simplemente quiere ayudarles porque son necesitados, sin más motivaciones de carácter moralista. El problema original del pobre no se encuentra en su bondad o maldad (que tiene su importancia en otro plano) sino en su misma pobreza, en su estado de carencia y sufrimiento.

Los pobres que Jesús evangeliza son precisamente aquellos que no tienen buena nueva, aquellos que se encuentran atrapados por la «mala antigua» (la maldad constante y nunca novedosa) de la historia. Evangelizar significa abrir futuro de vida, en sentido humano pleno y no sólo intelectual: ayudar a los hombres y capacitarlos para realizarse en libertad, dignidad, autonomía. En ese aspecto, los pobres a los que se alude aquí están al mismo nivel que los enfermos (cojos, mancos, ciegos...) de que habla el texto ya citado (Lc 7,22). A ese nivel no se puede hablar de enfermos buenos o malos sino simplemente de enfermos: hombres que se encuentran aplastados por el peso de su propio cuerpo-muerte, convertido en signo de opresión y no de vida.

Sólo después de afirmar esto, cuando ya sabemos quiénes son los enfermos-enfermos y los pobres-pobres, sin más matizaciones moralistas, podemos entender también el gesto de Jesús que ofrece gracia-perdón a los pecadores. En un primer momento, aquellos

  1. Cf. A. Gelin, Les pauvres que Dieu aime, Paris 1967; A. George, Pauvre, DBS VII, 387-406.

  2. Cf. E. P. Sanders, o.c., 174-211, con amplia bibliografía sobre el tema.

    1.  

pecadores que Jesús va perdonando a través de su evangelio no son pobres, ni enfermos. Son personas que por varias circunstancias de la vida se hallan fuera del espacio de la alianza que ha trazado la ley israelita. De manera significativa se presentan como publicanos y prostitutas (cf. Mt 21,31; Lc 15,1-2; Mc 2,13-17), personas que han roto el espacio fundante de amor familiar y social por razón del dinero. También aquí debemos superar con energía la visión quizá romántica o, mejor, moralizante del pecador bueno: Jesús habría encontrado la bondad interna de publicanos y prostitutas, descubriendo que eran mejores que los fariseos y los sacerdotes.

Es evidente que en algunos casos pudo ser así. Pero debemos añadir con toda fuerza que Jesús no ha ofrecido su Reino a los pecadores porque fueran en el fondo buenos (¡lo merecían!) sino precisamente porque eran pecadores, es decir, porque se hallaban expulsados de la buena sociedad y porque estaban necesitados, como los enfermos y los pobres. El Reino es pura gracia y como gracia de Dios lo ofrece Cristo sobre el mundo. Sabemos que también los sacerdotes y rabinos estaban dispuestos a perdonar, pero lo hacían con las tablas de la ley sobre la mano: el perdón exige arrepentimiento previo y conversión. Jesús, en cambio, ha regalado perdón de Dios sin condiciones. Simplemente ofrece gracia allí donde los hombres viven más hundidos, aplastados por las fuerzas enemigas, de desgracia, de la tierra.

Este es el juicio de Dios: el despliegue de su brazo que se extiende poderoso sobre toda la soberbia de los hombres, como dice el canto de María (Lc 1,51). Pablo nos enseña a interpretar la ira de Dios como gracia creadora sobre todos los pecados de los hombres (cf. Rom 1,16-3,31), entendiendo así el tema del juicio a partir de su evangelio. Pues bien, ¿puede entenderse ahora el Magnificat en clave de evangelio? Precisemos bien el tema. La inversión de Lc 1,51-53 ¿no será fruto de violencia y de venganza, esto es, de aquellas actitudes que Jesús ha superado en el sermón de la montaña?

La venganza está en la línea del talión que Jesús ha prohibido: «habéis oído que se dijo ojo por ojo y diente por diente; habéis oído que se ha dicho amarás a tu amigo y odiarás a tu enemigo. Pues bien, yo en cambio os digo: amad a vuestros enemigos» (Mt 5,38.43-44). Lucas asume el mismo tema intentando que el amor gratuito suscite un tipo nuevo de reciprocidad entre los hombres. Ciertamente, se ama al enemigo para imitar así la acción de Dios (cf. Mt 5,48). Pero hay que amarle también para formar una nueva sociedad fundada en el perdón y gracia entre sus miembros (Lc 6,37-38). Por eso, si Lc 1, 51-53 pidiera la venganza de Dios sobre los perversos estaría todavía en plano de AT.

— La violencia. El Dios de Lc 1,51-53 ¿no vence a los perversos empleando una violencia superior a la que ellos emplearon por medio del poder y del dinero? Si tuviera que ser así, el canto de María debería rechazarse como opuesto al evangelio: el dominio más intenso y eficaz de Dios habría sustituido al dominio inferior de los soberbios de este mundo. Pues bien, en contra de eso, Jesús nos ha invitado a renunciar a la violencia: «a quien te hiera una mejilla ofrécele la otra...» (Lc 6,29-30 par); se trata de imitar a un Dios que es Padre no violento y nos enseña a transformar el mundo de manera que no sea opresora, impositiva. 39

En un trabajo significativo sobre el tema, D. L. Mealand ha supuesto que el Magnificat resulta contrario al evangelio. El verdadero Jesús sólo ha presentado su mensaje de manera creadora, positiva: proclama bienaventurados a los pobres, les ofrece su amor puro (cf. Lc 7,22; 6,20), pidiendo a sus discípulos que dejen todo y que le sigan, en camino voluntario de total desprendimiento por el Reino (cf. Lc 9,3-4; Mc 10,17-22 par; Lc 9,57-62 par, etc.). Por el contrario, la inversión escatológica que alude a la condena de los grandes y los ricos no sería más que un añadido antievangélico que asume la Iglesia primitiva y de modo especial Lc, partiendo de aquel mismo judaísmo legalista que Jesús había superado. En esta línea de inversión, elaborada por resentimiento de los pobres que pretenden la caída de los ricos, como gesto de venganza, vendría a situarse cierta Iglesia primitiva al añadir los «ayes» sobre el tema primitivo de las bienaventuranzas de Jesús (cf. Lc 6,24-25); esa misma ideología de venganza y de violencia se hallaría al fondo del canto de María, que interpreta la victoria de Dios como caída y destrucción de los malvados (Lc 1,51-53); ésta sería finalmente la vivencia que subyace en la parábola, ya en parte conocida, del rico condenado por ser rico (Lc 16,19-31).40

Estas conclusiones nos parecen importantes. Sólo quien presienta sus peligros de violencia, sólo quien lo pueda situar después sobre el trasfondo del sermón de la montaña, entenderá el Magnificat. Pues bien, después de conceder eso, debemos añadir que las visiones de D. L. Mealand nos parecen inexactas, tanto en lo que toca al mensaje de Jesús como respecto del Magnificat.

Ciertamente, Jesús ha proclamado un mensaje de amor positivo y no violento, abierto de manera creadora hacia los pobres-enfermos-pecadores de la tierra. El Dios de su evangelio es simplemente

  1. Seguimos de un modo general la visión de G. Theissen, La renuncia a la violencia y el amor al enemigo, en Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Salamanca 1985, 103-148.

  2. D. L. Mealand, Poverty and Expectation in the Gospels, London 1980, 38-87.

bueno: es padre que suscita nueva vida desde el fondo de miseria y pequeñez de nuestra tierra (cf. Mc 9,33-37; 10,13-15). En ese aspecto podemos afirmar que Dios es pura luz y que no hay en él sombra ninguna: no hay violencia, ni dureza, ni venganza. Precisamente en eso está la «buena nueva»: es anuncio creador, no imposición forzada; es germen que florece en libertad, gracia que podemos rechazar, si lo queremos.

Pues bien, allí donde la gracia es más perfecta resulta más intenso el riesgo. Siendo el evangelio puro don, sin condiciones, nos sitúa ante el peligro más intenso del rechazo y la condena, como Jn ha formulado con toda nitidez: «en esto ha consistido el juicio, en que la luz vino a los hombres y los hombres (muchos de ellos) prefieren las tinieblas a la luz...» (Jn 3,19). Por eso, el mismo anuncio original del Reino implica el «convertíos» (Mc 1,15): allí donde Jesús presenta su misión diciendo que ha venido a salvar a los enfermos y los pobres tiene que añadir «y bienaventurado quien no se escandaliza de mí» (Lc 7,22).

La misma salvación gratuita ha suscitado escándalo y rechazo en aquellos que prefieren mantener sus privilegios de dinero o de poder y así persiguen (quieren acallar) a los pequeños, como indica ya Sab 2. Por eso, la elección gratuita de Jesús, que acoge a pobres-pecadores-enfermos, ha levantado la protesta de los ricos-justos-sanos que, por defender sus propios privilegios, quieren destruir la gracia original del evangelio. Así lo muestra, de forma ejemplar, la misma historia de Jesús: los escribas y fariseos le combaten porque perdona a los pecadores; los sacerdotes y gobernadores le condenan porque promueve la libertad de los pequeños.

En esta línea resultan no sólo comprensibles sino necesarias las palabras de inversión del evangelio. Sólo puede haber bienaventuranza para los pobres si es que la riqueza de este mundo implica un riesgo para aquellos que la divinizan (cf. Lc 6,20-25). Sólo se puede ofrecer Reino a los mendigos-pordioseros si es que destacamos el peligro de los ricos que derrochan a su lado (cf. Lc 16, 19-31). Si los simples saben escuchar el evangelio hay que poner en guardia a los soberbios-entendidos que, cerrándose en sí mismos, pueden cerrarse ante la voz del Reino (cf. Mt 11,25-26).

En esta perspectiva nos sitúa el canto de María, llevándonos al fondo de aquello que podríamos llamar inversión de la inversión. Normalmente, una forma de vida sólo cambia a través de la violencia o la venganza, esto es, por medio del odio y el poder, como ha entrevisto Eclo 10,8 (cf. LXX). Pues bien, subiendo de nivel, el evangelio ofrece un cambio más intenso que no implica ya violencia ni venganza. El sermón de la montaña, con su anuncio del Dios fuerte, que suscita vida como Padre, en actitud de pura gracia y de perdón, representa la inversión de las antiguas inversiones vengadoras de la tierra.

Sólo un Dios así puede exaltar a los pequeños oprimidos. Sólo un Dios así puede llenar a los hambrientos marginados. ¿Cómo? La respuesta no se puede dar ya en plano de teoría. No es verdad para los sabios y prudentes de la tierra, como dice el evangelio que acabamos de citar (cf. Mt 11,25s). Es respuesta de la praxis y la vida, es palabra del amor y compromiso de los fieles que, siguiendo a Jesús resucitado, van creando espacios de existencia liberada sobre el mundo. Ciertamente, esa respuesta no se puede demostrar como teoría, pero estamos seguros de que en ella se realiza la inversión del canto de María: para que se puedan elevar los hambrientos-oprimidos es preciso que los ricos-prepotentes sientan el vacío y destrucción de su existencia. Esto no es venganza. Es el amor del evangelio que pretende incluir en su camino a todos los hombres y mujeres de la tierra. 41

2. Comunidad primitiva. El riesgo nacionalista

Los primeros cristianos se han sentido vinculados con Abraham, padre originario del pueblo, que ha creído «en el Dios que vivifica a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean» (Rom 1,17). Pero ahora han dado un paso más y creen «en aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos» (Rom 4,24) 42. Así confiesan que la vida nueva ha comenzado ya y que debe articularse (recrearse) a partir del evangelio.

En ese camino de recreación-reformulación de la primera experiencia cristiana, a partir del judaísmo, intervienen diferentes factores que han sido repetidamente analizados. Ordinariamente se destacan los aspectos de carácter más confesional: el desarrollo de los títulos cristológicos, las formas de culto o de plegaria, etc.43.

  1. Cf. E. Hamel, Le Magnificat et le Renversement des Situations: Greg 60 (1979) 55-84. Obra clásica sobre el tema de abajamiento-elevación la de E. Schweizer, Erniedrigung und Erhöhung bei Jesus und seinen Nachfolgern, Zürich 1962. Para una relación con Flp 2,6-11, cf. A. Contri, 11 Magnificat alla luce dell'inno cristologico di Flp 2,6-11: Mar 40 (1978) 164-168. Sobre el trasfondo social del tema L. Schot-troff, Das Magnificat und die älteste Tradition über Jesus von N.: EvTh 38 (1978) 298-313; E. S. Fiorenza, In Memory of Her, London 1983, 122-123.

  2. Sobre la primera fe pascual de la Iglesia, cf. J. Becker, Auferstehung der Toten im Urchristentum, SBS 82, Stuttgart 1976; S. Vidal, La resurrección de Jesús en las cartas de Pablo, Salamanca 1982, 17-80; U. Wilckens, La resurrección de Jesús, Salamanca 1981.

  3. Para una valoración y superación, al menos parcial, de la postura clásica que va de W. Bousset a F. Hahn, cf. M. Hengel, Between Jesus and Paul, London 1983, 1-47.

    Pues bien, desde hace algunos años se empieza a resaltar el dato sociológico: la forma de vivir de los primeros grupos de cristianos, su modo de enfrentarse con el tema del dinero, la nación, la sociedad y la familia.44

    En esta última linea queremos situarnos, al menos de una forma inicial. Pues bien, aquí encontramos un dato que resulta significativo: gran parte de la exégesis supone que los cantos de la infancia (especialmente el Magnificat y Benedictus) han nacido en la primera Iglesia palestina, reflejando su vivencia originaria. Todavía más. La crítica concuerda al presentar a los autores (transmisores) de esos cantos: serían anawim, grupos de creyentes que heredaron la piedad israelita de los pobres, reflejada en salmos y en textos de Qumrán. Esos pobres de la Iglesia palestina no contaban todavía con fórmulas precisas de tipo cristológico, al ejemplo de Flp 2,6-11; Rom 1,3-4; Col 1,12-20, etc. Pero tenían algo que era al menos tan valioso: un entusiasmo de tipo escatológico, ligado a la justicia social y la liberación del pueblo israelita. 45

    Aceptamos básicamente esa postura, popularizada con razón en estos últimos decenios. María viene a presentarse según ella como responsable o portavoz de los «anawim», pobres de Jesús en la primera Iglesia palestina. Pensamos, sin embargo, que sus líneas deben matizarse. Aún no tenemos, a mi juicio, estudios decisivos sobre la primera Iglesia palestina: ignoramos sus procesos interiores, el sentido de sus grupos lingüísticos (hebreos y helenistas de Hech 6-7...). Quizá pudiera hablarse de un proceso que al principio lleva a la apertura (al surgimiento de los helenistas) para invertirse después, tendiendo hacia una especie de clausura legalista, en torno de Santiago 46. En este aspecto resultan significativas las incertidumbres en torno a la lengua primitiva del Benedictus y Magnificat: unos se inclinan por el hebreo litúrgico (o arameo), otros piensan en el griego que sería ya lengua normal de muchos cristianos (¿helenistas?) de la misma Palestina. 47

    No queremos terciar en la polémica. Suponemos que, al menos en principio, estos pasajes transmiten la experiencia de la Iglesia
     

  4. Además de la obra de G. Theissen, citada en nota 39, cf. R. Aguirre, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Bilbao 1987, 7-44.

  5. Cf. E. Hamel, o.c., 71-72; I. Gomá, o.c., 142-143.

  6. Cf. M. Dibelius, Jakobus, Göttingen 1964, 60-61.

  7. Diversas perspectivas, que aquí no podemos valorar adecuadamente, en D. Dones, The Background and character of the Lucan Psalms: JTS 19 (1968) 19-50; R. E. Brown, El nacimiento del Mesías, Madrid 1982, 369; J. A. Fitzmyer, Lucas II, Madrid 1987, 141-142, 169-171. S. Muñoz I., o.c., aboga por el origen judeocristiano del Magnificat, que habría sido escrito en hebreo; retraducciones hebreas del texto en 322-326.

primitiva. Pero luego descubrimos que ambos cantos son muy diferentes. Lógicamente, el Benedictus, como voz de un sacerdote israelita, mostrará una ideología de carácter más sacral, nacionalista, dirigida a la victoria y libertad del pueblo. Por el contrario, el Magnificat, voz de una mujer que pertenece al grupo de los pobres, nos sitúa en plano universal: las mismas promesas patriarcales se hallan al servicio de la libertad más amplia, abierta a todos los hambrientos-oprimidos de la tierra. Esto nos invita a precisar bien los motivos.

Sobre la extensión original del Benedictus y la lengua de su texto más antiguo discuten los autores. Asumimos como hipótesis probable la de aquellos que miran como canto original Lc 68-69. 71-75. Pertenecen al redactor posterior 1,70 (cf. Hech 3,21), lo mismo que la referencia posterior a Juan Bautista (Lc 1,76-77) y las palabras de la conclusión (Lc 1,78-79), que reflejan una perspectiva misionera más tardía, aún no presente en el principio de la Iglesia 48. Tomado en sí, el texto de fondo ofrece una visión privilegiada de lo que pensaba una primera comunidad judeocristiana, vinculada mesiánicamente al triunfo del pueblo y al culto del templo:

Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo,
suscitándonos una fuerza (= cuerno) de salvación,
en la casa de David, su siervo;
es la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y de la mano de todos los que nos odian.

Ha realizado la misericordia que tuvo con nuestros padres,
recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abraham;
para concedernos que libres de temor,
arrancados de la mano de los enemigos,
le sirvamos en santidad y en justicia,
en su presencia todos nuestros días (Lc 1,68-69.71-75).

El poema tiene dos estrofas, sensiblemente paralelas, que cantan la llegada del Mesías, hijo de David, que se presenta como cuerno de salvación, conforme a un simbolismo bien conocido del AT (cf. 1 Sam 2,10; Sal 132,17; 41,14; 72,18; 106,48). Al decir que Dios ha suscitado a su Mesías, hijo de David, el canto alude quizá a la misma resurrección de Jesús, como supone la palabra aquí empleada (egeirein). Lo cierto es que los fieles que entonan

48. Sigue siendo básico P. Benoit, L'enfance de Jean-Baptiste selon Lc 1: NTS (1956/7) 169-194. Nos apoyamos fundamentalmente en J. A. Fitzmyer, o.c., 167-173.

el canto están seguros de que Dios ha realizado ya su salvación: ha visitado y redimido a los hombres de su pueblo.

En esta perspectiva nacional (israelita) resulta significativa la manera de expresar la redención: «nos libera, nos arranca de las manos de los enemigos y de aquellos que nos odian». Confirmados en su esperanza, a través de la resurrección de Jesús, los cristianos que entonan este canto siguen pensando en categorías de liberación nacional. Jesús es el mesías de Israel, en el sentido más estricto. Por eso, los creyentes vienen a cantarle como redentor nacional para su pueblo, en la línea que pedían también Lc 24,21 y Hech 1,6. En esos casos, el autor final de Lc-Hech ha corregido y superado la visión nacionalista; pero ha dejado que ella quede en el trasfondo del himno que cantamos.

Esta visión nacionalista nos parece lógica. Recordemos que el autor del evangelio la atribuye a un sacerdote que ha oficiado en el templo y que ahora canta porque nace el profeta del mesías. Ciertamente, las palabras de este canto son cristianas, aunque Lucas las ha puesto en boca de un judío. Pues bien, ellas presentan a Jesús como mesías de Israel en un sentido sacral, nacionalista. Nacionalista es la visión del pueblo que debe alcanzar su libertad de manos de los poderes enemigos, los romanos. Sacral es la manera de entender la redención cuando se dice que hemos sido liberados «para servir a Dios en santidad y justicia, en su presencia todos nuestros días». Ciertamente, aquí se alude al templo. Los cristianos que entendían la actuación de Jesús de esta manera pueden ser aquellos que vivían en torno al santuario (Hech 2,46) en el principio de la Iglesia; también pudieran ser los mismos que más tarde se presentan como «celosos de la ley», pidiendo a Pablo que se purifique ritualmente en el mismo templo (Hech 21,20s).

Sea como fuere, lo cierto es que hay un grupo de fieles palestinos que interpretan la acción liberadora de Jesús, mesías de David, en términos sacrales y nacionalistas, dentro de la estructura israelita. Su voz y testimonio llega hasta nosotros a través del Benedictus 49. Evidentemente, la visión ya ha sido superada porque sólo se ha expresado en los versos primitivos, más nacionalistas, del poema. Sobre ese fondo ha trabajado el redactor de Lc, completando el canto con unos versos muy significativos, de tipo universal

49. Cf. H. Schürmann, Luca I, Brescia 1983, 196-199; J A. Fitzmyer, o.c., 172-173; R. E. Brown, o.c., 393-409; L. Legrand, L'annonce a Marie (Lc 1,26-38), Paris 1981, 165-166, 202-204. Han destacado también este carácter nacionalista que está en el fondo del Benedictus G. Jossa, Gesú e i movimenti di liberazione della Palestina, Brescia 1980, 225-232; R. Aguirre, o.c., 55; F. Hahn, Christologische Hoheitstitel, Göttingen 1966, 246-247; J. Coppens, Le messianisme royal, Paris 1968, 152.

(Lc 1,70.76-79), que han convertido el Benedictus (Lc 1,68-79) en un texto clave de la fe-liturgia cristiana. Precisaremos algo más el tema al ocuparnos del Nunc Dimittis (Lc 2,29-32) que ofrece un mensaje semejante. Y con esta observación podemos volver al estrato más antiguo del poema. Su visión del mesianismo pervive, a nuestro juicio, en otro texto que Lucas ha dejado en el comienzo de la anunciación. El ángel saluda a María y le promete un niño:

Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo
y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre,
y reinará sobre la casa de
Jacob por siempre
y su Reino no tendrá fin (Lc 1,32-35).

En un principio estas palabras se tomaban por sí mismas, sin venir complementadas por Lc 1,35 que sitúa el nacimiento de Jesús en un nivel ya universal, como en Rom 1,3-4. Probablemente son palabras de un canto escatológico, de un himno acerca de Jesús resucitado que ha venido (que vendrá) para reinar sobre la casa de Israel. También aquí el reinado se interpreta de manera nacional, en términos que son de alguna forma intramundanos, conforme a un viejo esquema muchas veces repetido: la llegada del Hijo de David culminará el camino de la historia, de manera que el pueblo liberado reinará con el mesías de Dios para siempre. De esta forma, la resurrección se interpreta en clave de venida mesiánica, la redención como triunfo del pueblo israelita, en la línea ya indicada del mismo Benedictus. 50

Partiendo de estos dos pasajes (Lc 1,32-33; 1,68-69.71-75) nos atrevemos a esbozar una hipótesis de trabajo interesante: dentro de la antigua Iglesia palestina había un grupo de cristianos que entendieron a Jesús en términos cercanos al esquema celotista 51. Para comprender esta hipótesis resulta necesario precisar los términos. Celotas son, en perspectiva israelita, los defensores de la libertad y pureza del culto nacional, centrado en torno al templo. Se encuentran reflejados en Pinjás, el sacerdote que combate contra la unión de los judíos y gentiles (cf. Núm 25). También están representados por aquellos sacerdotes y creyentes que, partiendo de la guerra de los macabeos hasta los comienzos de la Iglesia, defendían la pureza nacional y religiosa del pueblo israelita. No les interesa la revolución social, ni se ocupan directamente de los pobres. En un momento son capaces de aliarse con los poderes exteriores siempre

  1. Cf. L. Legrand, o.c., 156-179; H. Schürmann, o.c., 140-142.

  2. Cf. L. Legrand, o.c., 338.

    que con ello favorezcan la libertad nacional y religiosa del pueblo. En tiempos de Jesús formaban una corriente de opinión intensa en ciertos sectores del clero y entre algunos fariseos, aunque sólo al inicio de la guerra (66 d. C.) se convierten en partido militar propiamente dicho, bajo la dirección de Eleazar ben Anania. 52

    Pues bien, pienso que en esta línea de celotismo nacional, no directamente guerrero, pueden situarse los autores cristianos de los cantos de Lc 1,32-33 y 1,68-69.71-75. Ellos veneran a Jesús como mesías, Hijo de David que está elevado por la resurrección. Probablemente sienten el gozo de su influjo y esperan su venida inminente. Por eso están ligados al templo y se presentan, en palabra muy significativa, como celotas de la ley (zelotai tou nomou; Hech 21,20). Quizá esperan la restauración de las doce tribus y por eso aluden al «reinado de Jesús sobre la casa de Jacob» (Lc 1,33). Es evidente que interpretan la libertad en términos sacrales: como restablecimiento nacional y culto sobre el templo (cf. Lc 1,74-75).

    No sabemos cómo ha sido la historia posterior, no sabemos bien la forma en que este grupo de cristianos procelotas respondieron ante los problemas de la guerra del 66-70 d. C. Probablemente eran celosos de Israel, pero no militaristas. Creían en Jesús resucitado y rechazaban la violencia de las armas. Pero de eso no podemos decir nada. Sabemos solamente que el autor de Lucas-Hechos los recuerda con respeto, aunque supera claramente su visión nacionalista. Por eso interpreta Lc 1,32-33 a la luz de Lc 1,35 y resitúa los temas de Lc 1,68-69.71-75 en el trasfondo misionero y universalista de Lc 1,70.76-79 donde se habla de un mesías-luz que viene de los cielos. Por eso ha situado, en el pasaje cumbre de todo el evangelio de la infancia, la palabra del anciano Simeón, que rompe la barrera israelita y presenta a Jesús como «luz para revelación de las naciones y para gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32).53

    Pienso que Lucas ha empleado todavía otro medio para superar la ideología nacionalista, procelota, que hay al fondo del Benedictus: pone en boca de María, la madre de Jesús, un canto de liberación universal. Así ha trascendido la oposición entre Israel y las naciones, situando como centro de su mesianismo al hombre total, destruido por la lucha entre opresores y oprimidos, ricos y pobres.


  3.  
  4. Sobre los celotas y su ideal de sacralidad nacional, cf. G. Jossa, o.c., 61-77; H. Guevara, Ambiente político del pueblo judío en tiempos de Jesús, Madrid 1985, 131-139.

  5. Cf. L. Legrand, o.c., 212-213.

3. María, representante de los pobres

Es opinión común entre los críticos que tanto el Magnificat como el Benedictus reflejan una antigua experiencia de la Iglesia. No son obra directa de María ni de Zacarías, sino cantos profético-litúrgicos de un grupo de cristianos que se sienten especialmente ligados a la historia y plenitud del pueblo israelita. 54

Pues bien, profundizando en esa línea, suponemos que la Iglesia donde esos poemas se forjaron va tomando posturas diferentes. Situado en nivel político, el principio del actual Benedictus destaca el aspecto sacral-nacionalista de la liberación cristiana, en clave cercana al judaísmo sacerdotal. No en vano se atribuye a un sacerdote. Por el contrario, y situándose en un plano igualmente político, el Magnificat pone de relieve el aspecto social-universalista del mensaje de Jesús. Más que libertad respecto de los enemigos exteriores busca elevación de los oprimidos, la riqueza de los pobres que, tomados en sí mismos, carecen de fronteras religiosas nacionales 55. En esta perspectiva se ha empezado a presentar a María como representante de los «anawim», esto es, del grupo de los pobres:

Lucas, que considera a María como el primer discípulo cristiano, pone el Magnificat en sus labios y le da de ese modo el papel de portavoz de los anawim... Para los anawim judeocristianos la fuerza (dynamis) salvífica de Dios se hizo visible en Jesús... La salvación realizada por la muerte y resurrección de Jesús fue la manifestación suprema de la fuerza del brazo de Dios. Entonces dispersó Dios a los arrogantes y a los poderosos, los jefes y los príncipes que se opusieron contra el Ungido, el Mesías (Hech 4,24-27); lo hizo resucitando a Jesús de la muerte y exaltándole a su derecha (Hech 2,33; 5,31). Toda esta alabanza por lo que Dios había hecho podía ser retrotraída y puesta en labios de María, porque Lucas interpreta la concepción de Jesús no sólo a la luz de la cristología pospascual, sino también de la soteriología pospascual de la Iglesia, sobre todo la de los anawim judeocristianos de Jerusalén, tal como se describe en Hechos. 56

Estas palabras nos sitúan en el centro de un importante problema: la existencia de los anawim judeocristianos, su forma de

  1. Sobre la atribución del Magnificat a Isabel ofrece extensa bibliografía S. Muñoz I., o.c., 338-344. Sobre su origen judío o cristiano, Ibid., 345-347. Visión panorámica de las diversas posturas en C. H. Zorrilla, The Magnificat. Song of Justice, en Conf lict and Context, Grand Rapids Mich. 1984, 222-225. Son pocos los autores que siguen atribuyendo el Magnificat a María de una forma historicista; entre ellos destaca R. Laurentin, Les evangiles de l'enfance du Christ, Paris 1982, 445-451. E. Peretto, Magnificat, en Nuevo Dic. Mariología, o.c., 1225-1227 juzga que es imposible esta hipótesis historicista.

  2. Ha destacado ya este rasgo H. L. MacNeill, The Sitz im Leben of Luke 1,5-2,20: JBL 65 (1946) 123-130.

  3. R. E. Brown, o.c., 372, 377-378.
     

    piedad concreta. A mi juicio, no se puede afirmar que el canto de María «no difiere sustancialmente de algunos salmos de alabanza recogidos en el salterio canónico del AT» 57. Pienso que hay una notable diferencia: el Magnificat refleja la nueva situación cristiana y sólo en el contexto de la Iglesia puede entenderse rectamente. La novedad del tema no se explica bien en clave de humildad y docilidad interna, haciendo de María «representante de todos los humildes anawim» 58. Hay más que humildad interior en las palabras de su canto: está la voz de los hambrientos y oprimidos de la tierra que proclaman ya el misterio gozoso de su liberación completa.

    A veces se distingue todavía, de manera genérica, el nivel de los problemas físicos y espirituales. «La pobreza y el hambre de los oprimidos son, en el Magnificat, ante todo espirituales, pero no debemos olvidar las realidades físicas con que se enfrentaban los primitivos cristianos» 59. Debo confesar que no es fácil sostener esa distinción, sobre todo cuando el mismo autor que la propone viene a superarla casi de inmediato, al insistir en la pobreza de los palestinos, y especialmente de la Iglesia judeocristiana. Sólo en ese fondo de unidad humana (físico-espiritual) pueden entenderse las palabras ardorosas de Santiago, representante de una Iglesia que ha heredado el ardor y temple de los fieles más antiguos de Palestina:

    Vamos ahora con los ricos: llorad a gritos por las desgracias que se os vienen encima. Vuestra riqueza se ha podrido, vuestros trajes se han apolilládo, vuestro oro y vuestra plata se han oxidado... Mirad: el jornal de vuestros jornaleros que segaron vuestros campos, defraudado por vosotros, está clamando y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Con lujo vivisteis en la tierra y os disteis la gran vida, cebando vuestros apetitos... para el día de la matanza. Condenasteis y asesinasteis al inocente ¿no se os va a enfrentar Dios? (Sant 5,1-6).

    En el fondo de estas invectivas resuena el problema de la Iglesia: el riesgo de la desigualdad entre los fieles (cf. Sant 2,1-4). Pero, al situarse en ese plano de pobreza lo que era problema comunitario se expande hasta escindir a todos los hombres de la tierra en dos grupos: ricos y pobres. La división entre fieles y no fieles (cristianos y no cristianos) resulta muy importante, pero debe interpretarse desde la anterior, más universal, de ricos y pobres.


  4.  
  5. J. A. Fitzmyer, Lucas II, Madrid 1987, 137.

  6. I. Gomá, o.c., 83.

  7. R. E. Brown, o.c., 378.

Los auténticos creyentes sólo pueden formar parte del grupo de los pobres: 1) Son pobres, ante todo, por opción de gracia: «porque Dios mismo escogió a los pobres a los ojos del mundo para que fueran ricos en fe y herederos del Reino» (Sant 2,2); 2) Son pobres por opción humana, personal, pues sólo pueden ser creyentes aquellos que renuncian a la idolatría de los bienes ( ¡que se pudren, que se oxidan!), poniéndolos y poniéndose al servicio de los necesitados. Santiago, lo mismo que Lucas (cf. Lc 16,19-31; 9,57-62; 12,22-34), piensa que un hombre que se centra en el cultivo de sus bienes o que vive como rico al lado de los pobres (explotándolos o despreocupándose de ellos) no puede ser cristiano 60. Sólo en esta línea puede interpretarse la llamada al seguimiento (Lc 18,22).

En esta perspectiva de la Iglesia más antigua, que en formas complementarias reasumen Lucas y Santiago, se sitúa el canto de María. En ella debe superarse la distinción más ordinaria entre bienes espirituales (fe, piedad interna) y bienes materiales (riqueza, poder, comida). El evangelio ha vinculado ambos aspectos, situando al hombre en aquel lugar de plenitud mesiánica donde el gozo de la fe se expresa comunitariamente en forma de elevación de los oprimidos y hartura de los hambrientos. En esa línea de comunismo del amor escatológico vino a explicitarse la vida de la Iglesia primitiva (cf. Hech 2,43-47; 4,32-36). Aquí ha de entenderse el canto de María:

Por eso, los versos 1,51-53 del Magnificat tendrían gran eco entre los pobres de las comunidades a que iba destinado el evangelio de Lucas... Para ellos la buena nueva cristiana significaba que, a fin de cuentas, la bendición no sería para los poderosos y los ricos que los tiranizaban. Los reformadores de todos los tiempos han abogado por revoluciones para reducir las diferencias de clase, enriqueciendo a los pobres y dando poder a los oprimidos. Pero el Magnificat se anticipa al Jesús lucano al predicar que la riqueza y el poder no son valores reales, ya que no tienen consistencia a los ojos de Dios. 61

Profundicemos este argumento. Vimos que a María se la relaciona con los anawim judeocristianos. La cita precedente la sitúa entre los reformadores que abogan por las revoluciones. No sé si ese lenguaje es consecuente, porque la reforma tiende a conservar las estructuras actuales, limando sus desequilibrios, mientras la revolución intenta destruir (o transformar) las mismas estructuras existentes. Si hubiera que escoger una palabra entre ambas con respecto al canto de María escogería la de revolución: María no

  1. M. Dibelius, Jakobus, Göttingen 1964, 64-66.

  2. R. E. Brown, o.c., 378-379.
     

    quiere reformar, no pone parches sobre un manto ya gastado, que no sirve (cf. Mc 2,21); quiere transformar o, mejor dicho, entona el canto de la gran transformación de Cristo. Por eso, ella no puede seguir aquella línea ya indicada de los nacionalistas celotas, que defienden la sacralidad de templo y pueblo frente a los poderes exteriores. Si hubiera que trazar un tipo de comparación, el canto del Magnificat tendría que ponerse en el trasfondo de la revolución de los sicarios. Los sicarios, que Josefo ha descalificado sistemáticamente como «bandidos», hombres asociales, parece que tomaron ese nombre de la «sica», espada corta que muchos de ellos empleaban, cuando al fin vino a explotar la guerra abierta contra Roma. Pero antes que guerrilleros belicistas, ellos fueron hombres que se hallaban poseídos por el ideal de libertad social y económica del pueblo. Por eso, en el momento crítico de lucha antirromana (67-70 d. C.), dentro de los muros de la Jerusalén casi sitiada, vinieron a enfrentarse a los celotas, partidarios de eso que podríamos llamar un reformismo burgués (sacral-nacionalista).

    Los sicarios defendían la revolución social. Gran parte de ellos provenían de Galilea (como Jesús, como María), a diferencia de los sacerdotes celotas de Judea (como Zacarías). Su movimiento, de origen proletario o campesino, constituye una especie de religión laical, centrada en la experiencia del señorío absoluto de Dios y de su libertad sobre los hombres. Se inspiran en el gesto de Judas Galileo que, en los años del nacimiento de Jesús, proclama la presencia liberadora de Dios, y están profundamente relacionados con un tipo de fariseísmo abierto hacia la igualdad y libertad entre los hombres. Ciertamente, en los momentos más duros de la rebelión y de la guerra los sicarios han mostrado un aire fuerte de intransigencia y violencia: es la violencia de los pobres que estalla al fin contra los ricos; el igualitarismo de los desposeídos que destruyen los archivos oficiales y los documentos de propiedad de los hacendados; la dignidad de los oprimidos que incendian los palacios de los sumos sacerdotes y los nobles herodianos. 62

    Ya hemos situado el comienzo del himno de Zacarías, sacerdote, a la luz del celotismo sacral y nacionalista. Ahora pensamos


  3.  
  4. Sobre los sicarios, cf. G. Jossa, Ges6 e i movimenti di liberazione della Palestina, Brescia 1980, 77-94; H. Guevara, Ambiente político del pueblo judío en tiempos de Jesús, Madrid 1985, 124-131. Pienso que desde esta perspectiva de la distinción entre celotas y sicarios deben ser reinterpretados los datos, muy valiosos, que ofrecen los investigadores sobre el tema. Entre ellos: E. Schürer, The history of the Jewish people in the age of Jesus Christ II, Edinburgh 1979, 598-606; S. G. F. Brandon, Jesus and the Zealots, Manchester 1967; M. Hengel, Die Zeloten, Leiden 1961.

que aquella hipótesis se puede completar: el canto de María está en la línea de la revolución sicaria. No decimos que María sea defensora de la guerra. No la presentamos con las armas sangrientas de la revolución bélica en la mano. Pero debemos añadir que las palabras centrales de su canto (derriba del trono a los potentados y eleva a los oprimidos, enriquece a los hambrientos y vacía a los ricos) se sitúan en el plano de aquello que ha soñado y ha buscado la revolución de los llamados «bandidos» o sicarios galileos. Ciertamente, la lectura que ofrecemos resulta hipotética, pero puestos ya en la linea de la hipótesis podemos completarla. El evangelio habla de «bandidos» crucificados con Jesús. Pues bien, ellos no fueron celotas sino léstai, término casi técnico que Josefo empleaba para hablar de los sicarios. Así se indicaría que Jesús no está en la linea del nacionalismo sacral de los celotas (centrado en torno al templo) sino en continuidad con aquella revolución de los pobres que han buscado los sicarios.

En esta perspectiva nos sitúa todavía otro detalle. Ya hemos indicado que, conforme a Lc-Hech, la Iglesia primitiva se estructura en forma de comunidad escatológica de bienes (cf. Hech 2, 43-47; 4,32-36). Pues bien, el mismo Lucas nos indica que muy pronto vino a desatarse una disputa que tenía, al mismo tiempo, carácter social y religioso. De ella vienen a surgir dos grupos. Unos, que se llaman hebreos y están más vinculados a los apóstoles primeros se centran en la oración y la palabra (Hech 6,4). Otros, llamados helenistas, conceden prioridad al servicio de las viudas y las mesas, es decir, a la comunicación económica y social entre los fieles (Hech 6,1-2).

Probablemente, la conversión de muchos sacerdotes, situada por Lucas dentro de ese mismo contexto (Lc 6,7), debe relacionarse con esta división de la Iglesia. Es normal que los sacerdotes estuvieran en la linea sacral-nacionalista del himno de Zacarías: siguen viendo a Jesús relacionado con el templo y la unidad mesiánica del pueblo. Por el contrario, los llamados helenistas, que son aún judeocristianos, reinterpretan el evangelio de Jesús en clave más universal, a partir de la comunicación de bienes, del servicio a las mesas y las viudas.

La evolución y caracteres de estos cristianos helenistas de Palestina resulta muy significativa. Ellos se distinguen, según Lucas, por tres rasgos: 1) Acentúan el aspecto social del evangelio, en la línea del servicio a los pobres; 2) Rechazan el nacionalismo reli-

63. C. E. Hänchen, Apostelgeschichte, Göttingen 1961, 213-222; I. H. Marshall, Acts, Leicester 1980, 124-128.

gioso, combatiendo en contra de su símbolo supremo que es el templo (cf. Hech 6,13; 7,47-53) y sufriendo por ello la persecución del judaísmo oficial; 3) Finalmente, extienden el mensaje fuera de Israel, a los gentiles (cf. Hech 8; 11,19-29). Pienso que estos rasgos deben vincularse: el universalismo cristiano sólo es posible allí donde, rompiendo las barreras de tipo sacral-nacionalista (vía celota), se mantiene la prioridad evangélica del servicio a los pobres (viudas, hambrientos). Sólo en esta perspectiva universal, reasumiendo en otra clave la inspiración de los sicarios, se extiende el evangelio y es posible el nacimiento de la Iglesia cristiana, como realidad distinta del judaísmo (cf. Hech 11,26).

Los fieles de la Iglesia que cantan el primitivo Benedictus siguen siendo judíos todavía. Ellos buscan la liberación de Jerusalén, el triunfo nacional y religioso de su pueblo. Por eso dejan fuera de su comunidad a los enemigos, aquellos que «nos odian». Por el contrario, los orantes del Magnificat pueden ser judíos, ciertamente; pero si valoran a fondo sus palabras tienen que romper la estructura sacral-nacionalista de su antiguo judaísmo. De esa forma, el evangelio de los pobres se convierte en fundamento de una misión universal: esos pobres de Jesús trabajan por el surgimiento de un Reino abierto a todos donde vengan a unirse desde Cristo (en Cristo) los hambientos y oprimidos.

Significativamente, Lucas ha puesto el evangelio de los pobres en boca de María. Los sicarios en armas no pueden expandir su verdad y su justicia, el ideal de igualdad para los pobres; con las armas en la mano mueren (o se matan) defendiendo su utopía en las alturas de Massada (73 d. C.). Por el contrario, María, madre gestante del Mesías, puede y debe proclamar esta palabra. No dice nada de un Jesús aislado; no establece ningún dogma sagrado sobre el Cristo en sí, pero anuncia la victoria de los hambrientos-oprimidos, proclamando el misterio de la universalidad mesiánica del Cristo. '


III. PALABRA
DE MARÍA

En la misma raíz del surgimiento mesiánico, Lucas presenta el Magnificat como palabra de María, la creyente (cf. Lc 1,45). Dios le ha prometido su presencia total en forma de encarnación: «el Espíritu santo vendrá sobre ti...» (Lc 1,38). María ha respondido

64. Cf. H. Schürmann, Luca I, Brescia 1983, 184-185.

con su propia palabra de acogida y consentimiento: «hágase en mí conforme a tu palabra» (Lc 1,38). Pues bien, ahora expande esa respuesta con una ampliación profética en clave de alabanza: «engrandece mi alma...» (Lc 1,46s). De esa forma vincula su «fiat» personal de madre que recibe al Hijo de Dios en sus entrañas con el «fiat» universal de mujer liberadora que ofrece y expande el nacimiento salvador de Dios a todos los hambrientos-oprimidos de la tierra.

En ambos casos, la palabra de María es creadora o, quizá mejor, performadora, por valernos de un término hoy usual. Es performador el fiat de la anunciación: la palabra de Dios sólo se puede encarnar (humanizar; cf. Jn 1,14) allí donde se acoge y se pronuncia en la palabra humana de María, representante de los hombres. Pues bien, de una manera semejante resulta performadora la promesa del Magnificat: es programa de liberación que empieza a realizarse desde ahora. María, que ha debido preguntar sobre la forma de la encarnación (cf. Lc 1,34), ya no pregunta sobre la amplitud y modo de su acción liberadora en favor de los hombres. Como madre del Mesías puede hablar y habla por todos los hambrientos-oprimidos de la tierra.

La palabra del Magnificat performa en cuanto empieza a realizar lo que proclama. Cristo ha sembrado el evangelio en forma de palabra (cf. Mc 4,14). Por eso su mensaje de liberación empieza haciéndose palabra por medio de María: gestando a Jesús, mesías de los pobres, ella ha comenzado a realizar su misión sobre la tierra. Sabemos ya que el Cristo no ha querido (no ha debido ni podido) imponer su libertad por fuerza. Por eso la ha anunciado en forma de palabra, por medio de María. Desde este fondo destacamos tres motivos principales:

Primero hablamos de la revelación de Dios. María deja que Dios se manifieste en su palabra de mujer: se vuelve transparente y canta con su vida la presencia redentora de Dios, el poderoso, que ha extendido su brazo para saciar a los hambrientos.

Luego presentamos la contradicción del mundo, interpretada como lucha de opresores-oprimidos, ricos-pobres. En esa perspectiva situamos el gran cambio del Magnificat: Dios se ha revelado para que la lucha acabe, para transformar toda la historia, partiendo de los pobres.

Finalmente tratamos de la nueva universalidad que ha proclamado el canto de María. Hasta ahora no ha existido, estrictamente hablando, humanidad reconciliada. Hay ricos-pobres, opresores-oprimidos. Sólo la actuación de Dios, en gracia transformante, puede hacer que surja el hombre como hermano de los hombres.

1. Revelación de Dios

Sobre el fondo del AT ya estudiado resultan fundamentales para entender el canto de María dos nuevos motivos: 1) El mensaje de Jesús: viene el Reino, pero Dios se manifiesta como padre y no a manera de rey, como sería lógico partiendo de ese símbolo de Reino. Esto significa que el poder de Dios, que actúa sobre el mundo, ha de entenderse en clave de paternidad y no a manera de violencia impositiva; 2) La fe pascual que ha definido a Dios como aquel que resucita a Jesús de entre los muertos: la pascua es, por lo tanto, triunfo del que había sido rechazado, exaltación del siervo condenado a cruz como maldito.65

En esta doble línea ha de entenderse la revelación del Dios que, en frase de María, «despliega el poder de su brazo, dispersa a los soberbios». Dios despliega su poder al presentarse como Padre, suscitando sobre el mundo el Reino: éste es el gesto de su amor, es la potencia triunfadora de su brazo. Pues bien, ahora el Magnificat entiende el Reino como don de libertad y plenitud abierta a los hambrientos-oprimidos. Dios despliega su poder resucitando a Jesús de entre los muertos con «la energía de su fuerza», como indica de forma solemne Ef 1,19-20. Pues bien, María ha proyectado el misterio de esa pascua hacia el principio de la historia de Jesús y la interpreta en forma de revolución social: «derriba a los poderosos, eleva a los humildes...».

La victoria de la pascua se explicita así en forma profética, al interno de la historia. Ciertamente, los cristianos saben que Dios ha elevado a Jesús, «sentándolo a su derecha, por encima de todo principado y potestad, de toda fuerza y señorío...» (Ef 1,20-21). Pero, al mismo tiempo, saben que ese triunfo del Señor resucitado ha de expresarse dentro de la historia, destruyendo la soberbia de los grandes y exaltando a los pobres-oprimidos. En esta línea pueden entenderse las palabras precedentes:

Hizo en mí cosas grandes aquel que es poderoso,
y santo es su nombre (Lc 1,49).

Poder y santidad se hallan unidos, como aspectos de un misterio. Dios es poderoso (dynatos) y se mantiene-reina por encima de los potentados (dynastas) de este mundo. Es poderoso siendo trascendente: como Kyrios que existiendo por sí mismo ( ¡soy el que

65. La relación entre mensaje de Jesús y fe pascual ha sido temáticamente estudiada por E. Jüngel, Paolo e Gesú, Brescia 1978.

soy!) lo crea todo con su fuerza, como vimos ya tratando del AT. Pues bien, ese poder se expresa ahora en nivel sagrado: «santo es su nombre»66.

Los discípulos de Cristo saben que ese «nombre santo» es Padre. En el lugar donde los fieles de Israel identifican nombre y señorío (Dios es Yahvé: Kyrios, Señor, ¡soy el que soy!), los cristianos lo traducen y entienden como Padre, conforme a las palabras primordiales de Jesús: «Padre, santificado sea tu nombre...» (Lc 11,2). Pues bien, todavía hay más. En aquel mismo lugar donde los fieles de Jesús han descubierto a Dios como Padre (principio amoroso del Reino) descubren también que Jesús se hace pequeño, ha tomado figura de siervo (Flp 2,6-8). Por eso añaden:

Dios le exaltó sobre todo,
dándole un nombre que está por encima de todo nombre,
de tal forma que al nombre de Jesús toda rodilla se doble,
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
¡Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre! (F1p 2,7-11).
 

Muchos han mostrado ya la semejanza entre el himno a Jesús de Flp 2,6-11 y el canto de María 67. La relación es ante todo de motivos. En Flp 2 Jesús se ha hecho el siervo universal, el «doulos» humillado donde viene a condensarse toda la pobreza-humillación del hombre que supone Lc 1,52-53. Por eso, la elevación de esos pobres humillados ha de interpretarse desde el fondo de la resurrección de Jesús, como señal de su presencia sobre el mundo. Pero también hay semejanza de persona: cuando el Magnificat confiesa que «su nombre es santo» puede referirse al Padre Dios (como en Lc 11,2), pero también puede aludir a Jesucristo, en la línea de Flp 2,10. Dios mismo ha dado a Jesús un nombre que está sobre todo nombre, de tal forma que todos deben inclinarse ante el poder-amor universal de su misterio.

El nombre de Jesús, que la Iglesia ha explicitado llamándole Hijo, está ligado a su camino de abajamiento victorioso: es grande haciéndose pequeño, al encarnarse en la miseria, esclavitud, hambre de la tierra. Por medio de Jesús, Dios mismo ha penetrado en el abismo horrendo e insondable de nuestra opresión, en el infierno

  1. Resalta este motivo D. Mínguez, Poética generativa del Magniticat: Bib 61 (1980) 55-77, cf. 73-77.

  2. Cf. I. Gomá, o.c., 81, 84, 143. F. Manns, Un Hymne Judéo-chretien: Phlp 2,6-11, en Essais sur le Judéo-Christianisme, Jerusalem 1977, 11-42, esp. 18-19, ha puesto de relieve la relación entre el canto de Ana y Flp 2,6-11, situando así el tema cristológico de Flp 2 a la luz de la gran inversión de 1 Sam 2.
     

    de la historia, allí donde se encuentran los esclavos, los hambrientos de la tierra. Sólo de esa forma se ha mostrado de verdad como divino: no es principio superior que se desliza por encima de las cosas, en un gesto dominante, impositivo. Dios es poderoso (dynatos) al encarnarse en lo pequeño: es grande haciéndose ahora el siervo.

    Desde ese fondo (F1p 2,6-11) se puede comprender el canto de María: la santidad (Lc 1,49) se expresa por Jesús; su triunfo sobre los soberbios-poderosos-ricos se realiza por la encarnación total de amor y no como violencia impositiva. Dios no se ha vengado de los grandes opresores haciéndose más grande y derrotándoles al filo de su espada. Les supera al encarnarse en los pequeños. Dios ha introducido su misterio creador en la miseria de la tierra, haciendo así posible un nuevo tipo de victoria que culmina como pascua (resurrección de entre los muertos). Pues bien, esa victoria se explicita ahora en el canto de María como elevación de los hambrientos-oprimidos.

    En un primer acercamiento, esa victoria de Lc 1,51-53 puede expresarse en tres niveles: un nivel de lucha ideológico-religiosa entre los fieles del Señor (cf. Lc 1,50) y los soberbios; una lucha político-social entre potentados y oprimidos; y finalmente, una lucha político-económica de ricos con hambrientos. Esta división resulta ilustrativa, pues reasume algunos elementos valiosos del análisis social que se está haciendo en los últimos decenios. Tres son los niveles primordiales de la realidad, tres los espacios de la lucha-inversión que ha presentado el canto de María (plano ideológico, social y económico) como ya hemos indicado en cap. 3. Pero analizando el texto con mayor profundidad debemos dividirlo de otra forma. Estrictamente hablando, los soberbios (hyperephanous) de Lc 1,51 no son un tercer grupo de sabios orgullosos junto a los potentados (dynastas) y los enriquecidos (ploutountas) de 1,52-53. Los soberbios son, más bien, como un resumen o razón fundante de los potentados y los ricos 69. De esta forma presentamos mejor la estructura y temática del texto:


  3.  
  4. Sobre Flp 2,6-11, cf. J. Heriban, Retto phronein e kenösis. Studio esegetico su Fil 2,1-5.6-11, Roma 1983.

  5. Sobre los tres niveles arriba indicados de lucha ideológica, social y económica sitúa su interpretación del Magnificat I. Gomá, o.c., 138. Yo mismo he utilizado ese esquema en El Magniticat, canto de liberación: Misión Abierta 69 (1976) 230-247. Sobre la estructura del Magnificat en plano literario, cf. D. Mínguez, Poética generativa del Magni/icat: Bib 61 (1980) 55-77; R. C. Tannehill, The Magnificat as poem: JBL 93 (1974) 263-275; L. Ramaroson, Ad structuram cantici Magnificat: VeDo 46 (1968) 30-46.

Por eso, esta batalla contra Dios viene a expresarse en forma de batalla interhumana: combaten contra Dios los que rechazan la gracia de la vida, los que intentan dominarla por la fuerza, oprimiendo, manejando y marginando para ello a los que viven a su lado. Según eso, la soberbia es el pecado primigenio. La batalla contra Dios se concretiza como lucha contra el prójimo, en plano social y económico. Eso significa que no existe una soberbia en sí, un pecado que se exprese simplemente como falta contra Dios, en forma sólo religiosa, si es que vale esa palabra: la lucha contra Dios se ha explicitado como lucha contra el prójimo, lo mismo que el amor a Dios se expresa en el amor a los hermanos.

Es significativo el uso de los términos. Los soberbios se exaltan a sí mismos por el pensamiento de sus corazones (dianonia kardias autón). Mas que elevarse de verdad lo intentan. Más que construir fingen hacerlo, engañándose a sí mismos. La prepotencia y la riqueza que ellos forjan es un mundo imaginario que roe como polilla y consume como gusano, en afán engañoso que acaba por la muerte (cf. Lc 12,16-20.33-34). Dios, en cambio, actúa con la fuerza de su brazo: no se engaña ni aparenta, no se eleva falsamente, no se exalta a costa de los otros.

Por eso, la victoria de Dios, el despliegue de su brazo, viene a ser su misma presencia salvadora en Cristo: no se impone de manera prepotente, con un tipo de violencia superior, sobre los grandes potentados de este mundo. Dios no vence con la misma riqueza material con la que quieren vencer y dominar los ricos de la tierra. Sobre el campo de batalla en que los hombres quieren realizarse, a costa de soberbia, y luchan por un pobre trono de poderes económicos, el Dios dé nuestro canto se presenta como pura y radical misericordia:

— Dios es amor que mira, acoge a María, la pequeña, transformando su existencia. Por eso, ella sabe que puede vivir y vivirá, pues el mismo Dios se expresa en su palabra y obra.

Dios es el amor activo y eficaz que eleva a los hundidos de la tierra, haciéndoles capaces de vivir y realizarse en forma creadora, gratuita. Es el amor que enriquece en forma nueva a los hambrientos, abriéndoles la tierra de la vida en gesto de abundancia.

En medio de una historia pequeña y conflictiva, Dios se viene a desvelar como raíz, principio de existencia. En eso está el milagro. Los hombres han querido descubrir a Dios en los principios del poder. María nos lo muestra, sin embargo, en el lugar de los pequeños, allí donde los pobres pasan hambre. En ese espacio se desvela Dios como dador de vida.

Por ser misericordia, Dios se expresa en la misma pequeñez del mundo. Pero debemos añadir que es misericordia creadora, eficaz, transformadora. Está en la derrota y pequeñez, en la opresión y el hambre de los pobres, pero no para esconderse allí sino para cambiarla en lo contrario: Dios se introduce hasta el hambre para invertirla en hartura; se encarna en la opresión para elevar a los oprimidos. Por eso, su revelación ha de entenderse en clave de dialéctica, es decir, de transformación creadora. 70

Alguien puede preguntar: ¿cómo transforma Dios? En primer lugar, introduciéndose en el mundo, tomando partido por los pobres. Y en segundo lugar introduciendo en este mundo dividido y roto su dinámica de amor. Así le experimenta María, así le canta en gesto de anuncio y compromiso. Situándose del lado de Jesús, ella se vuelve servidora de la liberación universal. Por eso canta y cantando pone en marcha un movimiento de transformación de nuestra historia.

Esa acción escatológica de Dios tiene una clave de misterio: María ha descubierto la verdad de Dios, su modo de actuación, su fuerza que se pone al servicio de los pobres. Por eso, en medio de la necesidad del mundo (¡todavía en tierra extraña!; cf. Sal 137,4) ella eleva su fe y canta. Pero, al mismo tiempo, esa acción de Dios implica un gesto radical de compromiso: los que han visto y aceptado el misterio de Dios como María han de aceptar la voluntad de Dios y hacerse pobres (si eran ricos), convirtiendo su riqueza en servicio hacia los pobres (cf. Lc 16,9).

Este compromiso viene a presentarse como revelación de Dios, sentido de la Iglesia. El canto de María no conoce un tipo de comunidad sacral que se clausure entre los muros de sus ritos y

70. En esta línea se sitúa la visión de A. Pieris que, desde el trasfondo de su cultura-religiosidad asiática ha definido el cristianismo como pacto de Dios con los pobres de la historia. Cf. Hacia una teología de la liberación en Asia. Orientaciones religioso-culturales: Misiones Ext. 56 (1980) 154-177; ¿Una teología de la liberación en las iglesias asiáticas?: Ibid. 62 (1986) 348-366.

servicios religiosos. Ella nos pone al servicio de los pobres, los hambrientos y oprimidos, suscitando así una especie de nueva comunión o sociedad mesiánica: la Iglesia de aquellos que, sabiendo que Dios ha escogido a los pobres (creyentes o no creyentes) para salvación del mundo, se vuelven servidores de esos pobres, por la gracia misma de su fe en el Cristo. Precisamente en este servicio creador se manifiesta Dios, se hace visible su pascua sobre el mundo.71

2. Contradicción del mundo. Inversión mariana

El canto de María ha interpretado la revelación pascual como nueva creación, renacimiento de la historia. Hasta ahora ha dominado sobre el mundo la soberbia, formulada como creatividad antidivina. Los hombres han querido realizarse en contra del amor fontal de Dios y han suscitado un tipo de historia o sociedad que se define en forma de batalla: es la lucha en que los fuertes (potentados-ricos) dominan y marginan a los pobres (humillados-hambrientos).

Frente a ese mundo de soberbia ha presentado María la antítesis de Dios como principio de inversión recreadora: derriba a los potentados para elevar a los humildes y a los pobres. Pues bien, esa inversión no ha de entenderse como un mero cambio de papeles. No es que, transcurrido un tiempo, alternen los roles mientras queda el conjunto inalterado. No se trata de poner los antiguos pobres en el sitio de los ricos, ni de elevar a los oprimidos sobre el trono de los potentados.

No se trata de cambiar los papeles sino de invertir el mismo sistema opresor. Los oprimidos que Jesús eleva en su evangelio no se sientan ya sobre el trono del poder; no instauran ni repiten el sistema de los tronos. Ellos vienen a elevarse hacia un nivel de encuentro fraternal, de igualdad liberadora. Los pobres, por su parte, no reciben bienes para hacerse ricos de manera impositiva; no amontonan ni atesoran a costa de los otros; al contrario, ellos instauran una forma nueva de creatividad económica y consumo gratuito al servicio del conjunto de los hombres.

Sólo así se puede interpretar el canto de María a la luz del evangelio. Para precisar su contenido intentaremos responder a dos preguntas. ¿Por qué se ha concentrado esta inversión recreadora

71. Cf. J. Dúpont, Le Magníficat comme discours sur Dieu: NRT 102 (1980) 332-335; C. Escudero F., Devolver el evangelio a los pobres, Salamanca 1978, 200-202; A. Serra, Fecit mihi magna (Lc 1,49a): Mar 40 (1978) 305-345.

de Jesús en el nivel social y el económico, dejando en el trasfondo otros aspectos como el cósmico y militar, el taumatúrgico y sacral? ¿Cómo se explicita la inversión en clave intramundana? De estos dos problemas trataremos brevemente en lo que sigue.

María no interpreta la inversión o creación en plano cósmico. Este dato es importante porque desde tiempos muy antiguos los judíos han unido la visión de un Dios que actúa sobre el cosmos con el gesto de su influjo transformante dentro (o en la meta) de la historia 72. Así aparece, por citar sólo dos textos ya estudiados, en el canto de Ana (¡el Altísimo truena desde el cielo!; 1 Sam 2,10) igual que en la epopeya de Moisés (¡sopló tu aliento y los cubrió el mar!; Ex 15,20). Los salmos mesiánicos y de entronización vinculan igualmente el poderío cósmico de Dios y su acción transformadora en favor de los fieles (cf. Sal 33; 89; 96; 97; 99, etc.). En la misma línea se sitúan las palabras del Deuteroisaías (Is 40-55).

También el NT ha vinculado estos aspectos. Así aparece, de manera ejemplar, en las palabras sobre la venida-juicio del Hijo del Hombre: «el sol se nublará y la luna no dará su resplandor...» (Mc 13,24 par); «vendrá en las nubes del cielo» (Mc 14,62 par) 73. Lógicamente, la experiencia cristiana ha vinculado pronto pascua de Jesús y creación del mundo nuevo o plenitud del cosmos. Así lo indica Fip 2,6-11 cuando alude a la veneración universal que los vivientes tributan al Señor resucitado. Los himnos cristológicos despliegan de manera consecuente ese motivo al decir que todo ha sido creado-recreado por el Cristo (cf. Col 1,12-20; Jn 1,1-18; Heb 1,1-4).74

Pues bien, sobre ese fondo resulta significativo el silencio de María. La victoria de Dios (y señorío de su Cristo) no reciben caracteres cósmicos. Nada se dice aquí de sol y estrellas, no se alude al cambio en los espacios exteriores. Ciertamente, se supone que Dios es creador y también recreador del cosmos, pero su victoria en Cristo viene explicitada sólo en clave de transformación humana, esto es, político-económica.

  1. Sobre la relación entre creación y salvación en perspectiva de AT, cf. E. Jacob, Teología del AT, Madrid 1969, 132-134; L. Ladaria, Antropología teológica, Madrid 1983, 9-16.

  2. Sobre la venida cósmica del Hijo del hombre, cf. H. E. Tödt, Der Menschensohn in der synoptischen Überlieferung, Gütersloh 1963, 25-105; F. H. Borsch, The Son of Man in Myth and History, London 1967, 135-137; 353-365.

  3. Visión general del tema en A. Vögtle, Das NT und die Zukunft des Kosmos, Düsseldorf, 1970. Cf. también J. N. Aletti, Colossiens 1,15-20, Roma 1981, 87-93.

El canto de María tampoco interpreta su inversión en forma militar, a diferencia de los himnos primitivos del AT que nos hablan del castigo y la derrota de ejércitos contrarios, egipcios, filisteos, edomitas, cananeos (cf. Ex 15; 2 Sam 2). En esa línea de la guerra de Yahvé se ha presentado muchas veces la actuación de Dios: «lanza su trueno y se tambalea la tierra; pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos» (Sal 46,7.10). Es guerra que pretende acabar con toda guerra, como indica el libro de Emmanuel (Is 7-11); es batalla en la que Dios hará que las espadas se conviertan en arados y las lanzas en tijeras de podar sobre la tierra (cf. Is 2,4).75

En ese fondo resulta significativo el mismo silencio de María. Ciertamente, ella podría decir con el salmista: «no vence el rey por su gran ejército, no escapa el soldado por su mucha fuerza; nada valen sus caballos para la victoria...» (Sal 33,16-17). Pero el tema de su canto no es militar sino de tipo político-económico: lo que Dios ha de cambiar en el principio de su acción no son las lanzas sino el ansia de poder que eleva a los potentados sobre el trono, la avaricia que conduce a la riqueza injusta. Por eso, el tema militar resulta derivado: los soldados y las guerras han perdido su carácter primordial, ellos dependen del deseo de dinero y de poder que se explicita como unión de capital y trono. Por eso, la victoria de Dios y el surgimiento del hombre liberado se plantea en otro plano: ¡eleva a los humildes, sacia a los hambrientos! Cuando Dios cure a los hombres su pecado económico-social acabarán las guerras sobre el mundo. 76

En esta perspectiva debe interpretarse la victoria de Dios. No se asegura que los oprimidos vencerán por la violencia externa, ni los hambrientos por un nuevo tipo de riqueza intramundana, en clave de venganza. El viejo orden de lucha, como imposición dominadora, ha terminado para siempre. En el camino del Reino que María ha promulgado no hay soldados ni de Dios ni de los hombres, ni buenos ni perversos. Sólo existe amor que eleva a los que estaban oprimidos, hay riqueza para todos los hambrientos que la ofrecen, reciben y comparten en gesto de gozosa gratuidad.77

  1. Isaías, cf. H. W. Wolff, Frie-den ohne Ende. Eine Auslegung von Jes 8,1-7 und 9,1-6, Neukirchen 1962.

  2. Sobre la temática de la guerra santa, N. Lohfink, Il Dio della Bibbia e la violenta, Brescia 1985. Sobre la temática de la paz en Bibliografía sobre el tema de Dios y la violencia en N. Lohfink, o.c., 133-150.

  3. Cf. C. H. Zorrilla, o.c., 232; R. E. Brown, o.c., 377.

Tampoco hay en el canto de María una inversión de tipo taumatúrgico. Este aspecto de la curación de enfermos, en un pueblo que estaba desgarrado y roto, era propio de la tradición profética y se expresa con fuerza peculiar en los últimos estratos de Isaías. El mismo Dios se acerca para dar la vida al pueblo que agoniza, medio muerto, como hueso seco sobre el campo, dice ya Ez 37. Viene a abrir los ojos ciegos, los oídos sordos (cf. Is 52,7.16; 43,8). Hará saltar al cojo como ciervo; cantará la lengua muda (cf. Is 35,5-6).

La liberación se interpreta, según esto, como plenitud total del ser humano. El hombre no se encuentra sólo dominado por lo externo. Está oprimido dentro de sí mismo, manejado y maltratado por su propio ser de enfermo. Situado en esa perspectiva, Jesús dice que ha venido «a abrir los ojos de los ciegos, a curar cojos, mancos, sordos e impedidos» (cf. Lc 4,18; Mt 11,2 par). Esta experiencia de liberación integral resulta clave para comprender el evangelio. Jesús viene a liberarnos del demonio interno, de esa fragilidad, esa impotencia y ese miedo que carcomen de manera implacable la existencia. Sea cual fuere la manera en que se entienda luego su actuación, es evidente que Jesús ha visto al Diablo en las dolencias de los hombres; por eso ha pasado por el mundo «haciendo el bien y curando a los enfermos» (Hech 10,38).78

Pues bien, María no ha citado a esos enfermos. Esto se debe quizá al hecho de que en este plano no se puede hablar ya de inversión. No se podría decir que Dios «cura a los enfermos y llena de enfermedades a los sanos», porque ello sería contrario al evangelio. Pero existe, a mi entender, otra razón más honda. Aunque ligada de modo misterioso al pecado social, la enfermedad del hombre ofrece también rasgos de carácter vital, cósmico, individual. Ciertamente, Jesús ha venido a curar a los enfermos, ofreciéndoles un signo de vida y esperanza en medio de su propia pequeñez y angustia humana. Pero, a pesar de las proclamas mesiánicas de Mt 11,2s par y Lc 4,18, no ha intentado destruir la enfermedad en cuanto tal sobre este mundo; quiere transformarla en ámbito de Reino. Así lo muestra en el misterio de su misma pequeñez y de su muerte, cargando él mismo con nuestras enfermedades (cf. Mt 8,17).

Desde este fondo ha de entenderse ya Mt 25,31-46: «estuve enfermo y me visitasteis». No se dice «me curasteis». El texto indica que al hambriento hay que darle de comer, convirtiendo así

78. Sobre Jesús y enfermos, cf. J. Peláez del R., Los milagros de Jesús en los evangelios sinópticos, Valencia 1984, con bibliograffa 169-172.

el dinero (la comida) en principio de comunicación y encuentro entre los hombres. Al exiliado (oprimido en general) hay que ofrecerle espacio dentro de la propia casa, compartiendo con él vida y tareas. Pues bien, al llegar a los enfermos y cautivos, Mt 25,31-46 indica que ahora debemos visitarles, mientras dura el camino de este mundo 79. Visitar significa ofrecer vida y solidaridad aun allí donde no pueda cambiarse externamente la estructura actual de servidumbre.

En este plano se sitúa, a mi entender, la omisión de María. Ella no habla de enfermos ni cautivos, pues condensa toda la miseria de la tierra en el aspecto económico y social. Es ahí donde empieza a realizarse ya el gran cambio, la inversión de nuestra tierra. Ciertamente no ha llegado todavía el paraíso y seguiremos encontrando enfermedades, cautiverios (muerte) que no pueden resolverse en nuestra historia. Pero debemos empezar a resolver lo resolvible, creando solidaridad en plano económico y social. Sólo partiendo de ese fundamento (¡cuando elevemos a los oprimidos y saciemos a los pobres!) podremos hablar de otros servicios que resultan, quizá, más importantes en el plano fontal de la existencia: ;visitar a los enfermos!, animar en el camino de la muerte y esperanza a los que están desanimados.

Finalmente, la inversión de María tampoco se ocupa de los pecadores, que se hallaban en el centro del mensaje de Jesús: ¡no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores! (cf. Mc 2,17). Lucas ha insistido en la exigencia de conversión, el cambio que se ofrece gratuitamente a los que estaban dominados por su propio mal, por el pecado (cf. Lc 5,32; 24,47; Hech 2,38; 5,31, etc.) 80. En esa linea insiste Jn utilizando nuestro mismo esquema de inversión. Así dice: «he venido para juicio...; a fin de que los ciegos vean y se queden ciegos los videntes» (cf. Jn 9,39). Videntes de Israel eran los justos: los buenos, sabios, fariseos; ellos quedan ciegos ante el Cristo, pues se empeñan en cerrarse en el camino de su ley, de su justicia, de sus obras. Por el contrario, los antiguos ciegos, es decir, los pecadores, los gentiles despreciados, se han abierto recibiendo en Cristo luz para su vida. 81

  1. He estudiado el tema en Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños, Salamanca 1984.

  2. Discute sobre las posibles condiciones, el sentido y consecuencias de la conversión en Jesús, E. P. Sanders, Jesus and Judaism, London 1985, 174-211, 245-293.

  3. Cf. R. Schnackenburg, Juan II, Barcelona 1980, 318-323; C. K. Barret, John, London 1972, 303-304; M. J. Lagrange, Jean, Paris 1948, 270-271. Visión fundamental del tema de fondo en J. Gnilka, Die Verstockung Israels. Isaias 6,9-10 in der Theologie der Synoptiker, München 1961.

Sin duda alguna, esta inversión es primordial en Jesús y está en el fondo del canto de María. Pero ella no la ha explicitado. ¿Por qué? Se pueden dar varias respuestas, pero hay una que resulta principal, como hemos visto al tratar de los soberbios (los hyperephanoi): el Magnificat traduce y explicita el tema del pecado en nivel económico y social. No existen pecadores en sí, como una clase especial de hombres distintos. Pecadores son los mismos potentados (dynastas) y los ricos (ploutountas). Son aquellos que se elevan contra Dios, en actitud soberbia, al elevarse por encima de los oprimidos y hambrientos de la tierra. Por eso, al fondo de la misma inversión social se encuentra el tema del pecado.

Con esto respondemos ya a la primera pregunta que habíamos planteado: María no explicita la inversión en clave cósmica, militar, taumatúrgica o social. Ella se ha centrado en el nivel socio-económico de opresores y oprimidos, de ricos y pobres. Sobre ese fondo venimos a replantear la pregunta siguiente: ¿cómo se explicita esta inversión en clave intramundana?

Por todo lo anterior resulta claro que ella es más que un simple dato casual de la historia. Ella proviene del amor de Dios que expresa su brazo poderoso (cf. Lc 1,15): es signo de actuación pascual de Jesucristo, el siervo ajusticiado a quien el Padre eleva por encima de todos los vivientes del cielo y de la tierra (cf. Flp 2,6-11). La inversión socio-económica del canto de María es, por lo tanto, un sacramento de presencia de Cristo en nuestra historia.

Pero debemos añadir que los aspectos de ese sacramento resultan muy significativos. Sabemos por todo el evangelio que el amor de Dios se expande y concretiza como amor entre los hombres, como ha visto María en el mensaje de su canto. De esa forma nos sitúa ante Jesús, que ha encarnado su amor como servicio hasta la muerte. Sus creyentes han de introducirlo hasta la entraña de la división interhumana, esto es, al campo donde viene a expresarse con más fuerza la ruptura social (poder) y económica (capital).

Así, la madre del Señor (cf. Lc 1,45) ha interpretado la fuerza del amor, que ella madura en sus entrañas como bendición (cf. Lc 1,42), a modo de principio transformante de la historia. Dios se muestra poderoso (ho dynatos) destronando por amor a potentados y enriquecidos. Por eso, la inversión de Dios, que tiene una raíz y meta trascendente, se ha expresado de forma intramundana como participación política y comunicación económica.

El poder, que en el camino viejo de la historia aparecía como objeto de dominio y división, viene a mostrarse como amor que eleva a los pequeños (cf. Lc 1,52). Antes, los potentados se subían sobre el trono, para aplastar desde allí a los oprimidos. Ahora ya no existen potentados ni tampoco tronos. Desaparece el poder interpretado como imposición social que necesita de tronos y opresiones. El auténtico poder viene a expresarse como autoridad para elevar a los pequeños y humillados de la tierra.

También la riqueza era instrumento de dominio y división sobre la historia (cf. Lc 1,53). Por eso había ricos que crecían y se enriquecían a costa de los pobres. Pues bien, el canto de María anuncia un tiempo diferente: los pobres cultivan otro tipo de riqueza y son capaces de saciarse en gesto de trabajo y solidaridad, haciendo así que acabe la riqueza injusta de los ricos. Y con esto pasamos al siguiente tema.

3. Universalidad

El sentido final de la inversión depende de la forma de entender la estructura del poema. También depende del alcance interno de los temas, del significado que reciban la opresión y la pobreza. Empezaremos presentando la estructura 82, resaltando de manera especial el tema de la misericordia de Dios hacia Israel que, formando inclusión, aparece antes y después de nuestro texto:

a) Su misericordia de generación en generación sobre aquellos que le temen (1,50).

b) Desplegó la fuerza de su brazo...:

a') Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia,
   
como lo había prometido a nuestros padres,
    a Abraham y su descendencia por los siglos (Lc 1,54-55).

Las palabras sobre la gran inversión (estrofa b: 1,51-53) están incluidas entre dos estrofas paralelas (a y a') que parecen situarnos en un plano exclusivamente israelita. Ambas aluden al cumplimiento escatológico de la misericordia de Dios, que se extiende por generaciones (1,50), permaneciendo ya por siempre (1,55). Lógicamente, los que temen a Dios (phoboumenoi de 1,50) se identifican con el pueblo de Israel, siervo verdadero de Dios y portador de las promesas de Abraham (1,54-55).83

En esta perspectiva, la inversión del centro del poema (1,51-53) debería interpretarse en plano israelita. María canta desde el centro de su pueblo, como portavoz de los anawim, de aquellos pobres

  1. Bibliografía sobre estructura del Magnificat en S. Muñoz Iglesias, o.c., 345.

  2. Presentan y desarrollan este esquema D. Mínguez, Poética generativa del Magnificat, Bib 61 (1980) 62 y C. H. Zorrilla, o.c., 233.

    que han creído en Jesús como cumplimiento de sus esperanzas. Así han interpretado el texto muchos investigadores, aunque luego precisan que el Magnificat puede y debe comprenderse, al interior de Lucas, en sentido universal, como algo que es valioso para todos los pueblos de la tierra. 84

    Pienso que esta perspectiva resulta parcialmente verdadera. El canto de María, lo mismo que todo el evangelio de Lucas, no establece diferencia entre cumplimiento de Israel y plenitud universal: precisamente porque es verdad para Israel este mensaje de María vale para todos los pueblos de la tierra. Por eso, la estrofa central de la inversión (1,51-53) presenta el cumplimiento israelita en clave de universalidad: como liberación de hambrientos y oprimidos.

    Pero una vez que el tema se ha expresado así comienzan a surgir las diferencias. El Benedictus destacaba la función del pueblo israelita. Por eso, en su primera forma, hablaba de una plenitud de la nación, que se libera de sus enemigos y sirve a Dios en santidad y justicia, esto es, en culto santo, en ámbito del templo. Pues bien, el canto de María ha superado ese nivel. En lugar de la nación pone a los pobres y oprimidos. En vez de libertad respecto de los enemigos y de culto sacral habla de elevar y de saciar a los pequeños de la tierra.

    Ciertamente, los oprimidos de 1,52 pueden ser y son, de alguna forma, los anawim del pueblo israelita. Ellos presentan elementos nacionales, de pertenencia al pueblo escogido, y rasgos religiosos de piedad y confianza interna. Pero esos rasgos resultan insuficientes: los tapeinoi del texto son personas que se encuentran socialmente marginadas, dominadas, bajo el trono de los potentados (los dynastai) 85. Por eso, el aspecto religioso de la opresión queda incluido dentro de un esquema más extenso de opresión y lucha interhumana. Los pobres de María no son sencillamente israelitas sino pobres sin más.

    El tema resulta aún más claro al tratar de los hambrientos, como opuestos a los ricos (1,53). Un rasgo muy significativo de la exégesis moderna ha consistido en el esfuerzo por espiritualizar el término y concepto de pobre (ptokhos, anawim). Ese esfuerzo me parece positivo. Está fundado en la misma dinámica de Mt 5,3 cuando nos habla de pobreza voluntaria 86. Sin embargo, eso no


  3.  
  4. Cf. I. Gomá, o.c., 148-155; R. E. Brown, o.c., 379-380.

  5. Cf. R. C. Tannehill, The Magnificat as Poem: JBL 93 (1974) 267.

  6. Sobre los «pobres de espíritu» en el sentido de «pobres por opción», cf. F. Camacho, La proclama del Reino. Análisis semántico y comentario exegético de las bienaventuranzas de Mateo 5,3-10, Madrid 1986.

puede hacernos olvidar que en el principio del mensaje de Jesús no están los pobres en general sino los hambrientos (peinöntas; cf. Lc 1,53; 6,21; Mt 25,35). Significativamente es poco lo que acerca de ellos sabe decir la exégesis moderna.87

La razón resulta clara. Podemos espiritualizar la pobreza, pero difícilmente espiritualizaremos el hambre, a no ser en textos muy especiales (como Lc 4,4; Mt 5,6). Y es que el hambre, tomada en su verdad concreta, no tiene religión ni Iglesia; no tiene raza ni frontera. Cuando se alude a los hambrientos no hay que darles apellido. No hace falta aclarar si son buenos o malos, judíos o gentiles, cristianos o ateos. Basta con decir que son hambrientos. Pues bien, precisamente aquí viene a ponernos el canto de María. Por eso, todo intento de convertir a esos hambrientos en judíos piadosos (o anawim, humildes) carece de sentido, resulta antievangélico. Es aquí, en la concreción del hambre, donde adquiere su universalidad el canto de María.

Sucede así lo mismo que en las bienaventuranzas de Jesús, que ofrecen el mensaje más próximo al Magnificat. Ambos textos presentan una misma visión de la pobreza, una manera de entender la inversión escatológica:

Bienaventurados los pobres... ¡ay de vosotros ricos!
Bienaventurados los hambrientos... ¡ay de vosotros saciados!
Bienaventurados los que lloran... ¡ay de vosotros que reís!
(Lc 6,20-21.24-25).

También estos pobres (ptokhoi) podrían entenderse de forma espiritual, como piadosos, humildes, fieles de Yahvé. Por eso, la riqueza condenada en la malaventuranza se podría interpretar en forma religiosa, como rechazo explícito de Dios. Pues bien, al concretar esos pobres como hambrientos (peinöntas) y llorosos (klaiontes) resulta ya imposible esa lectura espiritualista o, mejor, piadosa del evangelio. Ciertamente, los pobres-hambrientos-llorosos concretos de Jesús eran judíos del entorno. Pero no eran bienaventurados por israelitas, ni tampoco por humildes, rezadores o piadosos, sino por su pobreza, su hambre y llanto.

De esta forma, en su mismo mensaje a los judíos que le escuchan, Jesús ha superado radicalmente todo nacionalismo de tipo social o religioso. El principio fundante de su nuevo pueblo me-

  1. Cf. J. Dupont, Beatitudini II, Roma 1977, 68-70, dentro de los cientos de páginas dedicadas a la pobreza en sentido más «espiritual».

  2. Cf. J. Dupont, o.c. 1, 379-486; 11. Schürmann, o.c. I, 536-560.

    siánico no es la piedad religiosa ni la raza sino la necesidad humana, interpretada en plano material (hambre) o más anímico (llanto). En ese nivel de evangelio no se puede distinguir hambre judía y hambre pagana, llanto piadoso y llanto secular. En el fondo del mensaje y obra de Jesús se encuentra el hombre que está necesitado: el hombre roto y destruido que, en su misma destrucción, viene a ponerse ante el misterio de la gracia.

    Sólo a partir de ese principio secular (no religioso ni piadoso) de los pobres-hambrientos-llorosos puede surgir, por exigencia de la misma, antítesis mariana, una piedad y religión mesiánica del Cristo. Los ricos de este mundo son malaventurados si se aferran a su propia riqueza, viviendo al servicio de su gozo-saciedad, mientras padecen los pobres a su lado. Pero pueden transformar su riqueza inicua en gesto de servicio consiguiendo amigos para el Reino (cf. Lc 16,9). En esta línea surge el verdadero culto, conforme a la carta de Santiago: «la religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre es ésta: cuidar a los huérfanos y viudas que están necesitados y no dejarse contaminar por el mundo» (Sant 1,27). La contaminación del mundo es precisamente el ansia de riqueza, que destruye al hombre, convirtiéndole en esclavo del dinero y enemigo (opresor) de sus hermanos. La religión consiste en transformar esa riqueza en medio de servicio hacia los pobres, en la línea de Lc 16,1-13.89

    En el principio están, por tanto, los mismos pobres-pobres, es decir, los hambrientos-oprimidos, sea cual fuere su raza o religión. Ellos son privilegiados de Dios y herederos de su Reino. Partiendo de ellos puede edificarse la nueva comunidad escatológica cristiana (esto es, mesiánica) que incluye a los que, pudiendo ser ricos para sí, en forma egoísta, dedican su existencia y su fortuna al servicio de los pobres. De un modo aproximado les podríamos llamar los ricos-pobres, porque entregan su riqueza y vida por los necesitados, en la linea de Mt 25,31-46.90

    Situado en esta línea, el canto de María no proclama la igualdad abstracta de los hombres, por encima de sus divisiones y problemas. Ella proclama el privilegio de los pobres, el misterio de un Dios


  3.  
  4. Cf. M. Dibelius, Jakobus, Göttingen 1964, 154-156.

  5. Ha estudiado con profundidad el tema, mostrando el carácter «social» de la pobreza y el sentido social-escatológico de la liberación cristiana, desde una perspectiva asiática, G. M. Soares-Phabhu, Class in the Bible: the biblical poor, a social class?: Vidyajyoti 49 (1985) 320-346. Desde esa perspectiva se entiende su formulación teológica en Desafíos a la teología cristiana hoy en Asia, en K. H. Neufeld (ed.), Problemas y perspectivas de teología dogmática, Salamanca 1987, 467-489.

que se hace parcial, pobre, por salvar a todos a partir de la pobreza. Sólo en esta línea puede hablarse de universalidad humana: por misterio inexpresable de gracia, los pobres se han venido a convertir en portadores de la salvación, representantes de Dios sobre la tierra. Unicamente a partir de ellos puede trazarse un camino de transformación solidaria en la que puedan tomar parte todos los hombres y mujeres de la historia. Esto significa que los pobres se salvan sencillamente como pobres, es decir, por ser necesitados. Los ricos en cambio se salvan si es que ellos se vuelven servidores de los pobres. De esa forma la malaventuranza de Lc 6,24-25 y el riesgo de venganza de María (Lc 1,51-53) puede convertirse en fuente radical de bendición: «venid, benditos de mi Padre, porque... me disteis de comer...». 91


IV. CONCLUSIONES. ACTUALIDAD DEL MAGNIFICAT

Como palabra performativa, el Magnificat resulta verdadero en la medida en que realiza lo que dice. Por eso, no podemos entenderlo en plano de teoría, ni demostrar su verdad de un modo abstracto. El Magnificat «se dice» actualizando su mensaje, dejando que Dios mismo lo exprese a través de nuestra vida.

1. Palabra de la Iglesia

Por eso, el Magnificat se debe presentar como palabra de la Iglesia que ofrece el testimonio de la pascua de Jesús cuando ella muestra que el profeta rechazado, el galileo asesinado, es Cristo de Dios y salvador de nuestra historia. La Iglesia es signo: muestra el misterio de Jesús a través de su existencia; así actualiza la palabra del Magnificar, como anuncio del Dios que eleva a los oprimidos y sacia a los hambrientos.

Según eso la Iglesia traduce en forma pascual el mensaje del Magnificat. Significativamente, Lucas lo sitúa en el lugar donde se anuncia en sentido más visible el misterio de la encarnación, donde Cristo nace sobre el mundo para liberar a los hambrientos y oprimidos. Por eso, todo es secular en el mensaje de Maria: signo de Dios no es la piedad, ni la experiencia religiosa, ni es el templo o pueblo consagrado; signo es la pobreza, humillación, el hambre de los hombres. Pero, al mismo tiempo, todo es sacral en el Mag-

91. Cf. mi trabajo Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños, Salamanca 1984, 431-444.

nificat: Dios mismo se expresa allí donde los hombres, unidos como Iglesia, asumen este mensaje de liberación y lo extienden de una forma sacro-social entre los hombres.

En esta línea, debemos añadir que la Iglesia es sacramento del amor de Dios hacia los pobres. Por eso, ella no vive para sí. No acapara la presencia de Dios en su estructura, en sus instituciones o servicios: ha surgido y se mantiene para estar, como Jesús, al servicio de los pobres y hambrientos de este mundo, sean o no creyentes. Ellos, los necesitados, son el signo de Dios, el sacramento radical de su presencia, como indican las bienaventuranzas (Lc 6, 20-21), el canto de María (Lc 1,51-53) o la palabra de juicio (Mt 25,31-46). Por eso, toda la Iglesia y cada uno de sus fieles serán signo de Dios en la medida en que descubran la presencia de Cristo entre esos pobres y comiencen a servirles de un modo efectivo, comprometido.

La Iglesia tiene, por lo tanto, dos principios. Ella nace en primer lugar de la Palabra: del misterio de Dios que está presente por Jesús entre los hombres. En la meta de Israel, representando a los creyentes, como primera cristiana de la historia, María, madre gestante de Jesús, ha pronunciado esa Palabra, cantando la alabanza de Dios y proclamando su presencia entre los pobres. Pero la Iglesia nace, al mismo tiempo, de esos pobres: brota de su misma opresión, su pequeñez, el hambre, que ha venido a presentarse, por Jesús, como señal de la presencia de Dios sobre la tierra. En esta línea hay que asumir la palabra evangélica, de forma que allí donde se dice «no es el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre» (Mc 2,27) podamos precisar «no es el pobre para la Iglesia sino la Iglesia para el pobre». Esto significa que, estrictamente hablando, no se salvan los pobres por la Iglesia. Al contrario: existe Iglesia sobre el mundo porque Cristo ha ofrecido su mensaje salvador para los pobres. Sólo porque Dios está en los pobres surge ahora la Iglesia, como pueblo universal sobre la tierra, más allá del riesgo de clausura nacional, sacral, de los judíos.

La Iglesia nace, por lo tanto, de la Palabra y de los Pobres: de la grandeza de Dios y de la pequeñez humana. No surge, sin embargo, de dos fuentes o principios separados porque, como indica Flp 2,6-11 y todo el evangelio, el mismo Hijo de Dios se ha introducido (se ha encarnado) en el camino de esos pobres. Por eso, vinculando los motivos anteriores, debemos afirmar: la Iglesia o comunión mesiánica ha nacido de la muerte y pascua de Jesús, como extensión de su presencia entre los pobres.

La Iglesia surge y se manifiesta, por lo tanto, sobre un cruce de caminos. En esta perspectiva podemos recordar una disputa que es ya clásica. Algunos tienden a tomar la Iglesia como estructura asistencial: ella no es pobre, pero está al servicio de los pobres, como maestra que les va guiando, acompañando desde arriba en el camino. Otros, que destacan más su fondo mesiánico, la entienden como fermento de transformación: ella es lugar donde los pobres, convocados por la misma Palabra de Jesús, saben unirse, toman conciencia de su identidad y empiezan a marchar por un camino de maduración y libertad que lleva hacia la pascua.

Si hubiera que optar por un modelo escogeríamos el segundo, en la línea del Magnificat: Dios «eleva a los humildes y sacia a los hambrientos» para que ellos puedan vincularse en comunión (Iglesia) solidaria. Eso significa que los mismos pobres pueden y deben liberarse, interpretando el evangelio desde el fondo de su vida y traduciéndolo en su mismo gesto activo de esperanza.

Firme eso, debemos añadir que hay en la Iglesia un lugar para los ricos, en la línea de aquel texto cristológico que dice: «siendo rico se hizo pobre por nosotros, a fin de que nosotros nos enriqueciéramos a través de su pobreza» (2 Cor 8,9). Jesús ha convertido su riqueza y su poder en valores de servicio: se ha hecho pobre y, compartiendo su camino con hambrientos-oprimidos, nos ofrece su riqueza. De esta forma, su gesto asistencial deja de ser un beneficio que se ofrece desde arriba, en actitud condescendiente y lejana. Cristo nos asiste haciéndose pequeño entre nosotros. De manera semejante, los ricos de este mundo pueden salvarse si se vuelven pobres, al servicio de los pobres, de manera que éstos le acojan en su Reino, como dice de forma impresionante Lc 16,9.

Ahora podemos condensar el tema. Hemos dicho que la Iglesia surge de un cruce de caminos, allí donde la gracia de Cristo se introduce hasta el lugar de la inversión que nos presenta el Magnificat: surge donde los hambrientos-oprimidos se sacian y se elevan, conforme a la palabra de María, en gesto de fraternidad y esperanza; surge, al mismo tiempo, donde los ricos-potentados vencen su actitud impositiva, se abajan a sí mismos y comparten la vida con los pobres, aprendiendo de ellos (= dejándose evangelizar) y trazando con ellos un camino compartido de existencia.

Esta unidad eclesial, en el cruce de caminos de que hablamos, no es el resultado de algún tipo de teoría sino signo de Jesús y plenitud de su mensaje que conduce al Reino. Dios nos «ha encerrado a todos en el pecado, a fin de salvarnos a todos» (cf. Gál 3,22): ha penetrado Cristo en el pecado, en la injusticia de la historia (cf. Rom 8,3), para liberarnos así, en gesto de muerte abierta hacia la pascua. Cristo se hace pobre por servir a los pobres. De manera semejante, una Iglesia que quiere presentarse como servidora de los pobres (en plano asistencial) ha de insertarse en el espacio de existencia de esos pobres, descubriendo con ellos la verdad del evangelio y caminando con ellos a la pascua. 92

2. Palabra social

La dogmática cristiana, presentando a Jesús como el hombre, ha superado para siempre un sistema de doble verdad que entendería el evangelio como mensaje interior (espiritualizante, privado) frente a la realidad exterior (objetivista, autosuficiente) de la economía y política del mundo. El evangelio es verdad del hombre entero, del hombre integral como actualmente se dice. Por eso, su mensaje tiene que expandirse hacia el nivel externo de economía y política, conforme ha señalado el Magnificat.

No se trata de elegir entre política sí o política no. El problema consiste en entender y realizar la nueva economía-política del canto de María. Pues bien, en la línea de todo lo indicado, podemos afirmar: la Iglesia debe anunciar-expandir un mensaje de solidaridad y esperanza que ella escucha de Jesús y que ella intenta explicitar en sus mismas instituciones sociales, sobre el mundo. En otras palabras: no existe una doble verdad, una que es buena para la Iglesia y otra para el mundo; sólo existe la verdad de Jesucristo, salvador de todos, cristianos o no cristianos. La diferencia está en que los creyentes de la Iglesia saben ya y confiesan en liturgia ese misterio de presencia de Dios en los pobres de la tierra. Por eso, ellos, seguidores de Jesús, están llamados a expresar en forma social y a realizar de un modo público, ante todos los hombres de la tierra, la verdad del hombre nuevo que se funda en Cristo.

La Iglesia es, por lo tanto, portadora de un modelo económico-social de salvación que se funda en el misterio de Jesús y se explicita en las palabras ya indicadas: Lc 1,51-53; 6,21-25; Mt 25,31-46. Por eso, predica una Palabra de Dios que le desborda, como don de amor y gracia. Pero, al mismo tiempo, ofrece su propia comunión, su forma nueva de vida liberada, donde se elevan los pequeños y se sacian los hambrientos, como signo de esa gracia de

92. En esta perspectiva recibe sentido el misterio de la eucaristía. La Iglesia se reúne y se edifica en torno al pan de Jesús, que es pan de su recuerdo (= su palabra actualizada) y pan de su servicio en favor de los hambrientos y oprimidos de la tierra. Sólo ese pan de los pobres que es Cristo, celebrado en el centro de la comunidad litúrgica, puede hacernos comprender lo que supone convertir nuestra existencia en pan para los pobres, en un gesto de solidaridad y ayuda creadora.

Dios sobre la tierra. Sólo así puede entenderse la palabra misionera de Mt 28,16-20: Jesús no manda predicar el evangelio en forma de verdad abstracta; no dice «enseñad» sino «haced discípulos» (mathéteusate), esto es, ampliad hacia los hombres vuestra propia comunión de amor, vuestra manera de ser discípulos que encarnan sobre el mundo la palabra del sermón de la montaña.

La Iglesia expande ese evangelio en la medida en que ella viene a presentarse como espacio de visibilidad del mensaje. Ella es testimonio del valor de la Palabra abierta hacia los Pobres. Pero, al mismo tiempo, es testimonio del misterio de los Pobres que han sido elevados a través de la Palabra. Por eso, ella transmite una vida que, fundada en Dios, se abre a todos los hombres de la tierra. Esta es su verdad política que ahora condensamos.

a) La política eclesial es ante todo cristiana: está fundada en el mensaje y pascua de Jesús, el Cristo. Por eso ha de entenderse como signo mesiánico en favor de los pobres (hambrientos, pecadores, enfermos).

b) Es una política supranacionalista, pues desborda el nivel sacral del pueblo en que venía a situarnos la primera parte del Benedictus. El canto de María ha destacado la línea universal del Cristo que ha venido para unir en comunión a todos los hijos dispersos (cf. Jn 11,52).

c) Es una política parcial, hecha en ayuda de hambrientos y oprimidos. Ellos son los portadores de Dios y llevan, en su mismo sufrimiento ( ¡parcial!), el germen y promesa de la vida. Por eso, la política ha de hacerse partiendo de los pobres, para que ellos sean mediadores de la salvación universal que viene.

d) Esa política es contraria a los poderes (potentados) de la tierra. No se puede entender como un despotismo ilustrado que pretende iluminar a los pequeños desde arriba, en gesto de paternalismo inteligente o bondadoso... El canto de María sólo reconoce los tronos que se abandonan y destruyen, porque el camino de la nueva humanidad ha de trazarse y construirse desde abajo, es decir, desde los pobres e impotentes de la tierra.

e) Esa política es contraria al capital interpretado como enriquecimiento de algunos (capitalistas, funcionarios, sistema estatal, multinacionales...) a costa de los otros. El auténtico camino de María es el camino de los pobres que se sacian de bienes, trazando ellos mismos un espacio de vida compartida, liberada.

f) Esta política no es revanchista, como se ha dicho muchas veces 93. No es signo de venganza de los pobres que se elevan en contra de los ricos; ni es tampoco una aventura resentida de los impotentes. La política de Cristo brota del descubrimiento de la gracia universal de Dios que actúa de forma salvadora en nuestra historia.

g) La política del canto de María no pretende el dominio de una clase. Sin embargo, en su interior hallamos una especie de clasismo invertido: Dios escoge a los pequeños de la tierra, a los pobres e impotentes, para recorrer con ellos el camino de salvación. Sólo así puede superar todo clasismo: los pequeños liberados ya no quieren (ni pueden) imponer su dictadura; su revolución abre un espacio de vida para todos los hombres de la tierra. "

h) Esa política no es espiritualista en un sentido evasivo. Sin duda alguna, valoramos ese aspecto. Los creyentes que cantan con María saben que Dios los ha llamado y se sienten liberados de raíz, en medio de este mundo roto y dividido. Así comparten la experiencia de las grandes religiones del oriente. Pero el Magnificat nos lleva a traducir esa experiencia de una forma económico-social, reflejando así la redención de Cristo dentro de las mismas coordenadas de la historia, en nivel de encarnación continuada. 95

i) Si vale la palabra, diremos que esta política debe ser revolucionaria. «Sólo una revolución que viene de Dios puede cambiar nuestra situación. Esta revolución será también política y social porque invierte las relaciones de poder y las relaciones de propiedad» 96. No se tratará de una pequeña reforma, es decir, de un correctivo superficial. Será transformación, recreación, de aquello que los hombres han hecho hasta el momento. 97

  1. Cf. P. Winter, Magníficat and Benedictus, Maccabean Psalms?: BJRyIL 37 (1954) 382-347; D. L. Mealand, Poverty and Expectation in the Gospels, London 1980, 49. Superan de formas distintas esta postura R. Schnackenburg, Das Magníficat, seine Spiritualität und Theologie: GeLe 38 (1965) 342-357; P. Schmidt, Maria in der Sicht des Magnificat: GeLe 46 (1973) 417-430.

  2. Cf. H. Schürmann, Luca I, Brescia 1983, 180; M. Dibelius, Jakobus, Göttin-gen 1964, 63; W. J. Harrington, Lucas, Madrid 1972, 79.

  3. Cf. E. Hamel, Le Magnificat et le Renversement des Situations: Greg 60 (1979) 55-84; D. M. Scholer, The Magníficat (Luke 1,46-55): Reflections an its Hermeneutical History y C. H. Zorrilla, The Magnificat: Song of Justice, en Conflict and Context. Hermeneutics in the Americas, Grand Rapids Mich., 1984, 210-237; C. Escudero F., Devolver el evangelio a los pobres, Salamanca 1978, 172-222.

  4. H. Schürmann, o.c., 180-181. Texto original en Lukasevangelium 1, Freiburg 1969, 76.

  5. Cf. E. Hamel, o.c., 72-75.

j) Esta política sobrepasa el nivel de la teoría pura. Teóricamente se deben ofrecer unos principios, pero la aplicación-interpretación corresponde al plano de la praxis. Esto significa que el Magnificat no es razón para entender sino mensaje para realizar: sólo en su realización se comprueba su verdad, se descubre su sentido.

3. Palabra de María. Me felicitarán todas las generaciones

Ahora podemos presentar nuestro pasaje (todo Lc 1,46-55) como verdadero himno mariológico. Al concebir a María como la pequeña (cf. tapeinösis de Lc 1,48), el canto la sitúa en el contexto de todos los pequeños, oprimidos y hambrientos de la tierra (los tapeinous y peinöntas de 1,52-53).' Ella es más que portavoz, o representante de los anawim piadosos de la historia israelita: representa a los humillados y perdidos de la tierra, a todos los que viven aplastados sobre el mundo. La humanidad entera siente y descubre por medio de María el valor de la pobreza. La humanidad entera canta por María el misterio de un Dios que, haciéndose pequeño, eleva y plenifica a los pequeños de la tierra. Por eso, ella puede afirmar:

Porque ha mirado la humillación de su sierva,
por eso desde ahora me felicitarán todas las generaciones (1,48).

María no es bienaventurada, feliz (makaria), por ningún tipo de acción que ha realizado, por ningún mérito alcanzado por sus obras. Ella se presenta como esclava, humilde, una mujer que se descubre en el nivel más bajo de la escala humana, pequeña ante Dios, sin valor ante los hombres. Por eso se puede identificar con los hambrientos-oprimidos de la historia. 98

Pues bien, Dios la ha mirado y precisamente esa mirada la engrandece. Ella nada tiene por sí misma, pero todo lo tiene como gracia del Dios que ha decidido contemplarla y elevarla, «haciendo en ella cosas grandes» (Lc 1,48-49). Esa mirada y esa acción de Dios en ella constituyen el lugar de referencia de la acción y la mirada de Dios sobre los pobres de la tierra, que se identifican con María. Por eso pueden llamarla bienaventurada.

La razón de su bienaventuranza no reside en sus trabajos o virtudes, ni siquiera en su fe, como en otro contexto ha proclamado Lc 1,45. María es bienaventurada porque siendo en sí misma pe-

98. Cf. J. Vogt, Ecce Ancilla Domini. Eine Untersuchung zum sozialen Motiv des antiken Marienbildes: ViCh 23 (1969) 241-263.

queña (esclava humilde) recibe y acoge el amor de Dios como persona. Por eso se puede incluir entre los pobres, hambrientos y llorosos de Lc 6,20-21 que tampoco tienen dignidad (no pueden apelar a su valor) pero reciben la mirada de Dios que los transforma con su gracia.

Ellos, los pequeños de la tierra, que amarrados a la rueda de generaciones de los hombres (cf. Lc 1,50), pueden ver ahora en María el contenido, cifra y garantía de su bienaventuranza. Se identifican con ella y la proclaman bienaventurada precisamente desde ahora (apo tou nyn): desde el momento en que ella entona la palabra de su canto en favor de los hambrientos y humillados de la tierra. 99

Ciertamente, todo el himno habla de Cristo, el humillado y exaltado, que es la misma salvación de Dios hecha presente sobre el mundo. Sin embargo, el hombre nuevo, el tipo expreso de la nueva humanidad salvada no es ya Cristo sino más bien su madre: ella aparece como garantía de bienaventuranza de los oprimidos, la primera persona plenamente realizada de la historia.

Dicho esto debemos dar un paso más. Puede haber pobres que no sepan su pobreza, que se encuentren de tal forma humillados que no puedan ni decirlo, ni descubran sobre el mundo el misterio de la gracia. Pues bien, en nombre de ellos canta María la grandeza de Dios, iniciando con su canto y su palabra fiel (AM iat!) la marcha de liberación sobre la historia. Por eso, ella no es solamente pobre: es pobre que conoce su pobreza; ha escuchado la palabra de Dios y ha creído (cf. Lc 1,45), haciéndose principio de bendición sobre la tierra (cf. Lc 1,42).

Por misterio de Dios, algunos pobres no podrán cooperar en la tarea de la liberación. No pueden actuar; sencillamente sufren y padecen, siendo un signo de Dios sobre la tierra. Pero otros muchos pueden cooperar en la tarea de liberación, como lo hizo María con su canto. Por eso, ella aparece no sólo como signo de aquellos que padecen sino también como representante de los pobres que, a través del sufrimiento, encuentran un camino de transformación y se entregan de manera eficaz a la tarea de Dios sobre la tierra.

María no necesita que los grandes del mundo la liberen. No busca el poder de los potentados ni la abundancia de los ricos. Ella permanece abajo y desde el mismo lugar inferior, unida a los

99. Cf. F. Mussner, Lc 1,48f; 11,27f und die Anfänge der Marienverehrung in der Urkirche: Cath 21 (1967) 287-294. Bibliografía más extensa sobre el tema en S. Muñoz I., o.c., 347-351; puede añadirse H. Troadec, Comentario a los evangelios sinópticos, Madrid 1972, 407-414. Para ampliar el tema en línea escatológica, cf. E. Tourón del Pié, María en la escatología de Lucas: EphMar 31 (1981) 241-266.

hambrientos-oprimidos, inicia un camino de liberación que está expresado en las palabras de su canto. Esto significa que ella colabora de dos formas: 1) Por un lado dialoga con Dios, en gesto misterioso y personal que culmina en la palabra de su «fiat». Sin esta fidelidad interior, sin esa entrega personal, carece de sentido su tarea; 2) Al mismo tiempo, ella promueve el camino de los pobres, en un gesto que la pone en la línea de las grandes profetisas y cantoras de la historia israelita: Myriam (Ex 15), Débora (Jue 5), Ana (1 Sam 2), Judit... Normalmente los varones (guerreros) han querido construir la libertad por medio de la espada. Las mujeres, en cambio, han aportado la palabra de su canto y esperanza.

Pues bien, en el momento final de nuestra historia, allí donde no existe ya lugar para la espada, María nos ofrece su gran canto. De esa forma ha traducido la liberación de Cristo en forma de mensaje jubiloso que nosotros acogemos reverentes, transformados. Todas las acciones de los hombres (los varones) se han mostrado ineficaces. En el centro de la historia humana Dios ha suscitado una palabra de mujer que acoje su mensaje (¡fiat!; Lc 1,38) y lo convierte en canto de amor y compromiso en favor de los hambrientos y oprimidos de la historia (¡magnificat!; Lc 1,46-55).

María nos ha dado su palabra: ¡la primera traducción del evangelio de Jesús, aún no nacido, que se expresa en forma de proclama salvadora! Hay un momento primordial en el camino de la historia israelita en que se dice que Dios necesitaba diez personas (¡justos!) para perdonar a las ciudades perversas (cf. Gén 18). Pero no se hallaron esos justos y las malas ciudades fueron maldecidas. Pues bien, ahora, Dios sólo ha buscado una persona: ¡le basta con Maria!, que acoge su palabra y la convierte en voz de salvación para el conjunto de la historia.

Precisamente siendo pobre (humilde esclava) María viene a presentarse por la gracia de Dios como principio de un camino de liberación para los pobres. Ella misma concretiza las palabras de su canto: ¡enaltece a los oprimidos, sacia a los hambrientos! (Lc 1, 52-53). Por gracia de Dios, ella se eleva, está saciada con el Cristo, cuando inicia su camino y nos invita a recorrerlo con su canto.

Esta es la aportación de María en la historia de la liberación: en nombre de todos se ha puesto en manos de Dios, para todos ha cantado. De esa forma, la madre de Jesús, que se prepara para el parto del Señor, anuncia el parto universal del pueblo mesiánico, como profetisa y madre de la nueva humanidad que Dios suscita, por el Cristo, cuando «derriba a los potentados de sus tronos y eleva a los oprimidos».

XABIER PIKAZA
LA MADRE DE JESÚS