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Magnificat


Es un salmo de alabanza y salvación liberadora que la Iglesia primitiva ha puesto en boca de María en el momento primordial de su maternidad. Ante el misterio del Dios que actúa en ella, como solidaria de Israel y de los pueblos de la tierra, María prorrumpe en efusión festiva y canta para Dios. Sus palabras de oración profundamente personal recogen a un tiempo la palabra de los hombres de su pueblo y el anhelo de justicia de los pobres y oprimidos de la historia (Lc
1,46-55).

La oración es, en primer lugar, respuesta de María ante la acción de Dios y la alabanza de su prima. El ángel del Señor la ha saludado: «alégrate agraciada...» (Lc 1,28); Isabel la ha recibido llamándola «bendita tú entre las mujeres...» (Lc 1,42). María ha respondido, poniéndose en las manos de Dios, como esclava que dirige los caminos de la historia (cf. Lc 1,38). Pues bien, ahora, asumiendo las palabras anteriores, ella desborda internamente y canta la grandeza de Dios. Ha llegado el momento en que su vida sólo puede interpretarse como música de gozo, de fiesta y de victoria.

Esta oración es, en segundo lugar, un canto israelita. De la historia y la alabanza de Israel llegan los temas: la visión de Dios como Señor y Salvador, su cuidado por los pobres, su acción transformadora, su elección y su mensaje de promesa. De ese fondo llegan los motivos y las notas de este canto. Al exponer su experiencia personal, María es un reflejo del AT. Su maternidad y sufrimiento, su esperanza y gozo de María han condensado todo el dolor y la esperanza maternal del pueblo israelita. Por eso en su voz canta, reasumida y elevada, la voz del viejo Abraham, los salmos de profetas, sabios y pequeños orantes del pueblo de la alianza.

En tercer lugar, nuestra oración es canto de la humanidad. Las palabras de María expresan una gracia y experiencia universal: Dios acoge a los pequeños y visita a los que no tienen amigos ni visitas en la tierra. Por eso, entre las notas de este canto viene a escucharse la palabra de todos los que exaltan la grandeza, la presencia salvadora y el poder transformador de Dios en nuestra historia. Las palabras del Magnificat recogen la esperanza del gran cambio social, expresan el sentido del anhelo que subyace en gran parte de las religiones de los pueblos: un día acabarán las injusticias, cesará la imposición, se romperán los yugos de aquellos que dominan y esclavizan a los hombres... Eso que los pueblos tantas veces han soñado y han buscado es lo que canta María como profetisa de Dios y pregonera de la nueva humanidad reconciliada.

Nosotros, los cristianos, asumimos el canto de María como oración privilegiada y lo entendemos a partir de Jesucristo. En los versos del Magnificat se anuda, en visión paradigmática, el camino de la historia y el sentido de la creación de Dios que es nuestra tierra. Por eso importa precisar su contenido y estudiarlo con detenimiento.

Las reflexiones que ahora siguen se dividen en dos partes. La primera es un sencillo comentario general que realizamos dividiendo el texto desde sus sujetos actuantes: trataremos del gesto de María (1,46-47), de la acción liberadora de Dios (1,48-55) y de la forma en que los pueblos le responden (1,48b). La segunda parte, de carácter técnico-exegético, analiza el sentido de los dos primeros versos de María que engrandece al Señor con las palabras de su canto. Más adelante, al pasar de la oración al evangelio de María (cap. 4) volveremos a ocuparnos del Magnificat; entonces mostraremos el sentido de la acción de Dios que invierte con su gracia poderosa las actuales condiciones (políticas, sociales) de la historia.


I. CANTO DE LIBERACIÓN. COMENTARIO GENERAL

1. Acción de María. Oración como alabanza

En primera persona, como resumen de su vida creyente, María ha proclamado: Engrandece mi alma al Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador (Lc 1,46-47). Alma y espíritu aparecen en lugar del «yo»: son expresión de su sentido. Alma es la verdad de la persona como abierta hacia aquello que desea; espíritu es su hondura, aquel lugar en el que Dios se manifiesta. María ha deseado a Dios y, deseándole, le encuentra como fuente donde mana en gozo su existencia.

El canto nombra a Dios de dos maneras: Señor y Salvador. Con el nombre de Señor o Kyrios destaca la grandeza de Dios, su majestad inmensa. Quien ha visto con María esa grandeza, el que ha encontrado la absoluta trascendencia, sólo puede tener una palabra ¡yo engrandezco! : salgo de mi propia pequeñez, descubro mi impotencia y canto la grandeza del Kyrios verdadero ante el que deben inclinarse todas las rodillas del cielo y de la tierra. Pues bien, centrada en esa majestad, en paradoja salvadora, María ha descubierto el nuevo nombre de su Dios y así le llama Salvador, Soter: es el amigo que está cerca, es el poder que la sostiene, es el amor que la arrebata y transfigura sus entrañas; por eso, su existencia se convierte en puro gozo. La alegría de Dios ha descendido hasta el cimiento de su propia pequeñez y la ha elevado hasta la gloria.

Como vemos, en el fondo de ese canto existe un doble movimiento. Una salida: he descubierto la grandeza de Dios, la incomprensible inmensidad de su poder y señorío; por eso me desbordo, salgo de mí mismo y abandono las seguridades viejas, por cantar a Dios diciendo ¡engrandece mi alma al Señor! Hay un movimiento de retorno: me llena la sorpresa del misterio y en palabras que no puedo articular encuentro a Dios como salvador; no me saca de mí para matarme sino para fundarme en la existencia; no es Señor para humillarme sino para salvarme. Mi vida está enraizada en la raíz de toda gracia: ¡ha recibido su sentido!, adquiere solidez y consistencia. Por eso sigo cantando ¡se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador! No soy alma perdida en el mar de los deseos que nunca encuentran patria. Por gracia salvadora de Dios he descubierto mi espíritu y me encuentro bien fundado en el misterio de la gracia.

Este gesto orante de María presupone la acción previa de Dios. Por eso ha de entenderse a modo de respuesta. Dios se ha hecho presente en el camino de su vida. Ante el fulgor de Dios, iluminada hasta la entraña por la luz de su mirada, sostenida en el calor de sus palabras, María le responde: reconoce a Dios, se reconoce fundada en el amor originario y de esa forma llega hasta su entraña de mujer creyente.

Estas palabras de oración ( ¡engrandece mi alma al Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador!) no son el contenido de encuentro que resulta siempre incontenible; no repiten la oración en sí, que es un misterio de amor y comunión que sólo puede saber, saborear y comprender, quien lo ha vivido por dentro, en sus entrañas. El canto dice simplemente que María está centrada en el misterio y enmarca el lugar de su plegaria: engrandece a Dios, acoge con gozo su presencia; sube hacia la altura donde todo le desborda y vuelve desde Dios hacia su propia realidad de espíritu que goza, encontrándose a sí misma gozosa y transformada.

La oración supera, según eso, todas las palabras: ¡es un canto, una alegría, una experiencia que trasciende nuestras grandes o pequeñas verdades racionales! Por eso, el logos de oración es la alabanza personal, el cambio interior, como un hallarse uno a sí mismo, desbordando desde Dios el campo de la propia vida. Lógicamente, María no repite de nuevo la plegaria; ella la cuenta y la reasume, diciendo con palabras de gozo lo que ha sido y está siendo su existencia renovada.

Hay en este campo un tipo de «dialéctica»: pasamos de lo racional a lo que es suprarracional, allí donde todas las palabras se convierten ya en presencia silenciosa. Y otra vez volvemos al nivel de la palabra, expresando en términos de canto y narración esa presencia, a modo de subida (¡yo engrandezco!) y como gozo (¡yo me alegro!). Allí donde la lógica de nuestra razón estalla dando paso a nuevas formas de vivencia, allí donde la misma vivencia se refleja de nuevo en las razones puede hablarse de plegaria.

2. Acción de Dios. Oración como reconocimiento

Nuestra oración se define a modo de respuesta: nos elevamos hacia Dios porque previamente le hemos escuchado, descubriéndole en plenitud de ser (Señor) y como salvación para nosotros (Soter o salvador). Pues bien, la segunda parte del Magnificat reasume esa dimensión de reconocimiento: orar implica admirarse ante la acción de Dios, recordándola, cantándola, asumiéndola.

María se porta de esa forma: engrandece a Dios, se alegra, porque Dios se ha desvelado de manera poderosa. El recuerdo solemne de sus manifestaciones constituye un signo de su propia realidad, una definición de su persona. En este aspecto, orar implica confesar: es como un credo que recoge de manera histórica y viviente los momentos de la acción de Dios en nuestra vida. El Magnificat resalta los siguientes: 1) María recuerda lo que Dios ha realizado en ella (1,48-50) de manera gratuita y creadora; 2) Confiesa lo que hace en el conjunto de los hombres, liberando a los pequeños y oprimidos (1,51-53); 3) Reasume su acción en Israel, pueblo al que había confiado sus promesas (1,54-55).

Estos tres momentos de la acción de Dios (en María, humanidad e Israel) se cruzan y penetran mutuamente. Lo que Dios hace en María es la verdad de lo que ha hecho en Israel y condensa lo que debe extenderse hacia las gentes. Dios no tiene acepción de personas respecto de los hombres: por eso realiza su misterio de elección y gratuidad, de acogida y donación en todos los pueblos de la tierra,que están representados ahora por María. Ella transparenta la verdad de Israel y puede presentarse, al mismo tiempo, como signo de la acción y la presencia de Dios entre las gentes. De esa forma, la palabra del Magnificat desborda el plano de piedad individual y se convierte en oración para Israel y para el mundo. Así lo indicaremos destacando los tres planos antes indicados.

a) Acción de Dios en María

En palabras de admirado agradecimiento, que explicitan el sentido de su vida, María recuerda y alaba a su Dios: «porque ha mirado la pequeñez de su sierva, por eso me felicitarán todas las generaciones; porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (1,48-50). La actuación de Dios se expresa por dos veces con un mismo término de «porque»: me ha mirado..., ha hecho en mí cosas grandes.

Dios se define en primer lugar como el que mira: mira y observa la opresión del pueblo de Israel que sufre esclavitud en el exilio de Egipto (Ex 3,7s); mira y se fija en Ana, pobre esposa estéril (1 Sam 1,lls); mira y se apiada de Israel que, como niña recién nacida, yace en medio de la sangre de su propio parto, al margen del camino (Ez 16,6). Ahora, en el centro de la historia de amor más poderosa de los siglos, María afirma que Dios mismo la ha mirado: ella ha descubierto que los ojos de Dios están prendados en su misma pequeñez de sierva; sabe que esos ojos enaltecen su bajeza, la revisten de hermosura, la transforman. Por eso eleva el alma y canta.

Dios se define, en segundo lugar, como el que actúa. Ha realizado cosas grandes en Egipto, en el camino de Israel, en la experiencia de Ana... En cada uno de esos casos se expresa como el fuerte. Pues bien, más fuerte y poderosa ha sido su actuación en la persona de María: ella comienza a ser bienaventurada por ser madre del Señor, desde la misma impotencia de este mundo; no es más que una mujer pequeña (¡no conoce varón!), pero Dios la ha convertido en madre y mujer grande, la persona en la que viene a reflejarse la gracia y salvación de Dios para los hombres.

El sentido de la acción de Dios se expresa como paradoja: donde sólo había campo yermo (humillación de sierva) ha germinado un lugar de bienaventuranza (¡me llamarán bienaventurada...!). Pero María no se mira a sí misma como centro de atención. Ella nos toma de la mano y nos conduce hasta el misterio de Dios, el fundamento de la vida. Tres son los nombres que le ha dado: es poder, santidad, misericordia. Dios es poderoso pues transforma nuestra vida y nos recrea; santo porque cumple y expresa su misterio entre nosotros; misericordioso pues se acuerdo de los pobres y humillados de la tierra para rescatarlos con su brazo. Precisamente allí donde este canto afirma que María será signo de bienaventuranza para las generaciones (1,48) puede asegurarse que Dios mismo extiende su misericordia a todas ellas (1,50). Sólo porque Dios es ya misericordia y porque así lo ha demostrado por medio de María, desplegando en ella su presencia salvadora, esta «pequeña sierva» puede convertirse en signo salvador para el conjunto de los hombres que se afanan, combaten y padecen en la tierra.

b) Acción de Dios en la humanidad

Recordando lo que en ella ha realizado, María ha descubierto el plan de salvación universal de Dios, abierto como misericordia y santidad a todas las generaciones de los hombres (1,50). Por eso, en actitud de gozo que desborda, la madre del Señor entona el himno de liberación de los pequeños de la tierra: «ha mostrado el poder de su brazo: dispersa a los soberbios de corazón; derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes, y a los ricos los despide vacíos» (1,51-53).

Pocas veces se ha escuchado en nuestra historia palabra más sincera, gratuita, transformante. Es sincera, pues refleja la experiencia personal de una mujer a la que Dios ha visitado con su gracia; es gratuita porque evoca la presencia de un Dios que no se impone, un Dios que salva a los hombres con su propia entrega redentora; es transformante porque anuncia el cambio universal de nuestra tierra, en los tres grandes niveles de ideología, política y economía.

Estas palabras universalizan y amplifican aquello que María ha descubierto a través de su plegaria personal. Ella, simple sierva, ha recibido la gracia del Señor, su Salvador. Por eso sabe que la gracia de ese Dios sigue actuando en la línea de esperanza y libertad que proclamaron los profetas; ella sabe que ha llegado el tiempo del gran cambio y la liberación para la tierra. El tema es claro: el poder del brazo de Dios se contrapone a la soberbia de los hombres. Eso mismo anunciará luego Jesús en un lugar central de su mensaje: «gracias te doy Padre..., porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25). Ese ocultamiento y revelación se expresan en el canto de María en los tres grandes niveles de inversión de nuestra historia:

1) Nivel ideológico. «Dispersó a los soberbios de corazón». En la línea de los versos siguientes se podría añadir: «y acoge a los mansos». El verso anterior ha situado frente a los soberbios a los hombres que temen al Señor y aceptan su presencia (1,50). Soberbios son, en cambio, los que buscan el orgullo de su propia gloria, divinizan su poder (saber) y miran a todos los restantes hombres como seres de segundo plano, servidores. Pues bien, allí donde se viene a desplegar la fuerza y gloria verdadera del brazo del Señor esa grandeza soberbia de los hombres se disipa y se dispersa como el humo de la paja que arrebata el viento. Ninguna ideología humana puede llamarse salvadora. Sólo aquellos que confían en Dios y que dialogan de manera gratuita con los otros pueden encontrar su plenitud dentro del misterio.

2) Nivel político. «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes». Poderoso es quien pretende apoyarse en su poder, el que se eleva por encima de los otros y al hacerlo les oprime, les aplasta. Esta parece ser la condición de nuestra tierra: suscitamos una forma de existencia donde todo tiende a resolverse por la fuerza, interpretada como imposición; construimos un mundo donde todo es competencia, sin lugar para que vivan y desplieguen su verdad los más pequeños, los enfermos, marginados, fracasados. Pues bien, María ha descubierto que la mano de Dios actúa de manera diferente, como gratuidad y amor abierto a los que están perdidos en el fondo de la tierra. Por eso invierte la antigua perspectiva: mira la historia desde abajo, desde los pobres, derrotados y aplastados; pero mira bien y sabe que la historia cambia, porque Dios «destrona a los que están sentados sobre el trono» y salva, en unidad de diálogo fraterno y en amor universal, a todos los humildes de la tierra.

3) Nivel económico. «A los hambrientos los colma de bienes, a los ricos los despide vacíos». También aquí María ha comprendido que sólo existe verdad y realidad si es que a los hombres se les mira desde abajo. Ricos son los que se asientan en los bienes de la tierra: los que buscan su seguridad en el tener, esclavizando y oprimiendo para ello a los que no pueden (no quieren) triunfar de esa manera y pasan hambre. Pues bien, María se coloca entre esos pobres: con ellos siente, con sus ojos mira, descubriendo la presencia de un Dios transformador y justiciero que los colma de bienes. Surge desde abajo, desde el mismo fondo de la tierra, un hombre nuevo que no oprime a los demás, que no se monta ya en el trono, que no toma la riqueza como forma de dominio sino como expresión de amor y signo de encuentro, mesa compartida. Así terminan los ricos opresores y se ofrece un banquete de amor universal sobre la tierra de los viejos pobres.

Tales son, en breve síntesis, los rasgos primordiales de esta acción liberadora de Dios que María ha descubierto y proclamado abiertamente con su canto. Sus palabras son profunda teología. Ellas desvelan el misterio de Dios como poder de libertad gratuita. Son palabras de humanismo creador donde comienza a realizarse la utopía ( ¡ahora verdad localizada!) de la tierra nueva en que no existen más imposiciones ni injusticias. Son palabras jubilosas de una pobre doncella que elevada por el gozo del misterio canta al Dios de su nueva humanidad ya liberada, por fin reconciliada. ¿Cuándo será esto? ¿Cómo lo podemos conseguir? Estas son las preguntas que nos deja María, la mujer que ha preguntado en el momento decisivo de la historia (cf. Lc 1,34).

¿Cuándo? Los verbos del texto original se encuentran en «aoristo» y pueden entenderse de diversas formas: pueden aludir a un acontecimiento que ya se ha realizado, anunciar proféticamente lo que viene a mostrar de una manera sapiencial (gnómica) el sentido de aquello que siempre permanece. Sea como fuere, el caso es que María, transportada por el gozo, eleva un canto a la liberación universal: muestra la llegada de un hombre que ya vive en transparencia (sin soberbia), en anarquismo (sin imposiciones), en comunión interhumana (sin esclavitudes económicas). Miramos hacia el mundo y descubrimos que sigue la mentira, la opresión y la injusticia. ¿Es que María se equivoca? ¿No será su canto una mentira de olvidos y evasiones? ¡Nada de eso! María ha descubierto el camino de Jesús y con Jesús proclama la verdad escatológica del hombre: está segura de que empieza a realizarse el Reino. Por eso lo anticipa, se detiene ante la casa de Isabel y canta. La culminación de su cantar ya pertenece al mismo Dios del Reino.

¿Cómo? La dialéctica del mundo tiende a interpretar estas palabras del Magnificat por medio de un recurso espiritualizante ( ¡ellas aluden sólo a lo interior!) o las convierte en signo de la lucha de clases entendida en plano de violencia militar: ¡sólo la victoria impositiva de las clases oprimidas puede suscitar el nacimiento de la nueva humanidad! Pues bien, nosotros afirmamos que este canto de María se sitúa en otro plano más profundo. La madre de Jesús anuncia y proclama el poder de la gracia de Dios que, escogiendo a los pobres del mundo, destruye la abundancia esclavizante de los ricos; a través de los humildes quebranta la dureza impositiva de los poderosos; Dios diluye y desmonta la soberbia de los sabios de este mundo con la transparencia más sabia y más profunda de los mansos.

De esta forma se explicita la protesta y esperanza de María. Sigue viva entre los hombres su voz de manifiesto salvador y su llamada al cambio de la historia. Ella ha transmitido a todos el deseo de una tierra liberada donde al fin podamos realizarnos como humanos, en fraternidad universal. Por eso, el himno de María es canto de liberación revolucionaria que se funda en la vivencia de la gratuidad de Dios y en la exigencia de la entrega creadora entre los hombres.

c) Acción de Dios en Israel

Las palabras anteriores se podrían tomar como expresión de una proclama nueva que María ha realizado por primera vez en el camino de la historia. Pues bien, cuando seguimos asumiendo el ritmo de su canto descubrimos que ella se sitúa dentro de la tradición israelita: «auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre» (1, 54-55).

Refiriéndose a sí misma, María aseguraba: «Dios... miró a su esclava». Hablando de Israel precisa que «acogió a su siervo». María aparece como esclava (doule), Israel como siervo (pais): por eso están unidos, en piedad y en indigencia, con los pobres y perdidos de la tierra. Pues bien, ahora se añade que Dios les ha acogido y les transforma, conforme a la experiencia más antigua de su misericordia.

Dios se acuerda de sí mismo, esto es, reasume su verdad y su promesa de asistencia. Ha comprometido su palabra y la mantiene hasta cumplirla. Por eso, la gran revolución de nuestra historia, que María proclama con su canto, responde al misterio de Dios. No es algo que nosotros inventamos, no es efecto de las fuerzas de la tierra. Si existe salvación es porque Dios existe y porque actúa en su verdad, como divino.

Manteniéndose fiel a su misterio salvador, Dios se acuerda de Israel y del camino que iniciaron desde tiempo antiguo los patriarcas. María se presenta de esa forma como heredera de Abraham y así actualiza la palabra que decía: «sal de tu tierra..., hacia la tierra que yo te mostraré» (Gén 12,1-2). Por eso canta, desde el mismo borde de la nueva tierra, como testigo privilegiado del cumplimiento mesiánico. Por eso debemos añadir: la libertad no es algo que nosotros inventamos; existe libertad porque los hombres, con la ayuda de Dios, la han preparado y la han buscado desde antiguo, desde el tiempo de Abraham, el gran patriarca.

3. Respuesta de las generaciones

Bienaventuranza de María

Es frase subordinada, introducida casi furtivamente en el texto, al lado de la acción de Dios y de María, se alude al gesto del tercer sujeto, de carácter colectivo: «Por eso desde ahora me felicitarán (= proclamarán mi bienaventuranza) todas las generaciones» (1,48). María no se llama bienaventurada por su fuerza, su poder o su dinero sino porque el Señor «la ha mirado» realizando o expresando en ella su grandeza (cf. 1,49: «hizo en mí cosas grandes...»).

Según el testimonio de Jesús, con la irrupción del Reino se realiza la bienaventuranza de los pobres, los hambrientos, los que lloran (Lc 6,20). Nuestro canto interpreta el sentido de esos pobres: son los mansos, humildes, hambrientos que reciben ya la plenitud del hombre nuevo (cf. Lc 1,51-53). Pues bien, en medio de ellos, como signo especial de bienaventuranza y expresión paradigmática del hombre redimido, el evangelio ha presentado la figura de María: es bienaventurada porque el mismo Dios ha realizado su amor y salvación por medio de ella (cf. 1,48). Pero, al mismo tiempo, hay que decir que ella es bienaventurada porque ha creído: acepta la presencia de Dios y responde con su propio mirar a la mirada del Señor (cf. 1,45).

Pues bien, nuestro texto ha dado un paso hacia adelante. No se limita a decir que María es bienaventurada. Añade que las generaciones de los hombres la llamarán bienaventurada, tributándole así un homenaje de admiración y alabanza. En el centro de una humanidad confusa y a veces dislocada, que idolatra los símbolos de fuerza de la tierra, llamando bienaventurados a los ricos, poderosos, triunfadores, resulta confortante escuchar esta palabra: el modelo de bienaventuranza, el ideal de humanidad de los cristianos será siempre una mujer que, sin ventajas especiales de la tierra, ha recibido y cultivado la gracia de Dios, en solidaridad con los pequeños y pobres de la tierra.

Así lo ha proclamado el evangelio: todos los que vengan a Jesús y acepten su mensaje encontrarán y anunciarán la bienaventuranza de su madre. Ella forma parte de la historia de Jesús, es lugar de referencia de su Espíritu, expresión de la bondad de Dios para los pobres. El culto que los fieles tributan a María les conduce al centro del misterio, haciéndoles capaces de entender mejor a Cristo. En otras palabras, el Magnificat, que es canto de liberación mariana, viene a conducirnos al misterio de Jesús, nos capacita para comprender el Sermón de la Montaña.

Estas palabras de María y toda su figura de creyente nos ayudan a entender la gratuidad de Dios y la exigencia de respuesta de los hombres. La acción de Dios se muestra allí donde María acoge como sierva el don de la presencia salvadora del Señor. Pero, a la vez, María es la mujer activa: así proclama el gran mensaje de transformación de nuestra historia; lleva en su mano la bandera de la libertad y nos invita a repetir su canto y caminar con ella hacia el futuro de la humanidad reconciliada.

María ha vinculado su vivencia personal, profunda y misteriosa, con la más sangrante y creadora utopía de la historia: el gesto de intimismo de su canto se desborda, convirtiéndose en un himno radical de la justicia y cambio de la historia. Pero dejemos por ahora ese motivo. Prescindamos de los versos que proclaman la inversión o transvaloración de los valores antiguos de la historia (cf. 1,51-53). Volvamos otra vez a las palabras de alabanza, para verlas con mayor detenimiento.


II. ENGRANDECE MI ALMA AL SEÑOR. ESTUDIO EXEGÉTICO

El Magnificat es canto de alabanza de carácter individual, descriptivo y escatológico 1. Es individual, como canción que entona y hace suya una persona; pero en su alabanza se explicita la alabanza del conjunto de los hombres. Es canto descriptivo y razonado que desborda el nivel de una sencilla confesión privada: el orante alaba a Dios y expresa a todo el mundo la razón de su alabanza. Finalmente, es canto escatológico-mesiánico, de tipo triunfal, celebrativo: el orante lo hace suyo porque sabe que Dios ha intervenido y transformado las antiguas condiciones de la historia.

Este simple esquema nos permite distinguir dos elementos o motivos en el canto: 1) La alabanza propiamente dicha, esto es, el gesto de María como orante (1,46b-47); 2) La razón y fundamento de su gesto, es decir, la actividad de Dios respecto de María y de los hombres, como cumplimiento radical de las promesas (1,48-55). Los dos aspectos, unidos a la respuesta de las generaciones (cf. 1,48b), vertebran el conjunto del Magnificat que viene a presentarse en forma de palabra dialogada: la alabanza del hombre responde a la acción de Dios; la acción de Dios suscita una alabanza. Aquí sólo estudiamos el primer aspecto, reflejado en esta estrofa:

Engrandece             mi alma                 al Señor,

se alegra                 mi espíritu             en Dios, mi Salvador (1,46b-47).

1. Sobre trasfondo en AT, cf. C. Westermann, Praise and Lament in the Psalms, Edinburgh 1981, 116s. Cf. También H. Gunkel, Introducción a los salmos, Valencia 1983.

Se trata de una estrofa construida en riguroso paralelismo. La correspondencia entre las palabras resulta formalmente perfecta: engrandece y se alegra; alma y espíritu; Señor y Salvador. Sólo en el tercer momento hallamos una pequeña ruptura, en forma de ampliación: frente al sobrio Señor del primer verso aparece Dios, mi Salvador, como anunciando su rasgo primordial, es decir, su compromiso salvador en favor de María, de Israel y de los hombres. Debemos indicar que los dos versos empiezan por el verbo: engrandece y se alegra. Así destacan el gesto del orante: dejan en segundo lugar su persona (alma-espíritu); acentúan sobre todo su actuación originaria. 2

Vistos en conjunto, estos versos nos sitúan en la linea de una larga tradición, dentro de eso que podríamos llamar oración profética 3: el salmista se introduce en la historia y desde el fondo de ella reconoce y canta la presencia, mejor dicho, la actuación salvadora de Dios. El Magnificat describe esa actuación y la traduce en canto gozoso y desbordado, en palabra personal que sin hallarse formulada de manera imperativa (¡cantemos! ¡alegraos!) nos conduce al lugar de una oración donde pueden incluirse todos los hombres de la tierra 4. En esa tradición profético-orante del AT hallamos muchos textos significativos, que están cerca del nuestro:

Mi corazón se regocija por el Señor,
mi poder se exalta por Dios...,
porque celebro tu salvación (1 Sam 2,1).

Me alegraré en el Señor,
me gozaré en Dios, mi salvador (Hab 3,18).

Proclamad conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su nombre (Sal 34,4).

Alégrense y gocen contigo todos los que te buscan,
digan siempre «grande es el Señor» los que desean tu salvación (Sal 40,17).

Intensamente gozo en el Señor,
mi alma se alegra con mi Dios (Is 61,10).
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  1. Sobre la estructura del Magnificat, cf. D. Mínguez, Poética generativa del Magnificat: Bib 61 (1980) 55-77; L. Ramaroson, Ad Structuram Cantici Magnificat: VerDom 46 (1968) 30-46; R. C. Tanehill, The Magníficat as Poem: JBL 93 (1974) 263-275; S. Muñoz Iglesias, Los cánticos del Evangelio de la infancia según san Lucas, Madrid 1983, 114-117. Para situar el tema en el conjunto de Lc 1-2, cf. A. Gueurat, L'Engendrement d'un Récit. L'Evangile de l'enfance selon S. Luc, Paris 1983, 78-79, 178-186; R. Laurentin, Les Evangiles de 1'enfance du Christ, Paris 1982, 448s.

  2. Cf. F. Heiler, La priére, Paris 1931, 375s.

  3. Para distinguir entre imperativo e indicativo en la oración sálmica, cf. C. Westermann, o.c., 131s.

  4. Más datos comparativos en R. E. Brown, El nacimiento del Mesías. Comentario a los relatos de la infancia, Madrid 1982, 373-374; C. Escudero F., Devolver el evangelio a los pobres, Salamanca 1978, 187-189; I. Gomá, El Magnificat. Cántico de la salvación, Madrid 1982, 57s; S. Muñoz Iglesias, o.c., 118-125; W. Vogels, Le Magníficat, Marie et Israél: EgThe 6 (1975) 279-296.

    Las coincidencias respecto del Magnificat resultan evidentes, de manera que no es preciso resaltarlas 6. Sin embargo, podemos afirmar, de un modo general, que esta primera estrofa (Lc 1,46b-47) ofrece una estructura y forma nueva respecto a las restantes oraciones conocidas del AT y del NT. Sólo aquí encontramos un paralelismo que vincula de manera intensa los siguientes elementos: psyche y pneuma, engrandece y se alegra, Kyrios y Soter 7. Además, en el fondo de este canto se desvela un fuerte espíritu mesiánico, que viene a explicitarse en forma de alabanza fuerte y condensada. Aquí resaltaremos su estilo y novedad originaria. Lo haremos de una forma voluntariamente sobria, en clave exegético-teológica, más descriptiva que polémica, sin complicaciones eruditas. Seguiremos un esquema muy sencillo: unimos los dos versos de la estrofa y desplegamos cada uno de sus elementos; así tratamos del sujeto (María como alma y espíritu), de la acción (engrandece y se alegra) y del objeto de su canto (el Kyrios y Soter).

    1. Sujeto: alma y espíritu

    Sabemos por el contexto que el sujeto de la acción es María. Es cierto que existe una pequeña incertidumbre en algunos manuscritos y traducciones que atribuyen a Isabel la palabra de este canto 8. Sin embargo, la tradición exegética y textual resulta casi unánime: por atestación de manuscritos y por coherencia interna, dentro de Lucas, el Magnificat debe interpretarse y entenderse como canto de María 9: sólo ella puede asumir y asume el ritmo de la acción aquí indicada, explicitándola en forma de alabanza; sólo ella puede inaugurar la alegría mesiánica (cf. 1,28.47), desvelando la grandeza que se esconde en su actitud de sierva (cf. 1,38.48a) y ampliando la bienaventuranza de Isabel con aquella que le habrán de tributar las generaciones (cf. 1,45.48b). Sólo así, el sujeto de alabanza del Magnificat se puede integrar en el conjunto de la narración de Lc 1-2. 10

     

  5. Un estudio más detenido del tema nos obligaría a precisar el sentido de la alabanza en el AT, analizando para ello los textos principales, tanto en el TM como en los LXX.

  6. Cf. I. Gomá, o.c., 47s.

  7. Estudio detenido del tema en I. Gomá, o.c., 207-212; S. Muñoz Iglesias, o.c., 71-103. Siguen atribuyendo el Magnificat a Isabel A. Gueurat, o.c., 72s; S. Benko, The Magnificat. A history of the controversy: JBL 86 (1967) 263-275.

  8. Cf. R. E. Brown, o.c., 369; C. Escudero F., o.c., 184-186; H. Schürmann, Lukasevangelium I, Freiburg 1969, 72-73; W. Grundmann, Lukas, Th. Handk. N. T. III, Berlin 1962, 63-64; P. Schmidt, Maria und das Magnificat: Cath 29 (1975) 230-246.

  9. Cf. A. George, La Mére de Jésus, en Etudes sur l'oeuvre de Luc, SB, Paris 1978, 441-445; J. McHugh, The Mother of Jesus in the NT, London 1975, 73-80. Planteamiento más historicista en R. Laurentin, o.c., passim; también en Structure et théologie de Lc I-II, Paris 1957, 82s.

Pero ese sujeto ha de entenderse también desde la misma estructura del Magnificat, como lugar donde se cruzan las líneas de acción de Dios (1,48-55), respuesta de María (1,46b-47) y reconocimiento de las generaciones (1,48b). Esto significa que María no actúa en solitario. En un lenguaje todavía aproximado podríamos decir que ella es persona en la medida en que, insertándose en la trama de la acción de Dios y dentro de la gran renovación escatológica (inversión de 1,51-53), se descubre por un lado vinculada al cumplimiento de Israel (1,54-55) y por el otro se halla abierta a la bienaventuranza de las nuevas generaciones (1,48b). Sólo en ese espacio ha recibido su sentido la persona de María. Ella es, evidentemente, un individuo, como enfáticamente lo destacan los pronombres personales: mi alma, mi espíritu..., en Dios, mi salvador. Pero es un individuo que se encuentra expresamente en gesto de apertura: en relación a Dios y dentro de la trama de la historia de los hombres. 11

Dicho esto, añadimos que el sujeto (María) está velado. Ella parece no atreverse a decir «yo». Sin embargo, el mismo texto la presenta personalizada en forma doble y complementaria: ella es psyche (alma) y pneuma (espíritu), expresando su totalidad vital, su unión con el conjunto de una historia vinculada a lo divino. En contra de aquellos que interpretan las dos palabras como sinónimas 12 queremos destacar el contenido y matiz de cada una de ellas.

Primero es la psyche (alma). En su fondo está el concepto hebreo nephesh. No es aquí el entendimiento inmaterial, capaz de desligarse de la cárcel de la tierra y elevarse al plano superior de lo divino. Psyche es la vida en su raíz más honda: el hombre entero como ser capaz de desplegarse y realizar su propio camino en un proceso en que le mueven los deseos, le asiste Dios y le amenaza la ruptura siempre angustiosa del pecado y de la muerte. 13

Es la vida radical del hombre la que está en el fondo de psyche en el NT: la vida que presenta más valor que el alimento (Lc 12, 22-23), la vida que se gana o se conquista en actitud de entrega por el Reino, por los otros (cf. Lc 9,24; 17,33). Se sabe que en el fondo el hombre intenta asegurar la propia vida a través de las riquezas (Lc 12,19-20), buscándose a sí mismo y situándose en el centro de

11. Pienso que este entrecruzamiento de sujetos en la trama del Magnificat no ha sido suficientemente destacado por los investigadores que analizan lingüísticamente el texto, como R. C. Tanehill y D. Mínguez, citados en nota 2.

12. Cf. H. Schürmann, o.c., 73, nota 215.

13. Sobre el término y tema de la psyche, cf. D. Lys, Néphés. Histoire de l'áme dans la révélation d'Israél, Paris 1959; H. W. Wolff, Antropología del AT, Salamanca 1975, 25-44; W. Mork, Sentido bíblico del hombre, Madrid 1970, 49-72.

las cosas (cf. Lc 14,26). En contra de un deseo, que resulta siempre insaciable, en contra del intento de lograr seguridad a costa de los otros, el mensaje de Jesús ofrece su inversión definitiva: sólo gana su psyche (su vida o alma) el que la pierde, la entrega a los demás, en gesto de amor gratuito (cf. Lc 9,24; 17,33). 14

Sobre ese fondo ha de entenderse la palabra del Magnificat: «mi alma o psyche engrandece al Señor». Diciendo eso, el orante ha renunciado a su autoseguridad, a su grandeza aislada y egoísta. Por eso se coloca en manos del Señor y le engrandece. Su gesto implica un «éxtasis»: salgo de mí mismo, reconozco la grandeza de Dios, me pongo en sus manos. De esa forma se actualiza en mi persona la inversión de que nos habla el evangelio: la psyche que era signo insaciable de deseo se convierte en fundamento de superación de los deseos; así se vuelve portadora de una vida que pongo en manos del Señor y de su Reino.

En segundo lugar se habla de pneuma, esto es, de espíritu. Esa palabra es traducción de ruah (en hebreo). Tampoco ha de entenderse ruah como espíritu supracósmico, sin materia, fuerza y tiempo. A partir del simbolismo del aire o viento, ruah significa la presencia creadora y salvadora de Dios sobre la vida de los hombres; significa, al mismo tiempo, aquella hondura de la vida, aquel espacio donde el hombre viene a introducirse en lo divino. 15

El NT continúa en esa misma perspectiva al traducir ruah por pneuma. El término se emplea preferentemente en relación con lo divino, es decir, cuando se trata de indicar la presencia salvadora de Dios y de Jesús en nuestra historia. Desde ahí ha de entenderse su matiz antropológico: espíritu es la hondura del hombre, aquel principio de su ser que se halla abierto a Dios o puede referirse, de manera negativa, a lo diabólico (cf. Lc 6,18; 7,21; 8,2.24.37.39); es la misma profundidad del hombre interpretada como espacio de plenitud, trascendimiento. 16

A partir de aquí se entiende nuestro texto: una vez que la vidapsyche se eleva a Dios es lógico que el pneuma-espíritu se alegre descubriendo su gozo en lo divino. Esa alegría expresa lo que puede llamarse el cumplimiento del ser: saliendo de sí mismo (como psyche) el hombre viene a encontrarse en sí mismo (como pneuma); por eso desborda de gozo: ha realizado su camino, encuentra su sentido.

  1. Cf. E. Schweizer, Psyché, TDNT 9, 637-656.

  2. Cf. D. Lys, Rüach. Le Soujjle dans I'AT, Paris 1962; W. Wolff, o.c., 53-63; W. Mork, o.c., 73-202.

  3. Cf. E. Schweizer, Pneuma, TWNT 6, 387-453.

Esta unión sintética de alma-espíritu viene a presentarse como novedad en el canto de María. Los salmos aluden a la totalidad del hombre de otras formas: carne-corazón, alma-corazón-carne, corazón-fuerza-boca... Ciertamente, hallamos algunos casos de paralelismo psyche-pneuma fuera de los salmos (Is 26,9; Sab 15,11; 16,14; Job 12,10; Bar 3,1); pero no están en el plano de oración de nuestro texto, ni pueden presentarse como antecedente estricto de su tema 17. Lo que ofrece el Magnificat es algo nuevo: alude a la totalidad de María como mujer que se ha puesto en manos de Dios y lleva a plenitud el camino de la historia. La vida del hombre (psyche) viene a expandirse por ella como vida abierta a lo divino. El espíritu (pneuma) culmina y se realiza en gesto desbordante de gozo, allí donde Dios se introduce en el mismo camino de la historia.

En esta línea puede afirmarse que María es reflejo de la humanidad en un nivel extensivo e intensivo. Es signo en un plano extensivo: su alma-espíritu se integra en la trama de la historia, en el espacio de promesas de Israel, en el lugar de cumplimiento de lo humano, como luego muestra la inversión de 1,51-53. María refleja también la humanidad en un plano intensivo: ciertamente, ella no asume la tricotomía de 1 Tes 5,23 donde se habla de soma-psychepneuma como signo de totalidad de lo humano en su vertiente cósmica (soma), en su individualidad responsable y creadora (psyche) y en su trascendimiento (pneuma); sin embargo, la verdad del soma de María queda asumida implícitamente a partir de su función de mujer-madre, tal como lo implica el trasfondo del Magnificat. Ella es carne-vida-espíritu al servicio de la obra de Dios entre los hombres. Es la persona humana realizada, que canta la grandeza de Dios desde la entraña de la tierra. Por todo eso, podemos afirmar que esta oración refleja, al mismo tiempo, su individualidad personal y su expansión comunitaria, en su gesto de búsqueda de Dios y cumplimiento del camino de la historia. 18

2. Acción: engrandece, se alegra

María realiza una acción de salida (engrandece al Señor) y retorno (se alegra en Dios, su Salvador). Esa acción ha de entenderse

  1. Cf. I. Gomá, o.c., 50.

  2. Cf. R. Schnackenburg, Das Magni/icat. Seine Spiritualität und Theologie: GeLe 38 (1965) 342-357. Debe completarse el sentido de María como sujeto a partir de su presentación como vientre-seno (Lc 1,31.42) y corazón (Lc 2,19.51), lo mismo que a partir de Lc 2,35 en que se habla de la espada que atraviesa su «alma». Planteo con más extensión el tema en el cap. 5 de este trabajo donde ofrezco bibliografía.

    en forma de respuesta a la actuación previa de Dios en ella y en la historia. Dios ha venido hacia María, dialogando con ella y haciéndola madre de su Hijo (cf. Lc 1,26-38); por eso, Isabel, representante del antiguo Israel, la ha saludado con palabra de bendición (1,42) y bienaventuranza (1,45). Lógicamente, dentro del entrecruzamiento de escenas, María debe responder: su palabra de interrogación y consentimiento (1,34.48) viene a convertirse en llamada de alegría y canto de alabanza (1,46b-47). Este es el encuadre y espacio de su gesto. 19

    El ritmo de su acción está marcado hacia dentro por la misma estructura del Magnificat: María engrandece al Señor porque... (ofrece las razones en 1,48s). En sentido estrictamente gramatical la acción de Dios resulta subordinada, apareciendo como motivo o fundamento del gesto principal de María. Sin embargo, en plano genético, la acción de Dios es lo primero: Dios ha mirado-actuado en María, expandiendo su obra al conjunto de la humanidad y acogiendo a Israel (1,48-55). Por eso María le responde, le engrandece y agradece con gozo su presencia 20. La actuación y ser de María se definen, por lo tanto, de una forma responsiva: ella contesta a la gracia de Dios con su palabra de alabanza y. gracia.

    Anotemos otro rasgo: las palabras del Magnificat no ofrecen la alabanza en sí, la voz directa del canto de María. Más que texto de una acción son «discurso acerca de una acción»: muestran, verbalizan, de manera comunicativa y abierta el sentido de aquel gesto y presencia de Dios que ha llenado la vida de María, al menos desde el momento de la anunciación (Lc 1,26-38). Estrictamente hablando, en ese canto María no está haciendo aquello que es primordial (no glorifica, no se alegra de un modo inmediato), pero dice lo que hace, es decir, señala abierta y jubilosamente el sentido de su ser como alabanza y alegría mesiánica. Por eso, la oración no es algo nuevo, algo que ha irrumpido ahora y después desaparece. Esta palabra de expresión orante del Magnificat expande y patentiza aquello que María está siendo en su plegaria personal, en toda su existencia: la verdad de su psyche, del alma, consiste en engrandecer al Señor de una manera permanente; la realidad de su pneuma, espíritu, se expresa como alegría por la salvación, de modo que su gesto (égalliasen) puede interpretarse como presente o puede indicar algo que ha empezado en un momento anterior y permanece siendo actual en el presente. 21
     

  3. Cf. R. E. Brown, o.c., 370; C. Escudero F., o.c., 194s; J. McHugh, o.c., 75-76; H. Räisänen, Die Mutter Jesu im NT, Helsinki 1969, 113-116.

  4. Cf. 1. Gomá, o.c., 70.

  5. Ibid., 61; cf. H. Schürmann, o.c., 73, nota 216.

La acción primera es engrandece (megalynei). La psyche que, egoístamente, tiende a cerrarse sobre sí misma se abre en gesto de alabanza: reconoce la grandeza del Señor, le ensalza. La misma palabra megalynei nos introduce en una dialéctica de acción de Dios y de respuesta humana: todo el AT es testimonio de la acción salvadora de Dios que engrandece a los hombres (Abraham, Israel...) y de una reacción del pueblo que devuelve la grandeza a su Señor, proclamando su gloria y alabanza, especialmente en los salmos 22. Este esquema se repite en el NT, especialmente en Lc 1-2. Aquí se dice que Dios hace cosas grandes: hace grande a Juan, grande a Jesús (1,15.32); ha expresado su gran misericordia en Isabel (1,58); y sobre todo, el texto del Magníficat añade que ha hecho cosas grandes (megala) en María. Por eso, el orante responde engrandeciendo a Dios: acoge su actuación y le proclama grande (megalynei). De esta forma, la plegaria se convierte en gesto de engrandecimiento: el hombre vive el gozo de su Dios, le reconoce grande. 23

Las observaciones anteriores nos permiten entender la peculiaridad del canto de María. Ella no utiliza otras palabras más usuales de alabanza, como son en el AT y en el NT: ainein (cantar), doxadsein (glorificar), eulogein (bendecir), eukharistein (dar gracias)... Ninguna de ellas le habría permitido introducir la oración en ese espacio de grandeza en que se viene a situar, engrandeciendo al Kyrios porque ha hecho en ella cosas grandes. Dejarse transformar por la grandeza de Dios; esto es orar desde el Magnificat.

Pero ese ascenso al lugar de la grandeza del Señor se ha convertido desde dentro en actitud de gozo desbordante: egalliasen. La salvación de Dios lo inunda todo y el espíritu del hombre exulta por eso jubiloso. La palabra aquí empleada indica que el orante ha superado los moldes de alegría sosegada del que vive en gozo normal, conduciéndonos a un plano de la jubilación intensa: nos lleva al campo de exaltación y exultación de quien se goza de Dios en ámbito de culto (numerosos salmos); nos lleva al interior de aquel desbordamiento donde la presencia de Dios viene a traducirse como plenitud y mesianismo (cf. Is 12,6; 25,9; 29,19; 35,1.2; 41,17, etc.).24

Ese desbordamiento cúltico-mesiánico queda actualizado en el conjunto del NT y de manera especial en Lc 1-2: el ambiente de todas sus escenas viene a estar marcado por la khara (alegría) y la

  1. Cf. W. Grundmann, Megas, TWNT 4, 535-550.

  2. Cf. A. Serra, Fecit mihi magna (Lc 1,49a). ¿Una fórmula comunitaria?: Mar 40 (1978) 305-345.

  3. Cf. R. Bultmann, Agalliaomai, TDNT 1, 19-21.


    agalliasis (exultación; cf. 1,14.44; 2,10). De manera más inmediata podemos situar la alegría-exultación del Magnificat en el espacio que parte del saludo de la anunciación (khaire en Lc 1,28) y se explicita en el gesto de Isabel, cuando recibe el saludo de María (cf. Lc 1,44) 25. María asume ese movimiento, adentrándose en el corazón del gozo mesiánico y haciendo de su espíritu (su pneuma) canto de alegría ante el misterio. Vive en sí viviendo fuera de sí misma. Sube hacia el Señor y habiendo subido hasta el final se encuentra dentro de sí misma. Las palabras de su canto reflejan su experiencia más profunda, la verdad total de su existencia como vida dentro del misterio. En términos de interpretación teológica podríamos decir: ella ha traducido el Espíritu de Dios en el camino y canto de su espíritu que goza ante el misterio (cf. Gál 5,22).

    Estos son los temas de la acción de María: engrandece y se alegra, sale de sí y vuelve hacia sí misma, tiende a Dios y se introduce en la historia de su pueblo. Su acción no es algo marginal, algo que hubiera podido ser o hacerse de otra forma. Esa acción refleja el mismo ser mariano, su existencia de persona que está inmersa en el misterio del Dios que la visita.

    3. Objeto: Señor y Salvador

    La acción culmina en una meta que, a partir de los aspectos ya indicados, viene a explicitarse de dos formas: la psyche, saliendo de sí misma, se abre al Kyrios, el Señor que es grande y a quien debe engrandecerse; por su parte, el pneuma, volviendo hacia sí mismo, se inmerge en la alegría de Dios como Sóter o salvador. Esta formulación ofrece dos notas destacables: por un lado distingue entre Kyrios y Theos, aludiendo quizá de un modo implícito a la complementariedad que el AT ha establecido entre Elohim o Dios en general y Yahvé que se ha venido a interpretar después como Señor (Adonai, Kyrios). De todas formas, el mismo texto ha explicitado el sentido de Theos o Dios al entenderlo en relación con el Sóter mou, mi salvador.

    Para indicar mejor lo que supone Dios en el Magnificat debemos precisar sus tres gestos fundamentales. Se dice que Dios mira de un modo explícito a María (1,48) y de manera implícita a los hombres, dirigiéndoles su mismo rostro, su cuidado creador y protector. Expresamente se dice que Dios actúa en María (1,49) y en los hombres (1,51), en gesto que viene a explicitarse en los tres planos
     

  4. Cf. S. Lyonnet, Chaise Kecharitómené (Lc 1,28): Bib 20 (1939) 131-141.

de ideología, política y economía (1,51-53)26. Finalmente, Dios acoge al pueblo de Israel y en Israel todo el camino de la historia (1,54).

Este Dios que mira-actúa-acoge ha venido a explicitarse con tres nombres o títulos. No es sólo Kyrios y Soter. Es poderoso (1,49a), santo (1,49b) y misericordioso (implícitamente en 1,50). La unión de esos títulos y especialmente la correlación entre santidad-misericordia definen el sentido de Dios y su presencia entre los hombres. Este es, finalmente, un Dios que cumple y que recuerda su palabra de misericordia, estableciendo así una historia de fidelidad que permanece para siempre (cf. 1,54-55).27

Estos elementos (gestos y títulos) de Dios se expresan, como ya hemos indicado, en dos palabras clave. Dios es ante todo Kyrios: Señor que guía poderoso y santo los caminos de la historia de su pueblo. Al mismo tiempo es el Söter: salvador cercano y misericordioso que viene a introducirse en el camino de la historia como amigo y liberador de los hombres. Su söteria o salvación se expresa de manera privilegiada dentro del Magnificat por medio de esa gran inversión que han proclamado las palabras centrales, victoriosas de 1,51-53.

María engrandece al Kyrios. Kyrios o Señor es traducción del Yahvé del AT, el Dios grande y poderoso, Dios viviente que se eleva frente a todos los ídolos de este mundo. Pues bien, en un momento dado el nombre de Yahvé viene a mostrarse tan sagrado y misterioso que los fieles no se atreven ni siquiera a pronunciarlo. Por eso han puesto en su lugar el término de Adonai o Kyrios, que es Señor. Pues bien, María ha descubierto ahora la grandeza plena de ese Dios; por eso le engrandece y canta. Se descubre precisamente como Sierva (doulé) al ensalzarle y ponerse a su servicio, como hace el Cristo siervo (doulos) de Dios Padre en Flp 2,6-11 (Lc 1,38.48).28

María sabe que el Kyrios es Söter o Salvador: es el amigo muy cercano que mira, ayuda, vence, transfigura. La revelación de la grandeza de Dios va siempre unida al descubrimiento de su cercanía salvadora: siendo el exaltado, Dios se muestra como el más cercano; estando lejos, se descubre cerca (dentro) de los hombres. Por eso, el movimiento de salida del orante (¡yo engrandezco!) quiebra desde dentro y viene a culminar en forma de alegría y gozo por la liberación. El mismo Dios se manifiesta así como poder de salvación: es el Söter que se introduce en nuestra vida y transfigura los caminos de la historia: « ¡despliega la fuerza de su brazo!...; ¡derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes! ; ¡a los hambrientos los colma de bienes, a los ricos los despide vacíos!» (1,51-53). Esta es su söteria, su actuación liberadora; por eso el canto le proclama Dios, mi Salvador. 29

Precisamente en la unión de esas dos líneas de santidad y misericordia (1,49b-50a), de señorío y salvación liberadora (1,46b-47), encuentra esta oración su hondura y equilibrio. El estilo del paralelismo ha valido para marcar los dos momentos del creyente, como vida-psyche y como espíritu-pneuma. El mismo estilo nos introduce en la paradoja de Dios que es señorío trascendente (¡el que es!) al revelarse como salvación cercana que nos libra de las injusticias y opresiones de la historia. Por eso es necesario que elevemos a Dios el corazón y traduzcamos su presencia en forma de realidad liberadora, al servicio de los pobres y pequeños de la tierra.

Todavía queda un dato. En la línea de algunos textos fundamentales del AT (cf. Sal 94,1 LXX; Hab 3,18; Eclo 51,1), la alegría del orante se dirige a Dios, el Salvador, más que a los gestos o motivos de su salvación concreta dentro de la historia. Antes que la söteria importa el Dios Söter. Pero después de mostrar eso debemos añadir que la söteria de Dios está incluida en su esencia de Söter: sabemos que Dios es Salvador en la medida en que venimos a encontrarle en el camino de María, como amigo cercano que le eleva y transfigura; le descubrimos Salvador en el gesto impresionante de su obra mesiánica, elevando a los humildes y ofreciendo pan a los hambrientos, dentro de la historia.

Pero con esto desbordamos ya los límites del tema aquí trazado. Volveremos a estudiarlo, en clave de liberación, en el capítulo siguiente dedicado al evangelio de María. La inversión mesiánica de Lc 1,51-53 vendrá a manifestarse ante nosotros como fundamento de la acción cristiana de María y signo de su influjo (su presencia) dentro de la Iglesia.

  1. Cf. E. Hamel, Le Magnificat et le renversement des situations: Greg 60 (1979) 55-84; C. Escudero F., o.c., 200-225.

  2. Sobre el sentido teológico de la memoria de Dios, cf. D. Mfnguez, o.c., 69-70.

  3. El Kyrios teológico del Magnificat se debe comparar al Kyrios cristológico de Flp 2,6-11. Cf. A. Contri, 11 Magnificat alla luce dell'inno cristologico di Flp 2, 6-11: Mar 40 (1978) 164-168.

  4. La visión cristiana de Dios debe ser poderosa, aunque no exclusivamente, reformulada a partir del Magnificat. Cf. J. Dupont, Le Magnificat comme discourse sur Dieu: NRT 102 (1980) 332-335. Volveré al tema en el cap. 4 de este libro.

XABIER PIKAZA
LA MADRE DE JESÚS