4. Los Africanos.


L
os comienzos de la iglesia de África fueron relativamente tardíos; sin embargo, su contribución a la literatura y a la teología cristianas de la antigüedad es mucho mayor que la de Roma. Dio al Occidente cristiano el pensador más original del período anteniceno, Tertuliano, además del Obispo mártir, Cipriano, y de los teólogos seglares Arnobio y Lactancio.

Según la tradición, África fue evangelizada por Roma, aunque en realidad carecemos de información verdadera sobre la fundación de esa iglesia. Es un hecho, sin embargo, que ya desde una época muy remota los cristianos de África volvieron sus ojos a Roma en busca de dirección. Se comunicaban con la capital con más frecuencia que con ninguna otra ciudad y sentían hondo interés por todo lo que allí acontecía. Todos los movimientos intelectuales y todos los acontecimientos de orden disciplinar, ritual o literario que se dieran en Roma encontraban inmediatamente un eco en Cartago. El mejor testimonio en favor de estas relaciones íntimas lo ofrecen los escritos de los autores africanos.

Hay motivos para pensar que en. África, lo mismo que en Roma, el Evangelio se predicó al principio en griego. Se sabe, por ejemplo, que cuatro obras de Tertuliano se publicaron primero en esta lengua, De spectaculis, De baptismo, De virginibus velandis, De corona militis, y una no se publicó jamás en latín, De exstasi. Es probable que sea también Tertuliano el autor de la Passio Perpetuae et Felicitatis (véase p.176s), que apareció en las dos lenguas. Vemos en ella (13) que Perpetua sostiene una conversación en griego con el obispo Optato y el sacerdote Aspasio.

 

Las Primeras Versiones Latinas de la Biblia.

El más antiguo documento latino del África cristiana, del que se tiene noticia, son las Actas de los mártires Scilitanos (cf. p.174), que fueron condenados a muerte el 17 de julio del año 180. Esta obra nos suministra la prueba más antigua de la existencia de una traducción de parte del Nuevo Testamento. Acusados ante el tribunal del procónsul Saturnino en Cartago, los santos declararon que llevaban consigo Libri et epistulae Pauli, viri iusti. Es difícil creer que gente de tan baja condición supiera el griego. Unos años más tarde, Tertuliano certifica la existencia de una versión de toda la Biblia (Adv. Prax. 5; De monog. 11). No tenía carácter oficial, y él la critica en varias ocasiones. No obstante, hacia el 250, la iglesia de África tenía ya, según parece, una edición latina de toda la Escritura reconocida como oficial, como lo demuestra la fidelidad con que Cipriano la cita a lo largo de toda su obra literaria. De hecho, sus dos colecciones de extractos de los libros sagrados, Ad Fortunatum y Ad Quirinum, juntamente con los extractos de los profetas Prophetiae ex omnibus libris collectae, de un autor anónimo de principios del siglo IV, constituyen los mejores testigos de su texto.

En la Passio Perpetuae et Felicitatis (12), los ángeles entonan el Sanctus en griego. Tertuliano en el De spectaculis (25,5) censura a los que asisten a los espectáculos públicos, porque profanan fórmulas de plegaria como είς αΙώνα$ απ' αΐωνος. Son indicios, tal vez, de que originalmente la liturgia se celebraba en griego. Parece, no obstante, que África adoptó el latín mucho antes que Roma como lengua litúrgica.

Los escritores africanos de este período son testigos de la dura lucha que la Iglesia tuvo que sostener contra sus enemigos de fuera en sangrientas persecuciones y contra sus enemigos de dentro en controversias heréticas. Desde las Actas de los mártires de Scili, el Apologeticum, Ad nationes y Ad Scapulam de Tertuliano, el De lapsis de Cipriano y su propio martirio, hasta el Ad nationes de Arnobio y De mortibus persecutorum de Lactancio, se deja sentir sin interrupción la hostilidad de los paganos. No parece, pues, que haya sido cosa del azar que el aforismo Semen est sanguis christianorum naciera en África (TERT., Apol. 50,13). La rápida expansión del cristianismo en esta región se hubo de pagar con el exorbitante precio de muchos martirios.

Pero fue más grave todavía la ofensiva que procedía del interior mismo. Vemos al más grande de los autores africanos luchar contra diferentes sectas gnósticas, los valentinianos y los seguidores de Marción (cf. p.256-260), para caer él mismo, finalmente, en el montañismo. No puede menos de impresionarnos la honda preocupación de Cipriano por la unidad de la Iglesia en su lucha contra los cismas de Novaciano y Felicísimo, y, con todo, le vemos a punto de romper con Roma en la amarga controversia con el papa Esteban sobre la validez del bautismo de los herejes.

Finalmente, los escritores africanos nos permiten comprobar, mejor que los otros escritores del Occidente, la gran diferencia existente entre las cristiandades griega y latina, diferencia que se irá acentuando en el transcurso de los siglos, pero que aparece ya profunda en esta época tan remota. Nos la hará ver inmediatamente la comparación entre los primeros grandes teólogos de ambas partes. Mientras a Clemente de Alejandría y a Orígenes les interesa ante todo poner de relieve el contenido metafísico del Evangelio y probar que la fe es la única verdadera filosofía, muy por encima de los sistemas helenísticos, Tertuliano y Cipriano ponen sumo empeño en resaltar el concepto cristiano de la vida sobre el fondo de los vicios que caracterizan el paganismo. Los alejandrinos subrayan el valor objetivo de la redención, que se funda en la encarnación del Logos; al encarnarse, el Logos llenó la humanidad de un poder divino. Los africanos centran su atención en el aspecto subjetivo de la salvación, o sea, en lo que queda por hacer al individuo, insisten en la fe en acto, en la lucha del cristiano contra el pecado y en la práctica de la virtud. La diferencia entre estos puntos de vista corresponde a la inclinación natural y carácter de los orientales y occidentales.

 

Tertuliano.

Quinto Septimio Florencio Tertuliano, natural de Cartago, nació hacia el año 155. Su padre era un centurión de la cohorte proconsular. Eran paganos tanto el padre como la madre. Tertuliano tenía una sólida formación jurídica y adquirió gran fama como abogado en Roma. Con toda probabilidad hay que identificarle con el jurista Tertuliano, de quien citan varios pasajes los digestos del Corpus Iuris Civilis. Después de su conversión, ocurrida hacia el 193, se estableció en Cartago, e inmediatamente puso toda su cultura jurídica, literaria y filosófica al servicio de la fe cristiana. Por Jerónimo (De vir. ill. 53) sabemos que fue ordenado sacerdote. El no hace mención nunca de su estado clerical, pero su posición única y su preponderante papel de maestro difícilmente se podrían explicar si hubiera permanecido siempre en el laicado. Fue entre los años 195-220 cuando desplegó su actividad literaria. El gran número de escritos que compuso durante este tiempo han ejercido una influencia duradera sobre la teología. Hacia el año 207 pasó abiertamente al montañismo, y llegó a ser jefe de una de sus sectas, llamada de los tertulianistas, que perduró en Cartago hasta la época de San Agustín. Se desconoce el año de su muerte, que debió de ocurrir después del 220.

Excepción hecha de San Agustín, Tertuliano es el más importante y el más original de los autores eclesiásticos latinos. Combina un profundo conocimiento de la filosofía, de las leyes y de las letras latinas y griegas con un vigor inagotable, con una retórica inflamada y una sátira mordaz. Su actitud no admite compromisos. Luchador empedernido, no concede tregua a sus enemigos, sean paganos, judíos, herejes o, más tarde, católicos. Todos sus escritos son polémicos. No dice las razones que le indujeron a convertirse. No fue evidentemente una concienzuda comparación de los diversos sistemas filosóficos la que le llevó a la fe, como en el caso de San Justino. Parece que lo que más influyó en él fue el heroísmo de los cristianos en tiempos de persecución, puesto que en uno de sus escritos dice: "Todo el mundo, ante constancia tan prodigiosa, se siente como sobrecogido por una inquietud y desea ardientemente averiguar su causa; en cuanto descubre la verdad, la abraza inmediatamente" (Ad Scapulam 5). La verdad fue el objetivo supremo de su defensa del cristianismo, de sus ataques contra el paganismo y la herejía:

Veritas nihil erubescit nisi solummodo abscondi

escribe en Adv. Valent. 3. De temperamento violento y de ardiente energía, alimentó dentro de sí una pasión fanática por la verdad. En una de sus obras, la palabra veritas aparece ciento sesenta y dos veces. Todo el problema del cristianismo y del paganismo se reduce para él a la vera vel falsa divinitas. Cuando Cristo fundó la nueva religión, lo hizo para conducir la humanidad in agnitionem veritatis (Apol. 21,30). El Dios de los cristianos es el Deus verus; los que le hallan, encuentran la plenitud de la verdad. Veritas es lo que odian los demonios y rechazan los paganos; los cristianos sufren y mueren por ella. Veritas distingue al cristiano del pagano. En todas estas afirmaciones hay un profundo sentimiento religioso y un ardiente deseo de sinceridad. No es justo presentar a Tertuliano como un jurisconsulto y retórico inclinado al sofismo. Tertuliano habla con el corazón en la mano. En su defensa del espíritu religioso se muestra inflexible. "Todo hombre tiene derecho — dice — a escoger su propia religión" (Ad Scapulam 2). No puede ponerse en duda que él estaba dispuesto a morir por su fe. En las últimas palabras de su Apologeticum da libre curso a su apasionado deseo de sufrir el martirio. Se opone a la fuga en tiempo de persecución. A esta firmeza de convicción sabe juntar la sinceridad acerca de su persona. Conoce sus defectos; cuando escribe sobre la paciencia, se compara a un inválido que hablara de la salud, porque se sabe enfermo con la fiebre de la impaciencia. Fue, en efecto, esa impaciencia la que con harta frecuencia le privó del éxito. Aunque sabe que "la verdad persuade enseñando, pero no enseña al querer persuadir" (Adv. Val. 1), siempre trata de probar demasiado. Cuandoquiera que habla, actúa como un abogado preocupado únicamente de ganar su causa y de aniquilar al adversario. Por esto, en más de una ocasión puede ser que reduzca a silencio a sus adversarios, pero no los convence.

 

Estilo y lenguaje.

Tertuliano tiene un estilo personal, aunque siguiera las tradiciones literarias de su época. Sus obras ofrecen numerosos ejemplos que demuestran que estaba familiarizado con la técnica de la retórica. Se inspira en la manera "asiática" de los oradores griegos, que prefiere frases cortas a largos períodos y acumula preguntas seguidas de respuestas rápidas a manera de "staccato." A Tertuliano le gustan las antítesis, las frases balanceadas y los juegos de palabras. Muestra también una marcada preferencia por formas de expresión poco comunes. Acuñó palabras y frases como ningún otro escritor había sido capaz de hacerlo después de Tácito. A esto y a su amor por la concisión se debe la oscuridad de pensamiento que se advierte en sus obras; la observación de Vicente de Leríns Quot paene verba, tot sententiae no carece de fundamento.

A pesar de esto, la contribución de su genio artístico al lenguaje de la Iglesia primitiva es de primera importancia. Sus obras siguen siendo la fuente principal para nuestro conocimiento del latín cristiano. Contienen gran cantidad de palabras nuevas que fueron adoptadas por los teólogos posteriores y han hallado un lugar permanente en el vocabulario dogmático. Por esta razón se ha llamado a Tertuliano "el creador del latín eclesiástico." Esto, sin embargo, es una exageración y no tiene suficientemente en cuenta la honda y duradera influencia de las más antiguas traducciones de la Biblia, donde se usaron por vez primera muchas de las palabras que se creían inventadas o adaptadas por Tertuliano, como lo ha probado recientemente A. Kolping respecto a la palabra sacramentum. Sin embargo, aun con esta reserva queda bastante claro que es creación propia de Tertuliano, como para asegurarle un lugar prominente en la historia del latín cristiano.

 

I. Sus Escritos.

1. Transmisión del texto

Desde los comienzos de la Edad Media deben de haber existido, por lo menos, seis colecciones de las obras de Tertuliano.

1. El Corpus Trecense es el más pequeño y probablemente el más antiguo. Su principal representante es el Codex Trecensis 523 (T), que fue descubierto por Dom A. Wilmart en la biblioteca de Troyes el año 1916. Contiene cinco tratados más o menos completos: Adversus Iudaeos, De carne Christi, De carnis resurrectione, De baptismo, De paenitentia. Escrito en el siglo XII en Clairvaux, el Codex Trecensis se considera como el más valioso de todos. J. W. Ph. Borleffs ha probado que las notas marginales de la edición de Tertuliano por Martín Mesnart (París 1545) contienen una selección de variantes de este códice. Kroyman opina que el Corpus Trecense remonta, quizá, a la época de Vicente de Leríns (+ 454) y que, en todo caso, representa el primer intento encaminado a rehabilitar la reputación de las obras de Tertuliano.

2. El Corpus Masburense ha llegado a nosotros en copias de fecha más reciente que el Trecense, aunque, como colección, debe de ser anterior al 494, año en que el Decretum Gelasianum condenó todas las obras de Tertuliano. Conocemos su texto por la edición de Segismundo Gelenio (Basilea 1550), basada en la Mesnartiana y en el Codex Masburensis, que ya no existe. Este códice contenía doce tratados: De carnis resurrectione, De praescriptione haereticorum, De monogamia, De testimonio animae, De anima, De spectaculis, De baptismo, Scorpiace, De idololatria, De pudicitia, De ieiunio, De oratione.

3. El Corpus Agobardinum, conservado en el Codex Agobardinus, comprendía originalmente veintiuna obras de Tertuliano. Hoy día, el manuscrito Codex Parisinus latinus 1622, saec. IX, llamado Agobardinus (A) por el nombre de su propietario el arzobispo Agobardo de Lyón (814-840), contiene solamente trece: Ad nationes, De praescriptione haereticorum, Scorpiace, De testimonio animae, De corona, De spectaculis, De idololatria (incompleta), De anima (incompleta), De oratione (incompleta), De cultu feminarum (incompleta), Ad uxorem, De exhortatione castitatis, De carne Christi (hasta el c.10). A pesar de sus defectos, este códice en pergamino sigue siendo una fuente generalmente segura para la historia del texto. La colección data probablemente de la misma época que el Corpus Masburense.

4. El Corpus Cluniacense fue compuesto verosímilmente más tarde que los tres anteriores, en España, al parecer hacia la mitad del siglo VI. Contiene la colección más importante de las obras de Tertuliano; comprende veintisiete tratados, entre ellos los escritos antiheréticos, que no se encuentran en ninguna de las otras tres colecciones. El Corpus Cluniacense ha llegado a nosotros en un buen número de manuscritos, que dependen todos de los Codd. Cluniacenses que se perdieron. El más importante es el Codex Montepessulanus 54, saec. XI (M) de la Bibliothéque Municipale de Montpellier. Contiene De patientia, De carne Christi, De resurrectione carnis, Adversus Praxean, Adversus Valentinianos, Adversus Marcionem, Apologeticum. El Codex Paterniacensis 439, saec. XI (P), ahora en Schlettstadt, está emparentado con el Montepessulanus, pero es muy inferior a él en calidad. Da el texto de De patientia, De carne Christi, De resurrectione carnis, Adversus Praxean, Adversus Valentinianos, Adversus Iudaeos, De praescriptione haereticorum, el espúreo Adversus omnes haereses, Adversus Hermogenem. Pertenecen al mismo grupo el Codex Florentinus Magliebechianus, Conventi Soppressi VI 9, saec. XV (N), el Codex Florentinus Magliebechianus, Conv. Soppr. VI 10, saec. XV (F), el Codex, Vindobonensis 4194, saec. XV (V), el Codex Leydensis Latinas 2, saec. XV (L), y una serie de manuscritos italianos más recientes, que dependen todos de Ν ο F. Este grupo contiene, ademαs de los mencionados más arriba, los tratados De fuga, Ad Scapulam, De corona, Ad martyras, De paenitentia, De virginibus velandis, De culta feminarum, De exhortatione castitatis, Ad uxorem, De monogamia, De pallio.

5. Otro Hábeas, sin relación con los cuatro precedentes, era desconocido hasta hace poco. Gusta Claesson, filólogo sueco, descubrió en un manuscrito de la Biblioteca Vaticana, Codex Ottobonianus Latinus 25, saec. XIV, extractos de los tratados de Tertuliano De pudicitia, De paenitentia, De paitentia y De spectaculis. Las lecciones son en unos lugares idénticas a las del Trecense, pero en otras muestran tal independencia que es obligado admitir la existencia de un quinto Corpus.

6. Por último, recientemente se ha hecho en los Países Bajos un descubrimiento sorprendente. A. P. van Schilfgaarde y G. I. Lieftink publicaron un fragmento del De spectaculis hallado en los archivos de Keppel, hoy día en la biblioteca de Leiden. Proviene de un manuscrito del siglo IX; es, por consiguiente, anterior a todos los ejemplares de Tertuliano que poseíamos hasta el presente; ofrece un texto que no se encuentra en ninguno de los corpus mencionados arriba. Fue escrito en Colonia y originalmente pertenecía quizá a la biblioteca de la catedral. En efecto, el catálogo más antiguo (n.833) de aquella catedral menciona un manuscrito con varios tratados de Tertuliano, sin dar el nombre de su autor. Es posible que el fragmento de Keppel perteneciera a este manuscrito. Además, el catálogo de Colonia, otro catálogo de la abadía de Corbie y un manuscrito actualmente perdido, de cuyas variantes se sirvió Pamelio en su edición de Tertuliano gracias a los buenos servicios de Johannes Clemens Anglus, prueban la existencia de otro corpus.

Por las primeras ediciones impresas tenemos, además, noticia de otros manuscritos que ya no existen, que tienen también su importancia para la historia del texto.

La editio princeps de Beatus Rhenanus, publicada en 1521 en Basilea (R), se basa en el Codex Paterniacensis (P) y en el Codex Hirsaugiensis, hoy desaparecido, que dependía de los Cluniacenses y había pertenecido antiguamente al monasterio de Hirsau de Wurtemberg. En una tercera edición, publicada en París el año 1539, Rhenanus usó, además, un Codex Gorziensis del monasterio de Corea, cerca de Metz. Este códice, emparentado también con el grupo de los Cluniacenses, ha desaparecido. La editio princeps comprendía los tratados De patientia, De carne Christi, De resurrectione carnis, Adversus Praxean, Adversus Valentinianos, Adversus Iudaeos, De praescriptione haereticorum (Adversus omnes haereses), Adversus Hermogenem.

La edición de M. Mesnart (B), publicada el año 1545 en París, añade los siguientes tratados: De Trinitate (de Novaciano), De testimonio animae, De anima, De spectaculis, De baptismo, Scorpiace, De idololatria, De pudicitia, De ieiunio, De cibis iudaicis (de Novaciano), De oratione. El editor los tomó de un manuscrito del que no da el nombre ni hace la descripción. Por el texto del De baptismo se ve que el códice era inferior al Codex Trecensis; en los márgenes se dan, sin embargo, algunas lecciones tomadas de este último códice, como ya dijimos más arriba. Mesnart se sirvió, además, del Codex Agobardinus y de otro manuscrito desconocido.

La edición (Gel.) de Segismundo Gelenio (Basilea 1550) está basada en la Mesnartiana y en un Codex Masburensis, como ya dijimos.

La edición (Pam.) de Jacobo Pamelio (Amberes 1579) depende de las de Mesnart y Gelenio. Empleó, además, el Codex Iohannis Clementis Angli, que ya no existe, y que contenía De spectaculis, De praescriptione haereticorum, De resurrectione carnis, De monogamia, De ieianio, De pudicitia.

La edición de Francisco Junius (Jun.), publicada en Franeker en 1597, no es más que una reimpresión de la Pameliana. Son de importancia sus Adnotationes, porque introducen excelentes correcciones.

La edición (Rig.) de Nicolao Rigault (París 1634) se basa en el texto del Agobardino, en el cual Ph. Priorius, en la segunda edición y otras posteriores, introdujo algunas variaciones.

 

2. Los escritos apologéticos de Tertuliano.

Entre las obras apologéticas de Tertuliano, los libros Ad nationes y el Apologeticum están relacionados entre sí. Los dos fueron escritos el año 197 y tratan del mismo asunto. Sin embargo, el Apologeticum representa una forma más acabada. Por esta razón y por algunas alusiones concretas a la revuelta de Albino contra Septimio Severo y a la sangrienta batalla que siguió en Lión el 19 de febrero del año 197, se deduce que el Ad nationes fue compuesto antes que el Apologeticum.

1. A los paganos (Ad nationes).

Este tratado consta de dos libros. El primero empieza demostrando que el procedimiento jurídico seguido contra los cristianos no solamente es irracional, sino que va contra todos los principios de la justicia. Esta iniquidad es fruto de la ignorancia: los paganos condenan lo que no conocen (c.1-6). En los capítulos siguientes (7-19), el autor refuta las calumnias que se habían hecho corrientes. Prueba que son falsas, pero añade que, aun en el caso de que fueran verdaderas, los paganos no tendrían por eso derecho a condenar a los cristianos, puesto que ellos mismos cometen crímenes peores. Mientras el primer libro permanece en la defensiva, el segundo es más agresivo. Contiene una acerada crítica de la religión pagana en general y ataca en particular las creencias romanas sobre los dioses. Tertuliano se vale aquí del Rerum divinarum libri XVI de Varrón, donde los dioses se dividen en tres clases: dioses de los filósofos, dioses de los poetas, dioses de las naciones. Tertuliano investiga el concepto de Dios y prueba que las divinidades paganas son puras invenciones humanas.

2. Apología (Apologeticum).

El Apologeticum es la obra más importante de Tertuliano. Difiere notablemente del libro Ad nationes, a pesar de la semejanza de contenido. El Apologeticum sigue un plan y tiene más unidad que el Ad nationes. Este parece más una colección de materiales que una composición acabada. El Apologeticum, en cambio, da decididamente la impresión de estar inspirado en una idea personal del autor y de haber sido creado por una personalidad que domina el material que tiene a su disposición. El razonamiento reviste una forma más jurídica, al paso que la argumentación del Ad nationes es filosófica y retórica. En el Apologeticum el autor se muestra más circunspecto que en el Ad nationes, porque el destinatario es distinto en los dos. Como lo indica el mismo título, el Ad nationes va dirigido al mundo pagano en general, mientras que el Apologeticum está destinado a los gobernadores de las provincias romanas, a quienes ataca al mismo tiempo que trata de convencerles. Por esto, el Ad nationes corresponde al tipo del Λóγος προς Ελληνας mientras que el Apologeticum representa al de la απολογία.

 

Contenido.

La ignorancia explica el odio y las persecuciones de que son victimas los cristianos:

La verdad sabe que vive como peregrina en la tierra; que, entre extraños, fácilmente encuentra enemigos, pero que su familia, su mansión, su esperanza, su crédito y su dignidad los tiene en los cielos. Entre tanto, no tiene más que un deseo: que no se le condene sin ser conocida. ¿Qué tienen que perder vuestras leyes, que mandan en su propio imperio, si se la deja oír? (1,2).

El procedimiento judicial adoptado por las autoridades va contra toda la tradición y contra todos los principios de la justicia. Ni siquiera los paganos pueden dar una razón aceptable de su odio contra el nombre de "cristiano." El valor de toda legislación humana depende de su moralidad y del fin que persigue; por tanto, la religión cristiana no puede ser contraria a los decretos del Estado. Además, la historia demuestra que fueron solamente los emperadores malos los que promulgaron edictos contra ella: "Tales fueron siempre nuestros perseguidores, hombres injustos, impíos, infames, a quienes vosotros mismos acostumbráis a condenar y soléis rehabilitar a los que ellos condenaron" (5,5).

Este hecho proyecta luz sobre el valor de estos decretos. Además, la historia nos dice que las leyes pueden revocarse, y de hecho muchas lo han sido. Después de esta introducción, que consta de seis capítulos, Tertuliano trata primero brevemente de los crímenes secretos (c.7-9) y se detiene luego en los crímenes públicos que se imputan a los cristianos. Nunca se ha probado que cometieran el infanticidio sacramental o que se entregaran a banquetes de Thyeste o que cometieran incestos. "Desde tanto tiempo, el único testigo de los crímenes de los cristianos es el rumor" (17,13). Los paganos, en cambio, son culpables de tales enormidades. Son serias las acusaciones de desprecio de la religión del Estado (intentatio laesae divinitatis) y de alta traición (titulus laesae augustioris majestatis). Al defenderse contra la acusación de estos crímenes públicos Tertuliano hace gala de toda su pericia de jurista. Los cristianos, dice, no toman parte en el culto de los dioses paganos, porque éstos no son más que hombres ya muertos y sus imágenes son materiales e inanimadas. Nada tiene de extraño, pues, que se haga burla de tales divinidades en el teatro y sean menospreciadas en el templo. Los cristianos veneran al Creador del mundo, al único Dios verdadero, que se ha revelado en las Escrituras. Es, pues, injusto acusarles de ateísmo, puesto que los llamados dioses de los paganos no son dioses:

Toda esa confesión de aquellos que reconocen no ser dioses y no haber otro Dios sino Aquel a quien nosotros pertenecemos, es bastante idónea para alejar de nosotros el crimen de lesa patria y más de lesa religión romana. Porque si es cierto que vuestros dioses no existen, cierto es también que no existe vuestra religión, y si es cierto que vuestra religión no es tal, por no existir ciertamente vuestros dioses, cierto es asimismo que no somos nosotros reos de lesa religión. Antes al contrario, sobre vosotros rebotará tal imputación, pues adorando la mentira, y no contentos con descuidar la religión verdadera del Dios verdadero, llegáis aun a combatirla, cometiendo verdaderamente un crimen de verdadera irreligiosidad (24,1-2) (trad.G. Prado).

Tertuliano pide ahora la libertad de religión:

Mirad bien, en efecto, de que no sea ya un crimen de impiedad el quitar a los hombres la libertad de religión y prohibirles la elección de divinidad, o sea, de no permitirme honre al que yo quiera honrar, forzándome a honrar al que no quiero honrar. Nadie, ni siquiera un hombre, quisiera ser honrado por el que lo hace forzado. Por donde se otorga a los egipcios libertad de practicar su vana superstición, consistente en poner a pájaros y animales al par de los dioses, y en condenar a muerte al que hubiere matado alguno de estos dioses suyos. Cada provincia, cada ciudad tiene su dios peculiar... Y nosotros somos los únicos a quienes no es concedido tener religión propia. Ofendemos a los romanos y ni somos reputados como romanos, por cuanto no honramos a un dios que no es de romanos. Gracias a que es Dios de todos los hombres, de quien, de grado o por fuerza, todos somos. Mas entre vosotros está permitido adorar a todo menos al Dios verdadero, como si no fuese más bien el Dios de todos, del que somos todos (24,6-10) (trad. G. Prado).

Tertuliano refuta a continuación la creencia general de que los romanos rigen el mundo porque adoran sus ídolos; únicamente el Dios verdadero encomienda la dominación universal a quien le place. No es por testarudez que los cristianos se niegan a adorar las divinidades del Estado, sino porque se dan cuenta que ese homenaje va destinado a los demonios. Por lo tanto, no pueden sacrificar, ni siquiera por la salud del emperador, sobre todo teniendo en cuenta que esos supuestos dioses son incapaces de ayudarle. Su negativa no se les puede imputar como un crimen. Al contrario, ellos ruegan al verdadero Dios por el emperador. Tertuliano muestra entonces que toda autoridad viene de Dios:

Porque nosotros invocamos por la salud de los emperadores al Dios eterno, al Dios verdadero, al Dios vivo, al que los mismos emperadores prefieren tener propicio a todos los demás. Saben que El les ha dado el Imperio; saben, en cuanto hombres, quién les ha otorgado también la vida; sienten ser El el único Dios, bajo cuyo único poder están, viniendo en segundo lugar en pos de El y siendo los primeros, después de El, antes que todos y sobre todos los dioses. Y ¿por qué no, si están sobre todos los hombres que ciertamente viven y sobre los muertos? Recapacitan hasta dónde alcanzan las fuerzas de su mando y ven así cómo Dios existe, reconociendo que contra El nada pueden, que con El son poderosos. Finalmente, que el emperador declare al cielo la guerra, que arrastre triunfante al cielo cautivo, que ponga centinelas en el firmamento, que le imponga tributos. No lo puede: es grande por ser menor que el cielo. El mismo es de Aquel de quien es el cielo y toda criatura. De allí es el emperador, de donde es el hombre antes de ser emperador; de allí le viene el poder, de donde él respiró (30,1-3) (trad. G. Prado).

A fin de demostrar que los cristianos no son enemigos del Estado ni de la raza humana, y que es injusto catalogar sus asociaciones entre las ilegales, Tertuliano hace una descripción encantadora del culto cristiano:

Somos una corporación por la comunidad de religión, la unidad de disciplina y el vínculo de una esperanza. Nos juntamos en asambleas y congregaciones para alabar a Dios con nuestras oraciones, como una actividad constante y cerrada. Esta actividad es a Dios grata. Oramos también por los emperadores, por sus ministros y por las autoridades, por el estado presente del siglo, por la paz del mundo, por la dilación del fin. Nos reunimos para recordar las divinas letras, por si la índole de tiempos presentes nos obliga a buscar en ellas o premoniciones para el futuro o explicaciones del pasado. Es cierto que con esas santas palabras apacentamos nuestra fe, levantamos nuestra esperanza, fijamos nuestra confianza, estrechamos asimismo nuestra disciplina, inculcando los preceptos. En tales asambleas se tienen también las exhortaciones, los castigos, las reprensiones en nombre de Dios. Porque entre nosotros se juzga con gran peso, ciertos como estamos en la presencia de Dios, siendo un terrible precedente para el futuro juicio, si alguien de nosotros hubiere delinquido de tal modo que se aleje de la comunión en la oración, de las juntas y de todo santo comercio. Presiden bien probados ancianos, que han alcanzado tal honor no con dinero, sino por el testimonio de su santa vida, porque ninguna cosa de Dios cuesta dinero. Y aunque exista entre nosotros una caja común, no se forma como una "suma honoraria" puesta por los elegidos, como si la religión fuese sacada a subasta. Cada cual cotiza una módica cuota en día fijo del mes, cuando quiere, y si quiere, y si puede, porque a nadie se le obliga: espontáneamente contribuye. Estos son como los fondos de piedad. Porque de ellos no se saca para banquetes, ni libaciones, ni estériles comilonas, sino para alimentar y sepultar menesterosos, y niños y doncellas huérfanos, y a los criados ya viejos, como también a los náufragos, y si hay quienes estuvieren en minas, en islas, en prisiones únicamente por la causa de nuestro Dios, son también alimentados por la religión que profesan. Y esta práctica de la caridad es más que nada lo que a los ojos de muchos nos imprime un sello peculiar. "Ved — dicen — cómo se aman entre sí," ya que ellos mutuamente se odian. "Y cómo están dispuestos a morir unos por otros," cuando ellos están más bien preparados a matarse los unos a los otros (39,1-7) (trad. G. Prado).

En la sección final (46-50), Tertuliano rechaza la idea de que el cristianismo no sea más que una nueva filosofía. Es mucho más que una especulación sobre los orígenes del hombre. Es una revelación divina. Es una verdad manifestada por Dios. Por esta razón no la pueden destruir sus enemigos y perseguidores: "Pero de nada sirven cualesquiera de vuestras más refinadas crueldades; antes son un estímulo para nuestra secta. Nos hacemos más numerosos cada vez que nos cosecháis: semilla es la sangre de los cristianos" (50,13).

Por diversos pasajes de Eusebio en su Historia eclesiástica sabemos que el Apologeticum se tradujo al griego, sin duda poco después de su aparición. La versión, hecha probablemente en Palestina, desapareció no mucho después, pero es una prueba de la importancia de la obra de Tertuliano. A juicio de todos, el Apologeticum es su obra maestra y la corona de todas sus obras.

 

Transmisión del Texto del "Apologeticum."

Debido a su gran importancia, el Apologeticum es el escrito que cuenta con mayor número de manuscritos. Tiene una tradición textual propia, pues figura entre los escritos de Cipriano, Lactancio y Jerónimo, y, en cambio, al principio estuvo excluido de las cuatro colecciones mencionadas más arriba. Se añadió más tarde al Codex Montepessulanus, y desde entonces los amanuenses lo incorporaron a las obras de Tertuliano. Treinta y seis códices, por lo menos, conservan su texto y constituyen la llamada Vulgata recensio. Debemos mencionar aquí dos de ellos, el Codex Petropolitanus auct. lat. I Q v. 40, saec. IX, antiguamente Sangermanensis (S), y el Codex Parisinus 1623, saec. X (II), que ha usado Hoppe para su nueva edición en CSEL. Pero hay otra tradición textual que difiere mucho de la Vulgata recensio. Depende del Codex Fuldensis, que ha desaparecido por completo, y del que sabemos únicamente que contenía el Apologeticum y el Adversus Iudaeos. Lo vio en Fulda, en el otoño de 1584, Francisco Modius, quien lo confrontó con la edición de De la Barre y registró más de 900 variantes. Esta valiosa colección de lecciones vino a parar más tarde a manos de Francisco Junius, quien las añadió como apéndice a la segunda parte de su Tertuliano, que estaba entonces en prensa y apareció el año 1597 en Franeker. Tomándola de esta edición la reeditó Waltzins en Musée Belge 16 (1912) 188ss.

En la Stadtbibliothek de Bremen halló Hoppe un manuscrito c.48, que reproduce, en las páginas 131-146, el comienzo de la colación de Modius, las variantes a los capítulos 1-15. A. Souter descubrió en la Kantonsbibliothek de Zurich un Codex Rhenaugiensis saec. X que contenía, entre pasajes de otros autores latinos, un fragmento del Apologeticum, que comprende los capítulos 38, 39 y 40 hasta las palabras tantos ad unum. Se probó que era, si no una copia del Fuldensis, ciertamente un testigo de su tradición textual. Así, pues, sabemos que en el siglo X había ya dos grupos diferentes de manuscritos, uno representado por la Vulgata recensio, otro por el Fuldensis.

¿Cómo se explica esta diferencia? El primero en responder a esta pregunta fue Havercamp. En su edición del Apologeticum. (Leiden 1718) sostuvo que el Fuldensis sería la primera edición del Apologeticum, y la Vulgata recensio, la segunda, y que la diferencia habría que atribuirla, por consiguiente, al mismo autor, Tertuliano. Oehler, en 1854, y Schroers, en 1914, adoptaron esta teoría, que fue defendida nuevamente por Thörnell, en 1926, y por Hoppe, en 1939. Este último reproduce en CSEL la Vulgata recensio y añade al pie las variantes del Fuldensis. Esta solución, sin embargo, es muy precaria. En primer lugar, si Tertuliano publicó una revisión de su obra, es extraño que no hable nunca de ella, como habla, en cambio, de la del Adversus Marcionem; en segundo lugar, es más sorprendente todavía que, en la antigüedad cristiana, nadie haga jamás mención de la existencia de dos versiones distintas.

Ante estas razones se buscó otra respuesta a esta difícil cuestión. C. Callewaert, en 1902, adelantó la hipótesis de que el Fuldensis conservaría el texto auténtico, pero que un desconocido amanuense de la época carolingia habría normalizado y simplificado el latín. En muchos casos no habría entendido bien a Tertuliano y habría cambiado el sentido. Esta corrupción dio origen a la Vulgala recensio y llegó a ser tan popular que suplantó al texto correcto representado por el Fuldensis. Según esta hipótesis, una edición crítica del Apologeticum debería basarse en este último y habría que desconfiar de las variantes de aquél. J. P. Waltzing, en 1919, se hizo eco de esta opinión, aunque más tarde, en su edición de 1929, utiliza el Fuldensis con muchas precauciones. Para G. Rauschen, las dos tradiciones han sido sometidas a la normalización, pero el Codex Fuldensis ofrece un texto relativamente más puro. Por eso. su edición en FP (Bonn 1912) es más bien ecléctica, y la edición de Martin (1930), que reemplazó a la de Rauschen, sigue el mismo método.

E. Löfstedt sostuvo en 1915 la superioridad del Fuldensis, y tres años más tarde la volvió a defender. Pudo demostrar que en la Vulgata recensio había interpolaciones, pero tuvo que admitir asimismo que el texto del Fuldensis ha sufrido también alteraciones, sobre todo en la última parte del Apologeticum.

 

3. El testimonio del alma (De testimonio animae).

Era un lugar común entre los filósofos helenísticos, como Posidonio, Filón, Crísipo, Séneca y otros, deducir el conocimiento de Dios del examen del macrocosmos y del microcosmos, es decir, del grande universo y del pequeño mundo del alma humana. Tertuliano sigue este ejemplo. En el capítulo 17 del Apologeticum escribe:

¿Queréis que probemos la existencia de Dios por sus obras, tantas y tales que nos conservan, nos sostienen, nos alegran, y aun por las que nos aterran? Por el testimonio mismo del alma, la que, si bien presa en la cárcel del cuerpo, o pervertida por una depravada educación, o debilitada por las pasiones y concupiscencias, o esclavizada a falsos dioses, cuando recapacita, cual si saliese de la embriaguez, o del sueño, o de alguna enfermedad y recobra la salud, invoca entonces a Dios con ese único nombre, porque el verdadero Dios es único. "¡Dios grande, Dios bueno!" y "Lo que Dios quiere." He ahí la voz universal. Reconócele también por juez al decir: "Dios lo ve" y "A Dios me encomiendo" y "Dios me lo pagará." ¡Oh noble testimonio del alma naturalmente cristiana! (17,4-6). (Trad. G. Prado.)

Tertuliano desarrolló este argumento del Apologeticum, el testimonium animae naturaliter christianae, en un tratado especial, llamado El testimonio del alma (De testimonio animae), escrito en el mismo año que el Apologeticum, el 197. El carácter apologético de este tratado, que comprende solamente seis capítulos, es evidente: el autor utiliza el testimonio del alma que no ha sido aún pervertida por la "educación," para demostrar la existencia y los atributos de Dios, la vida de ultratumba, el premio o el castigo después de la muerte. No hay necesidad de reflexión ni de instrucción filosófica. Todas estas verdades están presentes al alma. La naturaleza es la maestra del alma; ella le enseña que es imagen de Dios:

Quiero invocar un nuevo testimonio, un testimonio más conocido que todas las literaturas, más profundo que todas las ciencias, más extendido que todos los libros, superior al hombre entero, es decir, a todo lo que es humano. Comparece, pues, ¡oh alma humana! Si eres una sustancia divina y eterna, como muchos filósofos creen, eres incapaz de mentir. Si no eres divina, por ser mortal, como piensa únicamente Epicuro, entonces no deberías mentir. Ora desciendas del cielo o te haya concebido la tierra; ora estés formada de números o de átomos; sea que nazcas con el cuerpo o le seas agregada después; en fin, vengas de donde vinieres y sea como sea el modo como vienes, tú haces del hombre un animal racional, capaz de juicio y de entendimiento en el grado más alto. Pero yo no me dirijo a ti, alma, que formada en las escuelas, ejercitada en las bibliotecas y alimentada en las academias y pórticos de Grecia, vomitas sabiduría. Más bien yo te invito a comparecer a ti, que eres simple, ruda, bárbara e ignorante; a ti, tal como te poseen los que no te tienen más que a ti; a ti, que llegas directamente de la calle, de la plaza y del taller. Yo necesito tu ignorancia, ya que nadie puede creerte, desde el momento en que sepas la menor cosa. No te pido sino lo que traes al hombre contigo, lo que has aprendido por ti mismo o de tu autor, sea lo que fuere (1).

A la inversa de los apologistas griegos, Tertuliano recalca la inutilidad de la filosofía. La naturaleza, simple y pura, da en favor de la verdad un testimonio que es superior a toda erudición. Su expresión anima naturaliter christiana no se refiere a ningún conocimiento de Dios a priori, pues dice explícitamente: "Tú (el alma) no eres cristiana, lo sé bien; porque el hombre se hace cristiano, no nace tal" (c.1). La famosa frase significa más bien la conciencia espontánea que el alma tiene del Creador y que nace de la contemplación y de la experiencia, y que se manifiesta en las exclamaciones comunes del pueblo. El sentido común, por consiguiente, nos habla de la existencia de un Ser supremo. Los críticos difieren en la manera de juzgar este tratado. A algunos les parece flojo; otros, en cambio, lo consideran de gran valor; para algunos es la obra más profunda de Tertuliano y la más atrayente. Las pruebas de la existencia de Dios pueden tener sus deficiencias, pero la demostración psicológica llega a convencer aun al lector moderno.

 

4. A Scápula (Ad Scapulam).

"Es un derecho de la persona, un privilegio de la naturaleza que cada cual pueda adorar según sus propias convicciones: la religión de uno ni daña ni ayuda a otro... Ciertamente no es propio de la religión el obligar a la religión" (2). Este manifiesto de la libertad de culto se halla en la carta abierta que Tertuliano dirigió a Scápula, procónsul (211-213) de África. Este había empezado a perseguir a los cristianos, hasta el extremo de condenarlos a las fieras y quemarlos vivos. Parece que Tertuliano la escribió el año 212, pues se refiere al eclipse total del 14 de agosto de 212 como a una señal de la cólera divina. La carta está dividida en cinco capítulos. Este valiente alegato empieza recalcando en la introducción (c.1) que no son el interés propio ni el miedo a las persecuciones los que mueven al autor a escribir, sino el amor de un cristiano hacia sus enemigos y su solicitud por ellos. Es insensato y va contra el derecho fundamental de la libertad de conciencia el obligar a los cristianos a sacrificar. No son enemigos de nadie, mucho menos del emperador romano, porque saben que obtuvo el poder del mismo Dios. No pueden, pues, menos de amarle y honrarle. Deben desear su bienestar, así como el bienestar del Imperio sobre el que reina, mientras perdure el mundo, porque el Imperio romano durará otro tanto.

Rendimos, por consiguiente, a la persona del César el homenaje de reverencia que nos es permitido y le conviene a él, considerándole como el ser humano que viene después de Dios, que recibe de Dios todo su poder y no tiene por superior a nadie más que a Dios... Nosotros, pues, sacrificamos por el bienestar del emperador, pero a nuestro Dios, que es también el suyo, y según el modo determinado por El, por la simple oración. En efecto, el Creador del universo no tiene necesidad de que se le ofrezcan perfumes y sangre. Estos son los alimentos de los demonios (c.2).

Causa, sin embargo, profunda pena a los cristianos el saber que ningún Estado quedará sin castigo por el crimen de derramar sangre cristiana. Hay ya algunas señales de la inminente cólera de Dios. Tertuliano anticipa aquí un tema que Lactancio desarrollará más tarde en su De morte persecutorum. Llama la atención sobre la muerte de algunos gobernadores de provincias, cuyas últimas horas estuvieron atormentadas por el cruel recuerdo de haber perseguido a los discípulos de Cristo (c.3). El capítulo cuarto se abre con este impresionante aviso: "Nosotros, que no conocemos el miedo, no tratamos de espantarte, pero quisiéramos salvar a todos los hombres, conjurándoles a no luchar contra Dios" (μη θεομσχείν, citado en griego de los Hechos de los Apóstoles, 5,39). Los procónsules pueden cumplir siempre con los deberes de su cargo, sin olvidar los sentimientos de humanidad. Scápula obraría contra sus propias instrucciones arrancando una negación de quienes confiesan ser cristianos. En el último capítulo le exhorta a que se apiade de sí mismo, ya que no de los cristianos; que salve al menos a Cartago, si no quiere salvarse a sí mismo. La crueldad no conducirá a nada; servirá solamente para hacer crecer el número de los fieles:

No tenemos otro señor más que Dios. Está delante de ti y no puede esconderse de ti, pero a El no le puedes hacer ningún daño. Mas aquellos a quienes tú consideras como soberanos son hombres, destinados a morir un día. Pero esta secta no perecerá. Tú sabes que, precisamente cuando parece que es aniquilada, crece con más fuerza. Ante tan gran constancia, todos se sienten sobrecogidos por una inquietud. Desean ardientemente indagar la causa; tan pronto como conocen la verdad, ellos mismos la abrazan inmediatamente (5).

5. Contra los judíos (Adversus Iudaeos)

La ocasión que dio origen a esta obra fue una disputa habida entre un cristiano y un prosélito judío. Duró todo un día hasta la puesta del sol. El resultado fue que "la verdad quedó oscurecida como por una especie de nube." "Juzgué, pues, conveniente examinar con más detención lo que, a causa de la confusión a que dio lugar la discusión, no pudo esclarecerse suficientemente y resolver por escrito para la lectura las cuestiones que se plantearon" (1). Los primeros ocho capítulos se proponen demostrar que, por haberse separado Israel del Señor y haber rechazado su gracia, el Antiguo Testamento ha perdido toda su fuerza y debe ser interpretado espiritualmente. Por esto fueron llamados los gentiles (c.1). La Ley existió antes que Moisés — la ley que Dios dio a todas las naciones —. La ley primitiva fue promulgada para Adán y Eva en el paraíso; aquélla fue el seno materno de todos los preceptos divinos positivos. El código de los judíos, escrito en tablas de piedra, vino muchísimo más tarde que la ley no escrita, la ley natural. Por tanto, la ley mosaica no es necesaria para la salvación; la circuncisión (c.3), la observancia del sábado (c.4), los antiguos sacrificios (c.5), han sido abolidos. La ley del talión ha cedido el paso a la ley del amor. El autor de esta nueva alianza, el sacerdote del nuevo sacrificio, el guardián del sábado eterno ha venido ya (c.6), Cristo, anunciado por los profetas como el eterno rey del reino universal (c.7). El tiempo de su nacimiento, de su pasión y de la destrucción de Jerusalén fue profetizado por Daniel (c.8). La fuente principal de esta parte es el Diálogo contra Τrifσn de Justino.

Los capítulos 9-14 continúan probando que los oráculos mesiánicos tuvieron su cumplimiento en la persona de nuestro Salvador. Pero esta parte no pertenece al tratado; es simplemente un extracto del libro III de la obra del mismo Tertuliano Adversas Marcionem, y es un desmañado intento de completar la obra. G. Quispel ha identificado al compilador de esta parte con el frater mencionado en Adv. Marcionem 1,1, que más tarde apostató; Tertuliano le había encomendado la segunda redacción de Adv. Marcionem, pero no pudo recobrarla ya más.

 

3. Tratados polémicos.

1. La prescripción de los herejes (De praescriptione haereticorum)

El tratado De praescriptione haereticorum demuestra, mejor que ningún otro escrito de Tertuliano, su profundo conocimiento del Derecho romano. Con él se proponía Tertuliano resolver de una vez para siempre todas las controversias entre los católicos y todos los herejes, poniendo en juego el argumento técnico de la praescriptio. Se trata de una objeción jurídica que permite al defensor detener el curso del proceso en la forma en que lo ha presentado el demandante. Este argumento lleva al sobreseimiento de la causa. Se le llama así porque tal objeción había eme presentarla por escrito antes (praescribere) que la intentio en la formula del proceso. El objeto en litigio entre la Iglesia y sus adversarios son las Escrituras. Según Tertuliano, el oponente ni siquiera puede hacer uso de ellas en la disputa, porque hay una praescriptio que excluye toda argumentación: no puede hacer uso de la Biblia por la sencilla razón de que la Biblia no es suya:

Hemos llegado, pues, al (punto esencial) de nuestra posición; éste es el punto al que queríamos llegar y que hemos preparado en el preámbulo de nuestro discurso que acabamos de leer (c.1-14), para poner hoy fin a la lucha a que nos invitan nuestros adversarios. Se arman con las Escrituras y, con esta insolencia, impresionan de pronto a algunos. En el combate fatigan a los fuerte?, triunfan de los débiles y siembran inquietud en el corazón de los indecisos. Por esto tomamos esta decisión contra ellos antes de dar ningún otro paso: negarles el derecho a discutir sobre las Escrituras. Este es su arsenal; pero antes de sacar armas de él hay que examinar a quién pertenecen las Escritura?, a fin de que no pueda usarlas nadie que no tenga derecho a ellas (15).

El mismo Apóstol sancionó (1 Tim. 6,3.4; Tit. 3,10) esta exclusión de los herejes del uso de las Escrituras (c.16). Los herejes no hacen uso de las Escrituras, sino que abusan de ellas (c.17). Para la fe de los débiles se sigue gran peligro de cualquier discusión sobre la Sagrada Escritura con estos adversarios. Por otra parte, estas conversaciones nunca consiguen convencer al disidente (c.18). La Biblia pertenece solamente a los que poseen la regla de la fe. La cuestión es: "¿De dónde ha emanado, por quién, cuándo y a quién ha sido entregada esta doctrina (disciplina), que hace cristianos? Porque donde veamos ciertamente la verdad de la doctrina y de la fe cristianas, allí indudablemente se hallan también las verdaderas Escrituras, la verdadera interpretación, las verdaderas tradiciones cristianas" (c.20). En el capítulo 22, como ha demostrado J. Stirnimann, Tertuliano enuncia las dos praescriptiones que privan de su base a los sistemas heréticos:

La primera praescriptio es:

Cristo envió a los Apóstoles como predicadores del Evangelio. Por consiguiente, fuera de los que han recibido este encargo de Cristo, nadie más debe ser recibido como predicador del Evangelio.

La segunda praescriptio es:

Los Apóstoles fundaron las iglesias, les anunciaron el Evangelio y les confiaron la misión de anunciarlo a los demás. Por consiguiente, "lo que predicaron los Apóstoles, es decir, lo que Jesucristo les reveló, no se puede probar, como voy a prescribir ahora, más que por las iglesias que fundaron los Apóstoles... Por el contrario, toda otra doctrina que esté en contradicción con la verdadera de las iglesias, de los Apóstoles, de Jesucristo y de Dios debe ser considerada como falsa de antemano" (c.21).

Queda aún por demostrar que la doctrina católica tiene su origen en la tradición de los Apóstoles. He aquí la prueba: "Estamos en comunión con las iglesias apostólicas, porque nuestra doctrina no difiere en nada de la suya. Esta es nuestra garantía de verdad" (c.21). Estos hechos y sus consecuencias constituyen una refutación perfecta de todas las sectas heréticas. Estrictamente hablando, ya no hay necesidad de prestar atención a las controversias particulares. Nos encontramos en el caso de un defensor que ha rechazado al demandante por la praescriptio y ha eliminado de esta manera toda ulterior consideración de los argumentos de este último. Tertuliano, sin embargo, se declara dispuesto "a conceder por un rato la palabra a sus adversarios" (c.22). Así responde a sus objeciones. La primera es que los autores antiguos no habían transmitido fielmente la verdad, porque ignoraban ciertas cosas o porque no comunicaron a todos todo lo que sabían (c.22-26). La segunda objeción supone que las iglesias han sido infieles en la transmisión del depósito de la fe (c.27). Sería una presunción creer que la revelación tuvo que esperar a que un hereje le diera la libertad y que, durante ese intervalo, el Evangelio se ha corrompido. La verdad viene siempre antes que el error. La existencia anterior de la Iglesia es un sello de su pureza (c.29). La parábola de Cristo muestra que la buena semilla ha sido sembrada antes que la cizaña estéril, lo cual indica que la enseñanza transmitida al principio viene del Señor y es verdadera, mientras que las opiniones introducidas más tarde son extrañas y falsas. El principio de la prioridad de la verdad (Principalitas veritatis) y la aparición relativamente tardía de la falsedad (posteritas mendacitatis) están en contra de las herejías (c.31). La Iglesia no ha tolerado jamás ninguna alteración de las Escrituras, mientras que la oposición las ha corregido y mutilado (c.38). Hay poca diferencia entre la herejía y el paganismo; las dos demolen y destruyen, las dos han nacido de Satanás (c.40). La conducta de los herejes es infame, porque han perdido todo temor de Dios (c.41-44). En la conclusión hay una declaración (c.44) que implica que el De praescriptione forma solamente una especie de introducción general a la que debían seguir poco después varios tratados sobre los distintos errores: "En efecto, de momento nuestro tratado no ha hecho más que tomar posiciones generales contra las herejías, mostrando que deben ser refutadas mediante praescriptiones concretas, justas y necesarias, sin recurrir a las Escrituras. Por lo demás, si Dios nos da su gracia, prepararemos las respuestas a algunas de estas herejías en tratados separados."

De praescriptione haereticorum es, por mucho, el escrito más acabado, el más característico y el más precioso de Tertuliano. Las principales ideas de este tratado le han granjeado una estima y admiración perdurables. Aunque no se le puede asignar una fecha determinada, es evidente que su composición se remonta a una época en que su autor estaba aún en las mejores relaciones con la Iglesia católica, probablemente hacia el año 200.

Un catálogo de treinta y dos herejías, añadido al final del De praescriptione (c.46-53), es considerado generalmente como un simple sumario del Syntagma de Hipólito. E. Schwartz cree, sin embargo, que este apéndice representa un tratado antiorigenista, compuesto en griego por el papa Ceferino o uno de sus presbíteros y traducido al latín por Victoriano de Pettau (cf. p.685).

 

2. Contra Marción (Adversus Marcionem).

El tratado Contra Marción es, por mucho, la obra más extensa de Tertuliano. Es uno de aquellos "tratados separados" contra las herejías, que había prometido al final del De praescriptione. Tiene gran importancia, porque representa la principal fuente para el conocimiento de la herejía de Marción (cf. p.256-260). En conjunto comprende cinco libros. El primero refuta el dualismo que, según Marción, existe entre el Dios del Antiguo y el Dios del Nuevo Testamento; prueba que tal oposición es incompatible con la noción misma de Dios. "La verdad cristiana nos enseña claramente este principio: Dios no es Dios si no es uno. Aquel en cuya existencia creemos nos dice que no sería Dios si no fuera uno... Tiene que ser único necesariamente el ser que representa la grandeza suprema, porque debe ser sin igual; de lo contrario, no sería soberanamente grande" (1,3). El Creador del mundo es, pues, idéntico al Dios bueno, como demuestra el libro segundo. El tercero trata de la cristología de Marción. Contra su pretensión de que el Mesías profetizado en la Antigua Alianza no habría venido aún, Tertuliano demuestra que el Cristo que apareció en la tierra no es otro que el Salvador proclamado por los profetas y enviado por el Creador. El cuarto y quinto libros contienen un comentario critico del Nuevo Testamento de Marción, probando que no existen contradicciones entre el Antiguo y Nuevo Testamento y que incluso los mismos textos del Nuevo Testamento de Marción refutan sus doctrinas heréticas. Por eso, consagra el cuarto libro al Evangelio de Marción y el quinto a su Apostolicon (texto de las epístolas de San Pablo, según Marción).

El tratado tuvo ya una historia interesante en vida de Tertuliano, como revelan sus propias palabras:

Todo lo que hemos podido aducir contra Marción en tiempos pasados, no debe tenerse en cuenta. Nos disponemos a escribir una nueva obra en lugar de la antigua. Habiendo escrito el primer opúsculo con demasiado apuro, lo he sustituido con un tratado más completo. Pero con este segundo tratado ha ocurrido que, antes de publicarlo, lo he perdido por fraude de un hermano que ahora es apóstata. Este lo copió en parte, con muchas erratas, y lo hizo publico. Y así surgió la necesidad de corregir esta obra. He aprovechado la ocasión que me ofrecía esta nueva edición para introducir algunas adiciones. Así, pues, el texto actual — el tercero, pues sustituye al segundo, pero que en adelante debe considerarse el primero y no el tercero — exigía un prefacio para calmar la inquietud del lector si, por ventura, ha caído en sus manos en alguna de las formas que se ha divulgado (1,1).

En su forma actual, el tratado representa la tercera edición, ya que la primera era demasiado superficial y la segunda fue robada. Tertuliano afirma que en la última revisión hizo adiciones, que, según J. Quispel, comprenden los libros IV y V. Es probable que la primera edición constara solamente del libro I; en la segunda edición, en la que tenía intención de tratar el tema con más amplitud, añadió el libro II; al hacer la redacción final, en la que refundió todo el tratado, amplió el libro I para formar los libros I y II, y añadió los libros IV y V.

El libro III utiliza como fuente principal el Diálogo de Tritón de Justino y el Adversus haereses de Ireneo. Para el libro IV, Tertuliano empleó las Antitheses de Marción y la edición marcionita del Nuevo Testamento, comparándolas con el texto católico. Esta parte es, pues, muy importante para la historia del texto bíblico. Harnack sostuvo que Tertuliano tenía a su disposición versiones latinas de la obra de Marción; pero por el hecho de citar palabras griegas tomadas de las Antitheses queda eliminada esta opinión, al menos por lo que se refiere a esta obra. J. Ouispel va más lejos y demuestra que las citas bíblicas, tanto del texto marcionita como del católico, fueron traducidas por el mismo Tertuliano y no dependen de una versión ya existente. Esta afirmación vale también para el libro V, que trata de la edición de las Epístolas de San Pablo hecha por Marción. Esto no excluye la posibilidad de que Tertuliano conociera la existencia de alguna traducción católica de la Biblia y la consultara ocasionalmente. Pero lo cierto es que su texto difiere considerablemente tanto del de Cipriano como del de la Vurgata.

El autor nos da la noticia (1,15) de que el libro I fue escrito en el año decimoquinto del emperador Severo, o sea el 207. Los demás fueron siguiendo a intervalos breves, a excepción del último, compuesto después del De resurrectione, que cita (5,10). Esto nos sitúa alrededor del año 212; esta fecha explica el montañismo de algunos pasajes (1,29; 3,24; 4,22).

Por Eusebio (Hist. eccl. 4,24) sabemos que Teófilo de Antioquía escribió también un tratado Contra Marción, que desgraciadamente se ha perdido. Podría ser que Tertuliano hubiera utilizado esta obra para su libro II.

 

3. Contra Hermógenes (Adversus Hermogenem).

No fue Tertuliano el primero en escribir contra el pintor gnóstico Hermógenes, de Cartazo. Le precedió en este cometido, según dice Eusebio (Hist. eccl. 4,24), Teófilo de Antioquía con su obra Contra la herejía de Hermógenes. Es posible que Tertuliano haya conocido esta obra, que no se conserva, y se haya servido de ella. Hermógenes opinaba que la materia es eterna, igual a Dios; ponía, pues, dos dioses. Esta doctrina, según Tertuliano (1,1), la dedujo de la filosofía de los paganos: "Abandonando a los cristianos por los filósofos, a la Iglesia por la Academia y por el Pórtico, ha aprendido de los estoicos a colocar la materia en el mismo nivel que Dios, como si hubiera existido desde siempre, sin haber nacido ni haber sido creada. Según él, no habría tenido ni principio ni fin. Dios se habría servido luego de ella para crear todas las cosas." Tertuliano refuta a Hermógenes en 45 capítulos, haciendo al mismo tiempo una brillante defensa de la doctrina cristiana de la creación. Demuestra en primer lugar (c.1-18) que la noción misma de Dios excluye la hipótesis de la eternidad de la materia. Hace luego un examen crítico de la interpretación que da Hermógenes de la Escritura (c.19-34). Expone, para terminar, las contradicciones que se hallan en sus especulaciones sobre la esencia y los atributos divinos de la materia eterna (c.35-45). Las primeras frases del tratado aluden al De praescriptione. Por consiguiente, fue compuesto en el año 200. En su De anima, Tertuliano dice varias veces que había publicado otra obra contra Hermógenes sobre el origen del alma De censu animae, que no se ha conservado.

 

4. Contra los valentinianos (Adversus Valentinianos)

El libro Contra los valentinianos es un comentario cáustico de la doctrina de los gnósticos valentinianos. El contenido y la distribución misma de la materia del libro prueban su estrecha dependencia del tratado Adversus haereses de Ireneo. También debe algo a Justino Mártir, a Milcíades y a Próculo:

Nadie podrá acusarnos de haber inventado nuestros documentos. En efecto, han sido publicados ya, bien sean las opiniones en sí mismas o bien su refutación, en obras escritas por personas que sobresalían por su santidad y su talento. No quiero hablar solamente de los que han vivido en la época precedente, sino aun de los contemporáneos de los heresiarcas mismos: por ejemplo, Justino, filósofo y mártir; Milcíades, el sofista de las iglesias; Ireneo, el investigador exacto de todas las doctrinas; nuestro Próculo, modelo de casta ancianidad y de elocuencia cristiana. Yo quisiera seguirlos muy de cerca en toda obra sobre la fe y particularmente en ésta (5).

Tertuliano se refería probablemente a los escritos antiheréticos de Justino, Milcíades y Próculo, que se perdieron. El tratado consiste en 39 capítulos. La introducción (1-6) produce la impresión de una mayor independencia. El autor expone aquí el carácter esotérico del valentinianismo; lo compara con los misterios de Eleusis y descubre por ambas partes el mismo deseo de hacer adeptos y la misma multiplicación de sectas. Alude (c.26) a su tratado Contra Hermógenes y manifiesta su intención de escribir más tarde una obra más importante sobre el mismo tema. Llama a ésta "la primera arma con que nos armamos para nuestro encuentro" (c.3); más tarde la llama "esta pequeña obra en la que nos propusimos exponer sencillamente este misterio" (c.6). "Debo dejar para más tarde — dice — toda discusión y contentarme de momento con una simple exposición... Que el lector la considere como la escaramuza que precede a la batalla" (ibid.).

 

5. Sobre el bautismo (De baptismo).

Esta obra es de suma importancia para la historia de la liturgia de la iniciación y de los sacramentos del bautismo y confirmación. No es solamente la primera obra sobre la materia, sino el único tratado anteniceno sobre un sacramento. Pertenece a la categoría de los escritos antiheréticos, porque su composición se debe a los ataques de una tal Quintilla, de Cartago, miembro de la secta de Cayo, que ponía objeciones de tipo racionalista y "arrastró en pos de sí a muchos fieles con su doctrina sumamente venenosa, proponiéndose ante todo destruir el bautismo" (c.1). Tertuliano le contesta con este pequeño tratado de veinte capítulos, en el que habla como un maestro a sus catecúmenos: "Un tratado sobre esta materia no será del todo inútil para instruir tanto a los que están todavía en un estadio de formación como a los que, satisfechos con su fe sencilla, no investigan los fundamentos de la tradición, y, debido a su ignorancia, poseen una fe que está a merced de todas las tentaciones" (1).

Una de las objeciones era, evidentemente, ésta: "¿Cómo puede un baño corporal en el agua efectuar la limpieza del alma y la salvación de la muerte eterna?" Por eso, el primer capítulo se abre con esta exclamación: "¡Dichoso sacramento el del agua (cristiana), que lava los pecados de nuestra pasada ceguera y nos engendra a la vida eterna!" Y termina con esta comparación: "Mas nosotros, pececitos, que tenemos nuestro nombre de nuestro pez (ιΧΘΥλ), Jesucristo, nacemos en el agua y no tenemos otro medio de salvación que permaneciendo en esta agua saludable." El que Dios se valga de medio tan ordinario no debe escandalizar a un hombre carnal, porque El tiene la costumbre de elegir las cosas humildes y sin pretensiones para llevar a cabo sus planes (c.2). El agua fue, desde el principio del mundo, un elemento preferido de Dios y fuente de vida (c.3), y fue santificado por el Creador y escogido como vehículo de su poder (c.4). Aquí nos enteramos accidentalmente de que ya entonces se practicaba en la Iglesia del África la consagración de la fuente del agua bautismal:

Todas las clases de agua, en virtud de la antigua prerrogativa de su origen, participan en el misterio de nuestra santificación, una vez que se haya invocado sobre ellas a Dios. El Espíritu baja inmediatamente del cielo y se posa sobre las aguas, santificándolas con su presencia, y, así santificadas, se impregnan del poder de santificar a su vez (c.4).

Desde el principio del mundo, cuando el Espíritu volaba sobre el abismo, el agua ha sido considerada siempre como un símbolo de purificación y la morada de la actividad sobrenatural. Los ritos paganos, que no son otra cosa que imitaciones diabólicas del sacramento, y las mismas creencias populares atestiguan esta verdad (c.5). No es el mero lavado físico el que confiere la gracia, sino el gesto sagrado junto con la fórmula trinitaria (c.6). Inmediatamente después del bautismo sigue la unción (c.7), luego la confirmación, que confiere el Espíritu Santo por la imposición de las manos (c.8).

El paso del mar Rojo, el agua que brotó de la roca (c.9) y el bautismo de San Juan (c.10) prefiguraban la iniciación cristiana. El autor contesta luego a la objeción de que el bautismo no es necesario para la salvación, porque Cristo no administró personalmente este sacramento (c.11). A continuación se ocupa de la cuestión siguiente: Si nadie puede alcanzarla vida eterna sin el bautismo, ¿cómo pudieron salvarse los Apóstoles, siendo así que ninguno de ellos lo recibió, excepto Pablo? (c.12). El bautismo no era necesario antes de la resurrección del Señor (c.13). La declaración de San Pablo de que él no había sido mandado a bautizar (1 Cor. 1,17) hay que entenderla correctamente (c.14). Hay solamente una regeneración, la de la Iglesia (c.15). Tertuliano niega la validez del rito de los herejes, sin entrar en más detalles, porque, dice, de esto trató ya más ampliamente en un tratado escrito en griego (c.15). No hay más que una excepción a la necesidad de recibir el bautismo de agua: esta excepción es el martirio, al que llama "segundo bautismo," el "bautismo de sangre" (c.16). Habla de dos bautismos, "que manaron juntos de la herida del costado abierto (de Cristo), porque los que creen en su sangre tienen todavía que lavarse en el agua, y los que han sido lavados en el agua tienen que llevar todavía sobre sí su sangre" (ibid.). El ministro ordinario del bautismo es el obispo; los presbíteros y diáconos pueden también administrarlo, pero jamás sin la autorización del obispo (c.17). Pueden darlo también los seglares, "porque lo que reciben todos en el mismo grado, pueden darlo de la misma manera... Siendo el bautismo un don que Dios distribuye a todos, todos pueden administrarlo... Baste al laico usar de esta facultad en caso de necesidad, cuando lo exijan las circunstancias de lugar, tiempo y persona. Entonces la urgencia del peligro de ésta justifica el atrevimiento de aquél, porque sería culpable de la pérdida de un hombre quien rehusara el socorro que está en su mano" (ibid.). El sacramento no debe administrarse a la ligera. Debe examinarse antes con diligencia la fe del candidato. Por esta razón Tertuliano no ve con buenos ojos el bautismo de los niños:

Es, pues, preferible diferir el bautismo según la condición, las disposiciones y la edad de cada uno, sobre todo tratándose de niños pequeños. ¿Por qué exponer a los padrinos, fuera del caso de necesidad, al peligro de faltar a las promesas en caso de muerte o de quedar defraudados por la mala naturaleza que se va a desarrollar? Es verdad que Nuestro Señor ha dicho: "Dejad que los pequeñuelos vengan a mí." Que vengan, pues, pero cuando sean ya mayores; que vengan, pero cuando tengan edad para ser instruidos, cuando hayan aprendido a conocer a qué vienen. Que se hagan cristianos cuando sean capaces de conocer a Jesucristo. ¿Por qué esta edad de la inocencia tiene que correr tan apresuradamente a la remisión de los pecados? (c.18).

Pascua y Pentecostés son las fiestas litúrgicas señaladas para la celebración del bautismo, aunque puede administrarse en cualquier fecha. Puede haber diferencia en la solemnidad, pero la gracia que se recibe es siempre la misma (c.19). El último capítulo trata de la preparación para la recepción del sacramento.

El tratado está exento de toda huella de montañismo. Muestra un gran respeto hacia la autoridad eclesiástica: "la hostilidad al episcopado es la madre de todos los cismas" (c.17). Debió de ser escrito durante el primer período de Tertuliano, quizás entre los años 198 y 200.

 

6. Scorpiace.

Scorpiace, o antídoto contra la mordedura de los escorpiones, es el título de un corto tratado de quince capítulos. Es una defensa del martirio contra los gnósticos, a quienes compara con los escorpiones. Pretenden que no es necesario el sacrificio de la propia vida, ni lo exige Dios. Tertuliano sostiene, en cambio, que es el deber de todo cristiano cuando no hay otra manera de evitar la participación en la idolatría. Ya en el Antiguo Testamento debía preferirse la muerte a la apostasía (c.2-4). Es una blasfemia decir con los gnósticos que esta. opinión convierte a Dios en un asesino. El martirio es un nuevo nacimiento y alcanza para el alma la vida eterna. Hay una alusión (c.1) que indica que el tratado fue escrito durante una persecución, probablemente en la de Scápula, el año 213.

 

7. Sobre la carne de Cristo (De carne Christi).

El tratado De carne Christi y el siguiente De resurrectione carnis están íntimamente ligados. Entre los dos aportan una prueba irrefutable de la resurrección de la carne. En vez de admitir este dogma, los herejes negaron la realidad del cuerpo de Cristo, renovando así los errores docetistas. En el De resurrectione carnis, Tertuliano alude al presente tratado y lo llama De carne Domini adversas quattuor haereses — título que es más preciso que el actual — porque la obra va dirigida contra cuatro sectas gnósticas, la de Marción, la de Apeles, la de Basílides y la de Valentín. En el primer capítulo expone su plan: "Examinemos la substancia corporal del Señor, porque, en cuanto a su substancia espiritual, todo el mundo está de acuerdo. Ahora tratamos de su carne, de su verdad, de su naturaleza. Se pregunta si ha existido, de dónde vino, de qué clase era. Si llegamos a demostrar estos puntos, habremos establecido al mismo tiempo la ley de nuestra propia resurrección." Todo el tratado está dedicado a responder a esas cuestiones. Primeramente prueba Tertuliano que Cristo nació realmente; que su nacimiento era posible y se realizó efectivamente. Jesús vivió y murió en una carne verdaderamente humana. Así queda refutado el docetismo de Marción. Cristo no tornó su naturaleza de los ángeles, aunque se le llama Ángel del Señor, ni de las estrellas, como pretendía Apeles, ni de ninguna otra substancia espiritual, como quería Valentín, sino que se hizo en todo semejante a nosotros, a excepción del pecado. Sin embargo, no nació de semen humano; así, pues* ni la carne del primer Adán ni la del segundo Adán conocieron padre terreno:

Porque si el primer Adán fue formado de la tierra, es justo concluir que el segundo Adán, como dice el Apóstol, ha sido formado por Dios como espíritu vivificante de la tierra, es decir, de una carne que no llevaba como la nuestra la mancha de una generación humana (c.17).

Tertuliano señala la falta de honradez de los gnósticos, que decían que Cristo no recibió absolutamente nada de la Virgen, que nació "por" o "en," pero no "de" la Virgen. Para mejor defender su verdadera y real maternidad. Tertuliano llega a negar la virginitas in partu (c.23). Defiende con tanto ardor la realidad de la humanidad de Cristo, que llega a afirmar que era feo:

Su cuerpo ni siquiera tenía belleza humana, cuanto menos la gloria celeste. Aunque los profetas no nos hubiesen dicho nada de su apariencia miserable, sus mismos sufrimientos e ignominias que sufrió lo proclamarían (c.9).

Detrás de esta opinión están algunos pasajes del Antiguo Testamento (Is. 52,14; 53,2). La comparten con Tertuliano muchos Padres antenicenos. Al final del tratado. Tertuliano anuncia el opúsculo De resurrectione carnis: "Me falta ahora defender, en otro opúsculo, la resurrección de nuestra propia carne. Cierro, pues, el presente tratado, que es como un prólogo general que prepara el camino, puesto que nos ha hecho ver de qué clase era el cuerpo que resucitó en Cristo" (c.25). La fecha de composición de ambos tratados tiene que ser muy próxima, quizás entre los años 210 y 212.

 

8. La resurrección del cuerpo (De resurrectione carnis).

En la introducción (c.1-2) se mencionan todos los que negaron la resurrección de la carne, paganos, seduceos y herejes, y se demuestra la inconsistencia de sus enseñanzas. La recta razón confirma este artículo de la fe. En efecto, el cuerpo fue creado por Dios, redimido por Cristo, y debe ser juzgado juntamente con el alma al fin del mundo (c.3-15). Luego refuta las objeciones (c.16-17). Pero todo esto no es más que los fundamentos: "Hasta aquí mi intención ha sido, mediante observaciones preliminares, poner las bases para la defensa de todas las Escrituras que prometen la resurrección de la carne" (c.18). Así, pues, el verdadero argumento del tratado es: la resurrección del cuerpo según el Antiguo y el Nuevo Testamento (c.18-55). El examen de los pasajes bíblicos va precedido de un estudio sobre la manera de interpretar rectamente el lenguaje figurado de las Escrituras. La última parte (c.56-63) trata de la condición del cuerpo después de la resurrección, de su integridad y su identidad con el actual. El párrafo final revela la inclinación del autor hacia el montañismo: "Por este motivo El ha disipado todas las incertidumbres de los tiempos pasados y todas las pretendidas parábolas, por una explicación clara y manifiesta del misterio, por medio de la nueva profecía que brota a raudales del Paráclito" (63).

 

9. Contra Práxeas (Adversas Praxean).

La serie de escritos polémicos termina con el tratado Adversas Praxean, escrito por Tertuliano probablemente hacia el 213. Por este tiempo había pasado ya a los montañistas, porque acusa a Práxeas no sólo de errores sobre la Trinidad, sino también de oponerse a la nueva profecía. Le hace responsable de la condenación de Montano y de sus secuaces por el obispo de Poma, a pesar de que éste había dado anteriormente su aprobación:

Práxeas fue el primero que trajo de Asia a Roma este género de perversidad herética. Era hombre de carácter inquieto, hinchado por el orgullo de haber sido confesor, sólo por algunos momentos de fastidio que padeció durante algunos días en la cárcel. En aquella ocasión, aun cuando "hubiese entregado su cuerpo al fuego, de nada le habría servido" (1 Cor. 13,3), porque no tenía caridad. Había resistido a los dones de Dios y los había destruido. El obispo de Roma había reconocido los dones proféticos de Montano, de Frisca y de Maximila. Con este reconocimiento había devuelto su paz a las iglesias de Asia y de Frigia, cuando Práxeas, urdiendo falsas acusaciones contra los mismos profetas y contra sus iglesias y recordándole la autoridad de los obispos que le habían precedido en la sede (de Roma), le obligó a revocar las cartas de paz que había expedido ya y le hizo renunciar a su propósito de reconocer los carismas. Práxeas, pues, prestó en Roma un doble servicio al demonio: echó afuera la profecía e introdujo la herejía; puso en fuga al Paráclito y crucificó al Padre (c.1).

Práxeas era, pues, como lo indican estas últimas palabras, un modelista o patripasiano, que identificaba al Padre con el Hijo. Según él, "el mismo Padre descendió a la Virgen, nació de ella, sufrió; El fue en realidad Jesucristo" (1). Cuando su doctrina se propagó por Cartago, Tertuliano la refutó con este tratado, que representa la contribución más importante del período anteniceno a la doctrina de la Trinidad. Su terminología es clara, precisa y justa; su estilo, vigoroso y brillante. El concilio de Nicea empleó un gran número de sus fórmulas; no es posible exagerar su influencia sobre tratados dogmáticos posteriores. Hipólito, Novaciano (cf. p.504 y 512), Dionisio de Alejandría y otros dependen de él. Agustín, en su magna obra De Trinitate, adoptó la analogía entre la Santísima Trinidad y las operaciones del alma humana que encontramos en el capítulo quinto del tratado de Tertuliano y consagró la mayor parte de los libros 8-15 a desarrollarla.

Después del capítulo introductorio sobre Práxeas y sus enseñanzas, el autor se ocupa de la doctrina católica de la Trinidad, llamándola unas veces obra o dispensación divina (oikonomia, dispositio). A fin de descartar temores y prejuicios populares, establece un paralelo entre esta doctrina y la teoría del Derecho romano que admitía varios imperatores, pero un solo imperium. El Estado es gobernado en virtud de un poder único e indiviso. Pero, como esta única autoridad no puede ejercer una actividad eficaz sobre un territorio tan vasto por medio de un solo individuo, el territorio fue dividido, pero no el poder. Cada emperador ejerce este poder único dentro del área a él señalada. De manera semejante, la monarquía divina sigue intacta en el dogma de la Iglesia. Viene luego una discusión sobre la generación del Hijo, llamado también Verbo y Sabiduría de Dios. Se citan pasajes bíblicos para probar la pluralidad de las divinas personas. Se aduce el testimonio del evangelio de San Juan para refutar la interpretación herética que daba Práxeas sobre algunos pasajes de la Escritura. Finalmente, el autor trata del Espíritu Santo o Paráclito, en cuanto se distingue del Padre y del Hijo. Pero esto no es más que el esquema del tratado. En sus 31 capítulos, Tertuliano desarrolla completamente la doctrina de la Trinidad; la discutiremos más adelante. Hay pasajes admirables, como el que sigue:

Son tres, pero no por la cualidad, sino por el orden; no por la substancia, sino por la forma; no por el poder, sino por el aspecto; pues los tres tienen una sola substancia, una sola naturaleza, un solo poder, porque no hay más que un solo Dios. Mas por razón de su rango, de su forma y de su aspecto, se les designa con los nombres Padre, Hijo y Espíritu Santo (c.2).

Demuestra Tertuliano que la relación que existe entre el Padre y el Hijo no destruye la monarquía divina, porque la diferencia no se funda en una división, sino en una distinción (c.9). Es el primer escritor latino que emplea trinitas como un término técnico (c.2ss).

Desgraciadamente, cuando emplea la distinción de las divinas Personas, no sabe evitar el conflicto del subordinacionismo.

 

10. Sobre el alma (De anima).

Después del Adversus Marcionem, el tratado De anima es la obra más extensa de Tertuliano. Pertenece a la serie de escritos antiheréticos; el autor manifiesta, al principio del capítulo tercero, que fueron los errores contemporáneos los que le movieron a componerlo. El calificarlo como "la primera psicología cristiana" puede desorientar sobre su verdadero carácter. No es una exposición científica, sino una refutación de doctrinas erróneas, como lo ha probado suficientemente J. H. Waszink. El propio Tertuliano lo consideraba como una continuación de su tratado anterior De censu animae, donde defendía el origen divino del alma contra Hermógenes; a esta obra alude el párrafo inicial del De anima. Declara que, una vez que ha discutido con Hermógenes sobre el origen del alma, quiere examinar las cuestiones que quedan; su discusión le obligará a tomar de nuevo las armas contra la filosofía. En el prefacio (c.1-3) niega todo valor a la declaración de Sócrates, que admitió la inmortalidad personal en el Phaedo de Platón. Una discusión sobre el alma debe recurrir a la revelación divina y no a los pensadores paganos, cuyos procedimientos son notorios, ya que mezclan afirmaciones verdaderas con argumentos falsos; merecen por ello el título de "patriarcas de los herejes." A continuación dedica la primera parte (c.4-22) a examinar las cualidades básicas del principio espiritual del alma. Aunque salida del aliento de Dios, tiene principio en el tiempo, y la opinión de Platón carece de fundamento (c.4). Causa, en cambio, sorpresa ver que el autor hace suya la teoría estoica que atribuye al alma naturaleza material: "Invoco también la autoridad de quienes, afirmando casi con nuestras propias palabras la esencia espiritual del alma — por cuanto aliento y espíritu son por su naturaleza muy afines entre sí —, no tendrán dificultad en persuadirnos de que el alma es una substancia corporal" (c.5). Tertuliano refuta la teoría contraria de los platónicos y demuestra por el evangelio la corporeidad del alma. Se dedican sendos capítulos a estudiar la invisibilidad, la forma y el color del alma y a defender su unidad. Se trata así de la identidad del alma y del espíritu, de la inteligencia, que es una simple función del alma; se habla de sus partes o "potencias" y se discuten muchas otras cuestiones relativas a su homogeneidad. Contra la doctrina valentiniana de la inmutabilidad de la naturaleza humana, Tertuliano subraya la libertad de la voluntad. La segunda parte (c.23-37,4) estudia el origen del alma. Después de refutar primeramente las doctrinas heréticas que se derivan de la teoría platónica del olvido, se demuestra la inconsistencia de esta tesis filosófica. Los capítulos que signen son los más importantes para la antropología de Tertuliano. En ellos refuta la noción de la preexistencia del alma y de su introducción en el cuerpo después del nacimiento, probando que el embrión es ya un ser animado. Para Tertuliano, el cuerpo y el alma empiezan a existir simultáneamente:

¿Cómo es concebido un ser animado? ¿Las substancias del alma y del cuerpo se forman simultáneamente, o más bien la una precede a la otra en su formación natural? Nosotros sostenemos que las dos son concebidas, formadas, perfeccionadas simultáneamente, de la misma manera que nacen al mismo tiempo. En nuestra opinión, ningún intervalo separa la concepción de los dos, de suerte que se pueda atribuir prioridad a una sobre la otra. Juzgad el origen del hombre por su fin. Si la muerte no es otra cosa que la separación del alma y del cuerpo, la vida, que es opuesta a la muerte, no se podrá definir más que como la unión del cuerpo y del alma. Si la separación de las dos substancias se produce simultáneamente por la muerte, la ley de su unión nos obliga a concluir que la vida llega simultáneamente a las dos substancias. Nosotros creemos, pues, que la vida empieza con la concepción, porque sostenemos que el alma existe desde este momento, ya que la vida empieza a existir en el mismo momento y lugar que el alma (c.27).

Tertuliano distingue entre semen del cuerpo y semen del alma. Enseña que el acto de la generación produce al ser humano entero, cuerpo y alma. Así es que habla de un "semen que produce el alma y que fluye directamente del alma" (ibid.). De esta teoría se deduce la doctrina herética del traducianismo, que niega la creación directa e inmediata por Dios del alma individual. Tertuliano refuta a continuación la doctrina de la transmigración, tal como la enseñaron Pitágoras, Platón y Empédocles, y las herejías, con ella relacionadas, de Simón Mago y Carpócrates. Al final trata de la formación y cualidades del embrión. La tercera parte (c.37,5-58) responde a otras cuestiones relativas al alma, tales como su crecimiento, la pubertad y el pecado, el sueño, los sueños, la muerte y, finalmente, su suerte después de la muerte. Según Tertuliano, todos los espíritus permanecen en el Hades hasta la resurrección, a excepción de los mártires, que entran en el cielo inmediatamente. "La única llave que abre las puertas del paraíso es la sangre de tu propia vida" (c.55). Es aquí donde el autor se refiere al martirio de Perpetua, que ocurrió el 7 de marzo del año 202: "¿Cómo es que la heroica mártir Perpetua, en la revelación que tuvo del paraíso el día de su pasión, vio solamente a sus compañeros mártires, sino porque la espada de fuego, que guarda la entrada del paraíso, no permite entrar a nadie más que a los que han muerto en Cristo, y no a los que mueren en Adán?" (ibid.). Las almas que se encuentran en el Hades experimentan también castigos y consolaciones en el intervalo que media entre la muerte y el juicio, que son como la anticipación de una condenación o gloria ciertas.

La fuente principal del De anima de Tertuliano fue el tratado Sobre el alma (Πφΐ ψυχτ^), en cuatro libros, del médico Sorano de Efeso, quien, siguiendo a los estoicos, creía que el alma es corporal. Sorano, el miembro más eminente de la llamada escuela metódica, vivió en Roma a principios del siglo II. En su obra, que se ha perdido, no trataba solamente de medicina, que era su profesión. Le interesaban también las cuestiones de etimología y refutó las opiniones contrarias de los filósofos. El más citado de todos es Platón; vienen luego los estoicos. Aristóteles, a quien Tertuliano no cita jamás en los otros escritos, es citado doce veces en éste, al paso que a Heráclito se le cita siete veces y a Demócrito cuatro. El escritor más reciente es Arrio Dídimo de Alejandría, el filósofo oficial de Augusto.

En el curso de la exposición, Tertuliano hace más de una vez profesión de fe montañista, y adopta los puntos de vista del montañismo (c.9.45.58). La composición de esta obra hay que situarla, por lo tanto, entre los años 210 y 213.

 

4. Obras sobre disciplina, moral y ascesis.

La desviación de Tertuliano hacia el montañismo en ninguna parte se revela tanto como en sus escritos de carácter práctico. De su período premontanista quedan los siguientes tratados:

1. A los mártires (Ad martyras).

El tratado Ad martyras es una de sus primeras obras. A pesar de su brevedad (tiene solamente seis capítulos) y de su estilo llano, ha conquistado la admiración de todas las generaciones posteriores. En todas sus páginas se respira directamente el espíritu de heroísmo de los primeros cristianos. Iba dirigido a un grupo de confesores que esperaban en la cárcel a ser pronto entregados a la muerte por su fe; les exhorta y anima a seguir firmes. En las primeras palabras del tratado los llama benedicti y martyres designati. Se trata, pues, de catecúmenos, como lo indica claramente la primera de estas expresiones. Les recuerda la asistencia que les prodigan la Domina mater ecclesia y sus hermanos cristianos. Les pide que se dignen aceptar de él una pequeña contribución a su sostenimiento espiritual. No desea solamente quitarles el miedo al martirio, sino comunicarles un entusiasmo positivo, ensalzándolo como la más alta y la más gloriosa de las hazañas. Morir por Cristo no es sinónimo de aceptación indiferente del sufrimiento y de paciencia estoica. Es la prueba más ardua de valor e intrepidez. Es un combate en el sentido más pleno de la palabra. Tertuliano elige sus imágenes más expresivas de los combates de la arena y de distintas fases de la vida militar. Así dice en el primer capítulo: "No pretendo tener ningún título especial para exhortaros a vosotros. Sin embargo, no son únicamente los entrenadores y los presidentes de los espectáculos, sino también la gente inexperta y el público en general, los que animan de lejos a los más diestros gladiadores, y no es raro que las sugerencias de la multitud les hagan mucho bien." En el segundo capítulo les exhorta a no descorazonarse por estar separados del mundo:

Si pensásemos que el mundo mismo no es sino una (gran) cárcel, sentiríamos que, al entrar vosotros en esa otra, dejabais la verdadera. Mucho mayores son las tinieblas del mundo, como que ciegan los corazones humanos. Más pesadas cadenas abundan en el mundo con las que aprisiona las almas mismas de las personas. Más repugnante es la fetidez que exhala el mundo con el hedor de sus concupiscencias. El número de los reos encarcelados del mundo abarca todo el género humano. Y en su tribunal, quien ha de fallar no es el procónsul, sino Dios. Con lo que bienaventurados de vosotros, haceos cargo que habéis sido trasladados de la prisión al custodiarlo. Esa prisión da horror de lobreguez, pero vosotros sois luz. Crujen las cadenas, pero poseéis la libertad para ir a Dios (trad. Zameza).

El capitulo tercero vuelve a repetir la imagen del combate al cual están llamados los mártires. Les exhorta a considerar la cárcel como un lugar de entrenamiento:

Habéis de librar una hermosa lid en la que el arbitro para los premios será el Dios vivo; el entrenador y asistente en la lucha, el Espíritu Santo; la recompensa, la corona eterna de esencia angélica, la ciudadanía de los cielos y la gloria en los siglos de los siglos. Vuestro Maestro es Cristo Jesús, que os ungió en el Espíritu y os ha conducido al medio de la arena. Quiere El antes del día del combate, para entrenaros en ejercicios fuertes y duros, separaros de vida de mayor comodidad y libertad, a fin de que, entrenados, adquiráis reciedumbre de atletas. Sabido es que a éstos se los separa para someterlos a una disciplina rígida, dedicándolos tan sólo a duros ejercicios que les críen fuerzas y vigor; se abstienen de placeres sensuales, de alimentos sabrosos y de bebidas enervantes. Se les violenta, se les baquetea, se les fatiga hasta rendirles. Ley es que a mayor ejercicio previo responde mayor esperanza de victoria (3, trad. Zameza).

Los capítulos siguientes (4-6) traen ejemplos de extraordinarios sufrimientos, que van hasta el sacrificio de la vida, aceptados por pura ambición o vanidad, impuestos por el azar o por el destino. Los mártires, por el contrario, sufren por la causa de Dios. Si la última frase se refiere a la batalla de Lión, que se libró en febrero del año 197. donde Albino fue derrotado, el tratado data de aquel año. Se ha dicho también que acaso Perpetua y Felicidad pertenecían al grupo al que va destinado este tratado. Las dos eran catecúmenas y murieron por la fe el año 202. En este caso habría que datar el tratado en ese año. La Passio Perpetuae et Felicitatis (cf. p.176-8) y el Ad martyras tienen tantos puntos de contacto, que se ha dicho que Tertuliano es también el autor de la primera.

 

2. Los espectáculos (De spectaculis).

El tratado De spectaculis es una condenación absoluta de todos los juegos públicos en el circo, en el estadio y anfiteatro, de los combates de atletas y gladiadores. Comprende dos secciones: la histórica (4-13) y la moral (14-30). En la primera demuestra que a ningún cristiano le es lícito asistir a esta clase de diversiones; su origen, su historia, sus nombres, sus ceremonias y el lugar donde se celebran prueban a las claras que no son sino una forma distinta de idolatría. Todos los creyentes renunciaron a ellas en sus promesas bautismales. En la segunda parte pone de relieve que, porque excitan violentamente las pasiones, socavan la base de la moralidad y son incompatibles con la religión del Salvador. El último capitulo pinta con gran colorido el espectáculo más majestuoso que presenciará jamás el mundo: "La próxima venida de Nuestro Señor" y "aquel último juicio, con sus consecuencias eternas; ese día que las naciones descuidan y convierten en objeto de burla, cuando el mundo, envejecido por el tiempo, y todos sus productos serán consumidos en un mismo fuego" (30). El tratado está destinado a los catecúmenos, como se echa de ver claramente por la frase inicial: "Servidores de Dios, que estáis a punto de acercaros a El, para hacerle una solemne consagración de vosotros mismos, tratad de comprender bien la condición de la fe, las razones de la verdad, las leyes de la disciplina cristiana, que prohíben, entre otros pecados del mundo, los placeres de los espectáculos públicos." Tertuliano se sirvió, como de fuente, para la primera parte del tratado sobre el origen e historia de los juegos, de las obras de Suetonio sobre esta materia y quizás de los Libri rerum divinarum de Barrón, que utilizó Suetonio. Lo escribió en su período premontanista y sin duda alguna antes que el De idololatria y De cultu feminarum, porque en ambos se refiere a él (De idol. 13; De cultu fem. 1,8). Fuera de una indicación de que estalla en curso una persecución cuando lo estaba escribiendo (c.27), no suministra ningún dato que permita precisar su fecha de composición. Parece, sin embargo, más probable el año 197 que el 202. En otra parte (De corona 6), el autor dice que había preparado también una edición griega del De spectaculis.

 

3. Sobre el vestido de las mujeres (De cultu feminarum).

La idea maestra que inspiró la pluma de Tertuliano al escribir el Ad martyras y el De spectaculis, aparece nuevamente en el De cultu feminarum: No basta renunciar al paganismo el día del bautismo; la religión de Cristo debe impregnar nuestra vida cotidiana. Por esto, exhorta a las mujeres cristianas a no dejarse dominar por la moda pagana, sino que se vistan con modestia. La obra comprende dos libros, que al principio formaban dos obras distintas. La primera ostentaba el título De habitu muliebri, y la segunda, De cultu feminarum. Esta no es una continuación de la primera. Vuelve a abordar el mismo tema de una manera más completa, señal de que el autor no quedó satisfecho con la primera. En el capítulo introductorio recuerda a las mujeres cristianas que el pecado entró en el mundo por la primera mujer. Por esta razón, el único vestido que conviene a las hijas de Eva es el de la penitencia. Adornos y cosméticos vienen del diablo, como prueba el Libro de Enoc (c.2). El autor dedica un capítulo entero (c.3) a defender la autenticidad de esta obra apócrifa. En el capítulo cuarto vuelve a su tema. Distingue entre el vestido (cultus) y el maquillaje (ornatus). El primero es ambición; el segundo, prostitución (c.4). Hablando del primero, condena todas las alhajas, sean de oro, plata, perlas o piedras preciosas. Es únicamente la rareza la que da a estos objetos el valor que se les atribuye. La costumbre de teñir los vestidos es una ofensa a la naturaleza. "Dios no se complace en lo que El no ha hecho, a no ser que tengamos que decir que no pudo crear ovejas que nacieran con lana de color de púrpura o azul celeste. Mas, si era capaz de hacerlo, es manifiesto que no lo quiso, y lo que Dios no ha querido, es evidente que no debe hacerse. Aquellas cosas, pues, que no vienen de Dios, que es el autor de la naturaleza, no son buenas. Por consiguiente, hay que entender que vienen del diablo, porque no pueden provenir de nadie más" (c.8). Los dones de Dios deben regular nuestros deseos, pues de otra suerte somos esclavos del orgullo, que es la causa de que "un cuello delicado arrastre bosques e islas y de que los finos lóbulos de las orejas derrochen una fortuna" (c.9). Aquí el autor se detiene bruscamente sin haber tratado el segundo punto que se había propuesto. El libro segundo trata del mismo tema, pero en orden inverso: habla primero de los maquillajes (ornatus) y luego de las alhajas y de los vestidos (cultus). El primer capítulo recomienda la modestia como la virtud propia del cristiano: "Puesto que somos el templo de Dios, la modestia es la sacristana y la sacerdotisa de este templo. No debe permitir que entre nada impuro o profano, no sea que el Dios que lo habita se ofenda y abandone completamente la morada profanada." Esta virtud prohíbe a las mujeres transformar la obra de Dios, es decir, el cuerpo, con pinturas y tintes del cabello: "Las que ungen su piel con pomadas, colorean sus mejillas de rojo y untan de negro sus ojos, pecan contra Dios. Seguramente a ellas les parece imperfecta la obra de Dios, puesto que, a juzgar por sus propias personas, ellas condenan y censuran al Artífice de todas las cosas" (c.5). Explica de la misma manera que en el primer libro el deseo de alhajas y adornos de oro y plata. Trata de persuadir a la mujer cristiana que se distinga de las paganas por su porte exterior. E) último capítulo se refiere a los tiempos que estaban atravesando y exhorta a las mujeres a estar preparadas para la persecución:

Hay que despreciar, pues, esas muelles delicadezas que enervan la fuerza viril de la fe. Mucho dudo que las manos acostumbradas a ricos brazaletes puedan resistir al peso de las cadenas: que los pies que han conocido el placer puedan soportar pacientemente los grillos de hierro, y que ese cuello rodeado de esmeraldas y diamantes deje libre paso al filo de la espada... Siempre, pero sobre todo hoy los cristianos pasan su vida entre hierros y no en oro. Ya se preparan los vestidos de los mártires. Se espera la llegada de los ángeles que deben traérnoslos desde lo alto de los cielos (13).

A pesar de las exageraciones que hay en estas dos obras, la segunda es de tono mucho más moderado y más comprensiva en sus juicios, diferencia que hace sospechar que fue compuesta en fecha bastante posterior. Tertuliano escribió la primera después de su tratado De spectaculis, como se deduce claramente del capítulo 8. Los dos libros son también posteriores al de De oratione, en cuyo capítulo 20 se contiene en germen todo lo expuesto en estos libros. Se advierte la ausencia de ideas montañistas.

 

4. Sobre la oración (De oratione).

El tratado De oratione, escrito hacia el 198-200, va dirigido a los catecúmenos. Empieza con la idea de que el Nuevo Testamento ha introducido una forma de oración que por su tenor y espíritu no tiene precedente en el Antiguo y es superior por su intimidad, por su fe y confianza en Dios y por su brevedad. Todas estas características aparecen en el Padrenuestro, que es un epítome de todo el Evangelio. Luego sigue (c.2-9) el primer comentario al Pater noster que exista en ninguna lengua. El autor añade una serie de consejos prácticos. Nadie debe acercarse a Dios sin haberse antes reconciliado con su hermano y haber depuesto toda ira y perturbación de espíritu (c.10-12). Esto exige, sobre todo, pureza de corazón, no la purificación de las manos, al menos no cada vez (c.13-14). Reprueba luego la costumbre de quitarse el manto durante los oficios y de sentarse al terminarse las oraciones (c. 15-16), pues es una compostura que considera irreverente en la presencia del Dios vivo. Recomienda orar con las manos levantadas y en voz baja (c.17), actitud que simboliza la modestia y la humildad. Nadie debe dispensarse del ósculo de paz después de las oraciones, ni siquiera el día de ayuno. El ósculo de paz es el sello de la oración. Esta regla sólo conoce una excepción: el Viernes Santo, cuando todos se abstienen de comer según una costumbre religiosa (c.18). En cuanto a los días de estación (c.19), los que se abstienen de comer no deben llegar al extremo de privarse de la santa comunión; deben llevarla a casa y tomarla luego que rompan el ayuno (c.19). Tertuliano trata extensamente de la obligación que tienen las doncellas vírgenes de cubrirse la cabeza en la iglesia e insiste fuertemente en este sentido (c.20-22). Es costumbre arrodillarse en días de ayuno y de estación y también para la oración de la mañana, pero esta costumbre no debe observarse en Pascua y Pentecostés (c.23). Todo lugar es apto para rendir homenaje al Creador, si la oportunidad y la necesidad lo exigen (c.24). No hay ninguna hora especial prescrita para orar, pero es bueno hacerlo en los momentos principales de la jornada, en la hora sexta y nona. "Cuadra bien al creyente no tomar alimento ni baño antes de haber orado; porque los refrescos y alimentos del espíritu deben preferirse a los de la carne, y las cosas del cielo a las de la tierra" (c.25). Nunca deberíamos recibir o despedir a un huésped sin elevar al cielo nuestros pensamientos juntamente con él. Seria bueno también, según loable costumbre, acabar todas las oraciones de petición con un aleluya o un responsorio (c.26-27). Los dos últimos capítulos (c.28-29) ensalzan la oración como sacrificio espiritual y alaban su poder y eficacia.

Si comparamos esta obra con la que escribió Orígenes sobre el mismo tema, observaremos en Tertuliano una ausencia total de preocupaciones filosóficas y, por el contrario, una orientación predominantemente práctica. Se preocupa ante todo de la compostura interior y exterior que hay que guardar en la oración y se dirige al pueblo cristiano en general, más que a un grupo selecto Su tratado es precioso, pero no por la profundidad de sus ideas, sino porque expresa con viveza la concepción auténticamente cristiana de la vida.

 

5. Sobre la paciencia (De patientia).

El tratado De patientia empieza con la siguiente confesión:

Confieso a Dios, mi Señor, que harto temeraria, si ya no es que también desvergonzadamente, me atrevo yo a escribir de la virtud de la paciencia, siendo totalmente inhábil para persuadir la mayor de las virtudes sin tener ninguna... Con todo eso, será cierto linaje de consuelo tratar de lo que no se goza, como los enfermos, que, faltos de salud, no saben callar, no hablan de otra cosa sino de las comodidades de ella; así yo, miserable pecador, como siempre estoy ardiendo en la fiebre de la impaciencia, es fuerza que hable, que discurra y suspire por la salud de la paciencia que me falta (c.1; trad. P. Manero).

La paciencia tiene su origen y su modelo en el Creador, que derrama el brillo de su luz por igual sobre los justos y los injustos. Cristo nos da un ejemplo aún mayor en su encarnación, en su vida, en sus sufrimientos y muerte. Nosotros podremos alcanzar esa perfección, sobre todo, por la obediencia a Dios. La impaciencia es la madre de todos los pecados, y el demonio es el padre. La virtud de la paciencia precede y sigue a la fe, que no puede existir sin ella. En la vida ordinaria hay muchas ocasiones de ejercitarla; por ejemplo, en la pérdida de los bienes, en las provocaciones e insultos, en las desgracias y caídas. La impaciencia proviene las más de las veces del deseo de venganza. Tenemos obligación de sufrir las adversidades, sean grandes o pequeñas; en premio se nos dará la felicidad. Tertuliano exalta luego las ventajas de la paciencia: nos lleva a toda clase de obras buenas; ayuda a arrepentirse y enciende la caridad. Fortalece el cuerpo y le capacita para sobrellevar con absoluta firmeza la continencia y el martirio. Tenemos de ella ejemplos heroicos en el Antiguo y Nuevo Testamento, como son Isaías y Esteban. El valor, los efectos y la belleza de esta virtud no admiten comparación. "Allí donde está Dios, se encuentra también la hija que El alimenta, la paciencia. Cuando desciende el Espíritu del Señor, la paciencia le acompaña sin separarse de El" (c.15). En el último capítulo se le hace observar al lector que la paciencia cristiana difiere radicalmente de su caricatura pagana, que es la perseverancia obstinada en el mal.

Este tratado hay que datarlo entre los años 200-203. Describe al cristiano ideal, y, por estar escrito en un estilo agradable y tranquilo, constituye un documento importante para conocer la personalidad del autor. San Cipriano recurrió mucho a sus páginas para escribir De bono patientiae.

 

6. Sobre la penitencia (De paenitentia).

El tratado De paenitentia tiene una importancia excepcional para la historia de la penitencia eclesiástica, principalmente porque el autor lo escribió siendo todavía católico. La erupción volcánica que se menciona en el capítulo 12 permite datarlo en el año 203, fecha en que se señala una erupción del Vesubio. El tratado se divide claramente en dos partes. La primera trata de la penitencia a la que debe someterse todo adulto que quiera presentarse al bautismo (c.4-6). La segunda versa sobre la "segunda" penitencia, que Dios, en su misericordia, "ha colocado en el vestíbulo para abrir la puerta a los que llamen, pero solamente una vez, porque ésta es ya la segunda" (c.7). Este pasaje certifica claramente la existencia de un perdón después del sacramento de la iniciación. Si Tertuliano insiste en que esta oportunidad se concede sólo una vez, no lo hace por motivos dogmáticos, sino por motivos de orden psicológico y práctico. Esto se ve claramente en el siguiente párrafo:

¡Oh Jesucristo, Señor mío!, concede a tus servidores la gracia de conocer y aprender de mi boca la disciplina de la penitencia, pero en tanto en cuanto les conviene y no para pecar; con otras palabras, que después (del bautismo) no tengan que conocer la penitencia ni pedirla. Me repugna mencionar aquí la segunda, o por mejor decir, en este caso la última penitencia. Temo que, al hablar de un remedio de penitencia que se tiene en reserva, parezca sugerir que existe todavía un tiempo en que se puede pecar. No quiera Dios que nadie interprete mal mi pensamiento, haciéndonos decir que con esta puerta abierta a la penitencia existe, por consiguiente, ahora una puerta abierta al pecado, como si la sobreabundancia de la misericordia del cielo implique un derecho para la temeridad humana. Que nadie sea menos bueno porque Dios lo es tanto, arrepintiéndose de su pecado tantas veces cuantas alcanza el perdón. De otro modo, dejará un día de escapar el que no ponga fin a sus pecados. Hemos escapado una vez (en el bautismo). No nos pongamos más en peligro, aunque nos parezca que aún escaparemos otra vez (c.7).

De este pasaje se sigue que Tertuliano, sintiéndose responsable de las almas de sus lectores, siente reparo en recomendar esta segunda penitencia, porque teme que en adelante puedan pecar por presunción. Por otra parte, les precave contra el otro extremo, la desesperación:

Si ocurre que debes hacer penitencia por segunda vez, no te dejes abatir ni aplastar por la desesperación. Avergüénzate de haber pecado por segunda vez, pero no te avergüences de arrepentirte; sonrójate de haber caído de nuevo, pero no de levantarte nuevamente. Que nadie se deje llevar de la vergüenza. A nuevas enfermedades hay que aplicar nuevos remedios (c.7).

La segunda penitencia de la que habla Tertuliano en este tratado es la que iba seguida de la reconciliación eclesiástica. Para alcanzarla es necesario que el pecador se someta a la έξομολόγησις, ο confesiσn pública, y cumpla los actos de mortificación, tal como se explica en los capítulos 9-12:

Cuanto más estricta sea la necesidad de esta segunda penitencia, tanto más laboriosa debe ser la prueba; no basta que exista la conciencia de haber obrado mal; e" preciso un acto que la manifieste al exterior. Este acto, para emplear una palabra griega que se usa comúnmente, es la έξομολόγησις, en virtud de la cual confesamos a Dios nuestro pecado, no porque El lo ignore, sino porque la confesión dispone a la satisfacción y realiza la penitencia, y ésta, a su vez, apiada la cólera de Dios. La exomologesis es, pues, un ejercicio que enseña al hombre a humillarse y a rebajarse, imponiéndole un régimen capaz de atraer sobre él la compasión. Regula su compostura exterior y su alimentación; quiere que se acueste sobre saco y ceniza, que se cubra el cuerpo con harapos, que se entregue a la tristeza, que se vaya corrigiendo las faltas por medio de un tratamiento severo. Por otra parte, el penitente debe contentarse, en cuanto a la comida y a la bebida, con cosas simples, que son estrictamente necesarias para sostener la vida, no para halagar el vientre; nutre la oración con el ayuno; gime, llora y se lamenta de día y de noche al Señor, su Dios; se prosterna a los pies de los sacerdotes y se arrodilla ante los amigos de Dios; solicita las oraciones de sus hermanos, para que sirvan de intercesores ante Dios (9).

Lo que dice de postrarse delante de los sacerdotes indica que esta penitencia era una institución eclesiástica. Terminaba con una absolución oficial, porque Tertuliano pregunta a los que "rehuyen este deber como una revelación pública de sus personas, o que lo difieren de un día para otro": "¿Es acaso mejor ser condenado en secreto que perdonado en público?" El último capítulo (12) describe la condenación eterna en el infierno de quienes abandonaron su propia salvación por no querer usar esta segunda planca salutis. De todas estas consideraciones se deduce claramente que Tertuliano admite en este tratado el perdón de los pecados graves.

 

7. A su mujer (Ad uxorem).

Tertuliano escribió, por lo menos, tres tratados sobre el matrimonio y las segundas nupcias, uno siendo católico, otro cuando era semimontanista y el tercero después de su separación definitiva de la Iglesia. El mejor es, sin comparación, el primero. Se titula Ad uxorem y fue compuesto entre los años 200-206. Se compone de dos libros. El autor da a su esposa consejos para cuando él haya partido de este mundo. Se los deja en forma de testamento espiritual. En el primer libro le exhorta a permanecer viuda, porque hay razones de peso para disuadirla de tomar otro marido, y ninguna excusa buena a favor de un segundo matrimonio. La carne, el mundo y los deseos de tener posteridad no deberían inducir a un cristiano a contraer segundas nupcias, porque el siervo de Dios está por encima de esas influencias. El espíritu es más fuerte que la carne. Los cuidados terrenos deben ceder ante los negocios del cielo, y los hijos no son sino una carga para los tiempos difíciles que se avecinan, y en muchos casos constituyen un peligro para la fe. Que los fieles aprendan de los paganos. Tienen ellos un sacerdocio de viudas y célibes y a su pontífice máximo no le está permitido casarse por segunda vez. Si Dios permite que una mujer pierda a su consorte por la muerte, ella no debería intentar, tomando otro hombre, restablecer lo que Dios ha disuelto. Tales uniones son obstáculo para la santidad, como lo indica la ley de la Iglesia, que niega ciertos honores a los que se atreven a contraerlas. Naturalmente, ninguno de estos argumentos es realmente convincente; por eso, Tertuliano trata, en el segundo libro, de la posibilidad de que su esposa no quiera quedarse sola después de su muerte. En este caso, le insta a que escoja a un cristiano, pues los matrimonios mixtos entre fieles e infieles han sido condenados por el Apóstol (1 Cor. 7,12-14). Son un peligro para la fe y la moral, aun en el caso de que la parte infiel sea tolerante:

Tus "perlas" son las prácticas religiosas que te distinguen en tu vida cotidiana. Cuanto más trates de imitarlas, tanto más sospechosas se hacen y atraen la curiosidad de los paganos. ¿Crees que eres capaz de no llamar la atención cuando hagas la señal de la cruz sobre tu cama o sobre tu cuerpo? ¿Cuándo soples para lanzar algún espíritu inmundo? ¿O cuando te levantes por la noche para rezar? ¿No pensará él que practicas algún rito mágico? ¿No querrá saber tu marido qué es lo que tomas en secreto antes de comer ningún otro alimento? Y si él descubre que se trata de pan, ¿no creerá lo que se dice? Y aun cuando no haya oído lo que se rumorea, ¿será tan simple que acepte la explicación que le das, sin protestar, sin extrañarse de que sea realmente pan y no algún sortilegio mágico? Suponte que haya mandos que te creen todo eso: lo hacen sólo para despreciar y burlarse y mofarse de las mujeres que creen (2,5).

Existe todavía otro peligro mayor para la mujer cristiana, y es el de tener que tomar parte en los ritos paganos con ocasión de los días de los demonios y de las fiestas de los gobernantes. Las mujeres convertidas después de casadas tienen una excusa. Pero es muy distinto cuando una cristiana se casa con un pagano y pone de este modo en peligro su propia religión: "Ningún matrimonio de este género puede tener éxito: es obra del maligno y ha sido condenado por el Señor" (2,7). La explicación de estas uniones mixtas es la debilidad de la fe y el deseo de las riquezas y placeres de este mundo. El autor opone a estos placeres la felicidad de dos esposos cristianos:

¿Dónde encontraremos palabras para expresar la felicidad de un matrimonio que la Iglesia une, la oblación divina confirma, la bendición consagra, los ángeles lo registran y el Padre lo ratifica? Porque en la tierra los hijos no deben casarse sin el consentimiento de sus padres. ¡Qué dulce es el yugo que une a dos fieles en una misma esperanza, en una misma ley, en un mismo servicio! Los dos son hermanos, los dos sirven al mismo Señor, no hay entre ellos ninguna desavenencia ni de carne ni de espíritu. Son verdaderamente dos en una misma carne; y donde la carne es una, el espíritu es uno. Ruegan juntos, adoran juntos, ayunan juntos, se enseñan el uno al otro, se animan el uno al otro, se soportan mutuamente. Son iguales en la iglesia, iguales en el festín de Dios. Comparten por igual las penas, las persecuciones y las consolaciones. No tienen secretos el uno para el otro; nunca rehuyen la compañía mutua; jamás se causan tristeza el uno al otro... Cantan juntos los salmos e himnos. En lo único en que rivalizan entre sí es en ver quién de los dos cantará mejor. Cristo se regocija viendo y oyendo a una familia así, y les envía su paz. Donde están ellos, allí está también El presente, y donde está El, el maligno no puede entrar (2,8).

 

8. Exhortación a la castidad (De exhortatione castitatis).

La Exhortación a la castidad la dedicó Tertuliano a un amigo que acababa de perder a su esposa. Le insiste en que no se case nuevamente. Trata de nuevo el problema de las segundas nupcias. Las rechaza como contrarias a la voluntad de Dios y prohibidas por San Pablo (1 Cor. 7,27-28). Aunque, por una parte, se ve precisado a admitir que Dios las tolera, por otra declara que no son sino una especie de fornicación (c.9). Su desviación montañista se hace patente. Mientras en el tratado Ad uxorem ensalzó las ventajas del matrimonio cristiano, en éste parece que deplora que esté permitido y lo considera como una especie de libertinaje legítimo. Por el contrario, ensalza la virginidad y continencia. Para ese fin cita incluso a la visionaria montañista Frisca: "La santa profetisa Prisca declara asimismo que todo santo ministro sabrá cómo administrar las cosas santas. Porque — dice ella — la continencia produce la armonía del alma y los puros ven visiones, e inclinándose profundamente, oyen voces que les dicen claramente palabras de salvación y secretas" (c.10). A pesar de eso, no hay ningún indicio de que Tertuliano hubiera ya roto con la Iglesia cuando escribió este tratado. Hay que datarlo, por lo tanto, entre el 204 y el 212.

 

9. La monogamia (De monogamia).

De los tres tratados que Tertuliano escribió sobre el matrimonio y las segundas nupcias, el De monogamia, por su estilo, es el más brillante, y el más agrio y agresivo por sus ideas. En la introducción y capítulo primero aparece ya claro que había renunciado a la influencia moderadora de la Iglesia y que había pasado definitivamente a los montañistas. La tesis que sostiene en este tratado es, según él, el justo medio entre la herejía de los gnósticos, que repudian totalmente el sacramento, y la licencia de los católicos, que permiten recibirlo varias veces: "La primera opinión es blasfemia; la segunda, lujuria; la primera querría eliminar a Dios del matrimonio; la segunda, deshonrarle. Nosotros, en cambio, que con justicia nos llamamos espirituales por los carismas que manifiestamente nos pertenecen, creemos que la continencia es tan digna de veneración como la libertad de casarse es digna de respeto, por-que ambas están de acuerdo con la voluntad del Creador. La continencia hace honor a la ley del matrimonio; el permiso de casarse la atempera. La primera es absolutamente libre, la segunda está sujeta a reglas; la primera es objeto de elección libre, la segunda está restringida dentro de ciertos límites. No admitimos más que un solo matrimonio, del mismo modo que no reconocemos más que un solo Dios" (c.1). Tertuliano considera ilícitas las segundas nupcias y muy afines al adulterio (c.15). Defiende su doctrina contra la acusación de innovación, invocando el testimonio del Espíritu Paráclito (c.2-3) y la autoridad del Antiguo Testamento (c.4-7), de los Evangelios (c.8-9) y de las Epístolas de San Pablo (c.10-14). Para rechazar la imputación de excesiva dureza, sostiene que la repugnancia de los paganos hacia las segundas nupcias prueba que la flaqueza de la carne no es ninguna excusa para dar semejante paso (c.16-17).

La fecha de composición de este tratado es, probablemente, el año 217, porque Tertuliano afirma que (c.3) habían pasado ya ciento sesenta años desde que San Pablo escribiera su primera Epístola a los Corintio" (año 57 d. d. C.).

 

10. Sobre el velo de las vírgenes (De virginibus velandis).

La obra De virginibus velandis trata de un tema que el autor creía ser de suma importancia. Ya en el De oratione (20-23) y luego en el De culta feminarum (2,7) exigía que las vírgenes cubrieran la cabeza con el velo. La introducción del presente tratado menciona un escrito anterior en griego sobre el mismo tema: "Voy a demostrar también en latín que está bien que las vírgenes lleven velo desde el momento que han pasado la crisis de la edad; probaré que esta obligación es impuesta por la verdad, contra la cual no hay prescripción que valga."

Examina primero lo que se refiere a esta costumbre y a su desarrollo progresivo. Observa luego que la etiqueta contemporánea, que exigía que las mujeres velaran su cara en determinadas ocasiones, debe entenderse lo mismo de las casadas que de las solteras. El texto 1 Cor. 11,5-6, contra lo que pretendían algunos cristianos, no hace excepción en favor de las solteras. Por consiguiente, la Escritura, la naturaleza y los buenos modales exigen que las doncellas se cubran la cabeza. Si lo hacen fuera de la iglesia, ¿por qué razón no han de hacerlo también dentro de ella? El autor describe con entusiasmo la incesante actividad del Paráclito:

Mientras la ley de la fe permanezca intacta, todo lo demás, tanto lo que se refiere a la disciplina como a las costumbres, admite cambios y correcciones bajo la acción de la gracia de Dios, que obra en nosotros y persevera hasta el fin. Porque, mientras el demonio trabaja sin descanso y aumenta de día en día el espíritu de iniquidad, ¿quién creerá que la obra de Dios se ha interrumpido o que ha cesado de progresar? ¿Por qué nos ha enviado el Señor su Paráclito sino para que el hombre, impotente por su debilidad de comprenderlo todo a la vez, fuera dirigido poco a poco y ayudado y conducido a la perfección de la disciplina por el Espíritu Santo, Vicario del Señor?... ¿Cuál es, pues, el ministerio del Paráclito sino regular la disciplina, interpretar las Escrituras, reformar la inteligencia, hacernos adelantar más y más en la perfección? (c.l).

A pesar de esta alusión al Paráclito y de las amargas críticas contra el clero a lo largo de todo el tratado, aún no se había producido la ruptura definitiva entre los montañistas y los católicos de Cartago. En el capítulo segundo, después de haber examinado la costumbre de las iglesias orientales, insiste aún en la unidad de la Iglesia: "Ellos y nosotros tenemos una misma fe, un solo Dios, un solo Cristo, la misma esperanza, los mismos sacramentos bautismales; permitidme decir una vez por todas: formamos una Iglesia" (c.2). Por consiguiente, el tratado tuvo que ser escrito antes del año 207.

 

11. La corona (De corona).

Aunque el De corona es un escrito de circunstancias, en él se discute uno de los problemas más importantes: la participación de los cristianos en el servicio militar. La ocasión fue la siguiente: Cuando murió el emperador Septimio Severo, el 4 de febrero del 211, sus hijos regalaron al ejército cierta cantidad de dinero, lo que se llamaba donativum. Al momento de su distribución en el campamento, los soldados se acercaron con una corona de laurel en la cabeza, a excepción de uno solo, que no llevaba nada en la cabeza y tenía la corona en la mano. "Todos empezaron a señalarlo con el dedo, burlándose de él desde lejos. Cuando estuvo cerca le mostraron su indignación. El clamoreo llega hasta la tribuna. El soldado sale de sus filas. El tribuno le pregunta inmediatamente: ¿Por qué te distingues de los demás? No me está permitido — responde él — llevar la corona como los otros. Y como el tribuno pide que explique sus razones, responde: Porque soy cristiano... Se examina su causa y se delibera; se instruye el proceso; se lleva la causa al prefecto y, coronado por la blanca corona del martirio, más gloriosa que la otra, aguarda ahora en el calabozo el donativum de Cristo. En seguida empezaron a oírse juicios desfavorables sobre su proceder. ¿Vienen de los cristianos o de los paganos? No lo sé; en todo caso, los paganos no hablarían de otro modo. Se habla de él como de un atolondrado, un temerario, un hombre impaciente por morir. Interrogado sobre su porte exterior, acababa de poner en peligro a los que llevan el nombre (de Cristo)... Contentémonos hoy con contestar a su objeción: ¿Quién nos ha prohibido llevar una corona? Voy a comenzar por este punto, que es, en resumidas cuentas, el meollo de toda la cuestión que nos ocupa" (c.1). El tratado, pues, está escrito en defensa de un soldado y quiere demostrar que el llevar la corona es incompatible con la fe cristiana. El autor recurre a una tradición cristiana no escrita para probar que el ponerse una corona en la cabeza va contra los principios. Además, esta costumbre es de origen pagano y está íntimamente relacionada con la idolatría. Ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento mencionan esta costumbre. Para ser más concreto, la corona militar está prohibida por la sencilla razón de que la guerra y el servicio militar son irreconciliables con la fe cristiana. El cristiano conoce solamente un juramento: la promesa bautismal; solamente sabe de un servicio: el prestado a Cristo Rey. Este es el campamento de la luz; el otro, el de las tinieblas. Tertuliano toma la mayor parte de su materia de la obra De coronis de Claudio Saturnino, a la que se refiere explícitamente en el capítulo 7: "Los que quieran una información más amplia sobre este tema, encontrarán una extensa exposición en Claudio Saturnino, escritor distinguido, de no común talento, que trata también de esta cuestión. Ha escrito, en efecto, un libro sobre las coronas, donde explica sus orígenes, sus causas, sus clases y su ritos" (c.7).

De corona critica a los católicos porque rechazan al Paráclito y sus profecías, y zahiere al clero: "Como han rechazado las profecías del Espíritu Santo, ahora se proponen rehusar también el martirio. ¿Por qué, murmuran ellos, comprometer esta paz tan favorable y tan prolongada? Estoy seguro de que algunos empiezan ya a dar la espalda a las Escrituras, a preparar sus valijas y a huir de ciudad en ciudad, puesto que de todos los textos del Evangelio no se acuerdan más que de éste. Conozco a sus pastores, leones en tiempo de paz, siervos en la lucha" (c.1). El año 211 es la fecha que se asigna generalmente a este tratado.

 

12. Sobre la huida en la persecución (De fuga in persecutione).

Una cuestión tratada solamente de paso en el De corona recibe respuesta completa en el De fuga in persecutione: ¿Le está permitido a un cristiano huir en tiempo de persecución para escapar del martirio? En Ad uxorem (1,3), Tertuliano había dicho: "En tiempo de persecución es mejor huir de un lugar a otro, como nos está permitido, que dejarse arrestar y negar la fe bajo el tormento." Lo mismo sostuvo en el De patientia (c.13). En el presente tratado, en cambio, sostienes que esa fuga va contra la voluntad de Dios. La persecución viene de El; El es quien la planea a fin de robustecer la fe de los cristianos, aunque no se puede negar que el diablo tiene también su parte en ella. Si algunos objetan alegando a Mateo 10,23: "Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra," Tertuliano contesta que esto se refiere exclusivamente a los Apóstoles, a sus tiempos y circunstancias, pero no al tiempo presente (c.6). Tampoco es lícito escapar de los malos tratos mediante dinero, porque la razón es la misma: el miedo al martirio. Rescatar con dinero al ser humano que Cristo rescató con su sangre es indigno de Dios (c.12). El tratado lo dedica el autor a su amigo Fabio. Lo anunció ya en el De corona (c.1). Hay sobrados indicios del montañismo del autor (c.1.11.14). Hay que datarlo, por consiguiente, en el año 212.

 

13. Sobre la idolatría (De idololatria).

Tertuliano, al parecer, escribió el tratado De idololatria hacia la misma época que el De corona, que es del año 211. Nuevamente se propone la cuestión: ¿Le está permitido al cristiano servir en el ejército? Pero Tertuliano sobrepasa los límites del tema y se propone librar al cristiano de todo cuanto esté de alguna manera relacionado con la idolatría. Por eso. Tertuliano no se contenta con condenar a los fabricantes y adoradores de imágenes (c.4), sino toda profesión o arte que crea que está al servicio del paganismo. Por eso excluye de la Iglesia a los astrólogos, matemáticos, maestros de escuela, profesores de literatura y con mayor razón aún a los gladiadores, vendedores de incienso, hechiceros y magos (c.8-11). Una exclusión tan radical crea dos dificultades. En primer lugar, la gente preguntará: ¿Y cómo he de vivir? El autor contesta diciendo que la fe no tiene miedo del hambre. Si un cristiano ha aprendido a despreciar la muerte, ciertamente no dudará tampoco en despreciar las exigencias de la subsistencia humana (c.12). El segundo problema es éste: Si la enseñanza no está permitida a los cristianos, no habrá manera de educarse. Aquí Tertuliano hace una concesión interesante: enseñar está prohibido, pero se permite estudiar.

Veamos la necesidad de la erudición literaria. Consideremos que, por una parte, no puede estar permitida y por otra, que no se puede evitar. El estudio de la literatura está permitido a los cristianos, pero no su enseñanza, porque aprender y enseñar son dos cosas diferentes. Supongamos el caso de un cristiano que enseña la literatura llena de alabanzas a los ídolos; sin duda alguna, si enseña, recomienda; si la comunica, la afirma; si narra, da testimonio a su favor... Pero cuando un fiel estudia, si es capaz de entender lo que es la idolatría, ni la recibe ni la aprueba; si no sabe de qué se trata, aún será menos capaz de entenderla. O supongamos que empieza a comprender; es justo que aplique su inteligencia ante todo a aquello que aprendió anteriormente, a saber, a lo que se refiere a Dios y a su fe. Todo lo demás, por lo tanto, lo rechazará sin aceptarlo. De esta manera estará tan seguro como aquel que, sabiéndolo bien, toma de la mano de uno que lo ignora un veneno que él se guarda muy bien de beber. A éste le excusa la necesidad, puesto que no hay otro medio de instruirse (c.10).

Condena luego toda forma de pintura, escultura y artes plásticas (c.5), y prohíbe toda participación en los festivales públicos (c.15). Con esto se llega a la cuestión: ¿Qué cargos del Estado puede ejercer un cristiano? Según el autor, nadie puede creer que sea posible evitar la idolatría, bajo una u otra de sus muchas formas, ocupando cualquier cargo público. Por consiguiente, ningún fiel puede aceptar ninguno de ellos (c.18). Todos los miembros de la Iglesia han abjurado las pompas del demonio en el bautismo. El cristiano será un magistrado tanto más feliz en el cielo por haber renunciado a estos honores en la tierra. Tertuliano declara que el Estado es enemigo de Dios: "Que esto sirva para recordaros que todos los poderes y dignidades de este mundo no solamente son extraños a Dios, sino enemigos" (c.18). No puede, pues, sorprendernos que, con semejantes ideas sobre las relaciones entre la fe y el Imperio, rechace el servicio militar: "No puede haber compatibilidad entre los juramentos hechos a Dios y los juramentos hechos a los hombres, entre el estandarte de Cristo y la bandera del demonio, entre el campo de la luz y el de las tinieblas. Una sola alma no puede servir a dos señores, a Dios y al César" (c.19).

 

14. Sobre el ayuno (De ieiunio adversus psychicos).

El mismo título del tratado indica que Tertuliano, ya montañista, lo escribió contra los católicos, los psychici. El tema es la cuestión del ayuno, que había sido causa de una apasionada controversia entre los dos bandos. El autor ataca violentamente a los católicos, "esclavos de la lujuria y reventando de glotonería" (c.1), porque rechazan las prácticas montañistas. Se acusaba a la secta de Tertuliano, según parece, de aumentar el número de los días de ayuno, de prolongar las estaciones generalmente hasta el atardecer, de practicar las xerofagias, es decir, de no tomar más que comidas no condimentadas de carne, salsas o jugos de fruta; de no tocar nada que tuviera el gusto de vino, de abstenerse del baño en los días penitenciales (c.1). Se condenaban todas estas prácticas como novedades inspiradas en la herejía o pseudoprofecía. Tertuliano sale a su defensa. Prepara sus argumentos, como los haría un abogado en un alegato. Apoyándose en el Antiguo y Nuevo Testamento, demuestra la necesidad del ayuno después de la desobediencia de Adán y las ventajas de la abstinencia, niega que haya nada nuevo en esa forma de practicar las estaciones (c.10). Después de haber refutado la acusación de herejía y de pseudoprofecía (c.11), pasa a un violento ataque contra la indulgencia de los cristianos para consigo mismos. Les acusa de "instalar cocinas en la prisión para deshonrar a los mártires" (c.12) y de ser más impíos que los mismos paganos (c.16). Se hallan en esta obra las expresiones más brutales que usara jamás Tertuliano. Sin embargo, para la historia del ayuno sigue siendo una valiosa fuente de información.

 

15. Sobre la modestia (De pudicitia).

El tratado De pudicitia no es menos violento que el precedente, pero trata de un asunto mucho más importante: el poder de las llaves. Según el concepto montañista que el autor tiene de la Iglesia, el poder de perdonar no pertenece a la jerarquía eclesiástica, sino a la jerarquía espiritual, esto es, a los apóstoles y profetas. Este tratado es, ante todo, una potente polémica contra la disciplina penitencial de la Iglesia católica del Norte de África y, en particular, contra el Edictum peremptoriumí de un obispo, cuyo nombre no se da. Según Tertuliano, este pontifex maximus y episcopus episcoporum declara: "Perdono los pecados de adulterio y de fornicación a los que hayan hecho penitencia." El problema está en determinar quién era ese obispo. Muchos lo han identificado como el papa Calixto (217-222). No habría motivo de ponerlo en tela de juicio si Tertuliano se refiriera al mismo caso que provocó el cisma de Hipólito o si fuera cierto que el precedente mencionado en el De pudicitia no podía haber sido puesto más que en Roma. Pero ni una cosa ni otra se pueden probar, como ya dijimos (cf. p.519s). Los títulos pontifex maximus y episcopus episcoporum no prueban lo contrario; en este caso el autor los emplea irónicamente, al igual que otros, como benignissimus Dei interpres, bonus pastor et benedictus papa. Además, en aquel tiempo no eran conocidos como apelativos específicos del obispo de Roma. Como Tertuliano llama a su adversario psychicus, palabra muy usada por él para designar a los católicos de Cartago, tenemos derecho a suponer que se refiere al de aquella ciudad, Agripino (Cipriano, Epist. 71,4). Hay que añadir que la situación difiere totalmente de la que describe Hipólito (cf. p.491-4). Tenemos, finalmente, la siguiente alusión:

Y deseo conocer tu pensamiento, saber qué fuente te autoriza a usurpar este derecho para la "Iglesia." Sí, porque el Señor dijo a Pedro: "Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia," "a ti te he dado las llaves del reino de los cielos," o bien: "Todo lo que desatares sobre la tierra, será desatado; todo lo que atares será atado"; tú presumes luego que el poder de atar y desatar ha descendido hasta ti, es decir, a toda Iglesia que está en comunión con Pedro, ¡Qué audacia la tuya, que perviertes y cambias enteramente la intención manifiesta del Señor, que confirió este poder personalmente a Pedro! (c.21).

Las palabras "es decir, a toda Iglesia que está en comunión con Pedro" (id est, ad omnem ecclesiam Petri propinquam) sólo tienen sentido refiriéndolas, no únicamente al obispo de Roma, sino a toda la Iglesia en comunión con Pedro por la fe o por razón de su origen. Esto conviene muy bien a Cartago, fundada, como dice la tradición, por misioneros romanos.

Si comparamos el De pudicitia de Tertuliano con su anterior tratado De paenitentia, observaremos una oposición absoluta entre los dos escritos. En la historia de la disciplina penitencial, el De pudicitia es el primer documento que menciona los tres pecados capitales de idolatría, fornicación y homicidio, considerados por el autor como "imperdonables." Fue, pues, Tertuliano el que introdujo la distinción entre peccata remissibilia e irremissibilia (2). Esta distinción no se halla en el De paenitentia. El argumenta diciendo que la Iglesia no tiene poder para perdonar pecados tan graves después del bautismo; ni siquiera la intercesión de los mártires es eficaz.

 

16. Sobre el manto (De pallio).

De pallio es el tratado más corto de Tertuliano, pues consta solamente de seis capítulos. Lo escribió en defensa propia, cuando le criticaron por haber sustituido para el uso ordinario la toga por el manto o pallium. Aquélla, recuerda él a sus conciudadanos, fue introducida por los romanos después de su victoria sobre Cartago y simboliza la derrota y la opresión, mientras que el pallium lo usaban ya antiguamente personas de todo rango y condición. Por otra parte, el cambiar es una ley universal; cambiar de aspecto lo hacen todos los seres de la naturaleza. El mundo cambia, la tierra cambia, las naciones y los que las rigen van y vienen. Los animales, en vez de vestidos, mudan de forma, de plumaje, de piel, de color. Nadie, pues, tiene derecho a sorprenderse porque cambie también el nombre. La historia del vestido es una historia larga, como que empieza con la caída del primer hombre. Hay que conceder, sin embargo, que no toda innovación significa siempre progreso. Se extraña Tertuliano de que sus conciudadanos se muestren contrarios al pallium por ser de origen griego; siempre les gustó imitar a los griegos, incluso en aquellas cosas que no se deberían imitar. Y si tienen ganas de criticar vestidos, que se fijen en los vestidos que ponen en peligro la modestia, en los hombres que parecen mujeres, en las mujeres que se visten como si fueran meretrices. El pallium se recomienda por su simplicidad y utilidad. Es el vestido distintivo de los filósofos, retóricos, poesías, módicos, poetas, músicos, astrólogos y gramáticos. Y aquí el autor cede la palabra al pallium: "Todo lo que es liberal en ciencias, lo cubro yo con mis cuatro ángulos" (c.6). No es, ciertamente, el atuendo propio del foro, del lugar de los comicios, del senado, de la residencia de un pretoriano o de un patricio romano. Es excluido de los cargos públicos del Estado, pero ahora ha recibido una dignidad mucho mayor, la de ser la vestidura del cristiano: "¡Alégrate, pallium, y salta de gozo! Una filosofía mucho mejor se ha dignado honrarte desde que has empezado a ser la indumentaria del cristiano" (c.6). Estas son las últimas palabras de un tratado lleno de viveza, de originalidad y de ironía. Sobre la fecha de su composición reina gran variedad de opiniones. El triple poder de nuestro actual imperio ( praesentis imperii triplex virtus) del capítulo 2 no basta a dirimir la cuestión. Puede convenir tanto al año 193, cuando Didio Juliano, Pescenio Niger y Septimio Severo se dividieron el poder, como al 209-211, cuando Severo y sus dos hijos, Antonino y Geta, gobernaron conjuntamente. A favor de la primera de estas fechas está la completa ausencia de ideas montañistas; en ese caso, el cambio de vestido habría coincidido con la conversión del autor. En cambio, la última se aviene mejor con el pasaje que alude a una agricultura floreciente en todo el mundo y a la cesación de todas las hostilidades. Este estado de cosas respondería al período de paz que siguió cuando Severo puso fin a la enconada lucha entre los diversos pretendientes al trono.

 

II. Escritos Que se han Perdido.

El número de las obras de Tertuliano que han desaparecido es muy considerable. Desgraciadamente, entran en ese grupo todas las obras que escribió en griego. Tres de éstas las mencionamos más arriba, al hablar de sus correspondientes latinas De spectaculis, De baptismo, De virginibus velandis. Una cuarta obra de este grupo sería probablemente el tratado Sobre el éxtasis, que Jerónimo coloca entre los escritos del período montañista: "A los seis volúmenes que Tertuliano escribió Sobre el éxtasis contra la Iglesia, añadió un séptimo, dirigido especialmente contra Apolonio, en el cual trata de defender todo lo que había refutado Apolonio" (De vir. ill. 40). Jerónimo da el título en griego, Περί Ικστάσεως. Por esta frase y por otra (ibid. 24.53), vemos que a los primeros seis libros Tertuliano añadió un séptimo libro cuando tuvo conocimiento del ataque que dirigió contra el montañismo Apolonio, obispo de Asia. Jerónimo da la siguiente descripción de este autor y de su obra:

Apolonio, hombre de muchísimo talento, escribió contra Montano, Frisca y Maximila una obra notable y extensa. En ella dice que Montano y sus insensatas profetisas murieron ahorcados, y muchas otras cosas, entre las cuales hay lo siguiente sobre Frisca y Maximila: "Si niegan que han recibido regalos, que confiesen que los que los reciben no son profetas, y yo produciré un millar de testigos que probarán que ellas recibieron, en efecto, donativos, porque es ciertamente por otros frutos que demuestran ser profetas los que lo son de verdad. Dime, ¿tiñe un profeta su cabello? ¿Mancha un profeta sus párpados con antimonio? ¿Se adorna un profeta con ricas vestiduras y piedras preciosas? ¿Juega un profeta a dados y a tablillas? ¿Acepta la usura? Que respondan ellas si estas cosas están permitidas o no, que mi tarea será demostrar que ellas las hacen" (De vir. ill. 40).

Probablemente el séptimo libro de Tertuliano respondía a estas extrañas acusaciones, mientras que los demás trataban de carismas de profecía y éxtasis que reivindicaba la secta. Toda la obra es posterior a la ruptura definitiva del autor con la Iglesia; data probablemente del 213. Además de estas obra-griegas, se han perdido las siguientes latinas:

1. De spe fidelium, en que demostraba que las profecía-del Antiguo Testamento sobre la restauración de Judá deben interpretarse alegóricamente de Cristo y de la Iglesia (Adv. Marc. 3,24). Según Jerónimo (De vir. ill. 18; In Is . comm. ad 36,lss; In Is. comm. 18 praef.), sostuvo ideas quiliastas.

2. De paradiso, sobre cuestiones relativas al paraíso (Adv. Marc. 5,12; De anim. 55). Sostiene que todas las almas, menos las de los mártires, permanecen en el Hades hasta el día de la venida del Señor.

3. Adversus Apelleiacos, contra los secuaces de Apeles, discípulo de Marción (cf. p.260s). Refuta su pretensión de que no fue Dios el que creó el mundo, sino un ángel eminente, revestido del espíritu, poder y voluntad de Cristo, para arrepentirse luego de haberlo hecho (De carne Christi 8).

4. De censu animae (véase arriba p.558).

5. De fato, anunciado en el De anima 20, debía tratar del hado y de la necesidad, de la fortuna y de la voluntad libre del Señor Dios y su adversario, el diablo, en su influencia sobre el entendimiento humano. Lo escribió efectivamente; lo sabemos por una cita del escritor africano Fabio Planciades Fulgencio (Exp. serm. antiqu. 16). Parece que fue utilizado también por el autor (el Ambrosiáster) del tratado Quaestiones Veteris et Novi Testamenti en la Quaestio 115 (318-349 ed. Souter).

6. Ad amicum philosophum. Según dice Jerónimo (Epist. 22,22; Adv. Iovin. 1,13), Tertuliano escribió en su juventud un tratado sobre las dificultades de la vida matrimonial (De nuptiarum angustiis) dirigido a un amigo filósofo.

7. De Aaron vestibus, del que San Jerónimo tenía noticias solamente por una lista de los escritos de Tertuliano (Epist. 64,23).

8. De carne et anima, De animae submissione y De superstitione saeculi. Estos títulos aparecen en el índice del Codex Agobardinus del siglo IX.

Escritos no auténticos

1. De execrandis gentium diis. Suárez halló en un códice vaticano del siglo X, juntamente con la Crónica de Beda y otros escritos, este fragmento de un tratado apologético. La diferencia de estilo no permite atribuirlo a Tertuliano, como hiciera la edición de Suárez. El desconocido autor critica severamente el concepto pagano de la divinidad y prueba la indignidad de los dioses con el ejemplo de Júpiter.

2. Adversus omnes haereses. Sobre este apéndice al De praescriptione, cf. lo que hemos dicho arriba, p.554.

3. El Carmen adversus Marcionitas es un poema en cinco libros. Trata del origen de la herejía de los marcionitas (c.1), de la relación íntima que existe entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, contra el dualismo de Marción (c.2-3) y de la doctrina de éste (c.4-5). Escrito en un latín mediocre, probablemente en las Galias antes del 325, depende del tratado de Tertuliano Adversus Marcionem.

4. La Passio SS. Perpetuae et Felicitatis (cf. p. 176-8). Es dudoso que su autor sea Tertuliano.

5. El Carmen ad Flavium Felicem de resurrectione mortuorum et de iudicio Domini. Este poema, de más de 400 hexámetros, ha sido atribuido falsamente a Tertuliano o a Cipriano. Se desconoce su verdadero autor. J. H. Waszink aduce sólidas razones para fecharlo a fines del siglo y a principios del VI.

 

III. Aspectos de la Teología de Tertuliano

A Tertuliano se le ha llamado el fundador de la teología occidental y padre de nuestra cristología. Esas expresiones son exageradas, porque él nunca creó un sistema. En realidad le faltaba una cualidad esencial, el equilibrio del espíritu, que le hubiera permitido disponer los diferentes artículos de la fe en un orden lógico, asignando a cada uno el lugar que le corresponde. Nadie que haya leído sus tratados antiheréticos podrá negarle talento para la especulación. Pero, en cambio, era incapaz de resolver contradicciones que lo eran sólo en apariencia. Al contrario, las creaba. Sentía predilección por la paradoja. A pesar de que la frase Credo guia absurdum que le ha sido atribuida no se encuentra entre sus escritos, hay en sus obras otras que no son menos chocantes, por ejemplo: "el Hijo de Dios fue crucificado; yo no me escandalizo, porque es necesario que los hombres se escandalicen; el Hijo de Dios murió; esto se impone absolutamente a la fe, porque es absurdo" (De carne Christi 5). Estas anormalidades no le inquietan, porque él no se preocupa de construir un puente entre la religión y la razón. El quiere probar que ni siquiera el aparente conflicto entre los hechos de la redención y la inteligencia humana puede impedir que él crea. Difiere, pues, notablemente de los teólogos de la escuela de Alejandría, especialmente de su contemporáneo Clemente. A Tertuliano no le interesa establecer la armonía entre la fe y la filosofía. Esta puede ser una explicación de que no formara nunca un sistema teológico.

 

1. Teología y filosofía

Mientras Clemente de Alejandría sentía una profunda admiración por los pensadores de Grecia y les atribuía entre los paganos la misma importancia que había tenido la Ley entre los judíos, Tertuliano, por el contrario, estaba convencido de que la filosofía y la fe no tienen nada en común:

En efecto, ¿qué hay de común entre Atenas y Jerusalén? ¿Qué concordia puede existir entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué entre los herejes y los cristianos? Nuestra instrucción nos viene del pórtico de Salomón, y éste nos enseñó que debemos buscar al Señor con simplicidad de corazón. ¡Lejos de vosotros todas las tentativas para producir un cristianismo mitigado con estoicismo, platonismo y dialéctica! Después que poseemos a Cristo, no nos interesa disputar sobre ninguna curiosidad; no nos interesa ninguna investigación después que disfrutamos del Evangelio. Nos basta nuestra fe y no queremos adquirir nuevas creencias (De praescr. 7).

Habla como si toda ciencia humana tuviera que ser arrojada de la Iglesia, porque "pretende conocer la verdad, cuando en realidad sólo la corrompe" (ibid.). "Por lo tanto, ¿qué hay de común entre el filósofo y el cristiano, entre el discípulo de Grecia y el del cielo, entre el que busca la fama y el que trabaja por su salvación, entre el que teje bellos discursos y el que obra buenas acciones, entre el que edifica y el que destruye, entre el amigo y el enemigo del error, entre el que corrompe la verdad y el que la guarda y la enseña?" (Apol. 46). Ni siquiera Sócrates, de quien decía Justino que era "un cristiano," es, para Tertuliano, otra cosa que "corruptor de la juventud" (ibid.) para no hablar "del miserable Aristóteles" (De praescr. 7).

Por otra parte, sin embargo, no puede menos de confesar que la especulación griega había alcanzado atisbos de verdad: "Naturalmente, no negaremos que los filósofos a veces han pensado como nosotros" (De an. 2); especialmente lo admite de Séneca, con quien coincide muchas veces: Séneca saepe noster (De an. 20). De hecho, no se puede pasar por alto la influencia de los estoicos sobre Tertuliano. Su concepto de Dios, su noción del alma y muchos de sus principios morales dependen de aquella filosofía. Sin embargo, aun en aquellos casos en que hay semejanza entre las doctrinas de la Iglesia y las enseñanzas de los filósofos paganos, tiene mucho cuidado de advertir que éstos las robaron del Antiguo Testamento, el cual, como fuente de la revelación, pertenece a los cristianos. Los pensadores antiguos no han hecho otra cosa que adulterar las verdades recibidas de Dios. Ellos son, por consiguiente, los responsables de las herejías; son los "patriarcas de los herejes" (De an. 3). Veinte años más tarde, en los Philosophumena de Hipólito de Roma se observará la misma tendencia a atribuir a la filosofía pagana todos los desvíos de la fe. No nos debe extrañar que, con esta desconfianza en la inteligencia humana, no intentara nunca construir un sistema teológico con las opiniones aisladas que iban tomando forma en su mente en el curso de sus luchas con sus adversarios.

 

2. La teología y el derecho.

Como abogado, Tertuliano tenía más confianza en los argumentos jurídicos que en las pruebas filosóficas. Exigía a los perseguidores que respetasen la ley y sus normas auténticas. Fue el derecho el que inspiró su grande obra en defensa de la Iglesia: el Apologeticum (p.539ss) y el que le proporcionó su principal argumento contra la herejía, la praescriptio, que, según él, hacía inútil toda controversia con los disidentes, porque el peso de la prueba recaía sobre ellos como innovadores: "Nosotros prescribimos contra estos falsificadores de nuestra doctrina, diciéndoles que la única regla de fe es la que viene de Cristo, transmitida por sus propios discípulos. En cuanto a estos innovadores, fácil será probar que han venido después" (Apol. 47,10). Fue el derecho el que le sugirió un gran número de conceptos, figuras y términos que él introdujo en la teología y que siguen teniendo valor en nuestros días. Gracias al derecho pudo concebir las relaciones entre Dios y el hombre. Dios es el autor de la ley (De paen. 1), el juez que aplica la ley (ibid. 2). El Evangelio es la ley de los cristianos: Lex proprie nostra, id est, Evangelium (De monog. 8). El pecado es la violación de osta ley. Como tal, es culpa o reatus y ofende a Dios (De paen. 3.5.7.10.11). Hacer el bien es satisfacer a Dios (satisfacere) (ibid. 5.6.7), porque Dios lo manda (quia Deus praecepit) (ibid. 4). El temor de Dios, legislador y juez, es el comienzo de la salvación (ibid. 4). Timor fundamentum salutis (De culta fem. 2,1). Dios encuentra satisfacción en el mérito del hombre (De paen. 2,6). Aquí el autor emplea el término jurídico promereri. Las palabras deuda, satisfacción, culpa, compensación, ocurren frecuentemente en sus escritos. Distingue entre precepto y consejo, entre consilia y praecepta dominica. Mientras Ireneo concebía la salvación como una economía divina (Adv. haer. 3,24,1), Tertuliano la presenta como una salutaris disciplina (De pat. 12), disciplina que viene de Dios por medio de Cristo.

 

3. La regla de la fe.

El Símbolo, que es el resumen de la enseñanza de la Iglesia, no es, para Tertuliano, solamente la regla de la fe (regula fidei), sino también una ley de la fe (lex fidei) (De praescr. 14). No da famas su texto preciso. En el De virg. vel. 1 lo describe como sigue:

La regla de la fe es en todo tiempo inmutable e irreformable: consiste en creer en un solo Dios todopoderoso. Creador del mundo: en Jesucristo, su Hijo, nacido de la Virgen María, crucificado bajo Poncio Pilato, resucitado de entre los muertos al tercer día, recibido en los cielos, que está sentado ahora a la diestra del Padre, de donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos por la resurrección de la carne.

Esta fórmula es la más libre de glosas y comentarios que nos ofrece Tertuliano. En otras dos ocasiones, Adv. Prax. 2 y De praescr. 13, se refiere también a la regla de fe. El segundo pasaje es el más largo:

He ahí, pues, la regla o símbolo de nuestra fe, pues vamos a hacer una declaración pública de nuestras creencias. Creemos que no hay más que un solo Dios, autor del mundo, que ha sacado todas las cosas de la nada por su Verbo, engendrado antes que todas las criaturas. Creemos que este Verbo, que es su Hijo, se manifestó en nombre de Dios, bajo distintas formas, a los patriarcas: que habló por medio de los profetas; que bajó, por el Espíritu y el Poder de Dios Padre, al seno de la Virgen María, donde se hizo carne; que nació de ella: que es Nuestro Señor Jesucristo, que predicó la ley nueva y la nueva promesa del reino de los cielos. Creemos que hizo milagros: que fue crucificado; que resucitó al tercer día: que subió a los cielos y está sentado a la diestra del Padre: que ha enviado en lugar suyo la virtud del Espíritu Santo, para guiar a los que creen; en fin, que vendrá con grande majestad para llevar a los santos y hacerles gozar de la vida eterna y de las promesas celestes, y para condenar a los culpables al fuego eterno, después de haber resucitado a unos y otros, devolviéndoles la carne. He aquí la regla de la fe que nos enseñó Jesucristo, como lo probaremos. Sobre ella no hay jamás entre nosotros disensión alguna, fuera de las que provocan las herejías y fabrican los herejes (De praescr. 13).

Si comparamos estos dos pasajes que acabamos de citar, De virg. vel. 1 y De praescr. 13, veremos que el primero no menciona al Espíritu Santo, al paso que el segundo lo hace claramente. En Adv. Prax. 2 se hace también mención de la tercera Persona; allí el Símbolo termina sin hablar de la resurrección de la carne, con un breve credo trinitario: "Envió, como había prometido, al Espíritu Santo, al Paráclito del Padre, el santificador de la fe de los que creen en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo." Finalmente, en otro pasaje (De praescr. 36) alaba la fe que la Iglesia de Roma tiene en común con la de África: "Reconoce un Señor Dios, Creador del universo, y a Jesucristo, Hijo del Dios Creador, nacido de la Virgen María, y la resurrección de la carne." Esta fórmula es como la que hemos citado De virg. vel. 1. Parece, pues, que Tertuliano conocía dos fórmulas, una de tres elementos y la otra de dos solamente. Si exceptuamos esto, todas las fórmulas se asemejan entre sí en la forma y en el contenido. Prueban la existencia de un resumen de la fe, que se acerca al símbolo bautismal, citado por Hipólito de Roma en su Tradición Apostólica del año 217 (cf. p.480).

 

4. La Trinidad.

La principal contribución de Tertuliano a la teología se sitúa en la doctrina de la Trinidad y en la de la Cristología, íntimamente relacionada con aquélla. Algunas de sus fórmulas y definiciones son tan precisas y tan acertadas que pasaron a la terminología eclesiástica para siempre. Ya dijimos arriba que Tertuliano fue el primero en aplicar el vocablo latino Trinitas a las tres divinas Personas. De pud. 21 habla de una Trinitas unius Divinitatis, Pater et Filias el Spiritus Sanctus. Es, sin embargo, en Adv. Prax. donde la doctrina de la Trinidad halla su expresión más perfecta. Explica la compatibilidad entre la unidad y la trinidad, recurriendo a la unicidad de los tres en su substancia y en su origen: tres unius substantiae et unius status et unius potestatis (De pud. 2). El Hijo es "de la substancia del Padre": Filium non aliunde deduco, sed de substantia Patris (ibid. 4). El Espíritu es "del Padre por el Hijo": Spiritum non aliunde deduco quam a Patre per Filium (ibid.). Así Tertuliano declara: "Yo siempre afirmo que hay una sola substancia en los tres que están unidos entre sí": Ubique teneo unam substantiam in coherentibus (ibid. 12). En el capítulo 25 del Adv. Prax. explica la relación existente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de la siguiente manera: Connexus Patris in Filio et Filii in Paraclito tres efficit coherentes, alterum e altero. Qui tres unum sunt, non unus. Tertuliano fue también el primero en emplear el término persona, que había de hacerse tan famoso en la historia de la teología posterior. Dice del Logos que es "otro" que el Padre "en el sentido de persona, no de substancia, para distinción, no para división: alium autem quomodo accipere debeas iam professus sum, personae non substantiae nomine, ad distinctionem non ad divisionem (Adv. Prax. 12). La palabra persona es también aplicada al Espíritu Santo, a quien Tertuliano llama "la tercera persona":

Si la pluralidad en la Trinidad te escandaliza, como si no estuviera ligada en la simplicidad de la unión, te pregunto: ¿cómo es posible que un ser que es pura y absolutamente uno y singular, hable en plural: "Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra"? ¿No debería haber dicho más bien: "Hago yo al hombre a mi imagen y semejanza," puesto que es un ser único y singular? Sin embargo, en el pasaje que sigue leemos: "He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nos-otros." O nos engaña Dios o se burla de nosotros al hablar en plural, si es que así El es único y singular; o bien, ¿se dirigía acaso a los ángeles, como lo interpretan los judíos, porque no reconocen al Hijo? O bien, ¿sería quizás porque El era a la vez Padre, Hijo y Espíritu que hablaba en plural, considerándose múltiple? Por cierto, la razón es que tenía a su lado a una segunda persona, su Hijo y su Verbo, y a una tercera persona, el Espíritu en el Verbo. Por eso empleó deliberadamente el plural: "Hagamos... nuestra imagen... uno de nosotros." En efecto, ¿con quién creaba al hombre? ¿A semejanza de quién lo creaba? Hablaba, por una parte, con el Hijo, que debía un día revestirse de carne humana; de otra, con el Espíritu, que debía un día santificar al hombre, como si hablara con otros tantos ministros y testigos (ibid. 12).

Tertuliano no pudo, sin embargo, librarse enteramente de la influencia del subordinacionismo. La antigua distinción entre el Logos endiathetos y el Logos prophorikos, el Verbo interno o inmanente en Dios y el Verbo emitido o proferido por Dios, que desvió a los apologistas griegos, induce también a Tertuliano a pensar que la generación divina se efectúa gradualmente. Aunque Sabiduría y Verbo son nombres idénticos para la segunda Persona de la Trinidad, Tertuliano distingue, entre el primer nacimiento en cuanto Sabiduría antes de la creación, y una nativitas perfecta al momento de la creación, cuando el Logos fue proferido y la Sabiduría vino a ser el Verbo: "Fue entonces cuando el Verbo recibió su manifestación y su complemento, esto es, el sonido y la voz, cuando Dios dijo: "¡Haya luz!" Ese es el nacimiento perfecto del Verbo, cuando procedió de Dios. Primero fue producido por El en el pensamiento bajo el nombre de Sabiduría: "Dios me creó al principio de sus caminos" (Prov. 8,22). Luego fue engendrado con vistas a la acción: "Cuando hizo los cielos, estaba cerca de El" (Prov. 8,27). Por consiguiente, haciendo que fuera su Padre aquel de quien era Hijo por proceder de El, vino a ser el primogénito, porque fue engendrado antes que todas las cosas, e Hijo único, porque El solo fue engendrado por Dios" (Adv. Prax. 7). Así, pues, el Hijo como tal no es eterno (Hermog. 3: EP 321), aunque el Logos era res et persona ya antes de la creación del mundo per substantiae proprietatem (ibid). El Padre es la substancia entera (tota substantia est), mientras que el Hijo es una emanación y porción del todo (derivatio totius et portio), como El mismo confiesa, porque el Padre es mayor que Yo (Io. 14,28). Las analogías que emplea Tertuliano para explicar la divinidad revelan también sus tendencias subordinacionistas, especialmente cuando dice que el Hijo proviene del Padre como el rayo de luz sale del sol:

Dios ha proferido el Verbo, como lo enseña el mismo Paráclito, como una raíz produce retoños, como un manantial da origen a un arroyo, como el sol emite rayos de luz. Estas manifestaciones son emanaciones de las substancias de las que se derivan. Por consiguiente, no vaciló un momento en decir que el árbol, el arroyo y el rayo son hijos de la raíz, del manantial y del sol. En efecto, todo manantial es un padre, y lo que procede del manantial es un engendrado. Ocurre otro tanto en el caso del Verbo de Dios, que ha recibido en propiedad el nombre de Hijo, y así como el árbol no está separado de su raíz, ni el arroyo de su manantial, ni el rayo del sol, de igual manera el Verbo tampoco está separado de Dios. Por consiguiente, siguiendo la forma de estos ejemplos, declaro que reconozco a dos personas, Dios y su Verbo, el Padre y su Hijo. Porque la raíz y el árbol son dos cosas, pero unidas; el manantial y el arroyo son dos manifestaciones, pero indivisas; el sol y el rayo son dos objetos para la vista, pero el uno en el otro. Toda cosa que procede de otra es necesariamente la segunda en relación a aquella de la cual procede, pero no necesariamente separada. Ahora bien, donde se encuentra un segundo, hay dos, \ donde se encuentra un tercero, hay tres. El Espíritu, pues, es el tercero, partiendo del Padre y del Hijo, lo mismo que el fruto salido del árbol es tercero a partir de la raíz; o como el canal que deriva del arroyo es tercero a partir del manantial; o, en fin, como la extremidad del rayo es tercera a partir del sol. Pero ninguno de ellos es extraño al principio del cual procede y recibe sus propiedades. De igual modo, la Trinidad, procediendo del Padre por medio de grados que se encadenan indivisiblemente el uno al otro, no obsta a la monarquía, mientras que salvaguarda el estado de la economía (Adv. Prax. 8).

 

5. Cristología.

A pesar de sus imperfecciones, la doctrina trinitaria de Tertuliano representa un paso hacia adelante de considerable importancia. Algunas de sus fórmulas son idénticas a las del concilio de Nicea, celebrado más de cien años más tarde. Otras fueron adoptadas por la tradición y por los concilios posteriores. Lo mismo hay que decir, y de manera particular, de su cristología, que tiene todos los méritos de su doctrina trinitaria y ninguno de sus defectos. Tertuliano afirma claramente las dos naturalezas en la única persona de Cristo. No hay transformación de la divinidad en humanidad, ni tampoco una fusión o combinación que habría hecho de las dos una única substancia:

Vemos claramente la doble condición que no se confunde, sino que se une en una sola persona: Jesús, Dios y hombre... De esta manera, la propiedad de una y otra naturaleza permanece tan bien, que, por una parte, el Espíritu realiza las obras que le son propias en Jesús, como los milagros, los actos de poder y los prodigios; por otra parte, la carne manifiesta las afecciones que le son propias; tuvo hambre bajo la tentación del demonio, sed con la samaritana, lloró sobre Lázaro, estuvo triste hasta la muerte y, por fin, expiró verdaderamente. Mas si fuera no sé qué tercer ser, mezcla de dos substancias, algo así como el electrum, en ese caso no aparecerían pruebas distintas por cada una de las dos substancias. Por una transmisión de poderes, el Espíritu haría las obras de la carne, y la carne las del Espíritu, o bien realizarían obras que no corresponderían ni a la carne ni al Espíritu, sino actos propios de la tercera especie que habría resultado de esa mezcla. Supuesto esto, habría que decir que o el Verbo murió o la carne no murió, si el Verbo se hubiera transformado en carne, porque, en ese caso, la carne sería inmortal, y el Verbo, mortal. Pero, como las dos substancias obraban distintamente, cada una según su propio carácter, sigúese que sus operaciones y sus efectos se produjeron también de manera distinta (Adv. Prax. 27).

En estas frases puede reconocerse la fórmula del concilio de Calcedonia (451), que habla de dos substancias en una sola persona.

 

6. Mariología.

Para defender la realidad de la humanidad de Cristo, Tertuliano recalca que su cuerpo no es un cuerpo celestial, sino que nació realmente de la propia substancia de María, ex Maria, hasta el extremo de negar la virginidad de María in partu y post partum. Dice: "Aunque era virgen cuando concibió, fue , mujer cuando dio a luz": Virgo quantum a viro: non virgo quantum a partu y et si virgo concepit in partu suo nupsit (De ame Christi 23). Por "hermanos de Jesús" entiende los hijos María según la carne (ibid.; cf. asimismo De carne Christi 7; Adv. Marc. 4,19; De monog. 8; De virg. vel. 6). Más tarde, Helvidio invocaría la autoridad de Tertuliano sobre este punto. San Jerónimo (Adv. Helv. 17) la rechaza, diciendo: "Por lo que se refiere a Tertuliano, no tengo más que decir que no fue un hombre de Iglesia." La vacilación aparente de los autores patrísticos más antiguos, al hablar de este asunto, se debe a la misma razón que indujo a Tertuliano a negar la virginitas in partu y post partum, a saber, la herejía de los docetas. El afirmar la virginidad perpetua de María le parecía que era proporcionar un argumento al error de quienes negaban a Cristo un cuerpo humano verdadero, afirmando que su concepción y nacimiento habían sido sólo aparentes. Sin embargo, Orígenes había dicho: "María concibió y dio a luz siendo virgen" (Comm. in Levit. hom. 8,2). Mucho antes que Orígenes, Ireneo en su Demostración de la predicación apostólica (c.54), escrita hacia el año 190; el autor del apócrifo Evangelio de Santiago (18,2-20.1). de mediados del siglo II (cf. p.123); las Odas de Salomón (19), de la primera mitad del siglo II (cf. p.159s), y la Ascensión de Isaías (11,2-22), de la última década del siglo I, habían profesado la opinión tradicional.

Para Tertuliano, María es la segunda Eva:

Eva era todavía virgen cuando en su oído se insinuó la palabra seductora que iba a construir el edificio de la muerte. Tenía, pues, que introducirse también en una virgen ese Verbo de Dios que venía a levantar el edificio de la vida, a fin de que el mismo sexo que fue la causa de nuestra ruina fuera asimismo el instrumento de nuestra salvación. Eva creyó a la serpiente; María creyó a Gabriel. La desgracia que atrajo la primera por su credulidad debía borrar la segunda por su fe. Pero (alguien dirá) Eva no concibió en su seno por la palabra del demonio. Sea; pero, en todo caso, concibió; porque la palabra del diablo fue para ella una especie de semilla. Por eso concibió ella en el destierro y dio a luz en el dolor. En fin, puso al mundo un hermano fratricida; María, en cambio, engendró un Hijo que debía salvar a Israel (De carne Christi 17).

 

7. Eclesiología.

Tertuliano es el primero en aplicar el título de Madre a la Iglesia. Es una expresión de dignidad y afecto, de reverencia y amor, pues la llama Domina mater ecclesia (Ad mart. 1). En otro lugar, explicando la oración del Señor a los catecúmenos, les demuestra que la palabra "Padre" con que empieza contiene también una invocación al Hijo y que también se sobrentiende una madre: "Tampoco se pasa por alto a la Madre, la Iglesia, porque el Hijo y el Padre hacen pensar en la madre, por quien existen los dos hombres de padre e hiio" (De orat. 2). Al final de su tratado De baptismo se dirige a los catecúmenos en los siguientes términos: "Vosotros, pues, benditos, a quienes espera la gracia de Dios, que vais a salir del baño santísimo del nacimiento nuevo y vais a extender, por vez primera, vuestras manos para orar en el seno de una Madre, juntamente con vuestros hermanos, pedid al Padre, pedid al Señor como don especial de su gracia la abundancia de sus carismas" (De bapt. 20). Es interesante constatar que Tertuliano mantuvo este concepto a lo largo de toda su vida, incluso en su período montañista. En su tratado De anima, que data de los años 210-212. demuestra cómo la creación de Eva del costado de Adán prefigura el nacimiento de la Iglesia de la llaga del costado del Señor: "Como Adán fue la figura de Cristo, así el sueño de Adán prefiguró la muerte de Cristo, me debía dormir el sueño de la muerte, a fin de que la Iglesia, verdadera madre de los vivientes, fuera figurada por la herida abierta en su costado" (De an. 43). Hasta en el De pudicitia, que probablemente es la última de las obras que se conservan, llama Madre a la Iglesia (5,14). .

Según el De praescriptione, la Iglesia es el receptáculo de la fe y la guardiana de la revelación; sólo ella hereda la verdad y los escritos que la conservan; sólo ella posee las Escrituras, a las que los herejes no tienen derecho a apelar. Sólo ella tiene la doctrina de los Apóstoles y su legítima sucesión. Por consiguiente, sólo ella puede enseñar el contenido de su mensaje. Esta concepción de Tertuliano en su periodo católico se asemeja muchísimo a la de Ireneo (cf. p.289). Pero, a medida que fue acercándose al montañismo, fue considerando cada vez más el cuerpo de los creyentes como un grupo pura y exclusivamente espiritual. "Donde hay tres, es decir, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, allí se encuentra la Iglesia, que es el cuerpo de tres" (De bapt. 6). La fórmula que encontramos en De exh. cast. 7 es ya completamente herética: Ubi tres, ecclesia est, licet laici (cf. también De fuga 14). Estas manifestaciones alcanzan su expresión más radical en De pudicitia 21,17, que es la más clara afirmación de la concepción montañista de la Iglesia:

La Iglesia propia y principalmente es el mismo Espíritu, en quien reside la Trinidad de la única Divinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. (El Espíritu) forma esta Iglesia, que el Señor ha hecho para ser "tres." Por eso, desde entonces, todas (las personas) reunidas en esta fe constituyen "la Iglesia una," a los ojos del Autor y Consagrador. Es verdad, ciertamente, que "la Iglesia" perdona los pecados, pero (es) la Iglesia del Espíritu, por medio de un hombre espiritual, y no la Iglesia (que es) asamblea de obispos.

Esta es la nueva teoría que, para Tertuliano, reemplaza a la sucesión apostólica. Aquí el pensamiento montañista, que frente a la Iglesia organizada pone la Iglesia espiritual, lleva a su última conclusión lógica. La Iglesia del Espíritu y la Iglesia de los obispos están ahora en completa oposición.

 

8. Penitencia y poder de las llaves.

La doctrina penitencial de Tertuliano presenta las mismas imprecisiones y las mismas contradicciones que su eclesiología. Ya hemos señalado más arriba (p.592s) la diferencia que existe bajo este aspecto entre los dos tratados De paenitentia y De pudicitia. Esto no quita para que el testimonio de Tertuliano en este terreno siga siendo muy importante, por los detalles que da acerca de la disciplina penitencial de la Iglesia primitiva y por la influencia que ejerció sobre las generaciones siguientes. Es el primer autor que describe claramente el procedimiento y las formas que la práctica de la penitencia había adoptado con el tiempo. Confirma lo que por el Pastor de Hermas (cf. p.101-3) sabíamos ser tradición: que hay un segundo perdón después del bautismo, mediante el cual el pecador puede recobrar el estado de gracia. Consiste esencialmente en la conversión y la satisfacción. Esta última exige, además de los actos personales de expiación, una confesión pública o exomologesis, que es de absoluta necesidad.

Cuando implora el perdón divino, el pecador es sostenido por la intercesión de la Iglesia — factor que Tertuliano no deja de subrayar por considerarlo esencial para alcanzar el perdón — . El paso final es la reconciliación o absolución eclesiástica dada por el obispo (De pud. 18,18; 14,16), a quien corresponde también el poder de excomulgar. En principio, todo pecador, aun el más grande pecador, puede ser admitido a esta segunda remisión. Sólo cuando se hizo abiertamente montanista, Tertuliano restringió esta posibilidad de perdón a los peccrata leviora. En el De paenitentia, escrito cuando aún era católico, no hay la más leve indicación en el sentido de que algunos crímenes, por su especial gravedad, queden excluidos del perdón; no da tampoco ninguna lista o catálogo de tales pecados. Distingue, en cambio, entre "pecados corporales y espirituales," es decir, entre pecados consumados y pecados de sólo deseo (c.3); considera los dos pecados igualmente merecedores del castigo de Dios; pues Cristo declaró adúltero al hombre que viola de hecho los derechos matrimoniales de otro, pero también al que los viola con la concupiscencia de su mirada (ibid.). Pero todos estos pecados pueden ser perdonados:

Dios, que ha preparado una sanción con el juicio a todos los pecados, tanto los que se cometen por la carne como por el espíritu, por la acción o por la voluntad, se ha comprometido a perdonarlos por la penitencia, al decir a su pueblo: "Arrepiéntete y haz penitencia, y te salvaré" (Ez. 18,30.32). Y en otro lugar: "Por mi vida, dice el Señor, Yavé, que yo no me gozo en la muerte del impío, sino en que se retraiga de su camino y viva" (Ez. 33,11). "La penitencia es, pues, vida, puesto que se ve preferida a la muerte. ¡Oh tú, pecador como yo!, apresúrate a abrazar esta penitencia, como un náufrago se abraza al madero que debe salvarle" (De paen. 4).

Es evidente que en este pasaje ningún pecador queda excluido del segundo perdón. "Los cielos y los ángeles que están en los cielos se alegran por la conversión de un hombre. ¡Ea, pues, pecador, alégrate! Ya ves dónde hay alegría por tu retorno" (ibid. 8). Tampoco señala ninguna limitación cuando recuerda a sus lectores las parábolas de la dracma perdida, de la oveja descarriada y del lujo pródigo. Alude, además, al Apocalipsis de San Juan y a las cartas dirigidas a las cinco comunidades con la mención de las ofensas por las que se acusa a cada una de ellas. Hablando de la de Tiatira, dice expresamente que los miembros de aquella iglesia eran acusados de "fornicación" y "de comer la carne sacrificada a los ídolos," y continúa: "Y, sin embargo, el Espíritu les da todos los avisos útiles para el arrepentimiento y aun agrega amenazas; pero no amenazaría al que no se arrepiente si no perdonara al que se arrepiente" (ibid. 8).

Por consiguiente, cuando Tertuliano escribió este tratado no consideraba pecados irremisibles los pecados de fornicación e idolatría, sino susceptibles de perdón, como cualquier otro pecado. El De pudicitia demuestra que sus opiniones habían cambiado. Ahora afirma que, sobre todo, el pecado de fornicación es irremisible, pero también la idolatría y el homicidio. Del tono particularmente enfático que emplea Tertuliano en este libro se ha deducido que, anteriormente, en la Iglesia universal la costumbre era rehusar la absolución a esta clase de pecados, pero que en la época de Tertuliano sus adversarios empezaron a no reservar más que los dos últimos y a admitir a la penitencia a los culpables de fornicación. Pero esta conclusión no se apoya en las fuentes. La distinción de Tertuliano entre peccata reniissibilia e irremissibilia nos pone ante algo enteramente nuevo, sin precedente en la disciplina primitiva. Es en Tertuliano donde los tres pecados llamados capitales aparecen por primera vez formando grupo aparte. En el De paenitentia no aparecen aislados, ni tampoco en la literatura anterior se diferenciaban de los demás pecados. No se puede, pues, sostener que antes de Tertuliano se les considerara como irremisibles. El De pudicitia prueba solamente que en algunas comunidades iba ganando terreno la tendencia rigorista, debido a la influencia del montañismo, que afirmaba que la apostasía y el homicidio únicamente podían ser perdonados a la hora de la muerte, si es que podían serlo. Es interesante observar en este tratado que, para oponerse a estas tendencias, los católicos recurrían a argumentos sacados de la Escritura. Aducían el ejemplo de Cristo, que perdonó toda clase de pecados, hasta los de fornicación y adulterio. Tertuliano respondía sosteniendo que e] Salvador hacía esto en virtud de un poder exclusivamente personal, que no transmitió plenamente a la Iglesia:

¿No es verdad que el Señor, aun por sus mismos gestos, promulgó esta disposición en favor de los pecadores, por ejemplo, cuando permitió que le tocara su cuerpo la mujer pecadora, le autorizó que lavara sus pies con sus lágrimas, los enjugara con sus cabellos y comenzara su sepultura por la unción; o bien cuando a la Samaritana, que no era adúltera, estando casada por sexta vez. sino prostituta, le reveló quién era, cosa que raramente hizo a nadie más? Ninguna ventaja se sigue para nuestros adversarios, aun si (Jesús) hubiere concedido su perdón en estos casos a pecadores ya cristianos, porque decimos: Esto le fue permitido solamente al Señor (De pud. 11).

Así, pues, Tertuliano, ya montañista, insiste en el principio Solus Deus peccata dimittit, y cuando se le objeta con el texto clásico de Mateo 16,18, niega simplemente a la Iglesia el poder de las llaves. Este poder se le confirió a Pedro a título personal, no a los demás obispos:

Si, porque el Señor dijo a Pedro: "Edificaré mi Iglesia sobre esta piedra; te he dado las llaves del reino de los cielos," o bien: "Todo lo que atares o desatares en la tierra, será atado o desatado en el cielo" (Mt. 16,18-19), presumes que el poder de atar y de desatar ha llegado hasta ti, es decir, a toda la Iglesia que esté en comunión con Pedro, ¿qué clase de hombre eres? Te atreves a pervertir y cambiar totalmente la intención manifiesta del Señor, que no confirió este privilegio más que a la persona de Pedro. "Sobre ti edificaré mi Iglesia," le dijo El; "a ti te daré las llaves," no a la Iglesia. "Todo lo que atares o desatares," etc., y no todo lo que ataren o desataren... Por consiguiente, el poder de atar o desatar, concedido a Pedro, no tiene nada que ver con la remisión de los pecados capitales cometidos por los fieles... Este poder, en efecto, de acuerdo con la persona de Pedro, no debía pertenecer más que a los hombres espirituales, bien sea apóstol, bien sea profeta (De pud. 21).

El poder, pues, de perdonar los pecados pertenece al spiritualis homo, no a la jerarquía. Estamos aquí en pleno montañismo.

 

9. La Eucaristía.

Tertuliano habla sólo incidentalmente de la Eucaristía. Pero esas declaraciones incidentales han sido objeto de largas discusiones entre los teólogos y han recibido interpretaciones divergentes. Emplea los términos siguientes: eucharistia (De praescr. 36), eucharistiae sacramentum (De cor. 3). dominica sollemnia (De fuga 14), convivium dominicum (Ad ux. 2,4), convivium Dei (Ad ux. 2,9), coena Dei (De spect. 13) y panis et calicis sacramentum (Adv. Marc. 5,8). Hablando de los efectos que producen en el alma los tres sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristía, Tertuliano dice: "Se lava la carne para que el alma quede limpia; se unge la carne para que quede consagrada el alma; se signa la carne para que sea fortalecida el alma; la carne se somete a la imposición de las manos, para que el alma sea iluminada por el Espíritu; la carne es alimentada con el cuerpo y la sangre de Cristo, para que el alma se harte de Dios" (De resurrect. carnis 8). La misma fe firme en la presencia real que se manifiesta en estas palabras, y que se horroriza de que las manos que han fabricado ídolos se atrevan a recibir el cuerpo del Señor, se lamenta de que un cristiano "ponga en el cuerpo del Señor esas manos que han dado cuerpos a los demonios... ¡Oh escándalo! Los judíos pusieron sus manos en Cristo una sola vez, pero éstos desgarran su cuerpo todos los días, ¡oh manos dignas de ser cortadas!... ¿Qué manos merecen ser amputadas con más razón que las que ultrajan el cuerpo del Señor?" (De idol. 7). El pecador que vuelve arrepentido es alimentado con el mejor de los manjares en la casa del Padre: atque ita exinde op-mitate dominici corporis vescitur (De pud. 9).

Tertuliano testifica también en favor del carácter sacrificial de la Eucaristía. Hablando a los que vacilan en recibir la Eucaristía en días de ayuno por miedo a romperlo, les aconseja que primero estén presentes ante el altar y participen del sacrificio y que luego lleven consigo las sagradas especies a casa, para tomarlas cuando haya terminado el ayuno:

La mayoría piensa que no deben asistir a las oraciones sacrificiales (orationes sacrificiorum) los días de ayuno, con el pretexto de que romperían el ayuno si recibieran el cuerpo del Señor. ¿Es que la Eucaristía hace cesar el obsequio ofrecido a Dios o más bien se lo confirma? ¿No será más solemne, tu estación (ayuno) si estás de pie junto al altar de Dios? Recibido el cuerpo del Señor y reservado, se salvan ambas cosas: la participación del sacrificio y el cumplimiento del deber (De orat. 19).

En este pasaje tenemos también una alusión antiquísima a la reserva eucarística. Hay otra semejante en Ad ux. 2,5, donde Tertuliano se refiere a los fieles que, antes de tomar otra comida, participan del pan consagrado. De estos pasajes se desprende que el uso de tomar privadamente en casa la sagrada comunión no era raro (cf. p-583).

Tertuliano atribuye, claramente, la consagración a las palabras de la institución, pues dice: "El pan que Cristo tomó y dio a sus discípulos, lo hizo su cuerpo diciendo (dicendo): Este es mi cuerpo" (Adv. Marc. 4,40). Pero añade inmediatamente: id est, figura corporis mei — palabras que han suscitado muchas discusiones —. El sentido exacto parece ser: el cuerpo presente bajo el símbolo de pan. Tertuliano está tan convencido de la presencia real, que acusa a sus adversarios marcionitas de no ser lógicos, porque, por una parte, niegan la realidad del cuerpo crucificado de Cristo; por otra, sin embargo, continúan celebrando la Eucaristía. Si no hubo cuerpo verdadero en la cruz, tampoco puede ser real en la Eucaristía. El pan en cuanto figura corporis supone que Cristo tuvo un cuerpo verdadero: Figura autem non fuisset nisi veritatis esset corpus (ibid.). El mismo concepto inspira este otro pasaje de Adv. Marc. 3,19: Panem corpus suum appellans, ut et hinc iam eum inlellegas corporis sui figuram pani dedisse. En Adv. Marc. 1,14, menciona el panem, quo ipsum corpus suum repraesentat. El verbo repraesentare es usado aquí en el sentido de "hacer presente," no en el de "representar" (cf. Adv. Marc. 4,22; De resurrec. carnis 17). Por tanto, este pasaje habría que interpretarlo de esta manera: "Hizo presente su cuerpo por medio del pan." Finalmente, en De orat. 6, Tertuliano dice: corpus eius in pane censetur, hablando del significado de las palabras "El pan nuestro de cada día dánosle hoy." La interpretación correcta parece ser que Cristo "incluyó su cuerpo en la categoría de pan" cuando enseñó a sus discípulos a rogar el pan de cada día.

 

10. Escatología.

Aunque la palabra purgatorio no aparece en sus escritos, Tertuliano tenía, ciertamente, la noción de un sufrimiento penitencial del alma después de la muerte:

Por esto es muy conveniente que el alma, sin esperar a la carne, sufra un castigo por lo que haya cometido sin la complicidad de la carne. E igualmente es justo que, en recompensa de los buenos y piadosos pensamientos que ha tenido sin cooperación de la carne, reciba consuelos sin la carne. Más aún, las mismas obras realizadas con la carne, ella es la primera en concebir, disponer, ordenar y ponerlas en acto. Y aun en aquellos casos en que ella no consiente en ponerlas en obra, es, sin embargo, la primera en examinar lo que luego efectuará el cuerpo. En fin, la conciencia no será nunca posterior al hecho. Por consiguiente, también desde este punto de vista es conveniente que la substancia que ha sido la primera en merecer la recompensa, sea también la primera en recibirla. En una palabra, ya que por este calabozo que nos enseña el Evangelio (Mt. 5,25) entendemos el infierno, ya que "por esta deuda, que hay que pagar hasta el último maravedí," comprendemos que es necesario purificarse en esos mismos lugares de las faltas más ligeras, en el intervalo que inedia antes de la resurrección, nadie podrá dudar que el alma reciba ya algún castigo en el infierno sin perjuicio de la plenitud de la resurrección, cuando recibirá la recompensa juntamente con la carne (De an. 58).

Los mártires son los únicos que escapan a este sufrimiento y espera: "Al dejar su cuerpo, nadie va inmediatamente a vivir a la presencia del Señor, excepto por la prerrogativa del martirio, pues entonces adquiere una morada en el paraíso, no en las regiones inferiores" (De resurr. carnis. 43). Los demás tienen que quedarse apud inferos hasta el juicio final del último día. Sin embargo, la intercesión dé los vivos puede proporcionarles alivio y descanso. Así, Tertuliano, hablando de la mujer que ruega por su marido difunto, escribe: "Ciertamente ella ruega por el alma de su marido. Pide que durante este intervalo él pueda hallar descanso (refrigerium) y participar de la primera resurrección. Ofrece cada año el sacrificio en el aniversario de su dormición" (De monog. 10).

Tertuliano comparte la opinión de los milenaristas, que piensan que, al fin de este mundo, los justos resucitarán para reinar durante mil años con Cristo en Jerusalén, cuando El baje del cielo:

Confesamos que nos ha sido prometido un reino aquí abajo aun antes de ir al cielo, pero en otro estado. Ese reino no llegará sino después de la resurrección, y durará mil años en la ciudad de Jerusalén que Dios construirá... Decimos que Dios la destina a recibir a los santos después de su resurrección, para darles el descanso en la abundancia de todos los bienes espirituales en compensación de los bienes que hayamos menospreciado o perdido aquí abajo. Es, en verdad, digno de El y conforme a su justicia que sus servidores hallen felicidad en los mismos sitios donde sufrieron por su nombre. He aquí el proceso del reino celestial. Después de mil años, durante los cuales se terminará la resurrección de los santos, más o menos rápida, según sus pocos o muchos méritos, seguirá la destrucción del mundo y la conflagración de todas las cosas cuando venga el juicio. Entonces, cambiados en un abrir y cerrar de ojos en substancia angélica, es decir, revistiéndonos con un manto de incorruptibilidad, seremos transportados al reino celestial (Adv. Marc. 3,24).

Después del día del juicio los santos estarán por siempre con Dios; los impíos serán condenados al fuego eterno:

Cuando llegare el término y límite que a entrambos periodos separa; cuando haya desaparecido la figura de este mundo que, a modo de telón de escenario, vela la eternidad establecida por Dios, entonces el género humano resucitará para recibir la recompensa o el castigo, según lo que mereció por el bien o por el mal, y ser luego pagado con la perpetuidad inmensa de la eternidad. Y ya entonces no habrá ni más muerte ni más resurrección, sino que seremos los mismos que ahora, sin cambiar en adelante: los adoradores de Dios estarán siempre unidos a Dios, revestidos de la substancia propia de la eternidad; mas los impíos y los que no son verdaderos adoradores de Dios sufrirán como pena un fuego igualmente eterno, que por su peculiar naturaleza es el ministro inmediato de su incorruptibilidad (Apol. 48).

 

Cipriano.

El segundo teólogo africano, Cipriano de Cartago, tenía una personalidad totalmente distinta de la de Tertuliano. No tenía nada de la intemperancia ni del genio dominador de éste. Demostró, por el contrario, poseer aquellos dones del corazón que van siempre unidos a la caridad y amabilidad, a la prudencia y al espíritu de conciliación; estos dones no los tuvo Tertuliano. Sin embargo, como teólogo, Cipriano depende enteramente de Tertuliano, cuya superioridad como escritor admitió sin ambages. Según Jerónimo (De vir. ill. 53), "tenía por costumbre no dejar pasar un solo día sin haber leído algo de Tertuliano, y decía con frecuencia a su secretario: Dame el maestro, refiriéndose a Tertuliano."

Son muchas y de valor las fuentes que nos informan sobre su vida. Las más importantes y fidedignas son sus propios tratados y su copiosa correspondencia. Para su arresto, juicio y martirio contamos con las Acta proconsularia Cipriani, que se basan en documentos oficiales (cf. p.174): Hay, por fin, una Vita Cypriani, que se conserva en un gran número de manuscritos, y pretende ser escrita por su diácono Poncio, que compartió con él el destierro hasta el día de su muerte (JERÓNIMO, De vir. ill. 58). Es la primera biografía que se conoce en la historia de la literatura cristiana primitiva, pero nos consta que carece de valor histórico. El autor, lleno de admiración por su héroe, ha escrito un panegírico, deseando que "este incomparable y sublime ejemplo pase a la posteridad como memorial perenne" (c.1). Buscaba, pues, la edificación.

Cecilio Cipriano, apellidado Tascio, nació entre los años 200 y 210 en África, probablemente en Cartago, en el seno de una familia pagana, rica y extremadamente culta. Adquirió gran prestigio en Cartago como hábil retórico y maestro de elocuencia. Pero su alma, disgustada por la inmoralidad de la vida pública y privada, por la corrupción en el gobierno y en la administración, y tocada por la gracia, buscaba aleo más elevado. "Bajo la influencia del presbítero Cecilio, de quien recibió el sobrenombre, se convirtió al cristianismo y dio todas sus riquezas a los pobres" (JERÓNIMO, De vir. ill. 67). Poco después de su conversión fue elevado al sacerdocio, y el año 248 o a principios de 249 fue elegido obispo de Cartago "por aclamación de] pueblo," pero con la oposición de algunos presbíteros más ancianos, entre los que se contaba un tal Novato. Llevaba apenas un año ejerciendo su nuevo cargo, cuando estalló la persecución de Decio (250). Esta persecución afectaba a todos los subditos del imperio, que eran obligados a sacrificar. Cipriano se escondió en lugar seguro, y se mantuvo en frecuente contacto con su grey y con su clero. Sin embargo, su huida no encontró la aprobación de todos. Poco después del martirio del papa Fabiano, los presbíteros y diáconos que estaban al frente de la Iglesia de Roma durante la sede vacante enviaron la notificación de su martirio, al mismo tiempo que expresaban por medio de una carta su sorpresa por la huida del obispo de Cartago. Cipriano les mandó inmediatamente una relación detallada de sus actividades y explicó las razones que le indujeron a huir:

He creído necesario escribiros esta carta para daros cuenta de mi conducta, de mi conformidad con la disciplina y de mi celo. Así que estalló el primer disturbio, el pueblo me reclamaba con mucho griterío e insistencia. Entonces, según las enseñanzas del Salvador, preocupado de la paz de toda la comunidad, más que de mi propia seguridad, de momento acordé huir, a fin de evitar que mi imprudente presencia sirviera -de incentivo al motín que se había armado. Pero, aunque ausente en el cuerpo, he estado presente en espíritu, y con mis acciones y consejos, según la medida de mis pobres fuerzas, siempre que lo he podido, me he esforzado en dirigir a mis hermanos según los preceptos del Señor (Epist. 20).

Incluyó en la carta las copias de otras trece escritas al clero, confesores y comunidades, para demostrar que no había abandonado sus deberes de pastor. Los últimos asuntos de esta colección hacen referencia a las dificultades que habían surgido entre tanto en Cartago. La reconciliación de los que habían negado la fe cristiana durante la persecución provocó vivas discordias, que desembocaron al fin en un cisma. Algunos confesores, creyéndose con autoridad en las cuestiones religiosas, exigían la inmediata reconciliación de los lapsi, o sea, de aquellos que más o menos gravemente habían negado su fe. Cuando Cipriano se negó a acceder, el diácono Felicísimo organizó un grupo con los adversarios del obispo, que pudo encontrar entre los confesores y los lapsi. Pronto se les unieron cinco presbíteros que habían votado contra él en su elección episcopal. Uno de ellos, Novato, mencionado más arriba, fue a Roma y allí apoyó al bando de Novaciano contra el nuevo papa Cornelio. Al volver Cipriano a Cartago, en la primavera del 251, excomulgó solemnemente a Felicísimo y a sus seguidores. Publicó dos cartas pastorales, que trataban de los apóstatas (De lapsis) y del cisma (De ecclesiae unitate). Probablemente en mayo del 251 se reunió un sínodo que confirmó los principios expresados por Cipriano y aprobó la excomunión de sus adversarios. Se decidió que todos los lapsos sin distinción fueran admitidos a la penitencia y reconciliados al menos a la hora de la muerte. La duración de la expiación debía variar según la gravedad del caso. Pronto se declaró una peste devastadora, dando ocasión a nuevos sufrimientos y persecuciones para los cristianos, a quienes se les hacía responsables de la indignación de los dioses. El celo desplegado por Cipriano en el cuidado de los enfermos y la ayuda caritativa que prodigó a todos los afligidos por la catástrofe contribuyó no poco a calmar la exasperación de los paganos. Desgraciadamente, los últimos años de su vida se vieron turbados por la controversia sobre el bautismo de los herejes. Parece que la tradición de Cartago repudiaba en absoluto tales ritos. Tertuliano los declara explícitamente inválidos en su tratado De baptismo (cf. p.561). Esta tesis fue sancionada por un gran concilio de obispos de África y Numidia, reunidos por Agripino hacia el 220, y confirmado por tres sínodos reunidos en Cartago los años 255 y 256 bajo la presidencia de Cipriano. El papa Esteban (254-256), informado de esta decisión, contestó en tono incisivo, poniendo en guardia a los africanos contra la introducción de novedades contrarias a la tradición (cf. p.522s). Cipriano no quiso cambiar de parecer. La disputa se envenenó rápidamente y llevaba camino de convertirse en peligrosa, cuando el emperador Valeriano promulgó un edicto contra los cristianos. En la persecución que siguió al edicto, el papa Esteban murió por la fe, y Cipriano fue desterrado a Cucubis el 30 de agosto del 257. Un año más tarde, el 14 de septiembre del 258, fue decapitado no lejos de Cartago. Es el primer obispo africano mártir.

 

I. Escritos.

La actividad literaria de Cipriano está íntimamente relacionada con los acontecimientos de su vida y de su tiempo. Todas sus obras fueron provocadas por circunstancias particulares, respondiendo a fines prácticos. Era un hombre de acción, a quien interesaba más la dirección de las almas que las especulaciones teológicas. No tenía la profundidad, ni el talento literario, ni la apasionada fogosidad de Tertuliano. En cambio, su sabiduría práctica le hizo evitar las exageraciones y provocaciones que tanto daño hicieron al otro. Su lenguaje y estilo son más claros y mejor trabajados, y muestra más la influencia del léxico e imágenes de la Sagrada Escritura. Pero su admiración por Tertuliano le llevaba a dar cabida en sus escritos a lo mejor del pensamiento de su maestro. En la antigüedad cristiana y en la Edad Media, Cipriano fue uno de los autores más populares, y sus escritos se conservan en gran número de manuscritos.

Existen, además, tres antiguos catálogos de sus obras. El primero figura en la Vita de Poncio, que en el capítulo 7, en forma de cuestiones retóricas, describe el contenido de doce tratados en el mismo orden en que aparecen en los códices más antiguos. El segundo lo publicó Mommsen de un manuscrito (n.12266 s.X) de la Philipps Library de Cheltenham, que data del año 359 y menciona asimismo gran número de cartas. El tercero nos lo da un sermón de San Agutín, De natale s. Cypriani, editado por G. Morin.

 

1. Tratados.

1. A Donato (Ad Donatum).

El tratado Ad Donatum es el primero que escribió Cipriano. Está dirigido a su amigo Donato, y describe los maravillosos efectos de la divina gracia en su propia conversión. Explica cómo, por medio del sacramento de la regeneración, pasó de la corrupción, violencia y brutalidad del mundo pagano y de la ceguera, errores y pasiones de su propia vida pasada a la paz y felicidad de la fe cristiana. Cuando Cipriano "confiesa" sus propias caídas y la gloria de Dios, recuerda las Confesiones de San Agustín:

Como me contemplase envuelto en tantísimos errores de mi primera vida, de los que me parecía imposible despojarme, secundaba los vicios que tenía, y desesperando de cosas mejores, favorecía mis males como una cosa propia ya y natural. Mas después que, lavada la mancha de la primitiva edad con el auxilio de las aguas regeneradoras, se infundió la luz desde arriba sobre el corazón ya purificado y limpio, después que recibió sobrenaturalmente el Espíritu, el segundo nacimiento me convirtió en hombre nuevo: luego comenzaron a disiparse maravillosamente mis dudas... Sabes tú también y estás conforme conmigo en lo que nos ha quitado y lo que nos ha traído la muerte de los pecados, la vida de las virtudes. No lo encarezco, pues es una jactancia odiosa el hablar uno en alabanza propia, aunque no sea jactanciosa, sino gratitud todo aquello que no se atribuye a la virtud del nombre, sino que se predica como don de Dios... De Dios, repito, es cuanto podemos; de El procede nuestra vida; de El proceden nuestras facultades (c.3-4, Caminero 3).

Escrito poco después del bautismo del autor, que tuvo probablemente lugar en la noche pascual del año 246, el tratado se propone no solamente justificar la conversión del propio Cipriano, sino también invitar a los demás a dar el mismo paso. Todo pecador debería sentirse esperanzado al considerar el abismo de donde fue salvado Cipriano. El estilo es complicado, difuso y rebuscado, y difiere notablemente de la "elocuencia más digna y concisa" de sus escritos posteriores, como observó San Agustín (De doctr. christ. 4,14,31).

 

2. Sobre el vestido de las vírgenes (De habitu virginum).

Como obispo preocupado por el florecimiento de la disciplina religiosa, dedica a las vírgenes el tratado De habitu virginum. Las llama "flores de la Iglesia, honor y obra maestra de la gracia espiritual, esplendor de la naturaleza, obra perfecta e incorrupta de loor y gloria, imagen de Dios que responde a la santidad del Señor, porción la más ilustre del rebaño de Cristo, fecundidad gloriosa de nuestra madre la Iglesia" (3). Las precave contra el mundo pagano con sus vanidades y vicios, cuyos peligros rodean a los que han consagrado su virginidad a Cristo. Las esposas de Cristo deben vestir con modestia y simplicidad, evitando alhajas y cosméticos, que son invención del diablo. Si son ricas, no deben hacer uso de sus riquezas para adornarse, sino para buenos fines, como socorrer a los pobres. Les está vedado asistir a bodas demasiado mundanas e ir asimismo a los baños mixtos. En un breve epílogo les exhorta a perseverar en el camino que han emprendido, considerando la gran recompensa que les aguarda. Cipriano debió de escribir ese tratado después de su consagración episcopal, el año 249. Su principal fuente es el De cultu feminarum de Tertuliano. No obstante, "Cipriano ha sabido traducir a su maestro, trasladando sus ideas a una elegante dicción ciceroniana, y también a una sabia urbanidad de espíritu. Habla aquí un gran maestro cristiano y padre de su rebaño. A las explosiones bruscas de Tertuliano les sustituye en Cipriano un arte razonado y efectivo" (Rand: CAH 12 p.602). El estilo de este tratado indujo a Agustín a presentarlo como modelo para sus jóvenes oradores cristianos (De doctr. christ. 4).

 

3. Sobre los apóstatas (De lapsis).

Cipriano compuso el tratado De lapsis en la primavera del año 251, en cuanto regresó de su destierro voluntario, durante la persecución de Decio. Después de dar gracias a Dios por el restablecimiento de la paz, alaba a los mártires que han resistido al mundo, han proporcionado un glorioso espectáculo a los ojos de Dios y han servido de ejemplo para sus hermanos. Pero su alegría se trueca en tristeza, porque han sido muchos los hermanos que sucumbieron en la persecución. Habla de los que sacrificaron a los dioses ya antes de que les obligaran a ello, de padres que llevaron a sus hijos a participar en esos ritos, y especialmente de los que, por ciego amor a sus propiedades, permanecieron en la ciudad y renegaron de su fe. No se les puede conceder un perdón fácil. Advierte a los confesores que no intercedan por ellos. Ser indulgentes en estas circunstancias sería impedirles hacer la debida penitencia. Los que se mostraron débiles sólo después de grandes torturas, merecen más clemencia. Sin embargo, todos deben hacer penitencia, incluso aquellos que de una manera y otra se procuraron certificados de haber sacrificado, sin que de hecho hayan manchado sus manos con una participación real en el culto pagano (libellatici), porque tienen manchada su conciencia. El tratado de Cipriano fue leído en el concilio que se reunió en Cartago en la primavera del año 251, y se convirtió en la base de una manera uniforme de actuar en la difícil cuestión de los lapsi en todo el norte del África.

 

4. La unidad de la Iglesia (De Ecclesiae unitate).

De todos los escritos de Cipriano, el que ha ejercido una influencia más duradera ha sido el tratado De Ecclesiae unitate. Nos da la clave de su personalidad y de todo lo que escribió en forma de libros o de cartas. Lo compuso teniendo en cuenta principalmente el cisma de Novaciano, y sólo en segundo lugar el de Felicísimo de Cartago. Los argumentos de J. Chapman, H. Koch y B. Poschmann para probar que Cipriano pensaba únicamente en este último no son convincentes, como han demostrado D. van den Eyden, O. Perler y M. Bévenot. Así, pues, lo publicó probablemente después de su regreso y no antes, en el mes de mayo del 251, durante el sínodo. En su Epist. 54,4 nos informa que lo envió a los confesores romanos cuando hacían aún causa común con Novaciano contra Cornelio, como obispo de Roma. La reconciliación se efectuó, a más tardar, hacia fines del año 251.

La introducción dice que los cismas y herejías son causados por el diablo. Son más peligrosos incluso que las persecuciones, porque comprometen la unidad interna de los creyentes, arruinan la fe y corrompen la verdad. Todo cristiano debe permanecer en la Iglesia católica, porque no hay más que una sola Iglesia, la que está edificada sobre Pedro:

El Señor habla a San Pedro (Mt. 16,18) y le dice: "Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella..." Y aunque a todos los Apóstoles confiere igual potestad después de su resurrección y les dice: "Así como me envió el Padre, también os envío a vosotros Recibid el Espíritu Santo. Si a alguno perdonareis los pecados, le serán perdonados; si a alguno se los retuviereis, les serán retenidos" (Io. 20,21); sin embargo, para manifestar la unidad estableció una cátedra, y con su autoridad dispuso que el origen de esta unidad empezase por uno. Cierto que lo mismo eran los demás apóstoles que Pedro, adornados con la misma participación de honor y potestad; pero el principio dimana de la unidad. A Pedro se le da el primado, para que se manifieste que es una la Iglesia de Cristo... El que no tiene esta unidad de la Iglesia, ¿cree tener fe? El que se opone y resiste a la Iglesia, ¿tiene la confianza de encontrarse dentro de la Iglesia?... El episcopado es uno solo, cuya parte es poseída por cada uno in solidum. La Iglesia también es una, la cual se extiende con su prodigiosa fecundidad en la multitud; a la manera que son muchos los rayos del sol, y un solo sol; y muchos los ramos de un árbol, pero uno solo el tronco fundado en firme raíz; y cuando varios arroyos proceden de un mismo manantial, aunque se haya aumentado su número con la abundancia de agua, se conserva la unidad de su origen. Separa un rayo del cuerpo del sol: la unidad no admite la división de la luz; corta un ramo del árbol: este ramo no podrá vegetar; ataja la comunicación del arroyo con el manantial y se secará. Así también la Iglesia, iluminada con la luz del Señor, extiende sus rayos por todo el orbe; pero una sola es la luz que se derrama por todas partes, sin separarse la unidad del cuerpo; con su fecundidad y lozanía extiende sus ramos por toda la tierra, dilata largamente sus abundantes corrientes, pero una es la cabeza, uno el origen y una la madre, abundante en resultados de fecundidad. De su parto nacemos, con su leche nos alimentamos y con su espíritu somos animados (4.5. Trad. Caminero 4,404-5).

No hay salvación fuera de la Iglesia: "No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por Madre." Fuera del arca de Noé nadie se salvó; lo mismo sucede con la Iglesia (5). Cipriano pone en guardia contra los herejes, que han abandonado el único rebaño y han fundado sus propias organizaciones. Se engañan a sí mismos interpretando erróneamente las palabras del Señor: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt. 18,20). No se puede entender este pasaje correctamente sin tener en cuenta su contexto. Los que citan tan sólo las últimas palabras, omitiendo el resto, corrompen el Evangelio (12). No puede ser mártir el que está fuera de la Iglesia. Aunque hayan; muerto por el nombre del Señor, la sangre no puede borrar la mancha de la herejía y del cisma. Los falsos doctores son mucho peores que los lapsos. No debe extrañarnos que haya incluso confesores que pierden la fe, porque su acto de heroísmo no les inmuniza contra las asechanzas del demonio, ni les comunica una fuerza que, mientras están en el mundo, les dé seguridad absoluta contra la tentación. Su hazaña es el comienzo de la gloria, pero no es la conquista definitiva de la corona. Si alguno ha sufrido por Cristo, debe redoblar su vigilancia, porque ha provocado la ira del Adversario. Que nadie se pierda por el ejemplo de los que se han separado; antes bien, que todos ésos vuelvan a la Iglesia, porque hay indicios que anuncian que la segunda venida del Señor está cerca.

El capítulo cuarto se conserva en una doble versión, una de ellas con "adiciones," que subrayan el primado de Pedro. Estas "adiciones" han dado lugar a una larga controversia sobre su origen. Las denunció violentamente Hartel, el editor de las obras de Cipriano en CSEL; desde entonces fueron consideradas casi universalmente como interpolaciones. Dom Chapman fue el primero en sugerir otra solución. Probó que estas variaciones no se deben a una corrupción del texto, sino a una revisión hecha por el mismo Cipriano. Al revisar el original, habría introducido las "adiciones." Esta manera de ver ha sido confirmada por las ulteriores investigaciones de D. van den Eynde, O. Perler y M. Bévenot, pero con una diferencia: que éstos invierten el orden de las dos versiones, considerando la más antigua la que tiene las "adiciones." Esta solución parece la más probable. Sin embargo, recientemente G. Le Moine ha abierto de nuevo el debate sobre la autenticidad de la susodicha "interpolación." Se ha propuesto establecer su carácter apócrifo contra S. Ludwig, que presentaba el texto del "primado" como el único auténtico, y el textus receptus como una edición que se debe a la mano de algún partidario de Cipriano en el curso de la controversia bautismal. M. Bévenot ha vuelto a defender su postura primera.

 

5. La oración del Señor (De dominica oratione).

En la lista de Poncio, al De unitate Ecclesiae sigue inmediatamente el De dominica oratione. Razones de crítica interna obligan a datar este tratado poco después del anterior. Se le puede, pues, asignar la fecha de fines del 251 o principios del 252. Cipriano se sirvió del De oratione de Tertuliano, pero con moderación, ya que su manera de tratar el tema es mucho más profunda y completa. La interpretación del Padrenuestro, que en Tertuliano ocupa solamente un cuarto de la obra, viene a ser el tema central y dominante en Cipriano (c.7.27), quien, dicho sea de paso, utiliza como Base un texto ligeramente diferente. La introducción trata de la oración en general y señala el Padrenuestro como la más excelente. Es más eficaz que cualquier otra, porque Dios Padre se complace en oír las palabras mismas de su Hijo. Siempre que lo recitamos, Cristo se convierte en nuestro abogado ante el trono celestial. Siguen luego instrucciones sobre el orden, recogimiento y modestia que se requieren para dirigirse al Altísimo. Es interesante observar la importancia que tiene siempre en la mente del autor la idea de la unidad; el presente escrito es como un eco del precedente. Al principio de su comentario dice:

Ante todo, el doctor de la paz y maestro de la unidad no quiso que la oración se hiciera particular y privadamente; no quiso que, cuando uno reza, rece para sí solo. No decimos: Padre mío, que estás en los cielos, ni: el pan mío dámelo hoy, ni pide cada uno para sí solo que la deuda le sea remitida, ni ruega para sí solo para no caer en la tentación y ser librado del mal. La oración es pública y común entre nosotros, y cuando oramos, no oramos por uno solo, sino por todo el pueblo, porque todo el pueblo somos uno. El Dios de paz y maestro de concordia, que enseñó la unidad, quiso que así rogara uno por nosotros, como llevó El mismo a todos en uno (8. Trad. Nevares-Schlesinger).

Esta exhortación a la unidad y concordia reaparece en varios lugares. Para Cipriano, lo mismo que para Tertuliano, la oración del Señor viene a ser un compendio de toda la fe cristiana (9), y la invocación inicial, Padre nuestro, es expresión de nuestra adopción de hijos, recibida en el bautismo: "El hombre nuevo, regenerado y vuelto a su Dios por la gracia divina, dice ante todo Padre, porque es ya hijo" (9). La petición Venga a nosotros tu reino se refiere, según el autor, al reino escatológico conquistado por la sangre y pasión de Cristo, en el cual "los que fueron antes siervos de Cristo en este mundo podrán reinar con El en su reino" (13). El pan de cada día es Cristo en la Eucaristía, "porque Cristo es el pan de los que tocamos su cuerpo. Pedimos, pues, que nos sea dado diariamente, a fin de que quienes vivimos en Cristo y recibimos su Eucaristía diariamente para alimento de salud, no seamos separados de su cuerpo por algún delito grave que nos prohíba el celeste Pan y nos separe del cuerpo de Cristo" (18). La sexta petición reza así: Et ne nos patiaris induci in tentationem (25). Los últimos capítulos vuelven a los conceptos de la introducción, insistiendo en que se debe rezar con fervor y sin distracciones. Hay que olvidarse de todo pensamiento profano y carnal. "Por eso, el sacerdote, a manera de prefacio, antes de la oración prepara las almas de los hermanos diciendo: Sursum corda, para que al responder el pueblo: Habemus ad Dominum, comprenda que no debemos pensar sino en Dios" (31). Las oraciones que van acompañadas de ayunos y limosnas suben rápidamente a Dios, que acoge misericordioso las peticiones acompañadas de buenas obras (32-33). Cipriano habla luego de los momentos para la oración, comenta la costumbre de recogerse a las horas de tercia, sexta y nona en honor de la Trinidad, y nos exhorta a la práctica de la oración de la mañana, de la tarde y de media noche. Acaba con la idea de que el verdadero cristiano ora incesantemente, día y noche.

 

6. A Demetriano (Ad Demetrianum).

El tratado Ad Demetrianum es la contestación a un tal Demetriano que hacía responsables a los cristianos de las recientes calamidades: guerra, peste, hambre y sequía. No era la primera vez que se atribuían estos azotes a los cristianos por su infidelidad a los dioses de la Roma antigua. Tertuliano (Apol. 40; Ad nat. 1,9; Ad Scap. 3) tuvo que responder a las mismas acusaciones. Cipriano no fue tampoco el último en defender a los cristianos contra estos rumores. San Agustín volvió a discutir la cuestión y le dio una respuesta completa en su Ciudad de Dios, siguiendo el ejemplo de otros dos escritores africanos: Arnobio (Adv. nat. 1) y Lactancio (De div. inst. 5,4,3), que también se creyeron obligados a combatir esas calumnias. Cipriano empieza recordando la vejez del mundo, que obedece a la ley de la usura y de la decadencia. Es muy natural que el suelo ya no produzca lo que producía en la primavera de la creación. No es, pues, culpa de los cristianos que las cosechas sean pobres. Al contrario, los verdaderos males del mundo se deben a los pecados y a la inmoralidad de los paganos. Dios tiene el derecho de castigar la desobediencia de la humanidad, pues no somos otra cosa que esclavos suyos. Los crímenes y la idolatría de los paganos, a los que hay que agregar la cruel persecución contra los cristianos, han irritado al Dios todopoderoso y han provocado su ira. No hay más que una solución: "ofrecer a Dios la necesaria satisfacción y salir del abismo de una ciega superstición, para entrar en la clara luz de la verdadera religión" (25). Los cristianos están dispuestos a guiar a sus enemigos en el camino de la salvación eterna, que se abre por el servicio del verdadero Dios. "Devolvemos caridad a cambio de vuestro odio; y a cambio del sufrimiento y de las penalidades con que nos habéis afligido, os enseñamos los caminos de la salvación. Creed y vivid para que, aunque nos hayáis perseguido en el tiempo, seáis felices con nosotros en la eternidad" (25).

El tratado Ad Demetrianum es uno de los escritos más vigorosos y originales de Cipriano. Por su tono y contenido apologético se acerca mucho al Apologeticum, y al Ad Scapulam de Tertuliano, y aun los supera por la fuerza de su sátira. Lactancio (De div. inst. 5,4) critica el excesivo uso de pruebas sacadas de la Escritura, por juzgar que no podían hacer impresión en Demetriano; hubiera preferido que la refutación se apoyara preferentemente en argumentos de razón. Pero esta crítica da por descontado que Cipriano no pretendía más que reducir al silencio a su adversario, siendo así que se proponía, además, al parecer, fortalecer a los cristianos en su fe amenazada por las acusaciones paganas. La fecha de composición es incierta, porque la mención de la muerte de Decio y de sus hijos, en el capítulo 17, es dudosa. Poncio lo menciona después del De oratione. Por eso se le asigna generalmente el año 252. H. Koch sugiere una fecha posterior.

 

7. Sobre la muerte (De mortalitate).

La persecución de Decio, que había impuesto un tributo tan gravoso de vidas humanas, acababa de cesar, cuando una mortífera peste sembró de nuevo el terror y el espanto en 252. La muerte era la compañera de todos los días, y Cipriano compuso su De mortalitate por ese tiempo para explicar lo que significa la muerte para el cristiano fiel. Nada distingue mejor a un cristiano de un pagano que el espíritu con que afronta el término de la vida. Este momento es para el cristiano el descanso después de un combate, la llamada de Cristo, la arcessitio dominica. Lleva a la eternidad y al premio eterno. Ninguno que tenga fe puede tener miedo a la salida de este mundo para entrar en un mundo mejor:

Debemos pensar y considerar constantemente, hermanos carísimos, que hemos renunciado al mundo y que vivimos aquí en la tierra como huéspedes y peregrinos. Abracemos el día que asigna a cada uno su domicilio, que nos reconstituye, sacándonos de este siglo, y completamente libres de los lazos seculares, el paraíso y reino celestial. ¿Quién, que está en lejana región, no se apresura a volver a su patria? ¿Quién, apresurándose a navegar hacia los suyos, no desea tener un próspero viento para poder más pronto estrechar entre sus brazos a sus amados? Nosotros tenemos por patria nuestra el paraíso, ya hemos empezado a tener a los patriarcas como nuestros padres; ¿por qué no nos damos prisa y corremos para ver nuestra patria, para que podamos saludar a nuestros padres? Gran número de nuestros allegados nos está esperando; padres, hermanos, hijos nos esperan en copiosa muchedumbre, seguros ya de su inmortalidad, y solícitos todavía por nuestra salud. ¡Cuánta no será la alegría para ellos y nosotros juntamente al llegar a su presencia y a sus brazos! ¡Cuál será allí el gozo del reino celestial, sin temor de morir y con la seguridad de vivir eternamente! ¡Cuan grande y perpetua felicidad! (26. Trad. Caminero 4,399).

Por consiguiente, "no deberíamos llorar a nuestros hermanos, que han sido libertados del mundo por la llamada del Señor, porque sabemos que no se han perdido, sino que nos han precedido" (20). "Demostremos que esto es lo que creemos, de manera que no lloremos la muerte, ni siquiera de aquellos que nos son más queridos, y, cuando llegue el día de nuestra llamada, respondamos inmediatamente al Señor sin dudas ni vacilaciones, antes bien con íntimo gozo del alma" (24). Se encuentra en este libro gran cantidad de elementos tomados, consciente o inconscientemente, de los estoicos, especialmente de Cicerón y Séneca. A pesar de ello, el pensamiento de Cipriano se eleva infinitamente por encima de la resignación estoica, porque se abre a la inmortalidad y a la felicidad eterna.

 

8. Las buenas obras y las limosnas (De opere et eleemosynis).

San Cipriano escribió el tratado De opere et eleemosynis en la misma época que el De mortalitate. En él urge la práctica generosa de la limosna. A consecuencia de la peste había aumentado el número de pobres y de necesitados, ofreciéndose a la caridad cristiana una maravillosa oportunidad para ayudar a los necesitados, enfermos y moribundos. Cipriano recuerda a sus "queridos hermanos" todas las gracias que han recibido de Dios. Han sido redimidos del pecado por la sangre de Cristo y, además, la misericordia divina les proporciona un medio para asegurar la salvación una segunda vez, caso de que la debilidad y fragilidad humanas les hubieran arrastrado al pecado después del bautismo: "como en el lavado del agua salvífica el fuego del infierno es extinguido, así también es sojuzgada la llama por la limosna y por las buenas obras. Porque en el bautismo se concede la remisión de los pecados una vez para siempre, el ejercicio constante e incesante de las buenas obras, a semejanza del bautismo, otorga de nuevo la misericordia de Dios...; los que después de la gracia del bautismo se han descarriado, pueden ser limpiados otra vez" (2). Cipriano enseña aquí la eficacia de las buenas obras para la salvación. Puesto que nadie está exento "de alguna herida de la conciencia," todo el mundo está obligado a practicar la caridad. No puede haber excusa para nadie. Los que temen que sus riquezas disminuyan por el ejercicio de la generosidad y se vean expuestos en el futuro a la pobreza y a la necesidad, deberían saber que Dios cuida de aquellos que socorren a los demás. "Que nadie, carísimos hermanos, impida y retraiga a los cristianos del ejercicio de las obras buenas y rectas, con la consideración de que alguno pueda excusarse de ellas en beneficio de sus hijos, puesto que en los desembolsos espirituales debemos pensar solamente en Cristo, que ha declarado que es El quien los recibe, prefiriendo, no nuestros semejantes, sino el Señor a nuestros hijos" (16). "Si realmente quieres a tus hijos, si les demuestras plenamente la suavidad de tu amor paternal, deberías ser tanto más caritativo, a fin de que por tus buenas obras puedas recomendar tus hijos a Dios" (18). Este tratado de Cipriano fue una de las lecturas favoritas de la antigüedad cristiana. Las actas del concilio general de Efeso (431) citan varios pasajes, aunque no sabemos de ninguna traducción griega de esta obra.

 

9. Las ventajas de la paciencia (De bono patientiae).

El tratado De bono patientiae se basa en el De patientia de Tertuliano. La comparación entre estos dos escritos revela una dependencia literaria más acusada que en cualquier otro escrito de Cipriano. Esta dependencia se manifiesta especialmente en el plan general y en la selección de las imágenes. A pesar de eso, la diferencia de espíritu y de lenguaje entre los dos autores es obvia, como, por ejemplo, en la descripción de Job. Contra la indiferencia estoica, Cipriano ensalza la paciencia como un distintivo especial de los cristianos, que la poseen en común con Dios. De El toma su origen esta virtud. De El provienen su gloria y su dignidad. Todo ser humano que es amable, paciente y manso, es un imitador de Dios Padre, que soporta pacientísimamente aun los templos profanos, los ídolos de la tierra y los ritos sacrílegos instituidos en desprecio de su honor y majestad (4-5). La paciencia es, además, una imitación de Cristo, quien dio el mejor ejemplo con su vida aquí abajo hasta el momento mismo de su cruz y de su pasión (6-8).

La introducción indica que el tratado es un sermón. En su carta a Jubiano (Epist. 73,26), probablemente un obispo de Mauritania, Cipriano afirma que lo compuso hacia el 256, durante el período turbulento de la controversia bautismal, entre el segundo sínodo africano y el tercero, que se ocuparon de esta cuestión.

 

10. De los celos y de la envidia (De zelo et livore).

Al tratado De zelo et livore se le ha llamado el compañero del De bono patientiae. De hecho, Poncio lo enumera después de éste, y por eso se creyó que su composición remonta al período de la controversia sobre el bautismo de los herejes, al año 256 o principios del 257. Mas en el catálogo de Cheltenham sigue al De unitate, y, según H. Koch, está más estrechamente relacionado con éste y con el De lapsis. Si así fuera, el contexto histórico de esta obra no sería la controversia sacramental, sino los cismas de Roma y Cartago. Koch sugiere, por consiguiente, la segunda mitad del 251 o la primera del 252 como la probable fecha de su composición.

"Para algunos es pecado leve y de poca importancia ver con malos ojos lo bueno que ven y tener envidia de los mejores" (1). Pero el Señor nos recomienda estar en guardia contra Satanás. Fue por celos y por envidia que al principio del mundo cavó el diablo, arrastrando a los demás en su caída. Desde entonces, por el mismo vicio priva al hombre de la gracia y de la inmortalidad, después de haber perdido él mismo lo que había sido. "De aquí se propagó la envidia sobre la tierra, al seguir al maestro de la perdición el que ha de perecer por la envidia al imitar al diablo, el que tiene emulación, como está escrito: "Por envidia del diablo entró la muerte en el orbe de la tierra" (Sap. 2,24). Por consiguiente, le imitan todos los que están de su parte" (4). Estas malas inclinaciones son la fuente de muchos otros pecados, como lo demuestran ejemplos tomados del Antiguo Testamento. Son, además, los más peligrosos enemigos de la unidad de la Iglesia: "De aquí que se rompa el lazo de la paz del Señor, se viole la caridad fraternal, se adultere la verdad, se incurra en las herejías y en los cismas; al murmurar de los sacerdotes, al envidiar a los obispos, cuando uno se queja de que no le hayan preferido para la ordenación, o se desdeña de reconocer a otro como superior" (6). Solamente hay una medicina contra estas enfermedades mortales del alma: el amor del prójimo. "Ama a los que antes habías odiado, favorece a los que envidiabas injustamente. Imita a los hombres buenos, si eres capaz de seguirlos; pero, si no lo eres, al menos alégrate con ellos y felicita a los que son mejores que tú... Hazte compañero suyo por la unidad del amor; hazte socio suyo por la alianza de la caridad y el lazo de la fraternidad" (17).

 

11. Exhortación al martirio, dirigida a Fortunato (Ad Fortunatum de exhortatione martyrii).

El tratado Ad Fortunatum, o, como aparece en algunos manuscritos, Ad Fortunatum de exhortatione martyrii, es un florilegio bíblico, compilado a petición de un tal Fortunato, para robustecer la fe de los cristianos en la persecución que se avecinaba. Los textos están distribuidos bajo doce títulos. Cipriano quiere suministrar material, no pretende dar una exposición acabada: "Pero ahora te envío la misma lana y púrpura del Cordero por quien hemos sido redimidos y vivificados, con la cual, luego que la recibas, te harás una túnica a tu medida, y te alegrarás mucho más como cosa propia y casera. También presentarás a los otros lo que te envío para que puedan también disponerlo a su arbitrio" (3). Los primeros títulos tratan de la idolatría y del culto del verdadero Dios, del castigo de los que sacrifican a los ídolos y de la cólera de Dios contra ellos (1-5). Habiendo sido redimidos por la sangre de Cristo, no debemos preferir nada a El ni volver más al mundo (7), sino perseverar en la fe y en la virtud hasta el fin (8). Las persecuciones surgen para probar a los discípulos de Cristo (9), pero no hay que temerlas, porque estamos seguros de la protección del Señor (10). Si han sido anunciadas (11), también lo han sido el premio y la corona que aguardan a los justos y a los mártires (12).

No hay duda de que el tratado se refiere a una persecución. Hay diversidad de opiniones cuando se trata de determinar a cuál de ellas, si a la de Decio (250-251) o a la de Valeriano (257). H. Koch se inclina por la primavera del año 253, en que era inminente la de Galo. Fortunato parece que tiene que ser el obispo Fortunato de Thuccabori, que tomó parte en el concilio africano de septiembre de 256.

 

12. A Quirino: Tres libros de testimonios (Ad Quirinum: Testimoniorum libri III).

Aunque el Ad Fortunatum tiene gran valor para la historia de las primeras versiones latinas de la Biblia, ningún escrito de San Cipriano tiene, a este respecto, la importancia que tiene su tratado Ad Quirinum (Testimoniorum libri III). Contiene un gran número de pasajes de la Escritura, reunidos bajo muchos títulos. El autor lo dedicó a Quirino, a quien llama su "hijo querido." Primitivamente comprendía solamente dos libros, a los que más tarde vino a agregarles un tercero. Cipriano explica en la introducción que no pretende más que suministrar material para otros y expone su plan como sigue: "He distribuido mi cometido en dos libros de igual extensión: en uno trato de demostrar que los judíos, de acuerdo con lo que había sido predicho anteriormente, se han separado de Dios y han perdido el favor de Dios, que les había sido otorgado en el pasado y les había sido prometido para el futuro; los cristianos, en cambio, han tomado su lugar haciéndose acreedores por su fe, viniendo de todas las naciones y de todo el mundo. El segundo libro contiene asimismo el misterio de Cristo, y explica que El ha venido tal como había sido anunciado por las Escrituras y ha hecho y llevado a cabo todas aquellas cosas por medio de las cuales, tal como había sido predicho, El podría ser percibido y conocido" (1). Así, pues, el libro I es una apología contra los judíos, mientras que el segundo viene a ser un compendio de Cristología. La distribución es semejante a la del Ad Fortunatum. El primer libro tiene veinticuatro títulos, que encabezan otros tantos grupos de textos de la Escritura, y el segundo, treinta. El libro III tiene prefacio propio, lo que indica que Cipriano lo compuso algo más tarde, cediendo a requerimientos de Quirino. Es un sumario de los deberes morales y disciplinares, y una guía para el ejercicio de las virtudes cristianas. Enumera ciento veinte tesis, que van acompañadas de las correspondientes pruebas tomadas de la Escritura. Como el prefacio no menciona los dos primeros libros, no es fácil deducir si fue el mismo Cipriano quien reunió los tres libros. Es más probable que esa reunión se hiciera más tarde. No hay indicio alguno en la obra que nos permita señalarle una fecha precisa. Parece, sin embargo, que Cipriano, cuando escribió su De habita virginum, utilizó el tercer libro de los Testimonios. En este caso, la fecha de composición tendría que ser anterior al 249. También hay razones internas que sugieren una fecha temprana. El Ad Quirinum ejerció una influencia profunda y duradera en la enseñanza y predicación de la Iglesia. Sus textos escriturísticos fueron citados una y otra vez. El Ad. Aleatore del Pseudo-Cipriano, Comodiano, Lactancio, Fírmico Materno, Lucífero de Cagliaris, Jerónimo, Pelagio y Agustín se sirvieron de ellos. La primera mención explícita de este trabajo aparece en el catálogo de Cheltenham del año 359.

 

13. Que los ídolos no son dioses (Quod idola dii non sint).

El opúsculo Quod idola dii non sint se propone demostrar en una primera parte (1-7) que las divinidades paganas no son dioses, sino antiguos reyes que, por su glorioso recuerdo, empezaron a recibir culto después de su muerte. A fin de conservar los rasgos de los difuntos, esculpieron su imagen. Se inmolaron víctimas y se celebraron fiestas en su honor, como lo demuestra la historia. Nada hay que justifique la conexión que existe entre estas prácticas religiosas y la gloria de Roma. La segunda parte (8-9) demuestra que hay un solo Dios, invisible e incomprensible. Sigue luego un esbozo de Cristología que forma la tercera parte.

Aunque San Jerónimo (Epist. 70 ad Magnum 5) y San Agustín (De bapt. 6,44,87; De unico hapt. adv. Petil. 4) atribuyen este tratado a Cipriano con comentarios entusiastas, su autenticidad ha sido objeto de larga discusión. Ni Poncio ni el catálogo de Cheltenham lo mencionan; el mismo Cipriano tampoco alude a él en ninguno de sus escritos. Pero, después que H. Koch ha descubierto en él rasgos evidentes del estilo de Cipriano, no cabe sostener hoy la teoría que hasta hace poco era comúnmente aceptada y que relegaba este tratado entre los espurios. Koch lo considera como uno de los primeros ensayos del autor. Muchas de sus ideas y expresiones están tomadas de Tertuliano y de Minucio Félix. Parece ser que el autor, todavía neófito, no hizo más que recoger citas de las apologías latinas ya existentes y resumió los argumentos para probar la vanidad de la idolatría y la supremacía del Dios único y verdadero. Bien pudiera ser que el autor no destinara estos extractos a la publicación. Habla en favor de esta conclusión la ausencia de aquella perfección literaria que caracteriza a las demás obras de Cipriano.

 

2. Cartas.

Las cartas de Cipriano constituyen una fuente inagotable para el estudio de un período interesantísimo de la historia de la Iglesia. Reflejan los problemas y las controversias con que tuvo que enfrentarse la administración eclesiástica a mediados del siglo III. Nos traen el eco de las palabras de eminentes personalidades de la época, como Cipriano, Novaciano, Cornelio, Esteban, Firmiliano de Cesárea y otros. Nos revelan las esperanzas y los temores, la vida y la muerte de los cristianos en una de las provincias eclesiásticas más importantes. La reunión de estas cartas se hizo ya en la antigüedad. Comenzó de hecho cuando Cipriano ordenó parte de su correspondencia según el contenido e hizo mandar copias a los diferentes centros de la cristiandad y a sus hermanos en el episcopado. Otras colecciones se hicieron con fines de edificación. En las ediciones modernas, el corpus comprende ochenta y una piezas; sesenta y cinco se deben a la pluma de Cipriano, dieciséis fueron escritas a Cipriano o al clero de Cartago. Este último grupo contiene cartas del "presbiterium" de Roma, de Novaciano (cf. p.500), del papa Cornelio (cf. p.520s) y otros- Las cartas 5-43 son del tiempo en que Cipriano se refugió durante la persecución de Decio (cf. p.618s); de éstas, veintisiete dirigió a su clero y pueblo. Su correspondencia con los papas Cornelio y Lucio comprende las cartas 44-61, 64 y 66; y de éstas, doce (44-55) tratan del cisma de Novaciano. Las cartas 67-75, escritas durante el pontificado de Esteban (254-257), tratan de la controversia bautismal, y las 78-81 las escribió durante su último destierro. Las restantes, 1-4, 62, 63, 65, todas del mismo Cipriano, no se pueden clasificar en ninguna de estas series cronológicas, porque falta en ellas toda alusión a los tiempos y a las circunstancias. La primera recalca la decisión de un concilio africano prohibiendo a los clérigos actuar de guardia o verdugo. La segunda examina si un actor cristiano que renunció a su profesión puede enseñar el arte dramático. La tercera trata de un diácono que ofendió gravemente a su obispo. La cuarta toma decisiones contra los abusos de los syneisaktoi (cf. p.66 y 154). La carta 62, dirigida a ocho obispos de Numidia, acompañaba una colecta hecha en Cartago para el rescate de cristianos de ambos sexos retenidos como prisioneros por los bárbaros. La epístola 63 tiene el aspecto de un tratado; se le llama a veces De sacramento calicis Domini. Rechaza la singular costumbre de usar agua en la Cena del Señor, en vez del tradicional vino mezclado con agua; esta costumbre había prendido en algunas comunidades cristianas. La 65 recomienda a la iglesia de Asura que no autorice a su antiguo obispo Fortunaciano, que había sacrificado a los ídolos durante la persecución, a ejercer nuevamente su función.

La colección no es, ni mucho menos, completa: se conoce la existencia de otras cartas que no se conservan. Ninguna de las que quedan lleva fecha, pero todas, excepto dos (8 y 33), dan el nombre del destinatario. Solamente un manuscrito, el Codex Taurinensis, contiene las 81 cartas.

Este corpus, además de ser una fuente importante para la historia de la Iglesia y del Derecho canónico, es un monumento extraordinario del latín cristiano. Pues mientras sus tratados acusan la influencia de procedimientos estilísticos, sus cartas reproducen el latín hablado de los cristianos cultos del siglo III. Es la expresión oral de la persona de acción la que aquí aparece. Para encontrar al escritor eclesiástico y al antiguo profesor de retórica, familiarizado con la frase de Cicerón, tenerlos que acudir a sus libros, donde le encontramos con el brillo de su estilo.

 

II. Escritos no Auténticos de San Cipriano.

Los escritos atribuidos a San Cipriano son más numerosos que sus obras, auténticas. Esto se debe a la alta reputación y estima en que fue tenido por todos.

1. El autor de los tratados De spectaculis y De bono pudicitiae que figuran entre las obras de Cipriano es Novaciano (cf. p.509-511).

2. El Ad Novatianum es un tratado polémico contra Novaciano. Su autor no es el papa Sixto II, como creyó A. Harnack (Chronologie, 2,287), sino un obispo africano que compartía las ideas de Cipriano sobre el bautismo conferido por los herejes. Parece haber sido escrito entre los años 253-257.

3. El tratado De rebaptisniate contradice a San Cipriano en la cuestión bautismal. Defiende la validez del bautismo conferido por los herejes con una distinción singular y poco afortunada entre el bautismo de agua y el bautismo de espíritu, conferido este último por el obispo mediante la imposición de manos. El autor parece ser un obispo africano, quien lo escribió después del año 256, pero probablemente antes de la muerte de Cipriano.

4. El Adversus aleatores es un sermón en latín vulgar contra los jugadores de dados. Harnack (o.c., p.387) lo atribuye al papa Víctor (189-199), mientras que Koch (o.c., p.78) sostiene que fue escrito por un obispo del norte de África después de la época de San Cipriano, quizás hacia el 300.

5. El tratado De singularitate clericorum aborda una cuestión práctica. Combate los abusos de algunos clérigos que vivían bajo el mismo techo con mujeres sin estar casados; describe los peligros de esta vida en común y las sospechas a que con ella se exponen los sacerdotes. Harnack (TU 24,3) atribuyó este escrito al obispo donatista Macrobio, siguiendo una sugerencia de Dom Morin. Blacha pensó que sería de Novaciano. Koch refutó las dos hipótesis y demostró que el autor tiene que ser un obispo africano desconocido del siglo III. B. Melin ha dado recientemente razones sólidas para identificarlo con el escritor de la carta pseudocipriánica Epist. IV (CSEL 3,3, 274-282).

6. El De pascha computus se propone corregir el ciclo pascual de Hipólito de Roma, cuyos errores de cálculo se atribuyen a una mala interpretación de la Escritura. La solución que propone se basa en una nueva explicación de los mismos pasajes, a los que se añaden algunos nuevos. La obra fue publicada el año 243, y el léxico de los extractos bíblicos señala el África como el lugar de origen.

7. El Adversus Iudaeos es un sermón sobre la ingratitud de Israel, que persiguió ya a Cristo en los profetas. El Padre sufrió en el Hijo, y el Hijo en los profetas. La obstinación de los judíos, especialmente en la muerte de Cristo, fue la causa de que el Salvador se volviera hacia los gentiles, los pobres y los miserables, invitándoles a entrar en su reino. Por eso Jerusalén ha cesado de ser la ciudad de Dios e Israel ha venido a ser un pueblo de apátridas en el mundo. Sin embargo, Dios sigue exhortando aún a los judíos a hacer penitencia y aceptar la salvación eterna por medio del bautismo. El sermón es del siglo III y fue probablemente compuesto antes del 260 (HARNACK, o.c., p.403). E. Peterson ha demostrado recientemente que depende en gran parte de la homilía Sobre la Pasión de Melitón, publicada por C. Bonner de un papiro del siglo IV. La semejanza de expresión y de pensamiento teológico es tan acusada que en algunos pasajes parece mera traducción.

8. El De laude martyrii, también en forma de sermón, explica en tres partes el significado (4-12), la grandeza (13-18) y las ventajas del martirio (19-24). Entre éstas, el autor menciona la liberación del sufrimiento universal en el Hades después de la muerte. Con esta ocasión hace una descripción de los tormentos del infierno que contiene elementos antiguos. El sermón es del siglo III, pero no de Cipriano o de Novaciano, sino tal vez de un seglar.

9. De montibus Sina et Sion. El autor de este tratado, escrito en latín vulgar, considera el monte Sinaí como un símbolo del Antiguo Testamento, y el monte Sión, como figura del Nuevo. El primero ha encontrado su plena realización espiritual en el segundo. La fecha de composición es incierta. El carácter de la versión latina de los pasajes biblicos señala el África como lugar de origen.

10. La Exhortatio de paenitentia es una colección de citas bíblicas semejante a los tratados Ad Fortunatum y Ad Quirinum de Cipriano. Los pasajes de la Escritura están dispuestos bajo el siguiente título: "Que al que vuelve a Dios de todo corazón le pueden ser perdonados todos los pecados." La versión latina es de tipo africano, pero de una edición más reciente que la que usaba Cipriano. Se ha atribuido este tratado al siglo IV o V, pero sin razones convincentes.

11. Coena Cypriani es el título de una obra que describe un supuesto banquete celebrado en Cana, al cual son invitadas por un gran rey, a saber, Dios, relevantes personalidades bíblicas. El autor utiliza ampliamente los Hechos de Pablo. Por esta razón tenemos en este escrito una de las fuentes más importantes de los Hechos de los Apóstoles apócrifos (cf. p.130ss). Fue escrito probablemente alrededor del año 400, al sur de las Galias, por el poeta Cipriano. Este es, sin duda, el mismo presbítero Cipriano, a quien Jerónimo dirigió una de sus cartas (Epist. 140).

12. El tratado Ad Vipíllum episcopum de iudaica incredulitate no es más que el prefacio a la traducción latina del Diálogo de Aristón de Pella (cf. p.189).

13. El De centesima, sexagésima, tricésima fue probablemente compuesto por un escritor africano del siglo IV. Trata del triple premio que aguarda a los mártires, a los ascetas y a los buenos cristianos. Se advierte la influencia de los escritos de Cipriano en el espíritu y el lenguaje de este tratado.

 

III. Aspectos de la Teología de Cipriano.

Si Tertuliano no emprendió nunca una exposición sistemática de la doctrina cristiana, el hombre de acción que era Cipriano, más que intelectual, se sentía todavía menos inclinado y menos preparado para realizar una empresa de esta clase. Le faltaban la originalidad de Tertuliano y el poder especulativo de Orígenes. A pesar de esto, es indiscutible que hasta San Agustín fue considerado como la autoridad teológica del Occidente. Sus escritos eran mencionados al lado de los libros canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, como lo evidencia el catálogo de Cheltenham. Aun después de San Agustín, durante toda la Edad Media, fue uno de los Padres de la Iglesia más leídos, y su influjo sobre el Derecho canónico fue muy profundo. Si los papas, obispos y teólogos invocaron una y otra vez su testimonio, se debe principalmente a su doctrina sobre la naturaleza de la Iglesia, que forma el núcleo de su pensamiento.

 

1. Eclesiología.

Para Cipriano, la Iglesia es el único camino de salvación. Afirma con sencillez, pero con claridad: Sauas extra Ecclesiam non est (Epist. 73,21). Es imposible tener a Dios por Padre si no se tiene a la Iglesia por Madre: habere non potest deum patrem qui ecclesiam non habet matrem (De unit. 6). Por esto es de capital importancia permanecer dentro de la Iglesia. No se puede ser cristiano sin pertenecer a ella: christianus non est qui in Christi ecclesia non est (Epist. 55,24). La Iglesia es la Esposa de Cristo y, como tal, no puede ser adúltera. "Todo el que se separa de la Iglesia y se une a la adúltera queda separado de las promesas hechas a la Iglesia. No llegará a conseguir los premios de Cristo el que abandona a la Iglesia de Cristo. Es un extraño, es un profano, es un enemigo" (De unit. 6). Por consiguiente, el carácter fundamental de la Iglesia es la unidad. Para describirla, Cipriano hace gala de todas las riquezas de su imaginación. Ve un tipo de la Iglesia en la túnica inconsútil de Cristo:

Este sacramento de la unidad, este vínculo de concordia indisoluble, se nos da a conocer cuando se nos habla en el Evangelio de la túnica de Cristo, la cual no podía ser dividida ni rota, sino que, echando a suertes para ver quién se vestiría con ella, uno solo la recibe y la posee íntegra e indivisa... Ella figuraba la unidad que viene de arriba, esto es, del cielo y del Padre: la cual no puede ser rota por el que la recibe y la posee, sino que goza de toda su solidez y firmeza de una manera inseparable. No puede entrar en posesión del vestido de Cristo el que rompe y divide la Iglesia de Cristo (De unit. 7. Trad. Caminero 4,406-7).

Cipriano compara la Iglesia al arca de Noé, fuera de la cual nadie se salvó (De unit. 6); a la multitud de granos que forman un solo pan eucarístico (Epist. 63,13); al navío con el obispo por piloto (Epist. 59,6). Pero su figura favorita — que aparece más de treinta veces en sus escritos — es la de la Madre que reúne a todos sus hijos en una sola gran familia, que es feliz de estrechar contra su seno un pueblo que no tiene sino un solo cuerpo y una sola alma (De unit. 23). El cristiano que se separa de la Iglesia se condena a la muerte (ibid.).

Para defender la unidad eclesiástica, amenazada por los cismas, Cipriano escribió el De Ecclesiae unitate y una gran parte de sus cartas. Desde el punto de vista de los miembros, fundamenta la unidad de la Iglesia en su adhesión al obispo. "Debéis, pues, saber y entender que el obispo está dentro de la Iglesia y la Iglesia en el obispo, y todo el que no está con el obispo no está dentro de la Iglesia" (Epist. 66,8). Así, pues, el obispo es la autoridad visible en torno a la cual centra toda la congregación.

La solidaridad de la Iglesia universal reposa, a su vez, en la de los obispos, que vienen a ser una especie de senado. Son los sucesores de los Apóstoles, y los Apóstoles fueron los obispos de antaño. "El Señor escogió a los Apóstoles, esto es, a los obispos y superiores" (Epist. 3,3). La Iglesia está fundada sobre ellos. Por eso, Cipriano interpreta el Tu es Petrus como sigue:

Nuestro Señor, cuyos preceptos debemos guardar y respetar, regulando el honor debido a los obispos y el orden de su Iglesia, habla en el Evangelio y dice a Pedro: "Yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos" (Mt. 16,18-19). De ahí viene, a través de la serie de los tiempos y de las sucesiones, la elección de los obispos y la organización de la Iglesia: la Iglesia descansa sobre los obispos, y toda la conducta de la Iglesia obedece a la dirección de esos mismos jefes. Siendo, pues, ésta la organización establecida por la ley divina, me causa extrañeza la audacia temeraria con que me han escrito pretendiendo hacerlo en nombre de la Iglesia, siendo así que la Iglesia está establecida sobre el obispo, el clero y todos los que permanecen fieles (Epist. 33,1).

Así, pues, Cipriano aplica el texto de Mt. 16,18 a todo el episcopado, cuyos miembros, unidos el uno al otro por las leyes de la candad y la concordia (Epist. 54,1; 68,5), hacen de la Iglesia universal un solo cuerpo. "La Iglesia, que es católica y una, no está rota ni dividida, sino unida con el cemento de sus obispos, que se mantienen firmemente unidos el uno al otro" (Epist. 66,8).

 

2. El obispo de Roma

Cipriano está convencido de que los obispos sólo deben rendir cuentas a Dios. "Con tal de que no rompa el vinculo de la concordia y se mantenga la indisoluble fidelidad a la unidad de la Iglesia católica, cada obispo manda y gobierna a su manera, con obligación de dar cuentas de su conducta a Dios" (Epist. 55,21). En su controversia con el papa Esteban sobre la validez del bautismo de los herejes, expone, como presidente del concilio africano de septiembre del 256, su opinión con estas palabras:

Nadie entre nosotros se proclama a sí mismo obispo de obispos, ni obliga a sus colegas por tiranía o terror a una obediencia forzada, considerando que todo obispo por su libertad y poder tiene el derecho de pensar como quiera y no puede ser juzgado por otro, lo mismo que él no puede juzgar a otros. Debemos esperar todos el juicio de Nuestro Señor Jesucristo, quien solo y señaladamente tiene el poder de nombrarnos para el gobierno de su Iglesia y de juzgar nuestras acciones (Csel 3-1,436).

De estas palabras se desprende claramente que Cipriano no reconocía la supremacía de jurisdicción del obispo de Roma sobre sus colegas. Tampoco creía que Pedro hubiera recibido poder sobre los demás Apóstoles, pues dice: hoc erant utique et ceteri apostoli quod fuit Petrus, pari consortio praediti et honoris et potestatis (De unit. 4). Pedro tampoco reivindicó este derecho: "Cuando Pedro, que había sido elegido por el Señor, tuvo aquella controversia con Pablo sobre la circuncisión, no reclamó arrogantemente ninguna prerrogativa ni se mostró insolente con los demás diciendo que tenía el primado y que debía ser obedecido" (Epist. 71,3).

Por otra parte, sin embargo, es el mismo Cipriano quien dedica grandes elogios a la Iglesia de Roma por su importancia para la unidad eclesiástica y la fe, quejándose de los herejes "que se atreven a atravesar el mar y llevar cartas de cismáticos y profanos a la cátedra de Pedro e Iglesia principal de donde proviene la unidad del sacerdocio. Olvidan que son aquellos mismos romanos cuya fe alabó el Apóstol, inaccesibles a la perfidia" (Epist. 59,14). Así, pues, la cathedra Petri es, para él, la ecclesia principalis y el punto de origen de la unitas sacerdotalis. Sin embargo, en esta misma carta dice claramente que no reconoce a Roma ningún derecho superior a legislar para las otras sedes, puesto que espera que Roma no se entrometerá en los asuntos de su propia diócesis, "porque a cada pastor en particular le ha sido asignada una porción del rebaño, que debe dirigir y gobernar y de la cual tendrá que dar cuenta, así como de su administración, al Señor" (Epist. 59,14). Es esta idea la que le llevó a oponerse al papa Esteban en la cuestión del bautismo de los herejes.

Recientemente M. Bévenot ha señalado con mucho acierto la reacción de Cipriano a la investigación del papa Cornelio a propósito de la consagración de Fortunato, que Cipriano había hecho sin consultar previamente a Roma. En su respuesta, el prelado africano reconoce su deber de llevar al Pontífice todos los asuntos de mayor importancia:

No te escribí inmediatamente, carísimo hermano, porque no se trataba de una cosa tan importante y tan grave que pidiera que se te comunicara en seguida... Confiaba que conocías todo esto y estaba seguro de que te acordabas de ello. Por eso juzgué que no era necesario comunicarte con tanta celeridad y urgencia las locuras de los herejes... Y no te escribí sobre todo aquello porque todos lo despreciamos, por otra parte, y poco ha te mandé los nombres de los obispos de aquí que están al frente de los hermanos y no han sido contaminados por la herejía. Fue opinión unánime de todos los de esta región que te mandara estos nombres (Epist. 59,9).

En esta respuesta no leemos que el obispo sea responsable sólo ante Dios, sino que, al rendir de hecho cuentas del incidente, reconoce a Cornelio el derecho a exigir sumisión sobre toda "materia de suficiente importancia y gravedad." La misma razón explica que Cipriano obrara exactamente igual durante la vacante que siguió a la muerte del papa Fabiano (250). Cuando el clero de la capital expresó su desaprobación por haberse escondido, Cipriano se justificó enviando una relación de su conducta. Además, y sobre todo, Cipriano hizo suya la postura de los romanos en el problema de los lapsos. Se ve, pues, que se siente obligado no solamente hacia el obispo de Roma, sino hacia la sede misma.

Volviendo al De unitale Ecclesiae, debemos tener en cuenta que su fin principal no era defender la unidad de las iglesias entre sí, sino la de cada una en sí misma. Con todo, el escritor ve en Pedro no sólo un símbolo, sino el fundamento mismo de la unidad, que se cimenta en él: Primatus Petro datur et una ecclesia et cathedra una monstratur. Et pastores sunt omnes, sed grex unus ostenditur qui ab apostolis omnibus unanimi consensione pascatur. Qui cathedram Petri super quem ecclesia fundata est, deserit, in ecclesia se esse confidit? (De unit. 4). Así se leía en la edición original, según las recientes investigaciones (cf. p.628). Si Cipriano rehúsa al obispo de Roma toda autoridad y poder superior para mantener mediante leyes la solidaridad de la cual es el centro, es, sin duda, porque considera este primado como un primado de honor, y al obispo de Roma, como primus inter pares.

 

3. El bautismo.

Cipriano coincide con Tertuliano en considerar inválido el bautismo conferido por los herejes, pero disiente en la cuestión del bautismo de los niños. Tertuliano recomienda posponerlo hasta que el niño tenga la edad suficiente para conocer a Cristo (De bapt. 18; cf. p.561). Cipriano, en cambio, es partidario de conferirlo lo más pronto posible e incluso rechaza la costumbre de esperar ocho días después del nacimiento. En su carta a Fido (Epist. 64) habla así de la decisión de un concilio:

En cuanto a los niños, dices que no conviene bautizarlos el primer día o el segundo, sino que hay que atenerse a la ley antigua de la circuncisión, y no bautizar ni santificar al recién nacido hasta transcurridos ocho días. Nuestra asamblea ha opinado de muy distinta manera. Nadie estuvo de acuerdo con la manera de obrar que tú preconizabas; antes por el contrario, todos hemos creído que la misericordia y la gracia de Dios no se deben rehusar a ningún hombre que llega a la existencia... La circuncisión espiritual no debe ser impedida por la circuncisión carnal... Los mayores pecadores, después de haber pecado gravemente contra Dios, alcanzan la remisión de sus culpas: nadie se ve privado del bautismo y de la gracia. Con cuánta más razón no debe privarse del bautismo a un niño que, siendo recién nacido, no ha podido cometer ningún pecado, sino que solamente por haber nacido de Adán según la carne ha contraído desde el primer instante de su vida el virus mortal del antiguo contagio; por eso le son más fácilmente perdonados los pecados, pues no son suyos propios, sino de otro.

Cipriano, al igual que Tertuliano, conoce otro bautismo, más rico en gracia, más sublime en poder y más maravilloso en sus efectos que el del agua: el bautismo de sangre o martirio. En la Epist. 73 afirma que los catecúmenos que mueren por la fe no se verán privados en manera alguna de los efectos del sacramento: "Puesto que son bautizados con el más glorioso y el más sublime de los bautismos, el de la sangre, al cual se refería el Señor cuando dijo que El debía ser bautizado con otro bautismo" (Lc. 12,50). Comparando los dos, declara en el prólogo del Ad Fortunatum: "Este es un bautismo superior en gracia, más sublime en poder, más rico en honor; un bautismo que administran los ángeles, un bautismo en el que Dios y su ungido se regocijan, un bautismo después del cual ya no se peca más, un bautismo que completa nuestro crecimiento en la fe, un bautismo que al salir de este mundo nos une inmediatamente con Dios." Como lo da a entender la última frase, Cipriano, lo mismo que Tertuliano, estaba convencido de que el mártir entra en el reino de los cielos inmediatamente después de su muerte," mientras que los otros tienen que aguar-dar la sentencia del Señor en el día del juicio (De unit. 14; Epist. 55,17,20; 58,3).

 

4. La penitencia.

En la cuestión de la disciplina penitencial, Cipriano defendió con éxito la práctica tradicional de la Iglesia primitiva contra los dos extremos, el laxismo de su propio clero y el rigorismo del partido de Novaciano en Roma. Su tratado De lapsis y sus cartas demuestran que las decisiones que tomó no representan una "segunda innovación." (Los que consideran el perdón de la fornicación como la "primera innovación" — cf. supra, p.611s — sostienen que el perdón de la idolatría fue la segunda.) Cipriano no dice en ninguna parte que la Iglesia de Roma había considerado hasta entonces que la apostasía no se pudiera perdonar. Nunca menciona los tres "pecados capitales" de que habla Tertuliano en el De pudicitia ni acepta la distinción entre peccata remissibilia e irremissibilia. Al contrario, en su carta al obispo Antoniano (55) hace suyo el principio: "No podemos obligar a nadie a hacer penitencia si se quita el fruto de la penitencia" (17). Para precisar aún, mejor su pensamiento, añade: "Creemos que nadie debe ser privado del fruto de la satisfacción y de la esperanza de la paz" (27). Sería hacer burla de los pobres hermanos y engañarlos, exhortarles a la penitencia y quitarles su efecto lógico, la curación, el decirles: "Llorad, derramad lágrimas, gemid día y noche y haced grandes y repetidos esfuerzos para limpiar y purificar vuestro pecado; después de todo esto moriréis fuera del recinto de la Iglesia. Haréis todo lo que sea necesario para alcanzar la paz, pero esta paz que buscáis no la tendréis nunca." Sería como ordenar al campesino que labre su campo lo mejor que supiera, asegurándole al mismo tiempo que no recogería mies alguna (27). En De opere et eleemosynis (cf.. p.634) dice explícitamente que los que han pecado después del bautismo pueden ser limpiados nuevamente (2) y que, sea cual fuere la mancha que han contraído, será borrada (1), porque Dios quiere salvar a los que redimió a precio tan elevado (2). Cipriano no dice en ninguna parte que los lapsi, al pedir la reconciliación, obraran contra la práctica hasta entonces tradicional.

La penitencia pública comprendía, según Cipriano, tres actos distintos: confesión, satisfacción proporcionada a la gravedad del pecado y reconciliación una vez terminada la satisfacción. "Os exhorto, hermanos carísimos, a que cada uno confiese su pecado, mientras el que ha pecado vive todavía en este mundo, o sea, mientras su confesión puede ser aceptada, mientras la satisfacción y el perdón otorgado por los sacerdotes son aún agradables a Dios" (De lapsis 28; Epist. 16,2). Aunque, según Cipriano, lo que consigue el perdón de los pecados es el elemento subjetivo y personal de la penitencia (De laps. 17; Epist. 59,13), el elemento objetivo eclesiástico de la reconciliación es la "garantía de vida" (pignus vitae: Epist. 55,133), porque presupone el perdón divino. Cipriano ensalza el poder curativo y carácter sacramental del acto de la reconciliación más que sus predecesores, y aún más que sus sucesores hasta San Agustín, que en su controversia con los donatistas desarrolló esta doctrina.

 

5. La Eucaristía.

La carta 63 de Cipriano Sobre el sacramento del cáliz del Señor (cf. supra, p.641) es el único escrito anteniceno consagrado exclusivamente a la celebración eucarística. Reviste una importancia particular para la historia del dogma, por estar toda ella dominada por la idea del sacrificio. El sacrificio del sacerdote es la repetición de la cena del Señor, donde Cristo se ofreció a sí mismo al Padre (Patri se ipsum obtulit):

Pues si el mismo Jesucristo, Señor y Dios nuestro, es Sumo Sacerdote de Dios Padre y se ofreció a sí mismo como sacrificio al Padre, y mandó que se hiciera esto en memoria suya, por cierto aquel sacerdote hace verdaderamente las veces de Cristo, el cual imita aquello que hizo Cristo, y entonces ofrece un sacrificio verdadero y lleno en la Iglesia a Dios Padre, si empieza a ofrecerlo así conforme a lo que ve que ofreció el mismo Cristo (Epist. 64,14: BAC 88,161).

Este pasaje de San Cipriano es el primero en que, de una manera explícita, se afirma que la ofrenda son el cuerpo y la sangre del Señor. La última cena y el sacrificio eucarístico de la Iglesia son la representación del sacrificio de Cristo sobre la cruz. A la Eucaristía se le llama dominicae passionis et nostrae redemptionis sacramentum (ibid.). "Hacemos mención en todos los sacrificios de su pasión, pues la pasión del Señor es el sacrificio que ofrecemos. No debemos, pues, hacer otra cosa que lo que El hizo" (17). La Eucaristía es oblatio y sacrificium: "De donde es manifiesto que no se ofrece la sangre de Cristo si falta vino en el cáliz, ni se celebra el sacrificio del Señor con legítima santificación si no responden a la pasión nuestra oblación y nuestro sacrificio" (9).

El valor objetivo de este sacrificio eucarístico se manifiesta por el hecho de ofrecerse para el eterno descanso de las almas como sacrificium pro dormitione (Epist. 1,2). Se celebra también en honor de los mártires: sacrificia pro eis semper... offerimus, quoties martyrum passiones et dies anniversaria commemoratione celebramus (Epist. 39,3; 12,2).

Cipriano ve en el pan sacramental un símbolo de la unión entre Cristo y los fieles, y de la unidad eclesiástica: "En él se encuentra figurada, además, la unidad del pueblo cristiano; del mismo modo que muchos granos reducidos a la unidad y juntamente molidos y amasados hacen un solo pan, así en Cristo, que es pan celestial, sepamos que hay un solo cuerpo, al cual está unido y aunado nuestro número" (Epist. 63,13). La mezcla del vino y del agua significan lo mismo: "Y cuando en el cáliz se mezcla el agua con el vino, el pueblo se junta a Cristo y el pueblo de los creyentes se une y junta a Aquel en el cual creyó" (ibid.). Cipriano tiene por inválida la Eucaristía celebrada fuera de la Iglesia católica, lo mismo que el bautismo administrado por los herejes. En una carta (72) informa al papa Esteban de una resolución a este respecto aprobada por un sínodo de setenta y un obispos de África y de Numidia. Tales sacrificios son "falsos y blasfemos" y "están en oposición con el único altar divino" (ibid.). La importancia de estas ideas subió de punto más tarde en el movimiento de los donatistas, que sostenían que la eficacia del sacramento dependía de la santidad del ministro.

Textos: J. Quasten, Monumento eucharistica et litúrgica vetustísima (Bonn 1935-1937) 356-8.

 

Arnobio de Sicca.

La costumbre pagana de atribuir todas las calamidades, pestes, hambre y guerras a la infidelidad de los cristianos para con los dioses, que provocó el Apologeticum de Tertuliano y el Ad Demetrianum de Cipriano, indujo también a otro autor africano de fines del siglo III a componer asimismo una refutación de estas acusaciones totalmente infundadas. Se llamaba Arnobio, y su obra, en siete libros, lleva el título Adversus nationes. Sabemos por Jerónimo (Chron. ad ann. 253-257) que fue profesor de retórica en Sicca (África) y que tuvo a Lactancio entre sus discípulos (De vir. ill. 80; Epist. 70,5). Era pagano y por largo tiempo fue decidido adversario del cristianismo, hasta que, finalmente, advertido en sueños, se convirtió a la nueva religión (Chron., l.c.). El, empero, no menciona el motivo de su conversión cuando habla de ella (1,39; 3,24). La paz y felicidad del recién convertido hallan expresión en estas palabras:

Todavía hace poco, ¡oh ceguedad!, adoraba yo imágenes cocidas al horno, dioses forjados con martillos en el yunque, huesos de elefantes, pinturas, cintas colgantes de vetustos árboles. Siempre que me acontecía ver una piedra ungida con aceite de oliva, yo le prodigaba señales de profundo respeto, como si algún poder oculto la hubiera escogido para mansión suya; no podía menos de hablarle y pedirle favores, aunque no era sino una roca desprovista de inteligencia. Y a aquellos mismos dioses en cuya existencia creía, los trataba con las mayores calumnias, pues creía que eran palos de madera, piedras, huesos, o que habitaban en semejante materia. Pero ahora que he encontrado los senderos de la verdad, guiado por un maestro tan grande, tengo todas las cosas por lo que realmente son. Tengo respeto para las cosas que lo merecen. No insulto ningún nombre divino. Doy a cada uno y a cada autoridad lo que le pertenece, habiendo comprendido claramente las diferencias y distinciones. ¿No debemos conocer a Cristo como Dios, no tiene derecho a un culto divino, siendo así que de El hemos recibido tantos beneficios durante la vida y esperamos recibir aún más cuando llegue "el Día"? (1,39).

 

Adversus nationes.

Según nos dice Jerónimo (Chron., l.c.), el obispo de aquella localidad se mostró escéptico cuando Arnobio le pidió que le recibiera como cristiano y exigió del candidato pruebas de sus nuevas disposiciones. Para probar su sinceridad, compuso esta extensa obra contra los paganos. Por lo que hace a la fecha de su composición, debió de terminarla antes del año 311, año en que cesaron las persecuciones, de las cuales habla con frecuencia, y, en cambio, no se alude al restablecimiento de la paz. En dos pasajes del De vir. ill., Jerónimo sitúa a Arnobio bajo el reinado de Diocleciano (284-304), mientras que en su Chronicon le coloca en el año 327. Pero esta última indicación tiene que estar equivocada. Lo único que sabemos, pues, es que escribió durante la persecución de Diocleciano y antes del año 311. Jerónimo (De vir. ill. 79) intitula el tratado Adversus gentes, mientras que el único manuscrito (Codex París. 1661 saec. IX) lo llama Adversus nationes. Este parece ser el título correcto. Todos los indicios son de que el autor lo escribió precipitadamente cuando aún tenía escasos conocimientos de las cosas de la fe. Porque los dos primeros libros están consagrados a vindicar el cristianismo, se suele clasificar este tratado entre las apologías. Sin embargo, es más un ataque violento que una defensa. McCracken lo define con mucho acierto "el contraataque más vivo y sostenido que se conserva contra los cultos paganos contemporáneos" (p.4). Como fuente para el conocimiento de la doctrina cristiana es de mediocre valor, pero es una riquísima mina de noticias sobre las religiones paganas contemporáneas.

El primer libro da una respuesta a la calumnia de que los cristianos fueran causa de todos los males que afligieron a la raza humana en los últimos años. Acusa a los sacerdotes paganos de haberla inventado, porque sus ingresos iban disminuyendo de día en día. Existieron calamidades antes de la aparición de la fe cristiana. En realidad de verdad, la nueva religión tiende más bien a aminorar ciertos azotes, como las guerras, que á su vez son causa de otros muchos males.

Si todos quisieran, aunque fuera por poco tiempo, prestar oído atento a sus preceptos de paz y de salvación y creyeran no en su propia arrogancia e hinchado orgullo, sino en sus consejos, todo el mundo, desviando el uso del hierro a fines menos violentos, pasaría sus días en la tranquilidad más serena y llegaría a una armonía saludable y respetaría las cláusulas de los tratados, sin violarlos jamás (1,6).

Arnobio contesta luego al reproche que se hace a los cristianos de adorar a un simple hombre, que, por añadidura, fue crucificado. Los paganos son los menos indicados para proponer esta clase de objeciones, puesto que ellos han elevado al rango de dioses a héroes y emperadores. La doctrina y los milagros de Cristo dan testimonio de que su naturaleza divina no sufrió detrimento por el hecho de morir. La propagación de la fe corrobora este testimonio. Era necesario que el Salvador apareciera en forma humana, porque venía a redimir al hombre.

El libro segundo trata del odio de los paganos contra el nombre de Cristo. Se explica este odio, porque el Señor arrojó de la tierra los cultos paganos. El, en cambio, trajo a los hombres la verdadera religión, que los paganos, estúpidamente, rehúsan aceptar. Cuando la convierten en objeto de burla, deberían recordar que buena parte de su doctrina se encuentra en los escritos de sus filósofos, como, por ejemplo, la inmortalidad del alma en Platón. A pesar de este reconocimiento, Arnobio lanza inmediatamente un largo ataque contra el concepto platónico de la inmortalidad, que constituye la parte más interesante de toda la obra. En el libro tercero empieza su violento ataque contra los adversarios. Denuncia primeramente su antropomorfismo; atribuyen a los dioses toda clase de bajas pasiones, especialmente las sexuales, contradiciendo de esta manera la noción misma de Dios. En el libro cuarto ridiculiza la deificación de ideas abstractas, las divinidades siniestras, las torpes leyendas de los amores de Júpiter, atestiguadas por la misma literatura. El libro quinto censura los mitos de Numa, de Atis y de la Gran Madre. Se ensaña contra las ceremonias y fábulas relativas a las religiones de misterios y rechaza toda interpretación alegórica de esas fábulas. El libro sexto es una polémica contra los templos y los ídolos paganos, y el séptimo, contra los sacrificios paganos. La causa de todas estas supersticiones es el concepto erróneo de la divinidad, al cual, para terminar, opone Arnobio el concepto cristiano.

Por lo que toca al estilo de Arnobio, Jerónimo lo califica de "desigual y prolijo, sin divisiones claras en su obra, de donde resulta mucha confusión" (Epist. 58). En efecto, el autor desarrolla los argumentos con pesadas e interminables repeticiones. Sin embargo, la composición, tomada en conjunto, no carece de unidad orgánica. Festugiére no está de acuerdo con los que opinan que la obra está mal escrita y sin orden; las obscuridades provendrían más bien de cierta imprecisión en las ideas. El autor demuestra poseer una notable fuerza de expresión y llega a veces a la altura de una verdadera elocuencia.

Debemos mencionar aquí las fuentes de que se sirvió Arnobio para la composición de su libro. Para empezar por las griegas, remite catorce veces a Platón o a alguna de sus obras, dos veces a Aristóteles, Sófocles, Mnaseas de Patara, Mirtilo y Posidipo. Cita un pasaje de los Orphica y hace una alusión a Hermes Trimegisto. Festugiére ha demostrado que el libro segundo denota considerable familiaridad con el hermetismo, el neoplatonismo, los oráculos caldaicos, Plotino, Zoroastro, Ostanes y los papiros mágicos de las liturgias de Mitra. Pasando ahora a los escritores latinos, depende sobre todo de Varrón, a quien cita quince veces. Pero explota también a Cicerón y Lucrecio. Los que creen que una de sus fuentes más importantes es Cornelio Labeo no han suministrado pruebas suficientes, como lo han demostrado Tullius y Festugiére.

Por lo que se refiere a las fuentes bíblicas y cristianas, observamos con sorpresa que jamás nombra ni un solo autor cristiano: pero se echa de ver que conocía y utilizó el Protréplico de Clemente de Alejandría, el Apologeticum y Ad nationes de Tertuliano y el Octavio de Minucio Félix. Las semejanzas que existen entre el Adversus nationes y las Divinae institutiones de Lactancio se explican admitiendo una fuente común.

La historia no nos dice cómo fue recibida esta obra del retórico africano. De los Padres del siglo IV, solamente Jerónimo la conoce un poco. El Decrelum de libris recipiendis et non recipiendis, del siglo VI, la coloca entre los apócrifos.

 

Ideas teológicas de Arnobio.

En el primer libro de su obra Contra los paganos hay una hermosa oración en la que Arnobio pide el perdón para los perseguidores de los cristianos:

¡Oh sublime y altísimo Procreador de todas las cosas visibles e invisibles! ¡Oh Tú, que eres invisible y que no has sido comprendido jamás por las naturalezas creadas! Alabado seas, seas verdaderamente alabado — si es que labios manchados son capaces de alabarte —, a quien toda naturaleza que respira y entiende jamás debería cesar de dar gracias; ante quien debería durante toda la vida orar de hinojos y presentar sin cesar sus peticiones y súplicas. Porque Tú eres la causa primera, el lugar y el espacio de las cosas creadas, la base de todas las cosas, sean cuales fueren. Tú solo eres infinito, ingénito, perpetuo, eterno; ninguna forma puede representarte, ninguna facción corporal puede definirte; ilimitado en tu naturaleza e ilimitado en tu grandeza; sin lugar, movimiento ni condición; de quien nada se puede decir con las palabras de los mortales. Para entenderte hace falta guardar silencio; y para poder adivinar algo de Ti, aunque vagamente, mediante una conjetura falible, hay que evitar aun el más leve murmullo. Otorga el perdón, ¡oh Rey altísimo!, a los que persiguen a tus siervos, y por aquella amabilidad que forma parte de tu naturaleza, perdona a los que huyen de la veneración de tu nombre y de tu religión (1,31).

Esta plegaria revela un elevado concepto de Dios. Arnobio piensa que la idea de una Causa Primera y Fundamento de todas las cosas es innata: "¿Hay algún ser humano que no tenga desde su nacimiento alguna noción de este Ser, para quien ésta no sea una idea innata, en quien no esté impresa y casi marcada desde el seno de su madre, en quien no esté profundamente arraigada la convicción de que hay un Rey, Señor y Regulador de todas las cosas que existen?" (1,33). Arnobio comparte, pues, la opinión de Tertuliano del anima naturaliter christiana (cf. p.547s). Sin embargo, su noción de Dios está lejos de ser clara y precisa. Lo imagina totalmente por encima de las criaturas, sin contacto con ellas, completamente aislado en su grandeza. El Dios en quien él cree no tiene sensibilidad y no se preocupa de lo que ocurre en el mundo (1,17; 6,2; 7,5,36). Esta idea de la "distancia" divina invade todo el Ad nationes; constituye, en verdad, su idea central; es la clave de toda la doctrina de Arnobio. Por eso afirma que la cólera es incompatible con la naturaleza divina. Mientras Lactancio compuso una obra entera, De ira Dei, para probar la cólera de Dios, Arnobio no cesa de poner en guardia a sus lectores contra semejante concepción. Todo el que es perturbado por una emoción, argumenta él, es débil y frágil, sujeto al sufrimiento, y, por lo tanto, necesariamente mortal. "Donde hay alguna emoción, debe estar también la pasión; donde se encuentra la pasión, es lógico que haya también perturbación de espíritu; donde hay perturbación de espíritu, están la cólera y aflicción; donde hay cólera y aflicción, el lugar está dispuesto para la fragilidad y la corrupción; en fin, donde intervienen estas dos, no está lejos la destrucción, es decir, la muerte, que acaba con todo" (1,18). Evidentemente, ninguno que tenga el más leve conocimiento del Antiguo Testamento, con sus frecuentes alusiones a la indignación divina, puede escribir de esta manera. Pero Arnobio cierra el paso a esta clase de objeciones. Repudia temerariamente la fuente de donde dimanan esos textos: "Que nadie aduzca contra nosotros las fábulas de los judíos y las de la secta de los saduceos, como si también nosotros atribuyéramos formas a Dios. Ya sabemos, en efecto, que estas cosas se dicen en sus escritos y se corroboran corno cosa cierta y autorizada. Estas fábulas nada tienen que ver con nosotros, no tienen absolutamente nada en común con nosotros; y si se piensa que estas cosas nos son comunes, entonces tenéis que buscar maestros de superior sabiduría que os enseñarán a remover las nubes y aclarar las misteriosas palabras de estos escritos" (3,12). La verdadera fuente de esta idea de la indiferencia de Dios es la filosofía epicúrea y el concepto estoico de las pasiones.

No deja de ser significativo que Arnobio, a diferencia de los otros apologistas, no identifica los dioses paganos con los demonios, ni niega tampoco categóricamente su existencia. En algunos pasajes (3,28-35; 4,9; 4,11; 4,27; 4,28; 5,44; 6,2; 6,10) parece estar seguro de que no existen; en otros, en cambio, duda. Escribe, por ejemplo: "Adoramos a su Padre, por quien, si existe realmente, empezaron ellos a ser y a tener la sustancia de su poder y de su majestad. Su misma divinidad, por así decirlo, les habría otorgado El" (1,28). Expresa las mismas dudas en otro pasaje, donde rechaza la idea de que las divinidades paganas hayan sido engendradas y que hayan nacido: "Nosotros, por el contrario, sostenemos que, si son verdaderamente dioses y tienen la autoridad, el poder y dignidad propios de ese título, o son ingénitos — porque esto es lo que nuestra reverencia nos obliga a creer —, o, si tienen principio por generación, solamente el Dios supremo sabe cómo los ha hecho o cuánto tiempo ha transcurrido desde que existen, porque los hizo participantes de la eternidad de su propia divinidad" (7,35). A la objeción pagana de que los cristianos no adoran a los dioses responde diciendo que ellos reciben homenaje en común con el Dios Supremo:

A nosotros nos basta adorar a Dios, a la Divinidad Primera, al Padre de todas las cosas y Señor, al que establece y gobierna todas las cosas. En El adoramos todo lo que deba ser adorado.

Así como en un reino terreno no estamos obligados por necesidad a reverenciar por su nombre a los que, junto con los soberanos, forman la familia real, sino que todo el honor que se debe a ellos se contiene en el homenaje prestado a los mismos reyes, así también, de una manera enteramente semejante, estos dioses, cualesquiera que sean los que vosotros decís que nosotros debernos adorar, si son de la familia real y descienden del príncipe, aunque no los adoremos explícitamente, ya se entiende que son homenajeados en común con su rey y se les incluye en los actos de veneración a él prestados (3,33).

En estos pasajes queda en duda si el autor expresa su opinión personal o sólo hace una concesión a sus adversarios para sus fines dialécticos. Como corolario de la "indiferencia" divina — tesis de Arnobio que hemos examinado más arriba — niega la creación del alma. Dada su debilidad, inconstancia y malicia, no es posible que Dios sea su autor: "Descartemos esta idea odiosa, a saber, que el Dios todopoderoso, el Sembrador y el Fundador de las cosas grandes e invisibles, el Creador, sea el que engendra almas tan inconstantes, almas que carecen de seriedad, de carácter y de firmeza, prontas a hundirse en el vicio y caer en toda clase de pecados, y que, sabiendo lo que eran y de qué condición, les ordena entrar en los cuerpos" (2,45). Dice que es un "cuento" (fama) la idea de que "las almas son hijas del Señor y descienden del Supremo Poder" (2,37). Sostiene, por creer que es la doctrina auténtica de Cristo, que las almas son obra de algún ser inferior.

Escucha y apréndelo del que lo sabe y lo ha predicado a todo el mundo — de Cristo —, esto es, que las almas no son hijas del Rey Supremo, y que, aunque se diga que El las ha engendrado, no han dicho la verdad sobre sí mismas ni han hablado de sí en términos de su origen esencial. Tienen algún otro creador, inferior al Ser Supremo en dignidad y poder, aunque pertenezca a su corte y esté ennoblecido por la gloria del rango elevado que ocupa (2,36).

Arnobio rechaza implícitamente la creencia bíblica en la creación y adopta como doctrina de Cristo el mito del Timeo de Platón. El único elemento positivo que afirma de la esencia del espíritu humano es el de su medietas, de su carácter intermediario, que también atribuye a Cristo: "(Las almas) son de carácter intermediario, como sabemos por la enseñanza de Cristo. Pueden perecer, si no llegan al conocimiento de Dios; pero también pueden ser restituidas de muerte a vida, si han hecho caso de sus amonestaciones y gracias, y su ignorancia se ha disipado" (2,14). En otras palabras, el alma, por naturaleza, no está dotada de vida eterna, pero puede obtenerla por medio del conocimiento del verdadero Dios. Posee, pues, una inmortalidad condicional:

La naturaleza de las almas es una cuestión controvertida. Algunos dicen que es mortal y no puede participar de la substancia divina, mas otros afirman que es inmortal y que no es posible que degenere en una mortal. Esta división (de opiniones) es consecuencia del carácter neutral de las almas; por una parte, hay argumentos preparados para probar que están sujetas al sufrimiento y a la muerte; pero hay también otros que prueban que son divinas e inmortales.

Así, pues, hemos aprendido de las más altas autoridades que las almas han sido colocadas no lejos de las abiertas fauces de la muerte, pero que, al mismo tiempo, pueden adquirir una longevidad (longaeva fieri) por el don y favor del Rey Supremo, si hacen lo posible para conocer, puesto que la ciencia de Dios es una especie de levadura de vida y como goma que une elementos que de otra suerte no tienen cohesión entre sí (2,31-2).

Es probable que tengamos aquí el motivo de su conversión, el miedo de la muerte eterna y el deseo de la inmortalidad. Dice él mismo: "Por razón de esos temores nos hemos sometido y entregado a Dios como a nuestro Libertador" (2,32); y pregunta: "Puesto que el temor de la muerte, o sea de la destrucción de nuestras almas, nos persigue, ¿no es verdad que obramos movidos por el instinto de lo que es bueno para nosotros..., abrazando al que nos promete liberarnos de semejante peligro? (2,33).

 

Lactancio.

A Arnobio le suplantó su discípulo Lucio Celio Firmiano Lactancio. Sepan Jerónimo (De vir. ill. 80), África fue la cuna de su formación retórica y vio el nacimiento de su primera obra, hoy perdida, el Banquete (Symposium), que "escribió siendo aún joven." Abandonó su provincia natal cuando Diocleciano (284-304) le llamó, junto con el gramático Flavio, a Nicomedia de Bitinia, la nueva capital del Oriente, para que enseñara retórica latina (Div. inst. 5,2,2). No tuvo, empero, gran éxito, pues Jerónimo (De vir. ill. 80) vuelve a informarnos que "por no tener discípulos, pues era un ciudad griega, se dedicó a escribir." El año 303 seguía todavía de profesor allí, cuando la persecución le obligó a renunciar a su cátedra, pues se había convertido al cristianismo. Dejó Bitinia entre los años 305 y 306. Hacia el 317, el emperador Constantino llamó al anciano maestro, que había caído en la miseria, a Tréveris, en las Galias, para que fuera el tutor de su hijo mayor, Crispo. No conocemos la fecha de su muerte.

 

1. Sus Escritos.

Los humanistas han llamado a Lactancio el Cicerón cristiano. Es, en efecto, el escritor más elegante de su tiempo. Se puso deliberadamente a imitar al gran orador romano y se le acerca mucho en la perfección del estilo, como lo reconocía ya el mismo Jerónimo (Epist. 58,10). Estaba convencido de que para abrir al cristianismo el acceso a la alta cultura había que presentarlo de una manera elegante y atrayente.

Por desgracia, la calidad de su pensamiento no corresponde a la excelencia de su expresión. La mayor parte de su producción es obra de compilador. Es poco profundo y superficial. La cultura filosófica de que se gloría la debe casi por entero a Cicerón. Su conocimiento de los autores griegos, tanto paganos como cristianos, es pobre, y su educación teológica, insuficiente. Lector asiduo, especialmente de los clásicos latinos, tenía el don de asimilar las ideas de los demás y de presentarlas en forma brillante y clara. A esto se debe que sus escritos se conserven en gran número de manuscritos, algunos de ellos muy antiguos. Ya en el siglo XV se hicieron catorce ediciones de sus obras completas.

 

1. Sobre la obra de Dios (De opificio Dei).

El De opificio Dei es la más antigua de las obras de Lactancio que poseemos. La dedicó a Demetriano, antiguo alumno suyo y cristiano de buena posición económica. Se advierte ya en ella la gran diferencia que separa a Lactancio de su maestro Arnobio. Pues mientras éste sostiene que el alma en la carne está en una cárcel (2,45), "la corteza de esta carne mezquina" (2,76), y niega que sea creación de Dios o inmortal por naturaleza, aquél, por el contrario, admira en el cuerpo humano una maravilla de orden y de belleza, cuyo autor no puede ser sino la Perfección infinita y está bajo su especial cuidado y providencia.

La introducción (2-4) opone a la persona a las bestias, y concluye diciendo que Dios, en vez de armar al hombre con la fuerza física de las bestias, lo ha dotado de razón, haciéndolo así muy superior a ellas. "Nuestro creador y Padre, Dios, ha dado al hombre el sentimiento y la razón, para que así sea evidente que descendemos de El, puesto que El en sí mismo es inteligencia, percepción y razón... No ha puesto la protección del hombre en el cuerpo, sino en el alma: habría sido superfluo, después de haberle dado lo que es de un valor muy superior, cubrirlo con defensas corporales, que habrían perjudicado a la belleza del cuerpo humano. Por esta razón me maravillo de la estupidez de los filósofos que siguen a Epicuro, que denigran las obras de la naturaleza, para demostrar que el mundo no está dispuesto ni regido por providencia alguna" (2). Para confundir a estos teorizantes y demostrar la providencia divina de una manera más brillante todavía, empieza con un tratado de anatomía y fisiología. Sigue luego (16-19) una psicología, más bien reducida. El último capítulo (20) promete una exposición más completa de la verdadera doctrina contra los filósofos que alteran peligrosamente la verdad. Se refiere aquí a las Divinae institutiones.

La obra carece de ideas netamente cristianas y tiene un carácter puramente racional. El mismo autor manifiesta que su intención era seguir el libro cuarto del De república de Cicerón, tratando más a fondo el mismo tema. Sus fuentes principales son Cicerón y Varrón. Parece que fue compuesto hacia fines de 303 o a principios de 304, como lo indican varias alusiones a la persecución de Diocleciano (1,1; 1.7; 20,1).

 

2. Las instituciones divinas (Divinae institutiones).

Las Instituciones divinas, en siete libros, son la obra principal de Lactancio. A pesar de todas sus imperfecciones, representa el primer intento de una suma del pensamiento cristiano en latín. Tiene un doble objetivo: demostrar la falsedad de la religión y especulación paganas y exponer la verdadera doctrina y la verdadera religión. El título de la obra está tomado de los manuales de jurisprudencia, las Instituciones iuris civilis (1,1,12). Respondiendo en particular a dos recientes ataques de tipo filosófico, uno de los cuales procedía de Hierocles, gobernador de Bitinia e instigador de la persecución de Diocleciano (5,2-4; De mort. pers. 16,4), Lactancio tiene la pretensión de refutar de una vez a todos los adversarios del cristianismo pasados y futuros, "para derrocar de un solo golpe y definitivamente todo lo que produce o ha producido, donde sea, el mismo efecto... y privar a los escritores futuros de toda posibilidad de escribir y replicar" (5,4,1). El primer libro, que lleva el título "El falso culto de los dioses," y el segundo, "El origen del error," refutan el politeísmo, fuente primaria del error. El autor demuestra que aquellos a quienes los griegos y romanos adoraban fueron antes simples mortales y sólo más tarde recibieron su apoteosis. El mismo concepto de divinidad exige que haya un solo Dios. El tercer libro, "La falsa sabiduría de los filósofos," señala a la filosofía como la segunda fuente de errores. Hay tantas contradicciones en los diferentes sistemas a propósito de cuestiones esenciales de la vida humana, que ya nada conserva ningún valor. La verdadera ciencia sólo se da por revelación. Partiendo de la base, el libro cuarto, cuyo título es "Sabiduría y religión verdaderas," pasa a demostrar que Cristo, el Hijo de Dios, ha comunicado a los hombres la verdadera ciencia, es decir, la verdadera noción de la divinidad. Sabiduría y religión son inseparables, y, por consiguiente, el Salvador es también la fuente infalible de nuestra religión. Los profetas del Antiguo Testamento, los oráculos sibilinos y Hermes Trismegisto dan testimonio de su filiación divina. Defiende su encarnación y su crucifixión contra los argumentos de los incrédulos. El libro quinto trata de la "Justicia," esta virtud que es tan importante para la vida de la sociedad. Desterrada por la idolatría, volvió la Justicia cuando Jesús descendió del cielo. Se funda en la piedad y consiste en el conocimiento y adoración del verdadero Dios. Se fundamenta esencialmente en la equidad, virtud que considera a todos los hombres como iguales: "Dios, que produce al hombre y le da la vida, quiso que todos los hombres fueran iguales, a saber, igualmente dotados. A todos impuso la misma condición de vida; ha creado a todos para la sabiduría; ha prometido a todos la inmortalidad; nadie queda excluido de sus beneficios celestiales. Porque, así como El distribuye a todos por igual su única luz, hace que manen sus fuentes para todos, les suministra aliento, y les concede el agradabilísimo descanso del sueño; así también otorga a todos equidad y virtud. A sus ojos, no hay esclavos ni señores; porque, si todos tenemos el mismo Padre, con el mismo derecho todos somos sus hijos" (5,15). El libro sexto, "Verdadera religión," continúa el mismo tenia, demostrando que la religión para con Dios y la misericordia para con los hombres son las exigencias de la justicia y la verdadera religión. "La primera función de la justicia es unirnos con nuestro hacedor; la segunda, unirnos con nuestros semejantes. La primera se llama religión; la segunda, compasión y bondad (humanitas); ésta es la virtud propia del justo y de los adoradores de Dios" (6,10). Los libros quinto y sexto son los mejores de toda la obra, tanto por su contenido como por su estilo. El último, el séptimo, "Sobre la vida bienaventurada," presenta una especie de escatología milenarista, con una detallada descripción del premio que recibirán los adoradores del único Dios, la destrucción del mundo, la venida de Cristo para juzgar y condenar a los culpables.

Las Divinae institutiones las empezó a componer hacia el 304, poco después del De opificio Dei, al cual remite el autor 2,10,15) como a una obra escrita recientemente. El libro sexto debió de tenerlo redactado antes del edicto de tolerancia de Galerio el 311. La dedicatoria a Constantino en el libro séptimo supone que el edicto de Milán había quedado atrás. En un grupo más bien restringido de manuscritos hay una serie de adiciones al texto. Algunas contienen ideas dualistas, otras tienen carácter de panegíricos. Las primeras (2,8,6; 7,5,27) tratan del origen del mal y sostienen que Dios quiso y creó el mal. De opificio Dei 19,8 viene a ser una variante de la misma tendencia. Las segundas van dirigidas al emperador Constantino (1,1,12; 7,27,2; 2,1,2; 3,1,1; 4,1,1; 5,1,1; 6,3,1). Al Parecer, todos estos pasajes son obra del mismo Lactancio; las variantes dualistas habrían sido eliminadas más tarde por ser contrarias a la fe, y las que ofrecen un carácter de panegírico, como superfluas. Esta solución parece ser más acertada que la de Brandt, que veía en estos pasajes interpolaciones posteriores.

Como primera exposición sistemática de la doctrina cristiana en lengua latina, las Instituciones divinas son muy inferiores a su equivalente griego, el De principiis de Orígenes (cf. p.358ss). Les falta vigor en la demostración teológica y profundidad metafísica. Por lo que se refiere a sus fuentes, abundan en la obra las citas de autores clásicos, especialmente de Cicerón y Virgilio. El autor utiliza también los oráculos sibilinos y el Corpus Hermeticum. En cambio, raramente cita la Biblia. Toma del Ad Quirinum (cf. p.638s) de Cipriano la mayor parte de los textos escriturísticos que aduce. Cuando habla de los primeros defensores de la religión cristiana (5,1), menciona "como conocidos" a Minucio Félix, Tertuliano y Cipriano, sin hacer la menor alusión a los autores griegos cristianos. Sorprende que tampoco Arnobio figure entre sus predecesores, siendo así que fue su maestro. Quizá se explique esta anomalía porque, viviendo lejos de África, en Nicomedia de Bitinia, tal vez no se enteró de la obra Adversus nationes de su maestro.

 

3. El Epítome.

Al final de las Instituciones divinas, a manera de apéndice, existe en muchos manuscritos un Epítome, que compuso Lactancio para un tal "hermano Pentadio." A juzgar por su contenido, no es un extracto de la obra principal, sino una reedición abreviada. No hay sólo omisiones, sino también adiciones, cambios y correcciones. Tiene, pues, cierto valor independiente. Lactancio debió de escribirlo después del 314. El texto completo no se descubrió hasta principios del siglo XVIII, en un manuscrito del siglo VII de Turín (Cod. Taurinensis I b VI 28). Las demás copias contienen solamente una versión mutilada, a la que San Jerónimo (De vir. ill. 80) dio el nombre de "el libro sin cabeza"

 

4. La cólera de Dios (De ira Dei).

Los epicúreos imaginaban a Dios enteramente inmóvil. Su felicidad exige que permanezca indiferente al mundo, sin cólera ni bondad, porque estas emociones son incompatibles con su naturaleza. Arnobio compartía este punto de vista, como hemos visto (p.662). Lactancio dedica un libro entero a refutarla, De ira Dei, escrito el año 313 ó el 314. Esta teoría, según él, implica una negación de la divina Providencia y hasta de la existencia de Dios. Porque, si Dios existe, no puede ser inactivo, y "¿cuál puede ser esta acción de Dios sino la administración del mundo?"(17,4). Tampoco se puede aceptar la noción estoica de Dios, que atribuye a Dios la bondad, pero le rehúsa la ira. Si Dios no se indigna, no puede haber providencia, puesto que el cuidado que Dios tiene de los seres humanos exige que se enoje contra los que hacen el mal. "En las cosas contrarias es necesario que uno se mueva hacia las dos partes o hacia ninguna. Así, si se ama a los que obran el bien, se odiará a los que hacen el mal, porque el amor del bien lleva consigo el odio del mal... Estas cosas están ligadas la una con la otra por naturaleza; no pueden existir la una sin la otra" (5,9). Si se quita en Dios el amor y la cólera, se elimina también la religión, ya que desaparece todo temor saludable. De esa manera, lo que constituye la mayor dignidad la persona, el objetivo mismo de su vida, queda destruido. En varias ocasiones el autor remite a las Divinae institutiones (2,4,6; 11,2). Dedicó la obra a un tal Donato.

 

5. La muerte de los perseguidores (De mortibus persecutorum).

El tratado Sobre la muerte de los perseguidores describe los terribles efectos de la cólera divina y el castigo de los perseguidores. Escrito después de concedida la paz a la Iglesia, trata de probar que todos sus opresores murieron de muerte horrible. Como Licinio figura con Constantino como protector de la fe, el tratado tiene que ser anterior al ataque que lanzó aquél contra la Iglesia, lo más tarde antes del año 321. Por otra parte, conocemos el terminus post quem porque en la obra se dice que habían muerto ya Maximino Daia (313) y Diocleciano (hacia el 316).

La introducción trata del origen del cristianismo y de la suerte de Nerón, Domiciano, Decio, Valeriano y Aureliano (2-6). El autor pasa luego a las persecuciones de su tiempo y describe con mucho colorido a Diocleciano, Maximiano, Galeno, Severo y Maximino, sus crímenes contra las iglesias y su ruina, hasta la victoria de Licinio el 313. La obra está dedicada a Donato, que había ofrecido a la humanidad el ejemplo de una magnanimidad invencible" durante las pruebas (16,35), y todo el tratado respira alegría por la victoria de Cristo y por el aniquilamiento de sus enemigos:

Ahora ya, aniquilados todos los adversarios, restablecida la paz por toda la tierra, la hasta hace poco perseguida Iglesia de nuevo se levanta, y con mayor honra es edificado, por la misericordia del Señor, el templo de Dios... Ahora, después que paso la tormenta, se alumbra el aire sereno y la deseada luz; ahora, aplacado Dios con las plegarias de sus siervos, ha levantado con su auxilio celestial a los postrados y afligidos; ahora es cuando ha enjugado las lágrimas de los atribulados, al poner fin a la confabulación de los impíos. Los que se habían empeñado en contender con Dios yacen derribados; los que habían destruido su santo templo cayeron ellos con mayor estrépito: los que habían martirizado a los justos, con castigos del cielo y con tormentos apropiados hubieron de entregar sus almas malvadas. Un poco tarde, es cierto, pero al fin con severidad y como era de justicia. Había ido dando largas Dios al castigo de los tales, para hacer con ellos grandes y admirables escarmientos, con los cuales los venideros aprendiesen que no hay más que un solo Dios, el mal es a la vez juez que sabe aplicar castigo a los impíos y perseguidores (1. Trad. S. Aliseda 20-21).

A pesar de algunas exageraciones, esta obra sigue siendo una fuente muy importante sobre la persecución de Diocleciano. El autor escribe como testimonio ocular y transmite información de primera mano. Se ha puesto en tela de juicio la autenticidad de este escrito, pero no parece que haya nada, ni en la materia, ni en la forma, ni en las circunstancias históricas, que impida atribuirla a Lactancio. El argumento más fuerte en su favor es el testimonio de San Jerónimo (De vir. ill 80). El texto se ha conservado en un solo manuscrito del siglo XI, el Codex Paris. 2627 (ol. Colbertinus 1297).

 

6. Sobre el ave Fénix (De ave Phoenice).

El poema De ave Phoenice relata en 85 dísticos la conocida fábula del ave fénix. Esta historia la encontramos por vez primera en Herodoto (11,73). Clemente Romano (25, cf. p.55) es el primer autor cristiano que la presenta como un símbolo de la resurrección. Vuelve a aparecer, con el mismo significado, en Tertuliano, De resurrectione carnis 13, en escritores posteriores y en el arte paleocristiano. Según el De ave Phoenice, hay un país maravilloso en el lejano Oriente, donde se abre la gran puerta del cielo y donde el sol brilla con luz de primavera. Se levanta por encima de las más altas montañas. Hay allí plantado un bosque de eterno verdor. No tienen allí acceso ni las enfermedades, ni la vejez, ni la muerte cruel, ni los horrendos crímenes. Allí no caben el miedo ni el pesar. Hay en medio un manantial que se llama "la fuente viva." Un árbol maravilloso da frutos sazonados que no caen al suelo. En este bosquecillo no habita más que una sola ave, el fénix, único y eterno. Cuando, al primer despertar, la mañana color de azafrán empieza a tomar el color de la púrpura, el ave se posa en lo más alto del maravilloso árbol, y empieza a lanzar las notas de un himno sagrado, saludando con voz magnífica el nuevo día y por tres veces adora la cabeza inflamada del sol agitando sus alas. Mas, cuando ha vivido mil años, siente el deseo de renacer. Abandona entonces el recinto sagrado y viene a este mundo, donde reina la muerte. Se dirige en vuelo rápido a la Siria (Fenicia). Elige una alta palmera, cuya copa lame los cielos, que recibe del ave el bello nombre de phoenix. Allí construye un nido, o mejor, una tumba, porque muere para poder volver a la vida. Encomienda su alma (animam commendat v.93) y se disuelve en fuego. De las cenizas del animal dícese que sale un animal sin extremidades, un gusano de color de leche, que se transforma en capullo. De éste sale un nuevo fénix como una mariposa y emprende el vuelo para volver a su país natal. Lleva todo lo que queda de su antiguo cuerpo al altar del sol, en Heliópolis, en Egipto, y se ofrece a la admiración de los espectadores. La multitud jubilosa de Egipto saluda a esta ave maravillosa. Luego se vuelve a su país del Oriente. El poema termina con esta alabanza. "¡Oh ave de tan dichoso destino, a quien Dios ha concedido el poder de renacer de sí misma!..., su único placer es morir: para poder renacer, desea primero morir..., habiendo conseguido la vida eterna con el beneficio de la muerte" (165-170).

Aunque detrás de esta historia se esconde un viejo mito, en este poema se encuentran numerosos indicios de origen cristiano. Todo el simbolismo se relaciona con Cristo, que viene del Oriente, esto es, del paraíso, al país donde reina la muerte, y aquí muere; pero, luego de resucitado, vuelve a su patria, as palabras animam commendat recuerdan la frase de Jesús: In manas tuas commendo spiritum meum (Lc. 23,46). Así, pues, el ave fénix es el símbolo del Salvador resucitado y glorificado. La idea de la muerte como un renacimiento y principio de una nueva vida es muy común en el cristianismo primitivo (cf. p.55). Gregorio dé Tours (De cursu stell. 12) atribuye este poema a Lactancio y ve en el ave fénix un símbolo de la resurrección. No todos están de acuerdo con esta opinión, y algunos creen que la obra es de origen pagano. Las semejanzas de pensamiento, lenguaje y estilo que hay entre este poema y las obras auténticas de Lactancio hablan en favor de la paternidad de Lactancio.

 

II. Obras Perdidas.

1. Del Symposium o Banquete, primera obra que escribió Lactancio, ya hemos hablado más arriba (p.666). .

2. El Hodoeporicum e Itinerario, mencionado por Jerónimo (De vir. ill. 80), es una descripción en hexámetros de su viaje de África a Nicomedia.

3. Jerónimo habla en el mismo lugar de un tratado Grammaticus, del que no se sabe nada más.

4. El mismo habla también de dos libros A Asclepiades, cuatro libros de Cartas a Probo, dos libros de Cartas a Severo y dos libros de Cartas a su discípulo Demetriano. Este es el discípulo a quien dedicó su De opificio Dei.

5. Un manuscrito de Milán (Codex Ambrosianus F 60 sup. saec. VIII-IX) contiene un pequeño fragmento con esta nota marginal: Lactantius de motibus animi. Consiste en unas pocas líneas; trata de los afectos del alma y explica su origen. Estos afectos han sido implantados por Dios para ayudar a la persona en el ejercicio de la virtud. Si se conservan dentro de ciertos límites, conducen a la justicia y a la vida eterna; de lo contrario, al vicio y a la perdición eterna. Tanto la forma como el contenido hacen probable que el fragmento sea realmente de Lactancio.

Algunos manuscritos le atribuyen los poemas De resurrectione y De pascha. Pero en los manuscritos más antiguos aparecen como obras de Venancio Fortunato. Tampoco es de Lactancio el poema De passione Domini.

 

III. Ideas Teológica.

Aunque Lactancio fue el primer escritor latino que intentó una exposición sistemática de la fe cristiana, no es un teólogo auténtico. Para serlo le faltaban ciencia y capacidad. Incluso en su obra principal, las Instituciones divinas, presenta el cristianismo simplemente como una especie de moral popular. Exalta con entusiasmo, es verdad, el martirio, el amor de Dios y del prójimo, las virtudes de humildad y castidad, pero apenas menciona el don sobrenatural de la gracia, que hace al ser humano capaz de vivir según este ideal. Habla de la transformación llevada a cabo por la nueva fe, pero sin prestar la suficiente atención a la redención de la humanidad por el divino Salvador. Sus postulados morales se fundamentan más en la filosofía que en la religión. Estaba, sin duda, profundamente convencido de la absoluta superioridad de la fe, pero es más hábil demoliendo el paganismo con tu crítica que presentando el cristianismo en forma positiva. Jerónimo se dio perfecta cuenta de esto cuando exclamó: Utinam tam nostra confirmare potuisset quam facile aliena destruxit (Epist. 58,10), Si hay un pensamiento central que inspira toda la obra, es la idea de la divina Providencia, pues a ella vuelve incesantemente.

 

1. El dualismo.

Ya hemos hablado de los pasajes dualistas que figuran en ciertos manuscritos, y se omiten en otros. No hay necesidad de recurrir a ellos para probar el dualismo de Lactancio. Según él, antes de la creación del mundo, Dios produjo un Espíritu, su Hijo, semejante a El, a quien dotó de todas las perfecciones divinas. Luego engendró un segundo ser, bueno en sí mismo, pero que no permaneció fiel a su origen divino. Tuvo envidia del Hijo, y deliberadamente pasó del bien al mal y recibió el nombre de diablo (Div. inst. 2,8). Se convirtió en la fuente del mal y en el principal enemigo de Dios, una especie de antidiós (antitheus 2,9,13). En consecuencia, Lactancio habla de dos principios (duo principia 6,6,3). La enemistad entre ambos encontró su expresión en el universo en el momento de su creación. Efectivamente, en el universo existen dos elementos opuestos, el cielo y la tierra. Aquél es la mansión de Dios, el lugar de la luz; ésta, la morada del ser humano, el lugar de las tinieblas y de la muerte. Se sorteó también la misma tierra. A Dios le correspondieron el oriente y el sur; el occidente y el norte, al espíritu maligno (Div. inst. 2,9,5-10). En este mundo Dios colocó al hombre, que es en sí mismo imagen del cosmos, porque está compuesto de alma y cuerpo, de elementos hostiles entre ellos y que se hacen guerra constantemente. El alma viene del cielo y pertenece a Dios; el cuerpo ha salido de la tierra y pertenece al demonio (Div. inst. 2,12, 10). En el alma mora el bien; en el cuerpo, el mal (De ira Dei 16,3). Según que en el conflicto de esta vida triunfe el espíritu o la carne, el bien o el mal, el hombre recibirá un premio eterno o un castigo eterno (Div. inst. 2,12,7). En este dualismo, que parece derivar del estoicismo, en esta enemistad entre el diablo y Dios, Lactancio ve el origen de toda moralidad y de todo pecado. Dios, con su omnipotencia, podría eliminar a los malos, pero no quiere hacerlo. "Con la mayor prudencia, Dios colocó en el mal la causa material de la virtud" (Epítome 24). El fue quien quiso que existiera esta gran distinción entre el bien y el mal, a fin de que por el mal se conociera y comprendiera la naturaleza del bien (Div. inst. 5, 7,5). Así como no puede haber luz sin tinieblas, ni guerra sin enemigos, así tampoco puede haber virtud si no existe el vicio (Div. inst. 3,29,16). El vicio es un mal porque se opone a la virtud, y la virtud es buena porque combate al vicio. Luego el vicio y la virtud son necesarios el uno para el otro. Excluir el vicio sería eliminar la virtud (Epítome 24).

 

2. El Espíritu Santo.

Puesto que el segundo ser engendrado por Dios Padre se convirtió en el principal enemigo de Dios, la cuestión está en saber qué lugar ocupa el Espíritu Santo en la teología de Lactancio. Jerónimo (Epist. 84,7; Comm. in Gal. ad 4,6) afirma que negaba, especialmente en los dos libros de Cartas a Demetriano, hoy desaparecidos, la existencia de una tercera persona de la Trinidad o de la persona divina del Espíritu Santo, identificándolo unas veces con el Padre, otras con el Hijo.

 

3. La creación y la inmortalidad del alma.

Lactancio no comparte la opinión de su maestro Arnobio, que atribuía la obra de la creación a las potencias subordinadas. Cree, por el contrario, que "el mismo Dios que hizo el mundo, creó también al hombre desde el principio" (Div. inst. 2,5,31). Dios en persona hizo con sus manos el espíritu y la carne, infundiendo el uno en la otra, de manera que el producto es obra enteramente suya (Div. inst. 2,11,19; ipse an-mam qua spiramus infundit). Lactancio rechaza todo traducianismo, ya que en la generación del alma no tiene parte el padre ni la madre, ni ambos juntos.

El cuerpo puede provenir de los cuerpos, puesto que ambos contribuyen en algo; pero el alma no puede provenir de otras almas, porque nada puede salir de un ser sutil e inaprehensible. Por consiguiente, el alma es obra de Dios... Los seres mortales no pueden engendrar sino una naturaleza mortal. ¿Cómo se puede considerar padre al que no se da cuenta absolutamente que transmite o insufla un alma de su propio ser? ¿O quién, sabiéndolo, no percibió en su inteligencia el momento o la manera de producirse eso? Es, por lo tanto, evidente que no son los padres los que dan el alma, sino el único y mismo Dios, Padre de todas las cosas. Sólo El posee el principio y el modo de su nacimiento, porque El solo es el autor (De opif. 19,1ss).

Lactancio, pues, profesa el creacionismo. En cuanto al momento exacto, escribe: "No es introducida en el cuerpo después del nacimiento, como creen algunos filósofos, sino inmediatamente después de la concepción, cuando la necesidad divina ha formado la prole en el seno" (De opif. 17,7).

También difiere de Arnobio en su manera de concebir la inmortalidad. Mientras el profesor enseñaba que el alma no está dotada de inmortalidad, pero que puede adquirirla mediante una vida cristiana, Lactancio dice explícitamente que posee esta cualidad por naturaleza. Así como Dios vive siempre, así también hizo el espíritu del ser humano (Div. inst. 3,9,7). Otro testimonio de esta sentencia del autor es su creencia de que los malvados no serán aniquilados, sino sometidos al castigo eterno (Div. ins. 2,12,7-9). "Puesto que la sabiduría, que es concedida a la persona humana, no es otra cosa que el conocimiento de Dios, es evidente que el alma ni muere ni es aniquilada, sino que permanece por siempre, porque busca y ama a Dios, que es eterno" (Div. inst. 7,9,12). El nombre es, pues, eterno por naturaleza. Pero no goza de la perfección de este don en sus efectos y destinación, a no ser que por la práctica sincera de la verdadera religión alcance el cielo y una vida de infinita felicidad con Dios.

 

4. Escatología.

Los capítulos 14-26 del libro séptimo de las Instituciones divinas contienen una escatología de sabor marcadamente milenarista:

Puesto que todas las obras de Dios fueron terminadas en seis días, el mundo tiene que durar en su presente estado seis edades, o sea, seis mil años. En efecto, el gran día de Dios está limitado por un círculo de mil años, como lo indica el profeta cuando dice (Ps. 89,4): "Ante Ti, Señor, mil años son como un día." Y así como Dios trabajó durante seis días para crear obras de tanta grandeza, así también su religión y su verdad tienen que trabajar durante seis mil años, mientras prevalece y manda la maldad. En fin, del mismo modo que Dios, después de haber terminado su obra, descansó en el día séptimo y lo bendijo, así también, al final de seis mil años, toda maldad será extirpada de la tierra, y reinará la justicia durante mil años; entonces habrá tranquilidad y descanso de todas las fatigas que el mundo habrá tenido que sufrir por tanto tiempo (7,14).

Lactancio cree que sólo faltan doscientos años para llegar a los seis mil. Entonces "el Hijo del Dios altísimo y todopoderoso vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos... Cuando hubiere destruido la iniquidad, realizado su gran juicio y resucitado a los justos, que han vivido desde el principio, hará alianza con los hombres para mil años y les impondrá las leyes más justas... En ese momento el príncipe de los demonios, que es el instigador de todos los males, será también atado con cadenas y encarcelado para mil años de gobierno celestial, durante los cuales la justicia reinará en el mundo, para que no pueda urdir ningún mal contra el pueblo de Dios. Cuando llegue Dios, los justos serán reunidos de toda la tierra, y, terminado el juicio, la ciudad santa será plantada en medio de la tierra. La habitará el mismo Dios, que la ha construido, en compañía de los justos, imponiendo su ley... El sol será siete veces más brillante que ahora; la tierra abrirá el secreto de su fecundidad y producirá espontáneamente frutos abundantísimos; las montanas y rocas chorrearán miel; por los arroyos correrá vino, y por los ríos, leche; en fin, todo el mundo se regocijará, toda la naturaleza exultará, por haber sido redimida y librada del imperio del mal, de la impiedad, del pecado y del error" (7,24). Antes de terminarse los mil años, soltarán al demonio, quien reunirá a todas las naciones paganas para librar la batalla contra la ciudad santa. La rodeará y sitiará. "Entonces la cólera final de Dios se abatirá sobre las naciones, y las destruirá completamente" (7,26). El mundo desaparecerá en medio de una gran conflagración. El pueblo de Dios permanecerá oculto en las cuevas de la tierra durante los tres días que durará la destrucción, hasta que se apague la ira de Dios contra las naciones y tenga fin el último juicio. "Entonces los justos saldrán de sus escondrijos, y encontrarán toda la superficie de la tierra cubierta de cadáveres y huesos... Mas, cuando se hayan acabado los mil años, el mundo será renovado por Dios, y los cielos serán enrollados sobre sí mismos, y Dios transformará a los hombres a semejanza de los ángeles... En ese momento se producirá la segunda resurrección de todos los hombres, que debe ser pública; los malvados resucitarán para el castigo eterno" (7,26).