DIVINO AFFLANTE SPIRITU
 

Carta encíclica
de S.S. Pío XII
sobre los estudios de las
Sagradas Escrituras

 

Inspirados por el divino Espíritu, escribieron los escritores sagrados los libros que Dios, en su amor paternal hacia el género humano, quiso dar a éste para enseñar, para argüir, para corregir, para instruir en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté pertrechado para toda obra buena[1].

Nada, pues, de admirar si la Santa Iglesia ha guardado con suma solicitud un tal tesoro -a ella venido del cielo y que ella tiene por fuente preciosísima y norma divina del dogma y de la moral-; como lo recibió incontaminado de mano de los Apóstoles, así lo conservó con todo cuidado, lo defendió de toda falsa y perversa interpretación y con toda diligencia lo empleó en su ministerio de comunicar a las almas la vida sobrenatural.

De todo ello nos ofrecen claro testimonio documentos casi innumerables de todas las épocas. Pero en tiempos recientes, cuando especiales ataques amenazaron al divino origen y a la recta interpretación de los Sagrados Libros, la Iglesia con mayor empeño y diligencia tomó su defensa y protección. Por ello, el Santo Concilio de Trento con un solemne decreto prescribió que se han de tener como sagrados y canónicos los libros enteros con todas sus partes, tales como la Iglesia católica acostumbró a leerlos, y se encuentran en la antigua edición vulgata latina[2]. Y en nuestro tiempo el Concilio Vaticano, para reprobar doctrinas falsas sobre la inspiración, declaró que la razón de que estos libros han de ser tenidos en la Iglesia por sagrados y canónicos, no es porque, después de compuestos únicamente por humana industria, hayan sido posteriormente aprobados por la autoridad de la Iglesia, ni tampoco solamente por el hecho de contener una revelación sin error, sino más bien porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales fueron confiados a la misma Iglesia[3]. Y, sin embargo, algún tiempo después, en oposición a esta solemne definición de la doctrina católica, que para los libros enteros con todas sus partes reivindica una tal autoridad divina, que está inmune de cualquier error, algunos escritores católicos osaron restringir la verdad de las Sagradas Escrituras sólo a las cosas tocantes a la fe y costumbres, mientras todo lo demás, perteneciente al orden físico o al género histórico, lo reputaban como dicho de paso y sin conexión alguna -según ellos- con la fe. Por ello, Nuestro Predecesor, de i. m., León XIII, en su encíclica Providentissimus Deus, del 18 de noviembre de 1893, no sólo reprobó justísimamente estos errores, sino que ordenó los estudios de los Libros Sagrados con prescripciones y normas sapientísimas.

2. Muy justo es, por lo tanto, que se celebre el quincuagésimo aniversario de la publicación de aquella Encíclica, considerada como la Carta Magna de los estudios bíblicos. Por ello, Nos, conforme a la solicitud que desde el principio de Nuestro sumo Pontificado[4] mostramos respeto a los estudios sagrados, hemos juzgado que sería muy conveniente, de una parte, el confirmar e inculcar todo cuanto Nuestro Predecesor sabiamente estableció y lo que sus Sucesores añadieron para reforzar y perfeccionar la obra; y, de otra, enseñar lo que al presente parecen exigir los tiempos, para más y más animar a todos los hijos de la Iglesia, que a estos estudios se dedican, en esta labor tan necesaria como laudable.

I
PARTE

HISTORIA

1) la obra de León XIII
2) la obra de los sucesores de León XIII
3) los Sumos Pontífices y la Sagrada Escritura
4) frutos de acción tan múltiple

1) la obra de León XIII

3. Primera y máxima preocupación de León XIII fue el exponer la doctrina sobre la verdad de los Libros Sagrados y vindicarla de los ataques adversarios. Por ello, con muy graves palabras, declaró que no hay error alguno en que, hablando el hagiógrafo de cosas físicas, siquiera las apariencias sensibles, como dice el Angélico[5], expresándose o a modo de metáfora, o según las frases que en aquellos tiempos se usaban en el lenguaje común, y según todavía se usan aun hoy para muchas cosas en la conversación ordinaria hasta entre los más doctos. De hecho, la intención de los escritores sagrados, o, mejor aún -son palabras de San Agustín[6]- del espíritu de Dios, que por ellos hablaba, no era el enseñar a los hombres tales cosas -es decir, la íntima constitución de las cosas visibles-, que nada habían de servirles para la eterna salvación[7]. Principio, que convendrá aplicar también a las ciencias afines, especialmente a la historia, esto es, refutando de modo semejante las falacias de los adversarios y defendiendo de sus impugnaciones la verdad histórica de la sagrada Escritura[8]. Ni tampoco puede atribuirse error al escritor sagrado, si en algún lugar, al transcribir los códices se les escapó a los copistas algo inexacto, o cuando subsiste duda sobre el sentido preciso de alguna frase. Por último, no es en modo alguno lícito o restringir la inspiración de la Sagrada Escritura a algunas partes tan sólo, o conceder que erró el mismo escritor sagrado, porque la inspiración divina por sí misma no sólo excluye todo error, sino que lo excluye y rechaza tan necesariamente, cuanto es necesario que Dios, Verdad suma, no pueda ser autor de error alguno. Tal es la antigua y constante fe de la Iglesia[9].

4. Esta doctrina, pues, que con tanta gravedad expuso Nuestro Predecesor León XIII, la proponemos Nos e inculcamos con Nuestra autoridad para que todos religiosamente la mantengan. Y queremos que no se ponga menor empeño aun hoy en seguir los consejos y estímulos que él tan sabiamente añadió, conforme a su tiempo. Pues, como surgiesen nuevas y no leves dificultades y cuestiones, ya por los prejuicios del racionalismo que por todas partes cundía, ya principalmente por los antiquísimos monumentos excavados y estudiados en las regiones del Oriente, Nuestro mismo Predecesor, impulsado por la solicitud de su apostólico oficio, y ansioso no sólo de que una tan preclara fuente de la revelación católica se abriera más segura y abundante para utilidad de la grey del Señor, sino también de que no le causara daño alguno, expresó su vivo deseo de que fuesen muchos quienes emprendiesen y con firmeza sostuviesen la defensa de las divinas Escrituras, y que principalmente aquellos a quienes la divina gracia llamara a las sagradas órdenes pusieran cada día más diligencia, como es muy de razón, en leerlas, meditarlas y exponerlas[10].

5. Con tales criterios, el mismo Pontífice, ya antes había alabado y aprobado la Escuela de Estudios Bíblicos, fundada en San Esteban de Jerusalén gracias a la solicitud del Maestro General de la Sagrada Orden de Predicadores, porque de ella, según él mismo dijo, los estudios bíblicos habían recibido grandes ventajas, y aun se esperaban mayores[11]; y después, en el último año de su vida, añadió una nueva disposición, para que estos estudios, tan altamente recomendados en la encíclica Providentissimus Deus, se cultivasen cada día mejor y se promovieran con mayor seguridad. Y así, en la Carta apostólica Vigilantiae, del 30 de octubre de 1902, instituyó un Consejo o -como suele decirse- una Comisión de graves varones que tuvieran como misión propia suya el procurar por todos los medios posibles que las divinas Escrituras sean estudiadas por los nuestros con todo aquel exquisito cuidado que los tiempos exigen, manteniéndose incólumes no sólo de toda mancha de error, sino de toda temeridad en las opiniones[12]; Comisión que también Nos, siguiendo el ejemplo de Nuestros Predecesores, hemos confirmado y aun realzado de hecho, al valernos de ella, como muchas veces antes, y de su ministerio para sujetar a los comentaristas de los Libros Sagrados a aquellas sanas normas de exégesis católica que los Santos Padres y Doctores de la Iglesia y los mismos Sumos Pontífices nos enseñaron[13].

2) la obra de los sucesores de León XIII

6. Muy oportuno parece ahora el recordar con gratitud las principales y más útiles aportaciones de Nuestros Predecesores a dicha finalidad, y que podríamos llamar complemento o fruto de la feliz empresa leoniana. Y, en primer lugar, Pío X, queriendo ofrecer un modo práctico para preparar buen número de maestros, recomendables por la gravedad y la pureza de la doctrina, que en las escuelas católicas interpretaran los Sagrados Libros, instituyó los grados académicos de Licenciado y Doctor en Sagrada Escritura, que deberían ser conferidos por la Comisión Bíblica[14], y luego dio leyes sobre el plan de estudios de la Sagrada Escritura, en los Seminarios, con el fin de que los alumnos seminaristas no sólo tuvieran un profundo conocimiento de la Biblia, de su valor y de su doctrina, sino que pudieran, más tarde, ejercer convenientemente el ministerio de la divina palabra y defender de todo ataque los libros escritos bajo la inspiración de Dios[15]; y, finalmente, para que en la ciudad de Roma hubiera un "centro" de altos estudios bíblicos, que con la mayor eficacia posible promoviese la ciencia de la Biblia y de las materias con ella relacionadas, todo ello según el sentir de la Iglesia católica, fundó -confiándolo a la ínclita Compañía de Jesús- el Pontificio Instituto Bíblico, que quiso estuviera provisto de escuelas superiores y de todos los instrumentos tocantes a la erudición bíblica; y le dio sus propias leyes y estatutos, declarando que con ello realizaba el saludable y fructífero propósito de León XIII[16].

7. A todo ello dio feliz término Nuestro inmediato Predecesor Pío XI, de f. m., al mandar, entre otras cosas, que nadie en los Seminarios enseñase la Sagrada Escritura sin haber legítimamente obtenido grados académicos en la Comisión Bíblica o en el Instituto Bíblico, luego de realizados regularmente sus estudios; y dispuso que estos grados tuviesen los mismos efectos que los legítimamente otorgados en Sagrada Teología o en Derecho Canónico; mandó, además, que a nadie se le confiriese beneficio, al cual canónicamente estuviera aneja la carga de explicar al pueblo la Sagrada Escritura, si, además de los otros requisitos, no había obtenido la licenciatura o el doctorado. Al mismo tiempo, y después de haber exhortado así a los Generales de las Ordenes religiosas como a los Obispos del mundo católico, a que enviaran sus mejores alumnos al Instituto Bíblico, para asistir en él a sus cursos y recibir los grados académicos, realzó dicha exhortación con su munificencia, al señalar generosamente rentas anuales precisamente para dicha finalidad[17].

8. Y el mismo Pontífice, puesto que con el favor y aprobación de Pío X, de f. m., en el año 1907 se había encomendado a los monjes Benedictinos el encargo de hacer investigaciones y estudios que pudieran preparar la edición de la versión latina de la Biblia, que suele llamarse la Vulgata[18], queriendo dar base más sólida y mayor seguridad a esta empresa tan ardua como laboriosa que, si exige largos trabajos y cuantiosos gastos, pone ya de relieve su gran utilidad con los excelentes volúmenes hasta ahora publicados, levantó desde los cimientos el monasterio de San Jerónimo en Roma, dedicado por completo a aquella labor, y lo dotó espléndidamente con su propia biblioteca y con toda clase de medios para la investigación[19].

3) los Sumos Pontífices y la Sagrada Escritura

9. Ni puede pasarse aquí en silencio cómo esos mismos Predecesores Nuestros, cuando se les ofreció ocasión para ello, recomendaron siempre ya el estudio, ya la predicación, ya la piadosa lectura y meditación de las Sagradas Escrituras. Y así, Pío X aprobó cálidamente la Sociedad de San Jerónimo, cuya finalidad es tanto el familiarizar a los fieles cristianos con la tan loable costumbre de leer y meditar los santos Evangelios, como el facilitarles en todo lo posible práctica tan piadosa. Y la exhortaba a que perseverase con entusiasmo en su empresa, por tratarse de cosa utilísima, la que mejor respondía a los tiempos, pues contribuye no poco a desarraigar la opinión de que la Iglesia sea opuesta a la lectura de las Sagradas Escrituras en lengua vulgar o de que ponga impedimento para ello[20]. Más tarde, Benedicto XV, en ocasión del decimoquinto centenario de la muerte del Doctor Máximo en la exposición de las Sagradas Escrituras, luego de inculcar seriamente así los preceptos y ejemplos del mismo Doctor, como los principios y normas dados por León XIII y por sí mismo, y después de otras recomendaciones oportunísimas en esta materia que nunca deberán echarse en olvido, exhortó a todos los hijos de la Iglesia, y sobre todo a los clérigos, a que uniesen la reverencia a la Sagrada Escritura con la piadosa lectura y la asidua meditación de la misma; y advirtió que en sus páginas ha de buscarse el manjar que haga crecer la vida espiritual hacia la perfección, y que la principal utilidad de la Escritura está en emplearla santa y fructuosamente para la predicación de la divina palabra. Y luego alabó de nuevo la obra de la Sociedad de San Jerónimo, consagrada a divulgar, cuanto posible, los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, de suerte que ya no hay familia cristiana que de ellos carezca, y todos se acostumbran a su cotidiana lectura y meditación[21].

4) frutos de acción tan múltiple

10. Y es justo y grato reconocer que no sólo en virtud de estas disposiciones, mandatos y estímulos de Nuestros Predecesores, mas también por la cooperación de todos cuantos diligentemente los secundaron, ya estudiando, ya investigando, ya escribiendo, ya enseñando y predicando, ya también traduciendo y propagando los Sagrados Libros, entre los católicos ha progresado no poco la ciencia y el uso de las Sagradas Escrituras. Son, en verdad, ya muchísimos los cultivadores de la Escritura Santa que han salido y cada día salen de las escuelas superiores de Teología y de Sagrada Escritura, y principalmente de Nuestro Pontificio Instituto Bíblico; los cuales, animados por su ardiente afición a los sagrados volúmenes, la comunican luego con el mismo ardor al clero joven y le transmiten también la doctrina que ellos aprendieron. Y así no pocos de ellos, con sus propios escritos o de varias maneras, han promovido y promueven los estudios bíblicos, ya editando los textos sagrados según las normas de una crítica depurada, ya explicándolos, ilustrándolos y traduciéndolos a las lenguas modernas; ya proponiéndolos a los fieles para su piadosa lectura y meditación; ya, finalmente, cultivando y adquiriendo las disciplinas profanas, en cuanto son útiles para explicar la Sagrada Escritura. Estas y otras obras emprendidas, que cada día se propagan y se consolidan más, como, por ejemplo, las sociedades, los congresos, las semanas de estudios bíblicos, y las bibliotecas, las asociaciones para meditar el Evangelio, nos hacen concebir una firme esperanza de que en adelante irán creciendo cada día más, para mayor provecho de las almas, el respeto, uso y conocimiento de las Sagradas Letras. Pero ello no se logrará sino a condición de que con firmeza, valentía y confianza se ajusten todos al programa de estudios bíblicos prescrito por León XIII, aclarado más amplia y completamente por sus Sucesores y por Nos todavía confirmado y aumentado; programa que es, en realidad, el único seguro y comprobado por la experiencia; y no se desanimen en modo alguno por las dificultades que, como en todo lo humano, tampoco han de faltar en esta obra tan preclara.

II
PARTE DOCTRINAL

1) textos originales
2) interpretación
3) problemas principales
4) cuestiones más difíciles
5) las Sagradas Escrituras en la instrucción de los fieles

11. No hay quien fácilmente no vea cómo se han modificado, en estos cincuenta años, las condiciones de los estudios bíblicos y la de todos cuantos les pueden ser útiles. Pasando por alto otras cosas, cuando Nuestro Predecesor publicó su encíclica Providentissimus Deus, muy pocos eran los lugares de Palestina comenzados a explorar por excavaciones relacionadas con estos estudios, en tanto que ahora las investigaciones de tal género se han multiplicado y se llevan a cabo con métodos más severos que, perfeccionados por el mismo ejercicio, nos ofrecen más copiosos y ciertos resultados.

Cuánta, en verdad, sea la luz que de estas investigaciones brota para entender mejor y más plenamente los Sagrados Libros, lo saben muy bien los peritos y cuantos a tales estudios se consagran. Crece aún la importancia de estas investigaciones por los documentos escritos hallados de cuando en cuanto, que contribuyen mucho al conocimiento de las lenguas, literatura, historia, costumbres y religiones de los más antiguos pueblos. Ni es de menor importancia el hallazgo y la investigación, tan frecuente en nuestro tiempo, de los papiros que tan útiles han sido para conocer las literaturas y las instituciones públicas y privadas, principalmente del tiempo de nuestro Salvador. Además, se han hallado y editado con rigurosa crítica vetustos códices de los Sagrados Libros; se ha investigado más y más plenamente la exégesis de los Santos Padres; y, en fin, se ilustran con innumerables ejemplos los modos de decir, de narrar o de escribir de los antiguos. Todo esto, que no sin especial consejo de la providencia de Dios ha sido concebido a nuestra época, invita y, en cierto modo, amonesta a los intérpretes de las Sagradas Letras para que, valiéndose solícitos de tanta luz, las estudien más a fondo, las expliquen con más precisión y las expongan con mayor claridad. Y si, con gran contento del alma, vemos que los intérpretes han obedecido con el mayor entusiasmo y siguen obedeciendo a esta invitación, no vemos en ello el último ni tampoco el menor de los frutos de la encíclica Providentissimus Deus, en la que Nuestro Predecesor, como presagiando este nuevo florecer de los estudios bíblicos, llamó a los exegetas católicos hacia un trabajo, cuyo camino y método les trazó con sabia intuición. Hacer que el trabajo no sólo permanezca ininterrumpido sino que cada día se vaya perfeccionando más y resulte más fecundo: tal es la finalidad de esta Nuestra Encíclica, con la cual Nos proponemos principalmente demostrar a todos lo que aun resta por hacer y con qué ánimo debe emprender hoy el exegeta católico tan importante y elevado cargo, y dar nuevo estímulo y nuevos ánimos a los obreros que constantemente trabajan en la viña del Señor.

1) textos originales

12. Ya los Padres de la Iglesia, y en primer lugar San Agustín, recomendaron encarecidamente al intérprete católico, deseoso de entender y explicar las Sagradas Escrituras, que estudiara las lenguas antiguas y acudiera a los textos originales[22]. Pero tal era la condición de los estudios, en aquellos tiempos, que no consentían fuesen muchos los familiarizados con la lengua hebrea: y aun éstos, con un conocimiento imperfecto. Y en la Edad Media, cuando más florecía la Teología escolástica, hasta el conocimiento mismo del griego se hallaba, hacía ya tiempo, tan decaído entre los occidentales, que aun los mayores Doctores de aquellos tiempos, al explicar los Sagrados Libros, no podían apoyarse sino tan sólo en la versión latina llamada Vulgata. Por lo contrario, en nuestros tiempos, no sólo la lengua griega, que desde el Renacimiento resucitó en cierto modo a nueva vida, es casi familiar a todos los cultivadores de la antigüedad y de las letras, sino que ya el mismo conocimiento de la hebrea y las otras lenguas orientales se halla ampliamente difundido entre los estudiosos. Es hoy, además, tal la abundancia de medios para aprender estas lenguas, que el intérprete de la Biblia, que por negligencia se cierre la puerta para el conocimiento de los textos originales, no podrá en modo alguno evitar la nota de ligereza y desidia, pues al exegeta le toca como captar con sumo cuidado y veneración aun las más pequeñas cosas que bajo la divina inspiración salieron de la pluma del hagiógrafo, para así penetrar más profunda y plenamente en su pensamiento. Procure, pues, seriamente adquirir una pericia cada día mayor de las lenguas bíblicas, y aun de las demás lenguas orientales, para apoyar su interpretación en todos los subsidios que toda clase de filología supedita. Eso, en verdad, procuró solícitamente San Jerónimo, según eran los conocimientos de su época; y tal fue el ideal de no pocos de los grandes intérpretes de los siglos XVI y XVII, bien que el conocimiento de las lenguas fuese mucho menor que hoy, poniendo en ello un infatigable esfuerzo y logrando frutos no medianos. Con el mismo método, pues, ha de explorarse el mismo texto original, que, como escrito inmediatamente por el mismo autor sagrado, tendrá mayor autoridad y mayor peso que en cualquier versión, ya antigua, ya moderna, por muy buena que fuese; y ello se logrará más fácil y útilmente si al conocimiento de las lenguas se uniere también una sólida pericia en el arte de la crítica tocante al texto mismo.

13. Sabiamente advierte ya San Agustín la importancia de esta crítica, cuando, entre las reglas que se deben inculcar al que estudia los Sagrados Libros, puso -en primer lugar- la preocupación de poder servirse de un texto correcto. Quienes desean conocer las Sagradas Escrituras -dice aquel preclarísimo Doctor de la Iglesia- deben, ante todo, atender con sumo cuidado a la enmienda de los códices, de suerte que los no correctos cedan su puesto a los correctos[23]. Hoy este arte, que se llama crítica textual y que se aplica laudable y provechosamente en la edición de los textos profanos, con toda razón ha de ejercitarse también en los Sagrados Libros, precisamente por la misma reverencia debida a la divina palabra. Su propia finalidad es restituir a su primitivo ser el sagrado texto lo más perfectamente posible, purificándolo de las corrupciones en él introducidas por impericia de los copistas y librándolo, cuanto se pueda, de glosas y lagunas, de inversiones de palabras, de repeticiones y otros defectos de la misma especie, que suelen infiltrarse en los textos a través de los muchos siglos. Verdad es que, hace algunos decenios, no pocos empleaban la crítica tan arbitrariamente que a veces podía decirse que con ello trataron de introducir en el sagrado texto sus prejuicios; pero hoy ha llegado a alcanzar ya tal estabilidad y seguridad, que se ha convertido en un insigne instrumento para editar la divina palabra con mayor pureza y esmero, y es fácil descubrir cualquier abuso de la misma. Ni hace falta traer aquí a la memoria -porque es claro y sabido de todos los que estudian las Sagradas Escrituras- en cuánta estima ha tenido la Iglesia, desde los primeros siglos hasta nuestros tiempos, estos trabajos de la crítica. Hoy, pues, cuando este arte ha alcanzado tal perfección, es para los cultivadores de los estudios bíblicos honrosa tarea, aunque no siempre fácil, procurar con todo afán que cuanto antes preparen los católicos ediciones ajustadas a estas normas, no sólo de los textos sagrados, sino también de las versiones antiguas, que a la suma reverencia hacia el sagrado texto añadan la escrupulosa observancia de las leyes de la crítica. Y sepan bien todos que esta larga labor no sólo es necesaria para el recto conocimiento de los escritos divinamente inspirados; imperiosamente la exige, además, la piedad con que debemos mostrarnos sumamente agradecidos al Dios providentísimo, por habernos enviado estos libros a modo de cartas paternas dirigidas como a sus hijos propios desde la sede de su majestad.

14. Ni se figure nadie que este uso de los textos primitivos, obtenidos con el empleo de la crítica, se opone en modo alguno a las sabias prescripciones del Concilio Tridentino tocantes a la Vulgata latina[24]. Documentalmente consta cómo los Presidentes de aquel Concilio recibieron el encargo de rogar, en nombre mismo del Concilio, al Sumo Pontífice -y así lo hicieron- que hiciera corregir, como mejor fuera posible, ante todo la edición latina, y después también el texto griego y el hebreo, que se publicaran luego, para la mayor utilidad de la santa Iglesia de Dios[25]. Si, por las dificultades de los tiempos y otros impedimentos, no pudo entonces darse plena satisfacción a estos deseos, al presente, como lo esperamos, aunados los esfuerzos de todos los doctos católicos, podrá mejor y más plenamente satisfacerse. Si el Concilio Tridentino ordenó que la Vulgata fuese la versión que todos usaran como auténtica, esto, como cualquiera ve, sólo se refiere a la Iglesia latina y a su uso público de la Escritura, y en nada disminuye la autoridad y el valor de los textos originales. Pues ni siquiera se trataba entonces de los textos originales, sino de las versiones latinas que en aquel tiempo corrían, entre las cuales el Concilio, con mucha razón, decretó que había de preferirse aquella que la misma Iglesia había aprobado por el largo uso de tantos siglos. Por lo tanto, esta precedente autoridad, o, como dicen, autenticidad de la Vulgata, no fue establecida por el Concilio principalmente por razones críticas, sino más bien por su legítimo uso en la Iglesia, ya de tantos siglos, por el cual se demuestra que en las cosas de fe y costumbres está enteramente inmune de todo error, de modo que, por testimonio y confirmación de la misma Iglesia, puede aducirse con seguridad y sin peligro de error en las disputaciones, lecciones y sermones: por lo tanto, no es una autenticidad primariamente crítica, sino más bien jurídica. Luego esta autoridad de la Vulgata en las cosas doctrinales no impide en modo alguno -antes hoy más bien lo exige casi- que esa misma doctrina se compruebe y se confirme también por los textos originales, y que a cada momento se acuda a los textos primitivos, con los cuales siempre, y cada día mejor, se aclare y exponga la verdadera significación de la Sagrada Escritura. Ni prohibe tampoco el Concilio Tridentino que para uso y bien de los fieles cristianos, y para más fácil inteligencia de la divina palabra, se hagan versiones en lenguas vulgares, pero precisamente sobre los mismos textos originales, como con la aprobación de la autoridad de la Iglesia sabemos haberse hecho laudablemente en muchas naciones.

2) interpretación

15. Excelentemente pertrechado con el conocimiento de las lenguas y los subsidios de la crítica, pase ya el exegeta católico a la tarea suprema entre cuantas se le imponen, esto es, hallar y exponer el verdadero sentido de los Sagrados Libros. Al hacerlo, los intérpretes católicos tengan siempre ante sus ojos que lo que más ahincadamente han de procurar es el discernir claramente y precisar cuál es el sentido de las palabras bíblicas, que llaman literal. Este literal significado de las palabras resulta de que con toda diligencia lo averigüen por el conocimiento de las lenguas, por el examen del contexto y por la comparación con los lugares semejantes; pues de todo esto suele hacerse uso también en la interpretación de los escritos profanos, para que aparezca clara la mente del autor. Pero teniendo siempre en cuenta el exegeta de las Sagradas Letras que aquí se trata de palabra divinamente inspirada, cuya custodia e interpretación ha sido por el mismo Dios encomendada a su Iglesia, atienda con no menor diligencia a las explicaciones y declaraciones del magisterio de la Iglesia, a las dadas por los Santos Padres y también a la analogía de la fe, como sapientísimamente lo advierte León XIII en su encíclica Providentissimus Deus[26]. Pero pongan singular empeño en no exponer solamente -como con dolor vemos se hace en algunos comentarios- lo tocante a la historia, a la arqueología, a la filología y a otras disciplinas semejantes, sino que, empleando éstas oportunamente en cuanto pueden contribuir a la exégesis, expliquen principalmente cuál es la doctrina teológica de fe y costumbres en cada libro o en cada lugar, de manera que su explanación no sólo ayude a los profesores de teología para proponer y confirmar los dogmas de la fe, mas sirva también a los sacerdotes para aclarar al pueblo la doctrina cristiana y, en fin, a todos los fieles para llevar una vida santa y digna de un cristiano.

16. Dando una tal interpretación, teológica ante todo, reducirán eficazmente al silencio a quienes aseguran no hallar casi nada en los comentarios bíblicos que eleve la mente a Dios, nutra el alma y promueva la vida interior, y añaden que se ha de recurrir a una cierta interpretación espiritual y mística, como ellos dicen. Cuán poco acertado sea este su juicio, lo demuestra la misma experiencia de muchos que, meditando y considerando una y otra vez la divina palabra, llevaron sus almas a la perfección y se sintieron movidos de un vehemente amor a Dios, y lo demuestran también claramente la perpetua enseñanza de la Iglesia y los consejos de los sumos Doctores. No es que de la Sagrada Escritura se excluya todo sentido espiritual, pues lo que en el Antiguo Testamento se dijo y se hizo fue sapientísimamente ordenado y dispuesto por Dios de tal manera, que las cosas pretéritas presignificasen de modo espiritual las que en la nueva ley de gracia habían de realizarse. Por lo cual el exegeta, como debe investigar y exponer el significado propio, o, como dicen, literal, de las palabras, intentado y expresado por el hagiógrafo, y también el significado espiritual, siempre que conste haber sido realmente dado por Dios. Sólo Dios, en verdad, pudo conocer y revelarnos a nosotros ese significado espiritual. Ahora bien, este sentido, en los Santos Evangelios, nos lo indica y nos lo enseña el mismo Divino Salvador; lo profesan de palabra y por escrito los Apóstoles, imitando el ejemplo del Maestro; lo demuestra la constante doctrina tradicional de la Iglesia, y, finalmente, lo declara el antiquísimo uso de la liturgia según la conocida sentencia: La ley de la oración es la ley de la creencia. Pongan, pues, en claro y expliquen los exégetas católicos, con la diligencia que la dignidad de la divina palabra pide, este sentido espiritual intentado y ordenado por el mismo Dios, pero guárdense religiosamente de proponer como genuino sentido de las Sagradas Escrituras otros sentidos figurados; pues aunque, al desempeñar el cargo de la predicación, puede ser útil, para ilustrar y recomendar las cosas de la fe y costumbres, un más amplio uso del sagrado texto en sentido figurado, siempre que se haga con moderación y sobriedad, nunca, sin embargo, ha de olvidarse que este uso de las palabras de la Sagrada Escritura le es a ésta como exterior y añadido, y que, sobre todo hoy, no deja de ser peligroso, pues los fieles cristianos, principalmente los instruidos en las ciencias sagradas y en las profanas, quieren saber lo que Dios nos da a entender en las Sagradas Escrituras, más bien que lo dicho por un facundo orador o escritor, empleando con cierta habilidad las palabras de la Biblia. Ni necesita tampoco la palabra de Dios, viva y eficaz y más penetrante que espada de dos filos, y que llega hasta la división del alma y del espíritu, y de las coyunturas y las médulas, y discernidora de los pensamientos e intenciones del corazón[27], de artificios o arreglos humanos para mover los corazones y excitar los ánimos, porque las mismas sagradas páginas, escritas bajo la inspiración divina, tienen por sí mismas abundancia de un primer sentido; enriquecidas de divina virtud, valen por sí; adornadas de soberana hermosura, por sí lucen y resplandecen, siempre que el intérprete las explique tan íntegra y fielmente, que saque a luz todos los tesoros de sabiduría y prudencia que en ellas se encierran.

17. Para esto podrá el exegeta servirse muy bien del estudio de las obras en que los Santos Padres, los Doctores de la Iglesia e ilustres intérpretes de las Sagradas Letras, en tiempos pasados, las expusieron; ya que éstos, si a veces estaban menos provistos de erudición profana y del conocimiento de las lenguas que los de nuestro tiempo, se distinguen, sin embargo, dado el oficio que Dios les dio en la Iglesia, por cierta suave perspicacia de las cosas celestiales y por una admirable agudeza de entendimiento, con que íntimamente penetran las profundidades de la divina palabra, y así sacan de ella cuanto puede servir para ilustrar la doctrina de Cristo y promover la santidad de la vida. De doler es, en verdad, que tan preciosos tesoros de la cristiana antigüedad sean demasiado poco conocidos por muchos de los escritores de nuestros tiempos, y que los cultivadores de la historia de la exégesis todavía no hayan llegado a hacer todo lo posible para mejor conocer y más justamente estimar materia tan importante. Ojalá fueran muchos los que, examinando diligentemente los autores y las obras de interpretación católica, a fin de sacar de allí las casi inmensas riquezas que acumulan, contribuyeran eficazmente a que cada día aparezca más claro hasta qué alto grado penetraron ellos en la doctrina de los Libros Santos, y cuánto la ilustraron, de modo que los intérpretes modernos los tomen como ejemplo y busquen en ellos oportunos argumentos. Se llegará así, por fin, a la feliz y fecunda unión de la doctrina y espiritual suavidad en el decir de los antiguos con la erudición más vasta y el arte más avanzado de los modernos, que producirá indudablemente nuevos frutos en el campo de las Divinas Letras, nunca suficientemente cultivado, y nunca exhausto.

3) problemas principales

18. Es también de esperar que nuestros tiempos podrán contribuir en algo a una más profunda y exacta interpretación de las Sagradas Escrituras, pues no pocas cosas -y, entre ellas, principalmente las referentes a la historia- o apenas o insuficientemente fueron explicadas por los expositores de los siglos pasados, por faltarles casi todas las noticias necesarias para su ilustración. Cuán difíciles, en efecto, y casi inaccesibles fuesen algunas cuestiones para los mismos Padres, se demuestra, por no citar otros ejemplos, en los varios conatos que muchos de ellos repitieron para interpretar los primeros capítulos del Génesis; igualmente, en los repetidos tanteos de un San Jerónimo para traducir los Salmos de suerte que su sentido literal, esto es, el expresado por las palabras mismas del texto, apareciese con claridad. Finalmente, hay algunos libros o textos sagrados, cuyas dificultades de interpretación se han puesto de relieve en la edad moderna, es decir, cuando un más exacto conocimiento de los tiempos antiguos hizo presentarse nuevos problemas que nos obligan a un más profundo examen de la materia. Se equivocan, por lo tanto, algunos que, no conociendo bien el estado actual de la ciencia bíblica, se empeñan en que al exegeta católico de nuestros días no le queda nada ya que añadir a cuanto la antigüedad cristiana produjo; por lo contrario, la verdad es que son tantos los problemas planteados por nuestro tiempo que reclaman nueva investigación y nuevo examen y estimulan no poco la actividad del moderno escriturista.

19. Verdad es que nuestra época acumula nuevas cuestiones y nuevas dificultades; pero también, por favor de Dios, suministra nuevos recursos y subsidios a la exégesis. Entre ellos parece digno de especial mención el que los teólogos católicos, siguiendo la doctrina de los Santos Padres, y principalmente la del Angélico y Común doctor, han explorado y expuesto -con mayor precisión y sutileza que solía hacerse en los pasados siglos- la naturaleza y los efectos de la inspiración bíblica: pues, partiendo del principio de que el escritor sagrado, al escribir su libro, es **** o instrumento del Espíritu Santo, pero instrumento vivo y racional, observan rectamente que, bajo el influjo de la divina moción, de tal manera hace uso de sus facultades y energías, que por el libro nacido de su acción puedan todos fácilmente colegir la índole propia de cada uno y, por así decirlo, sus singulares características y rasgos[28]. Ha de esforzarse, pues, el intérprete con toda diligencia, sin descuidar luz alguna que hayan aportado las modernas investigaciones, por conocer la índole propia y las condiciones de vida del escritor sagrado, el tiempo en que floreció, las fuentes, ya escritas, ya orales, que utilizó así como el vocabulario por él usado. Así podrá mejor conocer quién fue el hagiógrafo y qué quiso significar al escribir. A nadie se le oculta que la suprema norma para la interpretación es precisar y delimitar qué pretendió decir el escritor, como egregiamente lo advierte San Atanasio: Aquí, como conviene hacerlo en todos los otros lugares de la divina Escritura, debe observarse con qué ocasión habló el Apóstol; ha de atenderse con cuidado y exactitud a cuál es la persona a quien escribe y cuál el motivo de que le escriba, no sea que al ignorar tales cosas o al malentender una cosa por otra se aleje del verdadero pensamiento del autor[29].

20. Pero muchas veces no es tan claro en las palabras y escritos de los antiguos autores orientales, como lo es por ejemplo en los escritores de nuestra época, cuál sea el sentido literal: lo que aquellos quisieron significar no se determina tan sólo por las leyes de la gramática o de la filología, ni por el contexto del discurso, sino que es preciso, por decirlo así, que el intérprete se vuelva mentalmente a aquellos remotos siglos del Oriente, y con el auxilio de la historia, de la arqueología, de la etnología y otras disciplinas, discierna y distintamente vea qué género literario quisieron emplear y de hecho emplearon los escritores de aquella vetusta edad. Porque los antiguos Orientales no siempre empleaban las mismas formas y los mismos modos de decir que hoy usamos nosotros, sino más bien aquellos que eran los corrientes entre los hombres de sus tiempos y lugares. Cuáles fueran éstos, no puede el intérprete determinarlo de antemano, sino solamente en virtud de una cuidadosa investigación de las antiguas literaturas del Oriente. Esta, llevada a cabo en los últimos decenios con mayor cuidado y diligencia que anteriormente, nos ha hecho ver con más claridad qué formas de decir se usaron en aquellos antiguos tiempos, ya en la descripción poética de las cosas, ya en el establecimiento de normas y leyes de vida, ya, por fin, en la narración de hechos y sucesos. Esta misma investigación ha probado ya con claridad que el pueblo de Israel aventajó singularmente a las otras antiguas naciones orientales en escribir bien la historia, así por la antigüedad como por la fiel narración de hechos, méritos que seguramente proceden del carisma de la divina inspiración y del fin peculiar de la historia bíblica, que es religioso. Sin embargo, también entre los escritores sagrados, como entre los demás antiguos, se hallan ciertas maneras de exponer y narrar, ciertos idiotismos, propios, sobre todo, de las lenguas semíticas, las llamadas aproximaciones, y ciertos modos de hablar hiperbólicos; más aún, a veces hasta paradojas, con las cuales más firmemente se graban las cosas en la mente: cosas todas ellas nada de admirar para quien rectamente sienta acerca de la inspiración bíblica. Porque no hay modo alguno de decir, de que entre los antiguos, principalmente los orientales, solía servirse el humano lenguaje para expresar las ideas, que sea ajeno a los Libros Sagrados, siempre a condición de que el empleado no repugne a la santidad y verdad de Dios, como ya con su acostumbrada agudeza lo advirtió el mismo Doctor Angélico con estas palabras: Las cosas divinas se nos ofrecen en la Escritura según el modo que los hombres acostumbran a usar[30]. Pues así como el Verbo sustancial de Dios se hizo semejante a los hombres en todo, excepto en el pecado[31], así también las palabras de Dios, expresadas en lengua humana, se hacen en todo semejantes al humano lenguaje, excepto en el error. En esto consiste aquella **** o condescensión de Dios providente que ya San Juan Crisóstomo exaltó sobremanera y que repetidamente afirmó encontrarse en los Libros Sagrados[32].

21. Por esto el exegeta católico, para satisfacer a las actuales necesidades de la ciencia bíblica al exponer la Sagrada Escritura, para demostrar y probar que está enteramente inmune de error, válgase también, como es su deber, prudentemente de este recurso, esto es, el de investigar hasta qué punto la forma o género literario, empleado por el hagiógrafo, pueda contribuir a la verdadera y genuina interpretación: y esté persuadido de que esta parte de su oficio no puede desdeñarse sin gran detrimento de la exégesis católica. Pues no pocas veces -para no mencionar sino esto-, cuando muchos pretenden reprochar al autor sagrado el haber faltado a la verdad histórica o haber narrado las cosas con poca exactitud, hállase que no se trata de otra cosa sino de aquellos modos nativos de decir y narrar, propios de los antiguos, que a cada paso lícita o corrientemente se acostumbran a emplear en las mutuas relaciones de los hombres. Exige, pues, una justa ecuanimidad, que al hallar tales cosas en la divina palabra, que con palabras humanas se expresa para los hombres, no se les tache de error, como tampoco se hace cuando se hallan en el uso cotidiano de la vida. Conociendo, pues, y exactamente estimando los modos y maneras de decir y escribir de los antiguos, podrán resolverse muchas dificultades que contra la verdad y la fidelidad histórica de las Sagradas Escrituras se oponen, y semejante estudio será muy a propósito para percibir más plena y claramente la mente del autor sagrado.

22. Atiendan, pues, también a esto nuestros cultivadores de los estudios bíblicos con toda diligencia y nada omitan de todo cuanto de nuevo aporten ya la arqueología, ya la historia antigua, ya el conocimiento de las antiguas literaturas, ya cuanto contribuya a penetrar mejor en la mente de los antiguos escritores, sus modos y maneras de discurrir, de narrar y escribir. Y en esto tengan en cuenta aun los católicos seglares que no sólo contribuyen al bien de la ciencia profana, sino que merecen bien de la causa cristiana si, como es de razón, se entregan con ahínco y constancia a explorar e indagar las cosas de la antigüedad y a resolver cuestiones de este género, hasta ahora poco claras y conocidas. Pues todo humano conocimiento, aun profano, como de por sí tiene una nativa dignidad y excelencia -por ser una cierta participación finita de la infinita ciencia de Dios-, recibe una nueva y más alta dignidad y como consagración cuando se emplea para ilustrar con luz más clara las cosas divinas.

4) cuestiones más difíciles

23. Por la tan avanzada exploración de las antigüedades orientales de que hemos hablado, por la más cuidadosa investigación de los mismos textos originales, por un más amplio y diligente conocimiento de las lenguas bíblicas y de todas las otras orientales, felizmente, con el auxilio de Dios, se ha logrado que no pocas cuestiones que, en tiempo de Nuestro Predecesor, de i. m., León XIII, suscitaban los críticos ajenos a la Iglesia y hasta hostiles a ella contra la autenticidad, antigüedad, integridad y fidelidad histórica de los Libros Sagrados, hoy han quedado eliminadas y resueltas. Los exegetas católicos, usando rectamente las mismas armas de la ciencia, de que no pocas veces abusaban los adversarios, de una parte han hallado interpretaciones conformes a la doctrina católica y al genuino sentir de nuestros mayores, y de otra parecen haberse al mismo tiempo capacitado para resolver las dificultades que las nuevas exploraciones o los nuevos hallazgos suscitaren o las que, para su resolución, dejó la antigüedad a nuestra época. De ahí ha resultado que la credibilidad de la Biblia y su valor histórico, debilitados hasta cierto punto en algunos a causa de tantos ataques, hoy se hallan plenamente restablecidos entre los católicos por completo; y hasta no faltan escritores, aun no católicos, que después de investigaciones emprendidas con sobriedad y ecuanimidad han llegado a abandonar los prejuicios de los modernos para volverse, siquiera en algunos puntos, a las antiguas sentencias. Esta gran mudanza se debe, por lo menos en gran parte, al incansable trabajo con que los expositores católicos de las Sagradas Letras, sin atemorizarse ante dificultades y obstáculos de todo género, han puesto todo su empeño en procurar que de todo cuanto las investigaciones de la erudición moderna proporcionaban ya en el campo de la arqueología, ya en el de la historia y la filología, se hiciera un cumplido uso para la solución de las nuevas cuestiones que se ofrecían.

24. Nadie, pues, se admire de que todavía no se hayan vencido y resuelto todas las dificultades, y de que aun queden hoy graves cuestiones que agitan no poco la mente de los exegetas católicos. Más no hay que acobardarse por ello; no se olvide que en las humanas disciplinas acontece algo muy semejante a lo que sucede en las cosas naturales -que, luego de comenzadas, crecen poco a poco, y sólo después de muchos trabajos se recogen los frutos. Así ha sucedido precisamente en ciertas cuestiones que en los tiempos pasados no habían sido resueltas y estaban como en suspenso, pero, al fin, con el progreso de los estudios han sido felizmente resueltas en nuestros tiempos. Lo cual da esperanza de que también aquéllas, que hoy parecen las más complejas y difíciles, mediante un esfuerzo constante llegarán algún día a quedar plenamente aclaradas. Y si la resolución se retrasare largo tiempo y el feliz éxito no nos sonríe a nosotros, sino que acaso se reserva para los venideros, nadie se irrite por ello, pues justo es que también a nosotros nos toque lo que ya en su tiempo advirtieron los Padres, y principalmente San Agustín[33]: que Dios, de intento, sembró de dificultades los Libros Sagrados por él mismo inspirados, así para que nos excitásemos más intensamente a leerlos y a escudriñarlos como para que, al experimentar suavemente los límites de nuestra inteligencia, nos ejercitáramos en la debida humildad. Ni sería tampoco de admirar si en alguna que otra cuestión no se llega nunca a una solución plenamente satisfactoria, porque muchas veces se trata de cosas oscuras y demasiado remotas de nuestro tiempo y experiencia, y también porque la exégesis, como las más graves disciplinas, puede tener sus secretos que, inaccesibles a nuestros entendimientos, con ningún esfuerzo logremos -los hombres- descubrir.

25. Pero en tal estado las cosas, el intérprete católico, llevado de un fervoroso amor a su profesión y de una sincera devoción a la Santa Madre Iglesia, jamás debe abstenerse de acometer una y otra vez las cuestiones difíciles no resueltas, no sólo para rebatir lo que opongan los adversarios, sino también para intentar una solución que concuerde fielmente con la doctrina de la Iglesia y principalmente con lo que ella enseña acerca de la absoluta inmunidad de todo error en las Sagradas Escrituras, y que satisfaga también debidamente a las conclusiones ciertas de las disciplinas profanas. Y tengan presente todos los hijos de la Iglesia que los conatos de esos valientes operarios de la viña del Señor deben juzgarlos no sólo con justicia y ecuanimidad, sino también con suma caridad, y deben estar muy lejos de aquel celo no muy prudente que pretende se haya de rechazar todo lo nuevo por nuevo o tenerle a lo menos por sospechoso. Y tengan, en primer lugar, ante los ojos que en las normas y leyes dadas por la Iglesia se trata de la doctrina tocante a las cosas de fe y costumbres, y que de lo mucho que en los Libros Sagrados, legales, históricos, sapienciales y proféticos se contiene, son muy pocas las cosas cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la Iglesia y no son tampoco más aquellas en que unánimemente convienen los Padres. Quedan, pues, muchas y muy graves cosas en cuyo examen y exposición puede y debe ejercitarse libremente el ingenio y la agudeza de los intérpretes católicos, para la utilidad de todos, para un adelantamiento cada día mayor de la doctrina sagrada, para la defensa y el honor de la Iglesia. Esta es la verdadera libertad de los hijos de Dios, el mantener fielmente la doctrina de la Iglesia y el recibir como un don de Dios, con gratitud, y aprovechar todo cuanto los conocimientos profanos aporten. Esta libertad, por el fervor de todos exaltada y mantenida, es condición y fuente de todo genuino fruto y de todo progreso sólido en la ciencia católica, como preclaramente lo amonesta Nuestro Predecesor León XIII, cuando dice: Si no queda a salvo la unión de los ánimos y si no se ponen a seguro los principios, no podrán esperarse grandes frutos para el progreso de esta disciplina ni aun del entusiasta estudio colectivo de muchos[34].

5) las SS. Escrituras en la instrucción de los fieles

26. Quien considere la ingente labor que por espacio de casi dos mil años se ha echado sobre sí la exégesis católica para que la palabra de Dios, llegada a los hombres por las Sagradas Escrituras, cada día más perfecta y plenamente se entienda y con más vehemente amor se ame, fácilmente se persuadirá de que a los fieles cristianos, y sobre todo a los sacerdotes, incumbe el grave deber de usar copiosa y santamente aquel tesoro acumulado durante tanto tiempo por lo sumos ingenios; porque no dio a los hombres los Libros Sagrados para satisfacer su curiosidad o para facilitarles materias de estudio e investigación, sino, como advierte el Apóstol, para que los divinos oráculos pudieran instruir para la salvación por la fe en Cristo Jesús, para que el hombre de Dios sea perfecto, apercibido para toda buena obra[35]. Por lo tanto, los sacerdotes, obligados por oficio a procurar la salud eterna de las almas, después de recorrer ellos mismos con diligente estudio las sagradas páginas, después de hacerlas suyas por la oración y la meditación, deben exponer celosamente al pueblo estas soberanas riquezas de la divina palabra en sermones, homilías y exhortaciones; confirmar la doctrina cristiana con sentencias tomadas de los Libros Sagrados; ilustrarla con preclaros ejemplos de la historia sagrada, sobre todo del Evangelio de Cristo nuestro Señor; y todo esto, evitando con cuidado y diligencia aquellos sentidos acomodaticios que sugiere el propio individual arbitrio y se toman de cosas muy ajenas al asunto: esto no es usar, sino abusar, de la divina palabra. Expónganlo con tanta elocuencia, con tanta distinción y claridad, que los fieles no sólo se muevan y enciendan a ordenar rectamente su vida, sino a concebir una suma veneración hacia la Sagrada Escritura. Por lo demás, procuren los Prelados acrecentar y perfeccionar cada día más esta veneración en los fieles a ellos encomendados, promoviendo cuanto emprendan aquellos varones, que, llenos de espíritu apostólico, laudablemente procuran excitar y fomentar entre los católicos el conocimiento y el amor de las Sagradas Escrituras. Fomenten, pues, y ayuden a las asociaciones piadosas, cuyo propósito sea difundir, entre los fieles, ejemplares de las Sagradas Escrituras principalmente de los Evangelios, y procurar con todo ahínco que se haga bien y santamente su cotidiana lectura en las familias cristianas: recomienden eficazmente de palabra y de obra, cuando las leyes litúrgicas lo permitan, las Sagradas Escrituras, que hoy, con la aprobación de la autoridad de la Iglesia, se hallan traducidas a lenguas vulgares; y tengan ellos, o hagan que las tengan otros sagrados oradores muy peritos, disertaciones o lecciones públicas en asuntos bíblicos. Todos los sagrados ministros den su ayuda, en la medida de sus fuerzas, a las revistas periódicas que con tanta loa y fruto se publican en varias partes del orbe, ya para tratar y exponer científicamente estas cuestiones, ya para acomodar los frutos de estas investigaciones, bien al sagrado ministerio, bien a la utilidad de los fieles, y divúlguenlas convenientemente entre los varios órdenes y clases de su grey. Y estén bien persuadidos todos los sagrados ministros de que todo esto y todo lo demás que, a este propósito, invente el celo apostólico y el amor a la divina palabra, ha de ser para ellos mismos un auxiliar eficaz en su apostolado junto a las almas.

27. Pero a nadie se le oculta que todo esto no pueden hacerlo bien los sacerdotes, si ellos antes, durante su permanencia en el Seminario, no han bebido este activo y perenne amor a la Sagrada Escritura. Por lo tanto, velen con diligencia los Prelados, a quienes incumbe el paternal cuidado de sus Seminarios, para que tampoco en esto se omita nada de cuanto pueda conducir a la consecución de este fin. Y los profesores de Sagrada Escritura den en los Seminarios toda la enseñanza bíblica, de tal manera, que armen a los jóvenes, que se forman para el sacerdocio y para el ministerio de la divina palabra, con el conocimiento y el amor de las Divinas Letras, pues sin ellas no se pueden obtener frutos abundantes de apostolado. Por lo cual, la exposición exegética ha de ser principalmente teológica, evitando inútilmente disputas y omitiendo todo aquello que sea fuente de vana curiosidad más bien que fomento de verdadera doctrina y de piedad sólida; propongan el sentido llamado literal, y principalmente el teológico, con tanta solidez, explíquenlo con tanta maestría, incúlquenlo con tal fervor, que sus alumnos lleguen a experimentar en cierto modo lo mismo que los discípulos de Jesucristo cuando, yendo a Emaús, al oír las palabras del Maestro, exclamaron: ¿No ardía, en verdad, nuestro corazón en nosotros mientras nos explicaba las Escrituras?[36].

De este modo serán las Divinas Letras para los futuros sacerdotes de la Iglesia pura y perenne fuente de vida espiritual para cada uno, así como alimento y robustez del sagrado ministerio de la predicación que sobre sí han de tomar. Y si en verdad llegaren los profesores de esta gravísima disciplina a conseguir esto en los Seminarios, con santa alegría tengan la persuasión de haber contribuido grandemente a la salud de las almas, al adelantamiento de la causa católica, al honor y gloria de Dios, cumpliendo con ello una labor íntimamente unida a los deberes del apostolado.

28. Todo esto que hemos dicho, Venerables Hermanos y amados hijos, si bien es en todo tiempo necesario, urge sin duda mucho más en los luctuosos nuestros, cuando pueblos y naciones se sumergen casi todos en un piélago de calamidades, mientras la dura guerra acumula ruinas sobre ruinas, muertes sobre muertes, y cuando, excitados hasta la exacerbación los mutuos odios de los pueblos, con sumo dolor vemos que en no pocos se extingue no ya el sentimiento de la cristiana benignidad y caridad, sino aun el de la misma humanidad.

A estas mortales heridas de la humana convivencia, ¿quién podrá poner remedio sino sólo Aquel a quien el Príncipe de los Apóstoles, lleno de amor y confianza, invoca con estas frases: ¿A quién iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna[37]. Luego es necesario que por todos los medios trabajemos para hacer que todos vuelvan a este nuestro misericordiosísimo Redentor, pues El es el divino consolador de los afligidos; El quien a todos -ya presidan con pública autoridad, ya estén sujetos con el deber de la obediencia y la sumisión- enseña la verdadera probidad, la íntegra justicia y la caridad generosa; El, en fin, y sólo El, quien puede ser fundamento y defensa de la paz y la tranquilidad. Pues nadie puede poner otro fundamento fuera del que puesto está, que es Cristo Jesús[38]. Y a este Cristo, autor de la salud, tanto más plenamente le conocerán los hombres, tanto más intensamente le amarán, tanto más fielmente le imitarán, cuanto más movidos se sientan al conocimiento y a la meditación de las Sagradas Escrituras, principalmente del Nuevo Testamento.

Pues, como dice San Jerónimo: Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo[39], y si algo hay en esta vida que sostenga al varón prudente y le persuada a permanecer ecuánime entre las apreturas y tormentas del mundo, creo que más que todo es la meditación y la ciencia de las Escrituras[40]. Porque de ellas sacarán, los que se ven fatigados y oprimidos por la adversidad y la desgracia, verdaderos consuelos y divina virtud para padecer y sufrir con paciencia; en ellas -en los Santos Evangelios- se nos muestra a todos Jesús, sumo y acabado ejemplar de justicia, de caridad y de misericordia, y se le abren al género humano, desgarrado y trepidante, las fuentes de aquella divina gracia, preterida la cual y desconocida, no podrán los pueblos ni sus directores iniciar ni establecer la tranquilidad de los Estados ni la concordia de los espíritus; en ellas finalmente, todos aprenderán a conocer a Cristo que es la Cabeza de todo principado y potestad[41] y que se ha hecho para nosotros sabiduría de Dios y justicia y santificación y redención[42].

29. Expuestas, pues, y recomendadas estas cosas referentes a la necesidad de adaptar los estudios escriturísticos a las necesidades del día, resta ya, Venerables Hermanos y amados hijos, no sólo felicitar con ánimo paternal a todos y cada uno de los devotos hijos de la Iglesia que fielmente siguen su doctrina y obedecen sus normas, por haber sido llamados y elegidos a cargo tan excelso, sino alentarlos también a que con fuerzas cada día renovadas sigan con todo empeño y cuidado cumpliendo la obra felizmente comenzada. Cargo excelso decimos; pues ¿qué cosa hay más sublime que escudriñar, explicar, exponer a los fieles y defender contra los infieles la palabra misma de Dios, dada a los hombres por inspiración del Espíritu Santo? Con este espiritual alimento se nutre el alma misma del intérprete para memoria de la fe, para consuelo de la esperanza, para exhortación a la caridad[43].

Vivir entre esto, meditar esto, no querer saber sino esto, buscar sólo esto, ¿no os parece ya como un oasis -aún aquí, en la tierra- del reino de los cielos?[44]. Apaciéntense también con este mismo alimento las almas de los fieles y de ahí saque cada uno el conocimiento y el amor de Dios, el bien y la felicidad de su propia alma. Entréguense, pues, con todo corazón a esto los expositores de la divina palabra. Oren para entender[45]: trabajen para penetrar cada día más profundamente en los secretos de las sagradas páginas; enseñen y prediquen para abrir a los demás los tesoros de la palabra de Dios. Lo que en los pasados siglos llevaron a cabo con fruto aquellos preclaros intérpretes de las Sagradas Escrituras, lo emulen según sus fuerzas los del día, de manera que, como en los tiempos pasados, también hoy la Iglesia tenga doctores eximios en exponer las Sagradas Escrituras, y los fieles de Cristo, gracias al trabajo y al esfuerzo de aquéllos, perciban toda la luz, toda la fuerza persuasiva y todo el gozo de las Sagradas Escrituras. Y en esta labor, ardua y grave en verdad, tengan ellos también por consuelo los Libros Santos[46], y acuérdense de la retribución que les aguarda, pues los sabios brillarán como la luz del firmamento, y los que a muchos enseñan la justicia, como estrellas por perpetuas eternidades[47].

30. Y entretanto, mientras todos los hijos de la Iglesia, y nominalmente a los profesores de la ciencia bíblica, al joven clero y a los oradores sagrados, les deseamos fervorosamente que, meditando asiduamente los divinos oráculos, gusten cuán bueno y cuán suave es el espíritu del Señor[48], a vosotros, Venerables Hermanos y amados hijos, a todos y a cada uno en particular, como prenda de los dones celestiales y testimonio de Nuestra paternal benevolencia, os damos de todo corazón en el Señor la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 del mes de septiembre, en la festividad de San Jerónimo, Doctor Máximo en exponer las Sagradas Escrituras, el año 1943, quinto de Nuestro Pontificado.


1. 2 Tim. 3, 16 ss.

2. Sess. 4 decr. 1 EB 45.

3. Sess. 3 c. 2 EB 62.

4. Sermo ad alumnos Seminariorum... in Urbe (24 iun. 1939) A.A.S. 31, 245-251.

5. Cf. 1. 70, 1 ad 3.

6. De Gen. ad litt. 2, 9, 20 PL 34, 270 ss.; CSEL 28 (Sect. 3, pars. 2) p. 46.

7. A.L. 13, 355 EB 106.

8. Cf. Bened. XV enc. Spiritus Paraclitus A.A.S. 12 (1920) 396 EB 471.

9. A.L. 13, 357 ss. EB 109 ss.

10. Ibid. 328 EB 67 ss.

11. Litt. ap. Hierosolymae in coenobio d.d. 17 sept. 1892 A.L. 12, 239-241, v.p. 240.

12. Cf. A.L. 22, 232 ss. EB 130-141 v.n. 130, 132.

13. Pont. Comm. de Re bibl. Litt. ad Archiep. et Epp. Italiae d.d. 20 aug. 1941 A.A.S. 33, 465-472.

14. Litt. ap. Scripturae Sanctae d.d. 23 febr. 1904; Acta Pii X 1, 176-179 EB 142-150 v.n. 143-144.

15. Cf. Litt. ap. Quoniam in re biblica d.d. 27 mart. 1906. Acta Pii X 3, 72-76 EB 155-173 v. n. 155.

16. Litt. ap. Vinea electa d.d. 7 maii 1909. A.A.S. 1, 447-449 EB 293-306 v.nn. 296. 294.

17. Cf. Motu pr. Bibliorum scientiam d.d. 27 apr. 1924 A.A.S. 16, 180-182 EB 518-525.

18. Ep. ad Revmum. D. Aldanum Gasquet d.d. 3 dec. 1907 Acta Pii X 4, 117-119 EB 285 ss.

19. Const. ap. Inter praecipuas d.d. 15 iun. 1933 A.A.S. 26, 85-87.

20. Ep. ad Emmum. Card. Cassetta Qui piam d.d. 21 ian. 1907 Acta Pii X 4, 23-25.

21. Enc. Spiritus Paraclitus d.d. 15 sept. 1920 A.A.S. 12, 385-422 EB 457-508 v.nn. 457, 495, 497, 491.

22. Cf. e.g. S. Hier. Praef. in IV Ev. ad Damasum: PL 29, 526-527; S. Aug. De doctr. christ. 2, 16 PL 34, 42-43.

23. De doctr. christ. 2, 21 PL 34, 46.

24. Decr. de editione et usu Sacrorum Librorum: Conc. Trid. ed. Goerres, 5, 91 ss.

25. Ibid. 10, 471, cf. 5, 29, 59, 65; 10, 446 ss.

26. A.L. 13, 245-346 EB 94-96.

27. Hebr. 4, 12.

28. Cf. Benedictus XV enc. Spiritus Paraclitus: A.A.S. 12, 390 EB 461.

29. Contra Arianos 1, 54 PG 26, 123.

30. Comm. ad Hebr. c. 1, 1. 4.

31. Hebr. 4, 15.

32. Cf. v. g. In Gen. 1, 5 PG 53, 34-35; In Gen. 2, 21 ibid. 121 121; In Gen. 3, 8 ibid. 135; Hom. 15 in Io. ad 1, 18 PG 59, 97 ss.

33. Cf. S. Aug., Ep. 149 ad Paulinum, n. 34 PL 33, 644; De diversis quaestionibus, q. 53, 2 ibid. 40, 36; Enarr. in Ps. 146, n. 12 ibid. 37, 1907.

34. Litt. ap. Vigilantiae: A.L. 22, 237 EB 136.

35. Cf. 2 Tim. 3, 15. 17.

36. Luc. 24, 32.

37. Io. 6, 69.

38. 1 Cor. 3, 11.

39. S. Hier. In Isaiam prol. PL 24, 27.

40. Id. In Eph. prol. ibid. 26, 430.

41. Col. 2, 10.

42. 1 Cor. 1, 30.

43. Cf. S. Aug. Contra Faustum 13, 18 PL 42, 294 CSEL 25, 400.

44. S. Hier., ep. 53, 10 PL 22, 549 CSEL 54, 463.

45. S. Aug. De doctr. christ. 3, 56 PL 34, 89.

46. 1 Mach. 12, 9.

47. Dan. 12, 3.

48. Cf. Sap. 12, 1.