ANNI SACRI

 

Pío XII

 

Carta Encíclica pidiendo especiales oraciones del mundo entero por la renovación de las costumbres y la concordia entre los pueblos, en el domingo de Pasión


Del 1 de marzo de 1950


 

Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica

 

1. El consuelo de las numerosas peregrinaciones a Roma en el Año Santo.

El Año Santo que se está celebrando Nos ha procurado ya más de un motivo de alegría y de consuelo. Multitud de fieles procedentes del mundo entero han llegado hasta Roma, desde donde irradia inalterada, desde los orígenes de la Iglesia, la luz de las enseñanzas evangélicas. Ellos han llegado hasta la sede de Pedro no sólo para obtener el rescate de sus propias culpas, sino también para expiar los pecados del mundo y para implorar la vuelta de la sociedad a Dios, el único que puede dar la paz verdadera al corazón, la concordia a la sociedad y el bienestar a las naciones. Pero estos primeros grupos de peregrinos no son más que las vanguardias de los que han de llegar con mayor frecuencia y en mayor número cuando venga el buen tiempo. Es lícito, esperar que de todo ello haya de recogerse frutos cada vez más abundantes y saludables.

 

2. Todavía no ha llegado la paz deseada: La carrera de armamentos. 

Sin  embargo, a pesar de que estos espectáculos Nos hayan consolado dulcemente, no por eso faltan las razones que con ansias y angustias entristecen Nuestro corazón de Padre. Y en primer lugar, aunque la guerra haya terminado casi en todas partes, todavía no se ha llegado a la paz deseada, una paz estable y sólida que pueda felizmente componer los motivos de discordia, que son muchos y cada vez mayores. Muchos pueblos acá y allá se oponen los unos a los otros, y como va faltando la confianza, se inicia la carrera de los armamentos, que tiene los ánimos de todos temerosos y en suspenso.

 

3. El mayor mal y estorbo de la paz, la guerra a la Religión. 

Pero lo que Nos parece no solamente el mal mayor, sino la raíz de todos los males, es que no raramente, en lugar de la verdad, se pone la mentira y, se la usa como instrumento de lucha. No pocos descuidan la Religión como cosa de ninguna importancia. En otros sitios se la prohíbe en el ambiente familiar y social, como reliquia de viejas supersticiones. Se exalta el ateísmo privado y público de tal manera, que, excluidos Dios y sus leyes, las costumbres carecen de toda base. Demasiadas veces la Prensa vitupera sin delicadeza el sentimiento religioso, y mientras tanto no vacila en divulgar las más torpes obscenidades, excitando y atrayendo al vicio con incalculable daño a la tierna niñez y a la juventud inexperta. Se engaña al pueblo con falsas promesas, incitándole al odio, a la rivalidad y a la rebelión, especialmente cuando se consigue arrancar de su corazón la fe de sus padres, único consuelo en este destierro terrenal. Se organiza y se fomenta en serie la violencia, los tumultos y las sublevaciones que preparan la ruina de la economía y ocasionan al bien común un daño irreparable. 

 

4. La persecución abierta a todo lo religioso, fuente única de los males. 

Sobre todo debemos de deplorar con tristeza inmensa que en no pocas naciones sean ofendidos y pisoteados los derechos cíe Dios, de la Iglesia y de la misma naturaleza humana. Los sagrados ministros, aunque estén adornados con alta dignidad, o son arrojados de sus propias sedes, desterrados o encarcelados, o se les impide el ejercicio de su sagrado ministerio. En la enseñanza escolar, así inferior como universitaria, lo mismo que en las publicaciones de la prensa, o no se da la posibilidad de expresión y difusión de la doctrina de la Iglesia, o la censura oficial la coarta y la vigila de tal manera, que, se diría, siguen el principio de que la verdad, la libertad y la Religión han de servir sumisamente sólo a la autoridad civil.

 

Y puesto que males tan innumerables provienen, como ya dijimos, de una fuente única, que es el repudio de Dios y el desprecio de su ley, es necesario, Venerables Hermanos, alzar al Señor fervorosas plegarias y apelar a aquellos principios que son el único punto de donde pueden venir luz para el entendimiento, paz y concordia para los espíritus y justicia ordenada entre las varias clases sociales.

 

5. Sin sentimiento religioso no puede existir una sociedad bien ordenada. Exhortación a predicar la doctrina salvadora de Cristo. 

Como sabéis, arrancado el sentimiento religioso, no puede haber sociedad ni verdaderamente morigerada ni bien ordenada. De aquí procede la urgencia de exhortar a los sacerdotes para que, dirigidos por vosotros, y especialmente durante el Año Santo, no ahorren fatiga a fin de que las almas que les han sido encomendadas, depuestos los falsos prejuicios y las convicciones equivocadas, apagados los odios y pacificadas las discordias, se nutran de la doctrina del Evangelio y de tal manera actúen en la vida cristiana, que se apresure la deseada renovación de las costumbres.

 

6. Colaboración de los laicos en la tarea de la recristianización. 

Y puesto que el sacerdote no puede llegar ni a todos ni a todo, ni su trabajo puede bastar siempre para toda necesidad, aquellos que militan en las filas de la Acción Católica deben prestar la ayuda de su propia experiencia y de su propia actividad. A nadie le es lícito ser indolente ni perezoso cuando amenazan tantos males y tantos peligros, cuando los que están enfrente trabajan con tamo ardor en la destrucción de los cimientos mismos de la Religión católica y del culto cristiano. Que no se verifique nunca aquello de que los hijos de este siglo sean más prudentes que los hijos de la luz[1]; que jamás éstos sean menos activos que aquellos. 

 

7. Es necesaria una cruzada de oraciones, especialmente el Domingo de Pasión.  

Pero las fuerzas humanas son ineficaces  sino se ven corroborada con la gracia divina. Por eso, Nos os exhortamos, Venerables Hermanos, a una manera de cruzada de oraciones entre vuestros fieles para pedir al Padre de las misericordias y Dios de toda consolación[2] los oportunos remedios para los males presentes. Vivamente deseamos que junto con Nos se hagan, oraciones públicas el 26 del corriente Marzo, Domingo de Pasión, cuando los sagrados ritos de la Iglesia comienzan a conmemorar los grandes sufrimientos con que el divino Redentor nos ha liberado de la esclavitud del demonio restituyéndonos la libertad de hijos de Dios. Es Nuestro propósito bajar ese día a la Basílica de San Pedro para unir Nuestras oraciones no sólo a las de los presentes, sino, como esperamos, a las de todo el mundo católico. Quienes por enfermedad o cualquier otro motivo no puedan ir a la iglesia, ofrezcan a Dios, con espíritu humilde y confiado, sus dolores y angustias. Así la oración será única, únicos los anhelos y votos de todos.

 

8. Plegaria por el nuevo orden por la comprensión de los gobernantes.

Unidos a Nos en la plegaria, pidan a la divina Misericordia que de la deseada restauración de las costumbres surja un orden nuevo basado en la verdad, en la justicia y en la caridad. Que el entendimiento de todos los que tienen en sus manos los destinos de las naciones sea iluminado por la luz de lo Alto; que ellos caigan en la cuenta de que la paz es obra de la cordura y de la justicia, como la guerra es fruto de la ceguera y del odio. Y que piensen que han de dar cuenta una vez no sólo ante la Historia, sino también ante el juicio eterno de Dios.

 

9. El progreso y la paz sociales por el derecho y no por la revuelta. 

Los que a manos llenas esparcen la semilla de la envidia; los que solapada o abiertamente excitan a las masas o provocan la revuelta; los que engañan con promesas vacías a una multitud fácil a la agitación, deben comprender también que a la justicia pedida por los principios cristianos, causas del equilibrio entre las clases sociales y de la concordia fraterna, se llega no con la fuerza y la violencia, sino con la aplicación del derecho.

 

10. Sólo el Divino Redentor puede arreglar las contiendas; la confianza en Él

Que todos, guiados por la luz suprema, impetrada por medio de la oración colectiva, se persuadan de que solamente el divino Redentor puede arreglar las múltiples y formidables contiendas. Solamente Jesucristo, decimos, que es camino, verdad y vida[3] que ilumina con la luz celestial las mentes oscurecidas y da la fuerza divina a las voluntades perezosas y vacilantes. Sin embargo no se va adelante; sin verdad, no se conoce; sin vida, no se vive[4]. Tan sólo Él puede dirigir con justicia los sucesos de este mundo y dirigirlo dentro del amor; sólo Él puede conducir a la felicidad eterna las almas de los hombres unidos por el vínculo de la fraternidad.

 

   Con fe, amor y esperanza dirigimos, pues, a El nuestra oración. Mire El con indulgencia, especialmente en este Año Santo, a esta Humanidad, oprimida por tantas desventuras, agitada por tantos temores y por las olas de tantas discordias. Y así como un día aplacó con su voz divina la tempestad del lago de Galilea, así calme ahora las tempestades humanas.

 

11. Comprendan gobernantes y exhorten pastores que sólo El es la solución. 

Que su luz haga palidecer las mentiras de los malvados, que se humille la torva arrogancia de los soberbios, que los ricos se inclinen a la justicia, a la generosidad o la caridad; que los pobres y miserables tomen como modelo la familia de Nazaret, que también se buscó el pan con su trabajo cotidiano; que, finalmente, quienes gobiernan los pueblos se convenzan de que no hay una base social más sólida que la enseñanza cristiana y la tutela de las libertades eclesiásticas.

 

Deseamos, Venerables Hermanos, que hagáis conocer esto a los fieles confiados a vuestro cuidado y que los exhortéis a que oren con Nos fervorosamente al Señor.

 

12. Bendición Apostólica.

En la confianza de que todos responderéis con decidido amor a Nuestras exhortaciones, damos, con efusión de Nuestro espíritu, a cada uno de vosotros y a todos los fieles, la Bendición Apostólica, prueba de Nuestra benevolencia y auspicio de los favores celestiales.

 

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 12 de Marzo de 1950, doce de Nuestro Pontificado. Pío XII


 


[1] Luc. 16-8.

[2] Ver Cor. 1, 3.

[3] Juan, 14-6.

[4] "Imitación de Cristo", lib. III, capitulo 50, ver. 5.