AD
CATHOLICI SACERDOTII
PÍO XI
ENCÍCLICA SOBRE EL SACERDOCIO CATÓLICO
II. SANTIDAD Y VIRTUDES SACERDOTALES
Dignidad sacerdotal
25. Altísima es, pues, venerables hermanos, la
dignidad del sacerdote, sin que puedan empañar sus resplandores las flaquezas,
aunque muy de sentir y llorar, de algunos indignos; como tales flaquezas no
deben bastar para que se condenen al olvido los méritos de tantos otros
sacerdotes, insignes por virtud y por saber, por celo y aun por el martirio.
Tanto más cuanto que la indignidad del sujeto en manera alguna invalida sus
actos ministeriales: la indignidad del ministro no toca a la validez de los
sacramentos, que reciben su eficacia de la Sangre sacratísima de Cristo,
independientemente de la santidad del sacerdote; pues aquellos instrumentos de
eterna salvación (los sacramentos) causan su efecto, como se dice en lenguaje
teológico, ex opere operato.
Santidad proporcionada
26. Con todo, es manifiesto que tal dignidad ya de
por sí exige, en quien de ella está investido, elevación de ánimo, pureza de
corazón, santidad de vida correspondiente a la alteza y santidad del ministerio
sacerdotal. Por él, como hemos dicho, el sacerdote queda constituido medianero
entre Dios y el hombre, en representación y por mandato del que es único
mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo Hombre[i].
Esto le pone en la obligación de acercarse, en
perfección, cuanto es posible a quien representa, y de hacerse cada vez más
acepto a Dios por la santidad de su vida y de sus acciones; ya que, sobre el
buen olor del incienso y sobre el esplendor de templos y altares, lo que más
aprecia Dios y lo que le es más agradable es la virtud. «Los mediadores entre
Dios y el pueblo —dice
Santo Tomás—
deben tener limpia conciencia ante Dios y limpia fama ante los hombres»[ii].
Y si, muy al contrario, en vez de eso, quien maneja
y administra las cosas santas lleva vida censurable, las profana y comete
sacrilegio: «Los que no son santos no deben manejar las cosas santas»[iii].
Mayor santidad que en el AT
27. Por esta causa, ya en el Antiguo Testamento
mandaba Dios a sus sacerdotes y levitas: «Que sean santos, porque santo soy Yo,
el Señor, que los santifica»[iv].
Y el sapientísimo Salomón, en el cántico de la dedicación del templo, esto
precisamente es lo que pide al Señor para los hijos de Aarón: «Revístanse de
santidad tus sacerdotes y regocíjense tus santos»[v].
Pues, venerables hermanos, si tanta justicia, santidad y fervor —diremos
con San Roberto Belarmino—
se exigía a aquellos sacerdotes, que inmolaban ovejas y bueyes, y alababan a
Dios por beneficios temporales, ¿qué no se ha de pedir a los que sacrifican el
Cordero divino y ofrecen acciones de gracias por bienes sempiternos?[vi].
Grande es la dignidad de los Prelados —exclama San Lorenzo Justiniano—,
pero mayor es su carga; colocados en alto puesto, han de estar igualmente
encumbrados en la virtud a los ojos de Aquel que todo lo ve; si no, la
preeminencia, en vez de mérito, les acarreará su condenación[vii].
Santidad para celebrar la eucaristía
28. En verdad, todas las razones por Nos aducidas
antes para hacer ver la dignidad del sacerdocio católico tienen su lugar aquí
como otros tantos argumentos que demuestran la obligación que sobre él pesa de
elevarse a muy grande santidad; porque, conforme enseña el Doctor Angélico,
para ejercer convenientemente las funciones sacerdotales no basta una bondad
cualquiera; se necesita más que ordinaria; para que los que reciben las órdenes
sagradas, como quedan elevados sobre el pueblo en dignidad, lo estén también
por la santidad[viii]. Realmente, el
sacrificio eucarístico, en el que se inmola la Víctima inmaculada que quita
los pecados del mundo, muy particularmente requiere en el sacerdote vida santa y
sin mancilla, con que se haga lo menos indigno posible ante el Señor, a quien
cada día ofrece aquella Víctima adorable, no otra que el Verbo mismo de Dios
hecho hombre por amor nuestro. Advertid lo que hacéis, imitad lo que traéis
entre manos[ix],
dice la Iglesia por boca del obispo a los diáconos, cuando van a ser ordenados
sacerdotes.
Santidad para administrar los sacramentos y la
Palabra divina
Además, el sacerdote es el dispensador de la gracia
divina, cuyos conductos son los sacramentos. Sería, pues, bien disonante estar
el dispensador privado de esa preciosísima gracia, y aun que sólo le mostrara
poco aprecio y se descuidara en conservarla. A él toca también enseñar las
verdades de la fe; y la doctrina religiosa nunca se enseña tan autorizada y
eficazmente como cuando la maestra es la virtud. Porque dice el adagio que «las
palabras conmueven, pero los ejemplos arrastran».
Ha de pregonar la ley evangélica; y no hay
argumento más al alcance de todos y más persuasivo, para hacer que sea
abrazada con la gracia de Dios que verla puesta en práctica por quien encarece
su observancia. Da la razón San Gregorio Magno: «Penetra mejor en los
corazones de los oyentes la voz del predicador cuando se recomienda por su buena
vida; porque con su ejemplo ayuda a practicar lo que con las palabras aconseja»[x].
Esto es lo que de nuestro divino Redentor dice la Escritura: que empezó a hacer
y a enseñar[xi]; y si las turbas le
aclamaban, no era tanto porque jamás ha hablado otro como este hombre[xii]
cuanto porque todo lo hizo bien[xiii].
Al revés, los que dicen y no hacen, se asemejan a los escribas y fariseos, de
quienes el mismo divino Redentor, si bien dejando en su lugar la autoridad de la
palabra de Dios, que legítimamente anunciaban, hubo de decir, censurándolos,
al pueblo que le escuchaba: «En la cátedra de Moisés se sentaron los escribas
y fariseos; cuantas cosas, pues, os dijeren, guardadlas y hacedlas todas; pero
no hagáis conforme a sus obras»[xiv].
El predicador que no trate de confirmar con su ejemplo la verdad que predica
destruirá con una mano lo que edifica con la otra. Muy al contrario, los
trabajos de los pregoneros del Evangelio que antes de todo atienden seriamente a
su propia santificación, Dios los bendice largamente. Esos son los que ven
brotar en abundancia de su apostolado flores y frutos, y los que en el día de
la siega volverán y vendrán con gran regocija, trayendo las gavillas de su
mies[xv].
No descuidar la propia santificación
29. Sería gravísimo y peligrosísimo yerro si el
sacerdote, dejándose llevar de falso celo, descuidase la santificación propia
por engolfarse todo en las ocupaciones exteriores, por buenas que sean, del
ministerio sacerdotal. Procediendo así, no sólo pondría en peligro su propia
salvación eterna, como el gran Apóstol de las Gentes temía de sí mismo: «Castigo
mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a
ser reprobado»[xvi], pero se expondría también
a perder, si no la gracia divina, al menos, sí, aquella unción del Espíritu
Santo que da tan admirable fuerza y eficacia al apostolado exterior.
Vocación a una especial santidad
30. Aparte de eso, si a todos los cristianos está
dicho: «Sed perfectos como lo es vuestro Padre celestial»[xvii],
¡con cuánta mayor razón deben considerar como dirigidas a sí estas palabras
del divino Maestro los sacerdotes llamados con especial vocación a seguirle más
de cerca! Por esta razón inculca la Iglesia severamente a todos los clérigos
esta su obligación gravísima, insertándola en su código legislativo: «Los
clérigos deben llevar interior y exteriormente vida más santa que los seglares
y sobresalir entre ellos, para ejemplo, en virtud y buenas obras»[xviii].
Y puesto que el sacerdote es embajador en nombre de Cristo[xix];
ha de vivir de modo que pueda con verdad decir con el Apóstol: «Sed imitadores
míos como yo lo soy de Cristo[xx];
ha de vivir como otro Cristo, que con el resplandor de sus virtudes alumbró y
sigue alumbrando al mundo.
Oración
31. Pero si todas las virtudes cristianas deben
florecer en el alma del sacerdote, hay, sin embargo, algunas que muy
particularmente están bien en él y más le adornan. La primera es la piedad,
según aquello del Apóstol a su discípulo Timoteo: «Ejercítate en la piedad»[xxi].
Ciertamente, siendo tan íntimo, tan delicado y frecuente el trato del sacerdote
con Dios, no hay duda que debe ir acompañado y como penetrado por la esencia de
la devoción. Si la piedad es útil para todo[xxii],
lo es principalmente para el ejercicio del ministerio sacerdotal. Sin ella, los
ejercicios más santos, los ritos más augustos del sagrado ministerio, se
desarrollarán mecánicamente y por rutina; faltará en ellos el espíritu, la
unción, la vida; pero la piedad de que tratamos, venerables hermanos, no es una
piedad falsa, ligera y superficial, grata al paladar, pero de ningún alimento;
que suavemente conmueve, pero no santifica. Nos hablamos de piedad sólida: de
aquella que, independientemente de las continuas fluctuaciones del sentimiento,
está fundada en los más firmes principios doctrinales, y consiguientemente
formada por convicciones profundas que resisten a las acometidas y halagos de la
tentación.
Esta piedad debe mirar filialmente en primer lugar a
nuestro Padre que está en los cielos, mas ha de extenderse también a la Madre
de Dios; y habrá de ser tanto más tierna en el sacerdote que en los simples
fieles cuanto más verdadera y profunda es la semejanza entre las relaciones del
sacerdote con Cristo y las de María con su divino Hijo.
Celibato
32. Intímamente unida con la piedad, de la cual le
ha de venir su hermosura y aun la misma firmeza, es aquella otra preciosísima
perla del sacerdote católico, la castidad, de cuya perfecta guarda en toda su
integridad tienen los clérigos de la Iglesia latina, constituidos en Ordenes
mayores, obligación tan grave que su quebrantamiento sería además sacrilegio[xxiii].
Y si los de las Iglesias orientales no están sujetos a esta ley en todo su
rigor, no obstante aun entre ellos es muy considerado el celibato eclesiástico;
y en ciertos casos, especialmente en los más altos grados de la jerarquía, es
un requisito necesario y obligatorio.
33. Aun con la simple luz de la razón se entrevé
cierta conexión entre esta virtud y el ministerio sacerdotal. Siendo verdad que
Dios es espíritu[xxiv], bien se ve cuánto
conviene que la persona dedicada y consagrada a su servicio en cierta manera se
despoje de su cuerpo. Ya los antiguos romanos habían vislumbrado esta
conveniencia. El orador más insigne que tuvieron cita una de sus leyes, cuya
expresión era: «A los dioses, diríjanse con castidad»; y hace sobre ella
este comentario: «Manda la ley que acudamos a los dioses con castidad, se
entiende del alma, en la que está todo, mas no excluye la castidad del cuerpo;
lo que quiere decir es que, aventajándose tanto el alma al cuerpo, y observándose
el ir con castidad de cuerpo, mucho más se ha de observar el llevar la del alma»[xxv].
En el Antiguo Testamento mandó Moisés a Aarón y a sus hijos, en nombre de
Dios, que no salieran del Tabernáculo y, por lo tanto, que guardasen
continencia durante los siete días que duraba su consagración[xxvi].
34. Pero al sacerdocio cristiano, tan superior al
antiguo, convenía mucha mayor pureza. La ley del celibato eclesiástico, cuyo
primer rastro consignado por escrito, lo cual supone evidentemente su práctica
ya más antigua, se encuentra en un canon del concilio de Elvira[xxvii]
a principios del siglo IV, viva aún la persecución, en realidad no hace sino
dar fuerza de obligación a una cierta y casi diríamos moral exigencia, que
brota de las fuentes del Evangelio y de la predicación apostólica. El gran
aprecio en que el divino Maestro mostró tener la castidad, exaltándola como
algo superior a las fuerzas ordinarias[xxviii];
el reconocerle a El como flor de Madre virgen[xxix]
y criado desde la niñez en la familia virginal de José y María; el ver su
predilección por las almas puras, como los dos Juanes, el Bautista y el
Evangelista; el oír, finalmente, cómo el gran Apóstol de las Gentes, tan fiel
intérprete de la ley evangélica y del pensamiento de Cristo, ensalza en su
predicación el valor inestimable de la virginidad, especialmente para más de
continuo entregarse al servicio de Dios: «El no casado se cuida de las cosas
del Señor y de cómo ha de agradar a Dios»[xxx];
todo esto era casi imposible que no hiciera sentir a los sacerdotes de la Nueva
Alianza el celestial encanto de esta virtud privilegiada, aspirar a ser del número
de aquellos que son capaces de entender esta palabra[xxxi],
y hacerles voluntariamente obligatoria su guarda, que muy pronto fue
obligatoria, por severísima ley eclesiástica, en toda la Iglesia latina. Pues,
a fines del siglo IV, el concilio segundo de Cartago exhorta a que guardemos
nosotros también aquello que enseñaron los apóstoles, y que guardaron ya
nuestros antecesores[xxxii].
35. Y no faltan textos, aun de Padres orientales
insignes, que encomian la excelencia del celibato eclesiástico manifestando que
también en ese punto, allí donde la disciplina era más severa, era uno y
conforme el sentir de ambas Iglesias, latina y oriental. San Epifanio atestigua
a fines del mismo siglo IV que el celibato se extendía ya hasta los subdiáconos:
«Al que aún vive en matrimonio, aunque sea en primeras nupcias y trata de
tener hijos, la Iglesia no le admite a las órdenes de diácono, presbítero,
obispo o subdiácono; admite solamente a quien, o ha renunciado a la vida
conyugal con su única esposa, o ya —viudo— la ha perdido; lo cual se practica principalmente donde se
guardan fielmente los sagrados cánones»[xxxiii].
Pero quien está elocuente en esta materia es el diácono de Edesa y doctor de
la Iglesia universal, San Efrén Sirio, con razón llamado cítara del Espíritu
Santo[xxxiv].
Dirigiéndose en uno de sus poemas al obispo Abrahán, amigo suyo, le dice: «Bien
te cuadra el nombre, Abrahán, porque también tú has sido hecho padre de
muchos; pero no teniendo esposa como Abrahán tenía a Sara, tu rebaño ocupa el
lugar de la esposa. Cría a tus hijos en la fe tuya; sean prole tuya en el espíritu,
la descendencia prometida que alcance la herencia del paraíso. ¡Oh fruto
hermoso de la castidad en el cual tiene el sacerdocio sus complacencias...!;
rebosó el vaso, fuiste ungido; la imposición de manos te hizo el elegido; la
Iglesia te escogió para sí, y te ama»[xxxv].
Y en otra parte: «No basta al sacerdote y a lo que pide su nombre al ofrecer el
cuerpo vivo (de Cristo) tener pura el alma, limpia la lengua, lavadas las manos
y adornado todo el cuerpo, sino que debe ser en todo tiempo completamente puro,
por estar constituido mediador entre Dios y el linaje humano. Alabado sea el que
tal pureza ha querido de sus ministros»[xxxvi].
Y San Juan Crisóstomo afirma que quien ejercita el ministerio sacerdotal debe
ser tan puro como si estuviera en el cielo entre las angélicas potestades[xxxvii].
36. Bien que ya la alteza misma, o por emplear la
expresión de San Epifanio, la honra y dignidad increíble[xxxviii],
del sacerdocio cristiano, aquí por Nos brevemente declarada, prueba la suma
conveniencia del celibato y de la ley que se lo impone a los ministros del
altar. Quien desempeña un ministerio en cierto modo superior al de aquellos espíritus
purísimos que asisten ante el Señor[xxxix],
¿no ha de estar con mucha razón obligado a vivir, cuanto es posible, como un
puro espíritu? Quien debe todo emplearse en las cosas tocantes a Dios[xl],
¿no es justo que esté totalmente desasido de las cosas terrestres y tenga toda
su conversación en los cielos?[xli].
Quien sin cesar ha de atender solícito a la eterna salvación de las almas,
continuando con ellas la obra del Redentor, ¿no es justo que esté
desembarazado de los cuidados de la familia, que absorberían gran parte de su
actividad?
37. Espectáculo es, por cierto, para conmover y
excitar admiración, aun repitiéndose con tanta frecuencia en la Iglesia católica,
el de los jóvenes levitas que antes de recibir el sagrado Orden del
subdiaconado, es decir, antes de consagrarse de lleno al servicio y culto de
Dios, por su libre voluntad, renuncian a los goces y satisfacciones que
honestamente pudieran proporcionarse en otro género de vida. Por su libre
voluntad hemos dicho: como quiera que, si después de la ordenación ya no la
tienen para contraer nupcias terrenales, pero las órdenes mismas las reciben no
forzados ni por ley alguna ni por persona alguna, sino por su propia y espontánea
resolución personal[xlii].
38. No es nuestro ánimo que cuanto venimos diciendo
en alabanza del celibato eclesiástico se entienda como si pretendiésemos de
algún modo vituperar, y poco menos que condenar, otra disciplina diferente, legítimamente
admitida en la Iglesia oriental; lo decimos tan sólo para enaltecer en el Señor
esta virtud, que tenemos por una de las más altas puras glorias del sacerdocio
católico y que nos parece responder mejor a los deseos del Corazón Santísimo
de Jesús y a sus designios sobre el alma sacerdotal.
Pobreza
39. No menos que por la pureza debe distinguirse el
sacerdote católico por el desinterés. En medio de un mundo corrompido, en que
todo se vende y todo se compra, ha de mantenerse limpio de cualquier género de
egoísmo, mirando con santo desdén toda vil codicia de ganancia terrena,
buscando almas, no riquezas; la gloria de Dios, no la propia. No es el hombre
asalariado que trabaja por una recompensa temporal; ni el empleado que cumple, sí,
a conciencia, las obligaciones de su cargo, pero tiene también puesta la mira
en su carrera, en sus ascensos; es el buen soldado de Cristo que no se embaraza
con negocios del siglo, a fin de agradar a quien le alistó para su servicio[xliii],
pero es el ministro de Dios y el padre de las almas, y sabe que su trabajo, sus
afanes, no tienen compensación adecuada en los tesoros y honores de la tierra.
No le está prohibido recibir lo conveniente para su propia sustentación,
conforme a aquello del Apóstol: «Los que sirven al altar participan de las
ofrendas... y el Señor dejó ordenado que los que predican el Evangelio vivan
del Evangelio»[xliv]; pero llamado al
patrimonio del Señor, como lo expresa su mismo apelativo de clérigo, es decir,
a la herencia del Señor, no espera otra merced que la prometida por Jesucristo
a sus apóstoles: «Grande es vuestra recompensa en el reino de los cielos»[xlv].
¡Ay del sacerdote que, olvidado de tan divinas promesas, comenzara a mostrarse
codicioso de sórdida ganancia[xlvi]
y se confundiese con la turba de los mundanos, que arrancaron al Apóstol, y con
él a la Iglesia, aquel lamento: Todos buscan sus intereses y no los de
Jesucristo![xlvii]. Este tal, fuera de
ir contra su vocación, se acarrearía el desprecio de sus mismos fieles, porque
verían en él una lastimosa contradicción entre su conducta y la doctrina
evangélica, tan claramente enseñada por Cristo, y que el sacerdote debe
predicar: «No tratéis de amontonar tesoros para vosotros en la tierra, donde
el orín y la polilla los consumen y donde los ladrones los desentierran y
roban; sino atesoraos tesoros en el cielo»[xlviii].
Cuando se reflexiona que un apóstol de Cristo, uno de los Doce, como con dolor
observan los evangelistas, Judas, fue arrastrado al abismo de la maldad
precisamente por el espíritu de codicia de los bienes de la tierra, se
comprende bien que ese mismo espíritu haya podido acarrear a la Iglesia tantos
males en el curso de los siglos. La codicia, llamada por el Espíritu Santo raíz
de todos los males[xlix],
puede llevar al hombre a todos los crímenes; y cuando a tanto no llegue, un
sacerdote tocado de este vicio, prácticamente, a sabiendas o sin advertirlo,
hace causa común con los enemigos de Dios y de la Iglesia y coopera a la
realización de sus inicuos planes.
40. Al contrario, el desinterés sincero gana para
el sacerdote las voluntades de todos, tanto más cuanto que con este despego de
los bienes de la tierra, cuando procede de la fuerza íntima de la fe, va
siempre unida una tierna compasión para con toda suerte de desgraciados, la
cual hace del sacerdote un verdadero padre de los pobres, en los que, acordándose
de las conmovedoras palabras de su Señor: «Lo que hicisteis a uno de estos mis
hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis»[l],
con singular afecto reconoce, reverencia y ama al mismo Jesucristo.
Celo apostólico
41. Libre así el sacerdote católico de los dos
principales lazos que podrían tenerle demasiado sujeto a la tierra, los de una
familia propia y los del interés propio, estará mejor dispuesto para ser
inflamado en el fuego celestial que brota de lo íntimo del Corazón de
Jesucristo, y no aspira sino a comunicarse a corazones apostólicos, para
abrasar toda la tierra[li],
esto es, con el fuego del celo. Este celo de la gloria de Dios y de la salvación
de las almas debe, como se lee de Jesucristo en la Sagrada Escritura[lii],
devorar al sacerdote, hacerle olvidarse de sí mismo y de todas las cosas
terrenas e impelerlo fuertemente a consagrarse de lleno a su sublime misión,
buscando medios cada vez más eficaces para desempeñarla con extensión y
perfección siempre crecientes.
42. ¿Cómo podrá un sacerdote meditar el
Evangelio, oír aquel lamento del buen Pastor: «Tengo otras ovejas que no son
de este aprisco, las cuales también debo yo recoger»[liii],
y ver «los campos con las mieses ya blancas y a punto de segarse»[liv],
sin sentir encenderse en su corazón el ansia de conducir estas almas al corazón
del Buen Pastor, de ofrecerse al Señor de la mies como obrero infatigable? ¿Cómo
podrá un sacerdote contemplar tantas infelices muchedumbres, no sólo en los
lejanos países de misiones, pero desgraciadamente aun en los que llevan de
cristianos ya tantos siglos, que yacen como ovejas sin pastor[lv],
que no sienta en sí el eco profundo de aquella divina compasión que tantas
veces conmovió al corazón del Hijo de Dios?[lvi].
Nos referimos al sacerdote que sabe que en sus labios tiene la palabra de vida,
y en sus manos instrumentos divinos de regeneración y salvación. Pero, loado
sea Dios, que precisamente esta llama del celo apostólico es uno de los rayos más
luminosos que brillan en la frente del sacerdote católico; y Nos, lleno el
corazón de paternal consuelo, contemplamos y vemos a nuestros hermanos y a
nuestros queridos hijos, los obispos y los sacerdotes, como tropa escogida,
siempre pronta a la voz del Supremo Jefe de la Iglesia para correr a todos los
frentes del campo inmenso donde se libran las pacíficas pero duras batallas
entre la verdad y el error, la luz y las tinieblas, el reino de Dios y el reino
de Satanás.
43. Pero de esta misma condición del sacerdocio católico,
de ser milicia ágil y valerosa, procede la necesidad del espíritu de
disciplina, y, por decirlo con palabra más profundamente cristiana, la
necesidad de la obediencia: de aquella obediencia que traba hermosamente entre sí
todos los grados de la jerarquía eclesiástica, de suerte que, como dice el
obispo en la admonición a los ordenandos, la «santa Iglesia aparece rodeada,
adornada y gobernada con variedad verdaderamente admirable, al ser consagrados
en ella unos Pontífices, otros sacerdotes de grado inferior..., formándose de
muchos miembros y diversos en dignidad un solo cuerpo, el de Cristo»[lvii].
Esta obediencia prometieron los sacerdotes a su obispo en el momento de
separarse de él, luego de recibir la sagrada unción; esta obediencia, a su
vez, juraron los obispos en el día de su consagración episcopal a la suprema
cabeza visible de la Iglesia, al sucesor de San Pedro, al Vicario de Jesucristo.
Tenga, pues, la obediencia constantemente y cada vez
más unidos, entre sí y con la cabeza, a los diversos miembros de la sagrada
jerarquía, haciendo así a la Iglesia militante de verdad terrible a los
enemigos de Dios como ejército en orden de batalla[lviii].
La obediencia modere el celo quizá demasiado ardiente de los unos y estimule la
tibieza o la cobardía de los otros; señale a cada uno su puesto y lugar, y ése
ocupe cada uno sin resistencias, que no servirían sino para entorpecer la obra
magnífica que la Iglesia desarrolla en el mundo. Vea cada uno en las órdenes
de los superiores jerárquicos las órdenes del verdadero y único Jefe, a quien
todos obedecemos, Jesucristo Nuestro Señor, el cual se hizo por nosotros obediente
hasta la muerte, y muerte de cruz[lix].
En efecto, el divino y Sumo Sacerdote quiso que nos
fuese manifiesta de modo singular la obediencia suya absolutísima al Eterno
Padre; y por esto abundan los testimonios, tanto proféticos como evangélicos,
de esta total y perfecta sujeción del Hijo de Dios a la voluntad del Padre: «Al
entrar en el mundo dije: Tú no has querido sacrificio ni ofrenda; mas a mí me
has apropiado un cuerpo... Entonces dije: Heme aquí que vengo, según está
escrito de mí al principio del libro, para cumplir, oh Dios, tu voluntad»[lx].
Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado[lxi].
Y aun en la cruz no quiso entregar su alma en las manos del Padre sin antes
haber declarado que estaba ya cumplido todo cuanto las Sagradas Escrituras habían
predicho de El, es decir, de toda la misión que el Padre le había confiado,
hasta aquel último, tan profundamente misterioso, Sed tengo, que
pronunció para que se cumpliese la Escritura[lxii],
queriendo demostrar con esto cómo aun el celo más ardiente ha de estar siempre
regido por la obediencia al que para nosotros hace las veces del Padre y nos
transmite sus órdenes, esto es, a los legítimos superiores jerárquicos.
Ciencia
44. Quedaría incompleta la imagen del sacerdote católico,
que Nos tratamos de poner plenamente iluminada a la vista de todo el mundo, si
no destacáramos otro requisito importantísimo que la Iglesia exige de él: la
ciencia. El sacerdote católico está constituido maestro de Israel[lxiii],
por haber recibido de Cristo el oficio y misión de enseñar la verdad: «Enseñad
a todas las gentes»[lxiv].
Está obligado a enseñar la doctrina de la salvación, y de esta enseñanza, a
imitación del Apóstol de las Gentes, es deudor a sabios e ignorantes[lxv].
Y ¿cómo la ha de enseñar si no la sabe? En los labios del sacerdote ha de
estar el depósito de la ciencia, y de su boca se ha de aprender la ley, dice el
Espíritu Santo por Malaquías[lxvi].
Mas nadie podría decir, para encarecer la necesidad de la ciencia sacerdotal,
palabras más fuertes que las que un día pronunció la misma Sabiduría divina
por boca de Oseas: «Por haber tú desechado la ciencia, yo te desecharé a ti
para que no ejerzas mi sacerdocio»[lxvii].
El sacerdote debe tener pleno conocimiento de la doctrina de la fe y de la moral
católica; debe saber y enseñar a los fieles, y darles la razón de los dogmas,
de las leyes y del culto de la Iglesia, cuyo ministro es; debe disipar las
tinieblas de la ignorancia, que, a pesar de los progresos de la ciencia profana,
envuelven a tantas inteligencias de nuestros días en materia de religión.
Nunca ha estado tan en su lugar como ahora el dicho de Tertuliano: «El único
deseo de la verdad es, algunas veces, el que no se la condene sin ser conocida»[lxviii]. Es también deber del
sacerdote despejar los entendimientos de los errores y prejuicios en ellos
amontonados por el odio de los adversarios. Al alma moderna, que con ansia busca
la verdad, ha de saber demostrársela con una serena franqueza; a los
vacilantes, agitados por la duda, ha de infundir aliento y confianza, guiándolos
con imperturbable firmeza al puerto seguro de la fe, que sea abrazada con un
pleno conocimiento y con una firme adhesión; a los embates del error, protervo
y obstinado, ha de saber hacer resistencia valiente y vigorosa, a la par que
serena y bien fundada.
45. Es menester, por lo tanto, venerables hermanos,
que el sacerdote, aun engolfado ya en las ocupaciones agobiadoras de su santo
ministerio, y con la mira puesta en él, prosiga en el estudio serio y profundo
de las materias teológicas, acrecentando de día en día la suficiente provisión
de ciencia, hecha en el seminario, con nuevos tesoros de erudición sagrada que
lo habiliten más y más para la predicación y para la dirección de las almas[lxix].
Debe, además, por decoro del ministerio que desempeña, y para granjearse, como
es conveniente, la confianza y la estima del pueblo, que tanto sirven para el
mayor rendimiento de su labor pastoral, poseer aquel caudal de conocimientos, no
precisamente sagrados, que es patrimonio común de las personas cultas de la época;
es decir, que debe ser hombre moderno, en el buen sentido de la palabra, como es
la Iglesia, que se extiende a todos los tiempos, a todos los países, y a todos
ellos se acomoda; que bendice y fomenta todas las iniciativas sanas y no teme
los adelantos, ni aun los más atrevidos, de la ciencia, con tal que sea
verdadera ciencia. En todos los tiempos ha cultivado con ventaja el clero católico
cualesquiera campos del saber humano; y en algunos siglos de tal manera iba a la
cabeza del movimiento científico, que clérigo era sinónimo de docto. La
Iglesia misma, después de haber conservado y salvado los tesoros de la cultura
antigua, que gracias a ella y a sus monasterios no desaparecieron casi por
completo, ha hecho ver en sus más insignes Doctores cómo todos los
conocimientos humanos pueden contribuir al esclarecimiento y defensa de la fe
católica. De lo cual Nos mismo hemos, poco ha, presentado al mundo un ejemplo
luminoso, colocando el nimbo de los Santos y la aureola de los Doctores sobre la
frente de aquel gran maestro del insuperable maestro Tomás de Aquino, de aquel
Alberto Teutónico a quien ya sus contemporáneos honraban con el sobrenombre de
Magno y de Doctor universal.
46. Verdad es que en nuestros días no se puede
pedir al clero semejante primacía en todos los campos del saber: el patrimonio
científico de la humanidad es hoy tan crecido, que no hay hombre capaz de
abrazarlo todo, y menos aún de sobresalir en cada uno de sus innumerables
ramos. Sin embargo, si por una parte conviene con prudencia animar y ayudar a
los miembros del clero que, por afición y con especial aptitud para ello, se
sienten movidos a profundizar en el estudio de esta o aquella arte o ciencia, no
indigna de su carácter eclesiástico, porque tales estudios, dentro de sus
justos límites y bajo la dirección de la Iglesia, redundan en honra de la
misma Iglesia y en gloria de su divina Cabeza, Jesucristo, por otra todos los
demás clérigos no se deben contentar con lo que tal vez bastaba en otros
tiempos, mas han de estar en condiciones de adquirir, mejor dicho, deben de
hecho tener una cultura general más extensa y completa, correspondiente al
nivel más elevado y a la mayor amplitud que, hablando en general, ha alcanzado
la cultura moderna comparada con la de los siglos pasados.
Santidad y ciencia
47. Es verdad que, en algún caso, el Señor, que
juega con el universo[lxx],
ha querido en tiempos bien cercanos a los nuestros elevar a la dignidad
sacerdotal —y
hacer por medio de ellos un bien prodigioso— a hombres desprovistos casi completamente de este
caudal de doctrina de que tratamos; ello fue para enseñarnos a todos a estimar
en más la santidad que la ciencia y a no poner mayor confianza en los medios
humanos que en los divinos; en otras palabras: fue porque el mundo ha menester
que se repita de tiempo en tiempo en sus oídos esta salvadora lección práctica:
«Dios ha escogido a los necios según el mundo para confundir a los sabios...,
a fin de que ningún mortal se gloríe ante su presencia»[lxxi].
Así, pues, como en el orden natural con los milagros se suspende, de momento,
el efecto de las leyes físicas, sin ser abrogadas, así estos hombres,
verdaderos milagros vivientes en quienes la alteza de la santidad suplía por
todo lo demás, en nada desmienten la verdad y necesidad de cuanto Nos hemos
venido recomendando.
48. Esta necesidad de la virtud y del saber, y esta obligación, además, de llevar una vida ejemplar y edificante, y de ser aquel buen olor de Cristo[lxxii] que el sacerdote debe en todas partes difundir en torno suyo entre cuantos se llegan a él, se hace sentir hoy con tanta mayor fuerza y viene a ser tanto más cierta y apremiante cuanto que la Acción Católica, este movimiento tan consolador que tiene la virtud de impulsar las almas hacia los más altos Ideales de perfección, pone a los seglares en contacto más frecuente y en colaboración más íntima con el sacerdote, a quien, naturalmente, no sólo acuden como a director, sino aun le toman también por dechado de vida cristiana y de virtudes apostólicas.
[i]
Cf 1 Tim 2,5.
[ii]
Suppl. 36,1 ad 2.
[iii]
Decret, dist.88 can.6.
[iv]
Lev 21,8.
[v]
Sal 131,9.
[vi]
Explanat. in Psalmos, Ps.131,9.
[vii]
De instit. et regim. Prael.,
c.ll.
[viii]
Suppl. 35,1 ad 3.
[ix]
Pontif. Rom. de ordinat.
presbyt.
[x]
Ep. 1,1, ep.25.
[xi]Hech
1,1.
[xii]
Jn 7,46.
[xiii]
Cf. Mc 7,37.
[xiv]
Mt 23,2-3.
[xv]
Sal 125,6.
[xvi] 1 Cor 9,27.
[xvii]
Mt 5,48.
[xviii]
CIC (1917) c.124.
[xix]
Cf. 2 Cor 5,20.
[xx]
1 Cor 4,16; 11,1.
[xxi]
1 Tim 4,8.
[xxii] Ibíd.
[xxiii] CIC (1917) c.132, § 1.
[xxiv] Jn 4,24.
[xxv] Cicerón, De leg. 2 8 y 10.
[xxvi]
Cf. Lev 33-35.
[xxvii] Conc. Elvira, c.33 (Mansi 2,11).
[xxviii]
Cf. Mt 19,11.
[xxix] Brev. Rom. Hymn. ad Laudes in festo SS. Nom. Iesu.
[xxx] 1 Cor 7,32.
[xxxi]
Cf. Mt 19,11.
[xxxii] Conc. Cartag.. 11 c.2 (Mansi 3,191).
[xxxiii]
Advers. haeres. Panar. 59,4:
PG 41,1024.
[xxxiv]
Brev. Rom. d.18 iun.4,6.
[xxxv] Carmina Nisibaena, carm.19 (edit. Bickel, p.112).
[xxxvi] Ibíd. carm.l8.
[xxxvii] De sacerdotio 3,4: PG 48,642.
[xxxviii]
Advers. haeres. Panar. 59,4: PG 41,1024.
[xxxix]
Cf. Tob 12,15.
[xl]
Cf. Lc 2,49; 1 Cor 7,32.
[xli]
Cf. Flp 3,20.
[xlii]
Cf. CIC (1917) c.971.
[xliii]
Cf. 2 Tim 2,3-4.
[xliv]
1 Cor 9 13-14.
[xlv]
Mt 5,12.
[xlvi]
Tit 1,7.
[xlvii]
Flp 2,21.
[xlviii]
Mt 6,19-20.
[xlix]
1 Tim 6,10.
[l]
Mt 25,40.
[li]
Cf. Lc 12,49.
[lii]
Cf. Sal 68,10; Jn 2,I7.
[liii]
Jn 10,16.
[liv]
Jn 4,35.
[lv] Mt 9,36.
[lvi] Cf. Mt 9,36; 14,14; 15,32; Mc 6,34; 8,2, etc.
[lvii]
Pont. Rom. de ordinat.
presbyt.
[lviii]
Cf. Cant. 6,3,9.
[lix]
Cf. Flp 2,8.
[lx]
Heb 10,5-7.
[lxi]
Jn 4,34.
[lxii]
Jn 19,28.
[lxiii]
Jn 3,10.
[lxiv]
Mt 28,19.
[lxv]
Rom 1,14.
[lxvi] Mal 2,7.
[lxvii] Os 4,6.
[lxviii]
Apolog. c.l.
[lxix]
Cf. CIC (1917) c.129.
[lxx]
Prov 8,31.
[lxxi]
1 Cor 1,27.29.
[lxxii]
2 Cor 2,15.