Ubi
Primum
Encíclica
de Pío IX
Con motivo de la preparación del estudio sobre
la Inmaculada Concepción
Promulgada
el 2 de febrero de 1849
I.
Introducción
Apenas
elevados, ciertamente no por mérito nuestro, sino por secreto designio de la
divina Providencia, a la sublime cátedra del Príncipe de los Apóstoles,
tomando, para dirigirlo, el timón de toda la Iglesia, experiméntanos suma
consolación, Venerables Hermanos, cuando entendimos cómo había revivido
maravillosamente, durante el Pontificado de Nuestro Predecesor GREGORI0 XVI de
piadosa memoria, en todo el orbe católico, un ardentísimo deseo de que fuese
decretado, por fin, en solemne sentencia por la Sede Apostólica, que la
Santísima Madre de Dios y madre nuestra, la Inmaculada Virgen MARÍA fue
concebida sin pecado original.
II.
El deseo de la cristiandad
Clara
y abiertamente atestiguan y demuestran este piadosísimo deseo las postulaciones
continuamente presentadas tanto a Nuestro Predecesor como a Nosotros mismos, en
las que esclarecidísimos obispos, ilustres Colegios de Canónigos, Familias
Religiosas, entre ellas la ínclita Orden de los Predicadores, con apremio
solicitaron que la Sagrada Liturgia y sobre todo en el Prefacio de la Misa de la
Beatísima Concepción de la Virgen fuese licito enunciar y añadir abierta y
públicamente aquella palabra INMACULADA. A estos pedidos accedimos
gustosísimamente tanto Nosotros como el mismo Predecesor Nuestro. A esto
se agrega, Venerables Hermanos que muchísimos miembros de vuestro Orden no han
cesado de enviar cartas al mismo Predecesor Nuestro y a Nosotros en las que con
reiteradas súplicas y renovado afecto pidieron que quisiéramos definir como
doctrina de la Iglesia Católica que la concepción de la Beatísima Virgen
María fue enteramente inmaculada y totalmente inmune a toda culpa original. Ni
faltaron tampoco en nuestros tiempos varones destacados en ingenio, virtud,
piedad y doctrina, que con sus doctos y laboriosos escritos de tal manera
ilustraron este argumento y esta piadosísima sentencia, que no pocos se admiran
de que aún la Iglesia y la Sede Apostólica no otorguen a la Santísima Virgen
este honor, que la común piedad de los fieles tan intensamente anhela sea
concedido a la misma Virgen por solemne juicio de la misma Iglesia y Sede.
Ciertamente, tales votos fueron muy gratos y muy gozosos a Nosotros que desde
Nuestros tiernos años nada tuvimos por más estimable y mejor que honrar con
íntimo afecto de corazón a la Beatísima Virgen María y hacer todo aquello
que parecía conducir a procurar una mayor gloria y alabanza de la misma
Virgen y a promover su culto. Así, pues, ya desde el comienzo de Nuestro
Pontificado dirigimos Nuestros cuidados y Nuestros pensamientos a un negocio de
tanta importancia y no omitimos dirigir humildes y fervorosas plegarias a Dios,
Óptimo y Máximo, para que quisiera ilustrar Nuestra mente con la Luz de su
celestial gracia, para que pudiéramos entender qué debíamos hacer en este
asunto.
Nos
apoyamos sobre todo en la esperanza de que la Beatísima Virgen, que elevó
el vértice de sus méritos sobre todos los coros de los Ángeles hasta el solio
de la Deidad[i],
y que aplastó la cabeza de la antigua serpiente con el pie de la virtud, y que constituida
en Cristo y la Iglesia[ii],
y toda suave y llena de gracias, libertó siempre al pueblo cristiano de las
mayores calamidades, de las insidias y el ímpetu de todos los enemigos, y la
preservó de la ruina, compadeciéndose como suele con el amplísimo afecto de
su ánimo maternal de las tristísimas y luctuosísimas vicisitudes Nuestras,
acerbísimas angustias, trabajos y necesidades, querrá, con su patrocinio ante
Dios siempre presente y potentísimo, apartar los flagelos de la ira divina con
los que somos afligidos por Nuestros pecados y detener y disipar las
turbulentísimas tempestades de males, con las que, con increíble dolor de
Nuestro ánimo, la Iglesia en todas partes es agitada, y convertir en gozo
Nuestro llanto. Bien conocéis, Venerables Hermanos, que todo el fundamento de
Nuestra confianza está colocado en la Santísima Virgen, como quiera que Dios puso
en María la plenitud de todo bien, de manera que si hay en nosotros algo de
esperanza, algo de gracia y de salud, debemos reconocer que de Ella nos
proviene... porque tal es la voluntad de Aquel que quiso que todo lo tuviéramos
por María[iii].
III.
Se prepara un examen detenido del asunto
De
aquí que hayamos elegido algunos varones eclesiásticos, respetables por la
piedad y muy peritos en la disciplinas teológicas y algunos Venerables Hermanos
Nuestros, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, ilustres por su virtud,
religión, consejo, prudencia y ciencia de las cosas divinas, y les hayamos
encomendado que según su prudencia y saber se encargasen de examinar
detenidamente este gravísimo asunto y luego Nos trasmitieran
diligentísimamente su parecer. Al obrar así creíamos seguir las ilustres
huellas y emular los ejemplos de Nuestros ilustres Predecesores.
Por
lo cual os escribimos esta carta, Venerables Hermanos, por la que excitamos con
todo empeño vuestra egregia piedad y pastoral solicitud y os inculcamos una y
otra vez que cada uno de vosotros procure según su propio arbitrio y prudencia
que se digan y hagan en sus diócesis públicas plegarias para que el
clementísimo Padre de las luces se digne esclarecernos con la suprema luz de su
divino Espíritu e ilustrarnos con su inspiración, de manera que en este asunto
de tanta importancia tomemos aquella determinación que redunde tanto en la
mayor gloria de su santo Nombre como alabanza de la Beatísima Virgen y utili
dad de la Iglesia. Deseamos también vehementemente que lo antes posible
nos hagáis saber cuánta sea la devoción que anime a vuestro clero y pueblo
fiel hacia la Inmaculada Concepción de la Virgen, y qué deseos los inflamen de
que este asunto sea discernido por la Sede Apostólica; en primer lugar deseamos
saber con máximo interés qué sentís vosotros mismos, Venerables Hermanos,
según vuestra eximia sabiduría, acerca de esto y qué anheláis, habiendo ya
concedido al Clero Romano que pueda recitar las peculiares horas canónicas de
la Concepción de la Beatísima Virgen, recientísimamente compuestas e
impresas, en lugar de las que aparecen en el Breviario común, por carta os
concedemos a vosotros, Venerables Hermanos, la facultad de otorgar si os place,
a todo el clero de vuestras Diócesis que pueda recitar lícitamente las mismas
horas canónicas de la Concepción de la Santísima Virgen, que usa ahora el
Clero Romano, sin que para ellos debáis implorar permiso de Nosotros o de
Nuestra Sagrada Congregación de Ritos.
IV.
Conclusión
De
ningún modo dudamos, Venerables Hermanos, de que os alegraréis, según vuestra
singular piedad hacia la Santísima Virgen María, en acceder gustosísimamente
y con todo cuidado y celo a estos deseos Nuestros y de que os apresuraréis a
enviarnos las oportunas respuestas que os pedimos. Mientras tanto recibid, como
auspicio de todos los celestiales dones y testimonio de Nuestra particular
benevolencia, la Bendición Apostólica que os impartimos amantísimamente de lo
más hondo de Nuestro corazón a vosotros, Venerables Hermanos y a todos los
Clérigos y fieles laicos confiados a vuestra vigilancia.
Dado en Gaeta el día 2 de febrero de 1849 de Nuestro Pontificado el año
tercero