Laico, es decir cristiano

Entrevista a Luigi Giussani *

 

Angelo Scola

 

 

¿Qué significa ser cristiano en la época actual?, ¿cómo debería ser el papel de los cristianos en la vida pública?, ¿cómo deberían ser las relaciones del cristiano con el poder político? Para evitar reducciones sobre el cristianismo en la esfera pública, es importante volver a lo esencial, a lo que constituye el “ser cristiano”. En esta extensa entrevista realizada en 1987, Luigi Giussani  hace un brillante diagnóstico –sorprendentemente actual- sobre estos temas. “En efecto –señala Giussani- ¿qué es el cristianismo sino el advenimiento de un hombre nuevo que, por su naturaleza, se convierte en un nuevo protagonista en el escenario del mundo?... Porque el cristianismo es testimonio de Cristo. Y nada más”.

 

 

                La cuestión del papel del laico en la vida de la Iglesia no parece que haya sido nunca objeto de especial debate dentro del movimiento que usted dirige. Sin embargo, Comunión y Liberación (CL) es considerado por muchos uno de los movimientos “laicales” más dinámicos surgidos en la Iglesia en los últimos decenios. ¿Cómo se explica esta paradoja?

 

            Es verdad, no hemos sentido nunca la necesidad de tematizar más allá de un cierto límite el concepto de “laico”, porque toda nuestra atención está concentrada sobre la idea de “fiel”, de “bautizado”. Es decir, sobre la idea de una ontología nueva que el Hecho cristiano introduce activamente en el mundo.

 

            En efecto, ¿qué es el cristianismo sino el advenimiento de un hombre nuevo que, por su naturaleza, se convierte en un nuevo protagonista en el escenario del mundo? Me parece que, no sólo desde el punto de vista antropológico, sino también del de la figura –digámoslo así- “religiosa”, no existe nada más allá de y sobre este elemental mensaje.

 

            La cuestión eminente de la realidad cristiana no es por tanto “laico o no laico”, sino el acontecer de la “criatura nueva”, como la llama Santiago, o el “nacimiento nuevo” para usar las palabras de San Juan. A este hombre nuevo se le pueden confiar tareas y funciones distintas, pero esto, en el fondo, es un problema secundario.

 

            Esta convicción suya me parece que refleja, entre otras cosas, el nuevo contexto histórico en el cual la Iglesia vive hoy, en una sociedad fuertemente secularizada como es la nuestra, el cristiano está llamado ante todo a vivir la propia identidad y al comunicarla a los otros…

 

            Tanto es así que también la presencia del sacerdote, del religioso, si no se recompone en una figura de horizonte misionero se convierte, como máximo, en objeto de curiosidad y normalmente de automarginación. Esta realidad me parece que reconduce el Hecho cristiano no sólo al temperamento sino también a la situación misma de sus orígenes, porque el cristianismo es testimonio de Cristo. Y nada más.

 

            Es impresionante ver también en muchos de los llamados ambientes de misión el mismo e idéntico empobrecimiento  y la misma reducción de significación de la Iglesia que se registra en el mundo occidental. Precisamente porque el comportamiento de la “oficialidad” eclesiástica reproduce también en estos lugares la figura de una realidad sociológicamente establecida, preconstituida, y por tanto burocráticamente marcada, que se encuentra en todas partes del mundo civilizado donde la tradición cristiana se está perdiendo.

 

            Me parece necesario esforzarse en colocar la figura del laico, que en sí se define a partir de la Revelación, en la situación de la Iglesia de hoy, tanto más si la sensibilidad histórica es un rasgo esencial del método pedagógico aplicado por usted en CL. En los últimos años usted ha reflexionado mucho sobre el desafío que la modernidad representa para el cristiano. ¿Por qué?

 

            Porque es un desafío radical –sin precedentes- en cuanto toca la misma posibilidad de concebir la existencia cristiana. En la época moderna, en efecto, el hombre, considerándose medida de todas las cosas, parece como condenado a debatirse entre una doble alternativa: o la presunción o el cinismo. O presume de tener en sí un principio soteriológico absoluto y totalizante, o se deja llevar de la persuasión de estar aplastado cínicamente y fragmentado por la omnipotencia de la materia: un pequeño grano de polvo en el torbellino universal. El Papa ha hablado del hombre contemporáneo como el hombre reducido a “trozo de materia o ciudadano anónimo de la ciudad terrena”.

 

            Frente a tal situación cultural el cristiano se encuentra en el deber de combatir antes que  nada para reivindicar su derecho a la existencia y afirmar la “utilidad” histórica de su presencia, en medio de una realidad que considera su pretensión absolutamente irrelevante, insignificante.

 

            Pero hay una especie de denominador común a las dos posiciones humanas hasta ahora descritas: que el hombre contemporáneo, debiendo vivir de todas formas, y con un mínimo de orden termina por conferir al Estado un poder exorbitante, casi divino. Sea el estado absoluto de matriz hegeliana, sea el moderno estado social-radical, terminan por controlar e interpretar todas las motivaciones de estima, honor, esperanza y guía de los hombres de hoy. Así el cristiano se encuentra ante la necesidad de afirmar su derecho a la existencia –tanto como mera posibilidad que como significación- frente a un Estado que no es menos enemigo de cuanto lo fuese el Imperio romano de los primeros siglos. Incluso desde un cierto punto de vista le es hoy todavía más radicalmente hostil.

 

            Hace dos años usted habló en muchas Universidades italianas de la “crisis de la conciencia religiosa del hombre moderno” ¿Cuáles eran los puntos centrales de su discurso?

 

            Intentaba provocar una toma de conciencia que en mi opinión tiene dos polos. El primero es el pesimismo originario de la antropología cristiana, es decir, la conciencia del pecado original. Es la abolición de tal noción la que ha hecho posible toda la hybris [soberbia] del hombre moderno. Pero se trata de una mentira evidente, porque como quiera que concibamos la idea cristiana de pecado original, no hay una hipótesis de explicación más plausible de la dolorosa condición humana que esta ruptura originaria, esta contradicción originaria en el corazón de la persona.

 

            El otro polo es, por el contrario, el optimismo profundo frente a la existencia y a la historia que le viene al cristiano, por la conciencia de la Resurrección de Cristo. Por consiguiente invitaba a los cristianos a revisar su esperanza en el Progreso, en la Evolución, en los “Valores Comunes”. Y a fundarla, por el contrario, en la “prenda” de la Resurrección final que puede hacer su acción humana capaz del “ciento por uno aquí abajo” del cual se habla en el Santo Evangelio.

 

            Lo que significa un gusto y un amor por el compromiso con el tiempo y el espacio que, aun en su brevedad y pobreza, no serían encontrables en ninguna otra posición humana.

 

            Si el primer polo, en realidad, es causa de dolor, el segundo polo produce una alegría invencible ante las circunstancias, desconocidas para el mundo. Y también una paz profunda porque, como decía Paul Claudel, “la paz está hecha de dolor y de alegría en partes iguales”.

 

            ¿No le parece que con este planteamiento da más peso al pecado original que a Cristo? Todos los hombres han sido predestinados a la salvación en Cristo. Cristo es antes que el pecado original: ¿no es éste el sentido del cristocentrismo del cual le oía hablar tanto hace treinta años?

 

            La victoria en una gran batalla exalta la figura de un rey mucho más que un señorío sin contestación; el nuestro es un Señor que se mide con la libertad de los hombres.

 

            Volvamos a la crisis de la conciencia religiosa. ¿Ha habido también una involución eclesial? Y si fue así, ¿cuáles han sido los puntos esenciales donde se ha cedido?

 

            De una parte la reconducción del Hecho cristiano a un Logos anclado en su última interpretación en la cultura dominante; de aquí el triunfo de un historicismo que ya damos incluso por descontado, que me parece que se haya hecho familiar y cotidiano a muchos teólogos del post-concilio.

 

            Por otro lado la fidelidad cristiana reducida a moralismo: una reducción todavía más mezquina porque empobrece el Hecho cristiano en su nobleza, en su dignidad, porque la fidelidad cristiana es por su propia naturaleza un amor, el amor a la persona de Cristo.

 

            En el contexto de un derrumbamiento de la fe de este calibre, era inevitable que la idea de Iglesia terminase por vincularse a una visión puramente localista, geográfica. Pero no hay nada más destructivo que una exaltación desmesurada de la Iglesia “local” frente a la Iglesia “universal”, porque el valor o es universal o no es. También porque no podría competir con la cultura dominante que es precisamente un “universal” que viene impuesto. De lo contrario se tendrá quizás una Iglesia local llena de iniciativas, con una curia de centenares y centenares de funcionarios …, pero la vida, como no nace de los muros de una casa, no nace tampoco de las estructuras de una asociación.

 

            En el fondo una posición de este tipo renuncia a las dimensiones de integralidad y de totalidad constructivas del Hecho cristiano. ¿Qué pierde el cristiano cuando se minimalizan de esta forma la exigencias de la fe?

 

            Por una parte se vacía una posición humana realista dejando espacio solamente a la artificiosa autosuficiencia voluntarista, o a la banalización de la existencia, reduciéndola a pura instintividad: por otra parte se hace esencialmente abortivo el ímpetu de la construcción, impidiendo la creatividad que nace del amor a la realidad intuida en su destino. Amor que, analógicamente a lo que sucede en la relación entre el hombre y la mujer, se hace fecundo sólo si se consuma en su contexto más adecuado y natural.

 

            ¿Se puede decir que este minimalismo genera en la Iglesia de hoy la falta de una pedagogía adecuada para la fe?

 

            Lo que este minimalismo ha producido en la Iglesia ha sido la ausencia total, diría que estadísticamente general, por muchos años, y paradójicamente justo en el periodo postconciliar, de un mensaje auténticamente cristiano como el que ha renacido en el último decenio de Pablo VI y, clamorosamente, con Juan Pablo II

 

            … y por consiguiente también la ausencia de una pedagogía integral que acompañe la libertad del hombre en la adhesión a este mensaje…

 

            Se puede decir que la ausencia de este mensaje lleva consigo una percepción raquítica de la pedagogía del desarrollo  de la fe cristiana. Pedagogía que de esta forma se reduce secularizadamente a los contenidos de la sociología y de la psicología, según un modelo anglosajón.

 

            Por el contrario, su propuesta pedagógica parte del sentido religioso del hombre, ¿es así?

 

            El corazón de nuestra propuesta es más bien el anuncio de un acontecimiento sucedido, que sorprende a los hombres del mismo modo en que, hace dos mil años, el anuncio de los ángeles en Belén sorprendió a los pobres pastores. Un acontecimiento que acaece, antes de toda consideración, en el hombre, religioso o no religioso. Es la percepción de este acontecimiento lo que resucita o potencia el sentido elemental de dependencia y el núcleo de evidencias originarias a las que damos el nombre de “sentido religioso”.

 

            Pero los dogmas cristianos y los mismos misterios de la vida de Cristo, todos, hablan en la Iglesia, y sin embargo tales enunciaciones hoy no parece que incidan demasiado en la vida…

 

            Porque se puede hablar de la vida y de los misterios de la vida de Cristo como un cristiano puede contar la historia de Buda. Es decir: hay una comunicación que transmite un mensaje, el anuncio de una cosa real, un acontecimiento real actual; y puede hacerse por el contrario una narración histórica que no interesa, o que interesa cada vez menos a la gente. Decir, por ejemplo, que en la historia de la Iglesia se han verificado muchos milagros puede dejar indiferente a todos; decir por el contrario, que desde hace siete años cinco muchachos en Medjugorje (Yugoslavia) viven una experiencia extraordinaria interesa a la prensa de todo el mundo, pero ante todo a la conciencia de muchos. Es sólo un ejemplo, naturalmente. Pero es para decir que lo que falta en la Iglesia no es tanto la dicción literal del anuncio sino la experiencia de un encuentro.

 

            Esta última observación me parece de una importancia decisiva. En efecto, si hay una época en la cual la teología ha recuperado el cristocentrismo, ésta es la nuestra. Sin embargo, la tensión totalizante de Cristo. ¿Dónde y cómo se hace la experiencia de un encuentro?

 

            Se encuentra el Hecho cristiano, topándose con personas que han realizado ya este encuentro, y cuya vida desde que éste se dio, de algún modo, ha cambiado. Por consiguiente, el cómo es un impacto humano que sucede: una persona, un grupo, una realidad social. El dónde, por el contrario, puede ser en cualquier sitio, donde sea.

 

            Ciertamente no es un encuentro oír citar el Evangelio o escuchar incluso durante horas los pensamientos que el Evangelio trae a nuestra cabeza. Esto es asistir a nuestra cabeza. Esto es asistir a un espectáculo, cuando lo es, de reacciones sentimentales o dialécticas que tienen su origen en un punto de partida religioso. Por el contrario, el encuentro es un acontecimiento que puede ser también una persona que habla, pero no es tanto la palabra en sí misma cuanto el cambio de personalidad de aquel que habla, lo que impresiona.

            ¿Podría decirnos cuál es el itinerario educativo de la fe que propone su movimiento?

 

Se podría resumir así: ante todo –digámoslo de nuevo- la gracia de un encuentro, el testimonio de una persona por la cual el Hecho cristiano se hace una realidad presente. En segundo lugar suscitar la experiencia de la identidad, de la correspondencia, entre el contenido de este encuentro y el sentido religioso. Por tanto, como consecuencia, el deseo de comunicar –antes incluso que a sí mismo- a los otros, esta buena noticia: la misión en otras palabras. Y además, al mismo tiempo la sorpresa del dolor por la propia incoherencia y la piedad por la necesidad del hombre.

 

Telegráficamente, ¿cómo definiría una fe privada del sentido religioso?

 

Una ideología cualquiera, o una práctica supersticiosa que normalmente es el último producto en el hombre del sentido religioso sustancial.

 

¿Y un sentido religioso que no llega a la fe?

 

Una espera dolorosa que no tiene todavía respuesta. Pero para explicar lo que quiero decir querría recordar un episodio de mi reciente viaje a Japón. En el monte santo de Koya he encontrado a tres líderes espirituales budistas; tres tipos muy distintos entre ellos. Uno era el rector de la Universidad (financiada por el Estado) y era el budista docto. El otro, que había sido el rector precedente, encarnaba del modo más clásico el esoterismo de la secta. El tercero, por fin, era el maestro de los monjes. Éste último –y el recuerdo de aquel momento todavía me conmueve- nos ha abrazado como si viese en nosotros amigos esperados desde hace mucho tiempo; pero sin poder decir nada…, sin otro contenido que su dedicación hacia algo último que teníamos en común.

 

En estos últimos diez años le he oído hablar a menudo de “cultura dominante” ¿Cuándo se hace dominante una cultura?

 

Cuando su contenido es tan sistemáticamente transmitido por los medios de comunicación que no es posible que, a través de una veloz ósmosis, no llegue a informar inconscientemente la mentalidad de todos. De esta forma, la fisonomía misma del moverse de la sociedad y de los individuos se hace totalmente reconducibles a las imágenes o a los parámetros mentales de los instrumentos de comunicación. Pero qué penoso es ver a un individuo totalmente determinado en sus juicios y en sus movimientos por el dictado común…

 

¿Cómo describiría la cultura dominante de hoy y su influjo sobre la vida cristiana?

 

Es el carpe diem; extraer el mayor placer posible de una realidad cuya materialidad es prácticamente concebida como exhaustiva. Con una contradicción, sin embargo, que se demuestra dramáticamente en la soledad, en el lamento y en el suicidio, que definen la condición de tantos hombres de nuestros días.

 

En este contexto humano y cultural el cristianismo corre el riesgo de sobrevivir sólo como “esquema”. Como en las casas de ciertos países de Oriente hay una esquina para los antepasados ya privada  de significado operativo, análogamente entre nosotros sobrevive una estructura organizada de devociones religiosas que, tolerada como respuesta a quien siente una “exigencia religiosa”, no puede expresarse más que de un modo que sustancialmente no incide en la vida de los hombres. Tanto que, como ha escrito Feuerbach, los testigos del cristianismo moderno nos parecen “testigos de una ausencia”, porque tal cristianismo parece vivir “de las limosnas de los siglos ya pasados”.

 

¿Pero una visón de este tipo no puede da la impresión de querer reducir la potencia de Dios que se ha unido a cada hombre en cierto sentido en el Resucitado? ¿No es esta gracia, así como la libertad del hombre (que la misma gracia exige), más potente que cualquier cultura dominante? De otra forma, ¿qué sería del “poder” del Resucitado al cual el Padre ha sometido todas las cosas?

 

El poder del Resucitado al cual el Padre ha sometido todas las cosas se manifiesta según los designios del Padre. Nosotros no estamos llamados a prever ni el día ni la hora. Sabemos sólo que al final el poder del Resucitado será visible en todos  en todo. El cristiano es el hombre que sabe vivir el presente anticipado en la certeza  en la esperanza el momento de la plenitud final.  Y que hace explotar en el presente la invocación potente de la Escritura: “Ven, Señor Jesús”, comenzando así a transformar el mundo según una inicial pero auténtica analogía con el que será el último de los días.

 

La cultura dominante, por cuanto puede investir la mentalidad de los individuos y por tanto de la masa, tiene un límite frente al cual está obligada a detenerse: la naturaleza del hombre que está definida por el sentido religioso. Tal naturaleza no sólo no podrá ser nunca totalmente atrofiada sino que estará siempre más o menos sensiblemente, en una posición de espera. Por lo cual, una recuperación de autenticidad humana respecto a la mentalidad común, paradójicamente es lo que más se anhela en una realidad social aparentemente “homologada”.

 

Pero precisamente esta comprobación me hace denunciar como un equívoco la posición de cuantos identifican la salud de una sociedad con el reclamo a ciertos valores comunes mínimos. Es algo mistificante porque juega con una condición que espera otra cosa y que es de este modo instrumentalizada.

 

Esto explica por qué usted en las conversaciones más recientes ha afrontado con insistencia el tema del poder. Alguno superficialmente ha hablado de una “involución política del movimiento”. Por el contrario, me parece entender que usted denuncia en el poder el obstáculo que se interpone al advenimiento de éste entre el sentido religioso y la fe…

 

El poder, no en su ontología y por lo tanto en su estructural eticidad, sino en su actual realidad histórico-política, muestra una radical enemistad hacia el sentido religioso. Es esta enemistad lo que intento contestar. Por otra parte, el poder, a través de los instrumentos  de invasión de la conciencia de que dispone hoy (los medios de comunicación, sobre todo) no puede no buscar homologar lo más posible al pueblo (como decía Pier Paolo Pasolini) a valores y actitudes que le consientan mantener el status quo y perpetuar su dominio.

 

No digo que tal dinámica está siempre privada de intenciones éticas o humanamente constructivas. Afirmo solamente que tampoco tales intenciones consideran el sentido religioso un principio de autolimitación del poder mismo, ni mucho menos, como la apertura a la ayuda de un factor más grande, es decir, la fe. Pero el estado “ateo” no existe. Si no hace referencia a un principio que lo trascienda y que por lo tanto le pone límites, el Estado tiende por su propia naturaleza a atribuirse dimensiones divinas. Es ésta la raíz de la moderna “estatolatría”.

 

Su análisis es el mismo que el mejor pensamiento católico aplica tradicionalmente a los regímenes totalitarios del fascismo y el comunismo. Usted parece añadir en la misma crítica también a los regímenes democráticos liberales. ¿Es así?

 

En realidad estas observaciones mías las desarrollo teniendo presente la situación política occidental que tiene en el “poder” partidos de voluntad democrática. Pero también la democracia, cuando rechaza una referencia religiosa, se convierte en una moralidad ilusoria.

 

¿Por tanto tienen razón sus críticos cuando sostienen que usted, si pudiese, construiría un estado confesional?

 

Yo digo que la excepción a mi visión pesimista sería un gobierno guiado por hombres que hiciesen de la religiosidad su camino ascético, con una estima y una esperanza en ella, más grande que la ponen en el poder mismo. No pienso por consiguiente en un “Estado confesional” como ideal político sino en un Estado conducido por hombres religiosos que, al límite, podrían ser también no cristianos. Si, por ejemplo, un Gandhi hubiese llegado al poder habría guiado su nación de un modo del que muchos cristianos no son capaces hoy. Pero tal situación ideal se hace más posible si su realización no está confiada a una personalidad singular, aunque sea excepcional, sino a una compañía de hombres religiosos: una verdadera compañía de Jesús.

 

Además el concepto de Estado confesional no es nunca justo. Si hubiese solamente una persona que tuviera una conciencia distinta, merecería el máximo respeto y libertad. A tal propósito me gustaría recordar un episodio de la historia de los primeros años de nuestro movimiento, poco conocido pero muy significativo. ¿Puedo?

 

Por favor…

 

Al final de los años cincuenta fuimos acusados ante el cardenal Montini, entonces arzobispo de Milán, de no participar en las asociaciones escolares oficiales. El presidente del liceo Manzini, de Milán, profesor de la Universidad Católica, decía al cardenal: tienen la mayoría absoluta, con sólo entrar en el organismo estudiantil podrían inmediatamente transformarlo en una asociación “católica”. Nosotros respondimos que si en aquella escuela hubiese un solo estudiante hebreo no seríamos capaces, en conciencia, de obligarle a entrar en una “asociación confesional”. El organismo oficial estudiantil habría debido –por razones de justicia- inspirarse en valores civiles; y nosotros también preferíamos conservar la libertad de educación en una óptica católica fuera de los espacios institucionales, en el tiempo libre.

 

Hablando de poder me resulta espontáneo referirse a la ideología consumista que parece ser en el Este como en el Oeste el principio de la “homologación” de los pueblos a nivel planetario. ¿Qué opina de esto?

 

El consumismo es el aspecto concreto del ateísmo práctico. Su eslogan es el viejo adagio renacentista: “Quien quiera estar contento lo esté, del mañana no hay certeza”, que desde los viejos círculos aristocráticos de los Médicis se ha transmitido progresivamente a la mentalidad del pueblo.

 

El enemigo mortal del consumismo es por el contrario el llamado al sentido religioso. No tanto porque tal llamado sea, de por sí, contradictorio con la instintiva búsqueda del “estar mejor”, sino porque subraya la incongruente y siempre actual desproporción entre lo que el hombre busca y lo que el hombre tiene. Por lo cual lleva en el corazón del presente, aun del presente más satisfecho, la atribulada tensión hacia un algo más.

 

¿Entonces cómo colocar correctamente la relación entre el cristiano y el poder?

 

El cristiano no teme el poder. Por el contrario, en mi opinión, debería desearlo para poder hacer más fácil el camino que cada hombre emprende para realizar el propio destino. El cristiano debería ser el más disponible para comprender que no se puede conducir una convivencia civil no es mortificando y sacrificando algo de sí por el bien común, dando testimonio de una estima y un amor por el trabajo, que fuese sorpresa, milagro, para los otros hombres. Además el cristiano, precisamente, frente a cualquier poder será el luchador por la libertad de la persona y por una sociedad que esté fundada lo más posible desde las libertades personales y las agregaciones que espontáneamente surgen de su seno. Una verdadera sociedad, en efecto, es un flujo de movimientos que nacen de la persona y desde abajo.

 

En el mundo católico italiano, después de años de fuga en lo religioso, se vuelve a hablar de compromiso político cristianamente inspirado. En algunas diócesis florecen incluso escuelas de formación para los laicos que quieren dedicarse al servicio de la cosa pública.

 

Algunas ideas de CL en torno a la relación fe-política, que se consideraban hace diez años integristas, parece que son acogidas hoy por significativos sectores del establishment eclesiástico. El movimiento que usted dirige, por tanto, ¿ha completado su función histórica en la Iglesia?

 

Creo que nunca como hoy la experiencia que nuestro movimiento ha favorecido está llamada a desarrollar una función clarificadora en la Iglesia. Porque la utilización que está haciendo de nuestras fórmulas sobre el nexo fe-política es según una modalidad que confirma exactamente la “opción religiosa” de hace diez años. Solamente que entonces era más sincera, y ahora instrumentaliza la fe para un poder político.

 

En efecto –en tal prospectiva- no es la fe la que, como forma de la persona, crea la fisonomía de un nuevo protagonista en la vida política; por ejemplo, un hombre que tenga una cierta concepción del poder, de la relación entre pueblo y Estado y de la libertad de agregación.

 

La fe se entiende exclusivamente como un input ético que colabora a hacer consciente al hombre de su vivir junto a otros hombres, empujándole a un cierto sentido de responsabilidad hacia la sociedad. Dado este input, la concepción del hombre, del poder y de sus instrumentos, la imagen de la libertad de la persona y de los grupos, sobre todo la imaginación de la construcción de una sociedad, se forma prescindiendo de la fe. Después de este primer input ético el hombre actúa en la sociedad como si la fe no contase nada, como si fuese sólo un empujón en la espalda.

 

Dicho esto, estoy contentísimo de que algunas diócesis se constituyan escuelas. Siempre que haya libertad para todos.

 

Monseñor Giussani, el lector que nos ha seguido hasta aquí podrá preguntarse qué tiene que ver toda esta amplia reflexión sobre la modernidad, sobre la cultura dominante, sobre el poder, con el tema de los laicos.

Por el contrario, hemos dicho antes que se reflexiona siempre sobre el cristianismo históricamente situado; precisamente la relación entre laicos y el poder es percibida en muchos ambientes eclesiásticos anglo-alemanes en particular, como si los laicos estuviesen “sin poder” en la Iglesia. Y, en efecto ellos, al menos al fondo de la “sacra potestas”, no pueden participar…

 

El verdadero “poder” cristiano es la participación en el poder de Cristo victorioso sobre la muerte, sentido último de la historia. Éste es el verdadero “poder”, en relación al cual todos los “roles” son funcionales. También la “sacra potestas” es simplemente fuente de un “rol”.

 

Ser laicos, por lo tanto, ¿no es ser menos en la Iglesia?

 

No sólo no es un “menos” sino que, en un cierto sentido, todo en la Iglesia está en función del laico. Porque todo está en función de la manifestación, en el mundo, de la “Gloria” que Cristo pide al Padre al inicio del capítulo 17 del Evangelio de San Juan: “Ha llegado la hora, glorifica al Hijo tuyo…”. Esta hora, en sentido pleno, es la hora de la historia.

 

Pero entonces en la Iglesia circula un concepto de “participación” que es equívoco…

 

Es equívoco si reduce la participación a querer forzar las puertas de ciertos “roles” en la Iglesia. Pero de este modo se olvida, e incluso se hace comprensible, el verdadero gran poder que es el poder de Cristo resucitado y ascendido al Cielo.

 

¿De qué deriva, según usted, esta insistencia sobre un poder que pide la “democratización” de la Iglesia y, por consiguiente, por poner un ejemplo, la presidencia de la Eucaristía por parte de los laicos, el sacerdocio de las mujeres y tantas otras cosas?

 

De la pérdida y el olvido global de la novedad del acontecimiento cristiano. Tal olvido lleva a considerar la realidad cristiana ya construida como un estado mundano;  con la consiguiente proyección y aplicación de la concepción contemporánea, historicista, de la relación ciudadano-Estado a la vida de la Iglesia.

 

Más en profundidad, tal invasión de un pensamiento no católico en la Iglesia –invasión denunciada y sufrida por Pablo VI en los últimos años de su pontificado- es achacable a un influjo que llamaría “protestantista”, en el cual el cristianismo es percibido en el ámbito exclusivo de la relación yo-Cristo, mientras todo lo que lo expresa socialmente debe necesariamente basarse en imágenes de valor y estructuras operativas por la mentalidad secular.

 

Sin embargo no puede negar que también en la Iglesia hay un problema de libertad. ¿Cuál es en este sentido el camino para una auténtica “representación” en la Iglesia? ¿De qué modo el “sacerdocio real” de los fieles se puede expresar completamente también en las estructuras eclesiales?

 

Es verdad, también el poder en la Iglesia, si no se concibe y sostiene por el contenido único de la fe –el misterio de Cristo que se dilata en la historia- se reduce a un papel de dominio. Ya san Pablo, por otra parte, ponía en guardia a los pastores de la comunidad primitiva de las tentaciones de “apadronar” el propio rebaño. Ejemplo clásico de tal dominio en la vida eclesiástica es un cierto modo de entender y de llevar a cabo los “planes pastorales” establecidos en las oficinas de las curias diocesanas. El poder en este caso se convierte en “gestión” de la vida de los otros. Mientras que la verdadera libertad en la Iglesia sigue esencialmente una dialéctica cuyo momento fundamental es la posibilidad dada a la conciencia del hombre de seguir la sugerencia del Espíritu. Lo que significa reconocer al fiel el derecho alegre de asociarse según las afinidades establecidas en este seguimiento: ¿por qué, en efecto, no debería valer para la Iglesia un derecho como el de asociación, que en las encíclicas sociales los Papas consideran inalienable en la vida de la sociedad?

 

El segundo aspecto de una dialéctica realmente libre es la valorización que la autoridad constituida debe formular acerca de la autenticidad de la experiencia eclesial; pero con una precisión importante: la autoridad es el obispo en cuanto unido realmente con el obispo de Roma, porque no se puede dar contradicción entre los criterios aplicados por un obispo local y los seguidores por la Sede apostólica.

 

El tercer aspecto de la misma dialéctica es, por fin, el sacrificio que la autoridad puede pedir a una determinada experiencia en nombre de la unidad orgánica de la Iglesia. Pero también aquí urge subrayar un corolario capital: tal petición no puede mortificar o estar en contradicción con el primer momento de la dialéctica (la libertad de seguir al Espíritu y el derecho de asociación). En la Iglesia, “unidad” no significa jamás “homogeneidad”: la verdad es sinfónica, dice Hans Urs von Balthasar.

 

Hablando en el diálogo interreligioso el rector de la Universidad del monte Koja, profesor Matsunaja, me ha dicho recientemente que se es tanto más “ecuménico” cuanto más se va al fondo de sí mismos, de la propia identidad.

 

He oído ya una definición de este tipo: la representación en la Iglesia no es democrática sino que es la representación de los carismas… ¿Es un concepto que comparte?

 

En la creación humilde, cauta pero necesaria de un plan pastoral, es decir, de un proyecto de vida, un obispo debe plantear su obra utilizando las fuerzas que el Espíritu ha despertado, a las que podemos dar el nombre de carismas. Por tanto la verdadera representación en la Iglesia no viene dada por la cantidad numérica de la gente que participa, sino exclusivamente en el sentido literal de la palabra de la presencia de los “carismas”.

 

La perspectiva del horizonte y la pedagogía de la aplicación a las que deberán tener presente a todos los fieles, hasta la última presencia de un hombre.

 

Sus observaciones sobre la figura del laico coinciden en sustancia con una idea, presente en la teología contemporánea, según la cual el laico es el cristiano tout court. Le pediría entonces que definiese brevemente los factores necesarios que identifican la figura del cristiano

 

El fundamental, en mi opinión, es el Bautismo sustancialmente aceptado. Y sustancialmente aceptado quiere decir dos cosas; primero, reconocer la presencia de Cristo, que continúa en la realidad de la Iglesia; segundo, reconocer tal presencia en cuanto interpretada y presentada por el Sumo Magisterio.

 

Usted atribuye mucha importancia al Bautismo, ¿qué es lo que sucede propiamente en este sacramento?

 

Que en el hic et nunc de la existencia histórica se hace presente la criatura nueva que con Cristo ha comenzado en el mundo y que está destinada, precisamente a través de esta participación, a permanecer hasta el final decidiendo tanto del tiempo como de la historia.

 

¿Cuál es la relación del Bautismo con la Confirmación, y sobre todo con la Eucaristía, siempre con miras a la identificación del cristiano?

 

La Confirmación es el afirmarse maduro y pleno de la semilla que es el Bautismo, mientras que la Eucaristía es el hacerse signo de la totalidad de unidad de aquellas con el misterio de Dios, y por tanto de la totalidad de dominio del mundo que explotará de modo evidente al fin del tiempo, que ya comienza a producirse y a operar.

 

¿Cómo y por qué nacen en la Iglesia los otros dos estados de vida, el de los ministros ordenados y el de los religiosos?

 

Son carismas que el Espíritu comunica por vocación, para servir a la comunidad de los fieles, según sus necesidades.

 

Pero, ¿qué relación debe mediar entre estos dos estados de vida y el laico?

 

Se podría decir que deben estar ambos en función de la presencia del llamado “laico” en el mundo. Mejor, en función de la presencia del cristiano dentro del devenir histórico.

 

Hay sin embargo un canon tridentino que atribuye al celibato y a la consagración religiosa una objetiva superioridad respecto al estado laical…

 

Tienen un contenido de función objetivamente superior en el sentido de que la existencialidad de la llamada al ideal es esencial para la vida de todos. Porque sin el ideal, tampoco la otras formas de vida pueden sostenerse.

 

Querría pasar al tema de los carismas y hablar de ellos con usted, que es fundador de un movimiento. El Concilio elaboró una cierta doctrina de los carismas, pero es sobre todo en los últimos diez años cuando se han convertido en un tema de discusión. ¿Usted comparte esta especie de euforia por los carismas que existe actualmente en la Iglesia?

 

Comparto la esencialidad y la irreductibilidad del valor de los carismas en cuanto se refieran a ese autorrealizarse de la Iglesia del que habla Juan Pablo II. Por esto un carisma es tanto más necesario cuanto más está centrado sobre el Hecho cristiano, es decir, sobre el misterio eclesial en cuanto tal.

 

Carisma e Institución. Sería banal oponer estos términos como si en la base de la Institución no existiese un carisma. Le querría pedir que expusiese desde su punto de vista esta relación.

 

Hagamos una comparación. La Institución es como una casa, una familia: sea como estructura material, sea como organicidad de morada. Los carismas son fuente de vida de esta morada. La Institución nace de un carisma, del carisma supremo de Cristo. Los carismas dan vida a la Institución y al mismo tiempo la Institución salvaguarda su autenticidad: los purifica, no los margina.

 

Pero diciendo así, ¿no está infravalorando la Institución, lugar de la “santidad objetiva” de la Iglesia, como decía San Agustín? ¿No la reduce a una especie de caja vacía, privada de vida?

 

La Institución tiene como estructura fundamental el sacramento, la Palabra de Dios y el Magisterio, que es de todos los obispos en cuanto unidos al Papa.

 

Pero ¿cómo puede suceder que un hombre, acercándose al sacramento, se sienta penetrado por una voluntad nueva? ¿O que escuchando la Palabra de Dios se sienta animado por una imagen nueva de lo que es su vida? ¿O, más todavía, sintiendo las indicaciones del Magisterio infalible como el camino que se debe recorrer, incluso sacrificándose a sí mismo? Que esto suceda no es obra automática del sacramento, de la palabra o del Magisterio, sino del Espíritu. Como lo ha dicho el Papa en el discurso a los sacerdotes de CL, el 22 de septiembre de 1985: “El surgir del cuerpo eclesial como Institución, su fuerza persuasiva y su energía agregativa, tienen su raíz en el dinamismo de la Gracia sacramental. Ella, sin embargo, encuentra su forma expresiva, su modalidad operativa, su concreta incidencia histórica mediante los diversos carismas”. Por esta razón gente que no se ha acercado nunca a la Iglesia, viviendo la experiencia de un movimiento, comienza a comunicarse también todos los días con una naturaleza que no tiene necesidad de llamados a ningún “deber”.

 

Lo opuesto de una posición como ésta, respecto de la relación carisma-Institución, es el clericalismo.

 

Pero ¿usted se siente portador de un “carisma de fundación”?

 

¡No! Me siento portador de un ímpetu de vida y, por consiguiente, justamente de un carisma. Pero “carisma de fundación” no sé exactamente qué significa. Precisamente porque es un carisma no puedo pretender ningún proyecto preciso. Todo lo que esto suscita es un estupor, más grande todavía que en los comienzos.

 

Que haya alguno que comience una determinada experiencia me parece suficientemente obvio. Pero todo carisma en la Iglesia puede ser participado comunionalmente en una compañía, en una amistad, análogamente a la colegialidad de los apóstoles con Pedro.

 

¿Por tanto usted sostiene que no es escindible su carisma de lo que éste suscita como compañía?

 

La Iglesia ve mejor que yo.

 

Sin embargo la teología enseña que el carisma es dado a la persona y no puede pasar de uno a otro. Usted mismo en la nueva edición del volumen-entrevista sobre Comunión y Liberación afirma que su carisma no se puede comunicar o heredar…

El Espíritu que da un carisma a una persona es el Espíritu de Cristo. Precisamente porque el carisma es dado para incrementar la historia del Cuerpo de Cristo, creo que el Espíritu puede dar el mismo carisma a otro si quiere que sus efectos permanezcan.

 

Tanto es así que quien debería ser “fundador” –por seguir en la terminología que usted ha utilizado- siente realmente que es ayudado en su tarea más o menos grave por algunos que tienen su mismo “carisma” y no por otros. Pero lo que me ha dado siempre náuseas es la personalización exasperada del carisma del “fundador”: “No les llaméis maestro; uno sólo es vuestro Maestro”, dice el Evangelio.

 

Pero el carisma que ha dado vida a un movimiento como el suyo, ¿representa en sí un horizonte totalizante? Quiero preguntarle si usted considera que en algún sentido el movimiento está contenido “in nuce”…

 

Sí, en la medida en que esta experiencia es reconocida y abrazada como una modalidad a la cual el Espíritu solicita una persona. Porque el cristianismo es totalizante. Y no existe ningún planteamiento educativo de la persona que no tenga, por su naturaleza, esta característica. Si no fuese así, ella proporcionaría simplemente materiales para otros planteamientos educativos de signo distinto pero, por fuerza, igualmente totalizantes.

 

La “Lumen Gentium” (Cfr. No. 12) dice que los pastores tienen el deber de discernir los carismas, sobre todo de no sofocarlos. ¿Cómo es su experiencia en este sentido, especialmente con los tres últimos obispos de Milán?

 

En base a mi experiencia puedo decir que muchos obispos observan la enseñanza de la Lumen Pentium, por usted citada. Pero algunos de ellos invierten el orden de la doble exhortación del texto conciliar: así, a menudo el sofocamiento del carisma precede a la valorización del mismo.

 

Respecto a mi relación con los tres últimos obispos de Milán, puedo decir como sigue. La primera vez que el cardenal Montini me convocó para comunicarme las críticas o quejas de los párrocos de Milán respecto de nuestro movimiento (haber abolido la tradicional división entre asociaciones masculinas y femeninas, el privilegio que dábamos al apostolado en los ambientes respecto a las parroquias) me dijo al final estas palabras textuales, que no puedo olvidar: “Yo no comprendo sus ideas y sus métodos, pero veo los frutos y le digo: vaya adelante así”.

 

Palabras parecidas me repitió Pablo VI el Domingo de Ramos de 1975 en la Plaza de San Pedro, pero sin la primera parte: “Es éste el camino –me dijo- vaya adelante así”.

 

Con el cardenal Colombo me he encontrado en una extrañísima situación porque su objeción fundamental era: vosotros donde llegáis molestáis, entiendo por “molestar” la incomodidad a la hegemonía tranquila de la Acción Católica. Pero sin su actitud, de hecho permisiva, no habríamos podido existir. Sobre todo el cardenal Colombo reconocía que nuestra experiencia no era otra cosa que lo que yo había aprendido de él, como profesor de teología, en el seminario de Venegono. Tanto es así que al actual cardenal de Bolonia, Biffi, solía decir al cardenal Colombo que el único que aplicaba la teología como le había sido enseñada en el seminario era aquel que él, oficialmente, había obstaculizado más.

 

Por lo que respecta al cardenal Carlo Maria Martini espero profundamente en su sensibilidad para la libertad de las personas y en su magnanimidad eclesial.

 

Esto en cuanto concierne a la relación con sus obispos de Milán. Pero el movimiento suscitado por usted está hoy difundido en treinta países. ¿Cómo son las relaciones con la estructura eclesiástica en estos países?

 

Fuera de Italia son cada vez más numerosos los obispos que invitan al movimiento a sus diócesis con la evidente esperanza de que esto pueda dar frutos, especialmente entre la juventud y, más en general, de una presencia más activa de la Iglesia.

 

Quizás el más grave inconveniente para la difusión de Comunión y Liberación está en el hecho de que el movimiento provoca una atracción a la vida cristiana que, por su verdad, creo que es inmediatamente fascinante. Pero nuestra experiencia exige luego la fatiga de una personalización que hace difícil que su obra y sus resultados sean inmediatamente masivos. Sin embargo, allí donde existe un grupo verdaderamente comprometido, ejerce un influjo en la vida social desde un cierto punto de vista desproporcionado respecto a su exigüidad numérica.

 

Por otra parte, el dilatarse también cuantitativo tiene una exigencia de tiempo y de historia que es la característica  de todo camino verdaderamente educativo. Sin olvidar, en absoluto, que el Espíritu sopla donde quiere.

 

La teología de los últimos 15 años ha conocido una gran difusión de la doctrina sobre los ministerios, que casi siempre vienen ligados al tema de los carismas. ¿Qué le sugiere la palabra “ministerios”?

 

Un instrumento y una función de comunicación de la gracia sacramental que por su naturaleza implica palabra y gobierno y que puede convertirse en fuente de una maduración cada vez más grande del misterio de la persona cristiana.

 

¿Pero usted ligaría la palabra ministerio a la palabra carisma? ¿Cómo?

 

La ligaría al carisma en el sentido de que es una capacidad de servicio donada por el Espíritu. Sólo que es un carisma inherente al servicio interno de la comunidad cristiana.

 

Usted ha conectado la palabra ministerio a la gracia sacramental, pero a partir de la Evangelii Nuntiandi y Ministeria Quaedam el Magisterio ha comenzado a referir esta expresión también a los laicos, afirmando que existen “ministerios no ordenados” que se pueden confiar a los laicos. ¿Qué piensa de esto?

 

Pienso que si un obispo da una atribución de servicio ministerial a un laico hace participar analógicamente a este laico en la gracia sacramental propia del obispo.

 

¿Pero con esto no se corre el riesgo de convertir todo en ministerio: desde el matrimonio al trabajo en la sacristía…? ¿Usted comparte la idea de una Iglesia toda “ministerial”?

 

Sería una Iglesia absolutamente clerical y, en mi opinión, paradójicamente faltaría a su finalidad. Porque la finalidad de la Iglesia no es tanto la de organizarse sino la misión. Y además, si todo fuese “ministerio” en la Iglesia, se llegaría a la paradoja de que un hombre antes de organizar su propia vida familiar debería pedir la autorización pertinente a su obispo.

 

¿Distinguiría entre ministerios intereclesiales y extraeclesiales?

Un ministerio extraeclesial –para mi- es un sinsentido.

 

Una equilibrada doctrina de los ministerios ordenados confiados a los laicos, en su opinión, ¿podría resolver de verdad el problema de la participación en la Iglesia de la cual hemos hablado antes?

 

No, porque la participación en la Iglesia debe ser dada desde la libertad convertida en la fe, en la esperanza y en la caridad, y comprometida en vivir el mundo en modo tal que demuestre la presencia de Algo más grande. La verdadera participación, por tanto, nace siempre de un ímpetu misionero.

 

Juan Pablo II hablando al clero suizo ha expresado la siguiente preocupación: “Es necesario evitar clericalizar a los laicos y laicizar a los sacerdotes”. En su opinión, ¿qué quería decir?

 

Quizás intentaba decir que una generalización del concepto de ministerio como modo de participación en el gobierno de la Iglesia puede genera la idea de que ella se reduce a una cuestión de poder. Mientras aquella cristiana es, por el contrario, una participación en la naturaleza de la Iglesia que es misión.

 

Laicización de los sacerdotes significa por su parte que el clero, aun manteniendo una función de poder, tiende cada vez más a identificar su propia condición con la laical como si esta última, entendida no en sentido cristiano sino mundano, fuese un ideal de libertad.

 

En su movimiento se oye hablar mucho de carismas, pero nunca de ministerios. ¿Por qué?

 

Porque nuestra tarea es eminentemente misionera.

 

Usted confía de esta manera a la misión de mantener en su esencialidad la teología de los ministerios. Ahora, el Sínodo de octubre ha puesto expresamente el tema de la misión. Querría pedirle una definición simple de esta palabra.

 

Misión es hace llegar a todo el mundo la noticia de que Dios se ha hecho hombre para salvar al hombre, y por tanto que el hombre puede comenzar ya desde ahora a obrar el bien eterno.

 

Una cosa que me impresionó mucho cuando era joven fue precisamente su modo de hablar sobre la misión. Para mí, aunque no creo que sólo para mí, esta palabra evocaba la idea heroica de misioneros en la selva, y no sospechaba entonces todo el significado de la dimensión misionera de la vida cristiana. ¿Cómo y dónde la ha aprendido?

 

Podría decir que la he aprendido en los bancos de la escuela de la facultad teológica de Venegono. Pero podría identificar incluso el párrafo bíblico que fue mi leit-motiv en aquellos años: aquellos de la segunda Carta a los Corintios: “Nos apremia el amor de Cristo sabiendo que si un solo ha muerto por todos, todos han muerto, y Él murió por todos para que aquellos que viven, ya no vivan para sí sino para Aquel que murió y resucitó por ellos”.

 

Decir misión significa también decir “ambiente”…

 

La modalidad del anuncio debe ser integral y simple. Integral en su contenido: Cristo el Dios que se ha hecho hombre, no un mero modelo abstracto de moralidad.

 

Simple, es decir, pedagógicamente adecuado a la situación del hombre al cual se lleva el mensaje. Para ser verdadero el mensaje al cual se lleva el mensaje. Para ser verdadero el mensaje debe ser percibido en su significado, y sólo puede ser así si existe una correspondencia de este mensaje con las necesidades concretas de que está tramada la vida de las personas. Las necesidades concretas de la vida del hombre están cualificadas globalmente por la palabra ambiente. Por esto no es misión verdadera si el mensaje no revela pedagógicamente su verdad en el impacto con las necesidades que el hombre vive en el ambiente.

 

¿Cuáles son los ambientes de la misión cristiana?

 

Cualquier ámbito en el cual vive el hombre, sobre el cual pueda influir y por el cual pueda ser influenciado.

 

¿Por qué en la Iglesia italiana cuando se empezó a hablar de ambiente se interpretó que era algo que se debía integrar en la parroquia? ¿La parroquia no es ambiente?

 

La parroquia es ambiente, pero precisamente porque no ha sido considerada como tal ha pretendido ser, y se la ha imaginado muchas veces así, como un deus ex machina, una especie de monopolio automático de la creatividad del Espíritu. Mientras la parroquia debe sobre todo sentirse misionera y por consiguiente concebirse como un ambiente en el cual evangelizar y que debe ser evangelizado.

 

Por otra parte hay un concepto más restringido de ambiente –escuela y trabajo fundamentalmente- que puede ser concebido como los ámbitos que dilatan el valor misionero de la parroquia. En efecto, los parroquianos van a la escuela y al trabajo, pero se encuentran, obviamente en un ambiente distinto, y por tanto es necesaria una metodología de presencia cuya necesidad en la parroquia puede pasar desapercibida o puede ser menos sensiblemente percibida. Entonces, de una parte, estos ambientes obligan a una mayor madurez a los fieles de una parroquia; por otra, estos mismos fieles, volviendo a la parroquia; por otra, estos mismos fieles, volviendo a la parroquia, pueden aportar un espíritu misionero que antes no existía.

 

¿Puede ser que algunos aspectos de las tensiones entre parroquias y movimientos dependan de esta diferente percepción del ambiente?

 

Sin duda. Querría solamente añadir que es una cosa trágica concebir la parroquia como una realidad completa, porque de esta manera se vacía de la humildad y de la vivacidad que surgen del sentirse objeto de una llamada del Espíritu.

 

Si una parroquia se percibiese así comprendería perfectamente la continuación de la propia presencia dentro del ambiente en la escuela y en el trabajo, y sentiría la presencia de los movimientos de ambiente con gratuidad.

 

Hablar de la misión de los cristianos exigiría examinar al menos los campos principales de su acción cotidiana. Yo me limitaré, sin embargo, a enunciar cuatro categorías claves para la misión cristiana pidiéndole una definición sintética: Justicia…

 

Es un valor salvado allí donde el Hecho cristiano puede subsistir y estar presente incidiendo realmente sobre la estructura social.

 

Paz…

 

La paz no es el consenso sobre los valores que no deben ser turbados. Es una cultura donde la esperanza fundada sobre un factor presente vence sobre la negatividad del dolor y de la fatiga.

 

Cultura...         

 

En sentido primario es todo aquello que tiende a incrementar al hombre en su humanidad personal. En sentido secundario cultura es, con este fin, el riesgo de poder utilizar todo.

 

Trabajo...       

 

Es el supremo acontecimiento humano donde el ideal o el destino, confusa o claramente intuido o presentido, empuja, con su atracción, a manipular la realidad para trajinarla consigo, hacia el fin al cual todo el corazón del hombre tiende.

 

¿Cuál es la urgencia más radical para la misión de los cristianos de hoy?

 

Ante todo la integridad del mensaje, que me parece que se ha oscurecido; y después lo que la Biblia llama Promesa; o sea, que el contenido de este mensaje comience a hacerse experimentable como esperanza en el presente. Y por esto se manifiesta como pietas.

 

Quizás ahora hemos puesto todos los elementos necesarios para hablar de la vocación cristiana. ¿Qué es?

 

Es la participación en la vocación de Cristo, que es la de ser mandado para hacer conocer al Padre, y por tanto para hacerse conocer. Porque la vida eterna, como se lee en el capítulo 17 de San Juan, «es que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a Aquel que has enviado, Jesucristo».

 

¿Existe, hablando con propiedad, una vocación laical?

 

Hablando con propiedad no soy capaz de comprender qué puede significar una «vocación laical».

 

¿Cuál es la importancia del matrimonio y de la familia en la vocación de los fíeles laicos?

 

El matrimonio ha sido constituido sacramento y el Concilio ha llamado a la familia incluso Iglesia domestica, por la función que ésta tiene para la creación de todo el organismo humano en su camino histórico hacia Cristo.

 

¿Se puede ser laico y, al mismo tiempo, consagrado a Dios? Dicho en otros términos, ¿se puede estar consagrado a Dios sin ser religioso?

 

No comprendo por qué el Bautismo y la Confirmación, con la ayuda de la Penitencia y de la Eucaristía, no pueden ser fuente adecuada de razones y de fuerza para una consagración a Dios de la persona en la virginidad.

 

¿Pero no hay contradicción entre laicidad y vocación a la virginidad consagrada?

A mí me parece que la única distinción que es posible hacer en los estados de vida es entre «clero» y «laico». El primero se dedica al servicio inmediato de la vida interna de la Iglesia, mientras que el segundo es el fiel que se compromete en la realidad del mundo.

 

Entonces los «Memores Domini» fundados por usted, ¿no aspiran a ser reconocidos, por ejemplo, como un Instituto secular?

 

No, aspiran a ser reconocidos como parte intergrante de la vida de la Iglesia universal, como una segura experiencia de vida cristiana de la Iglesia como tal.

 

Abramos otro capítulo. El tema de los movimientos en la Iglesia será uno de los que se discutirán en el Sínodo. ¿Qué son los movimientos para usted?

 

Un movimiento en la Iglesia es la modalidad — que sólo el Espíritu puede despertar — con la cual una persona o una compañía de personas perciben la presencia del Hecho cristiano en su misterio y en su milagro. Porque el milagro es la modalidad con la cual el misterio se muestra al individuo y al mundo. Y el milagro más portentoso es el cambio de la vida.

 

¿Qué función histórica están teniendo los movimientos en la Iglesia?

 

La de devolver vida a la casa de la Institución, y por tanto hacerla verdadero hogar.

 

Pero una revitalización así, ¿sólo viene de los movimientos?

 

No puede venir más que de algo que es «movido». Traducido en términos analógicos esto significa que el concepto de movimiento es el único posible.

 

El documento final del Segundo Congreso Internacional de los movimientos (abril 1987) decía que las dificultades de los movimientos con las Iglesias particulares dependen sólo del hecho que tales experiencias son una realidad nueva, y por consiguiente que lo que se necesita es tiempo para que los movimientos y las Iglesias particulares aprendan a conocerse. ¿Está de acuerdo con este juicio?

 

Estoy de acuerdo a condición de que el tiempo tenga un contenido. El tiempo resuelve los problemas cuando hay algo que crece; no los resuelve el vacío. Y los que debe crecer es el sentido eclesial auténtico de los pastores.

 

¿Cómo describiría sintéticamente estas dificultades con las Iglesias particulares?

 

El primer problema se refiere a la autoridad, porque la autoridad tiene la responsabilidad educativa. Me parece que en ella debe siempre realizarse, más allá de todo despotismo, una purificación real, es decir, la superación de una rigidez, que debe convertirse en ternura para poder acoger: un movimiento en la Iglesia es como un hijo, que puede ser no deseado, pero que no se puede abortar.

 

¿Pero qué debe cambiar, por ejemplo, en su movimiento, para intentar al menos reducir estas dificultades?

 

C.L. se debe concebir y realizar cada vez más como parte de la Iglesia, que es una comunión guiada por una autoridad: por tanto para un movimiento, como para una persona, la ley es la disponibilidad a la mortificación por amor.

¿Y por qué C.L. es acusado, por el contrario, a menudo de ser «una Iglesia en la Iglesia»?

 

He oído hacer esta acusación contra muchísimos otros grupos. Ciertamente tales acusaciones pueden tomar apoyo en posiciones rígidas y equivocadas de comunidades de C.L., pero esta acusación puede también denotar el miedo de una presencia que, aun queriendo ser y siendo obediente, tiene su fisonomía y su identidad precisa: miedo de lo distinto. El verdadero drama de la Iglesia de hoy por lo que respecta a esta oleada de novedades que el Espíritu está suscitando, es la ausencia en el clero de un corazón verdaderamente eclesial.

 

¿Cuál es la originalidad de su movimiento respecto a los otros movimientos?

 

Creo que sea la vivida intuición del Hecho cristiano como realidad presente aquí y ahora, que para usar las palabras del Papa «sólo puede cambiar y de hecho cambia al hombre y al mundo».

 

A menudo, al menos en Italia, ha existido una especial dificultad con la Acción Católica. ¿Diría todavía de esta asociación lo que dijo hace algún tiempo: «Vivat, crescat et floreat»?       

 

Ciertamente sí, como movimiento entre los movimientos.

 

¿Entonces la Acción Católica debería renunciar a ser una asociación para convertirse en un movimiento?

 

No. Porque una asociación que tenga un contenido verdadero y sea auténticamente vivida, es un movimiento.

 

¿Por consiguiente no hay una sustancial diferencia entre las nuevas y las antiguas formas de «apostolado de los laicos»?

 

Formalmente no. La novedad de los movimientos se opone a una esclerotización del asociacionismo pasado. Si tal asociacionismo se renueva, se hace él mismo, fenomenológicamente, un movimiento. No es un estatuto lo que diferencia un movimento y una asociación.

 

¿Diría de nuevo, como le he oído decir muchas veces en el pasado, que su sueño sería reentrar en una Acción Católica revitalizada de este modo y con la cual C.L., se refundiría?

 

Mi ingenuidad no tiene límites.

 

¿Pero no es lo que se ha llamado «mandato» de la Acción Católica lo que crea problemas? Usted desde hace treinta años trabaja en la educación católica de cristianos, ¿no lo siente como una injusticia?

 

Lo siento como un derecho, pero tan abstracto que me parece muy difícil que pueda ser traducido en modo eclesialmente ecuánime.

 

El principio eclesiológico de la «unidad en la pluriformidad» elaborado por el Sínodo extraordinario del año pasado, ¿podría servir, en su opinión, para situar correctamente la relación de los movimientos y la Iglesia particular?

 

Perfectamente. Incluso me parece la fórmula resolutiva.

Recientemente, apoyándose en una célebre homilía del Santo Padre, usted ha hablado de la Iglesia como movimiento. ¿Qué quería decir?

 

Que la Iglesia es el signo del carisma sintético de Cristo con cuya energía Él mueve el mundo hacia su destino de salvación.

 

¿Pero es verdaderamente útil hablar de Iglesia-movimiento o crea más confusión?

 

A mi me parece una imagen necesaria para poder comprender la Iglesia en su fin y por tanto en su vitalidad profunda.

 

¿Cómo ve la Iglesia italiana en vista del Sínodo sobre los laicos?

 

Como pueblo de Dios la veo, lleno de esperanza, caminar hacia un reconocimiento cada vez más claro y mayor del papel que la propia fe y el propio amor a Cristo tienen en la construcción de la Iglesia en el mundo; mientras que me parece ver la teología, y los aparatos sobre los que ella naturalmente influye, cargada de demasiados esquemas viejos.

 

¿Por ejemplo?

 

La teología del laicado, la identificación del problema de los laicos con el problema de los ministerios, el peligro de hacer naufragar lo universal en lo particular; un ejercicio despótico de la autoridad, o inversamente, una concepción anárquica y facciosa del derecho de los laicos: anárquica, casi como si el valor de la fe fuese determinado por el grupo; facciosa porque tal «liberalidad» normalmente tiene un sentido único: privilegia sólo a los grupos llamados de «izquierda»

 

Sin embargo, desde el convenio de Loreto a la reciente Asamblea de la Conferencia episcopal italiana, se ha insistido mucho sobre el renacimiento de un sujeto eclesial. ¿Qué es lo que falta?

 

Quizás tal sujeto es todavía entendido más en sentido institucional-burocrático que no como sujeto misionero. Si fuese de esta última forma, se reconocerían, se aceptarían y se valorizarían mucho más fácilmente en la vida los instrumentos que despierta el Espíritu. Por lo demás, el arzobispo de Milán, cardenal Martini, en su carta pastoral ha dicho que las formas institucionales han nacido de la misión y no viceversa.

 

Algunos ambientes eclesiales, incluso amigos del movimiento, reprochan a su experiencia una cierta exageración en los juicios sobre el estado actual de la cristiandad.

 

No hay caridad más grande que la tuvo Cristo con Zaqueo, que era un delincuente. Pero no hay tampoco claridad mayor que la que tuvo Cristo con los intelectuales y el poder de entonces. No se puede poner la «moderación» como premisa absoluta, a menos que con tal termino se entiende el gobierno de sí mismo para una mayor eficacia en llevar la carga del seguimiento divino.

 

¿Por qué C.L., parece diferenciarse tanto de las otras realidades eclesiales en sus actos y en sus pronunciamientos? Precisamente por esto muchos toman pie para decir que C.L. divide para autoafirmarse.

 

C.L. se comporta así para afirmar aquello por lo que siente que vive. Si no fuese para afirmar a Cristo sería inútil que nosotros hiciésemos tantos esfuerzos, como por lo demás sucede a todos los cristianos comprometidos. Si para otros esto no es tan evidente o urgente, sólo Dios juzgará su conciencia. Nosotros no podemos no decir lo que hemos visto y oído.

 

Un obispo americano ha escrito que la más grande desdicha sería que Comunión y Liberación fuese consagrada por el Sínodo sobre los laicos como modelo oficial para la Iglesia universal. ¿Usted qué se espera para su movimiento de la Asamblea de octubre?

 

Yo no me espero lo que el arzobispo Weakland ha llamado «desdicha», es decir que C.L. sea indicado como el modelo del actuarse de la Iglesia. Espero sólo que, a través de la verdadera libertad del laico, el Espíritu aplique aquella energía, que tiene su fuente en el sacramento, a todos los ambientes posibles e imaginables de la actualidad mundana.

 

 

 

 

 

 

 

Fuente: Revista Internacional 30Días en la Iglesia y el mundo, No. 3, 1987, suplemento especial.


 


* Nació en Desio (Italia) el 15 de octubre de 1922. Estudió en el seminario de la diócesis de Milán y cursó los estudios de Teología de Venegono, donde más tarde fue profesor. En los años 50 abandona las clases en la Facultad de Teología para dedicarse a la enseñanza de la religión en un colegio de Enseñanza Media. Da vida así a un movimiento eclesial –Comunión y Liberación- que hoy es una realidad viva en varios países del mundo (Europa, África y América) y que tiene reconocimiento pontificio. Más tarde fue profesor de Introducción a la Teología en la Universidad del Sacro Cuore de Milán. Su campo de investigación ha sido desde siempre la Teología protestante americana y el estudio de las motivaciones racionales de la adhesión a la fe y a la Iglesia.