«SIGNUM MAGNUM»

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA

DE NUESTRO SEÑOR

PABLO VI

SOBRE EL CULTO

QUE HA DE TRIBUTARSE

A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA,

MADRE DE LA IGLESIA

Y MODELO DE TODAS LAS VIRTUDES

13 mayo 1967

 

1. Señal grande -la que el apóstol San Juan vio en el cielo: una Mujer vertida de sol-1 que la sagrada liturgia, no sin razón, interpreta como refiriéndose a la beatísima Virgen María, Madre de todos los hombres por la gracia de Cristo Redentor.

2. Está todavía vivo en nuestro espíritu, venerables hermanos, el recuerdo de la gran emoción experimentada al proclamar a la augusta Madre de Dios Madre espiritual de la Iglesia 2, esto es, de todos los fieles y de los sagrados pastores, como coronamiento de la tercera sesión del Concilio Ecuménico Vaticano lI, luego de haber promulgado solemnemente la Constitución dogmática Lumen gentium3.

3. Grande fue también la alegría, tanto de muchísimos Padres Conciliares como de los fieles presentes en el sacro rito en la basílica de San Pedro y de todo el pueblo cristiano esparcidos por el mundo. Entonces volvió, espontáneo, a la mente de muchos el recuerdo del primer grandioso triunfo logrado por la humilde Esclava del Señor, cuando los Padres de Oriente y de Occidente, reunidos en Concilio Ecuménico, en Éfeso, el año 431, proclamaron a María Theotokos: Madre de Dios. Con jubiloso entusiasmo de fe, a la alegría de los Padres se asociaron los cristianos de la ciudad, que con antorchas les acompañaron hasta sus moradas. ¡Oh!, con qué maternal complacencia, en aquella hora gloriosa para la historia de la Iglesia, la Virgen María habrá mirado a pastores y fieles, reconociendo en los himnos de alabanza alzados en honor principalmente del Hijo, y luego en honor suyo, el eco del profético canto que Ella misma, bajo el impulso del Espíritu Santo, había elevado al Altísimo: Proclama mi alma la grandeza del Señor... porque ha mirado la humildad de su esclava, y por eso, desde ahora, todas las generaciones me llamarán bienaventurada; porque grandes cosas ha hecho en mí el Poderoso5.

4. Tomando ocasión de las solemnidades religiosas -como honra a la Virgen Madre de Dios- que estos días se desarrollan en Fátima, en Portugal, donde numerosas multitudes de fieles la veneran por su Corazón maternal y compasivo6, Nos deseamos, una vez más, llamar la atención de todos los hijos de la Iglesia sobre el inseparable lazo existente entre la maternidad espiritual de María, tan ampliamente ilustrado en la Constitución dogmática Lumen gentium7, y los deberes de los hombres redimidos hacia Ella, como Madre de la Iglesia.

5. Porque, una vez admitido, en virtud de los numerosos testimonios ofrecidos por los sagrados textos y por los Santos Padres recordados en la ya citada Constitución que María, Madre de Dios y Redentor 8, le ha estado unida por un vínculo estrecho e indisoluble9, y que ha tenido una singularísima función... en el misterio del Verbo encarnado y del Cuerpo Místico10, esto es en la economía de la salvación11, aparece evidente que la Virgen, no tan sólo como Madre santísima de Dios, que tomó parte en los misterios de Cristo12, sino también como Madre de la Iglesia13, justamente es honrada por la Iglesia con especial culto14, singularmente litúrgico15.

6. Ni es de temerse que la reforma litúrgica -si se realiza conforme a la fórmula: La ley de la fe debe establecer la ley de la oración 16- pueda resultar en detrimento del culto totalmente singular17 debido a María Virgen por sus prerrogativas, entre las que sobresale la dignidad de Madre de Dios. Mas tampoco, por el contrario, ha de temerse que el incremento del culto, tanto litúrgico como privado, a Ella tributado, pueda oscurecer o disminuir «el culto de adoración, que se tributa al Verbo encarnado, así como al Padre y al Espíritu»18.

7. Por lo tanto, sin querer ahora, venerables hermanos, plantear de nuevo en su conjunto la tradicional doctrina relativa a la función de la Madre de Dios en el plano de la salvación y las relaciones de Ella con la Iglesia, creemos hacer cosa de gran utilidad a las almas de los fieles, si Nos detenemos a considerar dos verdades muy importantes para la renovación de la vida cristiana.

 

I. Culto debido a María como Madre de la Iglesia

8. Ésta es la primera verdad: María es de la Iglesia no sólo porque es Madre de Jesucristo y su intimísima Compañera -«Es el momento en que el Hijo de Dios tomó de Maria la naturaleza humana para librar al hombre del pecado por medio de los misterios vividos en su carne»19-, sino también porque «brilla como modelo de virtudes ante toda la comunidad de los elegidos»20. Porque, así como toda madre humana no puede limitar su misión a la generación de un nuevo hombre, sino que debe extenderla a las funciones de la alimentación y de la educación de la prole, lo mismo hace la bienaventurada Virgen María. Después de haber participado en el sacrificio redentor del Hijo, y ello en modo tan íntimo que mereció ser proclamada por Él Madre no sólo del discípulo Juan, sino -permítasenos afirmarlo- del género humano representado de alguna manera por él21. Ahora, desde el cielo, continúa cumpliendo su maternal función de cooperadora en el nacimiento y en el desarrollo de la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos. Ésta es una muy consoladora verdad, que por libre beneplácito del sapientísimo Dios forma parte integrante del misterio de la humana salvación: por ello ha de mantenerse como de fe por todos los cristianos.

9. Mas ¿de qué modo coopera María al incremento de los miembros del Cuerpo Místico en la vida de la gracia? Ante todo, mediante su incesante plegaria, inspirada por una ardentísima caridad. Porque la santísima Virgen, aunque radiante de alegría por la visión de la augusta Trinidad, no olvida a sus hijos que, como Ella, un día avanzan en la peregrinación de la fe22; más aún, contemplándolos en Dios y viendo bien sus necesidades, en comunión con Jesucristo, que está siempre vivo para interceder por nosotros23, se hace para ellos su Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora 24. De esta su ininterrumpida intercesión junto al Hijo por el Pueblo de Dios, la Iglesia ha estado persuadida ya desde los primeros siglos, como lo atestigua esta antiquísima antífona, que, con alguna ligera diferencia, forma parte de la plegaria litúrgica tanto de Oriente como de Occidente: Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios: no desprecies nuestras súplicas en las necesidades, mas líbranos siempre de todos los peligros, oh Virgen gloriosa y bendita25. No se piense que la maternal intervención de María sea en perjuicio de la eficacia predominante e insustituible de Cristo, Salvador nuestro; por el contrario, ella (la intervención) saca de la mediación de Cristo su propia fuerza y es una prueba luminosa de la misma26.

10. Mas la cooperación de la Madre de Dios al desarrollo de la vida divina en las almas no se agota con el patrocinio junto al Hijo. Ella ejerce otro influjo en los hombres redimidos: el del ejemplo. Influjo, en verdad, muy importante, conforme a la conocida frase: Verba movent, exempla trahunt (Las palabras mueven, los ejemplos arrastran). Porque, así como las enseñanzas de los padres adquieren una eficacia aún mucho mayor cuando van convalidadas por el ejemplo de una vida conforme a las normas de prudencia humana y cristiana, así la dulzura y el encanto que emanan de las excelsas virtudes de la Inmaculada Madre de Dios atraen en forma irresistible a las almas hacia la imitación del divino modelo, Jesucristo, cuya más fiel imagen ha sido Ella misma.

11. Por ello, el Concilio ha declarado: «La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración, penetra más profundamente en el supremo misterio de la Encarnación y se identifica más y más a su Esposo»27. 

12. Conviene, además, tener presente que la eminente santidad de María no fue tan sólo un don singular de la divina liberalidad: fue también el fruto de la continua y generosa correspondencia de su libre voluntad a las internas mociones del Espíritu Santo. Y en razón de la perfecta armonía entre la gracia divina y la actividad de su naturaleza humana es como la Virgen dio suma gloria a la Santísima Trinidad y se ha convertido en gloria insigne de la Iglesia, como ésta la saluda en la sagrada liturgia: Tú (eres) la gloria de Jerusalén; tú, la alegría de Israel; tú, el honor de nuestro pueblo28.

13. Admiremos ahora, en las páginas del Evangelio, los testimonios de tan sublime armonía. María, luego que por la voz del ángel Gabriel fue asegurada de que Dios la elegía para Madre inmaculada de su Unigénito, sin dudar un momento dio su propio consentimiento a una obra que habría de empeñar todas las energías de su frágil naturaleza: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra29. Desde aquel momento se consagró Ella toda entera al servicio no tan sólo del Padre celestial y del Verbo encarnado, hecho Hijo suyo, sino también al (servicio) de todo el género humano, habiendo comprendido bien que Jesús, además de salvar a su pueblo de la esclavitud del pecado, habría de ser Rey de un Reino mesiánico, universal e imperecedero30.

14. Por esto, la vida de la inmaculada Esposa de José, Virgen en el parto y después del parto -como siempre ha creído y profesado la Iglesia católica31 y como convenía a la que había sido elevada a la incomparable dignidad de la divina maternidad32-, fue una vida de tan perfecta comunión con el Hijo, que compartió alegrías, dolores y triunfos. Y también, después de la ascensión de Jesús al cielo, Ella permaneció unida a Él con ardentísimo amor, mientras con fidelidad cumplía la nueva misión de Madre espiritual del discípulo amado y de la naciente Iglesia. Puede, por lo tanto, afirmarse que toda la vida de la humilde esclava del Señor, desde el momento de ser saludada por el ángel hasta su asunción en alma y cuerpo a la gloria celestial, fue una vida de amoroso servicio.

15. Nos, por lo tanto, asociándonos a los evangelistas, a los Padres y a los doctores de la Iglesia, recordados por el Concilio Ecuménico en la Constitución dogmática Lumen gentium (cap. VIII), llenos de admiración contemplamos a María firme en la fe, pronta a la obediencia, sencilla en la humildad, exultante en ensalzar al Señor, ardiente en la caridad, fuerte y constante en cumplir su misión hasta el holocausto de sí misma, en plena comunión de sentimientos con su Hijo, que sobre la cruz se inmolaba para dar a los hombres una nueva vida.

16. Ahora bien; ante tanto esplendor de virtudes, el primer deber de cuantos en la Madre de Dios reconocen el modelo de la Iglesia es el de unirse a Ella en dar gracias al Altísimo por haber obrado en María cosas grandes para beneficio de toda la humanidad. Mas esto no basta. Deber también de todos los fieles es tributar a la fidelísima Esclava del Señor un culto de alabanza, de gratitud y de amor, porque, conforme a la sabia y dulce disposición divina, su libre consentimiento y su generosa cooperación a los planes de Dios han tenido, y tienen todavía, una gran influencia en el cumplimiento de la humana salvación33. Razón por la cual todo cristiano puede hacer suya propia la invocación de San Anselmo: Oh gloriosa Señora, haz que por mediación tuya merezcamos ascender a Jesús, tu Hijo, que por medio de Ti se dignó descender hasta nosotros34.

 

II. Devota imitación de las virtudes de María Santísima

17. Pero ni la gracia del divino Redentor, ni la poderosa intercesión de su Madre y nuestra Madre espiritual, ni su excelsa santidad podrían conducirnos al puerto de la salvación, si a ellas no correspondiera nuestra perseverante voluntad de honrar a Jesucristo y a la Virgen Santa con la devota imitación de sus sublimes virtudes. 

18. Consiguiente deber de todos los cristianos es imitar con ánimo reverente los ejemplos de bondad que les ha dejado su Madre celestial. Ésta es, venerables hermanos, la otra verdad, sobre la cual Nos place llamar vuestra atención y la de los fieles confiados a vuestra cura pastoral, para que ellos sigan dócilmente la exhortación de los Padres del Concilio Vaticano II: «Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un estéril y transitorio sentimentalismo, ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, que nos lleva a reconocer la excelencia de la Madre de Dios y nos inclina a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes» 35.

19. Imitación de Jesucristo: ella es, indudablemente, el camino real que se ha de recorrer para llegar a la santidad e imitar, en nosotros mismos, la absoluta perfección del Padre celestial. Mas si la Iglesia católica ha proclamado siempre una tan sacrosanta verdad, a la par ha afirmado también que la imitación de la Virgen María, lejos de apartar a las almas del fiel seguimiento de Cristo, lo hace más amable, más fácil; porque, al haber cumplido Ella siempre la voluntad de Dios, fue la primera en merecer el elogio dirigido por Jesús a sus discípulos: El que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre36.

20. Vale, pues, también para la imitación de Cristo la norma general: Per Mariam ad lesum (A Jesús por María). No se turbe empero nuestra fe, como si la intervención de una criatura que nos es semejante en todo, menos en el pecado, ofenda nuestra personal dignidad e impida la inmediata intimidad de nuestras relaciones de adoración y amistad con el Hijo de Dios. Reconozcamos, más bien, la bondad y amor de Dios Salvador37, el cual, descendiendo hasta nuestra miseria, tan alejada de su infinita santidad, ha querido facilitarnos la imitación proponiéndonos el modelo de la persona humana de su Madre. Porque Ella, en efecto, entre las humanas criaturas ofrece el ejemplo más claro y más cercano a nosotros de aquella perfecta obediencia por la que nos conformamos amorosa y prontamente a los deseos del Eterno Padre; y Cristo mismo, como bien sabemos, puso en esta plena adhesión al beneplácito del Padre el ideal supremo de su conducta humana, cuando declaró: Yo hago siempre todo lo que a Él le place38.

21. Si ahora contemplamos a la humilde Virgen de Nazaret en la aureola de sus prerrogativas y de sus virtudes, la veremos brillar ante nuestra mirada como la Nueva Eva39, la excelsa hija de Sión, el vértice del Antiguo Testamento y la aurora del Nuevo, en la que se ha realizado la plenitud de los tiempos40, preordenada por Dios Padre para el envío de su Hijo Unigénito al mundo. Ciertamente que la Virgen María, más que todos los patriarcas y profetas, más que el justo y piadoso Simeón, ha esperado e implorado la consolación de Israel... el Mesías del Señor41 y luego con el cántico del Magnificat ha saludado su llegada, cuando Él descendió al castísimo seno de Ella, para en él tomar nuestra carne. Por ello, la Iglesia tiene en María el ejemplo del modo más digno de recibir en nuestros espíritus el Verbo de Dios, conforme a la luminosa sentencia de San Agustín: María fue, por lo tanto, más feliz al recibir la fe en Cristo que al concebir la carne de Cristo. De suerte que la consanguinidad materna de nada le habría servido a María, si Ella no se hubiera sentido más afortunada por acoger a Cristo en el corazón que en el seno42. Y también en Ella es donde los cristianos pueden admirar el ejemplo de cómo cumplir, con humildad a la vez que con magnanimidad, la misión que Dios confía a cada uno en este mundo, en orden a la propia salvación eterna y a la del prójimo.

22. Os exhorto, pues: Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo43. Palabras estas que, con mayor razón que el apóstol Pablo a los cristianos de Corintio, puede la Madre de la Iglesia dirigir a las multitudes de los creyentes que, en sintonía de fe y de amor con las generaciones de los siglos pasados, la proclaman bienaventurada44. Invitación a la que obligado es prestar dócil acogida.

23. Además de que un mensaje de suma utilidad parece llegar hoy a los fieles de Aquella que es la Inmaculada, la toda santa, la cooperadora del Hijo en la obra de la restauración de la vida sobrenatural de las almas45. Porque, de hecho, al contemplar devotamente a María, reciben de Ella invitación a la confiada oración, estímulo para el santo temor de Dios. E igualmente en esta elevación mariana es donde ellos oyen más frecuentemente resonar las palabras de Jesucristo cuando, anunciando la llegada del Reino de los Cielos, decia: Convertíos y creed en el Evangelio46; y aquel su tan severo aviso: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis de la misma forma47.

24. Impulsados, pues, por el amor y por el propósito de aplacar a Dios a causa de las ofensas hechas a su santidad y a su justicia, y a la par animados por la confianza en su infinita misericordia, hemos de soportar los sufrimientos del espíritu y del cuerpo, para que expiemos nuestros pecados y los del prójimo, y así evitemos la doble pena: del daño y del sentido, esto es, la pérdida de Dios, sumo Bien, y el fuego eterno48.

25. Mas lo que aún debe estimular más a los fieles a seguir los ejemplos de la Virgen Santísima es el hecho de que Jesús mismo, al dárnosla para Madre, tácitamente la ha señalado como modelo que hay que seguir; porque natural es que los hijos tengan los mismos sentimientos de sus madres y reflejen sus méritos y virtudes. Si, pues, cada uno de nosotros puede repetir con San Pablo: El Hijo de Dios me ha amado y se ha entregado a sí mismo por mí49, también con toda confianza puede creer que el divino Salvador le ha dejado también a su Madre en herencia espiritual, con todos los tesoros de gracia y de virtud, con que la había colmado, a fin de que los tornara a derramar sobre nosotros con el influjo de su poderosa intercesión y nuestra voluntariosa imitación. Con toda razón, pues, afirma San Bernardo: Al venir a Ella el Espíritu Santo, la colmó de gracia para sí misma; al inundarla de nuevo el mismo Espíritu, Ella se hizo superabundante y rebosante de gracia también para nosotros50. 

26. Todo cuanto hemos venido exponiendo a la luz del Evangelio y de la tradición católica hace evidente que la espiritual maternidad de María trasciende más allá del espacio y del tiempo, y pertenece a la historia universal de la Iglesia, porque Ella le ha estado siempre presente con su maternal asistencia. Por esto resulta también claro el sentido de la afirmación tantas veces repetida: nuestro tiempo muy bien puede llamarse la era mariana. Porque si es verdad que, por una insigne gracia del Señor, hoy por vastos estratos del pueblo cristiano ha sido comprendido más profundamente el papel providencial de María Santísima en la historia de la salvación, esto, sin embargo, no debe inducir a pensar que las pasadas edades no hayan visto de algún modo tal verdad o que las futuras puedan ignorarla. La verdad es que todos los períodos de la historia de la Iglesia se han beneficiado y se beneficiarán de la maternal presencia de la Madre de Dios, pues Ella permanecerá siempre unida indisolublemente al misterio del Cuerpo Místico, de cuya Cabeza se ha escrito: Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre51.

27. Venerables hermanos: La persuasión de que el pensamiento de la Iglesia católica sobre el culto de alabanza, de gratitud y de amor, debido a la beatísima Virgen, se conforma plenamente con la doctrina del santo Evangelio, tal como más precisamente ha sido entendida y explicada por la Tradición, así de Oriente como de Occidente, Nos infunde en el ánimo la esperanza de que esta nuestra exhortación pastoral, para una piedad mariana cada vez más ferviente y más fructuosa, será acogida con generosa adhesión no sólo por los fieles confiados a vuestros cuidados, sino también por los que, aun no gozando la plena comunión con la Iglesia católica, admiran, sin embargo, y veneran con nosotros en la Esclava del Señor, a la Virgen María, Madre del Hijo de Dios.

28. Que el Corazón Inmaculado de María resplandezca ante la mirada de todos los cristianos como modelo de perfecto amor a Dios y al prójimo; Él les induzca a la frecuencia de los Santos Sacramentos, por cuya virtud las almas quedan limpias de las manchas del pecado y preservadas de ellas; que, además, los estimule a reparar las innumerables ofensas hechas a la divina Majestad; que brille, en fin, como bandera de unidad y estímulo para perfeccionar los vínculos de hermandad entre los cristianos todos en el seno de la única Iglesia de Jesucristo, la cual, «enseñada por el Espíritu Santo, con filial afecto de piedad honra a la Virgen María como a Madre amantísima»52.

29. Y, puesto que en este mismo año se recuerda el XXV aniversario de la consagración de la Iglesia, y del género humano a María, Madre de Dios, y a su Inmaculado Corazón, hecha por nuestro predecesor, de santa memoria, Pío XII, el 31 de octubre de 1942, con ocasión del Radiomensaje a la nación de Portugal53 -consagración que Nos mismo hemos renovado el 21 de noviembre de 1964-54 exhortamos a todos los hijos de la Iglesia a que renueven personalmente la propia consagración al Corazón Inmaculado de la Madre de la Iglesia, y a que vivan este nobilísimo acto de culto con una vida cada vez más conforme a la Divina Voluntad55, con espíritu de filial servicio y de devota imitación de su celestial Reina.

Expresamos, por último, venerables hermanos, la confianza de que gracias a vuestro aliento, el clero y el pueblo cristiano confiados a vuestro ministerio pastoral, responderán con ánimo generoso a esta nuestra exhortación, de modo que demuestre hacia la Virgen Madre de Dios una más ardiente piedad y una confianza más digna. Mientras tanto, nos conforta la seguridad de que la ínclita Reina del Cielo y Madre nuestra dulcísima, jamás cesará de asistir a todos y a cada uno de sus hijos y jamás apartará de la Iglesia toda de Cristo su celeste patrocinio, a vosotros mismos, a vuestros fieles, en prenda de los divinos favores y en señal de nuestra benevolencia, impartimos de corazón la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 13 de mayo del año 1967, cuarto de nuestro pontificado.

PAULUS PAPA VI

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1 Cf. Ap 12, 1.

2 Cf. Epist. in fest. Apparit. B. M. V. Immacul., d. 11 m. Februarii.

3 Cf. A.A.S. 57 (1965), 1-67.

4 Cf. Lc 1, 38.

5 Ibíd. 1, 46.48-49.

6 Mensaje radiofónico de Pío XII, el 13 de mayo de 1946, a los fieles de Portugal, con motivo de los solemnes cultos de la coronación de la Virgen en su santuario de Fátima: A.A.S. 36 (1946), 264.

7 Cf. cap. VIII § III, De Beata Virgine et Ecclesia: A.A.S. 57 (1965), 62-65.

8 Cf. ibid. n. 53, p. 58.

9 Cf. ibid.

10 Ibid. n. 54, p. 59

11 Ibid. n. 55, p. 59

12 Ibíd. n. 66, p. 65.

13 Discurso al final de la III Sesión del Concilio Vaticano II: A.A.S. 57.

14 Cf. Const. dogm. LG n. 66: A.A.S. 57 (1965), 65.

15 Cf. ibid. n. 67, p. 65.

16 Pio XII, Lit. Enc. MD: A.A.S. 39 (1947), 541.

17 Cf. Const. dogm. LG n. 66: 1. c., p. 65.

18 Ibíd. n. 66, p. 65.(1964), 1016.

19 lbid. n. 55, p. 60.

20 Ibíd. n. 65, p. 64; cf. et. n. 63.

21 Cf. ibid. n. 58, p. 61; AL 15 (1896), 302.

22 Cf. dogm. LG n. 58: 1. c. p. 61.

23 Heb 7, 25.

24 Cf. C. d. LG n. 62: 1. c. p. 63.

25 Cf. Dom F. Mercenier, L'Antienne mariale grecque la plus ancienne, en Le Muséon 52 (1939), pp.229-233.

26 Cf. C. d. LG n. 62, 1. c. 63.

27 Ibld. n. 65, p. 64.

28 Ant. 2 ad Laud., in f. Conc. Irnmac. B. M. V

29 Lc 1, 38.

30 Cf. Mt 1, 21; Lc 1, 33.

31 Cf. S. Leo M., Ep. Lectis dilectionis tuae ad Flav. PL 54, 759; idem, Ep. Licet per nostros ad Iulian. Ep. Coensem: PL 54, 803; S. Hormisdas, Ep. ínter ea quae ad Iustinum imp.: PL 63, 514; Pelagius I, Ep. Humani generis ad Childebertum I: PL 69, 407; Conc. Lateran., oct. 649 sub Martino I, can. 3; Caspar, ZKG, 51 (1932), 88; Conc. Tolet. XVI, Symbol. art. 22; J. Madoz, El Símbolo del Conc. XVI de Toledo, en Estudios Onienses, 1, 3, 1946; C. d. LG nn. 52.55.57.59.63, l. c. 58-64.

32 Cf. S. Th. 1, 25, 6, ad 4.

33 Cf. C. d. LG n. 56,1. c. 60.

34 Orat. 54: PL 158, 961.

35 C. d. LG 67, l. c. 60.

36 Mc 12, 50.

37 Cf.Tit 3,4.

38 Jn 8, 29.

39 Cf. S. Iren. Adv. Haer: 3, 22, 4 PG 7, 959; 729; S. Ephiphanius Haer. 78, 18 PG 42, 728-729; S. lo. Damasc. Hom. 1 in Nat. B. M. V.; PG 96, 671 ss.; C. d. LG n. 56, l. c. 60-61.

40 Gal 4, 4.

41 Lc 2, 25-26.

42 Serm. 215, 1 PL 38, 1074.

43 1 Cor 4, 16.

44 Cf. Lc 1, 48.

45 Cf. C. d LG n. 48, l. c. 54.

46 Mc 1, 15; cf. Mat 3, 2; 4, 17.

47 Lc 13,5.

48 Cf. Mt 25, 41; C. d. LG n. 48, l. c. 54.

49 Gal 2, 20; cf. Ef 5, 2.

50 Hom. 2 super Missus est.

51 Heb 13, 8.

52 C. d. LG n. 53, l. c. 59.

53 Cf. DR, 4, 260-262; cf. A.A.S. 34 (1942), 345-346.

54 Cf. A.A.S. 56 (1864), 1017.

55 Cf. Oratio in f. Immacul. Cordis B. M. V, d. 22 aug.