«ECCLESIAM SUAM»

EL "MANDATO" DE LA IGLESIA
EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO

Carta Encíclica del
Papa Pablo VI
promulgada el 6 de agosto de 1964


 

Su Iglesia fue fundada por Jesucristo, para que fuese al mismo tiempo madre amorosa de todos los hombres y dispensadora de salvación: se ve claramente por qué a lo largo de los siglos le han dado muestras de particular amor y le han dedicado especial solicitud todos los que se han interesado por la gloria de Dios y por la salvación eterna de los hombres; entre éstos, como es natural, brillaron los Vicarios del mismo Cristo en la tierra, un número inmenso de Obispos y de sacerdotes y un admirable escuadrón de cristianos santos.

LA DOCTRINA DEL EVANGELIO Y LA GRAN FAMILIA HUMANA

2. A todos, por lo tanto, les parecerá justo que Nos, al dirigir al mundo esta Nuestra primera Encíclica, después que por inescrutable designio de Dios hemos sido llamados al Sumo Pontificado, volvamos Nuestro pensamiento amoroso y reverente a la santa Iglesia. Por este motivo Nos proponemos en esta Encíclica aclarar lo más posible a los ojos de todos cuánta importancia tiene, por una parte, para la salvación de la sociedad humana, y con cuánta solicitud, por otra, la Iglesia desea que ambas [la Iglesia y la sociedad] se encuentren, se conozcan y se amen.

Cuando, por gracia de Dios, tuvimos Nos la dicha de dirigiros personalmente la palabra, en la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, en la fiesta de San Miguel Arcángel del año pasado, a todos vosotros reunidos en la basílica de San Pedro, os manifestamos el propósito de dirigiros también por escrito, como es costumbre al principio de un Pontificado, Nuestra fraterna y paternal palabra, para manifestaros algunos de los pensamientos que en Nuestro espíritu se destacan sobre los demás y que Nos parecen útiles para guiar prácticamente los comienzos de Nuestro ministerio pontificio.

Verdaderamente Nos es difícil concretar dichos pensamientos, porque los tenemos que descubrir en la más cuidadosa meditación de la divina doctrina teniendo Nos muy presentes las palabras de Cristo: Mi doctrina no es mía, sino de Aquel que me ha enviado[1]; tenemos, además, que adaptarlos a las actuales condiciones de la Iglesia misma en una hora de intensa actividad y tensión, tanto de su interior experiencia espiritual como de su exterior esfuerzo apostólico; y, finalmente, no podemos ignorar el estado en que actualmente se halla la humanidad en medio de la cual se desenvuelve Nuestra misión.

TRIPLE TAREA DE LA IGLESIA

3. Nos no pretendemos, sin embargo, decir cosas nuevas ni completas: para ello está el Concilio Ecuménico; y su obra no debe ser turbada por esta Nuestra sencilla conversación epistolar, sino, antes bien, honrada y alentada. Esta Nuestra Encíclica no quiere revestir carácter solemne y propiamente doctrinal, ni proponer enseñanzas determinadas, morales o sociales: simplemente quiere ser un mensaje fraterno y familiar. Pues queremos tan sólo, con esta Nuestra carta, cumplir el deber de abriros Nuestra alma, con la intención de dar a la comunión de fe y de caridad que felizmente existe entre nosotros una mayor cohesión y un mayor gozo, con el propósito de fortalecer Nuestro ministerio, de atender mejor a las fructíferas sesiones del Concilio Ecuménico mismo y de dar mayor claridad a algunos criterios doctrinales y prácticos que puedan útilmente guiar la actividad espiritual y apostólica de la Jerarquía eclesiástica y de cuantos le prestan obediencia y colaboración o incluso tan sólo benévola atención.

Podemos deciros ya, Venerables Hermanos, que tres son los pensamientos que agitan Nuestro espíritu cuando consideramos el altísimo oficio que la Providencia -contra Nuestros deseos y méritos- Nos ha querido confiar, de regir la Iglesia de Cristo en Nuestra función de Obispo de Roma y por lo mismo, también, de Sucesor del bienaventurado Apóstol Pedro, administrador de las supremas llaves del reino de Dios y Vicario de aquel Cristo que le constituyó como pastor primero de su grey universal; el pensamiento, decimos, de que ésta es la hora en que la Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio, debe explorar, para propia instrucción y edificación, la doctrina que le es bien conocida, -en este último siglo investigada y difundida- acerca de su propio origen, de su propia naturaleza, de su propia misión, de su propio destino final; pero doctrina nunca suficientemente estudiada y comprendida, ya que contiene el plan providencial del misterio oculto desde los siglos en Dios... para que sea ahora notificado por la Iglesia[2], esto es, la misteriosa reserva de los misteriosos designios de Dios que mediante la Iglesia son manifestados; y porque esta doctrina constituye hoy el objeto más interesante que ningún otro, de la reflexión de quien quiere ser dócil seguidor de Cristo, y tanto más de quienes, como Nos y vosotros, Venerables Hermanos, han sido puestos por el Espíritu Santo como Obispos para regir la Iglesia misma de Dios[3].

De esta iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia -tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como Esposa suya santa e inmaculada[4]- y el rostro real que hoy la Iglesia presenta, fiel, de una parte, con la gracia divina, a las líneas que su divino Fundador le imprimió y que el Espíritu Santo vivificó y desarrolló durante los siglos en forma más amplia y más conforme al concepto inicial, y de otra, a la índole de la humanidad que iba ella evangelizando e incorporando; pero jamás suficientemente perfecto, jamás suficientemente bello, jamás suficientemente santo y luminoso como lo quería aquel divino concepto animador. Brota, por lo tanto, una necesidad generosa y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y refleja la conciencia, a modo de un examen interior ante el espejo del modelo que Cristo nos dejó de Sí mismo. El segundo pensamiento, pues, que ocupa Nuestro espíritu y que quisiéramos manifestaros, a fin de encontrar no sólo mayor aliento para emprender las debidas reformas, sino también para hallar en vuestra adhesión el consejo y apoyo en tan delicada y difícil empresa, es el ver cuál es el deber presente de la Iglesia en corregir los defectos de los propios miembros y hacerles tender a mayor perfección y cuál es el método mejor para llegar con prudencia a tan gran renovación.

Nuestro tercer pensamiento, y ciertamente también vuestro, nacido de los dos primeros ya enunciados, es el de las relaciones que actualmente debe la Iglesia establecer con el mundo que la rodea y en medio del cual ella vive y trabaja. Una parte de este mundo, como todos saben, ha recibido profundamente el influjo del cristianismo y se lo ha asimilado íntimamente -por más que con demasiada frecuencia no se dé cuenta de que al cristianismo debe sus mejores cosas-, pero luego se ha ido separando y distanciando en estos últimos siglos del tronco cristiano de su civilización. Otra parte, la mayor de este mundo, se extiende por los ilimitados horizontes de los llamados pueblos nuevos. Pero todo este conjunto es un mundo que ofrece a la Iglesia, no una, sino cien maneras de posibles contactos: abiertos y fáciles algunos, delicados y complejos otros; hostiles y refractarios a un amistoso coloquio, por desgracia, son hoy muchísimos. Preséntase, pues, el problema llamado del diálogo entre la Iglesia y el mundo moderno. Problema éste que corresponde al Concilio describir en su extensión y complejidad, y resolverlo, cuanto posible sea, en los mejores términos. Pero su presencia, su urgencia son tales que constituyen un verdadero peso en Nuestro espíritu, un estímulo, una vocación casi, que para Nos mismo y para vosotros, Hermanos -que por igual, sin duda, habéis experimentado este tormento apostólico-, quisiéramos aclarar en alguna manera, casi como preparándonos para las discusiones y deliberaciones que en el Concilio todos juntos creamos necesario examinar en materia tan grave y multiforme.

CONSTANTE E ILIMITADO CELO POR LA PAZ

4. Vosotros mismos advertiréis, sin duda, que este sumario esquema de Nuestra Encíclica no va a emprender el estudio de temas urgentesextensión y complejidad, y resolverlo, cuanto posible sea, en los mejores términos. Pero su presencia, su urgencia son tales que constituyen un verdadero peso en Nuestro espíritu, un estímulo, una vocación casi, que pa y graves que interesan no sólo a la Iglesia, sino a la humanidad, como la paz entre los pueblos y clases sociales, la miseria y el hambre que todavía afligen a pueblos enteros, la elevación de jóvenes naciones a la independencia y al progreso civil, las corrientes del pensamiento moderno y la cultura cristiana, las condiciones desgraciadas de tanta gente y de tantas porciones de la iglesia a quienes se niegan los derechos propios de ciudadanos libres y de personas humanas, los problemas morales sobre la natalidad y muchos otros más.

Y ante todo decimos que Nos sentiremos particularmente obligados a volver no sólo nuestra vigilante y cordial atención al grande y universal problema de la paz en el mundo, sino también el interés más asiduo y eficaz. Ciertamente lo haremos dentro del ámbito de Nuestro ministerio, extraño por lo mismo a todo interés puramente temporal y a las formas propiamente políticas , pero solícito en contribuir a la educación de la humanidad en los sentimientos y procedimientos contrarios a todo conflicto violento y homicida y favorables a todo pacífico arreglo, civilizado y racional, de las relaciones entre las naciones. Solicitud Nuestra será igualmente apoyar la armónica convivencia y la fructuosa colaboración entre los pueblos con la proclamación de los principios humanos superiores que puedan ayudar a suavizar los egoísmos y las pasiones -fuente de donde brotan los conflictos bélicos-. Y no dejaremos de intervenir donde se Nos ofrezca la oportunidad para coadyuvar a las partes contendientes a fin de lograr soluciones honrosas y fraternas. No olvidamos, en efecto, que este amoroso servicio es un deber que la madurez de las doctrinas, por una parte, y de las instituciones internacionales, por otra, hace hoy más apremiante en la conciencia de nuestra misión cristiana en el mundo, que es también la de hacer hermanos a los hombres, precisamente en virtud del reino de la justicia y de la paz, inaugurando con la venida de Cristo al mundo. Mas si ahora nos limitamos a algunas consideraciones de carácter metodológico para la vida propia de la Iglesia, no Nos olvidamos de aquellos grandes problemas -a algunos de los cuales el Concilio dedicará su atención-, mientras Nos nos reservamos poder hacerlos objeto de estudio y de acción en el sucesivo ejercicio de Nuestro ministerio apostólico, según que al Señor le pluguiere darnos inspiración y fuerza para ello.

I
LA CONCIENCIA

5. Pensamos que la Iglesia tiene actualmente la obligación de ahondar en la conciencia que ella ha de tener de sí misma, del tesoro de verdad del que es heredera y depositaria y de la misión que ella debe cumplir en el mundo. Aun antes de proponerse el estudio de cualquier cuestión particular, y aun antes de considerar la actitud que haya de adoptar en relación al mundo que la rodea, la Iglesia debe en este momento reflexionar sobre sí misma para confirmarse en la ciencia de los planes de Dios sobre ella, para volver a encontrar mayor luz, nueva energía y mejor gozo en el cumplimiento de su propia misión y para determinar los mejores medios que hagan más cercanos, operantes y benéficos sus contactos con la humanidad a la cual ella misma pertenece, aunque se distinga de aquella por caracteres propios e inconfundibles.

Y Nos parece que este acto de reflexión puede referirse a la manera misma escogida por Dios para manifestarse a los hombres y para establecer con ellos a aquellas relaciones religiosas de las que la Iglesia es al mismo tiempo instrumento y expresión. Porque si bien es verdad que la divina revelación se ha realizado muchas veces y en muchas maneras[5], con hechos históricos exteriores e incontestables, ella, sin embargo, se ha introducido en la vida humana por las vías propias de la palabra y de la gracia de Dios, la cual se comunica interiormente a las almas mediante la predicación del mensaje de la salvación y mediante el consiguiente acto de fe, que es el principio de nuestra justificación.

LA VIGILANCIA DE LOS FIELES SEGUIDORES DEL SEÑOR

6. Quisiéramos que esta reflexión sobre el origen y sobre la naturaleza de la relación nueva y vital, que la religión de Cristo establece entre Dios y el hombre, asumiese el sentido de un acto de docilidad a la palabra del divino maestro a sus oyentes y especialmente a sus discípulos, entre los cuales Nos mismo con toda razón Nos complacemos en contarnos. Entre tantas otras, escogeremos una de las más graves y repetidas recomendaciones hecha a aquellos por el Señor y válida todavía hoy para todo el que se profese fiel seguidor suyo: la de la vigilancia. Verdad que este aviso del Maestro se refiere principalmente a advertir bien los destinos del hombre, próximos o lejanos en el tiempo. Mas precisamente porque esta vigilancia siempre debe estar presente y activa en la conciencia del siervo fiel, es la que determina su conducta moral, práctica y actual, que debe caracterizar al cristiano en el mundo. La amonestación a la vigilancia viene intimada por el Señor aun con referencia a los hechos próximos y cercanos, es decir, a los peligros y a las tentaciones que pueden hacer que la conducta del hombre decaiga y se desvíe[6]. Así es fácil descubrir en el Evangelio una continua invitación a la rectitud del pensamiento y de la acción. Por ventura ¿no se refería a ella la predicación del Precursor, con la que se abre la escena pública del Evangelio? Y Jesucristo mismo, ¿no ha invitado a acoger interiormente el reino de Dios[7]? Toda su pedagogía, ¿no es una exhortación, una iniciación a la interioridad? La conciencia psicológica y la conciencia moral están llamadas por Cristo a una plenitud simultánea, casi como condición para recibir, según conviene al hombre, los dones divinos de la verdad y de la gracia. Y la conciencia del discípulo luego se tornará en recuerdo[8] de todo cuanto Jesús había enseñado y de cuanto a su alrededor había sucedido, y se desenvolverá y se concretará al comprender mejor quién era El y de qué cosas El había sido Maestro y autor.

El nacimiento de la Iglesia y el surgir de su conciencia profética son los dos hechos característicos y coincidentes de Pentecostés, y juntos irán progresando: la Iglesia, en su organización y en su desarrollo jerárquico y comunitario; la conciencia de la propia vocación, de la propia misteriosa naturaleza, de la propia doctrina, de la propia misión acompañará gradualmente tal desarrollo, según el deseo formulado por San Pablo: Y por esto ruego que vuestra caridad crezca más y más en conocimiento y en plenitud de discreción[9].

"CREDO, DOMINE!"

7. Podríamos expresar de otra manera esta Nuestra invitación, que dirigimos tanto a las almas de aquellos que quieran acogerla -a cada uno de vosotros, en consecuencia, Venerables Hermanos, y a aquellos que con vosotros están en Nuestra y en vuestra escuela- como también a la entera congregatio fidelium colectivamente considerada, que es la Iglesia. Podríamos, pues, invitar a todos a realizar un vivo, profundo y consciente acto de fe en Jesucristo, Nuestro Señor. Deberíamos caracterizar este momento de nuestra vida religiosa con esta profesión de fe, firme y convencida, pero siempre humilde y temblorosa, semejante a la que leemos en el Evangelio hecha por el ciego de nacimiento, a quien Jesucristo con bondad igual a su potencia había abierto los ojos: ¡Creo, Señor![10], o también a la de Marta, en el mismo Evangelio: Sí, Señor, yo he creído que Tú eres el Mesías, Hijo de Dios vivo, que ha venido a este mundo[11], o bien a aquella otra, para Nos tan dulce, de Simón, que luego fue llamado Pedro: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo[12].

Y ¿por qué Nos atrevemos a invitaros a este acto de conciencia eclesial, a este acto de fe explícito, bien que interior? Creemos que hay muchos motivos, derivados todos ellos de las exigencias profundas y esenciales del momento particular en que se encuentra la vida de la Iglesia.

VIVIR LA PROPIA VOCACIÓN

8. Ella tiene necesidad de reflexionar sobre sí misma; tiene necesidad de sentir su propia vida. Debe aprender a conocerse mejor a sí misma, si quiere vivir su propia vocación y ofrecer al mundo su mensaje de fraternidad y salvación. Tiene necesidad de experimentar a Cristo en sí misma, según las palabras del apóstol Pablo: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones[13]. Todos saben cómo la Iglesia está inmersa en la humanidad, forma parte de ella; de ella saca a sus miembros, de ella extrae preciosos tesoros de cultura, y sufre sus vicisitudes históricas como también contribuye a sus éxitos. Ahora bien; todos saben por igual que la humanidad en este tiempo está en vía de grandes transformaciones, trastornos y desarrollos que cambian profundamente no sólo sus formas exteriores de vida, sino también sus modos de pensar. Su pensamiento, su cultura, su espíritu se han modificado íntimamente, ya por el progreso científico, técnico y social, ya por las corrientes del pensamiento filosófico y político que la invaden y atraviesan. Todo ello, como las olas de un mar, envuelve y sacude a la Iglesia misma; los espíritus de los hombres que a ella se confían están fuertemente influidos por el clima del mundo temporal; de tal manera que un peligro como de vértigo, de aturdimiento, de extravío, puede sacudir su misma solidez e inducir a muchos a aceptar los más extraños pensamientos, como si la Iglesia tuviera que renegar de sí misma y abrazar novísimas e impensadas formas de vida. Así, por ejemplo, el fenómeno modernista -que todavía aflora en diversas tentativas de expresiones extrañas a la auténtica realidad de la religión católica-, ¿no fue precisamente un episodio de un parecido predominio de las tendencias psicológico-culturales, propias del mundo profano, sobre la fiel y genuina expresión de la doctrina y de la norma de la Iglesia de Cristo? Ahora bien; creemos Nos que para inmunizarse contra tal peligro, siempre inminente y múltiple, que procede de muchas partes, el remedio bueno y obvio es el profundizar en la conciencia de la Iglesia, sobre lo que ella es verdaderamente, según la mente de Cristo conservada en la Escritura y en la Tradición, e interpretada y desarrollada por la genuina enseñanza eclesiástica, la cual está, como sabemos, iluminada y guiada por el Espíritu Santo, dispuesto siempre, cuando se lo pedimos y cuando le escuchamos, a dar indefectible cumplimiento a la promesa de Cristo: El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ese os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho[14].

LA CONCIENCIA EN LA MENTALIDAD MODERNA

9. Análogo razonamiento podríamos hacer sobre los errores que se introducen aun dentro de la Iglesia misma, en los que caen los que tienen un conocimiento parcial de su naturaleza y de su misión, sin tener en cuenta suficientemente los documentos de la revelación divina y las enseñanzas del magisterio instituido por Cristo mismo.

Por lo demás, esta necesidad de considerar las cosas conocidas en un acto reflejo para contemplarlas en el espejo interior del propio espíritu, es característico de la mentalidad del hombre moderno; su pensamiento se inclina fácilmente sobre sí mismo y sólo entonces goza de certeza y plenitud, cuando se ilumina en su propia conciencia. No es que esta costumbre se halle exenta de peligros graves -ciertas corrientes filosóficas de gran renombre han explorado y engrandecido esta forma de actividad espiritual del hombre como definitiva y suprema, más aún, como medida y fuente de la realidad, llevando así el pensamiento a conclusiones abstrusas, desoladas, paradójicas y radicalmente falaces-; pero esto no impide que la educación en la búsqueda de la verdad reflejada en lo interior de la conciencia sea por sí altamente apreciable y hoy prácticamente difundida como expresión singular de la moderna cultura; como tampoco impide que, bien coordinada con la formación del pensamiento para descubrir la verdad donde ésta coincide con la realidad del ser objetivo, el ejercicio de la conciencia revele siempre mejor, a quien lo realiza, el hecho de la existencia del propio ser, de la propia dignidad espiritual, de la propia capacidad de conocer y de obrar.

DESDE EL CONCILIO DE TRENTO HASTA LAS ENCÍCLICAS DE NUESTROS TIEMPOS

10. Bien sabido es, además, cómo la Iglesia, en esto últimos tiempos, ha comenzado, por obra de insignes investigadores, de almas grandes y reflexivas, de escuelas teológicas calificadas, de movimientos pastorales y misioneros, de notables experiencias religiosas, pero principalmente por obra de memorables enseñanzas pontificias, a conocerse mejor a sí misma.

Muy largo sería aun tan sólo el mencionar toda la abundancia de la literatura teológica que tiene por objeto a la Iglesia y que ha brotado de su seno en el siglo pasado y en el nuestro; como también sería muy largo recordar los documentos que el Episcopado católico y esta Sede Apostólica han publicado sobre tema de tanta amplitud y de tanta importancia. Desde que el Concilio de Trento trató de reparar las consecuencias de la crisis que arrancó de la Iglesia, muchos de sus miembros en el siglo XVI, la doctrina sobre la Iglesia misma tuvo grandes cultivadores y, en consecuencia, grandes desarrollos. Bástenos aquí aludir a las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano I en esta materia para comprender cómo el tema del estudio sobre la Iglesia obliga no sólo a los Pastores y Maestros, sino también a los fieles mismos y a los cristianos todos, a detenerse en él, como en una estación obligada en el camino hacia Cristo y toda su obra; tanto que, como ya dijimos, el Concilio Ecuménico Vaticano II no es sino una continuación y un complemento del primero, precisamente por el empeño que tiene de volver a examinar y definir la doctrina de la Iglesia. Y si no añadimos más, por amor de la brevedad, y por dirigirnos a quien conoce muy bien esta materia de la catequesis y de la espiritualidad tan difundidas hoy en la santa Iglesia, no podemos, sin embargo, dejar de mencionar con particular recuerdo dos documentos: nos referimos a la Encíclica Satis cognitum, del Papa León XIII[15], y a la Mystici Corporis del Papa Pío XII[16], documentos que nos ofrecen amplia y luminosa doctrina sobre la divina institución por medio de la que Cristo continúa en el mundo su obra de salvación y sobre la cual versa ahora Nuestra exposición. Baste recordar las palabras con que se abre el segundo de tales documentos pontificios, que ha llegado a ser, puede decirse, texto muy autorizado acerca de la teología sobre la Iglesia y muy fecundo en espirituales meditaciones sobre esta obra de la divina misericordia que a todos nos concierne. Y así, es muy a propósito recordar ahora las magistrales palabras de Nuestro gran Predecesor:

La doctrina sobre el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, recibida primeramente de labios del mismo Redentor por la que aparece en su propia luz el gran beneficio, nunca suficientemente alabado, de nuestra estrechísima unión con tan excelsa Cabeza, es, en verdad, de tal índole que, por su excelencia y dignidad, invita a su contemplación a todos y cada uno de los hombres movidos por el Espíritu divino, e ilustrando sus mentes los mueve en sumo grado a la ejecución de aquellas obras saludables que están en armonía con sus mandamientos[17].

LA CIENCIA SOBRE EL CUERPO MÍSTICO

11. Para corresponder a esta invitación, que consideramos todavía operante en nuestros espíritus, y de tal modo que expresa una de las necesidades fundamentales de la vida de la Iglesia en nuestro tiempo, la proponemos también aun hoy, a fin de que, ilustrados cada vez mejor con el conocimiento del mismo Cuerpo Místico, sepamos apreciar sus divinos significados, fortaleciendo así nuestro espíritu con incomparables alientos y procurando prepararnos cada vez mejor para corresponder a los deberes de nuestra misión y a las necesidades de la humanidad.

Y no Nos parece tarea difícil cuando, por una parte vemos, como decíamos, una inmensa floración de estudios que tienen por objeto la santa Iglesia, y, por otra, sabemos que sobre ella principalmente ha fijado su mirada el Concilio Ecuménico Vaticano II. Deseamos tributar un vivo elogio a los hombres de estudio que, particularmente en estos últimos años, han dedicado al estudio eclesiológico con perfecta docilidad al magisterio católico y con genial aptitud de investigación y de expresión, fatigosos, largos y fructuosos trabajos, y que así en las escuelas teológicas como en la discusión científica y literaria, así en la apología y divulgación doctrinal como también en la asistencia espiritual a las almas de los fieles y en la conversación con los hermanos separados han ofrecido múltiples aclaraciones sobre la doctrina de la Iglesia, algunas de las cuales son de alto valor y de gran utilidad.

Por ello confiamos que la labor del Concilio será asistida con la luz del Espíritu Santo y será continuada y llevada a feliz termino con tal docilidad a sus divinas inspiraciones, con tal tesón en la investigación más profunda e integral del pensamiento originario de Cristo y de sus necesarias y legítimas evoluciones en el correr de los tiempos, con tal solicitud por hacer de la verdad divina argumento para unir -no ya para dividir- los ánimos en estériles discusiones o dolorosas escisiones, sino para conducirlos a una mayor claridad y concordia, de donde resulte gloria de Dios, gozo en la Iglesia y edificación para el mundo.

LA VID Y LOS SARMIENTOS

12. De propósito, Nos abstenemos de pronunciar en esta Encíclica sentencia alguna Nuestra sobre los puntos doctrinales relativos a la Iglesia, porque se encuentran sometidos al examen del mismo Concilio en curso, que estamos llamados a presidir. Queremos dejar ahora a tan elevada y autorizada asamblea libertad de estudio y de palabra, reservando a Nuestro apostólico oficio de maestro y de pastor, puesto a la cabeza de la Iglesia de Dios, el momento de expresar Nuestro juicio, contentísimos si podemos ofrecerlo en Nuestra plena conformidad con el de los Padres conciliares.

Pero no podemos omitir una rápida alusión a los frutos que Nos esperamos que se derivarán, ya del Concilio mismo, ya del esfuerzo antes mencionado que la Iglesia debe realizar para adquirir una conciencia más plena y más fuerte de sí misma. Estos frutos son los objetivos que señalamos a Nuestro ministerio apostólico, cuando iniciamos sus dulces y enormes fatigas; son el programa, por decirlo así, de Nuestro Pontificado, y a vosotros, Venerables Hermanos, os lo exponemos brevemente, pero con sinceridad, para que nos ayudéis gustosos a llevarlo a la práctica, con vuestro consejo, vuestra adhesión y vuestra colaboración. Juzgamos que al abriros Nuestro ánimo se lo abrimos a todos los fieles de la Iglesia de Dios y aun a los mismos a quienes, más allá de los abiertos confines del redil de Cristo, pueda llegar el eco de Nuestra voz.

El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su vital relación con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y exaltada. ¿Qué no debería decirse acerca de este capítulo central de todo nuestro patrimonio religioso? Afortunadamente vosotros ya conocéis bien esta doctrina. Y Nos no añadiremos una sola palabra si no es para recomendaros la tengáis siempre presente como la principal guía en vuestra vida espiritual y en vuestra predicación.

Valga más que la Nuestra la exhortación de Nuestro mencionado Predecesor en la citada encíclica Mystici Corporis: Es necesario que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad; Cristo es también quien de varios modos se manifiesta en sus diversos miembros sociales[18].

¡Oh, cómo Nos agradaría detenernos con las reminiscencias que de la Sagrada Escritura, de los Padres, de los Doctores y de los Santos afluyen a Nuestro espíritu, al pensar de nuevo en este luminoso punto de nuestra fe! ¿No nos ha dicho Jesús mismo que El es la vid y nosotros los sarmientos?[19] ¿No tenemos ante nuestra mente toda la riquísima doctrina de San Pablo, quien no cesa de recordarnos: Vosotros sois uno en Cristo Jesús,[20] y de recomendarnos que... crezcamos en El en todos sentidos, en El que es la Cabeza, Cristo, por quien vive todo el cuerpo...[21] y de amonestarnos... todas las cosas y en todos Cristo[22]. Nos baste, por todos, recordar entre los maestros a San Agustín: ... alegrémonos y demos gracias, porque hemos sido hechos no sólo cristianos, sino Cristo. ¿Entendéis, os dais cuenta, hermanos, del favor que Dios nos ha hecho? admiraos, gozaos, hemos sido hechos Cristo. Pues si El es Cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total El y nosotros... la plenitud, pues, de Cristo, la Cabeza y los miembros. ¿Qué es Cabeza y miembros? Cristo y la Iglesia[23].

LA IGLESIA ES MISTERIO

13. Sabemos muy bien que esto es un misterio. Es el misterio de la Iglesia. Y si nosotros, con la ayuda de Dios, fijamos la mirada del ánimo en este misterio, conseguiremos muchos beneficios espirituales, precisamente aquellos de los cuales creemos que ahora la Iglesia tiene mayor necesidad. La presencia de Cristo, más aún, su misma vida se hará operante en cada una de las almas y en el conjunto del Cuerpo Místico, mediante el ejercicio de la fe viva y vivificante, según la palabra del Apóstol: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones[24]. Y realmente la conciencia del misterio de la Iglesia es un hecho de fe madura y vivida. Produce en las almas aquel sentir de la Iglesia que penetra al cristiano educado en la escuela de la divina palabra, alimentado por la gracia de los Sacramentos y por las inefables inspiraciones del Paráclito, animado a la práctica de las virtudes evangélicas, empapado en la cultura y en la conversación de la comunidad eclesial y profundamente alegre al sentirse revestido con aquel sacerdocio real que es propio del pueblo de Dios[25]. El misterio de la Iglesia no es un mero objeto de conocimiento teológico, ha de ser un hecho vivido, del cual el alma fiel aun antes que un claro concepto puede tener una casi connatural experiencia; y la comunidad de los creyentes puede hallar la íntima certeza en su participación en el Cuerpo Místico de Cristo, cuando se da cuenta de que es el ministerio de la Jerarquía eclesiástica el que por divina institución provee a iniciarla, a engendrarla[26], a instruirla, a santificarla, a dirigirla, de tal modo que mediante este bendito canal Cristo difunde en sus místicos miembros las admirables comunicaciones de su verdad y de su gracia, y da a su Cuerpo Místico, mientras peregrina en el tiempo, su visible estructura, su noble unidad, su orgánica funcionalidad, su armónica variedad y su belleza espiritual. No hay imágenes capaces de traducir en conceptos a nosotros accesibles la realidad y la profundidad de este misterio; pero de una especialmente -después de la mencionada del Cuerpo Místico, sugerida por el apóstol Pablo- debemos conservar el recuerdo, porque el mismo Cristo la sugirió, y es la del edificio del cual El es el arquitecto y el constructor, fundado, sí, sobre un hombre naturalmente frágil, pero transformado por El milagrosamente en sólida roca, es decir, dotado de prodigiosa y perenne indefectibilidad: Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia[27].

PEDAGOGÍA DEL BAUTIZADO

13 b. Si logramos despertar en nosotros mismos y educar en los fieles, con profunda y vigilante pedagogía, este fortificante sentir de la Iglesia, muchas antinomias que hoy fatigan el pensamiento de los estudiosos de la eclesiología -cómo, por ejemplo, la Iglesia es visible y a la vez espiritual, cómo es libre y al mismo tiempo disciplinada, cómo es comunitaria y jerárquica, cómo siendo ya santa, siempre está en vías de santificación, cómo es contemplativa y activa, y así en otras cosas -serán prácticamente dominadas y resueltas en la experiencia, iluminada por la doctrina, de la realidad viviente de la Iglesia misma; pero sobre todo, de este sentir de la Iglesia se logrará un resultado, muy importante, el de una magnífica espiritualidad, alimentada por la piadosa lectura de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, y con cuanto contribuye a suscitar en ella esa conciencia. Nos referimos a la catequesis cuidadosa y sistemática, a la participación en la admirable escuela de palabras, de signos y de divinas efusiones que es la sagrada liturgia, a la meditación silenciosa y ardiente de las verdades divinas y, finalmente, a la entrega generosa, a la oración contemplativa. La vida interior sigue siendo como el gran manantial de la espirxperiencia, iluminada por la doctrina, de la realidad viviente de la Iglesia misma; pero sobre todo, de este sentir de la Iglesia se logrará un resultado, muy importante, el de una magnífica espiritualidad, alimentada por la piadosa lectura de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, y con cuanto contribuye a suscitar en ella esitualidad de la Iglesia, su modo peculiar de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical e insustituíble de su actividad religiosa y social e inviolable defensa y renaciente energía en medio de su difícil contacto con el mundo profano.

Necesario es dar de nuevo toda su importancia al hecho de haber recibido el santo bautismo, es decir, de haber sido injertados, mediante tal sacramento, en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Y esto especialmente en la valoración consciente que el bautizado debe tener de su elevación, más aún, de su regeneración a la felicísima realidad de hijo adoptivo e Dios, a la dignidad de hermano de Cristo, a la suerte, queremos decir, a la gracia y al gozo de la inhabitación del Espíritu Santo, a la vocación de una vida nueva, que nada ha perdido de humano, salvo la desgracia del pecado original, y que está capacitada para dar, de todo cuanto es humano, las mejores manifestaciones y saborear los más ricos y puros frutos. Ser cristiano, haber recibido el santo bautismo, no ha de ser considerado como cosa indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y felizmente la conciencia de todo bautizado; debe ser, en verdad, considerado por él como lo fue por los cristianos antiguos -una iluminación que, haciendo caer sobre él el vivificante rayo de la verdad divina, le abre el cielo, le esclarece la vida terrenal, le capacita a caminar como hijo de la luz hacia la visión de Dios, fuente de eterna felicidad.

Fácil es comprender qué programa pone delante de nosotros y de nuestro ministerio esta consideración, y Nos gozamos al observar que está ya en vías de ejecución en toda la Iglesia y promovido con iluminado y ardiente celo. Nos los recomendamos, Nos lo bendecimos.


1. Io. 7, 16.

2. Cf. Eph. 3, 9-10.

3. Cf. Act. 20, 28.

4. Cf. Eph. 5, 27.

5. Hebr. 1, 1.

6. Cf. Mat. 26, 41.

7. Cf. Luc. 17, 21.

8. Cf. Mat. 26, 75; Luc. 24. 8; Io. 14, 26 et 16, 4.

9. Phil. 1, 9.

10. Io. 9, 38.

11. Ibid. 11, 27.

12. Mat. 16, 16.

13. Eph. 3, 17.

14. Io. 14, 26.

15. AL 16 (1896) 157-208.

16. A. A. S. 35 (1943) 193-248.

17. Ibid. 193.

18. Ibid. 238.

19. Cf. Io. 15, 1 ss.

20. Gal. 3, 28.

21. Eph. 4, 15-16.

22. Col. 3, 11.

23. In Io. tr. 21, 8 PL 35, 1568.

24. Eph. 3, 17.

25. Cf. 1 Pet. 2, 9.

26. Cf. Gal. 4, 19; 1 Cor. 4, 15.

27. Mat. 16, 18.