HOMILÍA
Durante
la santa misa celebrada en la solemnidad de la Asunción de María
El miércoles
15 de agosto, solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María, a las
ocho de la mañana, Juan Pablo II celebró la santa misa en el patio del palacio
apostólico de Castelgandolfo. Con el Vicario de Cristo concelebraron, entre
otros, el cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado; mons. James Michael
Harvey, prefecto de la Casa pontificia, y mons. Stanislaw Dziwisz, prefecto
adjunto; el obispo de Albano, mons. Agostino Vallini, y su auxiliar, mons. Paolo
Gillet; don Luca Valloi, vicario general de los salesianos; el párroco de la
parroquia de Santo Tomás de Villanueva, don Giorgio Marchiori; y el vicepárroco,
don Valdemar Niedziolka. Asistieron a la misa muchos religiosos y religiosas, así como numerosos
fieles y peregrinos.
Al
inicio de la concelebración eucarística el párroco dirigió al Papa unas
palabras de saludo. Ofrecemos a continuación la homilía que pronunció el
Vicario de Cristo:
1. "El último enemigo aniquilado será la muerte" (1 Co 15, 26).
Estas palabras de san Pablo, que acaban de resonar en la segunda lectura, nos
ayudan a comprender el significado de la solemnidad que hoy celebramos. En María,
elevada al cielo al concluir su vida terrena, resplandece la victoria definitiva
de Cristo sobre la muerte, que entró en el mundo a causa del pecado de Adán.
Cristo, el "nuevo" Adán, derrotó la muerte, ofreciéndose como
sacrificio en el Calvario, con actitud de amor obediente al Padre. Así, nos ha
rescatado de la esclavitud del pecado y del mal. En el triunfo de la Virgen la
Iglesia contempla a la Mujer que el Padre eligió como verdadera Madre de su
Hijo unigénito, asociándola íntimamente al designio salvífico de la Redención.
Por esto
María, como pone de relieve la liturgia, es signo consolador de nuestra
esperanza. Al fijar nuestra mirada en ella, arrebatada al júbilo del ejército
de los ángeles, toda la historia humana, mezcla de luces y sombras, se abre a
la perspectiva de la felicidad eterna. Si la experiencia diaria nos permite
comprobar cómo la peregrinación terrena está marcada por la incertidumbre y
la lucha, la Virgen elevada a la gloria del Paraíso nos asegura que jamás nos
faltará la protección divina.
2. "Una
gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol" (Ap
12, 1). Contemplemos a María, amadísimos hermanos y hermanas, reunidos aquí
en un día tan importante para la devoción del pueblo cristiano. Os saludo con
gran afecto. Saludo de modo particular al señor cardenal Angelo Sodano, mi
primer colaborador, y al obispo de Albano, así como a su auxiliar, a
quienes agradezco su amable presencia. Saludo asimismo
al párroco y a los sacerdotes que colaboran con él, a los religiosos y a las
religiosas, y a todos los fieles presentes, de manera especial a los consagrados
salesianos, a la comunidad de Castelgandolfo y a la del palacio pontificio.
Extiendo mi saludo a los peregrinos de diversas lenguas que han querido unirse a
nuestra celebración. A cada uno deseo que viva con alegría esta solemnidad,
rica en motivos de meditación.
Una gran
señal aparece hoy para nosotros en el cielo: la Virgen Madre. De ella nos
habla, con lenguaje profético, el autor sagrado de libro del Apocalipsis, en la
primera lectura. ¡Qué extraordinario prodigio se presenta ante nuestros ojos
atónitos! Acostumbrados a ver las realidades de la tierra, se nos invita a
dirigir la mirada hacia lo alto: hacia el cielo, nuestra patria
definitiva, donde nos espera la Virgen santísima.
El hombre
moderno, quizá más que en el pasado, se siente arrastrado por intereses y
preocupaciones materiales. Busca seguridad, pero a menudo experimenta soledad y
angustia. ¿Y qué decir del enigma de la muerte? La Asunción de María es un
acontecimiento que nos afecta de cerca, precisamente porque todo hombre está
destinado a morir. Pero la muerte no es la última palabra, pues, como nos
asegura el misterio de la Asunción de la Virgen, se trata de un paso hacia la
vida, al encuentro del Amor. Es un paso hacia la bienaventuranza celestial
reservada a cuantos luchan por la verdad y la justicia y se esfuerzan por seguir
a Cristo.
3. "Desde
ahora me felicitarán todas las generaciones" (Lc 1, 48). Así
exclama la Madre de Cristo durante el encuentro con su prima santa Isabel. El
evangelio acaba de proponernos de nuevo el Magníficat, que la Iglesia
canta todos los días. Es la respuesta de la Virgen a las palabras proféticas
de santa Isabel: "Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha
dicho el Señor se cumplirá" (Lc 1, 45).
En María
la promesa se hace realidad: dichosa es la Madre y dichosos seremos
nosotros, sus hijos, si, como ella, escuchamos y ponemos en práctica la palabra
del Señor.
Que esta
solemnidad abra nuestro corazón a esa perspectiva superior de la existencia.
Que la Virgen, a la que hoy contemplamos resplandeciente a la derecha del Hijo,
ayude a vivir al hombre de hoy, creyendo "en el cumplimiento de la palabra
del Señor".
4. "Hoy
los hijos de la Iglesia en la tierra celebran con júbilo el tránsito de la
Virgen a la ciudad superior, la Jerusalén celestial" (Laudes et hymni,
VI). Así canta la liturgia armenia hoy. Hago mías estas palabras, pensando en
la peregrinación apostólica a Kazajstán y Armenia que, si Dios quiere,
realizaré dentro de poco más de un mes. A ti, María, te encomiendo el éxito
de esta nueva etapa de mi servicio a la Iglesia y al mundo. Te pido que ayudes a
los creyentes a ser centinelas de la esperanza que no defrauda, y a proclamar
sin cesar que Cristo es el vencedor del mal y de la muerte. Ilumina tú, Mujer
fiel, a la humanidad de nuestro tiempo, para que comprenda que la vida de todo
hombre no se extingue en un puñado de polvo, sino que está llamada a un
destino de felicidad eterna.
María,
"que eres la alegría del cielo y de la tierra", vela y ruega por
nosotros y por el mundo entero, ahora y siempre. Amén.