Queridos hermanos en el episcopado:
1. "Paz a los hermanos, y caridad con fe de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo" (Ef 6, 23). Con estas palabras del apóstol san Pablo y en la alegría de la Pascua os acojo a vosotros, obispos de las Antillas, con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum. A través de vosotros, saludo a todos los fieles de Cristo confiados a vuestro cuidado pastoral. Que la paz del Señor resucitado reine en todos los corazones y en todos los hogares de la región caribeña.
Agradezco al arzobispo Clarke las amables palabras con las que ha expresado la espiritualidad de comunión que es el centro de la Iglesia (cf. Novo millennio ineunte, 43-45). Esta comunión os trae a Roma, en peregrinación a las tumbas de los Apóstoles, donde renováis vuestra fidelidad a la tradición apostólica, cuyas raíces se remontan al mandato del Señor (cf. Mt 28, 19-20) y, en último término, implican la vida íntima de la Trinidad, fundamento de toda realidad.
Venís
como pastores llamados a compartir plenamente el sacerdocio eterno de Cristo.
Ante todo, sois sacerdotes: no sois ejecutivos, directores de
empresa, agentes financieros o burócratas, sino sacerdotes. Esto significa,
sobre todo, que habéis sido llamados a ofrecer el sacrificio, pues esta es la
esencia del sacerdocio, y el centro del sacerdocio cristiano es la ofrenda
del sacrificio de Cristo. Por eso la Eucaristía es la esencia misma de lo
que somos como sacerdotes; por eso, no podemos hacer nada más importante que
ofrecer el sacrificio eucarístico; y, por eso, nuestra celebración comunitaria
de la Eucaristía es el centro de vuestra visita ad limina. No podemos
olvidar nunca que las tumbas de los Apóstoles que veneramos en Roma son tumbas
de mártires, cuya vida y muerte penetraron hasta tal punto en lo más
profundo del sacrificio de Cristo, que pudieron decir: "Con Cristo
estoy crucificado: y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí"
(Ga 2, 19-20). Este fue el seno de su extraordinaria obra misionera
que nosotros, sus sucesores, debemos emular en nuestra época si queremos ser
fieles a la nueva evangelización, para la que el concilio Vaticano II preparó
providencialmente a la Iglesia.
Asimismo, es verdad que el despertar de los fieles laicos en la Iglesia ha suscitado al mismo tiempo, también en vuestro país, problemas relativos a la llamada al sacerdocio, unidos al menor número de candidatos a entrar en los seminarios de las Iglesias que os han sido encomendadas. Como pastores, estáis sumamente preocupados, puesto que, como sabéis bien, la Iglesia católica no puede existir sin el ministerio sacerdotal que Cristo mismo desea para ella.
Algunas personas, como sabéis, afirman que la disminución del número de sacerdotes es obra del Espíritu Santo y que Dios mismo guiará a la Iglesia, haciendo que el gobierno de los fieles laicos sustituya el gobierno de los sacerdotes. Ciertamente, esa afirmación no tiene en cuenta lo que los padres conciliares expresaron cuando trataron de impulsar una implicación mayor de los fieles laicos en la Iglesia. En su enseñanza, los padres conciliares destacaron simplemente la profunda complementariedad entre los sacerdotes y los laicos que entraña la naturaleza sinfónica de la Iglesia. Una comprensión errónea de esta complementariedad lleva a veces a una crisis de identidad y de confianza en los sacerdotes, y también a formas de compromiso laico demasiado clericales o demasiado politizadas.
El compromiso de los laicos se convierte en una forma de clericalismo cuando las funciones sacramentales o litúrgicas que corresponden al sacerdote son asumidas por los fieles laicos, o cuando estos desempeñan tareas que competen al gobierno pastoral propio del sacerdote. En esas situaciones, frecuentemente no se tiene en cuenta lo que el Concilio enseñó sobre el carácter esencialmente secular de la vocación laica (cf. Lumen gentium, 31). El sacerdote, en cuanto ministro ordenado, preside en nombre de Cristo la comunidad cristiana, tanto en el plano litúrgico como en el pastoral. Los laicos le ayudan de muchas maneras en esta tarea. Pero el ámbito principal del ejercicio de la vocación laical es el mundo de las realidades económicas, sociales, políticas y culturales. Es en este mundo donde los laicos están invitados a vivir su vocación bautismal, no como consumidores pasivos, sino como miembros activos de la gran obra que expresa el carácter cristiano. Al sacerdote corresponde presidir la comunidad cristiana para permitir a los laicos realizar la tarea eclesial y misionera que les compete. En un tiempo de secularización insidiosa, puede parecer extraño que la Iglesia insista tanto en la vocación secular de los laicos. Ahora bien, precisamente el testimonio evangélico de los fieles en el mundo es el centro de la respuesta de la Iglesia al mal de la secularización (cf. Ecclesia in America, 44).
El
compromiso de los laicos se politiza cuando el laicado es absorbido por el
ejercicio del "poder" dentro de la Iglesia. Esto sucede cuando no se
considera a la Iglesia como "misterio" de gracia que la caracteriza,
sino en términos sociológicos, o incluso políticos, basándose frecuentemente
en una comprensión errónea de la noción de "pueblo de Dios", noción
que tiene profundas y ricas bases bíblicas y que el concilio Vaticano II
utiliza con tanto acierto. Cuando no es el servicio sino el poder el que modela
toda forma de gobierno en la Iglesia, los intereses opuestos comienzan a hacerse
sentir tanto en el clero como en el laicado. El clericalismo es para los
sacerdotes la forma de gobierno que manifiesta más poder que servicio, y que
engendra siempre antagonismos entre los sacerdotes y el pueblo; este
clericalismo se encuentra en formas de liderazgo laico que no tienen
suficientemente en cuenta la naturaleza trascendente y sacramental de la
Iglesia, ni su papel en el mundo. Estas dos actitudes son nocivas. Por el
contrario, la Iglesia necesita un sentido de complementariedad más profundo
y más creativo entre la vocación del sacerdote y la de los laicos. Sin él,
no podemos esperar ser fieles a las enseñanzas del Concilio ni superar las
dificultades habituales relacionadas con la identidad del sacerdote, la
confianza en él y la llamada al sacerdocio.
Con
este fin, es importante recordar los tres criterios
para discernir si nuestros intentos por inculturar el Evangelio tienen bases sólidas
o no. El primero es la universalidad del espíritu humano, cuyas necesidades
básicas no son diferentes ni siquiera en culturas completamente diversas. Por
tanto, ninguna cultura puede ser considerada absoluta hasta el punto de negar
que el espíritu humano, en el nivel más profundo, es el mismo en todo tiempo,
lugar y cultura. El segundo criterio es que, al comprometerse con nuevas
culturas, la Iglesia no puede abandonar la valiosa herencia que proviene de su
compromiso inicial con la cultura grecolatina, porque eso significaría "ir
en contra del designio providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los
caminos del tiempo y de la historia" (Fides et ratio, 72). Así
pues, no se trata de rechazar la herencia grecolatina para permitir al Evangelio
encarnarse en la cultura caribeña, sino, más bien, de hacer que la herencia
cultural de la Iglesia entable un diálogo profundo y mutuamente enriquecedor
con la cultura caribeña. El tercer criterio es que una cultura no debe
encerrarse en su propia diversidad, no debe refugiarse en el aislamiento, oponiéndose
a otras culturas y tradiciones. Esto implicaría negar no sólo la universalidad
del espíritu humano, sino también la universalidad del Evangelio, que no es
ajeno a ninguna cultura y procura arraigar en todas.
La
Iglesia está llamada a proclamar una verdad absoluta y universal al mundo en
una época en la que en muchas culturas hay una profunda incertidumbre sobre si
existe o no esa verdad. Por consiguiente, la Iglesia debe hablar con la fuerza
del testimonio auténtico. Al considerar lo
que esto entraña, el Papa Pablo VI identificó cuatro cualidades, que llamó perspicuitas,
lenitas, fiducia, prudentia: claridad, afabilidad, confianza
y prudencia (cf. Ecclesiam suam, 38).
Hablar con claridad significa que es preciso explicar de forma
comprensible la verdad de la Revelación y las enseñanzas de la Iglesia que
provienen de ella. Lo que enseñamos no siempre es accesible inmediata o fácilmente
a los hombres de nuestro tiempo. Por eso, hay que explicar, no sólo repetir.
Esto es lo que quería decir cuando afirmé que necesitamos una nueva apologética,
adecuada a las exigencias actuales, que tenga presente que nuestra tarea
consiste en ganar almas, no en vencer disputas; en librar una especie de
lucha espiritual, no en enzarzarnos en controversias ideológicas; en
reivindicar y promover el Evangelio, no en reivindicarnos o promovernos a
nosotros mismos.
Esta apologética necesita respirar un espíritu de afabilidad, una
humildad y compasión que comprenden las angustias y los interrogantes de la
gente y, al mismo tiempo, no ceden a una dimensión sentimental del amor y la
compasión de Cristo, separándolos de la verdad. Sabemos que el amor de Cristo
puede implicar grandes exigencias, precisamente porque estas no están
vinculadas al sentimentalismo, sino a la única verdad que libera (cf. Jn
8, 32).
Hablar con confianza significa no perder nunca de vista la verdad absoluta y universal revelada en Cristo, y tampoco el hecho de que esa es la verdad que todos los hombres anhelan, aunque parezcan indiferentes, reacios u hostiles.
Hablar con la sabiduría práctica y el buen sentido que Pablo VI llama prudencia y que san Gregorio Magno considera una virtud de los valientes (cf. Moralia, 22, 1), significa dar una respuesta clara a quienes preguntan: "¿Qué debemos hacer?" (Lc 3, 10. 12. 14). La grave responsabilidad de nuestro ministerio episcopal se manifiesta aquí en todo su exigente desafío. Debemos implorar a diario la luz del Espíritu Santo, para hablar según la sabiduría de Dios y no según la del mundo, "para no desvirtuar la cruz de Cristo" (1 Co 1, 17).
El
Papa Pablo VI concluía afirmando que hablar con perspicuitas, lenitas,
fiducia y prudentia "nos hará sabios, nos hará maestros"
(Ecclesiam suam, 38). Y eso es lo que estamos llamados a ser sobre todo:
maestros de verdad, implorando siempre "la gracia de ver la vida
plena y la fuerza para hablar eficazmente de ella" (san Gregorio Magno,
Comentario sobre Ezequiel, I, 11, 6).
Queridos hermanos en el episcopado, también vuestras Iglesias particulares deben ser misioneras, en el sentido de que deben ir con audacia a todos los rincones de la sociedad caribeña, incluso al más oscuro, irradiando la luz del Evangelio y el amor que no conoce límites. Es tiempo de que echéis vuestras redes donde parece que no hay peces (cf. Lc 5, 4-5): Duc in altum! Al planificar esta misión, es importante recordar que debemos "apostar por la caridad" (Novo millennio ineunte, 49), para que "el siglo y el milenio que comienzan vean todavía, y es de desear que lo vean con mayor fuerza, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los más pobres" (ib.). Pero más importante aún es que fijéis vuestra mirada en Jesús (cf. Hb 12, 2), sin perderlo de vista jamás, porque él es el comienzo y el fin de toda la misión cristiana.
Invocando sobre vosotros en este tiempo pascual una nueva efusión de los dones del Espíritu Santo, y encomendando a vuestras amadas comunidades, "semillas santas del cielo" (san Agustín, Sermón 34, 5), a la incesante protección de María, Madre del Redentor, os imparto mi bendición apostólica a vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a todos los fieles laicos del Caribe como prenda de gracia y paz en Jesucristo, el primogénito de entre los muertos.