1. Hemos comenzado este encuentro bajo el signo de la Trinidad, trazado de modo incisivo y luminoso por las palabras del apóstol san Pablo en la carta a los Gálatas (cf. Ga 4, 4-7). El Padre, al infundir en el corazón de los cristianos el Espíritu Santo, realiza y revela la adopción filial que Cristo nos ha obtenido. En efecto, "el Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios" (Rm 8, 16). Contemplando esta verdad, como la estrella polar de la fe cristiana, meditaremos en algunos aspectos existenciales de nuestra comunión con el Padre mediante el Hijo y en el Espíritu.
2. El modo típicamente cristiano de considerar a Dios pasa siempre a través
de Cristo. Él es el camino, y nadie va al Padre sino por él (cf. Jn 14,
6). Al apóstol Felipe, que le pide: "Muéstranos al Padre y nos
basta", Jesús le dice: "El que me ha visto a mí, ha visto al
Padre" (Jn 14, 9). Cristo, el Hijo predilecto (cf. Mt 3, 17;
17, 5) es por excelencia el revelador del Padre. El verdadero rostro de Dios sólo
nos es revelado por aquel que "está en el seno del Padre". La expresión
original griega del evangelio de san Juan (cf. Jn 1, 18) indica una
relación íntima y dinámica de esencia, de amor y de vida del Hijo con el
Padre. Esta relación del Verbo eterno implica a la naturaleza humana que él
asumió en la encarnación. Por eso, desde la perspectiva cristiana, la
experiencia de Dios nunca puede reducirse a un genérico "sentido de lo
divino", y no se puede considerar superable la mediación de la humanidad
de Cristo, como han demostrado muy bien los más grandes místicos: san
Bernardo, san Francisco de Asís, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila,
y tantos enamorados de Cristo de nuestro tiempo, como Carlos de Foucauld y santa
Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein).
3. Varios aspectos del testimonio de Jesús con respecto al Padre se
reflejan en toda auténtica experiencia cristiana. Él atestiguó ante todo que
el Padre está en el origen de su enseñanza: "Mi doctrina no es mía,
sino del que me ha enviado" (Jn 7, 16). Lo que dio a conocer es
exactamente lo que "escuchó" del Padre (cf. Jn 8, 26; 15, 15;
17, 8. 14). Así pues, la experiencia cristiana de Dios sólo puede
desarrollarse en total coherencia con el Evangelio.
Cristo también testimonió eficazmente el amor del Padre. En la
estupenda parábola del hijo pródigo, Jesús presenta al Padre siempre a la
espera del hombre pecador que vuelve a sus brazos. En el evangelio de san Juan
insiste en el amor del Padre a los hombres: "Tanto amó Dios al mundo
que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). Y también: "Si
alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y
haremos morada en él" (Jn 14, 23). Quien experimenta realmente el
amor de Dios no puede por menos de repetir con emoción siempre nueva la
exclamación de la primera carta de san Juan: "Mirad qué amor nos ha
tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn
3, 1). A la luz de esta realidad, podemos dirigirnos a Dios con la invocación
tierna, espontánea e íntima: "¡Abbá!, ¡Padre!", que
aflora constantemente a los labios del fiel que se siente hijo, como nos
recuerda san Pablo en el texto con que abrimos este encuentro (cf. Ga 4,
4-7).
4. Cristo nos da la vida misma de Dios, una vida que supera el tiempo y nos
introduce en el misterio del Padre, en su alegría y luz infinita. Lo testimonia
el evangelista san Juan transmitiendo las sublimes palabras de Jesús:
"Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo
tener vida en sí mismo" (Jn 5, 26). "Esta es la voluntad de mi
Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que
yo le resucite el último día. (...) Lo mismo que el Padre, que vive, me ha
enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Jn
6, 40. 57)
Esta participación en la vida de Cristo, que nos hace "hijos en el
Hijo", es posible gracias al don del Espíritu. En efecto, el Apóstol nos
presenta el hecho de que somos hijos en íntima relación con el Espíritu
Santo: "Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos
de Dios" (Rm 8, 14). El Espíritu nos pone en relación con Cristo y
con el Padre. "Por este Espíritu, que es el don eterno, Dios uno y trino
se abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu divino
hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica
y santificante. (...) En la comunión de gracia con la Trinidad se dilata el área
vital del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre
vive en Dios y de Dios: vive según el Espíritu y desea lo
espiritual" (Dominum et vivificantem, 58).
5. Al cristiano, iluminado por la gracia del Espíritu, Dios
se le manifiesta verdaderamente con su rostro paterno. Puede dirigirse a Dios
con la confianza que santa Teresa de Lisieux muestra en este intenso
pasaje autobiográfico. "El pajarito quisiera volar hacia el sol
esplendoroso que encandila sus ojos. Quisiera imitar a las águilas, sus
hermanas, a las que ve elevarse a las alturas hasta el fuego divino de la
Trinidad (...). Pero, tristemente, lo más que puede hacer es agitar sus alitas.
Volar no entra aún en sus posibilidades (...). Entonces, con audaz abandono, se
queda contemplando su sol divino. Nada podrá infundirle miedo, ni el viento ni
la lluvia" (Manuscrits autobiographiques, París, 1957, p. 231).