La justicia es tarea de todos

Exhortación pastoral de la Conferencia episcopal de Honduras ante la situación del país

«Florecerá en sus días la justicia y hasta el fin de los tiempos una paz grande» (Sal 72, 7).

 

Introducción

Estamos conmemorando los dos mil años de la venida de Jesucristo en el tiempo y en la historia de la humanidad: por eso celebramos el Año jubilar. La llegada de nuestro Salvador, enviado por Dios Padre, es motivo de júbilo y de alegría, porque trae la buena nueva a los pobres, el anuncio de la liberación a los cautivos, la restitución de la vista a los ciegos y la liberación a los oprimidos (cf. Lc 4, 18).

Este año es un año de gracia, de salvación, tiempo de recuperar la paz perdida, de enmendar los errores, de devolver lo que se ha robado, de sanar el medio ambiente deteriorado, de detener la deshumanización de la sociedad.

Como depositaria de la misión del Señor Jesús, la Iglesia tiene el deber de anunciar el evangelio de la paz y de la justicia, para que todos los hombres y las mujeres vivan dignamente como hijos de Dios y gocen de todos los derechos que les corresponden. Entre otros, el derecho a nacer, a desarrollarse y a vivir una vida plena en paz y bienestar. Estos derechos son de origen divino porque están inscritos en la naturaleza humana creada por Dios y están expresados en la Biblia; nunca podrán ser disfrutados si la justicia no impera en la sociedad.

En esta oportunidad, como ministros del Señor, deseamos compartir algunas reflexiones con todo el pueblo hondureño, ofrecer nuestra palabra de aliento a cuantos están preocupados por la situación de la justicia en nuestro país, animar a los que están empeñados en buscar soluciones concretas, viables y duraderas a los múltiples problemas planteados y a los que la imparten con rectitud y honestidad. Muy en particular, queremos alentar a los pobres, desposeídos y marginados, para que exijan el derecho a ser tratados con dignidad y equidad.

Nos anima la fuerza del Espíritu Santo que actúa en el corazón del ser humano y hace posible la realización de las palabras del salmista: «Florecerá en sus días la justicia y hasta el fin de los tiempos una paz grande» (Sal 72, 7).

 

Situación actual: luces y sombras

Es justo reconocer que, a partir de los años noventa, se han alcanzado notables logros con la creación de varios organismos como la Escuela judicial, la Policía nacional, el Ministerio público, el Comisionado nacional de los derechos humanos y con la supresión del servicio militar obligatorio, la Dirección nacional de investigación, etc.

En los últimos años, la sociedad civil se ha fortalecido y ha alcanzado mayor madurez, como se constata en su empeño por lograr la aprobación de varias leyes como el Código de la niñez y de la adolescencia, el Código procesal penal, la ley contra la violencia doméstica, la ratificación de la Convención para prevenir y sancionar la tortura, la ratificación de la Convención latinoamericana contra la corrupción, el pacto contra la desaparición forzada de personas y la aprobación del Convenio sobre los pueblos autóctonos y tribales. En otras palabras, se observa un interés marcado por consolidar un auténtico Estado de derecho.

Reconocemos que felizmente existen magistrados, jueces y abogados honestos y diligentes, que sufren por las deficiencias y fallas del sistema judicial, que desean cambios profundos en las conciencias, en la legislación y en el ejercicio de la justicia, y que trabajan por lograrlos.

A pesar de eso, el crimen y la violencia están alcanzando niveles alarmantes. Abundan los delitos cometidos por bandas organizadas, pero rara vez aparecen los delincuentes. En los pueblos pequeños y remotos se da el caso de que asesinos y delincuentes circulan libremente por las calles amedrentando a la población. La red de seguridad pública cubre únicamente los barrios del centro urbano. En las extensas regiones montañosas prevalece casi siempre la ley del más fuerte. Muchas veces se aplica la justicia sólo en contra de los más pobres. En resumen, podemos decir que la aplicación de la ley deja mucho que desear y es uno de los problemas más graves de Honduras.

Sería interminable reseñar todas las denuncias que recibimos y que se publican en los medios de comunicación social sobre los males que aquejan al sistema de justicia. El Comisionado nacional de los derechos humanos, en un afán muy legítimo de hacer avanzar la democracia y de contribuir para superar la inseguridad ciudadana, hizo público un informe especial sobre la necesidad de proteger la independencia judicial (El Heraldo, 7 de abril de 2000).

Es casi un clamor popular que la manera de elegir a los magistrados de la Corte suprema de justicia debe cambiar. La politización de la justicia no garantiza la igualdad de todos ante la ley, como lo establece la Constitución de la República. El poder del dinero es el que decide muchas veces en juicios interminables y dudosos. La inmunidad se ha convertido en una salida para que personas que han delinquido puedan quedar impunes; eso desprestigia a cualquier institución. Resulta vergonzoso que se busquen diputaciones con el único fin de permanecer impunes ante la ley.

 

Nuestra palabra desde la fe

«La justicia y la paz se han abrazado» (Sal 85, 11)

El gran jubileo del año 2000 es también un estímulo para revivir la justicia humana según la justicia de Dios.

Dios es el justo por excelencia y pide que los hombres y las mujeres actuemos con justicia, que es la mejor forma de agradarle y de convivir con los hermanos.

Hay una especial relación entre Dios y los pobres. La justicia de Dios se entiende como defensa del pobre, del huérfano y de la viuda: «El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos» (Sal 103, 6).

Respecto a la persona del juez, en la Biblia se afirma: «Cuando juzguen, no se dejarán influenciar por persona alguna, sino que escucharán lo mismo al pobre que al rico, al poderoso que al débil, y no tendrán miedo de nadie, pues el juicio es cosa de Dios» (Dt 1, 17) y «No dictarás sentencias injustas. No harás favores al pobre, no te inclinarás ante el rico, sino que juzgarás con justicia a tu prójimo» (Lv 19, 15).

Los profetas del Antiguo Testamento enseñan que la justicia y la paz caminan juntas: «La obra de la justicia será la paz y los frutos de la justicia serán la tranquilidad y la seguridad para siempre» (Is 32, 17). Lo mismo refleja la oración del Salmo: «La justicia y la paz se han abrazado» (Sal 85, 11). Es más, la justicia y la paz son expresiones de la presencia del reino de Dios entre los hombres. Por lo tanto, es tarea de todos construir la justicia para gozar de la paz.

El Señor Jesucristo con su venida perfecciona el mensaje del Antiguo Testamento y nos enseña: «Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores» (Mt 5, 43-44). Además, reprocha a los fariseos que no cumplen lo más importante de la Ley: «La justicia, la misericordia y la fe» (Mt 23, 23). Por su parte, san Pablo enseña que el reino de Dios es ante todo: «Justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo» (Rm 14, 17). La carta de Santiago enfatiza que «la justicia se siembra en la paz y da su fruto a los artesanos de la paz» (St3, 18) y san Juan es categórico al afirmar que: «En esto se reconocen los hijos de Dios y los del diablo: el que no sigue el camino de la rectitud no es de Dios y tampoco el que no ama a su hermano. Debemos amarnos unos a otros, pues este es el mensaje que ustedes han oído desde el comienzo» (1 Jn 3, 10-11).

Crisis de valores

La situación que vive el país en relación con la justicia nos hace comprender que las raíces de su descomposición son muy profundas. Es preciso buscarlas en la crisis de valores que afecta a casi todos los sectores de la población y que se manifiesta en «la corrupción pública y privada, el afán de lucro desmedido, la venalidad, la falta de esfuerzo, la carencia de sentido social, de justicia viva y de solidaridad» (Documentos de Puebla, 69). «La corrupción, sin guardar límites, afecta a las personas, a las estructuras públicas y privadas de poder y a las clases dirigentes. Se trata de una situación que favorece la impunidad y el enriquecimiento ilícito, la falta de confianza con respecto a las instituciones políticas, sobre todo en la administración de la justicia y en la inversión pública, no siempre clara, igual y eficaz para todos» (Ecclesia in America, 23).

Recuperar los valores humanos y cristianos, y vivir apegados a ellos, es una condición necesaria para la convivencia social en paz y justicia.

Dentro de estos valores, adquiere un relieve sobresaliente el amor a la verdad y el comportamiento veraz. Sin una disposición interior de pensar la verdad sin ceder a prejuicios o intereses, de decir la verdad sin deformaciones ni mentiras y de actuar la verdad en el amor (cf. Ef 4, 15) sin parcialismos, no se puede ser justo ni administrar rectamente la justicia. La transformación del sistema judicial se incluye en el propósito y esfuerzo colectivo por el desarrollo de una cultura de la verdad.

Practiquen la justicia y hagan el bien (cf. Jr 22, 3)

La Iglesia cree en la necesidad de cambiar las estructuras que, en vez de estar al servicio del hombre, más bien le perjudican y se convierten en un obstáculo permanente para su desarrollo personal y el bien común. Pero, al mismo tiempo, considera que esto no puede ser posible si no se realiza en cada uno de nosotros una profunda y auténtica conversión. Por eso, tratando de interpretar el pensamiento de los obispos de América Latina, reunidos en Medellín en 1968, afirmamos que no tendremos una Honduras nueva sin nuevas y renovadas estructuras; sobre todo, no podemos vislumbrar un país nuevo sin hombres y mujeres nuevos que, a la luz del Evangelio, sepan ser verdaderamente libres y responsables (cf. Medellín, 1, 3).

La llamada a la conversión individual y social ha sido el mensaje permanente de los profetas: «Ustedes han cambiado el derecho en veneno, y en amargura el fruto de la justicia» (Am 6, 12) y «Se te ha enseñado, oh hombre, lo que es bueno, lo que el Señor reclama de ti: sólo practicar la justicia, amar con ternura y caminar humildemente con tu Dios» (Mi 6, 8). El mismo Jesucristo, al anunciar la buena noticia del Reino, pide convertirse y creer (cf. Mc 1, 15).

Esta conversión no es completa si no se refleja en la vida de cada día. Juan Pablo II, haciendo suyos los aportes de los obispos de América reunidos en asamblea general, decía: «A la luz de la doctrina social de la Iglesia se aprecia más claramente la gravedad de los pecados sociales que claman al cielo, porque generan violencia, rompen la paz y la armonía entre las comunidades, las naciones y las diversas partes del continente» (Ecclesia in America, 6).

El cambio de conducta de todos -no solamente de los jueces- será la garantía para que la justicia resplandezca entre nosotros.

 

Recomendaciones

El anuncio, la promoción y la defensa de la justicia forman parte integrante de la evangelización: «el que obra la justicia ha nacido de Dios» (1 Jn 2, 29). En nombre del Dios justo y de nuestra solidaridad con las esperanzas del pueblo, formulamos las siguientes recomendaciones:

Que las autoridades gubernamentales estudien y tomen en cuenta las diferentes propuestas elaboradas por la sociedad civil para transformar y mejorar el sistema judicial, comprometiéndose en su ejecución y cumplimiento.

Que la Comisión de notables de la reforma judicial tenga las suficientes garantías de seguimiento para sus aportaciones, sugerencias y recomendaciones. Aunque en teoría el poder judicial es independiente de los otros poderes, la práctica nos hace ver que estamos aún lejos de la meta deseada. Exhortamos a que se continúen los esfuerzos para que se busque la forma apropiada de administrar adecuadamente la justicia sin influencias de ninguna clase.

Que se emita una ley de la carrera judicial que garantice la estabilidad de jueces y magistrados.

Que se forme un Consejo de la judicatura que tenga como función la selección de jueces y magistrados, separando las funciones administrativas de las jurisdiccionales, y así puedan dedicarse exclusivamente a impartir justicia.

Que el nuevo procedimiento para la selección de los magistrados de la Corte suprema de justicia se haga en forma abierta, transparente y con la participación de las autoridades y de todos los sectores de la sociedad.

Que el Colegio de abogados ejerza un efectivo control sobre los profesionales del derecho, ya que en contra de algunos hay numerosas quejas que claman justicia.

Que se revise el sistema de inmunidades de los funcionarios públicos y que este sólo se refiera a sus actuaciones oficiales, evitando así la impunidad.

Que se cree una comisión con autoridades al más alto nivel y con participación de la sociedad, que vigilen el proceso de implementar no sólo las medidas de orden judicial, sino también la necesaria reforma de las leyes que regulan el sistema judicial.

Que los profesionales de la comunicación continúen con su misión de investigar, informar y denunciar las injusticias, ya que contribuyen a la formación de la opinión pública y de la conciencia del pueblo, evitando el espectáculo y escándalo amarillista.

Que se tenga en cuenta y pueda hacerse realidad la petición hecha por el Santo Padre Juan Pablo II a los responsables de los Estados (24 de junio de 2000) para que, con motivo del Año juhilar, pueda darse: «Una señal de clemencia en favor de los encarcelados... Una reducción de la pena, aunque fuera modesta, sería para ellos una clara expresión de sensibilidad hacia su condición, que provocaría sin duda ecos favorables, animándolos en el esfuerzo de arrepentimiento por el mal cometido y favoreciendo el cambio de su conducta personal» (Mensaje para el jubileo en las cárceles, 7).

Que se agilicen los casos de tantos y tantas hondureños que, después de muchos años, aún no han recibido sentencia y puedan así recobrar su libertad. Es urgente, además, que se emita un reglamento de régimen interno que regule la administración y gestión de los centros penales.

Que los educadores de todos los niveles de la enseñanza, especialmente de las universidades que forman a los profesionales del derecho, eduquen en y para la justicia, con la palabra y con el ejemplo.

Que cada uno de nosotros, pastores, obispos y sacerdotes, agentes de pastoral y miembros del pueblo de Dios nos comprometamos con nuevo ardor en una acción evangelizadora que promueva, bajo todas sus formas, los derechos humanos de todos y una vivencia práctica y continua de la justicia; y esto, sin distinción de sexo, de afiliación política, social, económica, cultural, racial o religiosa.

Exhortamos a todos y cada uno de los hondureños a que pongamos un particular empeño en desarrollar e inculcar actitudes que sean coherentes con valores y principios que favorezcan la convivencia pacífica. Recordemos que la justicia es de todos y para todos, y debe ser impartida de tal manera que cada persona tenga la oportunidad de nacer, crecer, vivir, estudiar, trabajar, superarse y encontrar a Dios sin temor y sin obstáculos. «Cristo es nuestra paz» (Ef 2, 14) y, por eso, la Iglesia nos llama a reconocer la soberanía de Dios y restaurar su proyecto de justicia en Honduras.

 

Conclusión

El nuevo siglo y el nuevo milenio que estamos comenzando deberán ser también un comienzo de una Honduras nueva y mejor. La liberación del mal, del pecado y de la injusticia que nos trajo el Señor Jesús ha de reflejarse en mujeres y hombres nuevos que podamos construir una patria mejor. Rogamos a Dios que en este Año de gracia toque el corazón de todos, especialmente de los que tienen en sus manos el destino de los pueblos. No tengan miedo de abrir de par en par las puertas a Cristo. Déjense conducir por el Espíritu Santo, que es Espíritu de verdad, de justicia, de honestidad, de amor y de libertad.

Publicamos esta exhortación en la fiesta de la Asunción de la santísima Virgen María al cielo, que nos recuerda el triunfo de los auténticos valores humanos. La nueva Eva, que transformó la mentira, el engaño, la seducción y la malicia en la verdad, la justicia, la sinceridad y la transparencia, nos enseña a todos los cristianos cuál es la meta hacia la cual debemos conducir nuestra vida: una Honduras justa y fraterna, trabajadora y unida para enfrentar los enormes desafíos del futuro.

Con nuestras oraciones imploramos la bendición del Dios de la justicia para nuestra amada patria.

Tegucigalpa, 15 de agosto de 2000, fiesta de la Asunción al cielo de la santísima Virgen María

Los obispos de Honduras