La escucha de la Palabra y del Espíritu
en la revelación cósmica

 

1. "¡Qué amables son todas sus obras! Y eso que es sólo como una chispa lo que de ellas podemos conocer. (...) Mucho más podríamos decir y no acabaríamos, y el resumen sería:  él lo es todo. (...) Él es mucho más grande que todas sus obras" (Si 42, 22; 43, 27-28). Estas estupendas palabras del Sirácida condensan el canto de alabanza elevado en todas las épocas y bajo todos los cielos al Creador, que se revela a través de la inmensidad y el esplendor de sus obras.

Aunque sea en formas aún imperfectas, muchísimas voces han reconocido en la creación  la presencia de su Artífice y Señor. Un antiguo rey y poeta egipcio, dirigiéndose a su divinidad solar, exclamaba:  "¡Cuán numerosas son tus obras! Están ocultas a nuestro rostro. Tú, Dios único, fuera del cual nadie existe, tú has creado la tierra según tu voluntad, cuando estabas solo" (Himno a Aton, cf. J.B. Pritchard ed., Ancient Near Eastern Texts, Princeton 1969, pp. 369-371).

Algunos siglos después, también un filósofo griego celebraba en un himno admirable la divinidad que se manifiesta en la naturaleza y, de modo particular, en el  hombre:  "De tu linaje somos, y sólo nosotros, entre todos los seres animados que  viven  y  se  mueven sobre la tierra, tenemos  la palabra como reflejo de tu mente" (Cleante, Himno a Zeus,  vv. 4-5). El  apóstol  san  Pablo recogerá esta elevación, citándola en su discurso ante el Areópago de Atenas (cf. Hch 17, 28).

2. También al fiel musulmán se le pide escuchar la palabra que el Creador transmite mediante las obras de sus manos:  "Oh hombres, adorad a vuestro Señor, que os ha creado a vosotros y a los que existieron antes que vosotros, y temed a Dios, el cual ha hecho la tierra como una alfombra para vosotros y el cielo como un castillo, y ha hecho bajar del cielo agua con la cual saca de la tierra los frutos que son vuestro alimento diario" (Corán II, 21-23).

La tradición judía, que floreció en la tierra fértil de la Biblia, descubrirá la presencia personal de Dios en toda la creación:  "Dondequiera que yo vaya, allí estás tú. Dondequiera que me detenga, allí estás tú. Sólo tú, aún tú, siempre tú... En el cielo, tú. En la tierra, tú. Arriba, tú. Abajo, tú. A dondequiera que me dirijo y en todas las cosas que admiro, allí estás tú, sólo tú, aún tú, siempre tú" (M. Buber, Los relatos de los Chassidim, Milán 1979, p. 276).

3. La Revelación bíblica se inserta en esta amplia experiencia de sentido religioso y de oración de la humanidad, poniéndole el sello divino. Al comunicarnos el misterio de la Trinidad, nos ayuda a captar en la creación misma no sólo la huella del Padre, fuente de todo ser, sino también la del Hijo y del Espíritu. A la Trinidad entera se dirige ya la mirada del cristiano cuando, con el salmista, contempla el cielo:  "La palabra del Señor -es decir, su Verbo eterno- hizo el cielo; el aliento de su boca -es decir, el Espíritu Santo-, sus ejércitos" (Sal 33, 6). Por eso, "el cielo proclama la gloria de Dios; el firmamento pregona la obra de sus manos:  el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que se pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje" (Sal 19, 2-5).

Es preciso eliminar de los oídos del alma los ruidos para captar esta voz divina que resuena en el universo. Así pues, junto a la revelación propiamente dicha, contenida en la sagrada Escritura, se da una manifestación divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche. En cierto sentido, también la naturaleza es el "libro de Dios".

4. Podemos preguntarnos cómo se puede desarrollar, en la experiencia cristiana, la  contemplación  de  la Trinidad a través  de  la creación, descubriendo en ella no sólo genéricamente el reflejo del único Dios, sino también la huella de cada  una  de  las Personas divinas. En efecto, aunque es verdad que "el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de la creación, sino un solo principio" (concilio de Florencia:  DS 1331), también es verdad que "cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 258).

Por consiguiente, cuando contemplamos con admiración el universo en su grandeza y belleza, debemos alabar a toda la Trinidad, pero de modo especial nuestro pensamiento va al Padre, del que todo brota, como plenitud fontal del ser mismo.

Cuando reflexionamos en el orden que rige en el cosmos y admiramos la sabiduría con la que el Padre lo ha creado, dotándolo de leyes que gobiernan su existencia, nos resulta espontáneo remontarnos al Hijo eterno, que la Escritura nos presenta como Palabra (cf. Jn 1, 1-3) y Sabiduría divina (cf. 1 Co 1, 24. 30).

En el admirable canto que la Sabiduría entona en el libro de los Proverbios, y que se leyó al principio de este encuentro, se presenta "constituida desde la eternidad, desde el principio" (Pr 8, 24). La Sabiduría está presente en el momento de la creación "como arquitecto", dispuesta a poner sus delicias "entre los hijos de los hombres" (cf. Pr 8, 30-31). Bajo estos aspectos, la tradición cristiana ha visto en ella el rostro de Cristo, "imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación (...) Todo fue creado por él y para él; él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia" (Col 1, 15-17; cf. Jn 1, 3).

5. Asimismo, a la luz de la fe cristiana, la creación evoca de modo particular al Espíritu Santo en el dinamismo que distingue las relaciones entre las cosas, dentro del macrocosmos y del microcosmos, y que se manifiesta sobre todo donde nace y se desarrolla la vida. En virtud de esta experiencia, también en algunas culturas lejanas del cristianismo se ha percibido, de alguna manera, la presencia de Dios como "espíritu" que anima el mundo. En este sentido, es célebre la expresión de Virgilio:  "spiritus intus alit", "el espíritu alimenta desde dentro" (Eneida VI, 726).

El cristiano sabe bien que esa evocación del Espíritu sería inaceptable si se refiriera a una especie de "anima mundi", entendida en sentido panteísta. Pero, excluyendo este error, sigue siendo verdad que toda forma de vida, de animación, de amor, remite en definitiva a aquel Espíritu del que el Génesis dice que "aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1, 2) en  el  alba  de  la creación y en el que los cristianos, a la luz del Nuevo Testamento, reconocen una referencia a la tercera Persona de la santísima Trinidad.

En efecto, la creación, en su concepto bíblico, "conlleva no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios" (Dominum et vivificantem, 12).

Al contemplar la revelación cósmica, anunciemos la obra de Dios con las palabras del salmista. "Envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra" (Sal 104, 30).