La Eucaristía y el día del Señor

Catequesis del cardenal Norberto Rivera, arzobispo de México, durante el Congreso eucarístico internacional

 

Introducción

Ave, verum Corpus natum de Maria Virgine. En este sábado, día dedicado a la santísima Virgen, acabamos de clausurar solemnemente la adoración eucarística perpetua que se inició el lunes pasado en algunas iglesias de esta diócesis de Roma, caput Ecciesiae. Esta tarde celebraremos juntos la misa y, en la noche, la adoración eucarística de los jóvenes y su peregrinación hacia San Pedro nos preparará para vivir más intensamente la santa misa con el Santo Padre y la clausura de este cuadragésimo séptimo Congreso eucarístico internacional.

Con el día dedicado a María, nuestra Madre del cielo, nos preparamos para vivir el día del Señor; con ella saludamos al Cuerpo de su Hijo muerto en la cruz por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación. Ave, verum Corpus natum de Maria Virgine.

En 1531, la santísima Virgen se hizo presente en la colina del Tepeyac, en la Ciudad de México. Se apareció a un indígena que andaba preocupado por la suerte de su tío enfermo. La segunda aparición fue precisamente un sábado. María pedía a aquel indito algo humanamente desproporcionado: la construcción de un templo para dar culto a su Hijo y para mostrar y dar en él todo su amor y compasión de Madre. Juan Diego, aun sabiendo las dificultades que le esperaban, obedeció con amor y fue a referirle al obispo la petición de la santísima Virgen. Juan Diego no fue escuchado y María santísima, en la tercera aparición, en ese mismo domingo, prometió, por fin, darle a Juan Diego la señal que le pedía el obispo para creer en él.

En este relato hay una riqueza teológica en la que se cruzan la debilidad humana y la grandeza divina. María santísima aparece siempre como la Madre amorosa que lleva a sus hijos a la alabanza y el amor de Dios. El ser humano, débil y pobre, se adentra temerosamente en el conocimiento del Señor, pero el amor divino sale a su encuentro y le ayuda generosamente. María es la expresión maternal de ese amor divino, camino y puente que acerca el amor de Dios a los hombres y la debilidad de los hombres a Dios. Ella es, por lo tanto, la mejor guía para acercarnos al amor de Dios que se desvela en la Eucaristía.

Eucaristía, misterio de encuentro

En la Eucaristía se vive ese misterio de encuentro entre la debilidad y la limitación humana y el amor y la omnipotencia de Dios. Se vive especialmente en el domingo, día que renueva y actualiza ese otro gran encuentro, el de Jesús resucitado con el hombre débil, desconfiado y pecador, personalizado en los Apóstoles, que lloran la muerte de su Maestro y que se duelen por su aparente derrota.

Domingo, día del encuentro con el Señor

El domingo es el día del encuentro del miedo de los discípulos con la realidad de la resurrección de Cristo, que se convierte en certeza única e inamovible (cf. Jn 20, 19-29). Es también el día del encuentro con el Espíritu Santo, que les comunica el impulso misionero (cf. üch 2, 1-41). Llegan a ese momento, en un clima de oración, junto a María santísima (cf. Hch 1, 14), como nosotros. Esos encuentros se reviven cada domingo en la Eucaristía dominical.

La misa del domingo responde a un deseo de Cristo que nos pidió: «Haced esto en memoria mía» (1 Co 11, 24.25). La memoria eucarística es encuentro: se revive el momento en el que Dios se hace más cercano al hombre. Cristo encarnado se hace pan, se da en comida, se convierte en el verdadero alimento del hombre, el alimento que permanece para la vida eterna (cf. Jn 6, 27). En este alimentarnos del Señor se produce el encuentro más profundo entre Dios y su criatura amada. El hombre se alimenta de Dios y Dios se da en comida.

Dios se acerca al hombre

La Eucaristía dominical es ante todo un momento especial de acercamiento de Dios al hombre: «Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: "Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado". Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: "¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?"» (Lc 24, 28-32).

Los hechos narrados en este evangelio se sitúan en un domingo (cf. Lc 24, 1). En él, Cristo, Dios hecho hombre por amor, encarnado de María santísima, muerto y resucitado, se presenta ante el ser humano en el partir el pan, signo eficaz de su gracia, memorial de su pasión y resurrección. Cristo se da como alimento. Dos discípulos entran en contacto con Cristo y celebran con él la Eucaristía. De ese encuentro salen fortalecidos, entusiasmados y lanzados a descubrir a los demás hombres que Cristo ha resucitado, a compartir su experiencia, una experiencia que los llenó de esperanza en el desconsuelo que vivían. Los hombres que se sentían defraudados, ahora se convierten en testigos. El domingo, día de la resurrección, se convierte así en encuentro con Cristo y lanzamiento a la vivencia de la misión apostólica.

En la Eucaristía dominical se actualizan las promesas de Cristo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6, 56). Los discípulos de Emaús permanecen en él, llevan su amor y su recuerdo a los demás Apóstoles.

La misa revive el misterio pascual, momento privilegiado de la revelación de Dios a la humanidad. Cumple el mismo cometido que el encuentro de Emaús. Es un encuentro real y transformante, que fortalece al cristiano y le lleva al entusiasmo de la predicación y del testimonio de la resurrección. La Eucaristía dominical es un encuentro profundo con el Señor, en el que Dios se acerca al hombre en su palabra y en la carne del Hijo.

En ese encuentro hay una presencia real de Cristo. La Eucaristía es presencia real de Cristo en su Iglesia, en el mundo. Desde Pentecostés, la presencia de Cristo en la Iglesia, y particularmente en la Eucaristía, es más eficaz que la que tuvo en Palestina, porque, glorificado, nos envía el don del Espíritu Santo en virtud de su intercesión continua ante el Padre. Es el Espíritu el que nos trae ahora a Cristo al seno de la Iglesia; y es Cristo el que, desde su intercesión ante el Padre, nos gana continuamente el don de su Espíritu. Esta acción recíproca de Cristo y del Espíritu la podemos ver sobre todo en la Eucaristía. En ella pedimos que el Espíritu transforme las ofrendas del pan y del vino (epíclesis) en el cuerpo y la sangre de Cristo; pero este Cristo, ya presente entre nosotros, será el que nos dé abundantemente el Espíritu como don.

Es un encuentro en el que el Hijo de Dios se da en sacrificio. En la Eucaristía no nos encontramos sólo con Cristo en persona, sino con su mismo sacrificio redentor, para hacerlo nuestro y ofrecerlo al Padre en su nombre, y ganar así para el mundo toda la gracia que necesita: «Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre, para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura» (Sacrosanctum Concilium, 47). La Eucaristía es un sacrificio porque representa -hace presente- el sacrificio de la cruz (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1366), de modo que el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio (cf. ib., n. 1367), el mismo.

El sacrificio de Cristo es, ante todo, un don del Padre que entrega al Hijo para reconciliarnos con él. Pero, al mismo tiempo, es una ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su obediencia al Padre para reparar nuestra desobediencia (cf. ib., n. 614). Es el amor hasta el extremo el que confiere valor de redención y reparación, de satisfacción y expiación al sacrificio de Cristo (cf. ib., n. 616).

La Eucaristía dominical es también memorial. Cristo instituye la Eucaristía como memorial de su sacrificio en la cruz. Se sitúa en el marco de la cena pascual momentos antes de morir en la cruz. En la cena pascual se consumía el cordero que se había inmolado en el templo y, de esa forma, se participaba en la Pascua. Ahora, Cristo toma el pan y el vino de la antigua Pascua y los pone en relación directa con su cuerpo y sangre que se van a inmolar por nosotros en la cruz. Se los da a los suyos diciendo: «Esto es mi cuerpo, esto es mi sangre». Si les diera un mero símbolo, no les haría realmente partícipes de la nueva Pascua sellada en su sangre. Los judíos nunca participaban en la Pascua mediante un mero símbolo, sino mediante la consumición de la víctima (el cordero) que se había inmolado en el templo. Cristo es la víctima que se da como alimento.

La Eucaristía es alimento para el camino de la vida del hombre, fuente de gracia que hace presente la vida divina en el alma y anuncio de la vida eterna que, a través de la Eucaristía, se percibe como real y deseable. Jesús se presenta al encuentro con el hombre como el pan de vida que sacia para siempre (cf. Jn 6, 35) y de la vida eterna (cf. Jn 6, 49-51. 54. 58). Dios sale al encuentro del hombre como alimento de eternidad.

El hombre se acerca a Dios

«En la santa Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra pascua y pan vivo, que, en su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas, juntamente con él» (Presbyterorum ordinis, 5).

La Eucaristía del domingo es también un momento privilegiado en que el hombre se acerca a Dios. Ante la invitación de Cristo, que se hace presente en su palabra, en el pan y en el vino, el hombre responde con una actitud de fe, de esperanza y de amor.

Desde la fe, el cristiano ofrece su asentimiento a Dios, que se revela en el máximo acto de amor, de donación de sí mismo. Desde la fe, capta el verdadero significado de lo que está viviendo: la inmolación incruenta de Cristo por nuestra salvación. Sólo la fe nos permite participar en este misterio, que sobrepasa nuestras capacidades. La fe guía todo el acercamiento del ser humano a Cristo, que le sale al encuentro como alimento de vida eterna. La Eucaristía supone y fortalece la fe y, al mismo tiempo, como muy bien intuyó Rafael en el fresco de la estancia de la Signatura, es el centro de la vida de la Iglesia. En ella descubrimos el nuevo maná y la nueva alianza en la carne y en la sangre del Señor, de la que nace el nuevo pueblo de Dios, su Cuerpo místico. Así, la fe descubre el misterio del encuentro con Dios en la Eucaristía y de la estrecha unión con los hijos del mismo Padre. De aquí nace el amor cristiano y la moral de la Iglesia, basada en el amor de Dios que se hace hombre y se nos da para nuestra salvación.

Otro elemento fundamental de este encuentro del hombre con Dios en la Eucaristía lo proporciona la esperanza. La Eucaristía nos abre al destino universal del ser humano (cf. Jn 6, 54). El pan y el vino convertidos en el cuerpo y en la sangre de Cristo son prenda de vida eterna y signo de la resurrección final que nos espera. El cristiano encuentra en la Eucaristía dominical la mayor garantía que nos ha dejado Jesucristo acerca del cumplimiento de sus promesas. Su Cuerpo y su Sangre alimentan nuestra esperanza. No es una esperanza vacía; no es el mito de la eterna juventud, sino una apertura trascendente a una eternidad feliz en Dios. La Eucaristía da a la esperanza la fuerza de realizarse en nuestra debilidad; nos hace fuertes para el camino de la respuesta a la promesa-invitación de Dios.

Pero el más profundo encuentro se da en el amor. La Eucaristía introduce a Cristo en la comunidad. Da fuerza a los evangelizadores y a los testigos de Cristo en el mundo. Sostiene el amor con el que luchan por instaurar su reino. El amor es el momento más sublime en nuestro encuentro con Cristo (cf. Rm 5, 3-5). El amor de Dios sostiene nuestra esperanza y nos da ánimos para llevar adelante el sufrimiento humano. El amor eucarístico es el mismo amor de la santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se ofrece a nosotros esperando una respuesta, y el cristiano se encuentra con Dios en la Eucaristía a través del amor. Del amor eucarístico saca sus fuerzas para amar a Dios y entregarse a él, en el cumplimiento de su voluntad, signo del amor auténtico (cf. Jn 15, 14; 14, 15.21, etc.). De la Eucaristía nace nuestra respuesta de amor. La Eucaristía alimenta nuestra respuesta de amor. El cristiano encuentra a Dios en el amor a través de la Eucaristía en la que el Señor se hace alimento para nuestra vida.

Domingo, día del encuentro
con los hermanos en la Iglesia

La Eucaristía da vida a los hombres, la vida del espíritu. Del mismo modo que el hecho de recibir la vida biológica de los mismos padres convierte a los hombres en hermanos, la Eucaristía, que vivifica a los cristianos, los une por un vínculo invisible que tiene su origen en el cuerpo de Cristo que reciben.

De la Eucaristía nace la Iglesia. La institución de la Eucaristía es un momento clave en la serie de actos con los que Cristo fue colocando las bases de su Iglesia, que continuaría su obra entre los hombres. Si Cristo ha venido a constituir el nuevo pueblo de Dios que prolongue en la historia al pueblo de Israel, lo hace sobre todo en el momento en el que instituye la Eucaristía como sacramento de la nueva y definitiva alianza. El antiguo pueblo de Israel se constituyó sobre la alianza que Dios estableció con él, simbolizada en el rito que Moisés realizó al asperjar la sangre de los animales sobre doce piedras, que representaban a las doce tribus de Israel y sobre otra central que representaba a Dios, diciendo: «Esta es la sangre de la alianza» (Ex 24, 8). Ahora Cristo estable el nuevo pueblo de Dios sobre la base de la nueva y definitiva alianza, que se sella con su sangre: «Esta es mi sangre de la alianza, que será derramada por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26, 28; Mc 14, 24). Lucas y Pablo hablan de la nueva alianza (cf. Lc 22, 20; 1 Co 11, 25) en conexión con la profecía de Jeremías sobre la nueva alianza que Dios busca sellar con su pueblo (cf. Jr 31, 31-34).

La Eucaristía, centro y corazón de la Iglesia, simboliza la estructuración de la misma según los diversos dones y funciones que cada uno tiene en ella. No todos tienen la misma función en la Eucaristía, porque no todos tienen la misma función en la Iglesia. Unos son miembros del cuerpo de Cristo y, como tales, aportan su ofrenda a la Eucaristía y ofrecen también su ofrenda junto con Cristo, sacerdote y víctima. Otros, en cambio, representan la persona de Cristo en cuanto cabeza del Cuerpo místico, para hacer presente el sacrificio de Cristo sobre el altar. Son los Apóstoles y sus sucesores, así como los sacerdotes, elegidos por ellos como colaboradores. Reunida la comunidad bajo el ministerio sagrado del obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y unidad del Cuerpo místico de Cristo, sin el cual no puede haber salvación. En cada comunidad cristiana que celebra la Eucaristía está presente Cristo, el cual, con su poder, da unidad a la Iglesia (cf. Lumen gentium, 26).

Que Cristo sea cabeza del cuerpo quiere decir dos cosas: que de Cristo desciende todo el influjo vital a los miembros y que él es el centro de las decisiones, de la voluntad. Todos los miembros de la Iglesia están unidos en un mismo cuerpo y una misma sangre. La Eucaristía edifica a la Iglesia y la Iglesia conserva la Eucaristía y la actualiza en el aquí y ahora de la vida del hombre.

Conclusión

El gran jubileo del año 2000 es un año intensamente eucarístico. Alrededor de la Eucaristía se afianzan y se renuevan las personas, las familias, las parroquias, las asociaciones. Es un momento muy oportuno para acercarse con constancia a este manantial inagotable de vida interior y extraer de él toda su riqueza.

El jubileo es ante todo período de conversión, es decir, de retorno a Cristo. El rechazo del pecado y la penitencia nos tiene que llevar a volver nuestro corazón a Cristo presente entre nosotros en la Eucaristía. Ella es la meta del jubileo, lugar de encuentro con Dios y con los hermanos.

Que María, la Madre del Señor, nos lleve a su Hijo y nos guíe en este peregrinaje jubilar.