HOMILÍA

Durante la misa con ocasión del jubileo de la diócesis de Roma, en la plaza de San Pedro, domingo 28 de mayo

Los cristianos testigos de1 amor

El Papa recordó que la Iglesia de Roma, fundada por san Pedro, es el centro de la comunión

El domingo 28 de mayo se celebró el jubileo de la diócesis de Roma. Todas las parroquias de la urbe estuvieron representadas en la plaza de San Pedro; muchas de ellas hicieron la peregrinación a pie. Mas de cincuenta mil fieles asistieron a la misa presidida por el Papa, con el que concelebraron el cardenal Camillo Ruini, vicario suyo para la diócesis de Roma, con el vicegerente, mons. Cesare Nosiglia, y los obispos auxiliares Luigi Moretti, Salvatore Fisichella, Armando Brambilla, Enzo Dieci y Vincenzo Apicella; concelebraron también el cardenal Roger Etchegaray, presidente del Comité para el gran jubileo del año 2000, y el secretario de dicho organismo, mons. Crescenzio Sepe; los treinta y seis párrocos prefectos, los directores de las oficinas del vicariato y trescientos cuarenta sacerdotes de la diócesis, tanto del clero secular como del regular. Al comienzo de la misa, el cardenal Ruini dirigió al Santo Padre unas palabras. Durante el ofertorio presentaron un gran cesto con las ofertas recogidas antes de la misa y que serán utilizadas para un poliambulatorio en la estación Términi. Asistieron en lugares reservados el cardenal Giovanni Canestri, que fue vicegerente de Roma, y otros obispos, así como el alcalde de Roma, Francesco Rutelli. Al final de la eucaristía y antes del rezo del «Regina caeli», cincuenta y seis niños y niñas agitaron cintas de colores, simbolizando la sociedad multiétnica y multirracial de la ciudad. He aquí el texto de la homilía pronunciada por Su Santidad.

1. «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). Cristo, la víspera de su muerte, abre su corazón a los discípulos reunidos en el Cenáculo. Les deja su testamento espiritual. En el período pascual, la Iglesia vuelve sin cesar espiritualmente al Cenáculo, a fin de escuchar de nuevo con reverencia las palabras del Señor y obtener luz y consuelo para avanzar por los caminos del mundo.

Nuestra Iglesia de Roma, que celebra su jubileo, vuelve hoy al Cenáculo con el corazón conmovido. Vuelve para dejarse interpelar por el divino Maestro, para meditar en sus palabras y descubrir la respuesta más adecuada a las peticiones que él le hace.

Las palabras que nuestra Iglesia escucha hoy de los labios de su Señor son fuertes y claras: «Permaneced en rni amor. (...) Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15, 9.12). ¡Cómo no sentir particularmente «nuestras» estas palabras de Jesús! ¿No tiene la Iglesia de Roma la tarea específica de «presidir en la caridad» a toda la ecúmene cristiana? (cf. san Ignacio de Antioquía, Ad Rom, inscr.). Sí, el mandamiento del amor compromete a nuestra Iglesia de Roma con una fuerza y una urgencia especiales.

El amor es exigente. Cristo dice: «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). El amor llevará a Jesús a la cruz. Todo discípulo debe recordarlo. El amor viene del Cenáculo y vuelve a él. En efecto, después de la resurrección, precisamente en el Cenáculo los discípulos meditarán en las palabras pronunciadas por Jesús el Jueves santo y tomarán conciencia del contenido salvífico que encierran. En virtud del amor de Cristo, acogido y correspondido, ahora son sus amigos: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).

Reunidos en el Cenáculo después de la resurrección y la ascensión del divino Maestro al cielo, los Apóstoles comprenderán plenamente el sentido de sus palabras: «Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure» (Jn 15, 16). Bajo la acción del Espíritu Santo, estas palabras los convertirán en la comunidad salvífica que es la Iglesia. Los Apóstoles comprenderán que han sido elegidos para una misión especial, es decir, testimoniar el amor: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor».

Esta consigna pasa hoy a nosotros: en cuanto cristianos, estamos llamados a ser testigos del amor. Este es el «fruto» que estamos llamados a dar, y este fruto «permanece» en el tiempo y por toda la eternidad.

2. La segunda lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, habla de la misión apostólica que brota de este amor. Pedro, llamado por el centurión romano Cornelio, va a su casa, en Cesarea, y asiste a su conversión, la conversión de un pagano. El mismo Apóstol comenta ese importantísimo acontecimiento: «Está claro que Dios no hace distinciones: acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea» (Hch 10, 34-35). Del mismo modo, cuando el Espíritu Santo desciende sobre el grupo de creyentes provenientes del paganismo, Pedro comenta: «¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?» (Hch 10, 47). Iluminado desde lo alto, Pedro comprende y testimonia que todos están llamados por el amor de Cristo.

Nos encontramos aquí ante un viraje decisivo en la vida de la Iglesia: un viraje al que el libro de los Hechos atribuye gran importancia. En efecto, los Apóstoles, y en particular Pedro, aún no habían percibido claramente que su misión no se limitaba sólo a los hijos de Israel. Lo que sucedió en la casa de Cornelio los convenció de que no era así. A partir de entonces comenzó el desarrollo del cristianismo fuera de Israel, y se consolidó una conciencia cada vez más profunda de la universalidad de la Iglesia: todo hombre y toda mujer, sin distinción de raza y cultura, están llamados a acoger el Evangelio. El amor de Cristo es para todos, y el cristiano es testigo de este amor divino y universal.

3. Totalmente convencido de esta verdad, san Pedro se dirigió primero a Antioquía y, después, a Roma. La Iglesia de Roma le debe su comienzo. Este encuentro de la comunidad eclesial de Roma, en el corazón del gran jubileo del año 2000, reaviva en todos nosotros el recuerdo de ese origen apostólico, el recuerdo de san Pedro, primer pastor de nuestra ciudad. Durante estos meses numerosos peregrinos, de todas las partes del mundo, están acudiendo a su tumba para celebrar el jubileo de la encarnación del Señor y profesar la misma fe de Pedro en Cristo, Hijo de Dios vivo.

Se manifiesta así, una vez más, la particular vocación que la divina Providencia ha reservado a Roma: ser el punto de referencia para la comunión y la unidad de toda la Iglesia y para la renovación espiritual de toda la humanidad.

4. Queridos fieles de esta amada Iglesia de Roma, me alegra dirigiros mi afectuoso saludo en esta circunstancia, en que estamos reunidos para celebrar el jubileo diocesano. Saludo al cardenal vicario, al vicegerente y a los obispos auxiliares, a los sacerdotes y a los diáconos, a los religiosos y a las religiosas, y a todos vosotros, laicos comprometidos activamente en las parroquias, en los movimientos, en los grupos y en los diferentes ambientes de trabajo y de vida de la ciudad. Saludo asimismo al alcalde y a las autoridades presentes.

Este día constituye la cumbre ideal de un intenso camino preparatorio. Desde el Sínodo diocesano hasta la misión ciudadana, nuestra Iglesia de Roma, en sus diversos componentes, ha mostrado durante estos años gran vitalidad pastoral y ardiente impulso evangelizador. Por eso hoy queremos dar gracias al Señor. Con oportunas iniciativas pastorales, toda la ciudad ha podido escuchar de nuevo el anuncio del Evangelio en los hogares y en los lugares de trabajo. Así, se ha puesto de manifiesto cuán enraizada está la Iglesia entre la gente y cuán cerca está de las personas más pobres y marginadas.

Al término de la misión ciudadana, la tarde de la vigilia de Pentecostés del año pasado, os dije que debemos aprovechar los frutos de esta estación, rica en dones del Señor. Por esa razón, el encuentro de hoy, además de ser un punto de llegada, es también un punto indispensable de partida. Es necesario que ya desde ahora se realice un esfuerzo general para hacer que penetre cada vez más el «espíritu de la misión ciudadana» en la pastoral ordinaria y diaria de las parroquias y de las realidades eclesiales. Es preciso que todos lo consideren un «compromiso permanente» y que implique a todo el pueblo de Dios, comenzando por los «misioneros», sacerdotes, religiosos y laicos, que han experimentado personalmente la belleza y la alegría de la evangelización. Precisamente con vistas a este impulso necesario en las familias y en los diversos ambientes de la ciudad, es muy oportuno que durante el próximo año pastoral se realice un atento discernimiento de los frutos del camino recorrido hasta ahora.

5. Demos gracias a Dios por todo lo que está viviendo la diócesis; demos gracias, sobre todo, por los diversos acontecimientos que se están celebrando durante este Año jubilar. Ya nos hallamos en vísperas de grandes e importantes citas, que requieren la más amplia y generosa colaboración. Pienso, en primer lugar, en el Congreso eucarístico internacional, el «corazón del jubileo», que celebra la presencia viva en medio de nosotros del Verbo hecho carne, «pan de vida para el mundo».

Después, la XV Jornada mundial de la juventud, con ocasión de la cual en agosto se reunirá en Roma una multitud de jóvenes procedentes de todo el mundo, que esperan ser acogidos con alegría y simpatía por sus coetáneos romanos y ser alojados por las familias y toda la comunidad cristiana y ciudadana.

En octubre, además, celebraremos el jubileo de las familias, que exigirá un cuidado particular por parte de la diócesis y de las familias cristianas. Preparémonos para estos acontecimientos con profunda participación.

6. ¡Iglesia de Roma, sé consciente de cuán singular es tu misión también con respecto al jubileo! No te desalientes por las dificultades que encuentras en tu camino diario. Te sostiene el testimonio de los apóstoles san Pedro y san Pablo, que consagraron tus comienzos con su sangre; te estimula el ejemplo de los santos y los mártires, que te entregaron la antorcha de una inquebrantable dedicación al Evangelio. ¡No temas! Que el amor de Cristo, gracias al compromiso de tus hijos, llegue a todos los habitantes de la ciudad y se difunda en todos los ambientes, para llevar por doquier alegría y esperanza.

Y tú, María, Salus populi romani, Virgen del amor divino, ayúdanos. Nos encomendamos a ti con confianza. Que por tu intercesión materna se renueve en la Iglesia de Roma la venida del Espíritu Santo, principio de su unidad y fuerza para su misión. ¡Alabado sea Jesucristo!