Mensaje de la Conferencia episcopal de la República de El Salvador con motivo del Año santo 2000

«Para proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 19)

Con la apertura de la Puerta santa en la basílica de San Pedro, la noche del 24 de diciembre recién pasado, el Santo Padre inauguró el gran jubileo del año 2000. Al convocar a la celebración del Año santo, Juan Pablo II nos recordó que la Puerta santa «evoca el paso que cada cristiano está llamado a dar del pecado a la gracia. Jesús dijo: "Yo soy la puerta" (Jn 10, 7), para indicar que nadie puede tener acceso al Padre si no es por él. (...) Pasar por esa puerta es confesar que Cristo Jesús es el Señor, fortaleciendo la fe en él para vivir la vida nueva que nos ha dado» (Incarnationis mysterium, 8).

Para invitarles a entrar con plena conciencia y en actitud de conversión profunda a través de esa puerta que es Cristo -«la Puerta de nuestra salvación, la Puerta de la vida, la Puerta de la paz»- nos dirigimos a ustedes, hermanos y hermanas en la fe. Como pastores del pueblo de Dios en El Salvador, les exhortamos a caminar juntos y acoger con profundo gozo y gratitud este tiempo de gracia y de misericordia consagrado a «la glorificación de la Trinidad, de la que todo procede y hacia la que todo se dirige, en el mundo y en la historia» (Tertio millennio adveniente, 55). Pero, como Cristo es el único camino al Padre, el 2000 será un año profundamente eucarístico: «En el sacramento de la Eucaristía el Salvador encarnado en el seno de la Virgen María hace veinte siglos continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina» (ib.).

El camino recorrido

Durante los últimos tres años nos hemos preparado con la oración y el estudio, esperando ansiosos este tiempo tan especial. En ese período hemos pedido con fervor a Jesucristo Señor de la historia, que prepare nuestro corazón «para celebrar con fe el gran jubileo del año 2000, para que sea un año de gracia y de misericordia». Hemos invocado también al Espíritu Santo, dulce huésped del alma, a fin de que nos muestre «el sentido profundo del gran jubileo y prepare nuestro espíritu para celebrarlo con fe, en la esperanza que no defrauda, en la caridad que no espera recompensa». Y hemos concluido la etapa preparatoria alabando al Padre que está en el cielo por el don del Año jubilar. ¡Cuántas veces le hemos rezado así: «haz que sea un tiempo favorable, el año del gran retorno a la casa paterna, donde tú, lleno de amor, esperas a tus hijos descarriados para darles el abrazo del perdón y sentarlos a tu mesa, vestidos con el traje de fiesta»!

A la dimensión interior debemos integrar todas las actividades de nuestra vida cotidiana, como miembros de la Iglesia y de la sociedad. Las sabias orientaciones del Vicario de Jesucristo nos han ido marcando la ruta a fin de que el Año jubilar deje una huella profunda, no sólo en el corazón de cada uno sino también en las estructuras de la sociedad.

Movidos por el mandamiento del amor que nos enseñó el Señor Jesús, le hemos pedido que nos convierta en «constructores de un mundo solidario, en el cual la guerra sea vencida por la paz, y la cultura de la muerte por el compromiso de la vida». En la misma línea hemos invocado al Espíritu consolador, fuente inagotable de gozo y de paz, para que suscite entre nosotros solidaridad con los necesitados, dé a los enfermos el aliento necesario, infunda confianza y esperanza en los que sufren y acreciente en todos el compromiso por un mundo mejor. Más concreta aún ha sido nuestra plegaria en el Año del Padre: que «en el Año santo se fortalezca nuestro amor a Dios y al prójimo; que los discípulos de Cristo promuevan la justicia y la paz; que se anuncie a los pobres la buena nueva y que la Madre Iglesia haga sentir su amor de predilección por los pequeños y marginados».

El sentido bíblico del jubileo

Así es como debemos vivir hoy y aquí el sentido del jubileo, cuyo origen lo encontramos en el capítulo 25 del libro del Levítico. Allí aprendemos que el jubileo se celebraba después de siete semanas de años, es decir, cada cincuenta años. Era un año de alegría desbordante porque era el año del perdón, de la reconciliación y del regreso a la normalidad social. La palabra jubileo viene del hebreo «yobel», que significa júbilo. El jubileo se proclamaba con el sonido solemne del «yobel», cuerno que sólo se tocaba en los grandes acontecimientos.

El jubileo bíblico no consistía sólo en oraciones y actos externos de culto, sino que llevaba consigo obras significativas de liberación y de remisión para los habitantes más sufridos del país: la tierra quedaba en reposo, no se podía cultivar; los pobres que habían perdido sus campos o casas volvían a recuperar la posesión de sus bienes; a quienes no podían pagar sus deudas se les perdonaban; y los esclavos recuperaban la libertad y volvían a reunirse con su familia.

Jesús describió su futuro ministerio como una práctica jubilar, que él llevó a su plenitud: ungido por el Espíritu anunció que había venido «para dar la buena nueva a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).

El jubileo del año 2000

El año de gracia que vino a anunciar y a hacer presente el Señor se proclama hoy entre nosotros y para nosotros. Es un tiempo en el que cada uno de los salvadoreños y salvadoreñas tendremos la oportunidad única de encontrarnos personalmente con Jesucristo, que nos anuncia la buena nueva del Reino a través de su Iglesia, que nos ofrece el perdón de los pecados, la reconciliación y la paz que el mundo no puede dar; es decir, la liberación integral, para que podamos vivir de acuerdo con nuestra dignidad de personas y de hijos de Dios en un mundo justo, fraterno y solidario.

Al adentrarnos, en nuestra peregrinación, en la etapa final del camino, ¿cómo no bendecir al Padre, que en su infinito amor nos ha dado a su Hijo, «hecho carne en el seno purísimo de la Virgen María y nacido en Belén hace dos mil años»? Los cristianos ponemos nuestra mirada en Jesús, quien «se hizo nuestro compañero de viaje y dio nuevo significado a la historia». En esa historia que se construye cada día queremos responder al amor del Dios que nos amó primero, caminando junto a Cristo como los discípulos de Emaús «en las penas y los sufrimientos, en la fidelidad y el amor, hacia los cielos nuevos y la tierra nueva», cuando la muerte será vencida para siempre y Dios será todo en todos.

Vivamos el Año jubilar como un tiempo de conversión profunda, de reconciliación entre nosotros, de firme compromiso en el esfuerzo de la nueva evangelización y en la construcción de un mundo justo, solidario y en paz. Continuemos la marcha, como el Papa nos ha indicado: «dóciles a la voz del Espíritu, fieles en el seguimiento de Cristo, asiduos a la escucha de la Palabra y en el acercarnos a las fuentes de la gracia». Vivámoslo en el amor hacia los pobres y oprimidos, en la solidaridad con los necesitados y en el espíritu de concordia y perdón hacia el prójimo para poder alcanzar nosotros mismos la indulgencia y el perdón del Señor.

¿Cómo proclamar el «año de gracia del Señor» a un pueblo que sufre?

La credibilidad de nuestro testimonio depende de que las palabras de liberación integral que anunciamos vayan acompañadas por los hechos. Así evangelizaba Jesús: «El es quien anuncia la buena noticia a los pobres. Él es quien trae la libertad a los privados de ella, libera a los oprimidos, devuelve la vista a los ciegos. De este modo realiza un "año de gracia del Señor", que anuncia no sólo con las palabras, sino ante todo con sus obras» (Tertio millennio adveniente, 11).

Como pastores nos encontramos cada día con hermanos y hermanas cuyo corazón está desgarrado porque la vida les resulta demasiado dura. A los problemas que se dan en el seno familiar se añaden a menudo la angustia de la pobreza creciente, el drama del desempleo, el flagelo de la violencia. Además, en un mundo cada vez más globalizado crece el número de los compatriotas que yacen abandonados y adoloridos a la vera del camino, al margen del progreso y del desarrollo humano integral al que tienen derecho.

No podemos dejar de señalar dos temas que acaparan actualmente la atención nacional: la crisis laboral en el Instituto salvadoreño del Seguro social y los ultrajes contra la inocencia de la niñez.

La Iglesia enseña que la salud es un bien esencial que el Estado debe asegurar a todo ciudadano. Así lo afirma también nuestra Constitución política. Sin embargo, constatamos que el pueblo pobre que no tiene acceso al sistema de seguridad social pasa situaciones dolorosas, al no poder pagar consultas médicas ni comprar las medicinas que necesita para curarse. Por eso pensamos que esta cuestión debe ser examinada con serenidad y responsabilidad, a fin de que los sectores más vulnerables de la población no vayan a ser afectados todavía más. En esta visión pastoral se inscribe nuestro llamado a que la crisis del Seguro social se resuelva a la mayor brevedad para beneficio de las mayorías pobres.

El drama de una niña cuya inocencia fue mancillada y su vida arrebatada violentamente ha conmovido la conciencia del país. Más allá de las circunstancias concretas de este hecho, hay un problema de dimensión nacional: la falta de respeto y de protección en que crecen decenas de miles de niños y niñas en El Salvador. El problema no se resuelve simplemente con la aplicación de la ley a las personas que resulten culpables. Hay que ir a la raíz, fortaleciendo a la familia, fomentando el matrimonio, impulsando una educación integral basada en los valores morales universales, formulando políticas sociales que conviertan a los pobres en protagonistas de su propio desarrollo. Ha llegado el momento de la globalización de la solidaridad.

Estamos convencidos de que estos y los demás problemas nacionales tienen solución si todos los sectores aportamos lo mejor de nosotros mismos. Dicha solución requiere, sin embargo, que se tomen en serio las enseñanzas fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, como son: la dignidad de la persona humana, la solidaridad, la subsidiariedad, el destino universal de los bienes de la tierra y la opción por los pobres. Dentro de este marco de referencia es urgente prestar especial atención al problema del trabajo, que la enseñanza de la Iglesia considera como la «clave de la cuestión social». Por eso, exhortamos a quienes pueden hacerlo, a crear puestos de trabajo productivo y justamente retribuido.

Entremos por la Puerta santa que es Cristo

El gran jubileo ha encontrado entre nosotros una respuesta entusiasta. Se nota claramente el deseo del pueblo de Dios de entrar plenamente en este año de gracia y de misericordia. Abrámonos a su gozo indescriptible porque -como escribe Juan Pablo II- es verdaderamente «año de gracia, año de perdón de los pecados y de las penas por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extra sacramental» (Tertio millennio adveniente, 14).

En este camino que, por medio de Cristo, conduce al abrazo de reconciliación que nos ofrece el Padre, nos encontramos con el maravilloso don de la indulgencia plenaria. «En ella se manifiesta la plenitud de la misericordia del Padre, que sale al encuentro de todos con su amor, manifestado en primer lugar con el perdón de las culpas». El Vicario de Cristo es claro y preciso: «Con la indulgencia se condona al pecador arrepentido la pena temporal por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa» (Incarnationis mysterium, 9).

Sabemos bien cuáles son las condiciones que establece la Iglesia para ganar la indulgencia plenaria en el Año jubilar: la confesión sacramental, participar en la misa, recibiendo la sagrada Eucaristía, rezar por las intenciones del Papa y visitar una de las iglesias señaladas por el obispo para obtener la indulgencia. Esta última condición se puede sustituir por la «visita a Jesucristo» concretada en obras de misericordia, de asistencia social o de penitencia.

Al terminar nuestro mensaje, agradecemos a los sacerdotes, que actúan con el poder y en el nombre de Jesucristo, su disponibilidad para ser instrumentos de la gracia del Señor en favor de sus hermanos y hermanas. Y a los agentes de pastoral les invitamos a comprometerse con generosidad en la maravillosa aventura del jubileo.

Pedimos a la Virgen María, Reina de la paz, que nos lleve a Jesús, único Salvador del mundo, para que, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, sigamos peregrinando hacia el Padre. En nombre de la santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, les bendecimos de corazón.

San Salvador, 22 de enero de 2000

Los obispos de El Salvador