CARTA PASTORAL N° 9/ 2006/
DEL SR. OBISPO DON MARIO DE GASPERÍN GASPERÍN,
OBISPO DE QUERÉTARO
TESTIGOS DE LA ESPERANZA
EL HOMBRE, CAMINO DE LA IGLESIA
Hermanos presbíteros
Hermanos y hermanas consagrados
Hermanos y hermanas en la santa fe católica
1. Después de
haber celebrado el Año de la Pastoral Social según marca nuestro Plan Diocesano,
y de haber tenido diversos encuentros y sesiones de estudio relativas a la
Doctrina Social de la Iglesia, y habiendo escuchado las aportaciones y
propuestas de numerosos fieles laicos durante mi Visita Pastoral a las
parroquias, y posteriormente retomadas en el documento titulado “El Compromiso
Social de los Fieles Laicos”, que sirvió para la reflexión común en la XVII
Asamblea Diocesana, me ha parecido necesario escribir esta Carta Pastoral para
reafirmar y aclarar algunos conceptos que utiliza el Magisterio eclesiástico en
el campo de lo social y estimular a los fieles laicos a asumir más plenamente
sus responsabilidades en la vida pública. En efecto, este ramo de la pastoral
suele ser el más descuidado no sólo por las exigencias que lleva consigo, sino
por la atmósfera enrarecida en que ha vivido la comunidad católica en el último
siglo y por la falta de claridad en los conceptos y en los contenidos de la
doctrina social cristiana. Vivimos, tanto al interior como sobre todo al
exterior de la Iglesia, una especie de “comedia de equivocaciones”
2. Esta confusión se ha generado durante más de un siglo de indoctrinamiento de corte liberal, alimentado por diversas corrientes filosóficas que han imperado entre nosotros y que tienen como base el positivismo científico que invadió también el campo del derecho y de la moral y cuyo fruto obligado es la dictadura del relativismo y la vuelta al paganismo. La Iglesia, por su parte, ha clarificado su doctrina y, sobre todo, ha ofrecido respuestas actualizadas a los retos que presentan las nuevas realidades en el campo de las ciencias humanas y de lo social. Por esta razón, y estimulado por el planteamiento del Papa Benedicto XVI en su encíclica “Dios es Amor”, he procurado descubrir en la primera parte de esta Carta Pastoral las mismas raíces del sistema positivista y liberal que nos rige en lo político, en lo económico y en lo social, sobre todo en su expresión más radical del liberalismo intransigente, como le llama la Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública (No. 6), de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 22 de Noviembre de 2002. En efecto, el planteamiento originalísimo del Santo Padre en su primera encíclica, nos viene a desvelar las causas de la actual crisis religiosa y cultural, donde lo cristiano es visto por el hombre contemporáneo no sólo con recelo sino como su enemigo, con la trágica consecuencia de la vuelta al más puro paganismo.
3. En la segunda parte de la Carta presento una reflexión sobre la relación que guarda la Doctrina Social de la Iglesia católica con el sistema democrático que nos rige, y con el que convive necesariamente el católico en sus actividades cotidianas, sobre todo quien tiene cargos públicos que desempeñar. En este campo perduran ideas y expresiones que han sido ya superadas por la experiencia democrática de muchas naciones modernas, más concordes con el Magisterio de la Iglesia tal y como lo expone, por ejemplo, el “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia” al cual remito e invito a conocer y a estudiar. En esta Carta menciono únicamente las ideas y los temas que más afectan a nuestra vida común en México y, necesariamente, lo hago con brevedad.
4. Ofrezco también, al final, una reflexión breve sobre la raíz teológica de esta lamentable situación, tal y como se nos revela en la Historia de la Salvación desde sus inicios, de modo que percibamos que lo que ahora vivimos debe enmarcarse como un episodio más de la vieja batalla entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la bendición y la maldición; entre la Babel terrea y la Jerusalén celestial, donde el Cordero inmolado y victorioso nos espera y alienta nuestra esperanza. Somos los católicos Testigos de esta Esperanza en el mundo.
5. El fiel católico sabe que la fe no es una mera abstracción, sino un itinerario que inicia con el Bautismo y desemboca en la eternidad; es consciente de que su paso por este mundo implica un compromiso real y concreto con todas las realidades que va encontrando en su camino y que lo orientan hacia su destino final, feliz o desventurado. Sabemos los católicos con toda claridad que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que debemos fijar nuestra mirada en la futura, en la Jerusalén de arriba, en la que habitará por siempre la justicia que en esta tierra no encontramos en plenitud, pero que debemos esforzarnos por construir con tesón y con esperanza. Esta mirada a lo alto no debilita, sino que más bien estimula nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra presente (Vat. II. GSp, 39) para implantar, ya desde ahora y en el lugar en que nos ha tocado vivir, el Reino de Dios.
“Dos amores edificaron dos ciudades: El amor de Dios
hasta el desprecio de sí mismo y el amor de sí mismo
hasta el desprecio de Dios” (S. Agustín).
Ubicación histórica
6. El siglo
que acaba de concluir ha sido de grandes transformaciones sociales en nuestra
patria y de dolorosas pruebas para la fe de los católicos mexicanos. El
bienestar social prometido a los ciudadanos sólo es objeto de disfrute por parte
de unos cuantos audaces y afortunados, mientras que las mayorías siguen
aguardando la hora de su cumplimiento; en cambio, las semillas de animadversión
sembradas por doquier contra los miembros de la Iglesia de Cristo, han generado
un laicismo intransigente y discriminador, que todos los católicos
-pastores y fieles- hemos sufrido con ancestral paciencia. Los grandes Pastores
que han regido a la Iglesia de Dios en México -ejemplo eximio es San Rafael
Guízar Valencia, recientemente canonizado- nos han enseñado a interpretar estas
penalidades como participación en la Cruz de Cristo, que ha florecido en
numerosos mártires y santos elevados a los altares en los años recientes. En la
Basílica de San Pedro en Roma han ondeado, ante el mundo entero, los pendones
con las imágenes de numerosos hijos de la Iglesia aclimatada en nuestras
tierras. La fe de la Iglesia en México es una fe probada y autentificada por el
martirio y esto es don y gracia de Dios que agradecemos. Pero las amenazas
persisten, ya no en forma de persecución violenta y cruenta, sino de manera más
sutil en la ideología vigente, llámese ésta laicismo, relativismo o
desacralizació
A. LA VUELTA AL PAGANISMO
Objeciones en contra de la Iglesia
8. Las objeciones contra el cristianismo en general y contra la Iglesia católica en particular hoy en día, no suelen ser de tipo intelectual o doctrinal; nadie acusa ahora a la Iglesia de propagar una doctrina absurda o increíble, como lo hacían los paganos y los herejes de los primeros siglos; ni la tacha de irracional o perversa por creer en el dogma de la Santísima Trinidad, en la Encarnación del Verbo o en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. En México persisten algunas acusaciones de tipo histórico (puesto que la historia oficial la escribieron los contradictores de la Iglesia), que se originan muchas veces en la carencia de objetividad y de perspectiva histórica, y otras en faltas reales de los hijos de la Iglesia, por las que el Papa Juan Pablo II nos invitó a pedir perdón y a purificar la memoria durante el Gran Jubileo. Las objeciones de tipo histórico se curan con la investigación objetiva de los hechos para quien quiere ver la verdad, y con el perdón ofrecido y recibido por los posibles agravios cometidos.
El laicismo
9. Pero, en
la actualidad, como lo señala el Papa Benedicto XVI, se acusa al cristianismo en
general y a la Iglesia católica en particular, por motivos psicológicos o
sociológicos: por causar daño y hasta enfermar a la sociedad y al individuo,
de impedirle ser feliz y disfrutar de los bienes de la creación, comenzando por
su propio cuerpo y su sexualidad. El cristianismo sería una especie de
enfermedad que debilita lo que está vigoroso y sano, una patología peligrosa que
habría que erradicar y cuyo remedio habría que buscar, no corrigiéndolo, porque
se tiene por incorregible, sino suprimiéndolo o, al menos, excluyéndolo de la
vida pública y social. Este pretendido remedio recibe ahora un nombre muy
conocido: laicismo. Todo lo religioso-cristiano debe ser eliminado de la
vida pública y social, comenzando por la educación de la niñez y de la juventud,
llegando hasta la destrucción del matrimonio y del núcleo familiar; por eso, la
educación laica en su interpretació
10. El
lector medianamente informado sobre el origen de la cultura moderna y de esta
crítica al cristianismo, sabe que aquí, como bien señala el Papa, está la mano
del filósofo Friedrich Nietzsche, para quien la esencia del cristianismo
consiste, parafraseando groseramente el cántico del Magnificat, en
exaltar a los humildes y humillar a los poderosos, es decir, exaltar lo
inútil y rechazar todo lo que realmente vale y cuenta, es decir, el poder.
Lo decimos con las mismas palabras del filósofo nihilista: El
cristianismo necesita de la enfermedad, del mismo modo que los griegos
necesitaban de la salud... El cristianismo se contrapone además a cualquier
planteamiento intelectual logrado: tan sólo puede utilizar la razón enferma en
cuanto razón cristiana; toma partido por todo cuanto es idiota..., va en contra
de la soberbia del espíritu sano (El Anticristo, 51 y 52). Según esta
falseada interpretació
B. DESTRUCCIÓN DEL ORDEN MORAL
13. Para
el “intelectual” laicista y desacralizado, términos como Dios, mandamientos,
ética, moral, amor, valor, alma, conciencia, virtud, deber,
fidelidad, etcétera, deben ser excluidos del vocabulario oficial; son
palabras prohibidas en el diccionario laicista. Se ha introducido además
en la vida pública la moda de inventar vocablos o giros lingüísticos para
desvirtuar el peso moral de los contenidos de las acciones implicadas, por
ejemplo, a la anticoncepció
Ataque a las instituciones.
14. Con particular encono se atacan las instituciones básicas y fundantes de la sociedad como son el matrimonio y la familia, las cuales, siendo patrimonio común de la humanidad, la Iglesia protege y enriquece con los valores propios del Evangelio, sin quitarles su bien propio y natural. Pero el laicismo aborrece no sólo la moral cristiana sino la misma ley natural y, en nombre del pluralismo y de la tolerancia, aplaude todo género de uniones y formas aberrantes de convivencia, a las que pretende dar en las leyes el mismo rango jurídico y social que al matrimonio natural y a la familia. En esta vuelta al paganismo, habría que incluir toda una galaxia de doctrinas y prácticas de moda como son el exagerado cuidado del cuerpo y la exaltación de la sexualidad y del placer sin compromiso ni responsabilidad; el endiosamiento de los cultos y rituales paganos, autóctonos o extranjeros; el sometimiento a las fuerzas de la naturaleza con el nombre de vibraciones, astrología, nueva era, curanderismo y prácticas supersticiosas y pseudomísticas; en una palabra, el renacimiento de la superstición con la ayuda de la mercadotecnia. Todas estas prácticas primarias y rupestres son una especie de erupción del alma primitiva que ofrece un variadísimo tianguis religioso que el laicismo acepta y propaga, consciente o inconscientemente, confundiendo la libertad de creencias con la banalidad y el engaño.
15. Pero, si miramos al interior de la comunidad creyente, podemos observar que no está exenta de este prejuicio y de este error, sino que el laicismo, en buena parte al menos, está incrustado en la entraña misma del catolicismo nacional. La separación entre la fe y la vida, entre lo que se cree y lo que se practica, es una de las llagas más dolorosas que tiene que soportar la santa Madre Iglesia. El llamado catolicismo sociológico -el aceptado por tradición y poco ilustrado- supera en número al convencido y genera unos adeptos indecisos y apáticos, fácilmente manipulables, en muchas ocasiones temerosos de aparecer en público como creyentes. Las leyes antirreligiosas obligaron a los católicos a disimular su fe y a esconder su práctica. Pero, ¿no fue el Concilio Vaticano II quien, con toda su autoridad, resaltó el protagonismo de los fieles laicos y les encargó gestionar y ordenar los asuntos temporales según Dios, defendiendo su índole secular, para que cooperen a dilatar en el mundo el Señorío de Cristo y así cumplan su vocación y se salven? (Cf LG 31, 35, GS 43). Diez años después, el Papa Pablo VI les recuerda que su campo de acción está en el corazón del mundo y de las más variadas realidades temporales (EN, 70) y Juan Pablo II les señala que el mundo es el ámbito y el medio de su vocación, de su santificación y de su salvación (Cf CFL, 17). Los Obispos de México lo subrayamos también de manera apremiante en nuestra carta pastoral Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos (Cf. Nos. 270-305), porque, si la luz no alumbra y la sal no da buen sabor debe ser desechada y pisoteada por la gente, decía Jesús.
C. EL CRISTIANISMO: UN GRAN SÍ AL AMOR Y A LA VIDA
Jesucristo, el “amén” del Padre.
16. El Papa Benedicto XVI corrige esta apreciación tan lastimosa y va a la raíz misma del laicismo contemporáneo. En su carta encíclica no menciona la palabra pecado; y no es porque no le interese la ley moral, o no deban enderezarse los comportamientos humanos equivocados, sino porque el Papa quiere subrayar que el cristianismo no arranca de una doctrina o de un sistema intelectual o moral, por más sublime que sea, sino del encuentro gozoso con una Persona viviente y real, Jesucristo. No se comienza a ser cristiano –dice en su encíclica- por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva (No. 1); y les aclaraba recientemente a los fieles de Roma: La fe y la ética cristiana no quieren sofocar, sino sanar, hacer fuerte y libre el amor. Este es el sentido de los diez mandamientos, que no son una serie de “noes” sino un gran “sí” al amor y a la vida. La razón le asiste toda al Papa y le agradecemos el recordárnoslo con tan claras palabras. En efecto, en la sagrada Escritura, Jesucristo es llamado el Amén del Padre, el que dijo sí a su voluntad y la cumplió con amor, a tal grado que la consideró su alimento cotidiano. Si buscamos de donde le viene al hombre el poder amar a Dios, la única razón que encontramos es porque Dios lo amó primero, decía san Agustín (Serm. 34, 1). Porque el hombre experimentó primero el amor de Dios, que le salió al encuentro en una persona concreta y real que se llamó Jesucristo, por eso sus mandamientos no son pesados y su carga es ligera; o, como diría también san Agustín, quien cumple la ley, no está bajo la ley, sino con ella (In Jo. 3,2), la hace su compañera y guía de camino, su alimento y su gozo.
17. Vemos, pues, que el amor cristiano no nace de una obligación, de un deber, sino de un encuentro gracioso, de una gratitud. El no que llevan consigo los mandamientos se desprende de un sí gozoso a la voluntad de Dios y del encuentro amoroso con su Hijo Jesucristo. Al aceptar el hombre a Jesucristo necesariamente se sigue el rechazo de otros maestros y doctrinas, como el hallazgo de la perla preciosa conlleva la venta de los cachivaches. Lo acaba de reiterar el Papa Benedicto XVI: Despertar el valor de atreverse a tomar decisiones definitivas, que en realidad son las únicas que permiten crecer, caminar hacia delante y alcanzar cualquier objetivo importante en la vida; las únicas que no destruyen la libertad, sino que ofrecen la justa dirección en el espacio. Arriesgar esto, este salto -por así decir- en definitivo, y con ello acoger plenamente la vida, esto es algo que quisiera poder comunicar (Radio Vaticana, entrevista el día 5 y 13 de agosto, 2006). Esto es lo que nosotros quisiéramos también poder trasmitir y comunicar.
18. La frase de San Juan Dios es amor (1 Jo 4, 16) expresa, según el Romano Pontífice, con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana; por eso -añade- deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma y que nosotros debemos comunicar a los demás (No. 1). Se trata, pues, del ser o del no ser cristiano, según se acepte esta enseñanza y se viva esta experiencia, o no. Para evitar cualquier confusión, el Papa comienza esclareciendo la tan sublime y a la vez tan tristemente manoseada palabra amor. Los griegos lo llamaban eros y lo entendían como la atracción motivada por la pasión de los sentidos hasta la embriaguez pseudomística; sus manifestaciones eran desde las orgías públicas en los cultos al dios Dioniso, hasta la prostitución sagrada en los templos y los rituales esotéricos de los círculos de iniciados. Así se experimentaba y vivía el amor-eros antes de Cristo, en el paganismo. Según Nietzsche, el cristianismo vino a envenenar este amor y a destruir la felicidad del hombre (Cf. Más allá de bien y del mal, IV, 168). El Papa responde que no es así. El cristianismo no vino a suprimir el eros, ni a envenenarlo, sino a elevarlo y orientarlo hacia su plenitud; lo convirtió en ágape, en amor oblativo y donación plena que comienza por los sentidos –eros-, pero que se purifica y transforma en ágape por la gracia de Cristo.
19. Cristo no quita nada, sino que lo da todo, dijo el Papa Benedicto XVI a los jóvenes durante su visita a Colonia. ¿Cómo es esto posible? Responde el Romano Pontífice: Por el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Cuando el Hijo eterno de Dios asume la naturaleza humana en el seno de la Virgen María, Dios, que es amor, toma carne y figura humana y asume, purifica y eleva todo lo humano, comenzando por el eros, el amor pasional humano, y lo trasforma en amor divino y sobrenatural. Así Dios se desposa con la humanidad con vínculo indisoluble y todo lo humano queda impregnado con la luz de la divinidad. Cristo es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre, decía el Papa Juan Pablo II. La imagen humana más perfecta del amor divino se da en la unión conyugal; por eso se habla del desposorio del Hijo de Dios con la humanidad en el misterio de la Encarnación y, en Cristo, el amor humano se transforma en divino. El encuentro definitivo de los redimidos con Cristo se describe en el libro del Apocalipsis como la fiesta de bodas del Cordero (Cf. Ap 21, 9s). Como los esposos son una sola carne sin perder su propia identidad, así, en Cristo y por Cristo, se unen los opuestos sin desaparecer: lo humano con lo divino, el cielo con la tierra, el espíritu con la materia, el hombre con la mujer, el eros en el ágape. En Él (Cristo) tienen su consistencia todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, enseña San Pablo (Col. 1, 17), y en esta acción re-creadora de Dios en Cristo consiste la redención y la salvación. En Cristo el hombre y la creación entera han llegado a su plenitud.
20. En
esta unión no desaparece el cuerpo ni la atracción sexual, sino que ésta asume
formas superiores de expresión y es trasformada por la presencia del ágape
en amor que se entrega de manera total y definitiva. Todo y para siempre. Sólo
el ágape proporciona felicidad porque apunta hacia la eternidad. El amor
humano queda divinizado en Cristo y se convierte en fuente de santificación para
quienes están y permanecen unidos en Él. El amor conyugal y el amor al prójimo
son las dos grandes fuentes de santificación para el hombre y la mujer, para
todo cristiano. El cristianismo no envenena el eros sino que lo
asume, lo purifica y lo eleva hasta dimensiones inimaginables de grandeza y
dignidad, hasta Dios. Para que el eros consiga este noble fin hace
falta una purificación, una maduración, que incluye también una renuncia. Esto
no es rechazar el eros ni “envenenarlo”, sino sanearlo para que adquiera su
verdadera grandeza, porque el eros, degradado a puro “sexo” se convierte
en mercancía, en simple “objeto” que se puede comprar y vender; más aún, el
hombre mismo se transforma en mercancía (No. 5). Esta elevación y
transformació
El evangelio del eros transformado en ágape.
21. Esto, decía el Papa, es lo que quisiera comunicar, lo que los católicos debemos anunciar y pregonar; esta es la buena nueva, el evangelio del eros elevado y transformado en ágape, que nos trajo Jesucristo con el misterio de su Encarnación y redención. De esta valoración de la dignidad de la persona y del aprecio por el amor humano purificado, viene el rechazo de la Iglesia a todo lo degradante y vil, a todos los métodos violentos y antinaturales de enfocar el origen, transmisión y custodia de la vida, la educación del hombre y el progreso humano. Porque el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (GSp 22), la Iglesia tiene encomendado el cuidado del hombre como tarea irrenunciable y esencial. Esta es la buena nueva que el cristianismo anuncia mediante la Iglesia y lo que el laicismo intransigente no acepta, ni parece interesarle entender. No lo hace porque la defensa de la dignidad humana y de su trascendencia no es lucrativa en lo económico ni eficaz en lo práctico ni correcta en lo político ni popular en lo social; estos valores deben, por tanto, ser eliminados de las políticas públicas en el campo de la salud, de la educación y en los medios de comunicación. Esta es la filosofía que campea en el ambiente desacralizado de la cultura pública y de la política nacional, y de la cual hace alarde el laicismo oficial. La guerra del dios Dionisos contra el Crucificado es frontal, como lo anunciaba el filósofo alemán al final de su obra Ecce Homo.
D. FRUTOS AMARGOS DEL LAICISMO
22. Las consecuencias prácticas que se desprenden de esta concepción laicista de la vida en su expresión intolerante, son múltiples. Señalaremos algunas de manera sucinta, a modo de ejemplo, aunque cada una requeriría un análisis mayor.
a)
Laicismo y moral. Como para el laicismo no hay ley moral estable que valga,
sea la cristiana o la simplemente natural, cualquier precepto o límite a la
conducta humana, sobre todo en el campo de las ciencias, se considera como
injerencia indebida y enemiga del progreso; esto sucede particularmente en la
esfera de la vida: anticoncepció
b) Laicismo y democracia. En el campo de lo social, se presenta a la Iglesia como incompatible con la democracia, pues no está configurada en su estructura interna según este modelo sociológico y político al que pretende apoyar. Esto sucede simplemente porque no la pensó así su fundador Jesucristo; además, se le recuerda que el respeto debido al pluralismo democrático exige que se gobierne para todos, no nada más para los católicos; y esto es verdad, sólo que no se puede olvidar que se debe gobernar también para los católicos, es decir, respetando sus convicciones y sus derechos; de otro modo, se gobierna sólo para algunas minorías y se excluye a la mayoría, lo cual es antidemocrático. Esta es una objeción totalmente desenfocada, enredándose el laicismo en sus propias redes.
c)
Laicismo y educación. Lo mismo pasa en el campo educativo. Es atributo y
deber del Estado el ordenar la educación pública, pero esta atribución está
siempre subordinada al derecho primario de los padres a elegir el tipo de
educación que desean para sus hijos (Cf. ONU, Declaración Universal...
d) Laicismo y sexualidad. En el campo de la sexualidad se tocan muchas cuestiones morales de suma importancia. La sexualidad humana no es sólo biología, genitalidad, sino que implica comportamientos y relaciones que inciden de manera determinante en la vida íntima, afectiva y social de niños y jóvenes; el sexo, en cierta manera, define a la persona y su desarrollo futuro como hombre o mujer y afecta gravemente a toda la sociedad. Lleva siempre una connotación moral que corresponde en exclusiva a los padres de familia en su fase inicial. Separar la educación sexual de la ética es desnaturalizarla y, cuando lo hace el Estado, es injerencia indebida. Más aún, se dan intromisiones inaceptables cuando en los textos o en las cátedras se emiten juicios morales que afectan la conciencia sobre determinados actos o se desautoriza a los padres y a la Iglesia. La incitación prematura al uso de la sexualidad sin valores y sin responsabilidad, genera problemas sociales gravísimos como son los embarazos de adolescentes a los que se ofrecen “remedios” agresivos contra la vida y la dignidad (el aborto o la píldora del día siguiente, etcétera), en lugar de proporcionar valores en la formación. La subsidiariedad exige que el Estado apoye, no substituya y mucho menos suplante, a los padres de familia.
e) Laicismo y política. En el terreno de lo político se suele asociar a la Iglesia con tendencias llamadas de derecha. Las nomenclatura “derecha” o “izquierda” no proceden de la Doctrina Social de la Iglesia ni del lenguaje eclesiástico, sino de los partidos políticos; ellos son los que se clasifican y califican a los demás, incluida la Iglesia, según sus apreciaciones y conveniencias. La Iglesia ni las acepta ni las utiliza. Cuando la Iglesia invita a respetar y a obedecer a la autoridad legítima, no lo hace porque sea de derecha o de izquierda, sino porque dicha autoridad fue elegida por el pueblo y así lo determinaron las leyes e instituciones que el pueblo mismo se ha dado mediante sus representantes. Lo demás es demagogia para sacar ventaja y lo mismo debe decirse de la utilización de las imágenes y del lenguaje religioso con fines partidistas. La Iglesia no acata a la autoridad por su color político, sino por la legitimidad que le da el pueblo al elegirla libremente; por otra parte, la historia demuestra que la comunidad católica ha sufrido vejaciones por regímenes de todos los colores. Quien rechaza obedecer a la autoridad que actúa según el orden moral « se rebela contra el orden divino » (Rm 13,2). Análogamente la autoridad pública, que tiene su fundamento en la naturaleza humana y pertenece al orden preestablecido por Dios, si no actúa en orden al bien común, desatiende su fin propio y por ello mismo se hace ilegítima, enseña la Doctrina Social de la Iglesia. (Compendio, 398).
f) Laicismo y Magisterio eclesiástico. Finalmente, la Iglesia siempre ha exigido su derecho a emitir juicios morales en las diversas circunstancias de la vida de los ciudadanos, incluido el campo de la política; esto lo hace para iluminar la conciencia de los católicos en asuntos tan importantes como es el bien moral de la sociedad. Es algo totalmente legítimo, pues es atribución de los Pastores recordar a quienes profesan la misma fe, el deber de ser coherentes con las creencias que libremente han aceptado. Seguirlas o no será siempre acto responsable y comprometedor de la libertad de cada uno en orden a su salvación. Como el laicismo no reconoce validez ni da importancia al campo de la moral, que es donde se mueve la Iglesia, estos juicios los reduce simplistamente a meterse en política, sin más. No acepta la distinción básica que hace la DSI entre la política en sentido amplio que mira al bien común y que interesa a la Iglesia y a sus Pastores (Cf. DP, 521) y la política partidista, campo propio de los fieles laicos. Insistimos: La Iglesia no se arroga ingerencia alguna en el ordenamiento de la sociedad civil, cosa que no le corresponde, sino que emite juicios morales para el comportamiento recto de sus hijos. Es su campo específico, ni más ni menos. Los católicos somos respetuosos de los ordenamientos sociales justos, estamos dispuestos a vivir en paz con todos y a colaborar activamente en el campo del bienestar general. No reclamamos privilegios pero tampoco aceptamos discriminaciones; es de justicia que se reconozca el aporte valioso que hace la comunidad católica a la sociedad. Amamos a Dios, a la Iglesia y a México y estamos empeñados, con cualquier ciudadano de buena voluntad que nos quiera acompañar, en la construcción de una patria mejor.
“Una auténtica democracia es posible solamente
en un Estado de derecho y sobre la base de la recta
concepción de la persona humana” (Juan Pablo II).
A. LA LAICIDAD DEL ESTADO
Descripción de la Democracia.
23. Llegados a este punto, es necesario detenernos a considerar más de cerca la relación que guarda la Iglesia con el sistema democrático que se busca instaurar entre nosotros. Buscaremos esclarecer, como advertíamos en la introducción, algunos de los términos de la DSI que suelen generar confusión y dificultan el común entendimiento. Como es bien sabido, la Iglesia católica ha convivido con los más diversos regímenes sociales y políticos en las más variadas circunstancias de su milenaria historia; ahora, en nuestra patria, convive con un incipiente régimen democrático, que se va consolidando con dolor. Por su etimología, democracia significa el señorío o dominio del pueblo. En la clásica denominación aristotélica se distinguen: monarquía, aristocracia y democracia. La democracia, en su acepción moderna, supone una teoría política basada en la división de poderes: ejecutivo, legislativo y judicial, constitutiva del “Estado de derecho”. Es un sistema de gobierno opuesto a los regímenes absolutistas y totalitarios y se distingue por la participación ciudadana, que elige y cambia a sus gobernantes y requiere de la existencia de partidos y del ejercicio libre del voto ciudadano; implica, por igual, la tutela de los derechos y el cumplimiento de las obligaciones. El Papa Pío XII (Radiomensaje de Navidad, 1944) expresó, no sin ciertas cautelas, una valoración positiva de la democracia; siguieron muchas aclaraciones de los Papas Juan XXIII y Pablo VI en sus Encíclicas sociales, pero fue el Papa Juan Pablo II quien en la Centesimus annus (No.46) manifiesta abiertamente su complacencia con el régimen democrático en cuanto asegura a los ciudadanos la posibilidad de elegir, controlar y sustituir de modo pacífico, cuando así lo exija el bien común, a sus propios gobiernos. Sin embargo, aclara con insistencia que la democracia, para ser auténtica, necesita como condición indispensable la vigencia del Estado de derecho y de una correcta concepción de la persona humana. Así entendida, la democracia es aceptada y alabada por la Iglesia no como un fin en sí misma, sino como un medio e instrumento valioso para lograr el bienestar general o bien común.
La democracia moderna.
24. La
democracia, tal y como la conocemos sobre todo en Occidente, hunde sus raíces en
el sistema de valores propios del cristianismo; de hecho, se ha consolidado en
los países de origen y cultura cristiana y católica. En nuestra patria es apenas
conocida y practicada y, al haber nacido marcada por la ideología liberal
inspirada en el positivismo jurídico y contraria al derecho natural,
necesariamente condujo a la separación y enfrentamiento entre el orden jurídico
y el orden ético, hasta desembocar en el relativismo moral. Así se explica que,
en el ordenamiento de la nación, permanecieron en la Constitución leyes
abiertamente hostiles a la libertad de expresión, de asociación y de religión.
Así se originó la anticultura de la ´simulación forzada´ que no sólo devaluaba
el sentido de las leyes, obligando a componendas o a vivir al margen de ellas o
a ignorarlas, sino al deterioro mismo del sentido de la ley justa, del papel de
la autoridad y de las formas en las que la sociedad debe vivir y organizarse
dentro del orden jurídico, señalamos los Obispos de México en la Carta
pastoral: “Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos” (No. 40).
Esta descripción corresponde a un Estado no de derecho, sino antidemocrático y,
por tanto, generador de marginación; por eso añadimos: Lo más lamentable de
esta etapa no fue tanto que marginaran a la Iglesia quienes detentaban el poder
político, sino la paulatina automarginació
1°) La sana autonomía de las realidades temporales. El Concilio Vaticano II proclamó la sana autonomía de las realidades temporales respecto de la religión o de la fe, es decir, el reconocimiento que las ciencias humanas tienen sus propias leyes y normas, que proceden conforme a determinados principios que les son propios y necesarios para su particular desempeño. Estas leyes intrínsecas a cada ciencia o arte, el hombre las va descubriendo con la luz de su razón y ordenando con su esfuerzo hacia su propio fin, que no es otro que el bien del mismo hombre (Cf. GSp., 36); así tributa gloria al Creador porque, como enseña san Ireneo, la gloria de Dios es que el hombre viva. Esta sana autonomía en el campo de la organización social es lo que se llama “Estado laico” y es una condición indispensable para que el político creyente pueda expresarse conforme a su conciencia.
2°) Esta autonomía no es absoluta. Como estas leyes internas a cada ciencia o arte tienen su origen en el Creador y están ordenadas al bienestar general y trascendente del hombre, esta autonomía no es absoluta, sino que está sujeta, para su feliz realización, a la observancia del orden moral querido por Dios. No todo lo que es posible es de provecho ni está permitido hacerlo. Este orden moral y trascendente es el que el hombre debe siempre respetar, haciendo uso responsable de la libertad y de la recta razón. De la observancia del orden moral superior nadie se puede dispensar sin grave ofensa al Creador y sin daño personal y social en esta vida, pues la criatura, sin el Creador desaparece (GSp. 36). La fe católica enseña que la negación de Dios conduce al deterioro de la creatura y la DSI lo explica diciendo que el hombre es sólo administrador, no dueño, mucho menos señor despótico de los bienes de la creación.
3°) La sana laicidad del Estado, legítima y provechosa. El fiel católico puede escoger el partido político y el ordenamiento social que juzgue mejor para conseguir el bien general, con tal que no contradiga el orden moral basado en la dignidad y respeto de la persona humana y, consecuentemente, en su propia fe. Lo decimos con palabras del Papa Benedicto XVI al presidente del Senado italiano, Marcello Pera: Parece legítima y provechosa una sana laicidad del Estado, en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según normas que les son propias, a las que pertenecen también esas instancias éticas que tienen su fundamento en la existencia misma del hombre (17 Oct., 2005). La laicidad del Estado es legítima y provechosa siempre y cuando sea sana, es decir, no contaminada con ideologías que la extralimitan y desvirtúan. Sin una autoridad moral superior a la esfera del Estado, éste se convierte en amo y señor y la libertad queda avasallada.
4°)
Una laicidad positiva. Una consecuencia importante consiste en que el fiel
católico que participa en política o interviene de cualquier manera en la vida
pública, no actúa ni como representante de la Iglesia, ni como mandatario de la
misma, ni como apoderado de sus intereses espirituales o materiales, sino que
interviene en el ordenamiento de la sociedad por propio derecho en vistas al
bienestar general, es decir, de todos los ciudadanos sin distinción. Un
auténtico hijo de la Iglesia no niega su fe, ni la oculta, pero tampoco la
utiliza para fines políticos o de gobierno. El fiel católico, con su
participación en el campo político y social, no pretende un gobierno o un
estado confesional; al contrario, contribuye a la creación de un verdadero y
auténtico Estado laico: respeta toda opción religiosa sin imponer la
suya. Esto mismo se espera de cualquier gobernante de otra creencia o religión.
Lo explica el Papa Benedicto XVI al senador Pera: Un Estado sanamente laico
también tendrá que dejar lógicamente espacio en su legislación a esta dimensión
fundamental del espíritu humano: ese ´sentido religioso´ con el que se expresa
la apertura del ser humano a la Trascendencia. Se trata, en realidad, de una
‘laicidad positiva’, que garantice a cada ciudadano el derecho de vivir su
propia fe religiosa con auténtica libertad, incluso en el ámbito público. Un
funcionario público, como cualquier ciudadano y cualquiera que sea su creencia
religiosa, debe gozar de la plena libertad de practicarla tanto en público como
en privado, solo o de manera asociada; negarle a un ciudadano o limitarle este
ejercicio de su fe por ejercer algún puesto publico, es violar un derecho humano
fundamental e incurrir en la intransigencia (Cfr. ONU, “Declaración
universal...”
5°)
Laico, es decir, aconfesional. Otra consecuencia importante que se desprende
de lo dicho, consiste en que el Estado sanamente laico es aquel que
respeta toda creencia o confesión religiosa, pero no inmiscuye ni la suya ni
ninguna otra en la vida pública. Cada ciudadano, incluido el gobernante, tiene
el derecho de profesar su propia fe, tanto en público como en privado, sin que
nadie se lo pueda impedir, pero tampoco debe imponerla a los demás ni utilizarla
con fines partidistas. El Estado sanamente laico no tiene religión
oficial, ni es confesional, pero tampoco es neutral porque, pretender ser
neutral en el campo de los valores, es una ficción; mucho menos es
antirreligioso, sino aconfesional. Dice la Carta pastoral de los obispos:
El Estado laico no impone ninguna propuesta religiosa de modo
institucional sino que trabaja activamente a favor del derecho a la libertad
religiosa de las personas y de las iglesias (Del encuentro...
B. LA LAICIDAD NEGATIVA
La autonomía no se extiende al campo moral.
25. Descrita
así la sana laicidad o laicidad positiva del Estado, es
necesario describir la laicidad negativa o enfermiza, y distinguir
cuidadosamente entre laico y laicista (y entre laicidad y laicismo),
pues de aquí provienen las confusiones y los malentendidos que no nos dejan
avanzar en el común entendimiento y en el respeto integral a los derechos
humanos. Dijimos que el fiel laico que interviene en la vida pública, goza de
autonomía en el ámbito político y que su fe y su Iglesia no le imponen ninguna
preferencia partidista ni un sistema de gobierno en especial. Él busca, promueve
y participa en el partido político o en el gobierno que, según sus alcances y
convicciones, mejor promueve el bien de la comunidad. No espera para asumir su
compromiso político ninguna directiva inmediata de su Iglesia, ni actúa en su
nombre; éste es su derecho y su responsabilidad inalienables. Pero también debe
saber que esta autonomía no se extiende a la esfera moral, porque ésta se
fundamenta en la inviolable e inmutable dignidad de la persona humana, y no
olvida que su fe le proporciona otros valores superiores necesarios para la vida
social como son el perdón, la gratuidad, la hospitalidad, la solidariedad,
etcétera. No afirmamos que la moral pública se fundamente en los dogmas de la fe
o, como suelen decir, en “valores confesionales”
La revelación perfecciona, no substituye a la razón.
26. Los católicos sabemos que la revelación divina tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, confirma y esclarece pero no anula ni cambia la naturaleza de esta ley natural. Por tanto, el fiel laico auténticamente libre y responsable es el que respeta y observa el orden querido por Dios, es decir, la ley natural que tutela la dignidad de la persona humana y sus derechos inviolables. Lo dice el Papa Benedicto XVI en su carta encíclica “Dios es Amor”: La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano (No. 28). Cuando se ignora la distinción entre ley natural y revelación divina, entre orden moral natural (expresado en el Decálogo) y contenidos de la fe (enumerados en el Credo), y se desconocen sus mutuas relaciones, se generan las confusiones en las que por décadas hemos vivido. Lo que retrae a un ciudadano católico de apoyar a un determinado partido o candidato no es en primer lugar su Iglesia o su fe, sino su conciencia, que le exige respetar el orden moral natural y, en concreto, la dignidad de la persona humana y sus derechos irrenunciables, anteriores a su propia fe y, por supuesto, anteriores al Estado. En la obediencia a la conciencia radica su responsabilidad y su dignidad.
Exigencias éticas irrenunciables.
27, La Congregación para la Doctrina de la Fe recuerda que “ante estas exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, los creyentes deben saber que está en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien integral de la persona”, y enumera las siguientes:
a) “Las
leyes civiles en materia de aborto y eutanasia...
b) El deber de respetar y proteger los derechos del embrión humano.
c) La tutela y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad, frente a las leyes modernas del divorcio...
d) La libertad de los padres en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos.
e) La
tutela social de los menores y las víctimas de las modernas formas de
esclavitud: droga, prostitución.
f) El derecho a la libertad religiosa.
g) El desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común, y
h) El gran tema de paz que, ‘como obra de la justicia y efecto de la caridad´, exige un rechazo radical y absoluto de la violencia y del terrorismo” (“El compromiso y la conducta de los católicos en la vida política”, No. 4). Estos son los cimientos que sostienen el edificio de la sana convivencia social y el futuro venturoso de la humanidad.
El laicismo.
28. El laicista o el laicismo no admite, por lo general, estar sujeto a normas morales estables e inmutables, sino que profesa el positivismo jurídico y el relativismo moral, y sostiene que los valores sociales y las normas morales se establecen mediante un “pacto social”, es decir, por consenso ciudadano, por el voto de la mayoría o por la utilidad del momento. El laicista extiende así ilegítimamente las reglas de la democracia al campo de la moral, al ámbito de la conducta humana, propiciando un relativismo moral que ha permitido a los poderosos y a los dictadores de todo género cometer los mayores crímenes de la historia. Un laicista como el descrito, cuando asume el poder, se convierte fácilmente en dictador, aunque sea disfrazado, y en el ámbito de las ideas profesa un laicismo intransigente que lo lleva a negar a los demás las libertades que reclama para sí. En otras palabras, hace del laicismo una verdadera y auténtica “religión laica”, excluyente y antidemocrática. Fundamentalista, se dice ahora. Si al Estado sanamente laico bien podemos calificarlo de bendición (Bendito Jesús que separó al César de Dios), del laicismo intransigente lo menos que podemos decir es que es una aberración (Hacer del César un dios). Es una constatación histórica irrefutable que el tirano comienza siempre por saquear los templos, como advierte Platón (La República, Libro VIII), y prosigue combatiendo a la religión para reducirla a su mínima expresión. Nuevamente llamamos al Papa Benedicto XVI para que nos ilumine: El Estado -dice- no puede imponer la religión, pero tiene que garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, como expresión social de la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas distintas, pero siempre en relación recíproca (“Dios es amor”, No. 28).
C. LOS FIELES CATÓLICOS LAICOS
El Decálogo, patrimonio de la humanidad.
29. El laico católico respeta y se propone salvaguardar y cumplir la ley moral natural, común a todas las grandes religiones. Esta ley natural no se identifica con ninguna creencia religiosa en particular, ni siquiera con la religión católica aunque ésta la proclame en toda su integridad y la defienda con particular empeño. La expresión privilegiada de esta ley natural se encuentra en el Decálogo (Cf. Catecismo, No. 2070), que también fue objeto de revelación de parte de Dios en el Sinaí y fue perfeccionado por Cristo en el Sermón de la Montaña; pero, esta revelación sinaítica a Moisés y el perfeccionamiento evangélico de Jesús, no le cambian su naturaleza fundamental de expresión de la ley natural, común a toda la humanidad, grabada antes que en tablas de piedra en el corazón del hombre y que obliga en conciencia a todos y en todas partes, es decir siempre. La observancia de esta ley natural, aceptada por todas las grandes religiones del mundo, es de tal trascendencia que de ella depende, por caminos que sólo Dios conoce, la salvación eterna para todos los hombres sin distinción; esta es la razón por la que la doctrina católica admite la posibilidad de salvación para quien cumpla a cabalidad esta ley natural, aunque se encuentre, sin culpa de su parte, fuera del ámbito visible de la Iglesia (Cf. LG 16). El Decálogo constituye un patrimonio precioso de la humanidad, que le ha permitido sobrevivir a pesar de las barbaries perpetradas por dictadores de todo género. En resumen, el católico participa en la política guiado por el Decálogo, no por las Bienaventuranzas; pero, si vive conforme a éstas, añade a la vida social el perfume del Evangelio.
Es derecho, no intromisión.
30. Es, por tanto, un derecho y un deber de los fieles católicos laicos, como de todo ciudadano razonable y responsable, defender los valores y las virtudes morales naturales como son la justicia, la verdad, la libertad, la honradez, la lealtad, la solidaridad, el respeto a la persona humana, la paz, etcétera; y esta participación no puede calificarse, por ningún motivo, de intromisión de la Iglesia en el ámbito de los gobiernos, de los partidos políticos o de la educación. Se trata de un profundo llamado de la conciencia cristiana a la coherencia entre lo que se cree y lo que se hace, entre la fe y la vida; es una exigencia intrínseca a la misma fe y no proviene de una imposición externa, si bien es deber del Magisterio eclesiástico el recordarlo con frecuencia. Negarle o limitarle, por tanto, a los Pastores de la Iglesia este deber de enseñar y recordar a los fieles sus obligaciones, es una intromisión indebida del Estado en el espacio moral y espiritual que no le corresponde. Igualmente, pretender apartar a los católicos de la vida política o del ámbito de la enseñanza por el hecho de manifestarse creyentes y de ser coherentes con la doctrina de la Iglesia en la enseñanza de la ley natural, es una forma de laicismo intransigente y discriminador. Sería negar relevancia política y cultural a la fe católica y al cristianismo en general, lo cual es inadmisible. Al querer impedir a los católicos participar plenamente en la construcción del bien común, el Estado se ha empobrecido y los creyentes han desmerecido en su condición de ciudadanos por verse limitados en sus derechos y en su dignidad . La separación entre la fe que profesamos y la vida cotidiana de muchos debe ser considerada como uno de los errores más graves de nuestro tiempo, recordaba a los Obispos de México el Papa Benedicto XVI durante la visita ad limina (15 Sept., 2005. Cf. GSp. 43).
D. RELACIÓN ENTRE FE Y POLÍTICA
La Iglesia no sustituye al Estado.
31. El Estado tiene como fin propio el establecimiento de la justicia. El orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política, nos ha dicho el Papa; y añade: Un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones, y cita a S. Agustín (“Dios es amor”, No. 28). No es, pues, tarea de la Iglesia como institución y mucho menos de sus Pastores, el establecer la justicia en los diversos ámbitos de la sociedad; éste es el cometido propio del Estado, y de la consecución de la justicia depende su legitimidad y el derecho a la supervivencia, porque, como explica el Papa Benedicto XVI, la justicia es el objeto y, por tanto también la medida de toda política. El fiel católico, como todo ciudadano responsable, tiene el deber de participar en esta tarea común de instaurar la justicia en el mundo. El velar por el derecho del pobre, del huérfano y de la viuda es su obligación en cualquier partido en que milite o en cualquier institución a la que pertenezca. Los hermanos pobres no son botín de nadie sino responsabilidad de todos y la Iglesia los acoge como en su casa, porque ve en ellos el rostro sufriente de Cristo, su Señor (Cf. Mt 25).
Arte noble y difícil.
32. El Magisterio de la Iglesia se refiere a la actividad política como a un arte noble y difícil y como a una forma eminente de caridad, puesto que está ordenada al bien de todos. Por eso, el Papa Benedicto XVI enseña que la política es más que una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su origen y meta está precisamente en la justicia, y ésta es de naturaleza ética. Así, pues, el Estado se encuentra inevitablemente de hecho ante la cuestión de cómo realizar la justicia aquí y ahora. Este es un problema que concierne a la razón práctica; pero para llevar a cabo realmente su función, la razón debe purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente. (Ibid. No. 28). El ser humano, y más cuando está dotado de poder, se verá siempre acosado por la tentación de anteponer el interés propio al de los demás y su razón se verá obnubilada por sus pasiones. Este es un hecho de experiencia y constatación diaria en todo el mundo; se le suele llamar corrupción, porque roe y descompone a la sociedad desde sus entrañas.
El punto de encuentro.
33. Para
poder superar eficazmente este deslumbramiento del poder y del propio
interés, es necesario que la política oiga a la moral y la obedezca y supere así
la ceguera ética, como le llama el Papa; por eso, añade: En este punto
política y fe se encuentran. Sin duda, la naturaleza específica de la fe es la
relación con el Dios vivo... Pero, al mismo tiempo, es una fuerza purificadora
para la razón misma. A partir de la perspectiva de Dios, la libera de su ceguera
y la ayuda así a ser mejor ella misma (Dios es amor, No.28) . Esto es
de máxima importancia. La fe no suplanta, sino que sirve a la razón y la ayuda a
ser ella misma y a cumplir cabalmente su misión. La fe, cualquiera que sea el
terreno en que opera, no es para desplazar o humillar al ser humano, sino para
curarlo de sus miserias y ayudarlo a ser él mismo. Le restituye su dignidad.
Entre fe y razón no puede haber rivalidad. Explica el Papa: La fe permite a
la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es
propio. En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar
a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco pretende imponer a los que no
comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea
simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda
para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto
en práctica (Ibid.). Este es el inmenso servicio que la fe ofrece a la razón
humana y a la humanidad entera. Si la comunidad católica encontrara el
lenguaje apropiado para hacer comprender esto a los políticos y si éstos
tuvieran la necesaria prudencia y humildad para aceptarlo, daríamos un paso
enorme hacia el diálogo constructivo, el mejoramiento de la sociedad y la
reconciliació
La mesa del diálogo.
34, En un régimen
democrático quien no sabe dialogar no logra gobernar con sabiduría y con
eficacia. El diálogo es cualidad y propiedad del ser humano, creado a imagen de
la santísima Trinidad. Todo diálogo auténtico parte de la propia identidad, que
no es cerrazón sino condición para escuchar con serenidad y aplomo a quien
piensa distinto. El diálogo no es para convencer al adversario, sino para
enriquecer las propias convicciones, escuchando con atención al interlocutor. En
la intimidad profunda de todo ser humano está la imagen de Dios, idéntica para
todos; por tanto, siempre es posible entre los hombres un punto de acuerdo y de
comunión, a pesar de la legítima diversidad. La verdad, dondequiera que se
encuentre, proviene del Espíritu Santo. Es necesario que primero los dialogantes
escuchen su propia conciencia -sagrario del Espíritu- que los invita a preferir
la paz al enfrentamiento, la verdad a la mentira, la sinceridad a la malicia
pensando en la dignidad de la persona humana, que está sobre cualquier interés
particular o ideología. Resistir a la verdad, venga de donde venga, es resistir
al Espíritu Santo. El diálogo verdadero mira más al futuro por construir que al
pasado que rememorar. Los hechos del pasado son irreversibles; además, son
susceptibles de múltiples interpretaciones; por eso, con respecto al pasado la
única actitud racional y razonable es asumirlo, ofrecer el perdón si es el caso
y buscar la reconciliació
del bien y del mal (Gn 2,5)
35. El pueblo
mexicano es un pueblo eminentemente religioso aún a costa de grandes
sacrificios, forjado en la matriz cristiana de la Iglesia católica a lo largo de
casi quinientos años de evangelizació
36. En el último siglo, el pueblo creyente se ha visto distanciado de la clase gobernante a causa de la corriente de pensamiento antirreligioso y persecutorio conocido como laicismo en su expresión más radical e intransigente, que ha propiciado en la práctica un retorno al paganismo bajo la bandera de la dictadura del relativismo moral y religioso. ¿Qué es lo que está en la raíz de este fenómeno pseudorreligioso englobante desde el punto de vista de nuestra fe católica? La Historia de la Salvación nos dice que aquí subyace la vieja historia del paraíso terrenal, la de siempre: El hombre moderno piensa que Dios es competidor del hombre, que es enemigo de su felicidad y que, sin Él, podría irle mejor. Nietzsche, blasfemo como siempre, llega a opinar que bajo el árbol del paraíso quien se escondía era el mismo Dios en la figura de la serpiente (Más allá del bien y del mal, 2). Eso mismo piensa el laicismo, aunque no lo diga de manera tan burda; sospecha que en Dios hay algo oculto que le impide al hombre ser plenamente hombre y ser feliz. Si Dios no es alguien digno de fiar, mucho menos lo será la Iglesia. Para ser feliz el hombre no necesita del amor de Dios, mucho menos de su misericordia; le basta su propio poder y su razón para conocer el bien y el mal, para saber lo que le conviene y labrarse su propio destino. Es fácil constar como en la vida pública la lucha por el poder es el alma que sostiene la economía, mueve la política, rige la vida social y, en particular, sustenta a los medios de comunicación. En el contexto político nacional, la Iglesia católica, aceptada mayoritariamente por el pueblo y depositaria de su confianza, se percibe como una entidad en competencia con del poder en cualquiera de sus expresiones, y como un obstáculo que hay que eliminar o, al menos, silenciar.
Imagen y semejanza de Dios.
37. A la Iglesia, en cambio, no le interesa el poder, sino el hombre. Es absurdo presentarla o presentarse como alternativa al Estado o casada con algún partido o color político. La Iglesia quiere ser servidora de todos y no competidora de nadie; busca colaborar en todo lo que es justo, noble y bueno, respetando las esferas de la propia competencia. El amor que predica no genera dependencia ni poder sino vida y propicia espacios de libertad. La Iglesia quiere hombres y ciudadanos libres que, como criaturas, reconozcan los límites de su libertad y puedan así generar relaciones de respeto y crear comunidad. La libertad que pide para los demás y para cada uno de sus hijos, la reclama como derecho propio para cumplir su misión. ¿ Qué os pide hoy, dice el Concilio Vaticano II a los poderosos, la Iglesia? No os pide más que libertad; la libertad de creer y de predicar su fe; la libertad de amar a su Dios y servirle; la libertad de vivir y de llevar a los hombres su mensaje de vida (Mensaje a los gobernantes, 4). La libertad humana sólo es verdadera si se comparte con los demás, si se aceptan sus límites y se convive con otros. Esta es la libertad que está en la base de nuestro ser creatural y la que sustenta a la democracia; por eso decimos que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, en quien conviven las tres Personas divinas en armonía, sin perder su identidad ni romper su unidad ¡La fe en la Santísima Trinidad nos ayuda comprender la verdadera democracia!
El esplendor de la verdad.
38. La democracia necesita de la verdad para subsistir, si no, ambas perecen miserablemente. El cumplimiento de los Mandamientos de la ley de Dios, la ley natural, no es exigencia extrínseca al hombre, no le viene de una imposición externa, sino de su propia naturaleza, de su “verdad” como hombre para poder subsistir. La observancia de la ley natural es el único camino hacia la libertad y hacia la democracia; sus contrarios, llámense laicismo, liberalismo intransigente, relativismo o todo lo que se le parezca, destruyen a la persona humana y a la sociedad. Si vivimos contra el amor de Dios manifestado en su ley, vivimos contra la verdad, contra nosotros mismos y contra la sociedad. Creer en Dios y aceptarlo en nuestra vida no es una cuestión meramente “privada” o sólo “devocional”, sino un asunto que trae gravísimas consecuencias políticas y sociales. Desechar a Dios de la vida pública y social y minimizar o ridiculizar la práctica religiosa de los ciudadanos de cualquier condición, es atentar contra las fuentes mismas de la dignidad humana y de la convivencia fraterna. La paz social sólo se sustenta en la verdad y la última verdad del hombre es Dios.
39. La cercanía con Dios no disminuye al hombre sino que lo engrandece, no lo empobrece sino que lo enriquece y ensancha su corazón para que acoja y sirva a los demás. María Santísima es ejemplo y modelo de esta entrega a Dios y de servicio incondicional a los hombres. La cercanía con Dios la elevó a alturas insospechadas y la situó en las encrucijadas más dolorosas de la vida humana. En la cruz nos fue entregada por su propio Hijo como Madre nuestra; por eso, el pueblo católico la siente suya y la invoca como auxilio, refugio, consuelo y esperanza que no defrauda. Ella es Salud de los enfermos porque ha curado y cura infinitas llagas y dolencias que ni la medicina ni la economía ni la política pueden sanar. El pueblo creyente lo sabe muy bien, lo entiende y lo agradece y con confianza filial la llama Madre de la Esperanza. Ella, dice el Papa Pablo VI, es la mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huída y el exilio (Cf Mt 2, 13-22): situaciones estas que no pueden escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad (MC, 37). La Virgen María es el icono anticipado del pueblo mexicano, creyente y sufrido, pero que esconde en su alma la fuerza liberadora de Jesucristo; por eso, la Virgen María ha estado siempre presente, y lo seguirá estando, en los momentos decisivos de la historia de nuestra patria, que es para nosotros Historia de Salvación. En Ella podemos y debemos encontrar las energías liberadoras que sostengan la esperanza de lograr una vida digna y justa para todos los habitantes de esta gran nación.
40. En la exhortación postsinodal “Pastores gregis” se recuerda al Obispo que, siendo un ser humano tomado de entre los hombres, actúa en nombre de Jesucristo y que es el mismo Jesucristo quien, por su medio, apacienta a sus fieles. Por eso, entre otras cosas, se le pide defender a sus ovejas de los múltiples males que las acechan por doquier. Se le recuerda que, afianzado en el radicalismo evangélico, tiene el deber de desenmascarar las falsas antropologías, rescatar los valores despreciados por los procesos ideológicos y discernir la verdad (No. 66); que debe ser testigo y servidor de la esperanza, sobre todo donde más fuerte es la presión de una cultura inmanentista, que margina toda apertura a la trascendencia, es decir, a Dios y que debilita la fe y apaga la caridad (No. 3). Esto es lo que, según mis posibilidades y las circunstancias actuales lo requieren, he tratado de hacer en esta Carta Pastoral. Quizá a algunos estas consideraciones parezcan algo extraño por inusuales; pero si bien lo miramos, como lo hace el Papa Benedicto XVI en su primera encíclica, en las falsas antropologías y en los procesos ideológicos viciados, radican los numerosos males que nos afligen y que parecen no tener remedio. Por eso la “Pastores gregis” prosigue, diciendo: Ante las situaciones de injusticia, y muchas veces sumidos en ellas, que abren inevitablemente la puerta a conflictos y a la muerte, el Obispo es defensor de los derechos del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Predica la doctrina moral de la Iglesia, defiende el derecho a la vida desde la concepción hasta su término natural; predica la Doctrina Social de la Iglesia, fundada en el Evangelio, y asume la defensa de los débiles, haciéndose voz de quien no tiene voz para hacer valer sus derechos. Y concluye: No cabe duda de que la Doctrina Social de la Iglesia es capaz de suscitar esperanza incluso en las situaciones más difíciles, porque, si no hay esperanza para los pobres, no la habrá para nadie, ni siquiera para los llamados ricos (No. 67). Los hijos de la Iglesia —pastores y fieles— estamos llamados a ser Testigos de la Esperanza en el mundo.
Santiago de Querétaro, Qro., 1° de Noviembre de 2006, Solemnidad de todos los Santos.
† Mario de Gasperín Gasperín
VIII Obispo de Querétaro
Hna. Lic. Ana Isabel Romero Ugalde, mjh
Secretario Canciller