Defensa de la familia y nueva evangelización

Mons. Alberto Brazzini,
Obispo Auxiliar de Lima



C O N T E N I D O

I
POR QUÉ LA IGLESIA DEFIENDE A LA FAMILIA
Racionalismo contra razón
Confrontando razones
Familia y persona humana
La familia como tema-eje
La batalla por la familia

II
LA FAMILIA EN LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
La familia en el horizonte evangelizador
Amor y responsabilidad
Contra toda esperanza

El Año Internacional de la Familia es una ocasión privilegiada para reflexionar en torno a aquello que la Iglesia siempre ha asumido como una prioridad: la comunidad familiar. Desde la perspectiva de la Iglesia, este tema puede abordarse desde dos ángulos; uno que ve a la familia como sujeto y otro que se aproxima a ella desde su función dinámica en la comunidad eclesial y humana. En la medida en que estas perspectivas son sólo facetas, no son independientes una de otra sino que, en la realidad, se entrecruzan permanentemente. La diferencia radicaría en que la primera perspectiva hace más referencia a la misión de la Iglesia ante la familia, mientras que la segunda apunta más a descubrir el papel que la familia cumple en la misión evangelizadora.

Este trabajo busca pasar revista a algunos aspectos fundamentales de estas dos perspectivas, con la conciencia de que, tanto por la extensión de estas páginas como por la importancia del tema, quedarán muchos puntos por desarrollar.

I

POR QUÉ LA IGLESIA DEFIENDE A LA FAMILIA

Un autor neotomista gustaba decir que el sentido común, entendido como esa "lógica natural"que acompaña supuestamente a todo hombre, era el menos común de los sentidos. Esta frase parece ser especialmente cierta cuando se trata de entender cómo la cultura moderna enfrenta la importancia de la familia para la sobrevivencia del género humano.

Es claro que para el hombre sencillo, común y corriente, la centralidad de la familia es casi una verdad de Perogrullo, tan cierta que no merecería el menor debate. Sin embargo, en ámbitos supuestamente más "cultos", donde los motivos más profundos para defender a la familia deberían ser perfectamente comprendidos, muchas veces pasa lo contrario. Así, descubrimos a élites políticas e intelectuales que desde puestos de influencia -llámese la Organización de Naciones Unidas, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional- difunden el antinatalismo, el sexo "recreativo", el eugenecismo, la eutanasia, la manipulación genética o cualquier otra manifestación de la "cultura de muerte"que atenta directamente contra la supervivencia de la institución familiar, al tiempo que proclaman su importancia.

Racionalismo contra razón

Un caso, aparentemente distante de nuestra realidad, merece ser traído a colación como ejemplo de esta profunda incoherencia del racionalismo actual. El Parlamento Europeo, que se supone reúne a la élite política del continente que se precia de ser la cuna de la civilización occidental, votó recientemente a favor de una resolución que aprueba la unión de homosexuales y la posibilidad de que éstos adopten niños.

El Papa Juan Pablo II y con él, la Iglesia toda, reaccionó con energía, rechazando este duro golpe contra la naturaleza misma de la unión conyugal y de la familia. La prensa mundial pareció reaccionar frente a este hecho con indolencia, incluso con increíble letargo. Sorprendente resultaba, en cambio, para los medios, la importancia que la Santa Sede parecía darle a un tema que para ellos resultaba tan "ligero"y hasta insignificante. Se insinuaba incluso que la Iglesia se dejaba llevar por algo así como una "rigidez ideológica".

Con esta postura, la intelectualidad racionalista renunciaba al ejercicio de la razón para caer en el "factualismo"según el cual los hechos (en este caso, el "matrimonio"homosexual) son simplemente porque se imponen (en este caso, mediante una votación). Y desde esta posición, se rechazaba la reacción de la Iglesia, acusándola de pretender "imponer"su propia lógica, es decir, sus razones, para defender la naturaleza monógama de la familia.

En su reciente Carta a las Familias -el primer documento que un Pontífice dirige directamente a éstas-, el Papa Juan Pablo II explica cómo efectivamente, la Iglesia sí tiene razones para defender la visión cristiana de la familia. Destaca, ante todo, que los argumentos de la Iglesia se basan en el origen divino de la institución familiar, por el cual ésta antecede al derecho de los estados y las instituciones. Pero al mismo tiempo, señala que las razones para destacar la centralidad de la familia para la supervivencia de la sociedad no son una especulación intelectualista ni mucho menos un "prejuicio"religioso; sino una verdad profundamente natural, humana.

Confrontando razones

Si al racionalismo de hoy le resulta imposible entender directamente el origen divino de la familia, no está fuera de su alcance comprender el papel determinante de la familia en la supervivencia de la sociedad. La historia aporta los más claros argumentos.

Tras la revolución de 1917, el gobierno bolchevique de la Unión Soviética intentó aplicar al pie de la letra la ética anti-familiar que Marx y Engels proclamaron en su Manifiesto. En menos de cinco años, la descomposición social llegó a tales niveles que el gobierno se vio obligado a dictar severas leyes de protección a la familia.

Recientemente, una influyente revista europea señalaba, con cifras, que la descomposición familiar de occidente se había convertido en un problema con efectos tan variados -desde el incremento de la criminalidad hasta una inmanejable seguridad social-, que podía considerarse como la más seria amenaza a la estabilidad de los países ricos. Y en el mismo sentido, Charles Murray, columnista del norteamericano «Wall Street Journal» sugiere que la descomposición familiar «se asuma como el problema social más importante de nuestro tiempo, incluso por encima del crimen, las drogas, la pobreza, el analfabetismo, la asistencia social o los sin techo, porque de ella surge todo lo demás»[1].

Que la familia no es solamente "un tema de Iglesia", sino ante todo un patrimonio universal lo han comprendido pocos pero valiosos pensadores que no están vinculados con la Iglesia católica. Uno de ellos es el intelectual judío norteamericano Dennis Prager, fundador del Michea Center for Monotheism. Según Prager, «la concepción por la que se compara la homosexualidad con el amor heterosexual y matrimonial comporta implícitamente la decadencia de la civilización occidental; así como ciertamente el rechazo de la homosexualidad y de otras prácticas sexuales no matrimoniales hicieron posible la creación de esta civilización»[2].

El cineasta italiano Adriano Celentano, argumentaba lo mismo pero de forma aún más vívida. Dirigiéndose a un imaginario interlocutor homosexual que ha adoptado un niño, amparado en la nueva legislación europea, Celentano preguntaba: «¿Qué le contarás a tu niño cuando regresando de la escuela te pregunte: "Papá, ¿cómo es posible que todos mis amigos tengan una madre y yo no tengo más que dos papás? ¿Acaso yo tengo más suerte que los demás?". "Claro que sí", le responderás. "Pero entonces, ¿para qué sirven las mujeres?"objetará. Entonces, no te quedará más remedio que decirle que no sirven para otra cosa que para tener hijos, y que si no existieran las mujeres, él no hubiera podido nacer. Y en ese momento ¿no crees que le vendrá el deseo de conocer a su madre?...»[3].

Familia y persona humana

Ésta y otras muchas reflexiones de hombres y mujeres que no carecen del "menos común de los sentidos"demuestran que la defensa que la Iglesia hace de la familia no se basa en "prejuicios"doctrinales, sino en su bimilenario conocimiento de la naturaleza humana a partir de la verdad sobre el hombre que ha revelado Jesucristo.

En base a esta familiaridad con la naturaleza del hombre, el Papa Juan Pablo II inicia su Carta a las Familias destacando el aprecio que la Iglesia tiene por esta dimensión profundamente humana de la sociedad familia: «entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano. En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre»[4]. En esta frase, el Papa expresa de manera sencilla cómo, en la medida en que la familia es una realidad profundamente humana, es también una realidad profundamente personal y personalizante; es decir, que no sólo está enraizada en lo que podríamos llamar la mismidad de cada hombre, aquella dimensión más profunda donde éste se revela como un ser creado único e irrepetible; sino que también consolida la identidad, el destino, el proyecto igualmente único e irrepetible de cada hombre.

Si, como afirma el Papa, puede decirse que el ser humano debe a la familia el hecho de existir como hombre, puede decirse entonces que debe a ella también el hecho de existir como persona, como ser radicalmente diferenciado y, por tanto, no sujeto a los condicionamientos de género o especie.

Y si el hombre no está atado a condicionamientos de género o especie, es capaz de ser libre y responsable. Defender la familia, por tanto, para la Iglesia, es una exigencia esencial: se trata de defender la dignidad y la libertad que constituyen el carácter personal del hombre. En otras palabras, se trata de defender la columna vertebral antropológica sobre la que descansan verdades y derechos universalmente reconocidos.

De aquí nace una de las tantas paradojas que envuelven el debate entre el cristianismo y el racionalismo: la Iglesia, acusada desde el individualismo radical de pretender someter la autonomía de cada individuo a la "convención"de la familia, resulta convirtiéndose, en la realidad, en la defensora de la singularidad y libertad de la persona humana al defender a la familia como la fuente de éstas.

La familia como tema-eje

Este carácter personalizante, que vincula a la familia y sus derechos con la naturaleza humana y no con acuerdos o convenciones circunstanciales, establece la gran diferencia, la frontera que el Papa mismo ha llamado «una línea Maginot pero aún más eficaz», que divide a quienes han celebrado el Año Internacional de la Familia desde una perspectiva antropológica integral de aquellos que simplemente cumplen una formalidad abstracta y más aún, de quienes usan el tema como fachada para introducir proyectos contrarios al derecho a transmitir y defender la vida.

En una entrevista publicada en una revista italiana, el cardenal Alfonso López Trujillo, Presidente del Pontificio Consejo para la Familia, señalaba que entre las perspectivas que separan radicalmente a la ONU de la Iglesia «hay un problema de fondo muy serio: la aceptación o no de la familia entendida como institución natural y, como tal, fruto de la voluntad amorosa de Dios para el bien de la humanidad, de los padres y de los esposos, de los hijos de la sociedad toda». El cardenal López Trujillo agregaba con preocupación que «para no pocos, la familia es un consenso o un contrato social mutable, sin mayor solidez y consistencia[5].

Éste podría ser señalado como el punto central, el tema sobre el cual los cristianos debemos establecer la "línea Maginot": en defender no sólo la "divinidad"-por su origen- de la institución familiar, sino su "naturalidad", es decir, su valor intrínseco para el hombre y la sociedad y, por tanto, inviolable. Pero el Papa explica cómo el carácter profundamente humano de la familia está vinculado a su origen divino: «Hay que volver a considerar la familia -decía- como el santuario de la vida. En efecto, es sagrada: es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida»[6].

Así, al reconocer esta doble dimensión sagrada y humana, la familia es reconocida también como el espacio natural donde se defienden derechos fundamentales: a la vida desde el momento de su concepción; a condiciones dignas que permitan su desarrollo; a su transmisión fecunda; a su terminación digna y natural.

En esta perspectiva, la familia se convierte en un tema-eje desde el cual se puede pasar revista no sólo a los grandes problemas éticos de nuestro tiempo, desde el aborto y la manipulación genética hasta el antinatalismo y la eutanasia; sino también desde el cual pueden analizarse los principales temas sociales de nuestra época. En este sentido, no es casualidad que la última encíclica social del Sumo Pontífice, la Centesimus annus, tenga como uno de sus temas centrales la relación entre el novedoso concepto de "ecología humana"y la familia. El concepto de "ecología humana", todavía poco desarrollado por los cientistas sociales, incluso católicos, aporta un nuevo horizonte a la "cuestión social": «Mientras nos preocupamos justamente, aunque mucho menos de lo necesario -dice el Papa Juan Pablo II-, de preservar los "habitat"naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción, porque nos damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución al equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una auténtica "ecología humana"»; y agrega luego que en este contexto hay que mencionar también asuntos sociales tan actuales como «los graves problemas de la moderna urbanización, la necesidad de un urbanismo preocupado por la vida de las personas, así como la debida atención a una "ecología social"del trabajo»[7]. Luego, señala cuál es el primer espacio donde se realiza esta aspiración a un ámbito social y cultural favorable al desarrollo integral del hombre: «La primera estructura fundamental a favor de la "ecología humana"es la familia»8. Con esta rotunda afirmación, el Papa pone a la familia en el centro y en el principio del esfuerzo por transformar el entorno humano según el Plan de Dios.

La batalla por la familia

Cuando esta centralidad de la familia es comprendida o "redescubierta", se entiende claramente el porqué de las enérgicas expresiones de un Pontífice que sin diplomáticos eufemismos rechaza el plan de las Naciones Unidas para la cita de El Cairo; que se despide de una parroquia romana señalando tajantemente que «me voy a seguir luchando contra el proyecto de las Naciones Unidas»; que afirma, tras fracturarse el fémur, que «éste es el sufrimiento que faltaba ofrecer por las familias»; o que señala a la familia como «corazón de la civilización del amor», es decir, como el eje del gran horizonte-tarea de la Iglesia. No son sólo las expresiones de un Pontífice apasionado por el hombre real, concreto, por el hombre-persona y, por tanto, por la familia. Son también las expresiones del Sucesor de Pedro que es consciente de que la sobrevivencia de la humanidad depende de la decisión de los miembros de la Iglesia de dar la gran batalla por la vida humana.

Por fidelidad al Evangelio de Jesucristo, por nuestra adhesión al magisterio del Romano Pontífice, por coherencia con la auténtica antropología cristiana, en suma, por obediencia a nuestros propios dinamismos más profundos y auténticamente humanos, nuestra respuesta en favor de la familia no puede ser menos apasionada. Es un momento ineludible para todos los cristianos: tiempo para que los pastores enseñemos y amonestemos, tiempo para que los sacerdotes acompañen y provean de alimento espiritual a las familias y, sobre todo, tiempo para que los laicos unidos en matrimonio den un testimonio de amor convincente e irrefutable que se eleve como un faro de esperanza en medio de las tinieblas del egoísmo y la descomposición familiar que se multiplican en nuestro mundo. Tiempo, en fin, para que todos los miembros de la Iglesia, en nuestras circunstancias particulares, combatamos con energía las fuerzas que encarnan la cultura de muerte y nos convirtamos en agentes de la cultura de vida.

En este gran frente no sólo es posible, sino que es necesario involucrar a todos aquellos hombres que, aunque no comparten la plenitud de la fe, creen sinceramente en el valor de la familia y en su origen divino.

Algo se avanza en esta dirección. El intelectual judío norteamericano Dennis Prager proponía hace poco un acuerdo "judeo-cristiano"para rescatar los valores comunes de la civilización occidental. En esa misma dirección camina el documento Evangélicos y Católicos Unidos, en el que importantes líderes religiosos de Estados Unidos, aún reconociendo con transparencia las diferencias que aún -lamentablemente- nos separan, descubren los puntos comunes sobre los cuales es posible establecer un amplio acuerdo para defender el derecho a la vida, los derechos de la familia y los derechos religiosos.

En América Latina el panorama religioso es ciertamente diferente, pero ello no descarta la necesidad de un diálogo. A principios de año, los obispos peruanos afirmábamos que, «porque el bien de la familia coincide con el bien común, defenderla es también una tarea de todos»[9]. En aquella ocasión nos dirigíamos a los diferentes estamentos de la sociedad, urgiéndolos a hacer todo lo humanamente posible, desde su ámbito específico, para defender y fortalecer la familia y, al mismo tiempo, dejar de hacer todo aquello que tiende a su deterioro. «Todo lo que hagan en esta materia -decíamos- no es indiferente al destino de la familia: o contribuirá a fortalecer los lazos familiares o fomentará su destrucción. De la decisión que tomen al respecto, deberán dar cuenta ante el Justo Juez»[10].

La defensa de la familia, en este sentido, es tarea ineludible de toda la Iglesia, pero no es exclusiva de ella. Es importante involucrar en esta batalla a todo hombre o mujer consciente de que el destino de su propia descendencia depende de lo que se haga ahora en favor de la familia. Y el Papa plantea los alcances de este consenso mínimo: «Conviene hacer realmente todos los esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida como sociedad primordial y, en cierto modo, "soberana". Su "soberanía"es indispensable para el bien de la sociedad. Una nación verdaderamente soberana y espiritualmente fuerte está formada siempre por familias fuertes, conscientes de su vocación y de su misión en la historia. La familia está en el centro de todos estos problemas y cometidos: relegarla a un papel subalterno y secundario, excluyéndola del lugar que le compete en la sociedad, significa causar un grave daño al auténtico crecimiento de todo el cuerpo social»[11].

II

LA FAMILIA EN LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

En 1983, el Papa Juan Pablo II proponía para América Latina la tarea de la nueva evangelización, que sería confirmada en Santo Domingo, durante la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, como el horizonte definitivo de la Iglesia en el continente. Esta tarea plantea una renovación y un recentramiento de la misión de la Iglesia, a la luz del V Centenario de la evangelización y a las puertas del tercer milenio de la era cristiana.

Desde aquella ocasión, el Santo Padre no ha dejado de insistir en esta misión de la nueva evangelización: los viajes al continente, las visitas ad Limina, la inauguración de la IV Conferencia, en fin, cualquier encuentro con la Iglesia en estas tierras, ha sido una ocasión para subrayar esta consigna-tarea, dándole al mismo término "nueva evangelización"un contenido cada vez más profundo e importante. Así, la nueva evangelización, que, como señala el Pontífice, es prolongación de la primera realizada hace cinco siglos, ha sido asumida por el episcopado latinoamericano como su programa no sólo prioritario, sino englobante[12], no sólo como respuesta filial y pronta del episcopado latinoamericano a las exigencias del Sucesor de Pedro. También es la propuesta que surge de contemplar el enorme reto evangelizador que se le presenta a la Iglesia en un continente que cabalga sobre diversos y sucesivos ensayos de racionalismo secularizante, que con frecuencia opacan y hasta ocultan su sustrato católico de fondo.

La familia en el horizonte evangelizador

Es obvio que, como lo señala el mismo documento de Santo Domingo, en el centro de esta nueva evangelización se encuentra Jesucristo, «el mismo ayer, hoy y siempre», que cuando es reflejado transparentemente y con actitud servicial por todos los miembros de la Iglesia, provoca la admiración, la conversión y la transformación del entorno cultural y social.

Esta centralidad de Jesucristo está en plena armonía con el lema que el Santo Padre impulsa con ocasión del Año Internacional de la Familia: «La familia, corazón de la civilización del amor».

En efecto, si el Señor Jesús es el eje de la nueva evangelización, la civilización -o cultura- del amor es su meta, su punto de llegada, su destino final.

Cuando el Papa pone a la familia en el corazón de este destino, le asigna una tarea prioritaria en el proceso de recentrar en Dios-amor la civilización entera. Pero la familia sólo se convierte en corazón de la civilización del amor cuando comparte el destino de la Iglesia hasta convertirse ella misma en el primer espacio eclesial donde se vive, anuncia y sirve a Jesucristo. Cuando Jesucristo se convierte en el centro de la familia, ésta se convierte a su vez, verdaderamente, en Iglesia doméstica, y por tanto, en el corazón de la civilización del amor.

La imagen del corazón, respecto de la función de la familia, no sólo es bella, también es real. Así como del corazón se irradia la vida, la familia que tiene a Cristo como centro se convierte en una fuente de vida para la Iglesia y para el mundo. En primer lugar, es fuente de vida para la familia misma, pues, como dice el Salmo, allí donde viven los hermanos unidos en torno al Señor, «Yahveh dispensa la bendición, la vida para siempre»[13]. Para la comunidad eclesial más amplia, se convierte en fuente de vida al atraer, con la oración y el sacrificio cotidiano, como anticipación del misterio de la comunión de los santos, la gracia que la Iglesia requiere para seguir fiel a su misión. La vivifica y alimenta también al proporcionar a la Iglesia cristianos comprometidos, capaces de dar testimonio de la obra reconciliadora de Jesucristo en medio del mundo. Y hace real la promesa de que las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella al enviar obreros a la mies: vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada de plena disponibilidad evangelizadora.

Como el corazón, la familia también se ubica en el centro de la comunidad eclesial hasta el punto que podríamos decir que la familia auténticamente cristiana es la primera "parroquia", la primera "comunidad"a través de la cual el cristiano se inserta en la gran comunidad de la Iglesia. Así, la familia es el primer ámbito donde se vive la experiencia de koinonía, porque es allí donde, en efecto, el cristiano aprende por primera vez a «acudir asiduamente a la enseñanza de los apóstoles», a «vivir unidos y tener todo en común», a «partir el pan por las casas y tomar los alimentos con alegría y sencillez del corazón», en fin, a «alabar a Dios y gozar de la simpatía de todo el pueblo»[14]. Esta primera y fundamental experiencia de comunidad es la mejor garantía de que, posteriormente, en otras instancias de la Iglesia, los cristianos estarán maduramente preparados para vivir la caridad y la comunión fraterna: en el compartir cotidiano, en la vida parroquial, en las responsabilidades de gobierno, en la vida comunitaria, en el ejercicio de cualquier función de servicio. En este sentido, el Papa Juan Pablo II señala que «gracias a la caridad de la familia, la Iglesia puede y debe asumir una dimensión más doméstica, es decir, más familiar, adoptando un estilo de relaciones más humano y fraterno»[15].

Amor y responsabilidad

El matrimonio es el único sacramento de la Iglesia en el que los sujetos son, al mismo tiempo, ministros. La liturgia matrimonial subraya el maravilloso ejercicio de libertad y responsabilidad que los cónyuges realizan cuando deciden unirse en santo amor «hasta que la muerte los separe». «Te quiero a ti, ... como esposa -como esposo- y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida»[16]. Al pronunciar estas palabras, los cónyuges manifiestan que el único vínculo, la única garantía de la durabilidad de este acto que revela la grandeza y el origen divino de la libertad humana, es ese amor que los une en Cristo y entre sí. Libres en el amor, ambos son capaces de transmitir la vida y prolongarla, proyectando así ese amor y esa libertad en seres capaces de amar y ser libres[17]. El amor y la responsabilidad que implica esta libertad, por tanto, son no sólo el fundamento del matrimonio, sino la raíz de la misión de la familia.

Como ministros del sacramento, entonces, los esposos son también los principales agentes de su desarrollo integral y el de su descendencia. Es verdad que la familia es una responsabilidad de toda la Iglesia -incluida la jerarquía- y que muchas veces los pastores no ofrecemos a la familia todo el apoyo que se debería. Esta carencia, que debe ser examinada y subsanada, no es excusa, sin embargo, para que los esposos dejen de asumir su responsabilidad primordial. Si una familia no prospera en la fidelidad al Plan de Dios, es, en última instancia, responsabilidad de los esposos, pues el acto de libre consentimiento expresado en el matrimonio los hizo responsables no sólo de su propio destino -como es el caso de cualquier cristiano- sino del de la comunidad familiar que, como sabemos, es más que la simple unión de sus miembros.

En este sentido, la consecuencia del amor conyugal es la responsabilidad que éstos asumen en vistas al bien de ellos mismos, de la comunidad familiar, de la Iglesia y, en última instancia, de la comunidad humana toda. El "sí"al cónyuge, por tanto, no es una simple palabra pronunciada ante una comunidad reunida, es un compromiso que resuena en el universo entero y que tiene por testigo a toda la creación, pues es un "sí"al Plan de amor que Dios tiene para toda la humanidad y para todo el mundo creado.

El primer ámbito evangelizador donde repercute este sí de amor es en la conversión personal. Si cada cónyuge, de forma personal, está vuelto hacia Dios y trabaja seriamente por mantener una relación profunda con Él, existe garantía de que es el Señor quien construye la casa y que, en consecuencia, los albañiles no se afanan en vano. Cada uno de los esposos está llamado a esforzarse al máximo para alcanzar la santidad. En la encíclica Casti connubii, el Papa Pío XI recordaba que los esposos cristianos en singular «pueden y deben imitar al perfectísimo ejemplar de toda santidad propuesto a los hombres por Dios, que es Nuestro Señor Jesucristo; y con la ayuda de Dios alcanzar también la cima más alta de la perfección cristiana, como el ejemplo de muchos santos nos lo demuestra»[18].

Muchas veces parece olvidarse el hecho de que la salvación es un acontecimiento personal y que, por tanto, el destino escatológico de cada cónyuge puede ser diferente y hasta opuesto respecto del de su pareja. Parece olvidarse también que la salvación, en lo que respecta a la acción humana es responsabilidad de cada persona. En otras palabras, nadie se salva sin un esfuerzo personal constante por cooperar con la gracia que Dios derrama en abundancia a cada uno de sus hijos.

La segunda misión evangelizadora es la que los cónyuges tienen cada uno respecto del otro. «Cuando, en virtud de la alianza conyugal, ellos se unen de modo que llegan a ser "una sola carne"(Gén 2,24) -nos dice el Papa-, su unión debe realizarse "en la verdad y el amor", poniendo así de relieve la madurez propia de las personas creadas a imagen y semejanza de Dios»[19]. Los esposos contribuyen mutuamente con su salvación y realización personal de múltiples maneras. En primer lugar, a través de una profundización y autentificación cada vez mayor del amor que ambos se tienen; y que debe expresarse en la oración de cada uno por el otro, en una vida de fe intensa que haga que cada uno se convierta en un testimonio vivo de visión sobrenatural, de caridad y de paciencia. Además del testimonio silencioso, son necesarias tanto la corrección nacida de la caridad como el estímulo oportuno que ayude a sobrellevar los momentos difíciles. En general, será de edificación del cónyuge toda obra nacida del deseo de "morir para vivir", de donarse generosamente por amor para que el otro viva.

El amor conyugal se proyecta inmediatamente en su campo evangelizador específico: la formación de los hijos en la fe. Esta tarea es una acción apostólica de máxima importancia para la Iglesia, hasta el punto que todo otro apostolado con los católicos debería tratarse de una acción complementaria a la ya realizada por la familia. Lamentablemente, no pocas veces los padres, incluso los que se llaman cristianos, no sólo no cumplen con esta tarea, sino que en ocasiones se convierten en obstáculo para que los hijos descubran y vivan su fe. El Santo Padre, al respecto, proporciona un apretado recuento de los alcances de la labor evangelizadora que los padres deben realizar con sus hijos: «este apostolado se desarrollará sobre todo dentro de la propia familia, con el testimonio de la vida vivida conforme a la ley divina en todos su aspectos, con la formación cristiana de los hijos, con la ayuda dada para su maduración en la fe, con la educación en la castidad, con la preparación a la vida, con la vigilancia para preservarles de los peligros ideológicos y morales por los que a menudo se ven amenazados, con su gradual y responsable inserción en la comunidad eclesial y civil, con la asistencia y el consejo en la elección de la vocación, con la mutua ayuda entre los miembros de la familia para el común crecimiento humano y cristiano»[20].

Como consecuencia de este crecimiento en el amor, la familia se proyecta evangelizadoramente a su entorno. No en vano el Papa habla de la responsabilidad social, e incluso política -en su sentido amplio e integral- de la familia. «Las familias -señala el Pontífice-, tanto solas como asociadas, pueden y deben por tanto dedicarse a muchas obras de servicio social, especialmente en favor de los pobres y de todas aquellas personas y situaciones, a las que no logra llegar la organización de previsión y asistencia de las autoridades públicas. La aportación social de la familia -continúa el Pontífice- tiene su originalidad, que exige se le conozca mejor y se la apoye más decididamente, sobre todo a medida que los hijos crecen, implicando de hecho lo más posible a todos sus miembros»[21].

Involucrarse como familia en la transformación de la realidad social, buscando condiciones cada vez más justas para los hombres, comenzando por los rostros concretos de quienes forman parte de su entorno inmediato, no debería ser la excepción, sino la norma en las familias cristianas. Los padres deben recordar que si los hijos no son formados en la justicia, el desprendimiento y la solidaridad en el contexto de la familia, difícilmente encontrarán un ámbito, en el futuro, donde adquieran estas virtudes indispensables para la transformación de la sociedad de acuerdo al Plan de Dios.

Por otro lado, la actual sociedad científico-tecnológica que parece desarrollarse en un sentido puramente material, avasallando las esperanzas en la dimensión trascendente del hombre exige de las familias, un testimonio de alegría, de esperanza fundamentada en el "esplendor de la verdad". La tarea de transformación social, por tanto, no es sólo material, es también -y con especial urgencia- espiritual.

Muchas cosas podrán decirse en torno al papel de la familia en otros ámbitos tan variados como -por ejemplo- el de la educación, el arte o la ecología. Aunque en todos ellos existen tareas específicas que merecen ser desarrolladas, puede aplicarse a ellas el mismo principio agustiniano que ilumina todos los campos del apostolado familiar: «ama y haz lo que quieras».

Contra toda esperanza

Aunque el contexto social y cultural plantea innumerables retos y entraña serios peligros para la familia, la Iglesia no es pesimista. Por el contrario: se alegra al constatar, con el Papa Juan Pablo II, que crece, especialmente entre los jóvenes, una nueva conciencia de respeto a la vida desde su concepción, y se difunden los movimientos pro-vida, al igual que diversas iniciativas apostólicas, dirigidas fundamentalmente por laicos, especializadas en el apostolado conyugal y familiar. Para la Iglesia, éstos y otros factores constituyen un signo de esperanza para el futuro de la familia y una feliz confirmación de que el caminar de la Iglesia, a pesar de las dificultades y amenazas, sigue siendo conducido por el Señor Jesús, que quiso hacerse Hijo en un familia humana, y sigue siendo animado por el Espíritu, Señor y dador de Vida.

Alberto Brazzini


1. Citado por el «National Catholic Register», 10/2/1994.

2. Dennis Prager, A risk for the West, en «Crisis», febrero de 1994.

3. Adriano Celentano, Contra la Madre Naturaleza, en «Proyección Mundial», abril de 1994.

4. Juan Pablo II, Carta a las Familias, 2/2/1994, 2. El subrayado es nuestro.

5. » Ver entrevista al cardenal Alfonso López Trujillo, en «Jesus», Milán, marzo de 1994.

6. Centesimus annus, 39. El subrayado es nuestro.

7. Allí mismo, 38.

8 Allí mismo, 39.

9. Conferencia Episcopal Peruana, La familia, corazón de la civilización del amor, Lima, 28/1/1994, n. 11.

10. Allí mismo, n. 15.

11. Juan Pablo II, Carta a las Familias, 2/2/1994, 17.

12. Ver Santo Domingo, Mensaje, 3.

13. Ver Sal 133,3.

14. Ver Hch 2,42-47.

15. Familiaris consortio, 64.

16. Ritual del matrimonio, consentimiento, n. 94 (ed. 1970).

17. Ver Gaudium et spes, 48.

18. AAS 22, 1930, 548, citada en Christifideles laici, 16.

19. Juan Pablo II, Carta a las Familias, 2/2/1994, 8.

20. Familiaris consortio, 71.

21. Allí mismo, 44.