III
EL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000.

Sin entrar en la exactitud del cálculo cronológico, hace dos mil años, siendo Augusto emperador de Roma, en Nazareth de Galilea fue concebido el Verbo de Dios en el seno de María (Lc 1, 26-38), una virgen inmaculada desde el primer momento de su concepción, que le dio a luz, nueve meses más tarde, en Belén de Judá (Lc 2, 1-7), y le puso por nombre Jesús (Lc 2, 31).

Treinta y tres años después, estando ya el mundo bajo el imperio de Tiberio, Jesús, "el ungido de Dios" o "Cristo", fue llevado a la muerte y a la muerte en cruz por el procurador romano Poncio Pilato (Mt 27, 26) en la Ciudad Santa de Jerusalén.

Pero, resucitado al tercer día de entre los muertos, se apareció a las mujeres (Mt 28, 9-10) y, más tarde, en Galilea, a los once Apóstoles. Sobrevenida la aparición, éstos le adoraron, y Jesús se les acercó y les dijo: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 18-20).

A partir de este momento comienza el anuncio de Cristo en la tierra. Los Apóstoles, conscientes de la misión recibida de Cristo de anunciarle a todos sin excepción y de estar siempre asistidos en esta misión universal por el propio Cristo y por el Espíritu Santo (cf RM 23), emprendieron la evangelización con gran ardor y se esparcieron por todas partes.

Como es sabido, la primera evangelización afectó especialmente a la región del Mar Mediterráneo. A lo largo del primer milenio, los misioneros, partiendo de Roma y de Constantinopla, llevaron el cristianismo, que es Cristo, al interior del continente europeo, penetrando también en Asia. Con el descubrimiento de América a finales del siglo XV, el Evangelio fue llevado a aquel vasto continente, al tiempo que iba siendo predicado en Africa, en Asia, en Australia y en las islas del Pacífico. Por último, el siglo XIX registró una gran actividad misionera en los pueblos de Africa (cf TMA 57).

Así las cosas, al cumplirse los 2000 años de cristianismo en el mundo, rara es la nación de la tierra que no haya conocido el anuncio, la celebración y la ley de Cristo. Pues, como el evangélico "grano de mostaza" (cf Mt 13, 31-32), la Iglesia de Cristo, que es su cuerpo, ha venido creciendo hasta llegar a ser un gran árbol, capaz de cubrir con sus ramas la humanidad entera (cf TMA 56).

Tal hecho constituye hoy, ciertamente, un motivo de alegría y de júbilo para la Iglesia, pues los frutos han sido muchos y sazonados. Así lo muestran, por ejemplo, la fe inquebrantable de tantos mártires; el celo evangelizador de los pastores y de los misioneros; las conversiones a Cristo de hombres y de pueblos; el triunfo del amor de Dios en una inmensa multitud de hombres y de mujeres; la inculturación del Evangelio llevada a cabo en la cultura y en las culturas del hombre; el notable progreso experimentado por la humanidad merced al anuncio del Evangelio; así como también la acción determinante de la Buena Nueva en el campo tan necesario de la humanización.

Sin embargo, no por ello canta la Iglesia victoria y se sienta satisfecha a descansar. Ella sabe que el anuncio del Evangelio no afecta existencialmente aún a todos los hombres de la tierra. Sabe también que la evangelización ha sido siempre realizada por hombres débiles y pecadores, muchos de los cuales escandalizaron más de una vez a los destinatarios del Evangelio, lo que constituyó un óbice para su conversión. Y es, finalmente, consciente de la dura resistencia que ofrece siempre el hombre pecador al anuncio de Cristo. Como bien dice San Juan: "La Palabra estaba en el mundo. El mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y éstos no la recibieron" (Jn 1, 10-11).

Fruto del pecado de unos y de otros, de los cristianos, portadores de la Luz, y de los destinatarios del Evangelio, han sido, por ejemplo, los dos cismas registrados en la historia de la Iglesia; el empecinamiento de muchos en permanecer en su pecado; las falsas interpretaciones de la fe, no pocas veces interesadas, y que tanto contribuyen al escándalo de creyentes y de no creyentes; la secularización creciente de la vida, fenómeno que comienza en la modernidad y que se extiende hasta nuestros días; los intentos conducentes a la secularización interna del cristianismo o a la reducción de éste a una religión más; la afirmación de la existencia legítima de muchos cristianismos igualmente verdaderos y dignos de credibilidad, lo que supone constituir la subjetividad en criterio determinante del ser del cristianismo; la aplicación del historicismo a la comprensión del cristianismo, que comporta, como es obvio, la reducción de éste al paradigma espiritual de un tiempo histórico determinado; la falta de consonancia entre fe en Cristo y amor a los hermanos, particularmente a los más débiles y necesitados; así como también el orgullo espiritual de no pocos cristianos que niegan la Iglesia en virtud de su fe en Cristo; la conversión del ateismo en un fenómeno de masas; y la preocupante aparición de nuevas formas de gnosis y de cosmolatría, como es el caso del "New Age".

Esto supuesto, sintiendo, por una parte, la alegría del don divino del Redentor y el gozo del camino hecho desde él hacia Dios, y, siendo muy consciente, por otra, de la necesidad de conversión a Dios y de obtener su perdón por la infidelidad de los hombres a Cristo, Señor del mundo y de la historia, la Iglesia se percibe urgida por el Espíritu, en las postrimerías del siglo XX, a convocar a los cristianos e invitar a los no cristianos y a todos los hombres de buena voluntad a la celebración de un jubileo, de un año de gracia del Señor, el Jubileo del año 2000.

1.- PRECEDENTES VETEROTESTAMENTARIOS DEL JUBILEO CRISTIANO.

Ya en sus orígenes, el jubileo era un tiempo dedicado especialmente a Dios (TMA 12). Durante su transcurso el hombre se detenía, hacía un alto en el camino; adoraba y alababa al Altísimo de un modo especial; celebraba su señorío sobre el tiempo y el mundo, sobre los hombres y sobre las cosas; reconocía y experimentaba la acción saludable de Dios sobre sí, sobre el tiempo y sobre el cosmos, ya acontecida en un tiempo pasado de salvación; previvía, de algún modo, la acción plenamente salvadora de Dios, llamada a cumplirse en los tiempos mesiánicos; y adquiría un renovado compromiso con la ley divina.

El Año Sabático.

Una forma menor de jubileo era el "año sabático", prescrito por "la Toráh" en los libros del Exodo (23, 10-12), del Levítico (25, 1-7) y del Deuteronomio (15, 1-11), y que tenía lugar cada siete años.

Su celebración comportaba el descanso para todos: para los hombres libres, los esclavos, los animales y las tierras: "Seis años sembrarás tu tierra y recogerás su fruto; al séptimo la dejarás descansar y en barbecho......Seis años harás tus trabajos, y al séptimo descansarás, para que reposen tu buey y tu asno, y tengan un respiro el hijo de tu sierva y el forastero" (Ex 23, 10-11; cf Lv 25, 1-5).

Israel era urgido de un modo singular a no contaminarse con los ídolos y a celebrar sólo el nombre del Dios verdadero: "No invocarás el nombre de otros dioses: que no se oiga siquiera en vuestra boca" (Ex 23,12).

En aquel año, nadie debía preocuparse de la comida ni de la bebida, pues, "aun estando en descanso, la tierra os alimentará a ti, a tu siervo, a tu sierva, a tu jornalero, a tu huésped. . . . Y la tierra servirá también con sus productos a tus ganados y a los animales de labor" (Lv 25, 6).

Finalmente, todos los hombres, de modo singular los más pobres y los esclavos, recibían una especial bendición de Dios, una bendición que alcanzaba incluso a los animales y a la tierra. En efecto, durante el año sabático los campos descansaban, los animales de labor conocían un respiro en su trabajo, los pobres y las bestias comían lo que producía espontáneamente la tierra (Ex 23, 10), los que tenían bienes quedaban obligados a compartirlos con los pobres, y eran condonadas las deudas (Dt 15, 1-11).

B)El Año Jubilar.

A diferencia del año sabático, el jubilar se celebraba cada cincuenta años. Como dice libro del Levítico, "contarás siete semanas de años, siete veces siete años ; de modo que el tiempo de las siete semanas de años vendrá a sumar cuarenta y nueve años. Entonces, el día 10 del mes séptimo, harás resonar clamor de trompetas; en el "Día de la expiación" haréis resonar el cuerno por toda vuestra tierra. Declararéis santo el año cincuenta . . . . ,que será para vosotros un jubileo" (Lv 25, 8-10).

En realidad, el año jubilar constituía una ampliación de las prácticas del sabático, prácticas ampliadas que debían celebrarse, además, con mayor solemnidad (TMA 12).

Característica peculiar del jubileo era el reconocimiento explícito del señorío absoluto de Dios sobre el mundo y el hombre. "La tierra es mía, y en lo mío sois para mí como forasteros y huéspedes" (Lv 25, 23).

La consecuencia social de esta afirmación de la soberanía de Dios se manifestaba en la prescripción levítica para el tiempo del jubileo de devolver a su dueño la propiedad que se le había adquirido y de manumitir a los esclavos: "Declararéis santo el año cincuenta, y proclamaréis en la tierra liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo. Cada uno recobrará su propiedad y cada cual regresará a su familia" (Lv 25, 10; cf TMA 12).

Es cierto que los preceptos del año jubilar y del sabático no pasaron de ser una expectativa ideal, constituyendo de hecho más una esperanza que una realización histórica concreta (TMA 13). Pero también es cierto que estas celebraciones jubilares pergeñan una cierta doctrina social que se desarrolló después más claramente a partir del Nuevo Testamento. Y constituyen, además, una especie de "prophetia futuri" o preanuncio de la verdadera liberación que habría de inaugurarse con el Mesías venidero (TMA 13).

En efecto, Cristo, el Mesías al que apuntan los jubileos veterotestamentarios y la profecía de Isaías (61, 1-9), es el verdadero año de gracia otorgado por Dios a los hombres. Así queda patente cuando Jesús, consciente de ser él mismo en persona el cumplimiento de la profecía de Isaías, exclama en la sinagoga de Nazareth, tras haber hecho la lectura del texto mesiánico del Profeta: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar la Buena Nueva a los pobres, para proclamar la liberación a los cautivos y a los ciegos la vista, para dar la libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor" (Lc 4, 18-19).

2.- EL JUBILEO CRISTIANO Y EL JUBILEO DEL AÑO 2000. LOS FINES DEL PROXIMO ACONTECIMIENTO JUBILAR.

Por la bula "Antiquorum habet" de 22 de febrero del año 1300, el Papa Bonifacio VIII, acogiendo los deseos de todo el pueblo romano, inauguró solemnemente el primer Jubileo de la era cristiana. Recuperando una antigua tradición que otorgaba "abundantes perdones e indulgencias de los pecados" a cuantos visitaban en Roma la Basilica de San Pedro, tradición que se remonta a los Sumos Pontífices Alejandro II (a. 1063) y Urbano II (a. 1095), Bonifacio VIII quiso conceder en aquella ocasión "una indulgencia de todos los pecados, no sólo más abundante, sino más plena". A partir de entonces, la Iglesia ha celebrado siempre el Jubileo como una etapa significativa de su camino hacia la plenitud en Cristo (IM 5).

Ciertamente, en la celebración de los Años Santos no han faltado abusos e incomprensiones. Sin embargo, los testimonios de fe auténtica, de conversión sincera, seguida del perdón, y de caridad consumada han sido infinitamente superiores. Un ejemplo lo constituye la figura de San Felipe Neri, quien, con ocasión del Jubileo de 1550, inició la "Caridad romana" como signo tangible de acogida a los peregrinos (IM 5).

En la vida de la Iglesia, junto a los jubileos ordinarios, que han venido celebrando hasta ahora el misterio de la Encarnación y que se caracterizan por su universalidad y por su cadencia regular (el cumplimiento de los cien, los cincuenta o los veinticinco años), se encuentran también los que conmemoran la obra de la Redención, esto es, el Misterio pascual de Cristo, que constituye la cima de la Encarnación. Un ejemplo lo tenemos en el Jubileo de 1983, convocado por el Papa Juan-Pablo II para celebrar los 1950 años de la Redención (IM 6; TMA 14).

Pues, bien, teniendo fresca todavía la memoria del último Jubileo ordinario de 1975, convocado por el Papa Pablo VI para conmemorar los 1975 años de la Encarnación, el Jubileo ordinario del año 2000 celebra el bimilenario del nacimiento de Jesucristo.

Este gran año de gracia del Señor, en el que Dios vendrá de un modo especial a nuestro encuentro, fue anunciado solemnemente por el Papa Juan-Pablo II el 10 de noviembre de 1994 con su Carta Apostólica "Tertio millenio adveniente", escrita para exhortarnos a la preparación del acontecimiento jubilar. Y, el 29 de noviembre de 1998, primer Domingo de Adviento, por la bula "Incarnationis mysterium", el mismo Sumo Pontifice hizo la convocación solemne del Gran Jubileo en el curso de una concelebración eucarística que tuvo lugar en la Basílica de San Pedro.

La ceremonia comenzó en el atrio de la Basílica, ante la Puerta Santa. Allí el Papa entregó la Bula a los responsables de las Basílicas Patriarcales de San Pedro, San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Pablo Extramuros, así como a los Protonotarios Apostólicos, para que se leyera en cada una de ellas.

En lo que se refiere al contenido, el Jubileo del año 2000 será, por así decir, igual a cualquier otro Año Santo. Pero, al mismo tiempo, diverso y más importante que los anteriores (TMA 16). Pues los dos mil años del nacimiento de Cristo representan un jubileo extraordinariamente grande no sólo para los cristianos, sino indirectamente para toda la humanidad, dada la significación primordial que el cristianismo ha venido teniendo en el mundo en estos dos milenios (TMA 15).

En lo que respecta al espacio celebrativo, el Jubileo del año 2000, siguiendo la novísima tradición inaugurada por Pablo VI en el último jubileo ordinario de 1975, tendrá lugar no sólo "in Urbe", sino también "in Orbe", es decir, en todas las Iglesias particulares diseminadas por el mundo. No obstante, adquieren especial relieve dos centros: por una parte, Roma, la Ciudad en donde la Providencia tuvo a bien establecer la sede del Sucesor de Pedro; y, por otra, Tierra Santa, la tierra bendita en la que el Hijo de Dios nació como hombre, tomando carne de una virgen inmaculada llamada María (cf Lc 1, 27), la tierra en la que Dios se reveló plenamente a la humanidad, la Tierra prometida que ha marcado la historia del pueblo judío y que es venerada también por los seguidores del Islam (IM 2).

Y, respecto de los fines perseguidos por el Año Santo, pueden éstos sintetizarse en cuatro:

A)El don de la conversión y del perdón.

Constituye el primero la conversión a Dios, la vuelta al Padre. Los Años Santos - dice el Papa - son "una conmemoración en la que se escucha con mayor intensidad la llamada de Jesús a la conversión" (IM 5). El tiempo jubilar nos introduce en el recio lenguaje que usa la pedagogía divina de la salvación para impulsar al hombre a la conversión y a la penitencia, principio y camino de su rehabilitación y condición necesaria para recobrar lo que con sus solas fuerzas no podría alcanzar: la amistad de Dios, su gracia y la vida sobrenatural, la única en la que pueden resolverse las aspiraciones más profundas del corazón humano (IM 2). El Año Santo supondrá, por tanto, un tiempo de perdón de los pecados, un tiempo para la reconciliación de los enemigos, un tiempo, en fin, de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental (TMA 14).

B) El don de la Eucaristía.

Pero el proceso de la conversión a Dios, que comienza con la práctica de la verdadera penitencia (penitencia como virtud y penitencia sacramental), no llega a su fin sino en la participación digna en la Eucaristía, que es el memorial de la pasión, muerte y resurrección del Señor, y, por ende, la fuente y la cima de toda vida cristiana.

En efecto, como proclama la Iglesia por la voz del Concilio, la Eucaristía es sacramento de piedad (en ella somos hechos capaces de rendir un culto verdadero y grato a Dios), signo de unidad (en ella se hace posible que el hombre alcance la verdadera comunión con Dios, consigo mismo y con sus semejantes), vínculo de caridad (en ella se nos comunica el amor de Dios, que nos hace poder amarle a El y a nuestros prójimos con el mismo amor con que El ama) y banquete pascual, en el que se recibe a Cristo, el pan vivo bajado del Cielo; el alma se llena de gracia, la "gratia gratum faciens" o "gracia santificante", que nos hace santos como lo es Dios; y se nos da una primicia de la gloria venidera, lo que supone pregustar ya aquí, de algún modo, la visión de Dios cara a cara y la liturgia de los bienaventurados en el Cielo (SC 47).

Por consiguiente, la Eucaristía adquirirá una gran relevancia en el Jubileo, lo que se pondrá de manifiesto con la celebración en Roma del Congreso eucarístico internacional (TMA 55).

El año 2000 será, pues, "un año intensamente eucarístico" (TMA 55).

C) El don de la glorificación de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Ahora bien, tras haber obtenido por la penitencia el don divino del perdón y haber logrado con la Eucaristía la comunión con Dios y la participación real en su misma vida, podremos alcanzar el fin máximo del Jubileo, que es "la glorificación de la Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se dirige en el mundo y en la historia" (TMA 55).

Esta glorificación presenta dos vertientes. Es, por una parte, el himno de acción de gracias a la Trinidad por el don de la Encarnación del Hijo (IM 4); y es, por otra, un canto de alabanza único e ininterrumpido a la Trinidad, Dios Altísimo (IM 3).

En cuanto acción de gracias a Dios por el don del Redentor, el año jubilar hace que nuestra oración reconozca el bien ya recibido (el don del Hijo venido en carne) y se abra a la petición del don todavía futuro (el don de la segunda venida del Hijo). Y, en cuanto himno de alabanza único e ininterrumpido al Dios Altísimo, el año jubilar anticipa en el hoy histórico de la humanidad la experiencia de la oración que se celebra en la Jerusalén celestial, todavía futura para nosotros, pero que, en Cristo, se nos ha dado poder previvir y pregustar.

No en otra cosa consiste la esencia más honda de la oración cristiana.

D) El don del amor al prójimo.

El cuarto objetivo del Año Santo presupone haber alcanzado los anteriores, pues deriva de éstos.

En efecto, la conversión seguida del perdón conduce a la Eucaristía; ésta, dignamente recibida, produce el triunfo del amor de Dios en nosotros, un amor que nos lleva a la acción de gracias a Dios y a su alabanza, y, al mismo tiempo, a amar al prójimo, que es como el rostro visible de Dios en la tierra (cf Mt 25, 1- 46).

Ahora bien, el amor al prójimo, fruto del triunfo de la caridad divina en nosotros, supone la preocupación activa y militante por él, a fin de que también el prójimo sea alcanzado por el amor de Dios y obtenga así la plenitud.

Consecuentemente, el cuarto objetivo del Año Santo será el acontecimiento de una experiencia singular de amor al prójimo.

Esta experiencia se orienta, sobre todo, en tres direcciones.

El amor a los hermanos necesitados de pan.

La primera dirección se concreta en el acercamiento al pobre y al indigente, al que tiene hambre y sed, al transeúnte sin techo y al minusválido, al recluso y al parado, al anciano expulsado del hogar, a la viuda, al enfermo, al que es víctima de las nuevas formas de pobreza, como la drogadicción, el sida, la soledad, la angustia, la depresión, el alcoholismo, las migraciones (cf Mt 25, 1 y ss.).

Es lo que se desprende de la profecía mesiánica de Isaías, cuyo cumplimiento es Cristo: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a curar los corazones desgarrados; a pregonar un año de gracia del Señor, el día del desquite de nuestro Dios; para consolar a los que lloran, para darles diadema en vez de ceniza, aceite de gozo en vez de vestido de luto, alabanza en vez de espíritu angustiado" (Is 61, 1-3; cf IM 12).

b)El amor a los hermanos necesitados del Evangelio.

Pero la Iglesia es muy consciente de que ha de evitar la insinuación diabólica "dí que estas piedras se conviertan en panes" y de que ha de salir al paso de ella con la respuesta rotunda dada por su Señor y Maestro al Tentador: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4, 4).

Esto supuesto, nuestro amor al prójimo tendría pocos quilates si nos limitáramos a subvenir a sus necesidades materiales y psíquicas, y descuidáramos el núcleo más hondo de su persona, llamada intrínsecamente al encuentro con Dios en Cristo.

Consecuentemente, la preocupación pastoral por todos los hombres que todavía no creen en Cristo (missio ad Gentes), por los que ya creen en él, celebran sus misterios y viven la caridad (atención pastoral de la Iglesia) y por los que, habiendo creido y vivido según el Evangelio, han abandonado la casa paterna y han vuelto al paganismo (segunda evangelización ) (cf RM 34), debe ser una exigencia inalienable del amor al prójimo al que nos urge el Año Santo.

Nada ni nadie nos pueden eximir de la misión evangelizadora. Como exclama San Pablo, "Predicar el Evangelio no es para mí ningún timbre de gloria; es, más bien, un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no anunciara el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Pero, si lo hago forzado, es que se trata de una misión que se me ha confiado" (1 Co 9, 16-17).

Muchos son los escollos con que se encuentra hoy la Iglesia a la hora de cumplir su misión de evangelizar. El más grande es, sin duda, la falta de ardor apostólico y misionero, falta de ardor debida a la dificultad misma del anuncio del Evangelio y a la manipulación de la conciencia cristiana, muchas veces inficionada por presupuestos filosóficos y teológicos falsos, como la ausencia de la pasión por la verdad, característica del pensamiento postmoderno, y la afirmación teológica de la pluralidad de mediaciones objetivas para el acceso a Dios (RM 5, 10). Y a estas dificultades se suman la resistencia pecadora del mundo y de la carne, presente en nosotros, a la escucha y al anuncio de la Palabra, así como también el peso mismo del cristianismo, que deja tras de sí una historia de 2000 años.

Contra estas tentaciones advierte el Papa que el Evangelio conserva toda la fuerza y el vigor del principio para poder seguir iluminando a los hombres del siglo XXI; que todo hombre tiene derecho a recibir el anuncio de Jesucristo; que nadie puede salvarse sin la mediación objetiva del Verbo venido en carne y de su casta esposa, La Iglesia, en la que El está plenamente presente hasta el fin de los tiempos y desde la que hace resonar su voz de forma indefectible e infalible a todos los pueblos; que la comunidad cristiana es fermento y alma de la sociedad, la cual está llamada a renovarse en Cristo y a transformarse en familia de Dios (IM 2); y que el paso de los creyentes al

tercer milenio no se resiente en absoluto del cansancio que el peso de dos mil años de historia podría llevar consigo (IM 2).

c) El amor a los hermanos de otras confesiones cristianas, necesitados de Comunión.

Finalmente, el amor al prójimo en el Año Santo deberá manifestarse en una búsqueda especialmente intensa de la unión de los cristianos. Pues la Iglesia, que tiene conciencia de ser "en Cristo como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la unión íntima (de los hombres) con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1), vive la separación con el desgarro interior de saber que muchos de sus hijos abandonaron un día el hogar y que, aun encontrándose más o menos en las cercanías, viven sin el calor saludable de la casa. Es, en el fondo, el amor de la madre, que se siente unida al hijo que se ha marchado airado, tal vez no sin culpa también de sus hermanos, y que sale a su encuentro para dialogar con él y para invitarle a entrar de nuevo.

Bien conoce la Iglesia que a la comunión católica pertenecen o se ordenan todos los hombres, llamados a convertirse en la gran familia de Dios.

La Iglesia se percibe unida, en primer lugar, "con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la comunión bajo el Sucesor de Pedro. Pues hay muchos que honran la Sagrada Escritura como norma de fe y vida, muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en Cristo, Hijo de Dios Salvador; están sellados con el bautismo, por el que se unen a Cristo, y, además, aceptan y reciben otros sacramentos en sus propias Iglesias o comunidades eclesiásticas. Muchos de entre ellos poseen el episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen, Madre de Dios. Añádase a esto la comunión de oraciones y otras bendiciones espirituales, e incluso cierta verdadera unión en el Espíritu Santo. Ya que Él ejerce en ellos su virtud santificadora con los dones y gracias y a algunos de entre ellos los fortaleció hasta la efusión de la sangre. De este modo, el Espíritu suscita en todos los discípulos de Cristo el

deseo y la actividad para que todos estén pacíficamente unidos, del modo determinado por Cristo, en una grey y bajo un único Pastor. Para conseguir esto, la Iglesia madre no cesa de orar, esperar y trabajar, y exhorta a sus hijos a la purificación y renovación, a fin de que la señal de Cristo resplandezca con mayor claridad sobre la faz de la Iglesia" (LG 15).

Y la Comunión Católica sale también al encuentro de los no cristianos, quienes, aun sin saberlo, están ordenados objetivamente a ella. En primer lugar, se orienta a la Iglesia "aquel pueblo que recibió los testamentos y las promesas y del que Cristo nació según la carne (cf Rm 9, 4-5). Por causa de los padres es un pueblo amadísimo en razón de la elección, pues Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación (cf Rm 11, 28-29). Pero el designio de salvación abarca también a los que reconocen al Creador, entre los cuales están, en primer lugar, los musulmanes, que, confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día postrero. Tampoco Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de Él la vida, la inspiración y todas las cosas (cf Hch 17, 25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf 1 Tm 2, 4). Pues quienes, ignorando sin culpa propia el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero en ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio y como otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida" (LG 16).

Esta ordenación de todos los hombres, cristianos de otras Confesiones y no cristianos, a pertenecer al mismo redil y a estar bajo el cayado del único Pastor tiene su origen en la voluntad del propio Cristo: "Tengo también otras ovejas que no son de este redil; también a éstas las tengo que traer, y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño y un solo pastor" (Jn 10, 16). Pero encuentra su justificación teológica última en la comunión íntima que se da en la inmanencia de las personas divinas, comunión llamada a reflejarse, a través de Cristo por el Espíritu, en la Iglesia visible y a constituir, después de realizada, un signo de credibilidad del Evangelio. Así lo expresa el Señor en su oración sacerdotal: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17-21). Pues ¿cómo va a creer el mundo si escucha de nuestros labios que Dios es uno; que las personas divinas, aun siendo distintas, están penetradas por la unidad, cuyo ceñidor es el amor; que la Iglesia, reflejo de la Trinidad, es una; y, sin embargo, constata con estupor que estamos divididos?.

Por eso, el Apóstol Pablo nos urge a todos a la comunión. Y a una comunión que pasa necesariamente por la confesión, la celebración y la vivencia comprometida de la misma fe. Pues la comunión de los espíritus al margen de la fe carece de fundamento sólido. La comunión exige siempre el contenido de la Revelación como factor objetivo desde el cual poder producirse. Los Magos de Oriente conocen la unidad de sus personas sólo tras haber adorado a Jesús en Belén y haber descubierto en él al Cristo, al Mesías esperado. Y los discípulos de Emaús llegan a ser un mismo corazón y una misma alma después de la "fracción del pan" celebrada por Jesús resucitado. Como dice el Apóstol, "un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la que habéis sido convocados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre, que está sobre todos, en favor de todos y en todos" (Ef 4, 4-6).

Ese cuerpo, que es obra del Padre, cuya cabeza es Cristo y que está inhabitado, merced al Espíritu, por las tres personas divinas, es la Iglesia.

Trabajar apostólicamente por la unión de los cristianos es, por tanto, una exigencia del amor al prójimo que habremos de vivir de un modo especial en el Año Santo que se acerca.

No se nos ocultan los graves obstáculos con que se encuentra esta unión. Se ofrecen, en primer lugar, los que vienen del discurso filosófico actual más en boga, tan dado al cultivo de la "diferencia" para evitar, según se dice, toda suerte de fundamentalismo, pero que desemboca muchas veces en el nihilismo. Tal vez es éste uno de los elementos que hacen débil la teología ecuménica de Hans Küng, quien se revuelve furiosamente contra la Iglesia, siguiendo el estilo de Eugen Drewermann, por impugnar ésta la legitimidad de la existencia de varias formas de cristianismo, igualmente válidas y relevantes en sí. Y, en segundo lugar, aparecen los obstáculos, más serios todavía, que brotan de haber conocido las confesiones no católicas formas de vida, cosmovisiones y dogmáticas de las que es muy difícil salir, pues están como entretejidas con el ser de quienes han nacido y han crecido en ellas.

A pesar de todo, nada está cerrado, nada está decidido para los que creen en el poder absoluto de Dios, en la fuerza inderrocable del Espíritu.

Por eso, el Papa invita a todos los cristianos a celebrar el Jubileo como una gran fiesta nupcial.

Acudamos a esta fiesta de bodas llevando con nosotros lo que ya nos une y poniendo la mirada sólo en Cristo, la cual nos hará crecer en la unidad, siempre fruto del Espíritu (IM 4).

En lo que se refiere a nosotros, los católicos, la exhortación del Papa a la unión con los hermanos de las otras confesiones cristianas debe llevarnos a una unión mayor entre nosotros mismos. Pues difícilmente podremos ser luz de comunión para ellos si en nosotros cunde todavía la tiniebla de la división.

3.- LA PREPARACIÓN DEL JUBILEO DEL AÑO 2000.

Como ocurre con toda gracia de Dios, quien otorga, junto con la gracia, la ayuda necesaria para recibirla, los jubileos son siempre dados y preparados por la Providencia divina (cf TMA 17).

En este sentido, ha sido Dios quien ha ido preparando a la Iglesia a lo largo de este siglo mediante intervenciones suyas en las vicisitudes humanas, con el fin de disponerla debidamente a la celebración del Gran Jubileo del año 2000.

El Santo Padre distingue en esta larga preparación dos etapas: la preparación próxima (TMA 17-28) y la preparación inmediata (TMA 29-54).

Preparación próxima.

Preludiado ya en sus contenidos por los pontificados y por no pocos movimientos eclesiales de la primera mitad de este siglo, "el Concilio Vaticano II constituye un acontecimiento providencial, gracias al cual la Iglesia ha iniciado la preparación próxima del Jubileo del segundo milenio" (TMA 18).

En efecto, centrado en el misterio de Cristo y de su Iglesia, y, al mismo tiempo, abierto al mundo, el Concilio, junto con el magisterio pontificio que lo ha venido explicitando, supuso una singular ayuda a la preparación de la "nueva primavera cristiana" que habrá de manifestarse en el año jubilar, si la merecemos (TMA 18). Pues el Concilio mostró con nuevo vigor a los hombres de hoy a Cristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29), el Redentor del hombre, el Señor de la historia. "En la Asamblea conciliar - prosigue el Papa - la Iglesia, queriendo ser plenamente fiel a su Maestro, se planteó su propia identidad, descubriendo la profundidad de su misterio de Cuerpo y Esposa de Cristo. Poniéndose en dócil escucha de la Palabra de Dios, confirmó la vocación universal a la santidad; dispuso la reforma de la liturgia, fuente y culmen de su vida; impulsó la renovación de muchos aspectos de su existencia tanto a nivel universal como a nivel de Iglesias locales; se empeñó en la promoción de las distintas vocaciones cristianas: la de los laicos y la de los religiosos, el ministerio de los diáconos, el de los sacerdotes y el de los obispos; redescubrió, en particular, la colegialidad episcopal, expresión privilegiada del servicio pastoral desempeñado por los Obispos en comunión con el Sucesor de Pedro. Sobre la base de esta profunda renovación, el Concilio se abrió a los cristianos de otras Confesiones, a los seguidores de otras religiones, a todos los hombres de nuestro tiempo. En ningún otro Concilio se habló con tanta claridad de la unidad de los cristianos, del diálogo con las religiones no cristianas, del significado específico de la Antigua Alianza y de Israel, de la dignidad de la conciencia personal, del principio de libertad religiosa, de las diversas tradiciones culturales dentro de las cuales la Iglesia lleva a cabo su mandato misionero, de los medios de comunicación social" (TMA 19).

Como claramente se ve, la riqueza de contenidos del Concilio y el tono nuevo de su presentación constituyen casi un anuncio de tiempos nuevos. Por eso, el Vaticano II inaugura la preparación del Jubileo. Podríamos decir que aquél es respecto de éste como el tiempo de Adviento es respecto de la Navidad (TMA 20).

También los Sínodos, tanto los generales, como los continentales, regionales, nacionales y diocesanos han contribuido a la preparación próxima del Jubileo. Su tema de fondo es por lo general la evangelización y, si apuramos mucho, la nueva evangelización (TMA 21). Ya en sí mismos, los Sínodos pueden ser considerados como parte integrante de la nueva evangelización, pues, como dice el Papa, "nacen de la visión conciliar de la Iglesia, abren un amplio espacio a la participación de los seglares, definiendo su específica responsabilidad en la Iglesia, y son expresión de la fuerza que Cristo ha dado a todo el Pueblo de Dios, haciéndolo partícipe de su propia misión mesiánica, profética, sacerdotal y regia" (TMA 21).

En tercer lugar, constituyen un hito en la preparación próxima del Jubileo el magisterio y los hechos de los Papas de este siglo. Queriendo iluminar con la luz de Cristo todas las realidades temporales, para sanarlas y renovarlas desde aquella luz, los Sumos Pontífices del siglo XX se han mantenido muy alerta a lo que el Espíritu dice a las Iglesias (cf Ap 2 y 3) y han venido adoptando una actitud profética y comprometida con las angustias y las alegrías humanas del momento en que cada uno de ellos vivió (TMA 22).

Y esta acción ha sido continuada de un modo singular en el pontificado actual, al que se debe, en lo que respecta al Jubileo, no sólo haber puesto de manifiesto la clave jubilar de la historia de la Iglesia en este siglo, sino también haber constituido el Jubileo del año 2000 en telón de fondo del ministerio apostólico del Sucesor de Pedro. El mismo Papa dice que la preparación del año 2000 constituye de algún modo una de las claves hermenéuticas de su pontificado (TMA 23). Que esto es así se verifica ya en su primera encíclica, en la que habla explícitamente del Gran Jubileo, invitándonos a vivir el período de espera como un nuevo adviento (RH 1).

Por último, la acción evangelizadora y comprometida con el momento histórico concreto llevada a cabo por los Papas de este siglo se ha visto acrecida y extendida a todo el mundo en los últimos pontificados (Juan XXIII, Pablo VI y Juan-Pablo II) con las peregrinaciones y los viajes apostólicos, hechos siempre con fines penitenciales y de toma de contacto directo con las poblaciones de los distintos continentes (TMA 24).

En la preparación del Año 2000 están teniendo también un papel importante las Iglesias particulares, que con sus jubileos celebran etapas altamente significativas de la historia de la salvación de los diversos pueblos (TMA 25).

Baste recordar el Milenio del bautismo de Rusia en 1988, el Quinto Centenario de la evangelización de América en 1992, el Milenio del bautismo de Polonia en 1966 y de Hungría en 1968, el Décimo-quinto Centenario del bautismo de Clodoveo, rey de los francos, en 1996 y el Décimo-cuarto Centenario del inicio de la evangelización del mundo anglosajón en 1997. Y no olvidemos los jubileos que están viviendo las Iglesias de Oriente. "Las múltiples celebraciones jubilares de estas Iglesias y de las Comunidades que en ellas reconocen el origen de su apostolicidad evocan el camino de Cristo en los siglos y contribuyen también al Gran Jubileo del segundo milenio" (TMA 25).

Por último, forman parte de la preparación próxima del Jubileo los Años Santos celebrados en el último período de este siglo, sobre todo el Año Santo de la Encarnación de 1975, el Año Santo de la Redención de 1983 y el Año Mariano de 1987-1988 (TMA 26), al que siguió, tal vez como obvia consecuencia, el Año de la Familia en 1994 (TMA 28).

Particular importancia reviste el Año Mariano. Vivido muy intensamente "in Urbe et Orbe", el Año Mariano evidenció, con la publicación de la encíclica "Redemptoris Mater", la enseñanza conciliar sobre la presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia: El Hijo de Dios se hizo hombre hace 2000 años por obra del Espíritu Santo y nació de la Inmaculada Virgen María (TMA 26).

El cúmulo de gracias obtenido entonces por María para nosotros, sus hijos, fue inmenso. ¿No cabría pensar que aquel Año de gracia pudo tener conexión con los grandes signos de los tiempos ocurridos poco después en el mundo? (TMA 27). ¿No dice el Profeta que una mujer no abandona nunca a su niño de pecho y que siempre se compadece del hijo de sus entrañas? (Is 49, 15).

Y, como ya hemos dicho, en estrecha relación con el Año Mariano se sitúa el Año de la familia de 1994, cuyo contenido está vinculado con el misterio de la Encarnación. Pues, por medio de una familia, la de Nazaret, el Hijo de Dios quiso entrar en la historia del hombre (TMA 28).

Dicho en síntesis, todos los acontecimientos de gracia que hemos contemplado, desde los pontificados de este siglo y el Concilio Vaticano II hasta los jubileos de las Iglesias particulares y los Años Santos, son como un solo río en el que muchos afluentes vierten sus aguas. En palabras del Papa, "el Año 2000 nos invita a encontrarnos con renovada fidelidad y profunda comunión en las orillas de este gran río: el río de la Revelación, del Cristianismo y de la Iglesia, que corre a través de la historia de la humanidad a partir de lo ocurrido en Nazaret y después en Belén hace 2000 años " (TMA 25). Es el río que, junto con sus afluentes, recrea la ciudad de Dios, santificando las moradas del Altísimo (Sal 45, 5).

Preparación inmediata.

Los contenidos de la preparación próxima que acabamos de exponer ofrecían ya en sí elementos muy buenos para la elaboración del programa concreto que habría de presidir la preparación inmediata del Año jubilar, preparación que se iba a extender a lo largo del sexenio 1994-99.

Sin embargo, consciente de las condiciones tan diversas en que viven las Iglesias particulares, el Papa quiso tener en cuenta, en la elaboración de tal programa, el parecer de los Presidentes de las Conferencias Episcopales y del Colegio Cardenalicio. Asimismo, escuchó muy atentamente las voces del Episcopado (TMA 29).

Como fruto de estas consultas, el período inmediatamente preparatorio a la celebración del Jubileo fue dividido en dos fases: la primera abarcaría el trienio 1994-1996; la segunda comprendía el trienio 1997-1999, que todavía no ha expirado (TMA 30).

Primera fase

Esta fase (1994-1996) presenta un carácter "antepreparatorio". Intenta sensibilizar a los fieles sobre temas generales (TMA 30) que sirvan para reavivar en el pueblo cristiano la conciencia del valor y del significado que el Jubileo del 2000 tiene en la historia humana (TMA 31). Dichos temas son aquellos que se refieren explícitamente a los aspectos más característicos del Jubileo (TMA 31).

Pues, bien, siendo un tiempo de gracia particular, un día bendecido por el Señor, el Jubileo tiene un carácter de alegría. Por tanto, exige que nos preparemos para la gran plegaria de alabanza y de acción de gracias a Dios por el don de la Encarnación del Hijo y de la Redención, por el don divino de la Iglesia, signo eficaz de la comunión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí, y por los frutos de santidad madurados en la vida de tantos varones y mujeres a lo largo de estos dos mil años de cristianismo (TMA 32).

Y, puesto que la alegría de un jubileo es también y sobre todo el gozo vivido por el perdón de los pecados, hay que poner de nuevo en primer plano el tema de la penitencia y de la reconciliación, que fue el objeto del Sínodo de los Obispos de 1984 y que precipitó en la Exhortación Apostólica postsinodal "Reconciliatio et paenitentia" (TMA 32).

Consecuentemente, la Iglesia considera como una exigencia inalienable de su preparación inmediata a celebrar el Jubileo asumir con una conciencia más viva el pecado de sus hijos y exhortar a éstos a purificarse por medio del arrepentimiento de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes que han constituido formas de antitestimonio y de escándalo (TMA 33).

Entre los pecados que exigen un mayor compromiso de penitencia y de conversión se encuentran aquellos que han dañado la unidad querida por Dios para su Pueblo (TMA 34). Pues esta unidad ha venido conociendo dolorosas laceraciones que contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son un escándalo para el mundo (TMA 34).

Por tanto, en la fase primera de la preparación inmediata a la celebración del Jubileo la Iglesia siente el deber de dirigirse con una súplica más viva al Espíritu Santo para implorar de Él la gracia de la unidad de los cristianos (TMA 34). Y, aun sabiendo que la unidad es, en definitiva, un don del Espíritu Santo, la Iglesia nos anima a todos a un hondo examen de conciencia y a tomar las oportunas iniciativas ecuménicas, con el fin de que nos podamos presentar ante el Gran Jubileo, si no del todo unidos, por lo menos sí mucho más próximos a superar las divisiones del segundo milenio (TMA 34). Esta primacía de la oración y de las iniciativas ecuménicas en favor de la unidad no implica, como es obvio, caer en ligerezas y reticencias a la hora de dar testimonio de la verdad, ni dejar de proseguir el diálogo doctrinal (TMA 34).

Otro punto sobre el que hemos de volver con ánimo abierto al arrepentimiento lo constituye el haber prestado anuencia en el pasado a métodos de intolerancia e incluso de violencia en nuestro servicio a la verdad (TMA 35).

Es cierto que, bajo el influjo de determinados condicionamientos culturales del momento, muchos pudieron creer de buena fe que un testimonio auténtico de la verdad comportaba la extinción de otras opiniones o, por lo menos, su marginación (TMA 35).

Pero la consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado, testigo insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre (TMA 35). Pues la verdad - dice el Concilio Vaticano II - "no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas" (DH 1).

En tercer lugar, los cristianos, ya a la puerta del nuevo milenio, habremos de ponernos humildemente ante el Señor para interrogarnos sobre las responsabilidades que nos atañen en relación con los males de nuestro tiempo (TMA 36).

Hasta el espíritu menos despierto constata hoy la indiferencia religiosa que nos rodea, esa indiferencia que lleva a muchos hombres a vivir como si Dios no existiera o a conformarse con una religión vaga, incapaz de enfrentarse con el problema de la verdad y con el deber de la coherencia. Y a esto hay que añadir la pérdida tan extendida del sentido trascendente de la existencia humana, que comporta el extravío en el campo ético, incluso en los valores fundamentales de la familia (TMA 36).

Ante este hecho, los cristianos necesariamente habremos de formularnos dos preguntas: ¿no estamos también nosotros afectados por la atmósfera de secularismo y de relativismo ético?; ¿no tenemos también nosotros parte de responsabilidad en esta ausencia de religión del momento presente, por no haber manifestado el genuino rostro de Dios a causa de las deficiencias de nuestra vida religiosa, moral y social? (TMA 36).

Es, sin duda, innegable que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de incertidumbre que afecta no sólo a la vida moral, sino también a la oración y a la misma rectitud teologal de la fe. Pues la misma fe se muestra a veces desorientada por posiciones teológicas erróneas, que se esparcen también por la crisis de obediencia al Magisterio de la Iglesia (TMA 36).

Finalmente, en lo que se refiere al testimonio de la Iglesia en nuestro tiempo, por fuerza hay que lamentar la falta de discernimiento de no pocos cristianos ante la violación de derechos fundamentales del hombre por parte de regímenes totalitarios, así como también la corresponsabilidad de tantos cristianos en graves formas de injusticia y de marginación social (TMA 36). Ante esta situación, habremos de preguntarnos: ¿conocemos a fondo y practicamos coherentemente las directrices de la doctrina social de la Iglesia?.

En cuarto lugar, nuestro examen de conciencia deberá centrarse en la recepción del Concilio Vaticano II, ese gran don del Espíritu a la Iglesia en nuestros días (TMA 36).

Porque, si queremos ser sinceros, la Palabra de Dios no ha llegado todavía a ser plenamente el alma de la teología y la inspiradora de toda la existencia humana, como pedía la Constitución Dogmática "Dei Verbum". Por otra parte, ¿se vive acaso la liturgia como fuente y cima de la vida de la Iglesia, tal como proponía la Constitución Dogmática "Sacrosanctum Concilium"?. Todavía no está consolidada la eclesiología de comunión, que no significa admitir como teológicamente legítimos el democraticismo y el sociologismo en la Iglesia, sino ser todos como un solo corazón y como una sola alma en Cristo, pero dando espacio a los carismas, a los ministerios, a las varias formas de participación del Pueblo de Dios (TMA 36). Pues las distintas manifestaciones del Espíritu nos son dadas por él para provecho común (1 Co 12, 7), para la construcción del Cuerpo. Y, en lo que se refiere a las relaciones entre la Iglesia y el mundo, el diálogo abierto, respetuoso y cordial propugnado por el Concilio todavía no va siempre acompañado por un discernimiento sólido y por un testimonio valiente de la verdad (TMA 36).

Ahora bien, como acabamos de ver, el Jubileo es ciertamente acción de gracias a Dios por el don de Jesucristo y de la Iglesia, y acción de gracias a Dios por el don que nos ofrece de la conversión, del arrepentimiento y del perdón. Pero es también una liturgia de alabanza a Dios por el don que ha hecho y sigue haciendo a la Iglesia del triunfo del amor de Cristo en los mártires y en los santos.

Por eso, corresponde a la primera fase de la preparación inmediata al Jubileo volver la mirada a los mártires y a los santos, los cuales, habiendo seguido perfectamente a Cristo, nos animan a entrar en el camino de la santidad, proclaman con sus vidas que la santidad no es una utopía inalcanzable y contribuyen poderosamente al crecimiento de la Iglesia. Como dice el Papa, "los hechos históricos ligados a la figura de Constantino el Grande nunca habrían podido garantizar un desarrollo de la Iglesia como el que se dio en el primer milenio, si no hubiera sido por aquella siembra de mártires y por aquel patrimonio de santidad que caracterizaron a las primeras generaciones cristianas" (TMA 37).

Así, pues, constituye una exigencia insoslayable de nuestra preparación al Jubileo hacer todo lo posible en las Iglesias locales por no perder la memoria de quienes sufrieron el martirio, recogiendo para este fin la documentación necesaria (TMA 37). Y será tarea de la Santa Sede actualizar los martirologios de la Iglesia Universal, prestando gran atención a los santos de nuestro tiempo, particularmente a los que han realizado su vocación cristiana en el Matrimonio, con el fin de proponerlos a toda la Iglesia como modelo y estímulo para los otros esposos cristianos (TMA 37).

Dicho en síntesis, "el mayor homenaje que todas las Iglesias tributarán a Cristo en el umbral del tercer milenio será la demostración de la omnipotente presencia del Redentor, mediante frutos de fe, de esperanza y caridad, en hombres y mujeres de tantas lenguas y razas, que han seguido a Cristo en las distintas formas de la vocación cristiana" (TMA 37).

Finalmente, puesto que el Jubileo implica también la acción de gracias a Dios por el don del Evangelio a todos los hombres, la Iglesia consideró oportuno, con motivo de la preparación para el acontecimiento jubilar, plantearse el tema de la celebración de Sínodos de carácter continental, en la línea de los ya celebrados para Europa y Africa (TMA 38).

Surge así la idea de un Sínodo panamericano sobre la problemática de la nueva evangelización en las dos partes del mismo continente y sobre las relaciones económicas internacionales, habida cuenta sobre todo de la enorme desigualdad entre Norte y Sur (TMA 38). Brota también la idea de celebrar un Sínodo para Asia, en donde está muy acentuado el problema del encuentro del cristianismo con las antiguas culturas y religiones locales. Ciertamente, es éste un gran desafío para la evangelización, dado que sistemas religiosos como el budismo o el hinduismo se presentan con un carácter soteriológico (TMA 38). Y, por último, aflora como muy plausible la idea de celebrar un Sínodo regional para Oceanía, en donde no se debe descuidar el encuentro del cristianismo con aquellas antiquísimas formas de religiosidad, caracterizadas muy significativamente por una orientación monoteísta (TMA 38).

Segunda fase.

La segunda fase de la preparación inmediata a la celebración del Jubileo comprende el trienio 1997-1999.

Esta fase, la propiamente preparatoria y ya a punto de expirar, está centrada en Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Por tanto, la estructura ideal para su celebración debe ser teológica, es decir, trinitaria (TMA 39), pues en el misterio del Verbo hecho carne interviene toda la Trinidad.

Siguiendo esta estructura, el año de 1997 se consagra a la reflexión y celebración del misterio de Jesucristo; el año de 1998, a la contemplación comprometida del misterio del Espíritu Santo; y el año de 1999, que es en el que todavía nos encontramos, a la meditación y vivencia del misterio del Padre.

Esta estructuración de la celebración de la Trinidad obedece a la forma como la "Trinidad inmanente" o "Trinidad en sí" se nos ha manifestado a los hombres ("Trinidad económica"). Pues en la Trinidad económica o Trinidad "quoad nos", el primero es siempre el Hijo encarnado: él nos ha desvelado el misterio de Dios; por él fuimos creados, redimidos y salvados; y por él caminamos hacia el Padre. El segundo es el Espíritu Santo, pues por él fue concebido el Verbo en la fe y en el seno de María; en él, en el Espíritu, descubrimos en Jesús al Cristo; y por él está presente Cristo en la Iglesia y en el mundo hasta el fin de los siglos. Y el tercero es el Padre, pues él envió al Hijo al mundo y hacia él retorna éste, tras haber sido redimido y salvado por Cristo en el Espíritu.

ba) El Año de Jesucristo

El tema central de este año es "Jesucristo, único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8).

El objetivo perseguido por la Iglesia es conducirnos a la profundización en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y de su nacimiento en el seno inmaculado y virginal de María, así como también llevarnos al descubrimiento de Jesucristo como evangelizador y Salvador, como el gran año de gracia otorgado por Dios a los hombres (cf. Lc 4, 19; TMA 40).

Para el conocimiento de la verdadera identidad de Jesucristo, se nos exhorta a volver con renovado interés a la Sagrada Escritura, (TMA 40), en la que se adquiere la ciencia suprema de Jesucristo (Flp 3, 8), y a la Tradición, particularmente al Magisterio de la Iglesia, una de cuyas formas cardinales es la catequesis en su acepción originaria de "enseñanza de los Apóstoles" (Hch 2, 42) sobre la persona de Jesucristo y su misterio de salvación (TMA 42). Desde estas dos instancias objetivas hay que formar "las conciencias de los fieles sobre las confusiones relativas a la persona de Cristo" (TMA 42).

La virtud teologal que cobra este año especial relieve es la fe, pues ésta constituye el comienzo y la raíz de la respuesta del hombre a Jesucristo (TMA 40).

Ahora bien, la respuesta a Jesucristo comienza ciertamente por la fe, pero sigue con la recepción del bautismo. Por eso, el sacramento que adquiere singular importancia en este año es el bautismo, pues por medio de él somos revestidos de Cristo y obtenemos la comunión con todos los cristianos, incluso con los no católicos (TMA 41).

La insistencia de este año en la centralidad de Cristo, de la Palabra de Dios, de la fe y del bautismo constituye una ocasión muy propicia para que los católicos y los cristianos de las otras confesiones dirijamos juntos la mirada a Cristo, único Señor, con la intención de llegar a ser en El una sola cosa, según su oración al Padre (TMA 41).

Finalmente, la Inmaculada Virgen María es contemplada este año desde el misterio de su Maternidad divina, y es propuesta a todos los cristianos como modelo de fe (TMA 43), pues ella recibió por la fe al Verbo y, también por la fe, siguió a su Hijo, el Verbo hecho carne en sus entrañas, hasta el pie de la cruz.

bb) El Año del Espíritu Santo.

El tema central de este año es el Espíritu Santo y su presencia santificadora en la comunidad de los discípulos de Cristo (TMA 44).

En el orden de la creación, el Espíritu Santo es el don increado, la fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios. Y, en el orden de la gracia, el Espíritu Santo es el principio directo y, de algún modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios. Por eso, el Espíritu Santo es la persona de la Santísima Trinidad que cubre con su sombra a la Virgen y alumbra en su seno al Verbo (Lc 1, 35). Es en el Espíritu en quien Dios se autocomunica a María. Consecuentemente, el Jubileo, que conmemora la Encarnación del Hijo de Dios, tiene una dimensión intrínsecamente pneumatológica (TMA 44). Sin la acción del Espíritu en la Virgen, no habría venido Cristo al mundo, y el Jubileo carecería de objeto, no teniendo nada que celebrar.

Más todavía: según el principio de que, en el orden de la gracia, el Espíritu Santo es el sujeto de la autocomunicación de Dios, lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede surgir ahora de la memoria de la Iglesia (cf DV 51; TMA 44). Dicho de otro modo, el mismo Espíritu Santo que alumbró al Verbo en María el día de la Anunciación, es quien lo actualiza ahora en la conciencia de la Iglesia, lo que constituye una segunda conexión del Espíritu Santo con el Jubileo del año 2000. En efecto, sin la acción del Espíritu en la Iglesia, el objeto de la celebración jubilar, que es Cristo, no se haría presente en nosotros hoy, y el Jubileo se tornaría simple memoria de un pasado que en modo alguno gravita sobre el presente y el futuro.

Finalmente, siguiendo el antedicho principio de la autocomunicación de Dios en el Espíritu, la Tercera Persona de la Trinidad actualiza en la Iglesia, en todo tiempo y espacio, la única Revelación traída por Cristo a los hombres, haciéndola viva y eficaz en el alma de cada uno (TMA 44). Como dice San Juan, "el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14, 26).

El Espíritu Santo está, además, en la base de la preparación de la Iglesia a celebrar el bimilenario de la Encarnación y del nacimiento del Señor (TMA 44). Sin la acción del Espíritu, la Iglesia no podría disponerse debidamente para salir al encuentro de su Esposo, Cristo, pues le sería imposible creer en él, conocer su Revelación y convertirse a él, así como también hacerle presente.

Esto supuesto, fácilmente se entiende que uno de los objetivos primarios de la preparación del Jubileo sea el reconocimiento de la presencia y de la acción del Espíritu Santo no sólo en el acto de la Encarnación del Verbo, sino también en la Iglesia y en las almas de todos los cristianos y de todos los hombres (TMA 45).

En efecto, el Espíritu Santo está presente y actúa en la Iglesia por su acción en los sacramentos, sobre todo en el sacramento de la Confirmación (TMA 45), a través del cual se infunde con mayor plenitud en el corazón de los bautizados para que éstos lleguen a la madurez en Cristo. De ahí que el sacramento de iniciación en el que hubo que insistir de un modo especial el año pasado fuera la Confirmación.

El Espíritu es también el que otorga los ministerios según las necesidades de la Iglesia, el que da los diversos dones espirituales y carismas, y el que concede el don de la unidad al Cuerpo de Cristo (cf 1 Co 12, 1-11). Por eso, la reflexión de los fieles en el segundo año de preparación hubo de centrarse, de modo particular, en la preocupación por la unidad dentro de la Iglesia, unidad a la que tienden los distintos dones y carismas suscitados en ella por el Espíritu (TMA 45 y47).

Asimismo, el Espíritu es el agente principal de la evangelización y, por tanto, el agente de la nueva evangelización. De ahí la importancia de descubrir al Espíritu como Aquel que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y en el interior de los hombres, y prepara su plena manifestación en Jesucristo al final de los tiempos (TMA 45). No en vano la virtud teologal en la que más hicimos hincapié en 1998, fue la esperanza (TMA 46). Los cristianos estamos llamados a prepararnos al Gran Jubileo del inicio del tercer milenio renovando nuestra esperanza en la venida definitiva del Reino de Dios (TMA 46) y contribuyendo con todas nuestras fuerzas a la renovación de esta esperanza en los corazones de los demás (TMA 46).

Finalmente, La Inmaculada Virgen María Madre de Dios es contemplada e imitada a lo largo de 1998 como la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza, que supo acoger como Abraham la voluntad de Dios esperando contra toda esperanza (Rm 4, 18; TMA 48).

bc) El Año del Padre.

El objetivo principal de este último año de preparación al Jubileo consiste en ampliar cada vez más el horizonte de los creyentes con el fin de que nos acerquemos, en la medida de lo posible, al gran horizonte de Cristo, que es "la visión del Padre" (cf Mt 5, 45; TMA 49).

De este modo, toda la vida cristiana debe ser entendida como una gran peregrinación hacia la casa del Padre. Esta peregrinación afecta, en primer lugar, a la comunidad creyente, a la Iglesia, pero aspira abrazar a toda la humanidad (TMA 50).

El hecho de sentirnos en marcha hacia el Padre, que es la experiencia de fe, propia del año que estamos viviendo, nos debe llevar a todos, por medio de Cristo en el Espíritu, a entrar, como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32), en el camino de una auténtica conversión de nuestras vidas a Dios. Esta conversión, que presenta un aspecto negativo de liberación del pecado y un aspecto positivo de elección del bien objetivo, señalado por la ley natural y corroborado y ampliado por el Evangelio, pasa por el redescubrimiento y la celebración del sacramento de la Penitencia (TMA 50), signo eficaz de la misericordia y del perdón de Dios. El sacramento del perdón nos abre las puertas a la participación en el amor de Dios y, por tanto, a la posibilidad de amarle a él y al prójimo con el verdadero amor, con el amor de caridad, fuente y cima de todo amor digno de este nombre. Por eso, en este año de 1999 resaltamos de forma singular la virtud teologal de la caridad. Y el sacramento que aparece en primer plano es la penitencia.

Pues, bien, la actuación de la caridad en nuestras vidas nos debe inducir a subrayar la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los marginados, sobre todo en un mundo como el nuestro, marcado por conflictos y por intolerables desigualdades sociales y económicas. Haciéndonos voz de todos los pobres del mundo, los cristianos debemos abogar en este año de 1999 por una notable reducción de la deuda internacional, que pesa demasiado sobre el destino de muchos pueblos. Debemos, asimismo, hacernos eco de la dificultad que presenta el diálogo entre las diversas culturas y tomar parte activa en los problemas relacionados con el respeto de los derechos de la mujer y con la promoción de la familia y del matrimonio (TMA 51).

La experiencia del amor al prójimo nos debe llevar también, en este año de preparación inmediata al Jubileo, a dos compromisos ineludibles: la confrontación con el secularismo y el diálogo con las grandes religiones (TMA 52).

La confrontación con el secularismo nos hace abordar el problema de la crisis de civilización que se ha ido manifestando sobre todo en el Occidente tecnológicamente más desarrollado, pero interiormente empobrecido por el olvido y la marginación de Dios (TMA 52). La salida de esta crisis no puede ser otra que "la civilización del amor", fruto del advenimiento de los auténticos valores humanos plenamente iluminados y realizados en Cristo (TMA 52).

Y, en lo que se refiere al diálogo interreligioso, deberá éste realizarse con un espíritu generoso y abierto a la captación de las "semina Verbi" existentes en los grandes sistemas religiosos de la humanidad, particularmente en los monoteismos judío y musulmán (TMA 53). Pero, siguiendo las directrices de la Declaración conciliar "Nostra aetate", se deberá poner un especial cuidado en no provocar peligrosos malentendidos y en vigilar el riesgo de sincretismo y de un fácil y engañoso irenismo (TMA 53).

Finalmente, la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, abogada e intercesora de todos los hombres, se nos ofrece este año a la contemplación de los cristianos como ejemplo perfecto de amor a Dios y a todos los hijos de la tierra, hechos hijos suyos en el Hijo de sus entrañas, Jesucristo (TMA 54). Su voz de madre solícita se percibe este año como afectuosa e insistente invitación a que volvamos, guiados por Cristo, a la casa del Padre: "Haced lo que él os diga" (Jn 2, 5).

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