VERDAD
SaMun
 

A) Naturaleza de la verdad.

B) Aspecto ético de la verdad.

 

A) NATURALEZA DE LA VERDAD

1. Visión histórica

1. Antiguo Testamento

Para el desarrollo del problema de la v. en la filosofía occidental son decisivas dos fuentes: el Antiguo Testamento y la filosofía griega. La palabra 'emet significa en el AT ser firme, estar firme, ser fiable. Por ello, aplicada a Yahveh, significa la actitud de Dios por la que él hace perdurar su bondad. En este sentido 'emet puede traducirse por fidelidad. La palabra de Dios es 'emet (2 Sam 7, 28; Sal 119, 160). En el Salmo 132, 11 leemos: «Yahveh ha jurado 'emet a David, no retractará su promesa.» Aquí 'emet significa, pues, no simplemente fidelidad, sino fidelidad y constancia. Esta fidelidad de Dios es al mismo tiempo refugio y seguridad (Sal 40, 12; 54, 7; 61, 8, etc.). La fidelidad de Dios se menciona expresamente en Dt 7, 9; Dt 32, 4; Is 49, 7 y Sal 31, 6. 'emes afirmada de hombres significa la fidelidad del pueblo para con Dios (Jos 24, 14; 2 Re 20, 3; Is 38, 2; 2 Par 31, 20). Las expresiones «caminar en la v.» (1 Re 2, 4; 3, 6; 2 Re 20, 3; Is 38, 3; Sal 26, 3; 86, 11) y «hacer la v.» significan la fidelidad vivida a la ley de Dios. Sin embargo, en el AT se encuentra también la significación de 'emet como coincidencia de una afirmación con la realidad (así 3 Re 10, 6; 22, 16). En el judaísmo tardío la ley de Dios aparece como 'emet. La acción de la v. (p. ej., Tob 4, 6 y 13, 6; Eclo 27, 9b) se distingue del servicio a la mentira y al engaño, y es vista como actitud del hombre que observa la ley de Dios.

2. Nuevo Testamento

En el NT álétheia es la fidelidad y la confianza que merece Dios (Rom 3, 1-7), la autenticidad y la obligatoriedad del evangelio (Ef 4, 21; Gál 2, 5.14; Rom 2, 8; 2 Cor 4, 2; Gál 5, 7), de la palabra de Dios (2 Cor 4, 2; Gál 5, 7), lo revelado en Dios (Rom 1, 18), la sinceridad humana (2 Cor 7, 14; Flp 1, 18; 1 Tim 2, 7; 2 Jn 1), la verdad de una afirmación (Act 26, 25; Mc 12, 14.32; Lc 4, 25), pero también, como ha destacado Bultmann, la doctrina autoritativa (así 1 Tim 6, 5; 2 Tim 2, 18; 3, 8; 4, 4; Tit 1, 14). La proclamación del evangelio es palabra de la v. (Ef 1, 13; Col 1, 5; 2 Cor 6, 7, etc.). Hacer la v. significa ahora (Jn 3, 21; 1 Jn 1, 6), en analogía con el AT, cumplir la ley de Cristo. Lo mismo puede decirse de la expresión «caminar en la v.» (2 Jn 4; 3 Jn 3s). Juan une en el concepto de álétheia las más distintas significaciones recibidas, pero refiere estas significaciones a la realidad revelada en Jesús. La v. hace libre como realidad de la salvación (Jn 8, 32). Santifica (Jn 17, 17ss). Cristo es el camino, la v. y la vida (Jn 14, 6). Como Espíritu de v., el Paráclito continúa la obra de Cristo, da testimonio de él y lo glorifica. En el NT es decisivo que, tanto en Juan como en las cartas paulinas, la v. se convierte en v. cristológica.

3. Antigüedad

En la antigüedad el problema de la v. se manifiesta por primera vez en el poema doctrinal de Parménides: la diosa enseña el camino de la v., que está en oposición a la doxa, a la opinión engañosa de los mortales (Fragm. 1, 28ss). El conocimiento de la v. consiste en que el ser es, y el no ser no es (Fragm. 2 [4], 3ss). Platón opone el ámbito de la v. al hablar y opinar cotidiano, que puede caer en el engaño (pseudos). El mito de la caverna (Pol. 7, 514ss) describe la irrupción del espíritu humano que conoce en la v. Esta v. es para Platón el originario revelarse del ser verdadero, de las ideas (–> idea); así la v. es pensada como manifestación, como descubrimiento. Ya en Platón aparece la relación entre logos, ente y verdad: el logos «que expresa el ente tal como es, es verdadero, y el que lo expresa como no es, es falso» (Crat. 385 B; cf. Sof. 263 B). Aristóteles investiga detalladamente esta relación y llega a su definición: la v. es v. del juicio (Met. ix, 10, 1051b 3-5). V. es la relación de los conceptos unidos en el juicio con la -> realidad. En el platonismo medio las ideas se convierten en pensamientos ejemplares de Dios. Dios es la v., que está por encima de las ideas (cf. ALBINO, Isagogé 10). Filón de Alejandría une el mito platónico de la creación con la narración veterotestamentaria de la creación: las ideas son productos del espíritu de Dios mismo, que lo crea todo por su pensamiento, el cual es a la vez acción. Para Plotino, el fundador del –> neoplatonismo, el primer origen sólo se puede determinar negativamente. El segundo Dios es el noús, que contiene en sí el kósmos noetós platónico y con ello, en su dialéctica de noús y noein, de nooún y nooúmenon (Enn. 5, 5), se convierte en el lugar de la verdad. Al alma que reflexiona se le revela la v. por la presencia del voús en ella (5, 1, 3; 3, 4).

4. Patrística y escolástica

Clemente de Alejandría llama a Dios «canon para la v. del ente» (Protr. vI: PG 8, 173 BC). Con ello comienza el intento de unir el pensamiento griego y el neotestamentario. Fueron decisivos a este respecto, en el mundo griego, Orígenes, los capadocios y el Pseudo-Dionisio; entre los latinos especialmente Agustín, que une el Logos de Juan con el noús neoplatónico (Conf. vil 9). El Hijo es v. por cuanto, como palabra, revela al Padre (De trin, vii 3). Mediante su referencia al cogito del sujeto, Agustín justifica la v. frente al escepticismo (Solil. Ti 1, 2). Acentúa la necesidad de la v., que no es creada por la razón humana, sino hallada por ella como algo previamente existente (De vera rel. 39, 72). El escrito De libero arbitrio desarrolla el ascenso a la v., por la que está determinada nuestra razón. Esta v. es absoluta, eterna e invariable (11 15, 39). Para el conocimiento de la v. más alta Agustín exige una iluminación de Dios. Lo mismo que Aristóteles, Boecio ordena la v. al juicio, porque éste es expresado secundum complexionem (p. ej., In Cat. Arist. Iv: PL 64, 278; In libr. De int. ed. prim.: ib. 300). Sin embargo, de las afirmaciones de la Consolatio philosophiae se desprende una concepción platónica (Cons. iv pr. 4; v pr. 6). Anselmo de Cantórbery reflexiona expresamente sobre una ordinación de la v. lógica a la ontológica. La v. lógica es un efecto de la summa veritas por mediación de las criaturas (De ver., c. 10). Con ello el orden del ser está bajo la regla de la v. como rectitudo sola mente perceptibilis (ibid., c. 11). Se reconoce al hablar una disposición general a la verdad (ibid., c. 2). Hugo de San Víctor conoce una ordenación de la v. a las ciencias (In Hier. cael. i 1). La doctrina de la doble v. pasa como típica de los averroístas latinos, pero no fue defendida expresamente por ellos.

En Tomás de Aquino la v. significa, por un lado, la apertura originaria del ser (ens et verum convertuntur) y, por otro, la v. del juicio: adaequatio intellectus et rei (S.c.G. i 59; De ver. 1, 2). Para Tomás Dios es la v. originaria y la fundamentación de toda v. La v. trascendental (-> trascendentales) en sentido tomista significa, primeramente, una relación interna del ser con el espíritu y por tanto con el alma espiritual y, por otra parte, una orientación del espíritu al ser (De ver. 1, 1). Tomás elabora el pensamiento aristotélico de que el -> alma es en cierto sentido todos los entes (Art., De an. 431b) juntamente con el pensamiento de la v. de las cosas (Met 993b), y pone la problemática total así lograda, influida también por la línea agustiniana, en el contexto de su doctrina del -> ser. El concepto de v. en Buenaventura ostenta el sello agustiniano; Duns Escoto reconoce una v. ontológica y una v. lógica.

Por lo que se refiere a la problemática medieval, no podemos silenciar la relación entre v. y -> lenguaje. Esa relación está cimentada en el neoplatonismo y en Agustín. Una reflexión sobre el lenguaje se encuentra en Anselmo de Cantórbery, especialmente en el Monologion y en De veritate. Para la patrística y la escolástica esta relación está fundamentada trinitariamente, por cuanto Cristo es el Verbo del Padre. El hecho humano del lenguaje y la vida intratrinitaria son puestos en relación por Agustín y Tomás. El verbo interno es en Tomás el revelarse de lo conocido en el cognoscente (S.c.G. iv 11; De pot. 9, 5; ST r q. 28 a, 4 ad 1). Aquí se muestran indicios de una superación de la tensión objeto-sujeto en el acto de la palabra. Para la relación entre v. y fe fue característica la definición, que procede probablemente de Guillermo de Auxerre: Credere est assentire primae veritati propter se et super omnia. La prima veritases revelación del ser y a la vez firmeza; por eso puede convertirse en auctoritas.

Con Guillermo de Ockham se produce un giro frente a la alta edad media. Ya no es la v. de Dios, sino su omnipotencia lo que ocupa el centro del pensamiento teológico. Los trascendentales quedan reducidos a conceptos. El problema de la v. se convierte cada vez más en cuestión de epistemología. Roberto Holkot, un discípulo de Ockham, separa totalmente la v. filosófica y la teológica.

5. Principio de la edad moderna

Hallándose en la tradición negativa del Pseudo-Dionisio, Nicolás de Cusa considera a Dios y su v. (la v. divina es para el Cusano idéntica con el Verbo encarnado) como incognoscibles en su exactitud (aequalitas praecisa), aunque están siempre dados al conocer humano como meta de sus esfuerzos cognoscitivos: sólo en la manera de la docta ignorantia se da la v. al intellectus (De doc. ign. 1 3). Donde más especulativamente se produce la copia de la v. divina incognoscible es en la dialéctica del non-aliud. La contradicción entre la v. filosófica y la teológica, fuertemente acentuada por Lutero y atenuada por Melanchton, el humanismo y la ilustración, se convierte en un problema decisivo de la teología protestante, a través de Kierkegaard hasta Barth, Bultmann y Tillich. En general el problema teológico de la v. se sitúa por la reforma en una nueva perspectiva. La palabra de Dios como auténtica autoridad pasa a ser la v. originaria. La palabra de Dios proclamada (la Escritura en la realización de su propia interpretación) es fuente de la fe justificante.

Con Descartes el problema ontológico-lógico de la v. se convierte en problema de certeza. Verdadero es lo que yo percibo clara y distintamente (Med. rii 4). El primer principio metódico fundamental es: No puede tenerse por verdadero lo que no se conoce con evidencia (Disc. 2, 14). Descartes no conoce una verdad ontológica. Pero Dios es garante de la v., porque el hombre no puede ser creador de una idea infinita. De Descartes depende el ocasionalismo; la obra principal de Malebranche lleva por título: Recherche de la vérité. El auténtico conocimiento de la v. se da por la intuición de las ideas divinas. Frente al nominalismo de Hobbes, Leibniz trata el problema lógico de la v. (Obras completas, edición Gerhardt vii 190ss). Entre signo y objeto hay que presuponer un sistema constante de relación. Notas características del concepto de v. en Leibniz son, por un lado, la radicación de la v. originaria en Dios (Theod. II § 184) y, por otro lado, la relación de las verdades de razón con el principio de contradición, que es considerado como básico (Disc. de mét. n.0 13). Con ello se introduce una visión lógico-gnoseológica del concepto de v., que ha seguido siendo decisiva para determinadas direcciones de la edad moderna hasta la actualidad. Hobbes rechaza expresamente la verdad ontológica: Veritas in dicto, non in re consistit (Op. phil. i 32); también Espinosa conoce sólo la v. del enunciado (Opp. 1246s). La tesis de la coincidencia de la cosa con su idea o definición se encuentra, por influencia de Descartes, en Clauberg (Op. phil. II 648). Christian Wolff reconoce ciertamente una v. trascendental, pero la fundamenta por los dos primeros principios, el de contradicción y el de razón suficiente (Phil. pr. § 498). Wolff exige, en contraposición a los escolásticos, un concepto «distinto» de v. Con ello se ha dado un paso decisivo hacia la logización de la metafísica, cosa que se expresa todavía más fuertemente en Baumgarten, discípulo de Wolff (Met. § § 89-93).

6. Desde Kant hasta la actualidad

Kant considera la v., de acuerdo con el giro copernicano, como «coincidencia con las leyes del entendimiento». Con ello se da una nueva formulación trascendental-filosófica a la antigua definición de la adaequatio. Como síntesis empírica, la experiencia tiene v. por el hecho de que contiene aquello que es necesario para la unidad sintética de la experiencia en general. La antigua v. ontológica se ha convertido en síntesis originaria de la apercepción trascendental. Un enunciado adecuado a las leyes del pensamiento y de la experiencia es objetivo. Esta idea es recogida por Fichte (Obras, edición I.H. Fichte 6, 19), que sin embargo, la elabora de nuevo por el hecho de que en la síntesis de yo y no-yo adquiere viva importancia el concepto del yo absoluto, y con ello el problema de la v. pasa a ser una base para la interpretación del pensamiento dialéctico. Cuando Schelling habla de la v. como identidad absoluta de lo objetivo y lo subjetivo (Obras, edición KF.A. Schelling, vi 497), reflexiona sobre la v. del juicio de cara a su base absoluta. Esta significación recibe su coronación en Hegel, para quien lo verdadero es el todo, el concepto absoluto, la idea absoluta. Hegel reconoce la v. como coincidencia de la representación con el objeto, pero esto es sólo la v. en el entendimiento subjetivo. Una nueva visión del problema de la v., que podría denominarse como platonismo mitigado, se encuentra en Bolzano (verdades en sí) y Lotze (las verdades no existen, valen), un pensamiento que también Husserl destaca en las Investigaciones lógicas y que se ha hecho característico para la filosofía de los valores.

Contra Hegel se alza Feuerbach, para quien la existencia es el concepto originario de v. (Esencia del cristianismo, prólogo a la 3.a ed., 1848). Esta v. es el hombre. Para Marx, toda disputa acerca de la realidad y de la no realidad del pensamiento que está aislado de la praxis, es una cuestión puramente escolástica. «En la praxis es donde el hombre debe probar la v., es decir, la realidad, el poder, y la fuerza de su pensamiento en la tierra» (2.a tesis sobre Feuerbach). Con ello Marx rechaza tanto el idealismo como el materialismo antiguo. No hay ninguna v. en general, la v. se realiza por la orientación de nuestro pensamiento a la praxis. La teoría se convierte en una generalización científica de la praxis; ésta, como realización social, pasa a ser el criterio de la v. (-> socialismo). Con ello el camino hacia la verdad objetiva es un proceso social: «Por el camino de la teoría marxista nos acercamos más y más a la v. objetiva (sin agotarla jamás); pero por cualquier otro camino no podemos llegar más que a la confusión y a la mentira» (LENIN, Materialismus und Empiriokritizismus, Obras, ed. alemana, 13, página 132; -> materialismo dialéctico). Contra Hegel se vuelve también Kierkegaard. La v. es vista igualmente aquí como realización, como acción del individuo, cuyo fundamento es el existir (-> existencia). Puesto que la existencia contradice a la fe, ésta como realización de la v. es paradójica. Y por ello el cristianismo nunca puede entenderse a partir de la idea. Igualmente contra Hegel y la metafísica, Nietzche intenta una destrucción del concepto tradicional de v. Lo que se llama ídolo es lo que hasta ahora se llamaba v. La v. es la forma más débil de conocimiento. Por el hecho de que se ha eliminado el mundo verdadero, se ha eliminado también el mundo aparente. Nietzsche exige una v. que debe crearse y que da el nombre a un proceso. Voluntad de v. es una forma de voluntad de poder.

Jaspers ha tratado el problema de la v. en la amplia obra Von der Wahrheit (Mn 1947). Distingue la v. de lo envolvente que somos nosotros (conciencia, existencia, espíritu) y la v. de lo envolvente que es el ser mismo (mundo, trascendencia). De la trascendencia hablamos en cifras, para las cuales no basta ninguna interpretación expresable. El ser no se puede separar del ser verdadero, del ser para nosotros, y por ello tampoco es posible separarlo de la comunicabilidad (-> existencialismo). En Heidegger la v. es, en el marco del análisis del Dasein, la apertura de éste como cuidado y ser para la muerte y, con ello, historicidad del -> ser (-> historia e historicidad). Sin embargo, esta problemática está determinada de antemano por la cuestión del ser. Así la v. es un abrirse del ser. Y puesto que con este abrirse se produce un cerrarse, la v. va unida originariamente con la no-verdad. El ser se nos anuncia como historicidad y como lenguaje. Por consiguiente aquí la v., frente a los anteriores planteamientos metafísicos y trascendental-filosóficos, es pensada históricamente y determina este pensar mismo.

Contra todas estas direcciones (metafísica, marxismo, existencialismo) se vuelve el -> positivismo moderno, que, con ayuda de la lógica o de la logística, quiere someter nuevamente a reflexión el enfoque del -> empirismo antiguo. El problema de la v. es visto aquí en relación con la cuestión del sentido v de la verificación. Encauzaron esa línea por un lado el círculo de Viena y por otro, Wittgenstein. La verificación, exigida por Carnap, en la confirmación mediante la percepción empírica. V. significa verificabilidad. Lo que queda refutado por la realidad es falso. Los juicios metafísicos no son ni verdaderos ni falsos, carecen de -> sentido. También para Wittgenstein en su primera época la frontera entre lo experimentable y lo no experimentable es asimismo el límite entre sentido y sin sentido. Las preguntas con sentido siempre pueden contestarse: «el enigma no existe» (Tractatus 6, 5). Más tarde Wittgenstein mismo ha criticado esta filosofía suya y la ha corregido en puntos importantes. En su filosofía posterior la significacion de una palabra se identifica con su uso en el lenguaje (Phil. Unters. 43). Es el uso el que da vida a los signos (ibid. 432). Significación y sentido, y con ello también el problema de la v., se reducen al uso lingüístico, a los llamados juegos lingüísticos.

II. Planteamiento actual del problema

El problema de la v. está determinado hoy ante todo por dos direcciones. Una ve el problema de la v. hermenéuticamente, y se apoya en Dilthey y Heidegger. Esta dirección también ha influido poderosamente en la teología moderna (Bultmann y su escuela). La otra visión es la del positivismo o logicismo, que únicamente conoce la verdad del juicio y rechaza radicalmente no sólo toda metafísica, sino también el plantea miento hermenéutico como autorreflexión del sujeto. Ha de tenerse en cuenta, evidentemente, que no toda consideración logística del problema de la v. tiene que ser forzosamente positivista. El estudio de los functores del valor veritativo y de la evolución de este valor es un cometido lógico; no implica una determinada interpretación ontológica, pero tampoco la excluye.

La cuestión de la historicidad y no historicidad o suprahistoricidad de la v. es hoy especialmente actual tanto en filosofía como en teología. La historicidad de la v. no implica necesariamente un relativismo. Aquí se trata más bien de la reflexión sobre el acontecimiento fundamental de la v., es decir, sobre el acontecer que posibilita el ser humano. Pensamos este acontecer como lenguaje originario, por el que nosotros quedamos afectados. Semejante visión no permanece simplemente en el marco de una filosofía personal dialogística (v. como encuentro), sino que reflexiona sobre la posibilitación de tal encuentro de cara al lenguaje y desde él, y así llega a la problemática fundamental de ser y lenguaje. Teológicamente queda caracterizada con ello la revelación como originario acontecer lingüístico, que va dirigido a nosotros los hombres, y al que nosotros respondemos como hombres. Simultáneamente en tal visión las antiguas determinaciones de la v. lógica y ontológica son examinadas de nuevo con miras a su posibilitación. El problema hermenéutico lleva a una nueva reflexión sobre lo que es propiamente el factum y sobre cómo se presenta la cuestión de su conocimiento. Nosotros conocemos cualquier acontecer sólo en un horizonte determinado. Por ello todo conocimiento humano de la v. permanece unilateral. Ciertamente somos capaces de reflexionar sobre esta «unilateralidad» por la trascendencia de la razón, pero sin poder pensar y conocer a Dios de otro modo que a la manera humana. Por eso no hay formulación humana que sea insuperable. Pues toda formulación lingüística se hace en determinados horizontes, que sin duda puedan significar el todo del que se trata, pero sin traducirlo jamás completamente al lenguaje. El descubrimiento de la v. se produce siempre dialogísticamente.

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Joseph Möller

B) ASPECTO ÉTICO DE LA VERDAD

1. Una exposición tanto crítica como sintética de la ética de la v. se halla ante la dificultad de que el concepto de v. en filosofía y en teología es usado en forma muy diferenciada, sin duda, porque, aun estando el hombre referido y vinculado a la v., sin embargo, ésta no es algo de lo que él puede disponer, sino algo a lo que él debe servir. Una mirada a la historia de la comprensión de la v. muestra, además, que el concepto de v. depende en gran parte de principios y presupuestos epistemológicos cambiantes y de decisiones previas debidas a la concepción del mundo (-> historia e historicidad). La ética de la v. se forma siempre en el horizonte de esta comprensión previa, y está, en consecuencia, condicionada siempre por la historia y es más o menos unilateral.

Así, si por v. se entiende preferentemente la v. del juicio, la ética de la v. se verá sobre todo ante la tarea de esforzarse por un saber material objetivo, por hacer de éste el canon de la propia acción y por reproducir con fidelidad la v. conocida objetivamente, es decir, entonces la ética de la v. hallará su expresión preferentemente en una ética material de responsabilidad.

Supongamos, en cambio, que por v. se entienda primariamente la v. ontológica y, en este contexto, Dios sea concebido como v. originaria, como v. cognoscible, pero incomprensible, y que el hombre se entienda como un ser de tal manera ordenado al conocimiento y al amor de Dios, que encuentra su salvación en la felicidad que Dios le da y en la entrega a él. Entonces se considerará como tarea principal de la ética de la v. el abrirse lo más incondicionalmente posible a la v., dondequiera que el hombre la encuentre, y el obrar incondicionalmente en correspondencia con la v. conocida, es decir, la ética de la v. hallará entonces su expresión sobre todo en una ética formal de actitud.

2. Si se intenta acercar en una ponderada relación mutua esos dos tipos de ética, hay que partir de las reflexiones siguientes.

La verdad se abre al hombre en su propia conciencia, que llega a sí misma por la ordenación al entorno social y mundano y, a través de esto, a Dios, y que está configurada por la gracia. En consecuencia, para la ética de la v. es esencial la reflexión sobre la v. del propio yo y sus implicaciones. En correspondencia con ello la ética de la v. considerará como criterio formal y definitivo para el enjuiciamiento de su decisión valorativa la ordenación del sujeto agente a la v. en general y, como criterio transitorio y material, la dependencia, reconocida como verdadera, respecto del mundo circundante y, a través de él, respecto de Dios. Esto exige que el hombre reconozca su dependencia de Dios y del mundo circundante en el hallazgo de la v. y en la orientación de su vida según la verdad hallada. Así el católico tendrá en cuenta la doctrina de la Iglesia (-> magisterio eclesiástico), de acuerdo con sus -> calificaciones teológicas, como criterio de v. Todos deberían guardarse de una excesiva estimación de sí mismo y de una desmedida valoración del contenido de v. que hay en las propias convicciones. La orientación de ese ámbito de la ética a la v. del mundo circundante exige además que se tenga en cuenta la ley propia del orden objetivo, tal como éste es descubierto en las distintas ciencias, de modo que la ética de la v. sería unilateral sin el reconocimiento de la importancia de la ciencia para el conocimiento de la verdad.

Por tanto, una ética de la v. así entendida consiste formalmente en la obligación del hombre de buscar la v. y de regirse por ella dondequiera que la encuentre. La v. que aquí es buscada y sirve de fundamento no es originariamente una v. dada u objetiva, sino un valor, que en su ser en sí es independiente del sujeto, pero subjetivamente sólo puede ser norma de la acción en la medida en que es aprehendido. En consecuencia la ética de la v. consiste materialmente en la ordenación a las v. conocidas objetivamente, en cuanto éstas, por encima de sí mismas, apuntan simplemente a la v. que no es un objeto. Por tanto, las v. objetivables sólo han de prejuzgar la búsqueda de la v. propiamente dicha (y la acción adecuada a la v.) en la medida en que pueden ponerse en relación con la v. envolvente, pero no comprendida. En consecuencia el canon inmediato para la ética de la v. y para la importancia de las v. objetivas particulares dentro de la ética de la v., está sometido a cambio constante, puesto que nuestro conocimiento real de las v. objetivables depende del sujeto y está condicionado por la historia. Pero el canon definitivo — la v. propiamente dicha — no está sometido a ningún cambio. Según esto, la ética de la v. de ningún modo es absolutamente relativista, pero debe contar con que sólo condicionadamente está ordenada a la v. absoluta, y así puede dejar de alcanzar esta v., y hasta cierto grado la desfigura siempre. Con ello se evita tanto el -> indiferentismo como el -> integrismo.

3. Por eso, para alcanzar la ordenación a la v. absoluta de la manera más perfecta posible, hemos de pensar además que el hallazgo de la v. no sólo depende del amor a ella y del conocimiento objetivo, sino que está condicionado también por la realización práctica de la v., que a su vez es exigida por la v. hallada. Pues, en virtud de sus prejuicios y decisiones previas, el hombre siempre busca la v. parcialmente y reprime ciertos conocimientos menos gratos. «Haciendo» la v. en la medida de sus posibilidades, el hombre corrige estos prejuicios y decisiones previas, que habían llevado a parcialidades y represiones, y alcanza una disposición óptima para inclinarse ante la v. y obrar en conformidad con ella. Sólo así puede conseguirse que no se absolutice la v. alcanzada y que se mantenga la dinámica hacia la v. propiamente dicha. Y sólo así se impide también la fijación en v. agradables con menosprecio de verdades que obligan a una conversión constante.

Por el contrario, cuanto menos se «hace la v.», tanto más se cierra el acceso a la v. absoluta. Pues la funcionalización de la acción por criterios que se oponen a la v. propiamente dicha, absolutiza entonces v. parciales. En consecuencia se les atribuye una importancia indebida, e incluso absoluta, para el propio hallazgo del hombre, al que sirve la ética de la v. Así el hombre queda falseado, porque se orienta arbitraria y exclusivamente por v. limitadas, subjetivamente agradables, y con ello se orienta por la apariencia y no por la v. total aprehendida por él, aunque no comprendida, la cual le obliga.

Según esto, la ordenación a la v. por antonomasia sólo se alcanza en la mejor forma posible cuando el hombre, mediante una decisión responsable, atribuye a la v. aprehendida conceptualmente el valor subordinado que le corresponde de cara a la v. propiamente dicha, en cuanto ésta se abre.

4. La obligación de veracidad para con el prójimo ha de determinarse desde la obligación del hombre de esforzarse con veracidad por la v., de inclinarse ante ella y de obrar en conformidad con la misma. Al tratar la ética de la v. en general, esta problemática ocupa el primer plano del interés. En general aquí se parte de la persuasión más o menos refleja de que uno ha de ser veraz por lo menos en sí mismo y, normalmente, en su comunicación con el prójimo.

El fundamento para la obligación de la veracidad está en que sin ella serían imposibles el respeto a la dignidad de la persona, la vida comunitaria y la religión. Pues el desarrollo humanamente digno de la persona en todas sus dimensiones se vería impedido si el hombre no fuera veraz ante sí mismo, ante el prójimo y ante Dios.

Por otro lado, la protección de la esfera personal íntima, así como de ciertos secretos en interés de los individuos (-> persona) y del -> bien común, exige que la v. no se comunique a cualquiera que quiera saberla o que, en determinadas circunstancias, pretenda incluso obtenerla a la fuerza con medios ilícitos. El interés de la defensa propia parece sugerir que en ciertas circunstancias es lícito engañar al adversario, porque sólo así se puede, p. ej., proteger eficazmente los secretos.

Así no es de extrañar que en el transcurso de la historia el interés capital de la ética de la v. se dirigiera a la cuestión de cómo ha de juzgarse el acto de hablar con falsedad, es decir, la mentira.

5. Los griegos rechazan el pseüdos, que significa tanto error como mentira, con la fundamentación frecuente de que el no saber es un mal, pues la virtud consiste en el saber. En esta visión el error es peor que la mentira, puesto que en él la ignorancia es mayor. Pero la v. es la que guía hacia el bien; el no alcanzar este fin es kakía por antonomasia, parafrosyne (delirio, locura); la mentira se permite para alejar un mal, y es obligatoria para médicos y políticos (Sócrates, Platón).

Aristóteles ve que sólo puede hablarse de acción moral en un acto consciente. Por ello es esencial para él la distinción entre pseüdos a sabiendas o con ignorancia. Sólo la mentira consciente es inmoral. Ella es mala en sí; la veracidad, por el contrario, es algo bueno y loable. El fundamento está en que ésta sirve al trato humano, mientras que la mentira debilita la confianza. Pero si se halla en juego un interés jurídico o público, entonces la mentira puede estar justificada, pues la veracidad como mera virtud de trato social no incluye el ámbito de la justicia. Por tanto, no todo hablar con falsedad es intrínsecamente malo, puesto que el fin supremo de la ética de Aristóteles es la eudaimonia del hombre particular, la cual, a su vez, sólo puede alcanzarse en la eudaimonia de la comunidad, de la polis.

Los latinos, en cambio, gracias a su idioma conocen la distinción fundamental entre error (error) y mentira (mendacium). En correspondencia con ello desplazan el centro de gravedad desde el fenómeno objetivo del hablar falsamente a la mentira con intención subjetiva; en consecuencia la rechazan con más decisión que los griegos. Entre los latinos la repulsa a la mentira ha encontrado su expresión más consecuente en Cicerón, para quien el verdadero provecho y la moralidad están siempre unidos. Cicerón condena la mentira incluso cuando la exige el bien común (De Officiis 14-32). El concepto «engaño doloso» (dolus malus), que ha penetrado en la historia del derecho, es creación del espíritu romano.

6. Según el AT, el israelita debe «caminar en la v. de Dios» (Sal 25, 5; 26, 3; 86, 11), «hacer la v.» (Tob 4, 6; 13, 6). Con ello se significa también el «hacer la v.» para con el prójimo. Por otro lado se extienden el perjurio y la mentira, el asesinato y otros crímenes (cf. Os 4, 11). El octavo mandamiento (Éx 20, 16; Dt 5, 20) literalmente prohibe la mentira sólo en cuanto perjudica al prójimo y a la comunidad. Sin embargo, el AT prohíbe la mentira en la forma más radical (Lev 19, 11; Prov 30, 8; Eclo 7, 13; cf. Prov. 6, 16ss; Eclo 4, 25).

Según el NT, Cristo ha venido al mundo para traer la v. plena y para dar testimonio de ella (Jn 1, 14; 8, 40; 18, 37). Santificados por y para la v., debemos amarla (1 Cor 13, 6) y «hacerla» (Jn 3, 21; 1 Jn 1, 6); y entonces la v. nos hará libres (Jn 8, 32). Para ello es necesario despojarse de la mentira y hablar verazmente (Ef 4, 25; cf. 1 Pe 2, 1). Entonces no es necesario jurar (Mt 5, 34ss), pero tampoco arrojar las perlas a los cerdos (Mt 7, 6). Hemos de ser sencillos como las palomas y, sin embargo, astutos como las serpientes (Mt 10, 16). Así las palabras disimuladoras pueden ser totalmente legítimas (cf. Mt 13, lOss). En oposición a ello, la mentira está absolutamente de parte del diablo (Jn 8, 44); es signo de la no redención del hombre viejo (Col 3, 9). Los «embusteros» reciben su parte en el lago de fuego (Ap 21, 8; cf. Ap 21, 27; 22, 15; 1 Tim 1, 10).

7. Interpretación de la mentira por la intención de engañar y por la esencia del lenguaje. Para la doctrina cristiana acerca de la mentira tuvieron una importancia fundamental los escritos de Agustín, que ha sido el primer occidental que ha escrito una obra especial sobre la mentira (De mendacio [hacia el 395] y Contra mendacium ad Consentium [hacia el 420]). Describe la mentira como falsa significatio cum voluntate fallendi. Se discute si, según su opinión, la intención de engañar pertenece a la esencia de la mentira. En realidad Agustín no quiso dar una definición estricta de la mentira; esto se desprende de que él se pregunta si sólo el que miente tiene intención de engañar. En todo caso, él tiene la mentira por intrínsecamente mala, pero deja indeterminada hasta cierto punto su opinión subjetivamente segura. Esto se pone de manifiesto por el hecho de que no considera la mentira como igualmente prohibida en cada situación. El motivo formal de la maldad es para él la intención de engañar, o sea, una desordenada relación trascendente con otro. Según esto, la mentira sólo puede estar prohibida en todas las circunstancias si esta maldad referida a los otros está contenida en toda declaración falsa. Agustín no se atreve a afirmar esto.

En la alta edad media se impone cada vez más la persuasión de que el hablar con falsedad es ya en sí mentira, o sea, de que la voluntad de engañar se da eo ipso cuando uno dice conscientemente algo falso. Así la mentira es definida como contra mentem loqui. Alberto Magno es el primero que ve claramente la esencia de la mentira ex parte indebitae materiae, a saber, en la perversión de la finalidad del lenguaje, que por esencia está ordenado al fin bueno en sí de la v. En consecuencia la mentira es mala en sí. De manera semejante Tomás de Aquino ve en la mentira una conducta que contradice a la naturaleza del lenguaje. Pero, según él, la mentira es mala, es decir, se opone al amor, porque está ordenada esencialmente a otros. Independientemente de esta relación, el hablar con falsedad no parece absolutamente malo, y parece lícito en caso de necesidad (II-II q. 110 a. 3 ad 4).

8. Interpretación unilateralmente formal de la mentira. Con la edad moderna y su giro hacia lo subjetivo, pasó a primer plano del interés el problema de la posibilidad de conciliar la prohibición de la mentira con las necesidades de la vida. En este contexto, en los autores más ligados al agustinismo y al protestantismo se desarrolla una teoría de la mentira que acentúa parcialmente su carácter social. De manera puramente formalista, la esencia de la mentira se determina exclusivamente por el derecho a la v. de aquél a quien se habla. Maquiavelo permite toda mentira para un fin bueno. Lutero considera lícita la mentira útil en interés del prójimo y la mentira por necesidad en legítimo interés propio, y sólo tiene por mala la mentira que causa un daño injusto al prójimo (lo mismo enseña Ch. Wolff). La más conocida es la sentencia de H. Grocio, que distingue entre hablar con falsedad y mentira. Él define la mentira como sermo repugnans cum iure existente ac manente illius quem alloqueris. El derecho que puede lesionarse por un juicio falso es el derecho a la libertad de juicio. Según Tanquerey, sólo el derecho a no ser engañado fundamenta la obligación de la veracidad. Protestantes y moralistas no teólogos defienden hoy con frecuencia teorías semejantes, que en circunstancias consideran permitido el hablar en falso, cuando el interlocutor no tiene derecho a la verdad o lo ha perdido.

Todas las teorías que parten unilateralmente del derecho del interlocutor olvidan el hecho de que corresponde a la ley propia del lenguaje el estar ordenado a la comunicación; con lo cual el lenguaje se ordena a la comunicación no sólo subjetivamente, sino también en sí, objetivamente. En consecuencia, la obligación de la veracidad debe determinarse a partir del deber del que habla y no a partir del derecho de aquel a quien se habla. Pero estas teorías ven correctamente que el hablar es dialogístico por esencia y, por eso, también está determinado en su ley por el interlocutor, de modo que el fin de un discurso no puede establecerse en forma exclusivamente objetiva y, con ello, independientemente de los interlocutores.

9. Interpretación unilateralmente material de la mentira. Así en general los autores católicos acentúan también que, al deber de la veracidad por parte del que habla, de suyo no corresponde ningún derecho a la comunicación por parte de aquel a quien se habla. La veracidad es una obligación del locuente que brota del amor y no del derecho. Por esto, Tomás de Aquino incluye la veracidad no entre las virtudes subjetivas que forman parte de la justicia, sino entre las potenciales.

En la filosofía escolástica se quiso resolver el planteamiento moderno del problema buscando caminos para ocultar la v. y proteger eficazmente el secreto, pero sin que surgiera una contradicción entre el entendimiento y las palabras expresadas. Es decir, se partió de un enfoque más material de la esencia de la mentira.

En el curso de la decadencia de la escolástica, dicha esencia se vio en la contradicción de la afirmación externa con el juicio interno. Así, para atenuar o suprimir esta contradicción, primero se recomendaron palabras ambiguas, y más tarde las llamadas restricciones mentales. En ellas el juicio interno se acomoda a la afirmación externa mediante una corrección mental, de manera que ambos se comportan como el todo con la parte. En correspondencia con esto se distinguió entre un mandato prohibitivo de veracidad, el cual prohibe el abuso del lenguaje, y un mandato afirmativo, que exige la comunicación veraz. Este último obliga, como todos los mandatos afirmativos, semper non pro semper, es decir, no tiene que ser actualizado en todo tiempo. Así poco a poco la doctrina clásica de la mentira fue abandonada en el s. xvii por un gran numero de teólogos importantes de todas las escuelas. Pero, a causa de numerosas críticas, la restricción mental fue condenada luego por Inocencio xi (Dz 1176ss).

El defecto más grave de esa doctrina puramente individualista está en que sólo atiende a la relación inmanente entre conocimiento y enunciado en el locuente, y excluye totalmente la relación transcendente del que habla con el oyente.

Con todo, también en la época siguiente la prohibición de la mentira se fundamentó en el abuso del lenguaje, pero éste fue entendido como una capacidad natural con ordenación clara a la comunicación. En correspondencia con las concepciones predominantes del derecho natural, la prohibición de la mentira se enseñó en el sentido de que el hombre no puede obrar contra la ley del lenguaje, pero, para proteger secretos, puede usarlo de modo que mediante una cierta forma de hablar se impida la comunicación de verdades que deben mantenerse secretas. Como medio para ello se permitieron principalmente las palabras ambiguas (restricciones mentales en sentido amplio), en las cuales por las circunstancias o por las palabras mismas puede verse que no se quiere contestar a la pregunta. Objetivamente se trata aquí de restricciones no mentales, sino vocales, por las cuales se expresa de algún modo al interlocutor que se deniega la información deseada.

El inconveniente de esta concepción consiste en que a veces — especialmente en quienes tienen escaso don de palabra — no se garantiza suficientemente la custodia de secretos. Además, por un lado, se rechaza ahí la locución falsa como intrínsecamente mala, la cual, sin embargo, a veces parece necesaria, p. ej., en un espía que está al servicio de una protección eficaz del Estado; y, por otro lado, se permite el engaño real del adversario mediante las expresiones ambiguas. A esto se añade que dicha concepción parte de un concepto del derecho natural abandonado en parte, a saber, de un concepto en virtud del cual el hombre debe someterse incondicionalmente a un orden de cosas determinable en forma puramente objetiva. En su última consecuencia, esta teoría camina hacia la tesis de que no es admisible ni la más mínima manifestación falsa, ni siquiera cuando con ella pudieran evitarse perjuicios para sí mismo y para otros procedentes de un abuso de la verdad.

10. Las dificultades inherentes a esta posición rigurosa y la nueva reflexión, motivada en parte por ellas, sobre el derecho natural, han hecho que en el s. xx buen número de moralistas permitan las manifestaciones falsas en situaciones de excepción, como acto de defensa en caso de necesidad (con distintas fundamentaciones, p. ej., Vermeersch, Lindworsky, Ledrus, Latos).

Si partimos de que la significación concreta del hablar como realidad intersubjetiva debe determinarse no sólo desde el que habla, sino también desde el oyente, hemos de conceder que a veces las palabras tienen significación opuesta según que se miren en la perspectiva del que habla o bajo la del que escucha. Esto supuesto, si el lenguaje no ha de perjudicar a uno de los interlocutores, a su dignidad y sus intereses legítimos, debe permitirse una manifestación falsa en la medida que es necesaria para defenderse de ataques injustificados, precisamente porque la veracidad en el hablar sólo tiene sentido en cuanto sirve a la comunicación de las personas que dialogan, pero no lo tiene en cuanto se abusa de él para la opresión de uno de los interlocutores y con ello se impide una comunicación humanamente digna. Si sólo mediante una manifestación falsa puede evitarse la opresión del que habla por su interlocutor, según esto aquélla se presenta como un medio necesario para impedir el abuso del lenguaje. Pero esto significa también que la manifestación falsa, tan pronto como sobrepasa la medida de lo necesario, se convierte eo ipso en engaño, porque se abusa conscientemente del lenguaje para inducir sin necesidad ni justificación a error al interlocutor. Por tanto, el inducir conscientemente a error sólo está justificado formalmente en tanto es el único medio eficaz para defender valores personales contra ataques injustificados, supuesto que estos valores tengan por lo menos igual rango y urgencia que los lesionados materialmente por el error causado a través del lenguaje.

Según esto, el criterio definitivo para el enjuiciamiento moral de las palabras expresadas no debe ser la ordenación material a la comunicación, que también existe en la manifestación falsa, sino la importancia concreta de tales palabras para el bien de los interlocutores. Pero esta importancia depende también del sentido intersubjetivo que los dialogantes dan a las palabras, de manera que el valor moral del lenguaje en principio no puede determinarse independientemente de este sentido intersubjetivo y concreto.

La gravedad del pecado de la mentira debe, pues, juzgarse en forma distinta según que el desarrollo humanamente digno de las personas afectadas por ella se vea impedido esencialmente, o sólo accidentalmente.

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Waldemar Molinski