TRABAJO
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I. El problema

A quien sabe considerar en su conjunto sintético el desenvolvimiento del pensamiento cristiano, se le descubre un rasgo esencial que escapa a un análisis puramente teórico y escolar. Este rasgo es que en el cristianismo siempre se producen simultáneamente el despertar kerygmático y la atención a las realidades terrenas, el nuevo impulso del mensaje evangélico y el compromiso de los cristianos de cara a la estructuración de la sociedad en su marcha evolutiva. Esta coherencia pugna con la división corriente, demasiado fácil, entre ministerio apustolico y ciencia teológica. A la verdad, se trata de la paradoja del evangelio, realzada a lo largo de la historia, según la cual la palabra de Dios, de suyo trascendente y gratuita, se expresa en una encarnación y se hace inmanente al mundo. Nos hallamos aquí ante una ley constitutiva de la economía de la salvación.

Si queremos, pues, situar y definir teológicamente la realidad humana del t., no hemos de considerarla primeramente bajo su dimensión moral, sino como una realidad terrena que ha de someterse a la exigencia del evangelio. Una concepción de la historia de la salvación cercana a la realidad no separa de antemano (en el sentido de la distinción usual entre naturaleza y gracia) el t. profano, entendido como mera materia de mérito, y el misterio de Cristo, que se realiza en la recapitulación de la creación entera.

La actual situación histórica del -> cristianismo pone de manifiesto que la proclamación del evangelio implica también un compromiso terreno con el progreso del mundo. Sin duda, como siempre, el exceso y la deformación amenazan la medida sana de esta interdependencia: ora por una interpretación naturalista de la economía salvífica, confundida con el -> progreso humano; ora, al contrario, por una depreciación escatológica de las empresas terrenas. Así, bajo las controversias en curso, se plantea de nuevo (en términos históricos nuevos) la cuestión de la relación entre -> naturaleza y gracia, es decir, entre el advenimiento del -> reino de Dios y la construcción del mundo. La teología del t. está en el corazón de este problema. De ahí que, tras un olvido secular del tema, éste ocupa ahora un lugar firme en la teología contemporánea.

Sería, pues, erróneo ver en la teología del t. un producto ocasional, debido al desconcierto de la comunidad cristiana ante la era de la civilización industrial (-> industrialismo). Con todo, hemos de reconocer que la transformación individual y colectiva ha sorprendido a cierto conservadurismo cristiano, que inconscientemente era solidario de una sociedad artesana y de una economía agraria. En principio, partiendo de una inteligencia nueva y más profunda de la historia de la –> salvación y de la relación entre creación divina, hombre y universo, hemos de reconocer la importancia central del t. para una valoración y ordenación cristianas del mundo y del hombre, del mismo modo que en las sumas teológicas medievales la antropología estaba encuadrada en el tratado sobre la creación.

II. Doctrina de la Escritura

Es, pues, de prever que el recurso puramente objetivo a los textos antiguos de la Escritura y de los padres, como locus theologicus, no será enteramente satisfactorio. En efecto, el estadio elemental de la artesanía no permitía entonces al hombre medir su capacidad de transformar el mundo material, ni su papel en la marcha de la historia. La filosofía clásica, comenzando por los griegos hasta el s. XVIII, tenía una imagen estática del hombre. Por eso durante mucho tiempo la predicación cristiana sólo vio el t. en sus dimensiones psicológicas y morales.

Pero si los escuetos textos de la Escritura se entienden desde la palabra de Dios como realidad constantemente presente, conducen a una inteligencia más profunda del valor religioso de la actividad humana, no sólo para la perfección individual, sino también para la transformación del mundo. Estos textos no son sólo principios de que se pueden sacar consecuencias y aplicaciones, sino que están cargados de una inspiración que fermenta en las situaciones nuevas. «Llenad la tierra, sometéosla, dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre cuantos animales se mueven en la tierra» (Gén 1, 28). Este encargo poético del Génesis, centrado en la naturaleza, se extiende hoy magníficamente a los poderes cósmicos y técnicos de una humanidad que descubre y reproduce las leyes de la naturaleza. El hombre ha puesto a su servicio estas leyes llevadas por la creatio continua y así participa en la obra de la creación. Sólo así recibe su contenido pleno de verdad la doctrina de los padres griegos sobre la imago Dei. Tenemos, pues, motivo para buscar en estos viejos textos, redactados para una sociedad primitiva, las raíces de donde puede brotar una inteligencia religiosa y cristiana de la humanidad científica e industrial del s. xx.

1. Desde esta perspectiva hay que leer el Antiguo Testamento. Su vocabulario sobre el t. es ya significativo. La palabra meláká designa la obra creadora de Dios, describe su presencia en la historia y la prosecución de su obra creadora iniciada el primer día. En cambio abodá significa el t. de esclavo, la esclavitud, p. ej., el servicio de esclavos bajo Nabucodonosor. En el significado de esos términos se pone de manifiesto la ambigüedad del t.: coacción despiadada y plenitud llena de alegría, necesidad implacable y autonomía liberadora.

Así, según los acontecimientos y las ocasiones, según los temperamentos de los escritores, los libros del AT ofrecen los juicios más dispares sobre el t. Es imposible sacar de ahí una teoría abstracta del t. Una teología bíblica del t. deberá tener en cuenta esta situación en la vida y el matiz de las afirmaciones, y habrá de delimitar entre sí los estadios de reflexión. T. significa algo diferente en cada caso: en los pueblos nómadas, en las ciudades, en la legislación sobre la esclavitud, en la descripción de las grandes empresas constructoras de los reyes, en los conjuros de los profetas contra la opresión de los pobres, y finalmente en los aforismos optimistas o desalentados de los sabios. Todo puede extraerse de estos textos, como lo muestra el pensamiento judeocristiano en el curso de las épocas. De hecho las afirmaciones del libro de los Proverbios y del Eclesiástico (sobre todo 38, 24-34) han servido durante siglos como base de una teología del t., que no era sino una ética caracterizada por el valor discreto, por la prudente honradez. por la previsión reducida a lo terreno, por una ambición mediocre y por una sabiduría demasiado pragmática.

Más que de estos elementos analíticos, anclados en la idea de la utilidad empírica, una teología del t. debe partir de las grandes perspectivas de la economía salvífica que Dios realiza en la naturaleza y en la historia. Ahí, por lo demás, se observan los contrastes con los mitos de las cosmogonías paganas. Dios mismo trabaja al realizar su obra. El capítulo primero del –> Génesis ha sido y sigue siendo, como en una epopeya simbólica, el suelo mítico en que se nutre toda teología del t. Desde esta acción creadora el poder soberano y libre de Dios obra en la acción de los pueblos e individuos. Los -> antropomorfismos esclarecen el concurso de esta omnipotencia con la -> libertad de la criatura humana, que, situada en el centro del mundo visible, el creador integra en su obra. Dios, que planta su viña y recoge su cosecha, es como un trabajador enérgico, sujeto al cansancio y al fracaso; es como la mujer que espera su hora con fatiga. Acabada su obra, descansa; porque el descanso es aquel estado de satisfacción interna que corona toda actividad. Pero en el hombre este ideal no halla una realización plena. El t., que debería ser una actividad espontánea y gozosa, de hecho lleva consigo fatiga y vencimiento de sí mismo, y tiene carácter de castigo. La naturaleza no obedece al hombre, se han roto las relaciones primitivas entre ambos. La tierra no es ya el jardín maravilloso cuyo cultivo era fuente de dicha. La posterior teología del -> pecado original se apoyará de nuevo en estas experiencias.

2. Los elementos veterotestamentarios para una teología del t. se conservan en el Nuevo Testamento. Pero el hecho de la -> encarnación transforma las relaciones del hombre con la naturaleza y la historia. Con ello toda acción humana queda simultáneamente exaltada y depreciada. Exaltada, porque Cristo envuelve en su seno como cabeza de la creación toda la realidad humana y su relación con el mundo, de suerte que, por la glorificación de los hijos de Dios, incluye toda la creación en la economía salvífica. Pero se da también una depreciación por el hecho de que la -> salvación definitiva se consuma más allá de la historia y el reino de Dios pertenece a un orden distinto de aquel en que se produce la configuración creadora de la realidad terrena. De todos modos, la perícopa de Rom 8, 18-22 da un marco cósmico a la predicación evangélica de la renuncia, del sufrimiento y de la pobreza como medio de liberación y como presupuesto del auténtico amor fraternal hasta el retorno de Cristo. Según 2 Pe 3, 13 nos esperan un nuevo cielo y una nueva tierra. La -> resurrección de la carne da su alcance pleno a la misteriosa transformación.

El cristiano se halla en medio de la tensión inherente a la doble vertiente de este misterio. La espera de la -> parusía lleva a los tesalonicenses a desestimar, hasta la inactividad, las tareas terrenas. Sin llegar a este extremo, la interpretación de la Escritura y la predicación pastoral fijan una línea de doctrina espiritual según la cual el cielo es la patria y la tierra es el destierro. Apoyado en los temas apocalípticos, el sentimiento general es que, al fin de los tiempos, una ruptura violenta marcará el paso del mundo a la bienaventuranza definitiva. El mundo es sólo un andamiaje provisional; la tierra perecerá con todas las obras que encierra (2 Pe 3, 10).

III. Desarrollo histórico

1. Durante toda la antigüedad cristiana no se llegó a ninguna doctrina orgánica que uniera en una teología del t. las afirmaciones particulares dispersas en la Escritura. Al no plantearse el problema social, la mentalidad general se conformaba con una concepción moralizante que acentuaba más el peligro del lujo y de la riqueza que los beneficios de los bienes producidos. La economía de la simple subsistencia, que era la de estos siglos, no ofrecía ningún punto de apoyo nuevo para la exigencia del evangelio. En todo caso, ésta permaneció más a través del sentido de fraternidad que a través de reflexiones teóricas, y sobre todo a través de la valoración del t. material, en oposición al desprecio del mismo por parte de los sabios antiguos. Aunque la esclavitud no se suprime sino muy lentamente, sin embargo queda atenuada en virtud del espíritu cristiano, tal como sucede con la servidumbre feudal de la edad media. El monacato fue el que realizó esta evolución en el terreno social y en el institucional. El ejemplo de Cristo, de su vida de t., de su modesto oficio, dio una fundamentación religiosa a la valoración positiva del t. La imagen del Jesús trabajador no sólo dio profundidad a una concepción realista de la encarnación, sino que confirió a la vida dura del trabajador, más allá de su mérito moral, un valor evangélico. En cada crisis económica, se recordó una y otra vez en la Iglesia esta imagen de la vida oculta de Jesús, hasta el pleno s. xx. Pero ahí se corre el peligro de que este aspecto «edificante» encubra la perspectiva histórico-salvífica de las afirmaciones cristológicas sobre el verbo creador (Juan) y sobre la cabeza der la creación (Pablo).

2. La edad media creó los presupuestos para una teología del t., no tanto sobre la base de la Escritura, cuanto por su filosofía de la naturaleza, que Llevó a dar consistencia ontológica y cognoscitiva a las causas segundas y, por ende, a las actividades humanas bajo una providencia a la vez trascendente e inmanente. La escuela de Chartres (s. xii), la lectura de los neoplatónicos y de Aristóteles (s. xiii) y algunos pensamientos de los padres griegos, llevaron a una nueva inteligencia del hombre en su relación con la naturaleza. Como «microcosmos» él no es en el plan de Dios mera sustitución de los ángeles caídos, contra lo que cree una tradición procedente de Gregorio. El florecimiento técnico y económico de los s. xii y xiii en los gremios y municipios, la urbanización, la creación del derecho comunitario, etc., originaron entonces, junto con un nuevo espíritu de iniciativa, no sólo el problema humano de una organización corporativa del t., sino también una conciencia más o menos explícita de la tarea del hombre en la solución de los asuntos comunitarios, cuyo carácter terrestre no va en detrimento de las esperanzas religiosas. Ahora la teología reflexiona también sobre la relación entre -> profesión y vocación personal. También la rehabilitación del t. manual por obra de las órdenes mendicantes sirve a la nueva evolución.

3. Cuando, con el renacimiento, la investigación de la naturaleza, el conocimiento del hombre, la expansión de la economía y, sobre todo, el extraordinario apogeo de las ciencias, condujeron a magníficos éxitos, el celo religioso santificó a estos hombres nuevos. Pero la teología, tanto la científica como la alta divulgación de la misma, se cerró casi por completo a la nueva imagen del mundo. Para una teología del t. y de las realidades terrenas, se hubiera requerido previamente una teología de la ciencia, reconociendo su autonomía racional a pesar de su origen divino. De este divorcio, debido a una teología escolástica ajena a la realidad, sufrirán los cristianos hasta pleno s. xx. La ciencia y la técnica engendran hoy día fuera de la luz de la fe la «cultura del t.». Pero el cristiano, sobre el terreno del evangelio y de su vocación apostólica, debe plantearse este problema de afirmar su tarea terrena y de hacer inteligible la palabra antigua de Dios para el mundo de hoy (cf. Vaticano II, De Eccl., especialmente cap II y III).

IV. Teología del trabajo

La evocación sumaria de los datos de la Escritura y de la tradición ha mostrado que éstos no bastan para construir una «teología del t.». Puesto que esos textos están estrechamente ligados con presupuestos económicos, categorías de pensamiento y condicionamientos de su lugar y época, sólo pueden marcar la dirección en el nivel superior de una economía salvífica de Dios, que ellos en conjunto revelan, y en unión con una filosofía de la -> naturaleza, que ellos no tienen por qué ofrecer. Lo cual significa que su luz sólo iluminará allí donde se haya reflexionado previamente sobre la evolución de las realidades terrenas, sobre el desarrollo social y cultural, sobre el dominio científico y técnico de la naturaleza; brevemente: allí donde se haya desarrollado una filosofía de las realidades terrenas. Sería error de método aspirar a una teología «espiritualista», abstracta y supratemporal, que no integrara en su edificio la investigación racional de la naturaleza y de la historia en sus dimensiones profanas y cristianas. Este ámbito total es el lugar teológico de nuestra reflexión.

1. Según los principios enunciados ya por los padres griegos y por los maestros medievales, pero añadiéndoles la perspectiva de un extraordinario progreso técnico, en primer lugar hemos de tener en cuenta la relación dinámica del hombre con la naturaleza, pues no basta el modelo de pensamiento de una yuxtaposición estática de un sujeto absoluto y de un universo inmóvil e indiferente. El hombre, porque es y en cuanto es «naturaleza» dentro de la naturaleza total, no puede comprenderse y definirse en su estructura fundamental fuera de esta naturaleza total, aunque esté sobre ella y frente a ella (-> antropología). El t. es una parte del encuentro del hombre con la naturaleza, es el acto auténtico, la situación originaria del hombre, su «encarnación». Pero es igualmente verdadero que el hombre no puede definirse integralmente por el t., porque a través de éste impone su voluntad a la naturaleza para dominarla. El t. es una «manifestación del espíritu» (Prudhon). Mientras que el animal forma una unidad con la naturaleza y no puede plantearse preguntas sobre ella, el hombre puede distanciarse de la naturaleza, no sólo por su pensamiento, sino también por su acción. Aunque ha de atenerse a sus leyes, sin embargo en ello permanece libre y autónomo. Su perfección consiste en la consumación de esta autonomía dominadora, en la realización de su ser, que se distingue del ser de las cosas meramente naturales. Gracias a esta capacidad, el hombre crea en la naturaleza un -> mundo que lleva su propio cuño, un mundo superior al de las simples fuerzas naturales. Por eso él, en la medida en que se hace consciente de su obra, adquiere conciencia de sí mismo. En esta acción libre y creadora el hombre se llena a sí mismo, crea -> cultura. Una «cultura del t.» crece desde la estructura óntica del hombre como tal. El t. no es un simple medio técnico, es un valor humano. Hay un humanismo del trabajo.

2. El t. es, pues, a la vez un perfeccionamiento del que trabaja y una transformación de las cosas en la realidad objetiva del mundo que él construye: perfectio operis. Esa dualidad, que es esencial, fue perdida de vista por una teología que se ocupó exclusivamente de la perfectio operantis y, sin adquirir conciencia de ello, neutralizó el contenido objetivo del trabajo. En la nueva era técnica (-> industrialismo, -> técnica), en la que hemos entrado, esa objetivación del t. se hace más intensa y manifiesta todavía, puesto que la máquina la cual ha suplantado los instrumentos manuales, desarrolla una productividad que es cada vez más independiente de la actividad personal, de la voluntad y planificación del que trabaja.

Este doble y singular poder del hombre inhabita en la Tékné, en aquella capacidad por la que él puede obrar de acuerdo con su naturaleza corpóreo-espiritual.

Toda antropología idealista, que no tiene en cuenta la estructura del hombre como ser con cuerpo y espíritu, es incapaz de dar a la acción en el mundo otro sentido humano v cristiano que el de una forma de comportamiento externa y transitoria. Los análisis antiguos sobre ars et natura deben ampliarse a una Tékne que pone conscientemente la naturaleza al servicio de la razón. La técnica es racionalización y así expresión de la ratio del hombre; en este sentido, además de la utilidad, hay en ella una capacidad para lo bello. Por eso el t. no es sólo labor (literalmente: flaquear bajo un peso; lo cual es una debilidad de la expresión latina), sino también práxis (acción fructífera). Pero esto significa que el fin del t. no es solamente la satisfacción de necesidades económicas, sino que ha de servir también a la humanización de la existencia humana.

Con ello se pone de manifiesto la dimensión religiosa del fenómeno. Por el hecho de que el hombre cumple su tarea en la edificación del mundo, participa en la obra creadora de Dios. Dios no creó un universo terminado, ni puso sobre él al hombre a manera de un espíritu angélico o como un espectador. Más bien Dios lo ha llamado a colaborar en la edificación progresiva de un mundo, cuyo demiurgo y conciencia debe ser él como imagen de Dios. El hombre es imagen de Dios precisa y primeramente porque con su creador es señor y constructor de la naturaleza. Por eso una espiritualidad de renuncia con relación al t. es absolutamente insuficiente, tanto por lo que respecta a la propia santificación, como en lo tocante a la construcción del reino de Dios.

3. Para poder enjuiciar rectamente la tarea cristiana en el mundo y su estructura apostólica, debe tenerse en cuenta que el hombre se hace más consciente de su poder sobre la naturaleza en la medida que se conoce como causa y, desde esta autonomía de la libertad y de la acción, libera su relación con Dios de una «concepción sacral», nacida solamente de su impotencia ante una naturaleza desconocida y temible. La cultura del t. es «profana». Pero esto precisamente hace posible su dominación en la fe. El hombre en la conciencia de su autonomía como «causa segunda» se hace por primera vez imagen de Dios. Hay que salir del infantilismo religioso y no temer esta «secularización» del mundo. La teología del t. implica una teología de los -> laicos. El advenimiento de la sociedad industrial conduce a una transformación misionera de la Iglesia. El lema de la «santificación del mundo», usado tantas veces superficialmente, ha de rectificarse en este sentido.

4. En este dominio técnico del cosmos y en la realización del mismo se descubre todavía otra dimensión de la naturaleza humana: el t. crea estructuras de solidaridad, que crecen en la medida de la transformación técnica de la naturaleza. Tales estructuras al principio son a veces puramente materiales y, en no pocas ocasiones, primarias, pero, en virtud del entrelazamiento ilimitado de relaciones que de allí se derivan, se convierten en factores de solidaridad humana. El hombre, social por naturaleza, se socializa no sólo por la producción y distribución de bienes y por los contratos que de ahí resultan, sino también por una red de actividades que se entrecruzan cada vez más. De ahí nacen numerosos problemas, en el plano de la formación de grupos y clases, en el de la justicia social y en el de la conciencia moral colectiva. Pero, sobre todo, por este crecimiento de las relaciones laborales, el ámbito del prójimo pasa a primer plano en una medida no sospechada hasta ahora.

Este prójimo, que la letra del evangelio y la práctica secular veían solamente en el círculo reducido de la economía artesana, ahora, por el aumento de la producción y la intensificación de los medios de comunicación, por el lenguaje unitario de la ciencia y de la civilización técnica, se extiende a través de un sistema mundial de relaciones entre grupo y grupo, entre continente y continente, y no tiene límites. Es tarea de la predicación educar para un amor universal. En este campo de relación, el amor espontáneo al prójimo inmediato, de «hombre a hombre», se cambia manifiestamente en un amor que debe penetrar hasta el hombre a través del camino del anonimato de las instituciones, a través de la despersonalización de las funciones y a través de la frialdad de la tecnocracia. El amor tiene que hacerse «político», como dijo Pío XI en 1927 (discurso a la Federación universitaria católica), es decir, dentro de la comunidad política — sobre todo en aquel sector importante de la moderna vida comunitaria que es el mundo laboral — debe ver en el hombre efectivamente al hermano v salirle así al encuentro. Añadamos que, por esta socialización, la comunidad humana configura su historia, en la que el progreso técnico acuña la conciencia colectiva, y en la que, sin embargo, la libertad configurada representa el único progreso real. La teología del t. exige, pues, una teología de la -> historia.

5. Finalmente, esta participación en la construcción del mundo y esta socialización del amor fraternal sólo alcanzan su consumación suprema en el misterio de la encarnación. Cristo, como cabeza de la creación, recapitula en su cuerpo místico toda realidad. Aquí está el sentido último de una teología del t. A través del hombre como coproductor de la creación y configurador de la historia, la creación entera queda incluida en la economía salvífica. «Porque la expectación de la creación está aguardando la revelación de los hijos de Dios... Sabemos que todo lo creado gime y sufre dolores de parto hasta la hora presente» (Rom 8, 18-22). A la luz de esta fe toda ética del t., todo el enraizamiento de las partes y profesiones liberales en la naturaleza y comunidad humanas y extrahumanas, se alza como alabanza, oblación y redención: las tres notas del sacrificio que se consumó en la acción pascual de Jesucristo.

Por una parte, esta referencia cristológica confía la realidad terrena a su ley natural. Y, por otra parte, la autonomía de los procesos técnicos, económicos v sociológicos no permiten al cristiano ceder al mito de una teocracia económica, cuyo órgano de ejecución sería él. Pero la apertura al progreso ha de incluirse en la misión mesiánica del cristiano, que, a pesar de su orientación escatológica, no pierde de vista las exigencias terrenas claramente contenidas en los textos bíblicos. Efectivamente, el mensaje evangélico y la prueba de su eficacia es: el reinado de la justicia y del amor en la comunidad humana.

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Marie-Dominique Chenu